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El Sexenio democrático estuvo caracterizado por una alta conflictividad social, manifestada de forma compleja y violenta, viniendo a constituir un conjunto de experiencias abiertas a los problemas sociales propios de la época y, al tiempo, al estallido de una serie de conflictos de raíz secular. Esta conflictividad social tuvo distintas manifestaciones, fue realizada por distintos protagonistas y a través de distintos criterios y métodos. Cada proceso político llevado a cabo implicaba una reacción en las clases trabajadoras, que se hallaban fuertemente integradas en el proceso histórico. Esta diversidad de actuaciones se produjo como consecuencia de la asociación de las múltiples fuerzas sociales que propiciaron los sucesos de septiembre de 1868. Buena parte de los problemas cuestionados eran de naturaleza arcaica; habían permanecido durante siglos en la evolución de la sociedad española y ahora encontraban sus más directas formas de expresión: la ocupación de tierras y la quema de registros de la propiedad. Son conflictos localizados principalmente en el sur de la Península, donde el campesinado no propietario reclamaba el acceso a la propiedad de la tierra. Si bien este tipo de protesta había aparecido en otras ocasiones, cabe señalar que durante el Sexenio consolidó su sintonización con el discurso político, principalmente con el republicanismo, o más bien con una forma de entender, percibir y asimilar el mito de la organización federal. A partir de 1869 factores como el hambre de tierras, la crisis o el incremento del número de desocupados supusieron la multiplicación de las ocupaciones de tierra, tanto en Andalucía como en La Mancha, Extremadura y Levante. Movimientos que fueron cosechando fracasos, aunque siempre se mantuvo viva la idea básica de que la hora del reparto social había llegado. Como contrapartida, la decepción que supuso la llegada de la República sin que se viera acompañada de una reforma agraria en profundidad. Así, 1873 marcó una ruptura hacia nuevas formas de consciencia y de acción. De ahí que durante el Sexenio se perfilen embrionariamente los trasvases de un sector del campesinado andaluz hacia la versión bakuninista de la Primera Internacional. El mensaje anarquista comenzó a calar en Andalucía, con un credo que encajaba con las seculares respuestas de rebeldía y la desconfianza hacia los partidos políticos. A lo largo del siglo XIX, pero con más insistencia durante el Sexenio, los motines populares se sucedieron en las zonas urbanas preindustriales. Se trataba de movimientos espontáneos, no coordinados desde la acción política, provocados por situaciones concretas y precisas: paro, carestía del pan, llamada a quintas... Eran, pues, problemas cotidianos que exigían una solución inmediata; de ahí que el objetivo de los motines no estuviera sujeto a grandes programas o proyectos, sino más bien a situaciones que eran percibidas y sentidas como la alteración de la moral económica de la multitud. Por motines entendemos toda una serie de acciones que van desde la simple manifestación, con un carácter más o menos violento, ante la autoridad local, hasta asaltos al interior de edificios oficiales o comercios, según fuera la causa del motín y su mayor o menor envergadura. Las autoridades, por su parte, contrarrestaban el motín con medidas de urgencia, como repartos de pan o contrataciones temporales de jornaleros y, en último término, con medidas similares a las empleadas contra las rebeliones campesinas. Durante todo el Sexenio estos conflictos sociales proliferaron sin que desde la política se acertara a encontrar una solución adecuada para ellos. No fue posible resolver sus causas fundamentales: la carestía y la cuestión de las quintas; por el contrario sus efectos se vieron agravados por la crisis económica, el mal estado de la Hacienda Pública y el recrudecimiento de la guerra carlista. Especial importancia tuvieron los motines contra las llamadas a quintas, que salpicaron con distintos grados de intensidad la geografía española, sobre todo en 1870. Al fin y al cabo, la abolición de las quintas había sido una de las reivindicaciones más señaladas a las juntas revolucionarias durante los primeros tiempos del Sexenio. El grito de "¡Abajo las quintas!" expresaba una de las frustraciones más sentidas del Sexenio. La guerra cubana y la carlista hicieron técnicamente inviable su supresión. Ya en marzo