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En el seno de la Junta se formuló la idea de reunir a las Cortes, no sólo para coordinar la acción contra los franceses, sino para reformar políticamente al país. Para pulsar la opinión de los españoles, la Junta pidió su parecer a los jefes militares, a los obispos y a las altas autoridades de la nación, en una solicitud datada el 22 de mayo de 1809. Sus respuestas, que abarcaban un gran número de cuestiones, forman en su conjunto una documentación de excepcional importancia sobre la situación real de España en aquellos momentos. En cuanto a las Cortes, algunos de los encuestados opinaban que debían reunirse inmediatamente y otros, que debían dejarse para más adelante. Sin embargo, la mayor parte opinaba lo primero, aunque sólo fuese para obtener la legalidad de la que pensaban- carecían las Juntas. Otra cuestión era sobre qué iban a tratar las Cortes, y aquí también se manifestaron diversas opiniones: unos querían que se formase una regencia; otros que se nombrase un gobierno fuerte para que terminase la guerra; y otros, por fin, para que se llevase a cabo una política de reformas. Para Miguel Artola, que ha estudiado esta documentación, "...existe una mayoría en favor de limitar el absolutismo monárquico mediante el recurso a instituciones representativas y de poner fin al régimen de privilegios que caracteriza la sociedad estamental". Así pues, parecía claro el camino que debía llevar a la reunión de las Cortes y la finalidad para la que éstas debían ser convocadas. La Junta Central tuvo que refugiarse en Sevilla desde diciembre de 1809, a raíz de la contraofensiva napoleónica que se inició después de la derrota de los patriotas en Ocaña. De allí marchó en la noche del 23 al 24 de enero a la isla de León (San Fernando), donde sus miembros, cansados de las críticas y las derrotas, y hostigados por el avance francés, dimitieron y nombraron una regencia formada por cinco personas -Francisco Arias de Saavedra, el obispo de Orense, y los generales Castaños, Escaño y Esteban Fernández de León, sustituido al poco tiempo por Miguel Lardizábal- a las que dejaron la responsabilidad de organizar la reunión de Cortes, que ella previamente había convocado. Aunque la regencia no era muy partidaria de la reunión de Cortes, no tuvo más remedio que ceder a las presiones que le llegaban de todas partes. A ella le correspondía la misión de determinar la forma en que debían reunirse y, ante la imposibilidad de hacerlo por estamentos, como a la antigua usanza, se decidió a hacerlo en un solo brazo. También tuvo que resolver la regencia la difícil cuestión de la forma en que debían elegirse los diputados, pues la ocupación de muchas ciudades por las tropas francesas impedía, o al menos, entorpecía esa elección. Como solución, se decidió que se designaran suplentes entre los españoles procedentes de aquellos territorios que hubiesen acudido a Cádiz para buscar refugio entre sus murallas. La ciudad de Cádiz era el lugar idóneo para celebrar la reunión de Cortes. Desde un punto de vista geográfico, la configuración de Cádiz la hacía prácticamente inexpugnable para un ejército que no dispusiese de una flota para completar el cerco por mar en una operación de asedio. Rodeada por las aguas, la única lengua de tierra que la unía al resto de la Península se hallaba defendida por unas espléndidas murallas que, paradójicamente, habían sido construidas en el siglo XVIII bajo la dirección del ingeniero militar francés Vauban. En efecto, el ejército de Napoleón llegó hasta sus puertas, pero tuvo que limitarse a bombardear la ciudad desde el otro lado de la bahía, ante la imposibilidad de romper sus defensas. Así pues, durante los años de la guerra y como decía el escrito de contestación a otro del general Victor en el que éste exhortaba a los gaditanos a prestar obediencia a José Bonaparte, "La ciudad de Cádiz, fiel a los principios que ha jurado, no reconoce a otro Rey que el Señor Don Fernando VII". Pero además, había otra circunstancia que hacía de la ciudad de Cádiz el lugar más adecuado para que las reformas de las Cortes se aprobasen allí y no en otro lugar. Cádiz había sido durante todo el siglo XVIII el puerto del monopolio del comercio entre España y sus colonias de América. Desde que dicho privilegio