Durante una visita de Gericault a Londres tuvo la oportunidad de contemplar este lienzo pintado por Constable. El pintor francés alabó la tela a su regreso a París y en 1824 el galerista francés John Arrowsmith adquirió la tela para exponerla en el Salón de ese año. Constable consiguió la medalla de oro y Delacroix se impresionó tanto con la obra que decidió cambiar el fondo de su Matanza en Schios. La influencia que el pintor inglés manifestará en la pintura francesa será muy elevada, especialmente a partir de Courbet y la Escuela de Barbizon, llegando a los impresionistas. El Estado francés quiso comprar la obra pero el galerista no quiso venderla por separado por lo que hoy cuelga en la National Gallery de Londres. Gracias al premio obtenido y las excelentes críticas en el país vecino, Constable aumentó su confianza a pesar de que en Inglaterra la tela no fue recibida con mucho entusiasmo cuando fue exhibida en la exposición de la Royal Academy de 1821. El carro de heno es una de las obras más famosas del maestro inglés. Se trata de una de los "six-foot", obras de gran tamaño realizadas para conseguir importante éxito de crítica tomando como temática la vida cotidiana del valle del Stour. La protagonista es una carreta, dispuesta en diagonal, tirada por dos caballos que cruza el río. Al fondo podemos apreciar los amplios campos de heno bañados por la luz, apreciándose algunas figuras trabajando. En la zona izquierda de la composición la famosa casa de Willy Lott y unos frondosos árboles cierran la perspectiva. Un perrillo en primer plano, una mujer lavando y un hombre pescando son los elementos pintorescos que incorpora el artista. Pero lo principal será el tiempo atmosférico, tal y como refleja su primer título: Paisaje: mediodía, ya que el maestro nos muestra el momento en que el sol alcanza su máximo esplendor. Siguiendo el naturalismo que caracteriza sus composiciones, Constable se interesa por el efecto atmosférico y el juego de claroscuro, mostrando el aire que se respira en la composición de manera difícilmente superable. Realizado a partir de un amplio número de bocetos y estudios, Constable parece presentar con cierta nostalgia el paisaje en el que se había criado, en sus propias palabras "una plácida representación de una serena mañana gris de verano".
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Para la realización de los paisajes en sus grandes composiciones mitológicas o religiosas, Rubens utilizaba a algunos especialistas de su taller como Jan Wildens. Esto no quiere decir que el maestro no se interesara por esta temática sino que debido al amplio número de encargos recibidos tenía que delegar buena parte de sus funciones. Prueba de su habilidad a la hora de pintar paisajes la tenemos en esta composición, donde abandona la imaginación poética o la carga simbolista de otras composiciones para interesarse por la observación directa de la naturaleza, a pesar de realizarse en el taller. La extraordinaria textura de los árboles y las rocas o la potencia de la carreta tirada por los caballos indican que Rubens empleó estudios realizados al natural. Sin embargo, podemos observar cómo el maestro ha unificado dos paisajes, cada uno con su propia hora del día y su propio horizonte. Si en la izquierda está cayendo la noche y la luna se refleja en el agua, en la derecha el sol ilumina plenamente y alcanza hasta las montañas del horizonte. Esta disfunción horaria queda disimulada por el bloque central de rocas ante el que se recortan las figuras del carruaje y los carreteros que se disponen a bajar la pendiente. El conductor se vuelve con un aire inquieto hacia su compañero que se ha bajado para evitar el vuelco del carruaje. De esta manera, la tranquila escena se carga de dinamismo y tensión. La influencia de Adam Elsheimer en este tipo de composiciones resulta significativa.Algunos especialistas consideran esta composición como una referencia al neoestoicismo con el que Rubens se sentía identificado. El precario equilibrio en el que se sitúa la carreta simboliza la situación del mundo entero.
