El Chilam Balam de Chumayel El texto que publicamos en este volumen puede ser considerado el más importante de los que redactaron los mayas de Yucatán después de la conquista, aunque siempre cabe la posibilidad de que un día aparezca en cualquier remoto poblado o en los polvorientos anaqueles de un convento algún otro todavía superior. Es un extenso compendio de historia y etnografía, resume el juicio y los intereses espirituales de los hombres doctos de la época colonial, constituye con toda probabilidad el horizonte del saber maya de toda una era. La información que proporciona es rica y compleja, el lenguaje y las construcciones idiomáticas que contiene están llenos de dificultades -tanto para los lingüistas como para los mismos indígenas actuales-, y la cantidad de referencias, oscuras, esotéricas, de un sutil misticismo o de una profunda religiosidad con resonancias ancestrales, es abrumadora. No hay duda que el estudio minucioso de sus páginas, cada paso que se avanza en la comprensión de su significado, toda palabra traducida por fin con justicia, nos acerca decididamente a la antigua mentalidad, a la cultura que sucumbió a mediados del siglo XVI. Por la virtud de un esfuerzo semejante la esplendorosa civilización de Tikal o de Uxmal se hace vulnerable a nuestra inteligencia, no transparente, que es empeño sin esperanza, pero sí recupera el nervio de la vida social y la traza de una forma de pensar extraña y distante, cuyos signos parecen ahora, sin embargo, muy humanos. Si algunos fragmentos de los libros de Chilam Balam son transcripciones a la escritura europea de los textos jeroglíficos prehispánicos, es en el manuscrito de Chumayel donde se concentran indudablemente en mayor proporción, y el lector apreciará el aire arcaico de ciertos capítulos. Aunque toda la obra está cruzada por frases enigmáticas o aparentemente absurdas, es en esas secciones que conservan doctrinas y creencias nacidas en la noche de los tiempos donde la lectura se hace penosa y el sentido de las oraciones desaparece en un mar de símbolos y metáforas. Debemos tener siempre presente que se trata de un libro sagrado de una cultura lejana, que encierra intenciones semejantes a las que guiaron el cálamo o la herramienta de los escribas de los féretros egipcios, de los sacerdotes tibetanos o de los encargados de preparar las tablillas religiosas sumerias. El manuscrito de Chumayel es un pequeño volumen en cuarto que parece haber tenido cincuenta y ocho hojas numeradas, aunque sólo hay ciento siete páginas escritas en la reproducción hecha por la Universidad de Pennsylvania. Las hojas 1, 50 y 55 se han perdido, y las otras que faltan pueden haber estado en blanco; en la cubierta de piel hay un agujero producido por el fuego. Posiblemente la fecha de la redacción es el año 1782, pero el estilo corresponde mejor al siglo anterior, lo que significa que el escriba tuvo quizá fuentes de inspiración más tempranas. Esa persona fue, según han deducido varios investigadores de la propia información del manuscrito, Juan José Hoil, quien estampó su firma tras una anotación en el mismo tipo de letra que el resto del libro y al lado de la datación citada, 20 de enero de 1782. Únicamente escasas interpolaciones posteriores rompen tal unidad, por ejemplo, de un sacerdote o sacristán llamado Justo Balam, que inscribió dos bautizos llevados a cabo en 1832 y 1833. Cinco años después Pedro de Alcántara Briceño escribió en la misma página que había obtenido el cuaderno por la suma de un peso, tal vez de las manos de Diego Hoil, hijo del compilador. Entre 1858 y 1868 fue adquirido a su vez por Audomaro Molina, el cual comunicaba hacia 1910 al erudito yucateco Juan Martínez Hernández que lo había cedido al obispo Crescencio Carrillo y Ancona. Cuando ya estaba en posesión del famoso prelado, por el año 1868, el incansable lingüista Carl Hermann Berendt hizo una copia del Chilam Balam de Chumayel, y el arqueólogo Teobert Maler, la primera reproducción fotográfica en 1887. Al morir el obispo, diez años más tarde, el libro pasó a poder de su albacea, J. R. Figueroa y, merced a la intercesión de Molina, fue prestado en 1910 a George B. Gordon, director del Museo de la Universidad de Pennsylvania, que lo fotografió de nuevo ese mismo año. El original fue devuelto a Figueroa, en cuya casa pudo verlo el mayista Sylvanus Morley en 1913, pero una vez fallecido