le fue concedido en 1717, Cádiz se había ido convirtiendo en una gran ciudad portuaria, cuyo comercio alcanzó un gran esplendor a lo largo de la centuria. Gran Emporio del Orbe, como la llamó fray Jerónimo de la Concepción, se benefició, incluso, del decreto de Carlos III de 1778 que proclamó la libertad de comercio entre la metrópoli y el Nuevo Mundo. De esta forma, Cádiz había llegado a convertirse en una ciudad cosmopolita, en la que era habitual recibir buques de todas las banderas, y en la que sus habitantes estaban acostumbrados a tratar con gentes de toda procedencia y de muy diversa mentalidad. Ramón Solís puso de manifiesto en su estudio sobre el Cádiz de las Cortes el espíritu democrático que, a través de las actividades de los Consulados extranjeros, tanto influyó en las actividades de los gaditanos. No cabe duda de que este ambiente favoreció la reunión de las Cortes y que éstas tomasen un sesgo claramente reformista.
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De las diversas posibilidades que se ofrecían a los norteamericanos al llegar la primavera de 1943, probablemente eligieron la peor alternativa: dividir sus fuerzas y enfrentarse a casi todos, uno a uno, los obstáculos que en los caminos hacia Tokio les opuso el ejército y la marina japoneses. De todas maneras, la superioridad de EE.UU. era tanta que, poco a poco, isla a isla, archipiélago tras archipiélago, costosamente, sangrientamente, fueron doblegando a Japón. Este amplio capítulo comprende desde la primavera de 1943 hasta el verano de 1945. Tras los fracasos de Midway y Guadalcanal, los japoneses combatieron a la defensiva, y sólo una vez atacaron; en Birmania (1944), donde podían avanzar por tierra. Quienes después de Pearl Harbor habían sido los amos del Pacífico, desde mediados de 1942 quedaron en inferioridad por la pérdida de cuatro portaaviones con sus aparatos en Midway y por el desastre de su aviación en Guadalcanal. Su industria no recuperaba las pérdidas a la velocidad de la americana y la defensiva fue una actitud obligada. Su plan general era mantener una resistencia en cada isla, para crear barreras concéntricas que aislaran a Japón y retrasaran el avance americano. Pero militares y marinos discrepaban a la hora de establecer prioridades. Si desde el este de Nueva Guinea se traza una recta hacia el norte, a 700 kilómetros está Rabaul y a 2.000 el archipiélago de las Truk. Rabaul cierra las comunicaciones que llegan desde el norte a las grandes islas cercanas a Australia (Bismarck, Nueva Irlanda, Nueva Bretaña y Salomon) y Truk está en plena Micronesia, en el centro de las Carolinas, mucho más pequeñas y dispersas en el océano, como una barrera en el camino hacia Japón que, después, salta de isla en isla por las Marianas. Naturalmente, Rabaul y Truk eran las grandes bases navales del área y los marinos japoneses deseaban defenderlas colocando tropas en las Salomon y Bismarck, y sosteniéndose allí a toda costa. Los intereses de los generales eran distintos. Sus tropas ocupaban y administraban Insulindia y Filipinas, y deseaban conservarlas. Así, preferían dedicar sus efectos a defender Nueva Guinea, que era el camino de llegada desde Australia. Como siempre, se impusieron los militares y se dedicó más fuerzas a Nueva Guinea, que quedó bajo su mando; la Marina, en compensación, recibía la comandancia de las Salomon. En Rabaul se estableció el cuartel general de la operación que pretendía retrasar a los americanos durante seis meses, al cabo de los cuales se pensaba disponer de 10 ó 15 divisiones y 800 aviones de refuerzo. Las posibilidades americanas quedaban limitadas por las negativas de Stalin. Si los rusos hubieran atacado desde Siberia a través de Manchuria, Japón se habría visto amenazado de cerca. Pero, a pesar de sus promesas y súplicas, Roosevelt no logró nada y la estrategia americana se planeó a través del Pacífico. Para ello había dos posibilidades, concretadas en las fuerzas de MacArthur, con base en Australia, y las de Nimitz en las Hawai. Las primeras podían avanzar hacia Filipinas, conquistando los grandes archipiélagos con tres fines: liberar a los australianos de una amenaza siempre próxima, que se traducía en presiones políticas; privar a los nipones de importantes recursos alimenticios y materias primas; y permitir