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Los discos de cinturón fueron también objetos propicios para la donación ritual, como símbolo de entrega personal. Tales discos se depositaron en las tumbas, pero también se entregaron al cieno. Característicos son los discos de Hverrhus (Víborg a.), o de Soborg so. Tales piezas, a las que se denomina bolsos de caja, tienen el centro realzado con una punta más o menos aguda. Su plasmación y decoración son típicamente nórdicas. Sobre la placa del disco se suceden bandas concéntricas por las que corren múltiples espirales. Las espirales se desenvuelven en roleos enlazados, o se recogen en grupos de dos mediante marcos sinuosos. Líneas en relieve y cintas acordonadas completan la decoración. El tema de la espiral será permanente en la metalística nórdica durante toda la Edad de Bronce. Su procedencia -se supone- es centroeuropea, pero en Escandinavia adquirió un particular vigor, más acorde, quizás, con la filosofía implícita en el movimiento pausado, rítmico, pero infinito de la espiral que en un mero mimetismo estético. Una idea arraigada en el sentimiento religioso inspiró un disco de bronce en donde reina la espiral, acoplado en otro objeto de gran mérito artístico. Hablamos del disco del sol, instalado en un vehículo de seis ruedas del cual tira un caballo. El singular objeto apareció en la marisma de Trundholm, cerca de Nykobing, al norte de Zealand. El disco tiene el anverso y el reverso decorados con motivos de círculos, aislados o engarzados dentro de espirales combadas, zig-zags, etc., y todo ello repujado. Al frente se le colocó una orla y se le revistió de una lámina de oro sobre la que quedó impresa la decoración subyacente. El disco de Trundholm es la más contundente representación del sol en esa forma. Mediante riendas que se le ajustan al cuello, el caballo que tira de este disco solar -y que acompaña al sol- no es un animal de carga o de tiro cualquiera. Sus ojos, frente, maxilares, cuello y crin van engalanados con placas y motivos dorados. En su realización se empleó el más refinado método de fundición: la cera perdida en hueco. En el disco y caballo de Trundholm, las paredes de metal son delgadísimas. La cantidad de bronce se limitó al máximo, evitando, con habilidosa técnica, el método sencillo de la cera perdida. Para tal sistema de fundición se procede de la siguiente manera: Modelado el objeto en cera, éste se reviste de una capa de arcilla embebida en arena, que es sometida al calor. El molde toma cuerpo y la cera se derrite, perdiéndose por los agujeros efectuados en la arcilla a este propósito. El bronce líquido sustituye, a continuación, al objeto de cera, pero la pieza que resulta es de bronce sólido. En los discos de Trundholm se ensayó, en cambio, el método de modelar la cera sobre un núcleo de arcilla. El bronce fundido reemplazó sólo a una capa delgada. El resultado fue la confección de dos fondos ligeros unidos por un anillo envolvente. El procedimiento de la cera perdida en hueco se llevó a un mayor grado de maestría en la realización del caballo. Sigamos los pasos. Se construyó en capas de arcilla (para así evitar grietas en la combustión) un modelo de caballo elemental (sin orejas, y con cuatro vástagos por patas). Una reproducción más detallada del caballo, en una capa muy fina (1-2 mm) de cera cubrió al modelo de arcilla. El rabo, las orejas, las pezuñas y los detalles de los ojos y el hocico se aplicaron íntegramente en cera. Dos alfileres atravesaron el cuerpo, y cinco pequeñas placas de bronce se fijaron al vientre. El núcleo quedó así fijo. Por encima de la cera, y en grosor progresivo, se aplicaron capas de arcilla que formarían un molde externo agujereado. Así preparado, el caballo pasaría por un horno durante varias horas. La cera quemada, o líquida, dejó paso al bronce fundido. Retirado el molde, quedó el caballo de bronce a la vista, a falta de los necesarios toques de acabado. El taller del que a mediados del II milenio salió este carro merece un gran reconocimiento a su obra. Se adelantó en mucho tiempo al inicio de la técnica de la broncística en hueco en la Grecia arcaica (siglos VIII y VII a. C.), y la muestra reseñada es índice de la maestría con la que procedía. Es una cuestión debatida si este taller tenía su sede en Centroeuropa o en Dinamarca. Por encima de esta incógnita, sin embargo, queda la certeza de que el carro de Trundholm requirió las manos más expertas, el taller de mejor reputación, por aspirar a un fin superior, por servir a una causa suprema. El disco convence por sí solo de la imagen que conlleva. Por una vez, la adscripción de un disco a la religión solar es evidente. Se ha propuesto que el vehículo estaba destinado a recorrer, como el Sol, un camino de ida, de Este a Oeste, con su cara reluciente; y un camino de vuelta, con su cara apagada, de Oeste a Este. También se ha pensado que este carro es una miniatura que reproduce un ejemplar ritual, de gran tamaño, que se utilizaría en procesiones y ceremonias. A este propósito no resulta insignificante la anécdota de su hallazgo. La hija del campesino en cuya finca, recién explotada, apareció, en 1902, usó durante algún tiempo el delicadísimo objeto de culto de la Edad de Bronce como un juguete móvil.
