Los dos calendarios chinos, el Solar y el Lunar, coinciden cada 20 años. El Solar divide el año en 24 periodos, y cada uno indica el tiempo (clima) probable que se indica en el norte de China, o bien datos astronómicos. Los meses se cuentan en números: Primer Mes, Segundo Mes.... Los datos y nombres tradicionales de los 24 periodos son los siguientes: 5- Febrero.- La primavera comienza 19- Febrero.- Las lluvias 5- Marzo.- Los insectos despiertan 20- Marzo.- Equinoccio de verano 5- Abril.- Claro y luz 20- Abril.- Lluvia de granos 5- Mayo.- El verano comienza 21- Mayo.- Granos llenos 6- Junio.- Granos maduros 21- Junio.- Solsticio de verano 7- Julio.- Calor templado 23- Julio.- Gran calor 7- Agosto.- Comienza otoño 23- Agosto.- Límite de calor 8- Septiembre.- Rocío blanco 23- Septiembre.- Equinoccio de otoño 8- Octubre.- Rocío frío 23- Octubre.- Escarcha blanca 7- Noviembre.- Comienza el invierno 22- Noviembre.- Nieve ligera 7- Diciembre.- Nieve pesada 21- Diciembre.- Solsticio de invierno 6- Enero.- Frío moderado 21- Enero.- Frío duro El Lunar lo constituyen los 12 meses lunares, en total 354-355 días. Como consecuencia, aproximadamente cada tres años se añade un mes extra, siendo el año de 13 meses. Los meses chinos se expresan por números, no por nombres, y el mes extra -en su caso- se intercalaba según el orden de llegada del equinoccio. El año nuevo lunar es en la segunda luna nueva después del solsticio de invierno, es decir, entre el 21 de enero y el 20 de febrero. Los meses tienen 29 ó 30 días de duración, y se ordenan según los diferentes significados astronómicos. Cada nueva dinastía da a conocer un calendario revisado, debido a la creencia de los chinos en la interrelación existente entre el curso de la naturaleza y el hombre. El calendario lunar sirve para recordar asuntos particulares, como el nacimiento de un niño, o hechos públicos, corno la muerte de un emperador, etc. Hoy, a pesar de utilizarse el calendario solar occidental, se mantiene viva esta ancestral costumbre. Los años fueron organizados en un ciclo de 60, y su utilización se remonta hasta antes del nacimiento de Cristo; tiene aproximadamente unos 2.000 años de antigüedad por lo menos. El conocido historiador de la dinastía Han, Ssu-Ma Ch'ien -Sima Qian- (145-90 a.C.), autor de "Shih Chi", la más antigua historia de China conocida, mencionó las dificultades que había encontrado en la lectura de las historias anteriores conservadas hasta su época, causadas por las diferentes anotaciones de las fechas a los distintos nombres de los emperadores o gobernantes utilizados para registrar los hechos importantes. Un emperador era conocido por su título y, después de su muerte, por el nombre del templo que se dedicaba a su memoria, por el cual sería recorado por la posteridad.
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El calendario musulmán tiene su origen en el mes de septiembre del año 622 cristiano, cuando se produce la hégira o huida de Muhammad y sus seguidores desde La Meca a Medina. 15 años más tarde, en 637, Umar, califa sucesor de Muhammad, estableció en la hégira el inicio del calendario islámico, decidiendo que comenzara el primer día del año lunar, es decir, hacia el 15/16 de julio de 622, cuando se produjo la ruptura entre los primeros musulmanes y sus enemigos de La Meca. Por este motivo el calendario musulmán es un calendario lunar, lo que implica un retraso de unos once días anuales con respecto al calendario solar. Sin embargo esta forma de computar el tiempo tiene un origen preislámico, cuando se usaba un calendario lunisolar de doce meses por año, alternando 29 y 30 días.Igual que los judíos, cada dos o tres años era intercalado un mes adicional para no acentuar la diferencia con el paso de las estaciones. Muhammad transformó este sistema prohibiendo intercalar meses, dejando el calendario islámico en tan solo lunar e integrado por doce meses. Al mismo tiempo, fueron añadidos 11 días cada 30 años, de tal forma que el ciclo queda compuesto por 19 años de 354 días y 11 de 355, llamados años abundantes. Actualmente, en los países musulmanes conviven el calendario tradicional y el occidental -33 años civiles gregorianos equivalen a 34 islámicos-, aunque el primero ha quedado relegado a un uso religioso. Al tratarse de un calendario lunar, cada mes es móvil y recorre todas las estaciones solares. El inicio de los días se computa desde la puesta del Sol. Los meses son: Muharram, Safar, Rabiu l-awwal, Rabiu l-ahir, Gumada l-ula, Gumada l-ahirah, Ragab, Saban, Ramadan, Sawwal, Du l-qadah y Duh l-higgah. El primer día de la semana es el domingo, concluyendo, pues, el sábado. El día más importante es el viernes, día de reunión de los fieles en la mezquita principal para hacer la oración conjunta. A pesar de esto, no es un día no laborable, pues para el Corán Dios no se cansó durante la Creación, por lo que no hay un día de descanso preceptivo. Sin embargo, por influencia occidental generalmente se acepta la existencia del domingo como día de reposo general.