una campaña donde las bases de suministros no estuvieran demasiado alejadas. La otra opción consistía en cruzar el Pacífico de este a oeste, por su mismo centro. Era una ruta difícil, con grandes distancias, donde los japoneses podían atacar las comunicaciones con cierta libertad. La primera posibilidad -atacar en el Pacífico suroccidental- era la opción de MacArthur y el Ejército, porque se prestaba a maniobras terrestres, en combinación con la flota. En cambio, los marinos preferían hacerlo a través del Pacífico central, basados en la superioridad que tenían sobre los japoneses y el número creciente de portaaviones que se incorporaban. La maniobra era esencialmente naval y podía resolverse exclusivamente sin injerencias del Ejército y del absorbente MacArthur. En mayo de 1943, pese a los esfuerzos de King y Nimitz, Washington optó por una solución de compromiso: se atacaría en ambos sentidos, lo que obligaría a los japoneses a dispersarse sin poder acumular el máximo de efectivos en ningún lugar concreto. Esta dificultad afectaba igualmente a los americanos, que necesitarían más efectivos, más material y más tiempo para avanzar hacia Japón. Así, los japoneses obtuvieron una prórroga que les permitió preparar mejor la defensiva, mientras sus enemigos acumulaban medios para el ataque.
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Un fenómeno relacionado con las redes de intercambio y las relaciones entre comunidades humanas a larga distancia se ha planteado para los últimos siglos del tercer milenio en Europa central y occidental, en relación con el denominado fenómeno campaniforme. El planteamiento inicial en torno a este tema estuvo determinado por la asunción de una postura teórica basada en la aparición de un tipo cerámico o un conjunto de rasgos que se presentan reiteradamente asociados (un tipo de vasija con forma de campana invertida, con técnicas, motivos y distribución de la decoración homogénea, aunque cambiante en el tiempo, asociado a un característico tipo de enterramiento, siempre individual, con una marcada tendencia en la orientación de los individuos inhumados y compartiendo elementos del ajuar de forma normalizada: puñales de cobre con enmangue de lengüeta, placas de arquero de piedra con perforaciones y botones de hueso con perforación en V), que se interpretaba siempre como evidencia de un cambio cultural provocado por la llegada de un nuevo pueblo. En el caso del campaniforme, este pueblo se ponía en relación con el grupo que desde las etapas orientales había llevado a toda Europa del Este y Norte el complejo de cerámicas cordadas, constituido por tumbas individuales bajo túmulo, con ajuares formados por vasos cerámicos decorados por impresión de cuerdas y acompañados de hachas de piedra con un agujero para su enmangue. Esta explicación ha sido en parte superada por la toma de conciencia expresada por Renfrew: "cuando los arqueólogos modernos dividen el mapa prehistórico en culturas, están adoptando una serie de decisiones arbitrarias... las culturas arqueológicas supuestamente identificadas son simplemente el resultado de los esfuerzos taxonómicos del arqueólogo: no tiene necesariamente que haber más realidad que ésa. Así que estas culturas probablemente no tuvieron ninguna realidad en la época en cuestión". Esto llevo a considerar que la existencia de una cultura campaniforme, o cordada previa, que en su versión más extrema se había considerado un pueblo, con su etnia y su lengua indoeuropea, debía ser revisado y enfocado de una manera muy diferente. En un apretado resumen, dos posturas fundamentales, con enfoques aparentemente diferentes, se han desarrollado en los dos últimos decenios. La primera, representada por el llamado modelo holandés y sus seguidores, que intentan sobre todo establecer una secuencia evolutiva y una cronología precisa para el fenómeno. Lanting y Van der Waals defienden un origen: el Bajo Rin para el campaniforme, desde donde se difundirían al resto de Europa central y fachada marítima occidental. Según Harrison habría que distinguir dos grupos, uno más antiguo, el marítimo, de origen holandés, y otro centroeuropeo, más tardío, que añade elementos como puñales de cobre, botones de hueso con perforación en V y brazaletes de arquero, que es el que se expande por toda Europa