aquél y expropiado el libro, lo depositaron en la Biblioteca Cepeda de Mérida, en 1915, de donde, según dijimos antes, fue sustraído junto a otros valiosos documentos. Morley revisó los fondos de la biblioteca en 1918 y difundió la triste noticia; al publicar su monumental trabajo sobre las inscripciones jeroglíficas de Copán, no pudo por menos que deplorar el destino del manuscrito, aunque juzgase también providencial la existencia de las copias fidelísimas conseguidas en las décadas anteriores. Lo que entonces no sabía Morley es que mucho tiempo después le sería ofrecido el libro por la suma de cinco mil dólares, cantidad inferior a la que reclamaron los ladrones en 1938 cuando apareció a la venta en Estados Unidos. Pero ni los siete mil primeros, ni los cinco mil que pidieron al célebre epigrafista, fueron pagados por nadie -que se sepa, claro está- y el Chilam Balam de Chumayel continúa casi perdido para el público y los especialistas en el día de hoy. Decimos casi perdido porque David Bolles, en un reciente trabajo sobre la literatura maya posterior a la conquista, afirma tener noticias de que el manuscrito se encuentra actualmente en la Biblioteca de la Universidad de Princeton. De los negativos de Maler se había sacado además otro juego completo de fotografías que fue a parar por intermedio de Eduard Seler a la colección de William Gates. Las fotografías de Gordon constituyeron una excelente edición facsimilar, con nota previa del propio director del University Museum, que apareció en Filadelfia el año 1913 y que ha sido utilizada ampliamente por nosotros. Chumayel es un poblado cercano a Teabo y a unos veinticinco kilómetros al norte de Oxkutzcab, es decir, situado en la mitad occidental del moderno Estado de Yucatán. El nombre es poético y misterioso, pues se traduce lo mismo por el perfume del chum que haciendo referencia a la pezuña de los animales (may) o al principio y origen de las cosas (chun), incluso a la flauta y el acto de tañerla (chul). Como todo ello posee ciertas connotaciones esotéricas -may es denominación ritual del venado, mamífero sagrado de la mitología- es probable que este lugar, perteneciente a la vieja provincia prehispánica de Maní, tuviera en el pasado especial importancia religiosa. Ralph L. Roys, uno de los traductores del texto maya, hizo indagaciones en Chumayel buscando a los descendientes de Juan José Hoil, y pudo reconstruir con bastante detalle la línea masculina desde 1782 hasta 1928, año en que entrevistó a Miguel Hoil -cuyo oficio, curiosamente, era el de vigilante en las ruinas de Uxmal-; ello le condujo a comprobar el rango destacado de los varones de la familia en los tiempos de la redacción del Chilam Balam, y a concluir que Diego Hoil, cura en el suburbio meridense de San Cristóbal, fue quien vendió el documento a Briceño en 183825. Partes del Chumayel han sido traducidas a distintos idiomas y publicadas desde 1868 -realmente desde 1633, si tenemos en cuenta que Bernardo de Lizana agregó a su Historia de Yucatán las conocidas profecías que aparecen en varios Chilam Balam-, pero existen sólo dos versiones completas, que nosotros conozcamos (aunque se anuncia una más de publicación inminente en México), una en castellano, la primera, preparada por Antonio Mediz Bolio, escritor y filólogo yucateco, y editada en San José de Costa Rica el año 1930 (que ha tenido sucesivas reediciones más modestas en la Universidad Nacional Autónoma de México a partir de 1941), y otra en inglés, la de Ralph L. Roys ya mencionada, que apareció en Washington el año 1933 (y que también ha sido reimpresa por la Universidad de Oklahoma desde 1967). La edición española que nosotros presentamos ahora toma como punto de partida la de Mediz Bolio, respetando su sistema de puntuación y el empleo de cursivas, pero ese texto, que muchos autores califican de excesivamente libre y poético, ha sido sometido a revisión, especialmente por los lingüistas yucatecos de la Academia de la Lengua Maya -cuya sede radica en Mérida, capital de Yucatán- Ramón Bastarrachea Manzano y Domingo Dzul Poot, quienes lo han cotejado pacientemente con el original y han corregido numerosos errores, y también por el autor de esta introducción, que se ha apoyado en comentarios filológicos de distintos expertos y en su conocimiento del idioma y la cultura mayas. La edición de Ralph Roys fue objeto de una severa crítica