de 1869 hubo un llamamiento a filas de 25.000 hombres. Los motines se propagaron por diversas localidades, sobre todo en Andalucía. En marzo de 1870 una nueva quinta provocó una oleada de manifestaciones y algaradas, posteriormente reproducidas en 1872 y 1873. Aunque los republicanos habían incorporado a su programa esta reivindicación, el recrudecimiento de la guerra carlista terminó por suspender el intento. El movimiento obrero organizado se expandió considerablemente entre 1868 y 1874, coincidiendo con la penetración en España de la I Internacional. Si antes de 1868 el mundo obrero y sus conflictos se había producido en un contexto societario en el que predominaba la discusión en torno a los derechos de asociación y a las condiciones de trabajo, el Sexenio democrático aportó un clima de libertades que ayudó a reorientar el contenido del movimiento obrero. Así, la septembrina determinó las pautas de conducta de un movimiento protagonizado sobre todo por los obreros catalanes, que luego se propagó por el resto de los centros urbanos industriales y cuya actividad más representativa fue la huelga. En un principio resultaba notoria la relación de proximidad que el movimiento obrero tuvo con el republicanismo federal y con el cooperativismo, para posteriormente ir desarrollando una autonomía de acción promovida desde la Internacional. Durante todo el año de 1869 se multiplicaron huelgas urbanas en Madrid, Barcelona, Sevilla y Valencia, como consecuencia de la inmovilidad de salarios y la escasez de empleos. El modelo de conflictividad específicamente obrero, organizado a través de la huelga, tomaba cuerpo en el escenario de la revolución de septiembre. El conflicto principal tuvo lugar en el mes de agosto de aquel año, en Barcelona, a través de los obreros del textil con el apoyo de las restantes asociaciones obreras catalanas. Pero el asociacionismo catalán, a la altura de 1868-1869, estaba en relación y tenía como motivación ideológica el republicanismo federal. Los síntomas de esta vinculación se denotaban en aspectos tales como la recomendación a los obreros de las candidaturas republicanas en las elecciones de 1869, al tiempo que dirigentes obreros ocupaban cargos en el partido. El fracaso de la insurrección general republicana de septiembre y octubre de 1869, la falta de éxito de los motines contra las quintas con participación obrera, en marzo de 1870, y la ausencia de reformas sociales fueron alejando al movimiento obrero de los partidos políticos y llevándole hacia la acción autónoma promovida por la Internacional. El internacionalismo español, desde sus inicios en 1869, fue entendido en claves de bakuninismo, debido tanto a la influencia de Fanelli, su primer propagador en España, como a la propia naturaleza de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT). El triunfo del bakuninismo sobre el marxismo se hizo palpable en 1870, en Barcelona, cuando el I Congreso de la Federación regional Española de la AIT apostó definitivamente por el apoliticismo y el colectivismo, como sucedería en Córdoba dos años después. Durante este intervalo de tiempo la Internacional fue conquistando seguidores en todo el país, siendo su difusión menos importante por lo cuantitativo que por lo cualitativo. Se extendía el conflicto industrial moderno de un proletariado militante. En 1871-1872 la AIT experimentó un avance importante en el número de militantes -30.000 aproximadamente- y en su expansión geográfica. Había logrado penetrar más allá de Cataluña, por todo el territorio español, y ser atractiva no sólo para los obreros fabriles y los asalariados de los núcleos urbanos, sino también para los jornaleros del campo. Todo ello propició un clima inquietante para las clases conservadoras, sobre todo cuando llegaron las noticias sobre la Comuna de París. Se hizo palpable el temor ante una incipiente subversión del orden establecido, concediendo a la Internacional unas dimensiones que realmente no poseía. El debate sobre la Internacional se trasladó a las Cortes, en un terreno ya abonado desde la primavera. El 28 de mayo, el jefe del Gobierno, Sagasta, había enviado una circular a los gobernadores civiles, concediéndoles amplios poderes para reprimir las actividades de la Internacional. Por otra parte los sectores más conservadores difundían, a través de la prensa, principalmente La Época, visiones apocalípticas sobre el orden público. A partir del 16 de octubre la Internacional