central y occidental. El segundo enfoque hace referencia al significado del campaniforme en las sociedades donde se documentan, dándole un papel especial como símbolo de estatus. Esta postura, defendida por primera vez por S. Shennan para el campaniforme de Europa central, es aceptada por Harrison, Clarke y Callay. Estos dos últimos, superando el concepto de grupo campaniforme, establecen una nueva orientación hablando ahora de red campaniforme, en la que hay que incluir los problemas relacionados con el papel que juegan estos tipos de cerámicas en los grupos que las poseen, su valor, dada su rareza y calidad, su relación con vías de comunicación y los aspectos sociales, económicos y ambientales de las comunidades indígenas, aunque se continúa admitiendo el centro de origen holandés y un limitado movimiento de población portadora del Campaniforme. Esta orientación se considera como una interpretación funcionalista del Campaniforme y el complejo de objetos asociados, ya que se les otorgan una serie de funciones determinadas, como símbolos de prestigio, poder, estatus y rango, transmitiendo un mensaje de integración cultural de ámbito casi paneuropeo, en palabras de Martínez Navarrete. En definitiva y siguiendo los planteamientos de Martínez Navarrete, la nueva versión de las redes campaniformes en un mismo intento de explicar la extensión tan extraordinaria alcanzada por el complejo campaniforme y su pretendida unidad, ahora desde perspectivas funcionalistas, y sin plantearse la cuestión básica del por qué. Desde esta óptica, no interesa de manera prioritaria el origen o los mecanismos de distribución del Campaniforme, sino en qué procesos sociales y económicos están involucradas las sociedades europeas de finales del tercer milenio y comienzos del segundo, donde el Campaniforme sólo sería un dato más a tener en cuenta en función de esta problemática. Esta nueva perspectiva podría significar la desaparición del problema Campaniforme como tal. El papel del intercambio es, pues, diferente, dado el carácter del tipo de producto que se intercambie y sobre todo el uso social que esos productos puedan recibir por parte de las sociedades implicadas. Durante este periodo se pueden observar redes de comercio que funcionan a veces a largas distancias, pero que en un principio parecen intercambiar productos y materias primas destinadas a crear una interdependencia entre grupos sociales que, por las condiciones de demografía y de cohesión, necesitan establecer una serie de alianzas que permitan asegurar la subsistencia y la reproducción social. Por ello, no sólo se aportarán los productos que son visibles en el registro y en forma de útiles, objetos de adorno, herramientas o armas, que son los que aseguran esas relaciones y que se amortizan en forma colectiva, sino todos aquellos, visibles o no, que son necesarios para el mantenimiento de sociedades más o menos igualitarias, aún reñidas por las relaciones de parentesco. A lo largo del tercer milenio pueden producirse modificaciones en cuanto al control y sentido de los intercambios, modificaciones que no son fácilmente detectables en los productos que se intercambien, sino en el contexto de las sociedades que los ponen en circulación o los reciben.
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La base principal de la economía sumeria era la agricultura, dependiendo las ciudades del regadío de las fértiles llanuras aluviales en las que se asentaban. El ciclo agrícola comenzaba en mayo, época en la que eran abiertas las compuertas de los canales para inundar los campos. Cuando el agua se retiraba y con la tierra embarrada, el campesino vallaba su terreno, para evitar así que los bueyes u otras personas pisasen y estropeasen el suelo. Cuando el suelo estaba desecado, la siguiente labor consistía en arrancar las hierbas y rastrojos, roturarlo al menos dos veces antes de empezar a meter el azadón y remover los grandes terrones para airear el suelo, con lo que la cebada, el principal cultivo, crece mejor. Lo siguiente era plantar la semilla, con la ayuda de dos bueyes uncidos al arado, con lo que se araba y sembraba al mismo tiempo gracias a una especie de embudo dispuesto en el arado para diseminar las semillas por el surco. Los terrones de tierra que quedaban eran apartados por niños, que iban detrás del campesino, para evitar que nada dificultase el crecimiento de la planta una vez esta brotase. La aparición de los primeros brotes hacía que el campesino rogase a Ninkilim, diosa de los ratones, para preservar su cosecha de insectos y otros animales. Era también labor del agricultor asegurar el riego de las plantas durante la estación de crecimiento de los ríos. Por último, la siega era realizada por grupos de tres hombres, encargados de cortar la planta y llevarla a la era, donde era aventada y metida en sacos.