del investigador Alfredo Barrera Vásquez, en la que se demostraban no sólo sus insuficiencias y errores sino también los problemas básicos que entraña una labor de esta clase y los requisitos mínimos para emprenderla con ciertas garantías. El mismo Barrera Vásquez, con Silvia Rendón, puso su método en práctica algo más tarde para realizar un cotejo sistemático de las secciones comunes a los diferentes libros de Chilam Balam, y obtuvo una plausible reconstrucción que, por desgracia, no contó paralelamente con los abundantes comentarios y notas que se pueden exigir y que todo estudioso necesita26. La situación hoy es complicada para cualquier interesado en esta fuente antropológica, pues resulta rarísimo que haya un fragmento de las diferentes traducciones del Chumayel que coincida con las demás, y las discordancias son a veces notablemente aparatosas. Como vemos, las dificultades que encierra la traducción del Chilam Balam de Chumayel son innumerables, primero debido a la naturaleza misma del manuscrito, compuesto de retazos y breves anotaciones, que debían sugerir o recordar al lector maya versado en la cultura ancestral las ideas, plegarias, rituales o mitos, pero que no formaban en absoluto verdaderos relatos, tratados completos y extensas formulaciones. Al igual que sucedía con los analtés prehispánicos, el Chumayel, y todos los escritos de su género, pretendían servir de ayuda al oficiante o predicador, quien seguramente los miraba por encima para hallar la guía de las ceremonias o los discursos. El estilo oscuro o hermético, característico de cualquier libro religioso perteneciente a civilizaciones exóticas, se hace aquí por tanto todavía más intrincado. También sucede que el amanuense omitió los signos de puntuación habituales, y, aunque existen algunas marcas dispuestas regularmente con semejante fin, se convierte en ardua tarea decidir dónde empiezan y terminan frases y párrafos, incluso palabras, y de ello se resiente el sentido del texto, pues en el idioma de Yucatán, rico en términos polisémicos, tales distingos son sustanciales a la hora de elegir entre muy diversas acepciones. Y por si fuera poco, ese idioma se plasma en una grafía prestada, cuyo uso en los albores de la colonia era -según diríamos hoy- meramente experimental, y que resultaba aún engorrosa en el siglo XVIII para las gentes letradas que no hubieran pasado largos años en las escuelas de los frailes o sirviendo en las instituciones administrativas españolas. De hecho, los propios franciscanos interesados en transcribir catecismos y doctrinas a la lengua autóctona tuvieron que adoptar soluciones convencionales, y por ende controvertidas y transitorias, a los graves problemas que encontraban cuando caligrafiaban los sonidos de la pronunciación maya; lengua y formas de expresión que han cambiado bastante desde 1540 hasta la época actual. Todos esos inconvenientes paleográficos y lingüísticos convierten el ensayo de traducción en obvia labor de interpretación, y casi de desciframiento si pensamos en el mal estado del manuscrito, y obligan a ser flexibles en el juicio de las diferentes versiones probables, eliminando opciones antes por respeto a la congruencia cultural que por dudosas ortodoxias semánticas.
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obra
Procede este fragmento, al igual que el Triunfo de Baco y Ariadna, de la gran obra decorativa de Annibale Carracci, los frescos del gran salón del Palacio Farnesio en Roma, llevada a cabo entre 1595 y 1605. Es el conjunto arquitectónico decorado más ambicioso desde la Capilla Sixtina. La influencia de Miguel Ángel sobre el ecléctico Carracci es manifiesta, como puede verse en las hercúleas musculaturas de este detalle. Evoca, a partir de Ovidio, los amores de Acis y Galatea, uno de los diversos "Amores de los Dioses" a que está consagrado el programa decorativo. Acis, dios del río homónimo junto al Etna (volcán que aparece a la derecha, arriba), estaba anamorado de la ninfa Galatea. El cíclope Polifemo también la amaba, pero la ninfa prefería al apuesto dios fluvial. Polifemo, celoso, trató de aplastar con una roca a su rival. Sin embargo, Acis se transformó en río y escapó a tan desgraciada suerte. El fresco, lleno de la "terribilitá" miguelangelesca, es el polo opuesto de los paisajes apacibles, de frío clasicismo, en que su admirador Nicolas Poussin situó la escena.