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La salida de la crisis ocurre durante los primeros años. Córdoba alcanza el apogeo político a lo largo del siglo X, bajo el mando de Abd al-Rahman III (912-961) y el de sus sucesores Al-Hakam II (961-976) e Hisam II (976-1009) y los generales de éste, Galib, Al-Mansur y Abd al-Malik. Se restableció el equilibrio militar frente a los cristianos del Norte y al-Andalus pasó a la ofensiva, aunque no estaba en condiciones de recuperar o conquistar territorios sino de mantener su área fronteriza en torno al Sistema Central y el pre-Pirineo, y castigar con incursiones y razzías los territorios más norteños. Abd al-Rahman III tomó el título de califa en el 929 como réplica a sus enemigos fatimíes del Magreb pero también para consolidar la pacificación de al-Andalus con aquel refuerzo político-doctrinal. Las discordias interiores parecían superarse en torno a un régimen fuerte y dotado de un ejército profesional en el que formaban no sólo árabes y bereberes, al margen ya de cualquier adscripción tribal, sino también muchos mercenarios y antiguos esclavos de origen eslavón. Los califas cordobeses padecieron los mismos efectos que los abbasíes habían experimentado un siglo atrás: los jefes militares, sobre todo Al-Mansur, mediatizaron la voluntad de Hisam II y, en cuanto cesó el prestigio del caudillaje y de las victorias militares sobre los cristianos que, además, eran poco rentables, las disensiones internas en el ejército contribuyeron a producir una nueva disgregación aunque, esta vez, sobre bases económicas y situaciones sociales mucho más prósperas que las de mediados del siglo IX, porque a lo largo del X se había producido, entre otras cosas, un fuerte progreso de las ciudades y del comercio, un mejor control del aprovisionamiento de oro africano, y un auge de la actividad cultural que continuaron durante buena parte del XI. La quiebra y fragmentación del califato tuvieron lugar rápidamente, entre los años 1008 y 1031. Tomaron su relevo varias decenas -llegó a haber casi treinta- de pequeños reinos de diversa extensión territorial y viabilidad política muy diversa a los que se conoce como taifas.