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A pesar de la importancia de la vida urbana como factor característico de la sociedad islámica y andalusí, en particular, parece evidente que la masa rural sería el elemento más numeroso. Formado por comunidades campesinas étnicamente heterogéneas, se sentía distanciado de las tensiones políticas, aunque afectado por ellas. Ibn Hayyan, refiriéndose a la zona valenciana, describe la crisis social de los campesinos levantinos tras el desmoronamiento de la unidad política de al-Andalus en términos de un obligado abandono de las propiedades, que pasaron a convertirse en explotaciones privadas en tiempos de los eslavos Mubarak y Muzzafar. El retorno a sus tierras suponía para aquellos campesinos aceptar trabajar en sus antiguas propiedades a cambio de parte del producto, y esto parece haberse generalizado en el siglo XI, pues los régulos taifas procuraron incrementar sus riquezas, imponiendo a sus súbditos todas las contribuciones posibles.Los centros de poblamiento en el medio rural son el hisn y la qarya. El primero, conocido generalmente como castillo, es un poblado fortificado en altura, enclavado en lugares estratégicos y comunicado visualmente con otros próximos, formando entre ellos un cordón defensivo y controlador del territorio. Con estructura y funciones propiamente urbanas, contaba con un núcleo de poblamiento permanente y de volumen moderado. En el período que tratamos, su misión fundamental sería la protección de la capital de su taifa y del hábitat que, ante la inseguridad de los tiempos, se iba instalando en su entorno.La qarya era también un poblamiento permanente de carácter eminentemente agrícola y ganadero, asentado en el llano y que nada tenía que ver con el concepto actual de alquería, por el que se suele traducir, que es poblamiento disperso. Probablemente, la qarya tenía unas dimensiones menores que el hisn.Existían también granjas, llamadas daya, aldea, en hábitat disperso en las vegas de los grandes ríos y en zonas de regadío, así como recintos fortificados, ribat o rábitas, para vigilancia de los puntos más vulnerables del litoral y de las marcas, que alternaban con centros de retiro espiritual.La diversidad de las tierras de al-Andalus condiciona las formas de vida de su hábitat. Del tipo de suelo y de sus formas de explotación dependerán, por tanto, las circunstancias en que se desarrolle la vida de quienes lo cultiven. Junto a zonas fértiles de regadío, como las vegas de los ríos del sur y de la meseta inferior y las huertas de Valencia y Murcia -en las que se mejoran las técnicas de riego mediante acequias, aceñas, norias, etc.- existe una gran zona de tierras de secano, dedicada al cultivo cerealista, que exige un régimen de propiedad y de explotación diferente. A través de los formularios notariales se puede concluir que se ha impuesto el contrato de aparcería, mejorando las condiciones de trabajo del aparcero, denominado amir, munasif y sarih, aparcero, mediero y asociado. En dichos contratos se estipulan las diversas modalidades de aparcería, las cláusulas de rescisión y de revisión del contrato, dependiendo de las calamidades agrícolas como la sequía, las inundaciones o las plagas, y las obligaciones de las partes contratantes. El contrato recibía los nombres de muzara, para las tierras de secano; de musaqa, para las de regadío, y de mugarasa, para la arboricultura, recibiendo el aparcero, en el primer caso, desde la mitad a las tres cuartas partes de la cosecha, aunque hay contratos por sólo la cuarta parte, mientras que en el de regadío sólo percibía un tercio. Junto a cultivos tradicionales del mundo mediterráneo, trigo, olivo y vid, existe como factor innovador la aclimatación de nuevas especies y la introducción de nuevas técnicas. Las fuentes árabes dejan constancia de ciertas especialidades de cultivos locales como el azafrán, el arroz, la caña de azúcar, el algodón y diferentes árboles frutales. Un gran avance fue la aparición, durante el siglo XI, de los primeros tratados de agronomía y geopónicos, como los de Ibn Bassal, Ibn Wafid, Ibn al-Awwan y al-Tignarí, tendentes a mejorar la producción y obtener mayores cosechas.