fue la preocupación máxima de los diputados del Congreso, sobre su legalidad o no. Todos los grupos monárquicos cerraron filas en torno a la ilegalidad de la Internacional. Sólo estuvieron en contra algunos sectores del republicanismo. Por 192 votos a favor y 38 en contra, el Congreso aprobó la proposición del ministro de Gobernación, Candau, dirigida a presentar un proyecto de ley que disolviera la Internacional como atentatoria de la seguridad del Estado; es decir, declararla anticonstitucional. La resolución del Congreso no llegó a hacerse efectiva. La actitud del fiscal del Tribunal Supremo la descalificaba al insistir en la legalidad del derecho de asociación. El tema había adquirido una relevancia tal para el Gobierno Sagasta que se procuró, incluso, alcanzar un acuerdo internacional para unificar posturas contra la AIT. Todo ello, sin embargo, no detuvo la progresión real de la Internacional. Esos 30.000 afiliados antes citados así lo demuestran. Su mayor fuerza seguía residiendo en Cataluña, al adherirse la mayoría de las sociedades obreras catalanas de etapas anteriores. Se extendió por Andalucía, con principales núcleos en Sanlúcar y Sevilla, que ejemplifican la penetración de la Internacional entre los jornaleros del campo. También se propagó por Levante, sobre todo en las zonas fabriles de Alcoy y Valencia, y, con menor importancia, por zonas de Extremadura, Aragón, País Vasco, Castilla y Galicia. Mientras tanto, las disensiones en el seno de la AIT repercutieron en la Federación Regional Española. Las discrepancias entre marxistas y bakuninistas resultaron insalvables. El bakuninismo había logrado calar en toda España, salvo en Madrid, donde era fuerte la línea marxista en torno al periódico La Emancipación. En abril de 1872 el Congreso de Zaragoza de la Federación Regional Española reafirmó las tesis bakuninistas, expulsando de su seno al grupo madrileño. El asunto se resolvió con la creación de la Nueva Federación Madrileña, de signo marxista. La ruptura del internacionalismo originó en España una doble versión del movimiento obrero: el bakuninismo, mayoritario, cuyas tesis anarquistas se ratificaron en el Congreso de Córdoba de 1873, y el marxismo, en principio localizado en Madrid, muy relacionado con la Asociación del Arte de Imprimir, que desembocaría en la fundación del Partido Socialista Obrero Español, en 1879.
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La crisis producida en el Golfo Pérsico como consecuencia de la invasión de Kuwait por Iraq devolvió súbitamente al mundo a una atmósfera de guerra durante los siete meses que duró, de los que seis semanas resultaron de conflicto armado. Se trató de una crisis extraordinariamente transparente a los ojos de la opinión pública universal y, al mismo tiempo, radicalmente nueva tanto en su origen como en su resolución. La peculiaridad empezó por nacer de lo súbito de su planteamiento. A fines de 1990, la atención de todos los observadores internacionales estaba puesta en Europa y, por vez primera en mucho tiempo, la inmensa mayoría de los juicios prospectivos acerca de las relaciones internacionales se mostraba eufórica. Lo sucedido constituyó la prueba de que la llamada "política de la cañonera", aplicada por los Estados Unidos en otros momentos de la Historia, podía ahora ser empleada por potencias de menor entidad. Iraq invadió Kuwait en la esperanza de contar con la pasividad del resto del mundo. Cabe preguntarse, no obstante, si esta esperanza estaba justificada o si nació, por el contrario, de una radical ignorancia de la realidad internacional o de la ceguera de un dictador. Para Iraq, Kuwait era una reivindicación antigua, originada en 1961, fecha en que logró su independencia tras haber sido un protectorado británico propiedad de la familia Al Sabah. El pequeño país disponía de unas reservas petrolíferas excepcionales y era una presa muy atractiva para un Estado, como el iraquí, muy endeudado y que no había conseguido una victoria resolutiva en su conflicto con Irán. De hecho, Iraq había actuado siempre como un poder militar que imponía su protección a los menos poderosos desde el punto de vista militar, pero más ricos, Estados de la zona: ya en 1990 había exigido 10.000 millones de dólares a Kuwait y cantidades semejantes a los países temerosos de la revolución iraní. Además, Iraq acusaba a los kuwaitíes de contribuir al estancamiento del precio del petróleo. Otra cuestión es la que se