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Es obligado tratar sobre Francisco de Herrera el Mozo (Sevilla, 1627-Madrid, 1685) por la enorme transcendencia de su novedoso influjo en el ambiente pictórico local desde 1650. Sevillano de nacimiento, e hijo de Francisco de Herrera el Viejo, su primera formación transcurrió con su padre, artista altivo de fuerte genio y maestro de muchos pintores, pero del que por eso pronto se emancipó escapando de su tutela y con sus dineros, según Palomino. Esto sucedería hacia 1647-50, estando entrado en la veintena y ya algo diestro en el arte de pintor, pero siempre en Sevilla donde permaneció en el primero de esos años al contraer matrimonio con Juana de Auriolis. Por entonces parece situable la noticia de que marchó a Italia, al narrar Palomino que en Roma estudió con gran aplicación, así en la Academia como en las célebres estatuas y obras eminentes. Contaba además que allí pintó bodegoncillos en que tenía gran genio y especialmente con algunos pescados hechos por el natural, con tanta fortuna que llegó a conocérsele como "il Spagnolo de gli pexe", logrando no sólo la fama sino la utilidad. Con este género menor, fácil de realizar, de éxito y venta rápidos, quizá aseguraba su subsistencia y de ello se deduciría que estuvo al tanto de la naturaleza muerta de tipo napolitano hasta dominarla. Pero a la vista de su obra pictórica posterior, de más envergadura, debió atender en mayor medida al pleno barroco de Pietro da Cortona, fogoso y triunfante, a la sazón en boga en los ámbitos italianos avanzados. También se interesaría por las artes del espacio, alcanzando una formación superior a la de sus colegas hispanos, pues, de nuevo según Palomino, volvió consumado arquitecto y perspectivo. Todo ello sólo podía resultar de la asistencia no sólo frecuente sino asidua a las Academias que proliferaban en Italia desde el Renacimiento lo que implica que, vuelto a Sevilla, tuviera más peso del que quizá fue el inspirador y catalizador, como se apunta últimamente. Al volver a España mediado el siglo, tras dejar en Madrid en 1654 en los Carmelitas Descalzos una proclama del nuevo barroco decorativo con su cuadro del Triunfo de San Hermenegildo, es seguro que una vez llegado en 1655 a Sevilla debió crear con su estilo e ideas nuevas una importante convulsión. No hay duda de que Herrera volvía rodeado de cierto prestigio cuando no con reconocido saber, pues es significativo que de noviembre a diciembre del mismo año ingresara en la Hermandad del Santísimo Sacramento de la catedral. Para ello hubo de realizar un cuadro sobre el Triunfo del Sacramento para la Sala de Juntas de la Hermandad, donde hoy sigue, que evidencia cómo los comandatarios estaban abiertos a su estilo innovador y que aceptó tal exigencia para su admisión, aunque haciendo valer su arte al no pintarlo a devoción, según era frecuente, sino por valor de 7.000 reales, precio al que además se llegó tras pleito, acuerdo y tasación. Se admite con unanimidad que el San Hermenegildo es una obra sumamente novedosa en el panorama tanto sevillano como nacional, a excepción de lo que Rizi hacía en la Corte. Con ella se precipitó en Sevilla el barroco apasionado, al usar fuertes contrastes de composición, tonos y luces para crear un todo efectista, donde una técnica también nueva, de pincelada agilísima y deshecha, sirve magistralmente a esas mismas búsquedas, aquí resultados, de de la Apoteosis de San Francisco para un altar de la catedral, desplazando en el encargo colorismo y fluidez. Que el cuadro obtuvo pronto una alta estima lo prueba que, pese a las desavenencias surgidas por la evaluación, el Cabildo hispalense le confió acto seguido, en 1657, una gran pintura a Murillo a quien se le había propuesto antes. La anécdota es veraz y sintomática del brusquísimo giro estético que merced a Herrera iba a dar el gusto pictórico en Sevilla, pues aunque el San Francisco repetía mucho de lo ya ensayado en la obra madrileña, respecto a composición, dinamismo, colorido y libertad técnica, se distanciaba en modernidad frente a los dos pintores locales preferidos del momento, Murillo y Zurbarán. Estos no vacilaron ante la lección de Herrera en marchar a Madrid apenas meses después, ya en 1658, para renovar su arte y asegurar la clientela, aquel en triunfo incipiente recién cumplidos los cuarenta años y con más ánimo aún Zurbarán, que frisando los sesenta ya era por tanto casi anciano para su tiempo. Lo que pudo ser rivalidad entre Herrera y Murillo se resolvió con cierta cordialidad, a tenor del transcendental acontecimiento que supuso la conjunta fundación de una Academia de Dibujo en Sevilla, el 11 de enero de 1660. Fue la pionera de las establecidas en España con verdadero carácter artístico y resulta significativa la intervención de Herrera auspiciando la nueva institución surgida tal vez a raíz de sus gestiones durante el lustro que llevaba en la ciudad. Bien pudo ser fruto de la experiencia italiana del pintor, que encontraría por esa iniciativa cierta ratificación, pues aunque no respondía estrictamente al elevado concepto de las de Italia, parece verosímil que la impulsara al conocer el éxito con que aquellas funcionaban. Más que un calco de los modelos foráneos era un compromiso entre los modos tradicionales de aprendizaje y la novedosa oferta de un medio para la adecuada e imprescindible formación de los jóvenes principiantes en el dibujo del natural, siempre tan beneficioso, bajo la guía y supervisión de pintores consagrados. Facilitaba además un marco de instrucción alternativo fuera de la