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A pesar de la dificultad para desarrollar una agricultura estable y productiva en muchas regiones y del esfuerzo continuo que exigía la puesta a punto y el mantenimiento de sistemas de regadío, a menudo abandonados en tiempos posteriores cuando falló el orden político y social que los había creado, el sector agrario era fundamental y requería el trabajo de la gran mayoría de la población aunque esta realidad haya dejado pocas huellas y testimonios. Había, en primer lugar, una agricultura de secano cerealista, basada en el trigo y la cebada, y en técnicas antiguas que no se renovaron como, por ejemplo, el empleo de arado romano, aunque algunas tuvieron mucho mayor uso, como sucede con los molinos de agua. Tampoco hubo grandes innovaciones técnicas en los cultivos de regadío pero sí que ocurrió su difusión y homogeneización, así como un aumento de las tierras irrigadas y, en especial, un perfeccionamiento de las normas de organización del riego y otros aspectos de régimen de uso y mantenimiento que serían luego aceptados y difundidos por otras sociedades, por ejemplo en la España cristiana. Los principales medios y técnicas se referían al uso de acueductos, aljibes y cisternas, presas, kanat o minas de agua muy frecuentes en Irán, norias, balancines o chaduf típicos de Egipto, pozos artesianos, más frecuentes desde el siglo XIV, con los que se alimentaban las redes de acequias. Diversos tratados de agronomía permiten comprobar también aquella mezcla entre tradicionalismo y mejor organización, a la vez que dan noticia sobre los diversos productos. Algunos jugaron un papel importante en la transmisión de conocimientos: la "Agricultura Nabatea" de Ibn Wahsiya, el "Calendario de Córdoba", en el siglo X, el tratado del andalusí Abu Zakariyya y los de los toledanos Ibn Bassal e Ihn Wafid, en el XI, pueden ser buenos ejemplos. La mejora de las comunicaciones introducida en el amplio mundo islámico y sus relaciones exteriores permitieron adaptar o difundir nuevas plantas cultivadas, aunque las mediterráneas tradicionales conservaron mayor importancia. Siria, Egipto y el Magreb eran las principales zonas productoras de trigo y cebada. El olivo se extendió mucho, por ejemplo en Siria y Túnez, porque el consumo de aceite en la alimentación creció al estar vedado el de grasa de cerdo. Por el contrario, el consejo de la tradición contrario al consumo de vino fue responsable de que el viñedo se redujera en muchas regiones a la condición de cultivo muy secundario, pues sólo se consumía la uva fresca o pasa, pero en al-Andalus y en el Siraz persa no se cumplió tanto aquella recomendación y hubo, además, viticultura practicada en diversas regiones por minorías judías y cristianas. Entre las especies extendidas a nuevas regiones en aquellos siglos cabe destacar la caña de azúcar, objeto de grandes plantaciones en el bajo Iraq, el algodón, en cuyo cultivo destacaron la alta Mesopotamia y Siria, el arroz, la palmera datilera, los cítricos, plantas tintóreas como el índigo, especias como el azafrán, frutales y hortalizas como el albaricoque, las espinacas o las alcachofas, además de diversas plantas medicinales. Las condiciones de desarrollo de la ganadería eran diversas, según las especies. Había pocos bovinos y, por lo tanto, insuficiencia de ganado de labor y tiro, debido a la escasez de pastos naturales adecuados; otra fuerte carencia de las tierras islámicas, relacionada con la anterior, es la relativa al bosque y la madera, salvo en zonas montañosas del Taurus o del Libano, del Magreb o de al-Andalus. Por el contrario, los amplios espacios áridos eran adecuados para su uso extensivo por rebaños trashumantes o sedentarios de ovinos, en especial cabras y por especies mejor adaptadas como los dromedarios, los camellos turcos, o las diversas razas de caballos cuya mejora se cuidó con esmero. Por