Personaje
Militar
Político
Nacido en Vivar, era hijo de Diego Laínez, infanzón de Vivar. Se educó junto al infante Sancho de Castilla, quien le dio el cargo de alférez de la milicia real al ser nombrado rey bajo el título de Sancho II, y a las órdenes del cual se enfrentó a Sancho IV de Navarra. En virtud de su cargo, hizo jurar al rey Alfonso VI (1072, Santa Gadea) que no era responsable de la muerte de su hermano, Sancho II, lo que le provocó la enemistad con el monarca. Fue sustituido en su cargo por García Ordóñez, si bien el rey le compensó con un matrimonio con Jimena Díaz en 1074, bisnieta de Alfonso V. Acusado de deslealtad al rey, fue condenado al destierro en 1081 y rota su relación de vasallo de Alfonso VI. Se encaminó entonces con sus vasallos a Zaragoza, donde se puso a las órdenes del gobernante musulmán al-Muqtadir y, posteriormente, de su hijo al-Mu´tamin. Tras la batalla de Zalaca, en el que fueron vencidas las tropas de Alfonso VI, el rey nuevamente le puso a su servicio y encomendó varios dominios en 1086. En esta segunda etapa junto al monarcas castellano emprendió campañas guerreras por el levante peninsular, logrando hacer que los reyes musulmanes de Albarracín y Valencia pagasen tributo a Castilla y conquistando vastos territorios dominados por los almorávides. Nuevamente enfrentado a Alfonso VI, fue despojado de todos sus privilegios y hubo de salir al exilio. En esta ocasión se puso al servicio del rey musulmán de Valencia, logrando derrotar y apresar al conde de Barcelona Berenguer Ramón II en 1090. En el punto álgido del poder almorávide en la Península, logró tomarles Valencia en 1094, ciudad que no recuperarán hasta algún tiempo después de su muerte, en el año 1102. La literatura y la historiografía posteriores se encargaron de utilizar su figura y engrandecer la leyenda, siendo citado en composiciones, poemas (Poema de Almería), cantares de gesta y crónicas (Najerense, Primera Crónica General, etc.). El momento culminante llega con la elaboración a cargo de un autor anónimo del "Cantar del Mío Cid", en el siglo XII o primeros años del XII. Desde entonces se produce su incorporación a la literatura castellana y la entronización del personaje como símbolo de caballero castellano-español, detentador de valores y virtudes de hondo calado político y elemento propagandístico de primer orden en el contexto de una España cristiana necesitada de héroes.
obra
Muy similar a Carlos V lanceando un toro, se considera una variante sin apenas cambios entre ambos personajes, en cuyas vidas existen referencias a estos actos.