ya casi caduca institución gremial, que con sus inherentes trabas y corporativismos tantos problemas había ocasionado a los artistas en todo el país. Pero ahora en Sevilla y con la permisividad del gremio podían contar con un organismo, idóneo además para proporcionarles un cauce que dignificara la profesión de pintor, tan debatida social y fiscalmente en España. Respaldada por la nobleza, al ser sus protectores el conde de Arenales y el marqués de Villamanrique, tenía una presidencia rotatoria entre los maestros reconocidos que evitaba riesgos dictatoriales, según quedó sancionado al instituirse con la doble dirección de Herrera y Murillo, de espíritu y estilos tan contrapuestos. Junto a algunos más, casi todos los pintores de cierta nombradía desde veteranos como Bernabé de Ayala, Pedro de Camprobín y Sebastián de Llanos Valdés hasta más jóvenes como Valdés Leal, Arteaga, Villavicencio, Meneses Osorio y el flamenco Schut ingresaron como académicos figurando hasta un arquitecto, Simón de Pineda y un escultor, Pedro Roldán. Sin embargo, en noviembre de 1660 Herrera no aparecía ya como Presidente, dirigiéndola sólo Murillo, lo que por tanto implica que abandonaría Sevilla ese año para trasladarse a Madrid, donde ligado a la Corte permaneció hasta su muerte. Mas no debió olvidar del todo su ciudad natal, pues hacia 1671 proporcionó dibujos para los grabados del libro de Torre Farfán sobre las fiestas hispalenses por la canonización de San Fernando. Aunque para entonces la Academia entraba en una vía muerta que la llevó a su disolución en 1674, la renovación estilística de Herrera ya había prendido en los dos maestros más sobresalientes del momento, Murillo y Valdés Leal.
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El establecimiento de la Academia de San Carlos en México, a semejanza de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, en 1781, supuso un vuelco en el arte oficial de la Nueva España. Inaugurada oficialmente en 1785, comenzaron los cursos ante la satisfacción de una elite de la que el virrey conde de Gálvez era la figura principal. Buscar la claridad frente al que ellos consideraban tenebroso Barroco, y construir una nueva y luminosa modernidad fueron sus objetivos bajo el dictado, por supuesto, de la razón. En palabras del ingeniero M. Costansó, en la Academia se procuraba dar a los "arquitectos aplicados instrucción y buen gusto" para acabar con las formas barrocas. De ella fue director Tolsá, del que se conserva un retrato que quintaesencia al artista de la Ilustración pintado por Jimeno, académico formado en España que llegó a ser director de pintura de la Academia de San Carlos de México.La llegada de artistas españoles formados en el nuevo gusto se dejó sentir en distintos lugares. El escultor, pintor, arquitecto y escritor de arte Matías Maestro, nacido en Vitoria, fue el iniciador del neoclasicismo en Perú y responsable de la destrucción de retablos barrocos. El madrileño José Salas fundó en Buenos Aires en 1801 una Escuela de Dibujo y Pintura que seguía el sistema de enseñanza de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid. En Santiago de Chile trabajó el italiano Joaquín Toesca que llegó desde España, donde había trabajado con Sabatini; se ocupó de las obras de la catedral entre 1780 y 1799, hizo planos de nuevas poblaciones y suya es también la Casa de Moneda, tan funcional en su arquitectura como representativa del nuevo espíritu de la Ilustración. José Gutiérrez, pintor malagueño que consiguió una pensión para ir a estudiar en la Academia de San Carlos de México, fue discípulo allí de su director, A. González Velázquez, con quien colaboró en la reconstrucción de la Real Fábrica de Cigarros, y acabó estableciéndose en Guadalajara como arquitecto y profesor de dibujo y matemáticas.La labor de todos estos hombres, apoyada institucionalmente en las reglas emanadas de la Academia, pretendió educar el gusto siguiendo tanto modelos del clasicismo francés del siglo XVII -Bayón recuerda la existencia de dibujos realizados por indios de Moxos y Chiquitos en el siglo XVIII, bajo la dirección de Manuel de Oquendo, que siguen modelos del pintor Le Brun- como otros más lejanos todavía en el tiempo y el espacio e investidos por lo tanto de valores de universalidad. Las ciudades comenzaron a ver cómo sus edificios más representativos podían tomar la apariencia de templos griegos aunque fuera tamizada por el Clasicismo de los siglos XVI y XVII. La vuelta al Clasicismo del siglo XVI, muchas veces a través de tratados como el de Vignola, se manifiesta lo mismo en la obra de fray Domingo de Petrés (catedral de Bogotá) que en la obra del ingeniero militar C. de Sáa y Faria en la iglesia de la Santa Cruz de los Militares en Río de Janeiro. Fue especialmente relevante para la estética del Neoclasicismo en Nueva España la obra teórica del padre Pedro José Márquez, por haber valorado no sólo ese mundo clásico de valores universales, sino también la producción artística de los pueblos prehispánicos.La voluntad de embellecer las ciudades se plasmó en las alamedas, las obras de infraestructura o -en el caso de México- la estatua ecuestre realizada por Tolsá para la plaza de Armas, en la que Carlos IV resultaba ser casi un nuevo César. Pero los valores universales del Neoclasicismo, mediatizados en este caso por una concepción todavía barroca de la imagen ecuestre del poder centralizando un espacio público como era la plaza de México, pudieron sentirse demasiado ajenos por quienes poco después y con otros significados aceptaron ese lenguaje como propio.