refiere al juicio que Sadam pudo tener acerca de la posible reacción norteamericana. Ya veremos que, de hecho, los Estados Unidos habían coincidido con él en sus intereses estratégicos en la zona, pero Sadam pudo pensar que no habría reacción por una razón derivada de la tradicional incapacidad de reacción de las democracias. A la embajadora norteamericana le dijo que su país no sería capaz de perder diez mil hombres en tan sólo una batalla. No cabe la menor duda de que los norteamericanos no sintieron conciencia de peligro por la actitud de Sadam Hussein, a pesar de que éste les entregó en julio de 1990 un memorándum muy explícito sobre sus propósitos. Una parte considerable, en fin, de los motivos de la invasión radicaron en que Sadam no vio otra salida a su situación. La guerra con Irán había dejado exhausto a Iraq, hasta el punto de que podía considerar que tardaría dos décadas en reconstruirse. Pero ello revelaba su fragilidad. Iraq importa el 80% de sus alimentos y su exportación prácticamente única es el petróleo, por lo que podía ser sometido a un embargo. En Estados Unidos, como ya se ha indicado, existió siempre una propensión, no por completo infundada, a considerar que Sadam exageraba y que no quería otra cosa que intimidar para acabar pactando un acuerdo satisfactorio; en un primer momento, kuwaitíes y egipcios debieron pensar aproximadamente lo mismo. Nadie pensó que la intimidación se convirtiera en invasión. En el pasado, los Estados Unidos habían considerado a Sadam como un poder independiente de los soviéticos y flexible ante la disputa entre israelíes y palestinos. Existía, por si fuera poco, una coincidencia estratégica entre ambas enemistades con Irán pero, con el paso del tiempo, temieron la conversión de Iraq en una potencia nuclear. Se trataba ya un poder militar muy importante que dedicaba el 60% de sus ingresos petrolíferos a la compra de armas. En potencia de fuego, algunos expertos consideraban al iraquí el cuarto ejército del mundo pero la valía de sus unidades era muy discutible, tal como se habían comportado en la guerra con Irán. Lo decisivo en el juicio de los norteamericanos fue el hecho de que, después de la invasión, Iraq controló nada menos que el 20% de los recursos mundiales de petróleo y, por ello, constituía un peligro para todos, no sólo para los norteamericanos, porque el 30% de los recursos energéticos de Brasil y el 12% de los de Japón tenían esa procedencia. De todos modos, en este momento, a diferencia de lo sucedido en 1973, aunque el precio del petróleo creciera de forma muy considerable, no había peligro inmediato de desabastecimiento, pues las reservas existentes podían durar todavía cinco meses. Además, un elevado número de países, principalmente los regímenes reaccionarios del Golfo, no tuvieron inconveniente en incrementar su producción. Un temor complementario de los norteamericanos nació de la posibilidad de que los iraquíes no se contentaran con ocupar Kuwait: el ejército saudí sólo contaba con unos 70.000 hombres y la capital del reino podía ser capturada en tan sólo seis días. De ahí el despliegue rápido de la aviación norteamericana: a mediados de septiembre, ya había 700 aviones en suelo de Arabia Saudí. En el resto de los países occidentales la propensión dominante tendió a tomarse la invasión iraquí con mayor indiferencia, pero en los Estados Unidos muy pronto el apoyo al presidente Bush en la opinión pública ascendió a un porcentaje del 80%. La invasión de Kuwait tiene muy poco que contar desde el punto de vista militar. Fue llevada a cabo por 140.000 iraquíes y 1.800 tanques que se enfrentaron a apenas 16.000 kuwaitíes, que ni siquiera estaban movilizados por completo. El 2 de agosto comenzaron las operaciones y el 8 concluyeron. Aparte de la diferencia de efectivos, el iraquí era un ejército relativamente aguerrido como consecuencia de la guerra con Irán y abundantemente armado gracias a la colaboración de Francia (que había conseguido hacer un negocio de entre 15 y 17.000 millones de dólares) y, más aún, de la URSS. Una posible prueba de que Sadam Hussein actuó de forma súbita se encuentra en que llevó a cabo una anexión definitiva como respuesta al envío de una fuerza norteamericana de protección cuando al principio se conformó tan sólo con auspiciar un Gobierno provisional para el emirato. Los Estados Unidos se comportaron a continuación como una especie de gendarme del orden mundial que había recuperado