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El mentor de los radicales, J. S. Mill, pudo hablar de que las clases medias y trabajadoras eran aliados naturales, junto con los disidentes religiosos, frente a los grupos privilegiados de la sociedad. Esos sectores optaron entonces por manifestar sus reivindicaciones a través de la Carta del Pueblo, que quería evocar las libertades inglesas garantizadas por la vieja Carta Magna. Obtuvieron, para ello, el apoyo de la London Working Men´s Association, organización de los obreros especializados de la capital, fundada en 1836 por William Lovett, que buscaba la obtención de reformas por la vía parlamentaria. A ella se unieron la Birmingham Political Union, de Thomas Attwood, y la Democratic Association, del periodista Feargus O'Connor.Las peticiones de los cartistas, redactadas por Lovett y Francis Place, se publicaron en mayo de 1838 y fijaban las condiciones para el establecimiento de la democracia política: sufragio universal masculino, voto secreto, abolición del test de propiedad para ser parlamentario, pago a los parlamentarios, igualdad de distritos electorales y elecciones anuales. Las demandas venían acompañadas de la propuesta de reunir un contra-Parlamento en Londres (Convención General de las Clases Trabajadoras) elegido por sufragio universal. Casi 1.300.000 firmas respaldaron estas peticiones cuando fueron presentadas al Parlamento en junio de 1839, aunque fueron rechazadas al mes siguiente.El movimiento no prosperó porque aglutinaba sectores cuyos objetivos no coincidían. Los de los radicales eran, fundamentalmente, políticos y estaban encaminados a canalizar las protestas populares contra la Poor Law de 1834, para conseguir el librecambismo (rechazo de las Corn Laws) y el desestablecimiento de la Iglesia Anglicana. Los obreros no especializados se inclinaron pronto por las acciones violentas y, cuando las peticiones de la Carta fueron rechazadas de nuevo, en mayo de 1842, el movimiento estaba ya muy debilitado.Fue entonces el momento de los partidarios de la violencia, como el abogado irlandés Feargus O'Connor, que había fundado en junio de 1838, en Leeds, la Gran Unión del Norte. La huelga general convocada en 1842 en defensa de la Carta llevó a los radicales a separarse del movimiento, que se debilitaría paulatinamente aunque el Parlamento todavía rechazó una nueva petición en 1848 y las convenciones cartistas se prolongaron hasta 1858.Casi simultáneamente, y en estrecha relación con el movimiento cartista, se había desarrollado el movimiento librecambista para la abolición de las leyes proteccionistas de los cereales ingleses, establecidas en 1815. La Liga contra la ley de protección de los cereales (Anti-Corn Law League) se organizó en 1838 pero no adquirió vigor hasta los años cuarenta, aunando intereses puramente económicos con los políticos, sociales, humanitarios y hasta religiosos, que se alzaron contra lo que se denominó el impuesto del trigo, que gravaba a las clases más necesitadas. Richard Cobden, un destacado librecambista, fue elegido para el Parlamento en 1841 y, desde 1843, la cuestión librecambista se había transformado en un tema político de primera magnitud. La abolición de los aranceles proteccionistas fue vista como necesaria por el gobierno Peel a raíz de la hambruna desatada en Irlanda desde 1845. La medida tuvo una turbulenta trayectoria parlamentaria hasta su aprobación en 1846, pero se realizaría a costa de una profunda división en el seno del partido conservador (oposición de Disraeli) y obligaría a la dimisión del gobierno Peel.La política librecambista, en todo caso, sería proseguida después de 1846 por el gobierno whig de lord Russell. En 1849 se derogaron las Leyes de Navegación para el comercio internacional (en 1854 se suprimirían también para la navegación costera) y el Reino Unido parecía apostar decididamente por un Estado basado en la industria y en el comercio.