contexto
Al mismo tiempo que se levantaban las construcciones señaladas, en la catedral de Burgos se trabajaba en dos obras de tan especial categoría y singularidad que, junto con la torre de la parroquia de Santa María del Campo, pueden servir para definir toda la arquitectura del período, aunque sus propias características las convierten en obras excepcionales e irrepetibles. Nos referimos al Cimborrio y la Escalera Dorada, en la catedral burgalesa. La Escalera Dorada es la primera obra, y la única de arquitectura, que Diego de Silóe realiza en Burgos inmediatamente después de su vuelta de Italia. Se comenzó el año 1519, por encargo del obispo don Juan Rodríguez de Fonseca, cuando Francisco de Colonia, desde el año 1516, trabajaba en la construcción de la puerta de la Pellejería, cuyo vano condicionaba en anchura el proyecto de Diego de Silóe; del mismo modo que la puerta de la Coronería marcaba la altura, es decir, Diego de Silóe se enfrentó al problema arquitectónico extraño no de crear un volumen, sino de llenar un volumen de dimensiones predefinidas. Lo resolvió mediante la genial solución de diseñar un conjunto funcional múltiple, preparado para desempeñar la función primaria de escalera, que queda un tanto enmascarada, por los arcosolios para alojar un altar o sepulturas y, en el remate, una especie de púlpito o ambón saliente que evoca la predicación. La carencia de antecedentes y, por su invalidad, su condición de obra irrepetible han hecho que en la Escalera Dorada se haya considerado más la decoración que la solución arquitectónica. Aunque, ciertamente, la decoración de esta escalera supuso la introducción en Burgos de los elementos renacentistas italianos, interpretados conceptual y formalmente en forma adecuada, como corresponde a un artista de gran calidad que aprendió en las fuentes, razón por la que la Escalera Dorada, que en lo arquitectónico no tuvo imitaciones, se convirtió en el muestrario al que acudieron a inspirarse los artistas burgaleses posteriores, tal como se ve con machacona insistencia en retablos y obras arquitectónicas. Nada extraño, por otra parte, cuando se compara cualquiera de los motivos de esta escalera con los que, al mismo tiempo, labraba Francisco de Colonia en la inmediata puerta de la Pellejería, que muestran las diferencias conceptuales y formales existentes entre los dos artistas, representantes de dos etapas artísticas del siglo XVI en Burgos, la protorrenacentista de Francisco de Colonia y la plenamente renacentista de Diego de Silóe. Esta, desgraciadamente, no tuvo continuadores adecuados, ya que, incapaces de desarrollar los conceptos arquitectónicos del maestro se limitaron a multiplicar los elementos formales decorativos. La gran obra que centra la actividad arquitectónica de Burgos en el siglo XVI es la construcción, no reconstrucción, del Cimborrio catedralicio. Centro que ocupa incluso si se considera cronológicamente, ya que se extendió desde el año 1539 hasta el de 1569. En la noche del 3 al 4 de marzo del primer año citado, el primitivo cimborrio, obra atribuida a Juan de Colonia, se derrumbó totalmente. En la madrugada del mismo día 4 de marzo, el Cabildo catedralicio reunido en sesión de urgencia acordó "nemine discrepante" levantar un nuevo cimborrio, que superara en magnificencia al que acababa de desaparecer. El Cabildo, al tomar su acuerdo, no olvidaba el gran caudal de dinero que la nueva obra requería, por lo que solicitó la ayuda de todos los burgaleses. El signo de los nuevos tiempos quedó fielmente reflejado en la respuesta dada por la ciudad y sus habitantes, hasta el punto de que, por primera vez, nos encontramos ante una obra aristocrática en grado superlativo en su forma y popular, en no menor grado, en su financiación, como demuestran las listas de los donativos aportados. Puede pensarse que el pueblo todo era consciente de que con esta actuación se trataba no sólo de devolver a la catedral su aspecto exterior, sino también de dejar constancia de la plenitud que la ciudad gozaba en estos momentos. El proyecto del nuevo Cimborrio se ha dicho, sin fundamento documental alguno, que repetía el del anterior y que fue redactado por Felipe Bigarny, atribución que se hace considerando que era, ausente Diego de Silóe en Granada, el más capacitado de cuantos maestros trabajaban en Burgos. Nada puede probarse sobre tal intervención, y lo cierto es que nada sabemos sobre la semejanza entre este nuevo Cimborrio y el desaparecido, que creemos no existe. Lo único cierto es que la obra fue iniciada por Francisco de Colonia y Juan de Vallejo, quedando este último como único director al fallecer el primero el año 1542, cuando apenas si se habían levantado los recios pilares. En tanto no se encuentren datos probatorios en contra, es obligado considerar a Juan de Vallejo como el único autor de esta obra, que excede en mucho