la confianza en sí mismo pero que en la práctica era financiado como un mercenario por los vencidos de otros tiempos, como podían ser los japoneses y los alemanes, o por países con escaso peso en el mundo internacional, como Arabia Saudí. Aunque no hubiera sido así, los norteamericanos hubieran intervenido en el Golfo Pérsico gracias al grado de unanimidad lograda por el presidente. Desde 1975, los presidentes norteamericanos necesitaban el permiso del Congreso para el empleo de unidades militares. En el Congreso, Bush -que había pertenecido a él y era consciente, por tanto, de que necesitaba su apoyo- consiguió setenta votos de mayoría y en el Senado cinco, lo cual podía considerarse como una ventaja suficiente y satisfactoria. Pero si tres senadores hubieran cambiado su voto, el resultado hubiera sido el contrario. Existía una diferencia radical con la Guerra de Vietnam: el origen de la intervención era una invasión, no había peligro de una guerra de guerrillas y desde un principio fue evidente que debían ser desplegadas las suficientes tropas como para aplastar al adversario. Sin embargo, hay que tener en cuenta que algunas de las predicciones de los especialistas presuponían que se producirían 7.000 muertos propios; con que se hubiera llegado a 1.000 la opinión pública norteamericana se hubiera resentido gravemente. De cualquier modo, los Estados Unidos no se limitaron a una intervención propia, sino que lograron el apoyo de la ONU y la colaboración de una amplia gama de aliados. Una resolución de su Consejo de Seguridad suscrita el 25 de agosto supuso la condena sin paliativos de Iraq. Por vez primera, se pudo interpretar que la URSS y los Estados Unidos tenían una posición idéntica en lo que respecta a un conflicto internacional, aunque la realidad de fondo era mucho menos clara que esa apariencia: si la situación política interna soviética hubiera sido más estable y la económica más positiva, la resistencia de los soviéticos a desprenderse de un aliado tradicional hubiera podido ser mayor, aún a pesar de la Perestroika. Lo verdaderamente más importante y novedoso fue que en la ONU no funcionó el veto y, como consecuencia, resultó posible su correcto funcionamiento. No bastaba tener el apoyo de la ONU, sino que a los norteamericanos les fue preciso disponer de las colaboraciones necesarias para emprender la ofensiva de reconquista. El autor de la gran coalición -y también quien evitó que le pudieran surgir enemigos- fue el secretario de Estado norteamericano, James Baker, que llegó a visitar doce países en tres continentes en tan sólo dieciocho días. La URSS, que en realidad carecía ya de influencia sobre Sadam Hussein, ofreció resistencia sobre todo en el momento de iniciarse las operaciones bélicas; en buena medida, su apoyo fue comprado gracias a un crédito. En otras circunstancias, los soviéticos hubieran manifestado su temor a los norteamericanos pues a fin de cuentas el conflicto se producía a tan sólo 1.000 kilómetros del Cáucaso. Turquía pidió ventajas económicas pero fue un aliado colaborador a pesar de su cercanía al conflicto. Arabia y los emiratos incrementaron su producción petrolífera. Egipto, a pesar de que tenía una gran población emigrante en Kuwait, no dudó en alinearse con los norteamericanos. Israel supo abstenerse de cualquier participación incluso cuando Sadam trató de reconvertir la guerra en su contra. El gran adversario de Sadam Hussein era el presidente sirio Assad, con quien Baker tuvo hasta once reuniones, alguna de las cuales duró más de cuatro horas; acabó colaborando tras esas gestiones. Jordania tenía un sesenta por ciento de su población palestina y por Aqaba entraba el comercio de Iraq; además, todo su petróleo era de esa procedencia. Sólo fue posible esperar de ella una neutralidad incluso con algunas declaraciones proiraníes. De los aliados occidentales, fue Francia el menos colaborador con los Estados Unidos. Mientras tanto, Sadam Hussein se encontró en la situación de que su retirada de Kuwait le deterioraba gravemente de cara al interior de su país. Había confiado demasiado en su capacidad militar pero en la guerra contra Irán había llevado la mejor parte por su superioridad de fuego y completo dominio del aire, circunstancias que no podían repetirse en el presente caso. Como su prioridad absoluta era la conservación de su poder, resguardó sus mejores tropas para mantener el control interno de su país y mientras tanto hizo