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En Alemania los doce años de régimen nazi machacaron sistemáticamente la vida artística. Ya en 1933 se hizo una exposición de horrores (Schandaustellung) y el 19 de julio de 1937 se abría la Exposición de arte degenerado (Entartete Kunst), que se pudo ver en Munich, Berlín y Hamburgo. Bajo secciones de nombres tan pintorescos como Idiotas, cretinos y paralíticos o Demencia total (por no citar otros más fuertes), se expusieron setecientas obras de ciento doce artistas, equiparados allí a enfermos mentales. Una exposición monstruo hecha gracias al expolio de veinticinco museos, que proporcionaron la estupenda cosecha de doce mil dibujos y cinco mil pinturas. Una magnífica exposición de arte contemporáneo que vio todo el mundo, aunque por razones diferentes. Unos artistas murieron en campos de concentración, como Freunlich; otros se suicidaron, como Kirchner; otros se fueron: Kandinsky a París, Paul Klee a Suiza, Kokoschka y Schwitters a Inglaterra, y algunos se quedaron en el exilio interior: Heckel, Hofer, Barlach, Baumeister, Schmidt-Rottluff.El deseo de cultura y de olvido hace que ya a finales de la década, en las ciudades todavía destruidas, se hagan exposiciones reivindicando a los artistas de vanguardia, tanto a Der Blaue Reiter como a la Bauhaus, que se recuperan en Munich. Para los alemanes, después del realismo nazi, abstracción es sinónimo de modernidad y universalidad (algo semejante a lo que ocurre en España).Precisamente uno de los que se quedaron, Willi Baumeister (1889-1955), fue el que más colaboró a que el mundo artístico se levantara desde 1945, algo que Franz Roh calificó como un milagro. A partir de unos orígenes abstractos -en los años veinte era constructivista-, durante la guerra trabaja en una fábrica de colores en Wuppertal. Allí estudia todas las técnicas pictóricas desde la prehistoria para un libro. Este interés le lleva a la pintura rupestre y a Altamira (donde juega un papel importante en la formación de la Escuela que lleva el mismo nombre en España). De la pintura rupestre toma los aspectos matéricos, la rugosidad y los contornos de formas primitivas; pero también los temas: Afrikanish, en 1944-1945, Personajes prehistóricos, en 1946 y Pinturas Sumerias o Las dos edades del mundo en 1947-1948.Baumeister es muy influyente en Alemania tanto por lo que pinta como por sus libros -"Lo desconocido", una antología de arte abstracto que aparece en 1947- y las conferencias que da sobre arte no figurativo desde 1945. En 1952 representa a Alemania en la Bienal de Venecia. Junto a él desempeñaron un papel importante Carl Buchheister (1890-1964) y Theodor Wernwr (1886-1969).
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El panorama británico era más complejo que el norteamericano. Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial no parece que las autoridades inglesas empezaran a pensar con tanta antelación en resolver los problemas económicos de después del conflicto. Gran Bretaña había soportado en fuerte medida la escalada inicial de la guerra y, lógicamente, centró todas sus energías en ganar ésta. Richard Gardner ha sintetizado las fuerzas en presencia que favorecían o entorpecían la colaboración anglonorteamericana en el campo de la planeación del sistema de relaciones económicas internacionales de la posguerra. El primer elemento, el más obvio, habría de ser la dependencia inglesa de Estados Unidos, tanto antes de que éste interviniera en las hostilidades como después. Las apelaciones de Churchill a Roosevelt se hicieron cada vez más frecuentes desde que, a los pocos días de formar un Gobierno de concentración nacional bajo su dirección, le telegrafió el 15 de mayo de 1940 que si "es necesario, continuaremos la guerra solos. No nos da miedo. Pero espero que se dé cuenta usted, señor presidente, de que la voz y la fuerza de los Estados Unidos quizá no cuenten nada si se las retiene demasiado tiempo". Después del desastre de Francia, las peticiones se hicieron más apremiantes: se trataba de adquirir material de guerra y los suministros industriales que pudiera ofertar la potente economía norteamericana. Como es notorio, durante el resto del año 1940 Estados Unidos incrementó su apoyo a Gran Bretaña a través de una serie de acciones que resultaban difíciles de reconciliar con una neutralidad estricta. En este clima no cabe duda de que podían desarrollarse planteamientos comunes, a pesar de todas las diferencias. Una segunda fuerza en favor de la colaboración anglo-norteamericana para una planeación conjunta de las relaciones económicas internacionales en la posguerra se encuentra en las ideas, caras al Partido Laborista, de establecer algún tipo de organización que removiera en el futuro las causas económicas de la turbulencia política. Nombres como los de Clement Atlee, Ernest Bevin y Hugh Dalton están ligados a tales esfuerzos. Atlee no ocultó que después de la guerra todas las naciones deben tener igual acceso a los mercados