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Muy poco después del conflicto reseñado, tuvo lugar una de las manifestaciones antiacadémicas más significativas de todo el siglo. Se trata de la polémica protagonizada por el pintor y escritor José Galofre y Coma, cuyas airadas diatribas llevaron a plantear el tema de la vigencia de las instituciones académicas en el Parlamento. Este autor, cuya formación se operó principalmente en Roma, fue uno de los seguidores catalanes del nazarenismo, influencia que pudo sufrir en Italia o, incluso, en Alemania. En sus textos se deja traslucir esta influencia de forma expresa, incluso con el elogio de Overbeck y Cornelius, los cuales "se pusieron al frente del movimiento artístico alemán, persuadidos de que, para hacer que renaciesen en su país las artes, como habían renacido en Italia en el siglo xv, era preciso desembarazarse del yugo de las Academias, proclamando el principio de libertad y protección, libertad en la enseñanza, protección en las obras". Su principal obra teórica supone una auténtica declaración de principios en cuanto a su militancia antiacadémica. Se trata de "El artista en Italia y demás países de Europa" (publicado en España en 1851, aunque redactado en Italia antes de 1849); que, paradójicamente, fue editado con la protección de la de San Fernando. El fustigamiento de estas corporaciones se llevó a cabo de forma especial en su capítulo XVII, titulado significativamente "Necesidad de reformar las academias de Bellas Artes" y fue posteriormente completado por medio de una larguísima serie de artículos de prensa -treinta y dos, según él mismo confiesa-, aunque con relativa frecuencia publicó el mismo artículo en distintas revistas, con lo que el número total de originales no es tan elevado. La observación de determinados conceptos que Galofre considera inherentes a la creación artística resulta enormemente significativa para comprender su beligerante actitud en contra de estas instituciones: "libertad y soltura de fantasía, necesidad de reformas, sentimiento, libertad y pureza en la creación", críticas a la enseñanza con receta, etcétera, no son sino muestras de que una diferente sensibilidad en torno al tema de la pedadogía artística -asunto éste tan grato a los nazarenos-, que necesariamente tenían que chocar frontalmente con las instituciones oficiales. Ninguna de las admiradas escuelas nacionales ha sido consecuencia de la docencia académica, sino de un espíritu de libre creación. Por ello constituyen un permanente ejemplo intemporal para cualquier artista de cualquier época. Muchos y muy profundos son los inconvenientes para la formación del artista que Galofre observa en las academias de su tiempo, aunque casi todos podrían condensarse en la crítica de un único y fundamental inconveniente: la concepción incorporada por Antonio Rafael Mengs en el siglo anterior del bello ideal o de la belleza única. Esta particular concepción de la creación artística -vigente todavía en instancias oficiales- determinó de tal manera la pedagogía académica que condicionó sensiblemente todo el proceso creativo de la primera mitad del siglo XIX. Galofre criticó sus consecuencias más funestas. El problema, pues, más importante planteado es el de la capacidad de los centros académicos para la formación de nuevos artistas. Tanto las propuestas de Galofre en este sentido como el tono de las mismas se produjeron en unos términos inasumibles para las academias. En la práctica negaba a la educación impartida en estos centros la capacidad de formar artistas y, consecuentemente, proponía restringir su ámbito al de los artesanos, para los cuales sí consideraba conveniente la mera reproducción mecánica e irreflexiva de objetos. Con todo ello, Galofre cierra un ciclo histórico que abarca toda la andadura del academicismo español. Tal y como ha expuesto el capítulo del academicismo del siglo XVII, las academias se crearon como centros pensados exclusivamente por y para los