los aspectos meramente decorativos, tal y como se ha puesto empeño en mostrar, minimizando sus valores arquitectónicos. La singularidad del Cimborrio catedralicio no radica en su concepción basada en un estilo arquitectónico puro, entendiendo como tal aquel que responden a unos cánones y reglas, que se consideran definitorios del mismo, y son visibles en las obras que a él se atienen. La personalidad del Cimborrio burgalés radica precisamente en todo lo contrario, al no responder a un único concepto estilístico, lo cual no quiere significar que carezca de él, si bien éste responde más que a un concepto a un ideario complejo. En éste se funden elementos procedentes de diversos estilos dando como resultado algo insólito, difícil de clasificar con los criterios rigurosos -por ello-, limitados y estrechos de un solo estilo, ya que no es gótico, mudéjar o renacentista únicamente, sino que participa de los tres estilos al mismo tiempo. El resultado puede analizarse en formas diversas y, en consecuencia, puede ser juzgado como mezcla de elementos dispares o, por el contrario, fusión orgánica de dichos elementos. En ningún caso es lícito olvidar que todos los elementos que conforman y definen el Cimborrio eran elementos vivos, con radical y nada periférica vitalidad. El gran acierto de Juan de Vallejo fue recoger los diversos lenguajes artísticos -gótico, mudéjar, renaciente- y reflejarlos en el Cimborrio. De tal manera que, sin historicismo, ni recurrencia alguna, al mismo tiempo y sin pérdida de personalidad logró que su obra, volumen dominante de la catedral, encajara con los preexistentes -agujas de las torres y exterior de la capilla del Condestable- formando el conjunto material y visual que hoy contemplamos. Otra obra de especial categoría, que completa la singularidad tipológica de las anteriores, es la torre de la parroquial de Santa María del Campo, comenzada por Diego de Silóe que al poco tiempo, el año 1528, se trasladó a Granada para no volver a Burgos. El proyecto de Diego de Silóe, elegido en el concurso al que también se presentaron Felipe Bigarny y Cristóbal de Andino, no se refleja exactamente en la torre actual, debido a las transformaciones introducidas, primero por su sucesor, el arquitecto Juan de Salas, autor del segundo y tercer cuerpos y, posteriormente, por el cuerpo octogonal del remate, hecho por Domingo de Ondátegui en el siglo XVII, en sustitución del anterior, derribado por el terremoto de Lisboa. La idea de Diego de Silóe fue la de construir una torre adosada a la portada principal de la iglesia, de tal manera que el cuerpo inferior, único que él dirigió, se inspira en el arco triunfal romano de tipo quadrifrons, con acceso por los cuatro lados, uno de los cuales corresponde a la puerta de la iglesia. El segundo cuerpo, obra ya de Juan de Salas, está concebido como una tribuna de gran desarrollo. El juego de volúmenes de los distintos cuerpos contemplado en la distancia presta a la torre una gran elegancia, en tanto que, cuando se analizan de cerca, se advierten serias discrepancias entre los cuerpos inferiores trazados por Diego de Silóe y lo construido por su sucesor, si bien la presencia de las esculturas, que forman un completo programa iconográfico, y la visión en obligada perspectiva, contribuyen a paliar dichas diferencias. Este mismo tipo de torre adosada a la fachada principal se adoptó en otros templos, pero sin decoración alguna, como vemos en la parroquial de Pampliega, localidad vecina a la anterior, de severo alzado.
contexto
Ya en las afueras de la ciudad, junto a la calzada que unía Emerita con Toletum, se construyó el circo unos años más tarde, probablemente en época de Tiberio, con sus grandes dimensiones de más de 400 metros de longitud y de 100 de anchura. El aforo era de 30.000 espectadores. Fue excavado por Mélida y Macías en la década de los años veinte y todavía faltan partes del mismo por estudiar, aunque actualmente se recupera su cabecera tras la supresión de la antigua carretera de Madrid. Se conservan perfectamente las gradas, de al menos ocho filas, con puertas de salida a la arena. Probablemente existieron palcos en las zonas altas del graderío. Se conservan también las ruinas de los tribunales ubicados en la zona media del edificio, a los que habría que unir los que se situaron encima de las puertas principales: la porta triumphalis y la porta pompae. Junto a la porta triumphalis se encontraban las carceres o cocheras, en cuya excavación apareció una interesante inscripción conmemorativa de la restauración del edificio en los años 337-340. De la porta pompae, situada en el extremo opuesto, apenas quedan vestigios. En medio de la arena, la spina, de 8,50 metros de anchura y 223 metros de longitud, aparecía decorada con los elementos usuales: obeliscos, fuentes, estatuas, etc... En sus extremos se encontraban las metae.