y a las materias primas. Por último, ya en la guerra misma se hizo evidente que Inglaterra habría de realizar un considerable esfuerzo exportador después del conflicto que le permitiera expandir sus ingresos en divisas con el fin de adquirir elementos para la reconstrucción y compensar la pérdida de las reservas. La posibilidad de que los necesarios aumentos de la exportación pudieran materializarse dependería no sólo de eliminar las discriminaciones a bienes y servicios británicos, sino también de reducir los obstáculos arancelarios a los intercambios. Este tipo de reflexiones se acentuó con la entrada en la Administración de economistas académicos muy distinguidos, que subrayaron la conveniencia de montar en la posguerra un sistema comercial de corte liberal y que, de nuevo, el comercio internacional fuera motor del crecimiento económico. Nombres como los de Lionel Robbins y James Meade representan esta corriente que ya antes del conflicto o en sus comienzos se había pronunciado en favor de una vuelta al liberalismo, condenando las prácticas discriminatorias comerciales de los años de la entreguerra. En el plano financiero no fue menor la importancia de hombres como Denis Robertson y, sobre todo, de John Maynard Keynes. Pero también en contra del revival liberal existían poderosas fuerzas. Una era el escepticismo de ciertos sectores de la derecha y de la izquierda hacia el funcionamiento del mercado. La crisis económica había destruido la confianza en éste como mecanismo de asignación de recursos y promotor de la eficiencia económica. Por lo demás, no se trataba tan sólo de creencias, sino también de intereses: la industria británica había perdido su capacidad competitiva en el mercado mundial y, por consiguiente, veía con suspicacia los esfuerzos tendentes a reducir barreras a los intercambios, que implicaban una mayor exposición de la misma a la concurrencia internacional. También los agricultores, que habían visto reforzada su posición de cara a la preparación para la guerra y en el conflicto mismo, se resistían a desmantelar las posiciones adquiridas. En consecuencia, la derecha clamaba por el mantenimiento del sistema de preferencias imperiales con los dominios y colonias de la Commonwealth y no se sentía demasiado feliz ante la idea de desarrollar un comercio multilateral basado en principios liberales. En la izquierda, nombres como Harold Laski, E. H. Carr y G. D. H. Cole atacaban al capitalismo y denunciaban las causas económicas del imperialismo y de los conflictos internacionales. Muchos laboristas sentían una marcada inclinación por una planificación económica más o menos centralizada y, desde luego, enfatizaban el papel del Estado como motor de la actividad económica. Otros pensadores examinaban cuidadosamente cómo podrían aislarse las futuras reformas socialistas y el pleno empleo de los efectos nocivos de un contexto internacional crispado. Entre todos estos elementos ha de subrayarse la importancia del primero. Gran Bretaña pudo mantener un buen ritmo de importaciones durante la segunda mitad de 1940, pero reduciendo a límites peligrosos sus reservas de oro y divisas. El Gobierno belga en el exilio hubo de acudir en una ocasión en apoyo de su aliado, dándole opción para disponer de unos 300 millones de dólares en oro. También se espaciaron los pagos, pero no tardó en plantearse agudamente la cuestión de cómo hacer frente a un futuro financiero sombrío. Las peticiones británicas a Roosevelt se hicieron, por ello, más apremiantes. Tras su reelección para un tercer mandato el 5 de noviembre, el presidente lanzó la idea de la Ley de Préstamo y Arriendos, de 1940, que se convirtió en realidad el 11 de marzo de 1941. Roosevelt quedaba autorizado a suministrar material y equipo a cualquier nación cuya defensa considerara vital para la de Estados Unidos. Desde entonces, los británicos pudieron obtener suministros norteamericanos (e incluso de otras procedencias) sin necesidad de preocuparse demasiado por su pago. Como han señalado Hancock y Gowing, durante el resto de 1941, antes de que Estados Unidos entrara en guerra, las adquisiciones hechas al amparo de la ley no fueron excesivas (en torno a los 1.100 millones de dólares, frente a los 30.000 a que ascendió la ayuda norteamericana por tal concepto desde sus comienzos hasta su fin, en agosto de 1945), pero preludiaban una interacción creciente entre los dos países que, tarde o temprano, había de arrojar frutos de cara a la planeación de las relaciones económicas del mundo de la posguerra. Sin embargo, la distinta situación de partida y los diferentes intereses británicos introducían divergencias considerables. Tres puntos destacaban: vinculación preferencial entre Gran Bretaña y la Commonwealth; necesidad de proteger a la economía británica de un contexto internacional inestable como el que se temía, y la conveniencia de solucionar los problemas de la balanza de pagos inglesa en la posguerra. Tales discrepancias eran consecuencia de unos objetivos