artistas, sin que la presencia de otros colectivos alterase sustancialmente su existencia. El siglo XVIII modificó este modelo, al considerar socialmente injustificable la existencia de una institución pagada por el real erario que beneficiase exclusivamente a un solo colectivo laboral: los artistas, por lo que obligó a la introducción en su seno de otras profesiones como los artesanos, ingenieros, agrimensores y otros. Galofre concluyó este proceso histórico considerando que las academias presentaban algunas aberraciones pedagógicas que invalidaban su capacidad docente. Preferentemente critica la imposibilidad de los alumnos de escoger a sus profesores -funesta consecuencia del concepto docente del bello ideal-; la desproporción observada entre la inversión económica y la rentabilidad artística; la falta de criterio en lo que se refiere a la política de conservación del patrimonio histórico-artístico, etcétera. Para la formación de un auténtico artista no es necesario un título oficial o un burocratizado programa de aprendizaje. Para ello es preciso el contacto personal con diversas sensibilidades artísticas -tal y como habían propugnado Goya y Villanueva el siglo anterior-, que permita la libre elección de los maestros y el libre desarrollo de la sensibilidad artística. Su descripción de una academia ideal está muy próximo a los modelos del renacimiento italiano, es decir, un centro en "que se enseñasen a un reducido número de jóvenes, que por talento y genio y por contar con algunos medios para seguir estudiando, ofreciesen la posibilidad de ser buenos artistas, y tuviesen una educación más atendida y genuina, recibiéndolos en su trato y en su particular taller, haciéndolos por la noche estudiar el natural y el yeso de la Academia, la cual, además de estos estudios, fuese un centro de conversación artística donde los profesores, discípulos y aficionados y toda persona ilustrada tuviese acceso y entrada". Estas propuestas provocaron tal auténtico revuelo que llegaron a discutirse en el Parlamento. Provocó también airadas respuestas de personajes especialmente significados como Federico de Madrazo, quien en 1855 publicó un folleto en el que contestaba las propuestas de Galofre en términos de cierta violencia. La polémica fue también seguida por otros individuos de menor talla, que con mayor o menor fortuna pretendieron contestar las propuestas de Galofre, hasta que progresivamente la polémica fue perdiendo interés. Sin embargo, hay que considerar que este debate contiene en esencia todo el contenido doctrinal de la crítica antiacadémica posterior. Ello hace de su autor, José Galofre y Coma, un elemento de radical importancia en la historia del academicismo español. Muy poco es lo que se puede decir sobre las academias españolas correspondiente al final del siglo XIX y el siglo XX. Todavía continúa latente parte de los prejuicios antiacadémicos que provocó su hegemonía, lo cual justifica el desinterés manifestado por los investigadores hacia la historia reciente de estos centros. El primer golpe de auténtica importancia para esta institución fue la desmembración en 1844 de su sección de arquitectura -la más importante de todas ellas- con la creación en dicha fecha de la Escuela Superior de Arquitectura. Posteriormente, la aparición de otras instituciones con fines y medios más adecuados al espíritu de su tiempo, como la Institución Libre de Enseñanza, creada en 1876, o la Junta de Ampliación de Estudios, a partir de 1907, fueron deteriorando la autoridad de las academias artísticas. Aunque no fueron creados con una intencionalidad exclusivamente artística, estos nuevos centros incluían en sus programas una fuerte atención a los estudios histórico-artísticos, sirviendo de puente a la época actual, donde el mercado artístico y los medios de masas -reguladores de la producción artística- ignoran por completo la obsoleta autoridad de la Academia como elemento configurador del gusto y la pedagogía artística.