contexto
Ubicado en el interior del recinto urbano, el circo de Tarraco representa la fase final del proyecto flavio de reurbanización del sector nordeste de la ciudad. Parece obvio que este monumento fue proyectado al mismo tiempo que las dos terrazas del foro provincial, sin embargo, la magnitud de la actuación autoriza a pensar en un desarrollo en fases; de hecho, el análisis de las relaciones estructurales y las excavaciones estratigráficas documentan un cierto décalage entre la materialización del proyecto forense y la del propio circo. La existencia del recinto amurallado republicano, del complejo forense y del tramo urbano de la Via Augusta determinó el aspecto formal del circo, edificio de dimensiones modestas (longitud: 325 m, ancho: 100/115 m; longitud arena: 290 m, ancho arena: 67/80 m), cuya construcción tuvo que resolver también una serie de problemas prácticos como era, por ejemplo, la articulación a través de sus bóvedas del acceso al foro provincial desde la ciudad. Adosado a la muralla en su extremo oriental y al muro de aterrazamiento del foro provincial por el norte, la principal fachada vista era la que corría paralela a la Via Augusta. Esta presentaba una larga arquería, a doble nivel en el tramo central, articulada por lesenas cuyo orden desconocemos. A través de los arcos de fachada, bajo los que discurría un pórtico interno paralelo a la misma, se accedía a bóvedas ciegas, cuya función era meramente estructural, a bóvedas abiertas a la pista y a otras que, mediante escaleras, facilitaban el acceso de viae tectae, a la gradería septentrional y al foro anexo. En el sector oriental del circo, donde se conserva una parte importante del tramo curvo de las gradas, una puerta se abría en el extremo del eje longitudinal del edificio, conectando la pista con el exterior de la ciudad, mediante una puerta abierta en el paramento de la muralla. La gradería del lado norte, accesible desde la pista mediante puertas y escaleras ubicadas en el interior de algunas de las bóvedas, presentaba una doble escalinata, en disposición axial. Este sector monumentalizado del edificio, el único con revestimientos marmóreos, ha sido identificado con el pulvinar o tribuna y era, también, el acceso principal desde la plaza del foro, por lo que debemos pensar que jugaba un papel importante en las ceremonias ligadas a la celebración de los juegos. El monumento se halla en un excelente estado de conservación e integrado en las edificaciones contemporáneas, por lo que ha determinado la topografía actual de un sector de la ciudad. Gracias a ello conocemos sus características globales y detalles relativos a los accesos, al podio, a la arena, a las gradas, etcétera. Casi nada podemos decir del sector de las carceres y del eurypus o barrera que dividía la arena. Las estructuras del circo fueron realizadas alternando el uso de muros y bóvedas en opus caementicium (cimentaciones y estructuras portantes) con la utilización de grandes sillares (opus quadratum) para elementos determinados como el podio, los arcos de la fachada meridional o las carceres. Los muros que constituyen la estructura portante del edificio incorporan, en aquellos sectores que eran accesibles a los espectadores, paramentos de pequeños sillares (opus vittatum). El estado actual de la investigación permite afirmar que el circo fue construido en época de Domiciano, documentándose algunas reformas parciales del mismo en el siglo II d. C., época para la cual la epigrafía nos ilustra sobre la vida de dos aurigas, Euthyches y Fuscus, enterrados en la ciudad. Una profunda transformación generalizada del edificio se produce a lo largo del siglo V d. C., cuando algunas de las bóvedas se utilizan como viviendas y se forman basureros en determinados sectores de la pista. A pesar de ello, existen elementos suficientes para pensar que, al menos una parte del edificio, se utilizó para espectáculos (juegos teatrales y venationes), hasta el primer cuarto del siglo VII d. C. A extramuros de la ciudad, entre ésta y el mar, el anfiteatro tarraconense se levanta junto al acceso nordeste de la Via Augusta, aprovechando las especiales condiciones topográficas de la zona. Obliterando un amplio sector de necrópolis, en uso a lo largo del siglo I d. C., la construcción del anfiteatro -en época de Trajano o de Adriano- representó