prioritarios diferentes de los norteamericanos. Se trataba, en efecto, de objetivos internos (crecimiento, pleno empleo, seguridad social) derivados de la necesidad de reconstruir un país agotado por el esfuerzo bélico. El propio Keynes afirmó que las dificultades serían verosímilmente tan graves que resultaría inevitable mantener e incluso intensificar las medidas discriminatorias de carácter comercial y monetario desarrolladas desde 1939. En la medida en que varias de ellas iban contra Estados Unidos, la Administración norteamericana no tardó en combinar los aspectos económicos y políticos en la preparación de la famosa conferencia de agosto de 1941, de la que emergió la Carta del Atlántico. En ésta se aproximaron las posturas de los dos Gobiernos y se concretó el compromiso de ambos de promover relaciones económicas mutuamente ventajosas. A tal efecto, se reduciría la discriminación que pudieran sufrir en la importación los productos del otro país y se favorecía el acceso de todas las naciones a los mercados extranjeros en igualdad de condiciones. Los británicos sugirieron que también figurase la aspiración a que aumentara la colaboración económica internacional para mejorar los niveles de vida e impulsar el desarrollo económico. Se trataba, ciertamente, de principios generales no exentos de ambigüedades que sólo disimulaban las profundas diferencias de percepciones e intereses. Pero la Carta rechazaba los bloques económicos y una política comercial discriminatoria. Desde que Estados Unidos entró en guerra, el Acuerdo anglonorteamericano de Ayuda Mutua, de 23 de febrero de 1942, perfiló aún más el carácter de los compromisos de cara al futuro. El famoso artículo VII abría la puerta a una acción concertada entre los dos países, a la que podrían sumarse otros, para adoptar medidas tendentes a expandir la producción, el empleo, el intercambio y el consumo de bienes. Explícitamente se reconocía la necesidad de eliminar la discriminación en el comercio internacional y de reducir los aranceles y otros obstáculos a los intercambios. Aquí, los compromisos se materializaban algo más y como se introdujeron disposiciones análogas en los restantes acuerdos de ayuda que firmó Estados Unidos con otros países (URSS, Francia, etcétera), el artículo VII se convirtió en el primer fundamento jurídico del futuro orden económico internacional. Los resultados finales fueron fruto de un proceso de transacción y de negociación entre británicos y norteamericanos, nucleado en torno a dos proyectos centrales: el de Harry Dexter White y el de John Maynard Keynes, cuya elaboración reflejaba intereses y percepciones diferentes. A principios de 1941, White empezó a plantearse cómo regular las relaciones monetarias de la posguerra mediante un acuerdo de envergadura. Según ha señalado el historiador oficial del Fondo Monetario Internacional, J. Keith Horsefield, sus ideas de entonces giraban en torno al establecimiento de una organización que estabilizara los tipos de cambio y que suministrase el capital a largo plazo necesario para reconstruir las economías después de la guerra. A los pocos días del ataque a Pearl Harbor, White tuvo ocasión de exponer sus reflexiones al secretario del Tesoro. Morgenthau le solicitó que preparase el plan de un fondo de estabilización interaliado que pudiera utilizarse para ofrecer ayuda a los aliados durante el conflicto y crear obstáculos al enemigo, que sirviera de base de los arreglos monetarios necesarios en la posguerra y que estableciese alguna forma de moneda internacional. White sugirió rápidamente un proyecto en el que se contemplaban un banco interaliado y un fondo de estabilización. Los rasgos generales de este último eran muy similares a lo que sería el proyecto final. Aunque el secretario de Estado adjunto, Summer Welles, propuso debatir las ideas de White en una reunión de ministros de Asuntos Exteriores de las repúblicas americanas en Río de Janeiro, en enero de 1942, Morgenthau pensó que sería mejor consultar a los países europeos antes de plantear formalmente un proyecto tan ambicioso. De hecho, la conferencia de Río se limitó a sugerir que los ministros de Hacienda americanos estudiasen la conveniencia de un fondo internacional de estabilización. White continuó perfeccionando sus iniciales propuestas, en las que también habían participado diversos funcionarios del Tesoro norteamericano. En marzo de 1942 llegó a una versión más avanzada que, con modificaciones muy reducidas, circuló el mes siguiente bajo el título de Sugerencia preliminar para el establecimiento de un fondo de estabilización y un Banco de reconstrucción y desarrollo de las Naciones Unidas y otras asociadas. Se trataba, ha dicho Richard Gardner, de un plan valiente e idealista en el que el Fondo (posteriormente el FMI) y el Banco (conocido luego como Banco Mundial) serían las agencias que dirigiesen el mundo financiero internacional de la posguerra. En el primitivo planteamiento debían atender a las necesidades de sus