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El cambio fundamental vivido por la mayoría de las exiladas fue la incorporación al trabajo remunerado de numerosas amas de casa, lo que significó un cambio global en su forma de vida. La motivación evidente de este cambio fue la apremiante necesidad familiar de recursos económicos en el nuevo país, sobre todo en los comienzos. Por ello, el acceso al trabajo extradoméstico no implicó para las mujeres liberarse del que hacían en el hogar, sino simple y llanamente que éstas duplicaban su dedicación laboral. Incrementando incluso el trabajo doméstico y recurriendo al trabajo remunerado a domicilio, las mujeres conseguían ahorrar gastos y aportar recursos a la familia, como, por otra parte, sucede en las migraciones de tipo económico y en los sectores urbanos pobres del "tercer mundo'. Este periodo de duro trabajo femenino finalizó con la década de los cuarenta, cuando los hombres del grupo familiar consiguieron estar mejor situados y pudieron sostener económicamente a la familia con sus ingresos. El trabajo de las mujeres aparece, pues, como una estrategia de supervivencia del grupo familiar, aunque sus beneficios irán a parar con frecuencia a otros miembros del grupo doméstico: los hijos, que pudieron mejorar su nivel de vida y tener más posibilidades educativas gracias al esfuerzo de sus padres, y el marido, que pudo ir mejorando su situación profesional en el exilio, en un proceso de movilidad económica ascendente, mientras que la mujer le "ayudaba" a mantener económicamente a la familia con un trabajo remunerado, casi siempre de baja cualificación. Gráfico La actividad ejercida de forma mayoritaria por las mujeres adultas en los años cuarenta fue el trabajo de confección a domicilio, por su gran aceptación en México; pero la variedad de situaciones en que se encontraban las mujeres exiladas (diferente preparación profesional, edad y estado civil) condicionaron sus opciones laborales. La gran influencia que tuvo el matrimonio en la trayectoria laboral de las mujeres fue patente entre las exiladas. Las mujeres solteras y las jóvenes accedieron con más facilidad a empleos remunerados fuera de su domicilio (empleadas de comercio, oficinistas...), pues no solían tener obligaciones familiares y su nivel educativo era más elevado que en el caso de las mujeres mayores. Una vez casadas, la mayoría de ellas abandonaban la actividad laboral para centrarse en cumplir con sus responsabilidades familiares, igual que lo habían hecho las mujeres de generaciones anteriores. Por el contrario, en el caso ce las mujeres viudas se produjo la situación inversa a las solteras; las amas de casa, en especial las que tenían hijos pequeños, se veían obligadas, para poder mantener a su familia, a conseguir un trabajo pagado compatible con sus obligaciones domésticas. Para la minoría de las mujeres que habían trabajado profesionalmente en España (funcionarias, maestras, enfermeras. secretarias, etc.), el cambio de actividad tras el exilio fue negativo, ya que muchas de ellas no encontraron en México puestos de trabajo adecuados a su formación, por lo que o bien dejaron de trabajar o se dedicaron a actividades menos especializadas, como la costura a domicilio. En consecuencia puede decirse que en esta primera década del exilio asistimos a una mayor homogeneización del colectivo femenino, dedicado mayoritariamente al trabajo doméstico y a domicilio. Algunas profesionales de la enseñanza y la medicina, las escritoras y periodistas más famosas, consiguieron mantener el ejercicio de su profesión a lo largo del exilio, a pesar de que las condiciones sociales eran muy diferentes de la España republicana, donde su influencia social había sido reconocida. Además, por el hecho de ser mujeres, se encontraban menos valoradas profesionalmente que sus homólogos masculinos, los famosos intelectuales del exilio.