último, se obedecía casi sin excepciones la prohibición de consumir carne y grasa de cerdo -llegó a ser un dato de orden cultural, no sólo religioso- lo que explica que no haya habido cría de estos animales. Es difícil conocer las realidades sociales del mundo rural en aquellos siglos. Los textos jurídicos y los contratos agrarios facilitan datos interesantes pero parciales. La tierra de plena propiedad privada o mulk era escasa, debido a las prescripciones islámicas, salvo en Arabia y Mesopotamia, pero la tierra de la comunidad o umma casi nunca era cultivada por aparceros contratados por los agentes del poder político, sino que se cedía en usufructo perpetuo o qati'a (plural qatai) a musulmanes que se obligaban a cultivarla y a pagar la limosna legal. Otras tierras seguían en manos, a título de usufructo, de antiguos propietarios no musulmanes, que debían pagar siempre el impuesto territorial o jaray: posteriormente, si tales tierras pasaban a ser cultivadas por musulmanes, no por ello dejarían de pagar tal impuesto. Porque, en efecto, las transmisiones de usufructo de tierra entre particulares eran continuas, por herencia o por venta de dominio útil. Por el contrario, en las tierras cuya renta pertenecía a instituciones religiosas o asistenciales o se aplicaba a obras publicas, la movilidad era mínima: aquellos bienes waqf o habus eran una especie de manos muertas cuya importancia aumentó especialmente desde el siglo XI. Los grandes propietarios o, en muchas ocasiones, dueños de dominio útil, solían tener residencia urbana, salvo en Irán, donde los dihqan vivían con frecuencia en sus tierras, así como otros propietarios de origen no musulmán. El empleo de esclavos no era especialmente abundante, salvo en el caso de los zany de la baja Mesopotamia, porque se prefería utilizar su trabajo en las ciudades, de modo que el régimen de trabajo más frecuente fue la aparcería bajo diversas formas: con entrega del quinto de la cosecha al aparcero (muzara'a); con entrega de la mitad en tierras de huerta, donde el trabajo era más intenso (musaqat); con reparto de la propiedad o dominio útil mediante contrato de complantación (mugarasa). La sunna recomendaba a los dueños de tierra que la cultivaran directamente, pero esto sólo tuvo un efecto general: el de dificultar los contratos de aparcería de larga duración e impedir los equivalentes a los censos enfitéuticos europeos. Los contratos de arrendamiento también fueron muy escasos, salvo en algunas regiones del Irán. Sin duda, aquel régimen de usufructo de la tierra tuvo consecuencias poco positivas pues, por una parte, desincentivaba cualquier intento del campesino para mejorar la explotación de una tierra en la que no tenía arraigo duradero, y por otra, al hacer del dueño un mero rentista, que a menudo vivía lejos, también desanimaba su interés por innovar o por mejorar rendimientos. Pero aquella esclerosis no debió ocurrir siempre ni ser tan general: las fuertes inversiones para crear y mantener redes de regadío así lo demuestran. Sin embargo, con la decadencia del califato abbasí y, en otras regiones, con los desórdenes políticos y la entrada de poblaciones nómadas, hubo fenómenos de regresión y deterioro que fueron con frecuencia irreversibles. La adscripción al suelo del impuesto territorial, con independencia de la religión del dueño, hizo más gravosas las exacciones que pesaban sobre los campesinos e impulsó a que pequeños propietarios se sometieran a talyi´a, himaya o encomienda de gentes poderosas que podían esquivar mejor la presión fiscal. Los califas cedieron a menudo en el siglo X la percepción de impuestos en las tierras sujetas a jaray, de forma temporal, en el régimen llamado iqta, que guarda cierta semejanza con el beneficium europeo contemporáneo, aunque pocas veces era hereditario pero producía una subrogación comparable pues, además, el beneficiario de la iqta tomaba a su cargo la defensa del territorio. Aquellos poderosos, encomenderos y beneficiarios de iqta dejaban con facilidad de pagar el diezmo o zakat al fisco califal, de modo que su crecimiento mermaba las posibilidades a la vez del poder político público y de los campesinos cultivadores de la tierra: su proliferación inició una época nueva en la historia social del Próximo Oriente a partir de los siglos X y XI.