miembros sin tener en cuenta consideraciones políticas nacionales. El Fondo iba a contar con recursos de, por lo menos, 5.000 millones de dólares, reunidos a través de las contribuciones que hicieran los países miembros en oro, moneda local y valores públicos. Tales recursos se destinarían a facilidades financieras que permitieran a los miembros sortear dificultades temporales de balanza de pagos. En contrapartida, los países habían de limitar el ejercicio de su soberanía económica: se sugería, en particular, que cediesen el derecho a modificar los tipos de cambio, que abolieran el control de cambios y que sometieran a la supervisión del Fondo su política económica. El proyecto de Banco era incluso más ambicioso. Tendría un capital de 10.000 millones de dólares, la mitad aportada por los países miembros en oro y moneda nacional. Sus fines estribarían en suministrar los recursos necesarios para la reconstrucción y la recuperación económicas, pero también para contrarrestar las fluctuaciones financieras internacionales y reducir la intensidad y duración de las recesiones, para estabilizar los precios de las materias primas y, en general, para aumentar la productividad y elevar el nivel de vida de los países miembros. El 16 de mayo de 1942, Morgenthau envió un ejemplar del preámbulo del proyecto al presidente Roosevelt y subrayó la posibilidad de extraer capital político de la idea del fondo de estabilización, como respuesta del mundo libre al Nuevo Orden impuesto en Europa y Asia por las potencias fascistas. Roosevelt ordenó inmediatamente que continuaran los estudios para poner a punto la idea. Una comisión interministerial se reunió por primera vez el 25 de mayo de 1945 y estableció una subcomisión técnica presidida por White.
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El caso de Ulrico Schmidl La comparación de las fechas dadas por Schmidl con las de los documentos confirmaba este juicio. Las de los documentos, segurísimas, no eran las de Schmidl. Este, por tanto, se equivocaba en forma sistemática. Pues bien: un destacado estudioso paraguayo, matemático, arqueólogo, ingeniero y especialista en malaria, el doctor Vicente Pistillo S., ha podido comprobar que Schmidl no se equivocó en absoluto al darnos las fechas que consigna en su obra23. Utilizaba un calendario diferente al oficial, o sea, al que usamos en la actualidad. Notorio es que en la Edad Media y en tiempos modernos se emplearon, indistintamente, varios calendarios. Las fechas para iniciar el año cristiano eran varias. Había métodos cronológicos nacionales, provinciales y eclesiásticos. Los calendarios Julianos más usados fueron tres: el que empezaba cuando el sol tiene en apariencia su mayor diámetro; el que empezaba el día de la Encarnación, y el que tomaba como principio el día del nacimiento de Cristo. Groussac no ignoró estos hechos, pero no se le ocurrió aplicarlos a Schmidl. Según el primer calendario, Cristo es encarnado el 25 de marzo y nace el 25 de diciembre; según el segundo, Cristo es encarnado el primero de enero y nace el primero de octubre, y, según el tercero, Cristo es encarnado el primero de marzo y nace el primero de enero del año siguiente. Schmidl utilizó el calendario a nativitate. El ingeniero Pistilli S. demuestra que, para comprender la cronología de Schmidl, hay que sumar un año a la fecha oficial y restarle una semana. O sea: una fecha oficial coincidirá con la de Schmidl si se le agregan 358 días. Las fechas de Schmidl difieren de las oficiales en un año menos una semana. La fecha de San Bartolomé, por ejemplo, que se celebra el 24 de agosto, será, según Schmidl, el 17 de agosto, con un año menos de diferencia. El calendario Juliano a nativitate de Schmidl no es, por tanto, el nuestro. Ello explica las diferencias y demuestra que el lansquenete no era tan olvidadizo o ignorante como se suponía24. Otra observación respecto a Schmidl. Ella sirve para demostrar cómo los historiadores de la conquista del Río de la Plata, tan desdeñados por algunos autores, son, en cambio, dignos de la mayor confianza. Se ha dicho que Schmidl, en tantos años de permanencia en Paraguay, no aprendió a escribir correctamente una sola palabra española. Edmundo Wernicke ha probado, en su traducción, que los supuestos errores ortográficos de Schmidl no son tales. Schmidl utilizaba la letra i para dar el sonido sostenido a la primera sílaba y aun para acentuarla. Así escribía mesaina para decir mesana, cristali para que se leyera cristal, ainta para anta y agais para agás. Del mismo modo empleaba la e muda para que se leyera río cuando escribía rieo. En el idioma alemán, explicó Wernicke, los diptongos ei y ai suenan igualmente ai. Para escribir la palabra española raíz debía hacerlo Reise. Si hubiera escrito raíz se hubiera leído, en su idioma, reiz. Por ello, también, escribía meis z para que se leyera maíz. Si hubiera escrito así esta palabra habría sido leída en alemán maz. El ignorante no era Schmidl. Los ignorantes hemos sido nosotros25.