obra
Según una tradición imposible de corroborar, el personaje representado sería un cierto von den Brincken, en cuya memoria Freidrich habría realizado la obra. Sería, pues, un cuadro conmemorativo, del tipo de Cuadro en memoria de Johann Emmanuel Bremer, de 1817. El fondo del paisaje se compone de varios dibujos de la llamada Suiza Sajona, es decir, la zona montañosa en torno a Schandau, los Elbsandsteingebirge: a la izquierda se alza el Rosenberg; a la derecha el Zirkelstein. Los estudios originales proceden, en su mayoría, de los que Friedrich llevó a cabo en 1808 y 1813 en la zona, en esta última ocasión durante el periodo que permaneció allí refugiado con motivo de la entrada en Dresde del ejército napoleónico. Como de costumbre, Friedrich se mueve en dos planos, en la dialéctica entre la realidad y el símbolo. Compositivamente, la obra se estructura en planos paralelos sucesivos, sin transición posible, eliminados los planos medios. La niebla, ese elemento en que el pintor veía una especie de manto místico, viene a cubrir toda posible linealidad en el recorrido visual hacia el horizonte. Este método característico es muy frecuente y se halla en obras como Bruma matinal en la montaña. En el primer plano, que en Friedrich siempre posee un tono oscuro, constrastado frente a la luminosidad del horizonte, se alza el caminante, de un infrecuente tamaño, sobre una cima rocosa de forma triangular. Aparece de espaldas, como la mayoría de los personajes del maestro pomerano. Esta atípica forma de representar las figuras ha llevado a plantear diversas posibilidades interpretativas. Algunos lo contemplan como un intento de expresar alienación, como un medio de plasmar la imposibilidad de reconciliar al hombre con la naturaleza, dentro de un contexto histórico concreto. Otros, sin embargo, consideran que estas figuras de espaldas ocupan una "posición trascendental", que les sitúa fuera del contexto físico de la naturaleza en que la realidad externa se funde con el ideal, con lo interior. Es decir, Friedrich se sitúa en la línea de los escritores y filósofos románticos alemanes, en especial Novalis, y de otros artistas como Runge, quienes documentaban su experiencia ante el paisaje de un modo metafísico: cuando contemplaban el mar se sentían inmateriales, por ejemplo. Así, la figura de espaldas de Friedrich, unida al paisaje como proyección de lo absoluto, representa un estado en que se alcanza la unidad de la naturaleza y el espíritu en Dios. Pero el significado alegórico global de la obra ha sido interpretado desde una perspectiva religiosa: la Fe (rocas) que, alzándose sobre los errores terrenos (niebla), nos eleva al dominio celeste. El Rosenberg es representación de Dios.
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Cuando los europeos nos planteamos las raíces de nuestras señas de identidad, buscamos en el pasado referentes de europeidad. Nos equivocamos con personajes como Carlomagno, pues nunca tuvo de su Imperio otra visión que la meramente patrimonial, o no nos gusta demasiado, por políticamente incorrecto en la sociedad actual, el mensaje del ejército cruzado; sin embargo, todo es positivo cuando invocamos el nombre de las peregrinaciones. En su constante discurrir por los caminos, los peregrinos, movidos por unos emotivos ideales espirituales comunes, cruzaban las fronteras artificiales de los hombres y afrontaban las dificultades de las barreras naturales, constituyendo una única nación, la de los creyentes. Alemanes, suecos, ingleses, italianos, húngaros, polacos, franceses, los hispanos de los diferentes reinos y todo un largo etcétera formaban un solo pueblo, el de los "marchadores de la fe". Como vemos por este poema de Fulberto, obispo de Chartres, acudían de todas las partes atraídos por los milagros que obraba el apóstol Santiago en su sepulcro de Compostela, en las lejanas tierras del Finisterre: "Santiago el de Zebedeo/ el que Mayor es llamado,/ que milagros a millares/ en Galicia lleva a cabo./ A cuyo espléndido templo/ viniendo las gentes todas/ de todas las partes del mundo/ la gloria de Dios pregonan./ Armenios, griegos, pulleses,/ anglos, galos, dacios, frisios,/ naciones, lenguas y tribus/ acuden con donativos". Un fenómeno de masas como éste, cuyo origen se remonta a casi mil doscientos años, ha dejado su impronta en los protagonistas y en los caminos por donde ha discurrido la peregrinación jacobea. Siendo Santiago uno de los apóstoles más importantes según los textos evangélicos, su fama y prestigio sufrirá una transformación radical a partir de su supuesta evangelización de España y su entierro en Galicia. A lo largo del medievo los peregrinos a diversos santuarios eran muchos; sin embargo, como nos indica Dante, en su "Vita nuova", "peregrino se puede interpretar de dos maneras, en sentido lato y en sentido estricto. En sentido lato, en la medida en que peregrino es todo el que se encuentra fuera de su patria. En sentido estricto, no se considera peregrino sino a quien se dirige a la casa de Santiago, o vuelve de ella".
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El Camino de Santiago. El camino de las estrellas. El Apóstol. Los peregrinos. Los caminos. La ciudad de los peregrinos. Arte y peregrinación. Iglesias de peregrinación. Los puentes en el Camino. Hospitales de la ruta jacobea. El tesoro de los peregrinos. Imágenes y leyendas.