para Tarraco el poder disponer de un edificio específico para los ludi gladiatorii, juegos que, sin duda alguna, se celebraban ya con anterioridad, quizás en el foro. El reciente hallazgo de una inscripción, originalmente ubicada sobre una de las portae de la arena, permite pensar que la construcción del edificio fue costeada por un sacerdote provincial, "flamen Romae Divorum et Augustorum", cuya identidad desconocemos. Ello constituye una prueba de la importancia que para Tarraco tuvo el ser sede del Concilium provinciae y de qué modo la presencia en la ciudad, aunque fuera de forma temporal, de la aristocracia provincial repercutió en la monumentalización de la misma. El edificio, de forma elíptica, fue adaptado a la topografía del terreno. De hecho, una parte de las gradas fueron talladas en la roca mientras que, en los sectores más cercanos al mar, éstas se apoyaron directamente sobre compartimentos estancos macizos y sobre bóvedas inclinadas, en opus caementicium. En la arena (61,5 x 38,5 m) se excavaron dos largas fosas perpendiculares para facilitar el acceso de los gladiadores a la pista y para albergar los elementos de la tramoya utilizados durante los espectáculos; se conserva la impronta de las cajas para algunos montacargas y gran cantidad de los contrapesos necesarios para el funcionamiento de los mismos. En los extremos del eje mayor de la pista se abrían dos grandes puertas que comunicaban con el exterior del edificio, una tercera puerta se hallaba en el extremo oriental del eje menor y conectaba, mediante una escalera, con el nivel de las fosas y con una larga bóveda subterránea que conducía a la cercana playa. Probablemente, a través de este pasadizo se introducían en el anfiteatro los animales destinados a los juegos. Los restos de la cavea, separada de la pista por un alto podio con un pasadizo anular, permiten distinguir con claridad la clásica división tripartita de la misma; de la parte superior, la summa cavea, se conserva sólo un breve tramo de las primeras gradas. En la media cavea, en uno de los extremos del eje menor, había una tribuna para las autoridades que presidían los juegos. Una serie de pasadizos y escaleras, conservados en parte, facilitaba el acceso de los espectadores a sus respectivos asientos. Una parte de los bloques de las gradas conservados presenta una serie de inscripciones que hacen referencia a la existencia de localidades reservadas a diversos personajes y estamentos sociales. Junto a la arena, interrumpiendo el podio, se ha podido documentar la existencia de un sacellum, pequeño santuario, dedicado a Némesis, divinidad protectora de los gladiadores. Esta misma divinidad estaba representada en una pintura (s. III d. C.) recuperada en una de las paredes de las fosas. El anfiteatro de Tarraco era de modestas dimensiones (111,5 x 86,5 m) y su capacidad ha sido calculada para unos 14.000 espectadores. La arqueología ha permitido documentar una serie de reformas del edificio, la más importante de las cuales es la que se llevó a cabo en época de Heliogábalo, en el año 218 d. C., y de la que nos da constancia una magna inscripción, cuya longitud ha sido estimada en unos 150 m, y que se hallaba en la coronación del podio que separaba la pista de las gradas. El texto reconstruido de este epígrafe indica una importante reforma del edificio comprobada, arqueológicamente, en lo que se refiere a una ampliación de las fosas y, casi seguramente, el aplacado marmóreo del podio. En el año 259 d. C., en el marco de las persecuciones contra los cristianos promovidas por Valeriano, fueron quemados en el anfiteatro tarraconense el obispo Luctuoso y sus diáconos Augurio y Eulogio. Esta fue la causa de que, abandonado el edificio en el siglo V d. C., a finales de la centuria siguiente se construyese en la arena del mismo una basílica martirial, en uso hasta principios del siglo VIII. Ya en época medieval, a mediados del siglo XII, se edificó sobre los restos del anfiteatro y de la basílica una iglesia románica cuyos restos, junto a los de los edificios precedentes, configuran uno de los más interesantes conjuntos arqueológicos de la ciudad. Una parte significativa de la cávea es el resultado de una desafortunada restauración, realizada en los años setenta, tras los intensos trabajos de excavación financiados por la fundación Bryant.