contexto
No es posible, sin embargo, terminar estas rápidas observaciones sin volver sobre un caso excepcional bien estudiado sobre la marcha por sus propias víctimas, que revela hasta el extremo los horrores de la inanición. Se trata del hambre padecida por los holandeses, entre noviembre de 1944 y mayo de 1945, cuando las autoridades alemanas de ocupación cortaron todos los suministros a la zona occidental, en respuesta a la huelga de ferrocarriles desencadenada en septiembre contra el invasor. Después de la ocupación alemana en mayo de 1940, un 60 por 100 de la producción agraria holandesa se requisó y se suprimió toda importación de alimentos. A fuerza de aprovechar pastos para cultivar patatas y sacrificar pollos y cerdos, el Gobierno holandés consiguió mantener la distribución al nivel de unas 1.600-1.800 calorías diarias entre 1941 y 1944. No era el hambre todavía. El racionamiento procuraba atender las necesidades de cada uno, privilegiando a los que se empleaban en tareas de gran esfuerzo, a las mujeres y a los niños. En el invierno de 1944-45, al producirse el corte de suministros, la ración se redujo drásticamente hasta poco más de 600 calorías, que en enero de 1945 fue, también, la ración distribuida a los trabajadores. No obstante, se procuró al máximo seguir atendiendo especialmente a los niños y a las mujeres embarazadas y lactantes. La ciudad, como siempre, tropezó con penalidades mucho mayores para complementar por otros medios esta mínima ración. El frío contribuyó a las dificultades de distribución. Se racionó la remolacha azucarera, y hasta los bulbos de los tulipanes quedaron incluidos, en ocasiones, entre los artículos alimenticios. Desde la ciudad al campo, se caminaba ansiosamente a la busca de un puñado de patatas. Los más débiles murieron en las cunetas, a veces cuando volvían con su pobre hallazgo. La atención médica se volcó sobre el horror sufrido por los holandeses. La dieta, se dijo, no era insuficiente en vitaminas, sino en calorías. A pesar del racionamiento anterior hasta entonces, los médicos sólo habían observado pérdidas de peso y aumento -ligero- de la tuberculosis. Ahora, incluso, los trastornos mentales se multiplicaron, manifestándose en forma de apatía, indiferencia u obsesiones en torno a los alimentos. En enero del 45, al cuarto mes de escasez, entraron en los hospitales los primeros casos de edema de hambre, a veces hasta con hemorragias cutáneas, que pronto se multiplicaron. Pero tampoco los hospitales podían garantizarles una alimentación adecuada. Los médicos y las enfermeras contaban con una rebanada de pan para desayunar, dos patatas y un puñado de hortalizas para comer, y una o dos rebanadas de pan, un plato de sopa de remolacha y una taza de sucedáneo de café para cenar. Un mes más tarde, en febrero, los hospitales no podían hacerse cargo de los enfermos, y se limitaban a entregar una ración suplementaria de 400 gramos de pan y 500 de judías, junto con un poco de leche, a los más afectados, aquellos que habían perdido un 25 por 100 de su peso normal. Pronto se elevó al 33 por 100 el tope para la prestación de asistencia, pero entonces muchos enfermos morían en la calle sin llegar al hospital. Otros muchos esperaron su fin, debilitados, directamente en su cama. Destinada toda la grasa a la alimentación, dejó también de fabricarse el jabón. Tras muchos años, volvieron chinches y piojos, y reaparecieron también en el campo la disentería y las tifoideas. Trastornos en el comportamiento y en la convivencia social acompañaron lógicamente, a los horrores del hambre: hubo niños que murieron porque sus padres vendieron los cupones destinados al racionamiento infantil; y hubo adultos que murieron aplastados bajo los muros de las casas -abandonadas, para aprovechar mejor el calor de unas pocas viviendas- que se hallaban saqueando. Durante los seis primeros meses de 1945 en Amsterdam, Rotterdam, La Haya y Utrecht murieron cerca de 18.000 personas, de una población de dos millones en total. Al llegar la liberación, en mayo de 1945, los holandeses salieron con júbilo a las calles para recibir alimentos. Tal fuerza les guiaba que un observador, entonces poco afortunado, como el Times, todavía esperaba encontrar situaciones más horribles. Las perspectivas inmediatas que aguardaban a los europeos no eran halagüeñas.