varios gestos que querían parecer tentativas de salida pacífica. Los iraquíes se sirvieron de los rehenes de un modo que durante tres meses dio la sensación de que sus adversarios eran los inflexibles. Con la toma de Kuwait, Sadam había incrementado sus rehenes hasta un millón, por los inmigrantes árabes y asiáticos allí residentes, pero a quienes utilizó exclusivamente fue a los occidentales que retenía en sus manos. Lo hizo de un modo que pretendía tener efecto sobre la opinión pública occidental, pero su éxito fue tan sólo parcial y poco duradero. El Ejército aliado destinado a la liberación de Kuwait tuvo una abrumadora presencia norteamericana (500.000 soldados norteamericanos frente a unos 36.000 británicos y egipcios; 20.000 sirios que no actuaron pero aceptaron que se sobrevolara su territorio; 15.000 franceses y 10.000 paquistaníes). La operación llevada a cabo designada con el nombre Tormenta del Desierto consistió en dos fases sucesivas; la primera de bombardeos aéreos, a partir de enero de 1991, y una posterior ofensiva terrestre, a partir del 24 de febrero. Muy pronto, los aliados consiguieron un completo dominio del aire con muy pocas bajas: se perdieron 27 aviones, en especial "Tornado" británicos, frente a los 2.000 empleados. Previamente se utilizaron dos armas nuevas, el cazabombardero invisible para el radar Stealth y los misiles Tomahawk, enormemente precisos a pesar de ser lanzados desde centenares de kilómetros. Los bombardeos de infraestructuras tuvieron tal resultado que se llegó a la conclusión de que algunas sólo podrían ser reconstruidas por completo en veinte años. Tras esta primera fase, destinada a la paralización de la capacidad de respuesta, los bombardeos prosiguieron sobre las propias fuerzas militares. Hubo una ofensiva iraquí al final de enero pero no pasó de ser "el picotazo de un mosquito a un elefante", tal como la describieron los especialistas. Cuando se produjo la ofensiva aliada por tierra, al ejército de Sadam sólo le quedaba menos del 40% de la artillería y de los carros. De las salidas aéreas aliadas, el 85% habían sido norteamericanas. Ahora de nuevo, se impuso la absoluta superioridad de la técnica: en 100 horas los aliados habían conquistado el 15% del territorio iraquí y de las 43 divisiones adversarias sólo quedaron 7 en condiciones de operar. Sadam demostró, con su carencia de perspicacia para descubrir lo que iba a suceder, que en realidad no fue nunca un buen soldado. Sólo con la utilización de los misiles soviéticos Scud pudo desequilibrar en algún momento la batalla a su favor si hubiera logrado, lanzándolos contra los israelíes, que éstos reaccionaran interviniendo en el conflicto. Pero sólo disparó un máximo de cinco por día y el tiro fue siempre impreciso; además, los israelíes contaron con los misiles defensivos Patriot proporcionados por los norteamericanos. Al final, a Sadam no le cupo otra solución que el reconocimiento de su derrota. Los muertos aliados fueron menos de 500; los datos del adversario resultan muy difíciles de precisar, pero deben ser medidos en decenas de millares. Tal como lo denominó un libro norteamericano, el de la Guerra del Golfo fue para la comunidad internacional un "triunfo sin victoria". Se había demostrado cierta la sentencia de Mauricio de Sajonia: "No son los grandes Ejércitos quienes triunfan en las batallas sino los mejores", es decir, los más avanzados desde el punto de vista tecnológico. El resultado de la guerra, sin embargo, supuso la liberación de Kuwait pero no la caída de Sadam, capaz de conservar el poder a pesar de la revuelta interna de los chiítas en el Sur y de los kurdos en el Norte, pues había resguardado parte de sus mejores tropas para emplearlas contra ellos. Fue, pues, un mal soldado pero también un dictador dispuesto mantenerse hasta el final: se equivocó en casi todo excepto en pensar que él mismo se mantendría en el poder. No muchos meses después del final de la guerra los parados norteamericanos paseaban con carteles que decían "Sadam sigue teniendo su trabajo". Iraq fue condenado por la ONU a pagar los gastos de la guerra y a eliminar sus armas de destrucción masiva. En 1994, tuvo que aceptar reconocer a Kuwait, cosa que nunca había hecho, pero en un año había reconstruido parcialmente su Ejército. La comunidad internacional tuvo, de esta manera, razones para mantener su temor a la posibilidad de que llegara a fabricar la bomba atómica cuando tan sólo le faltaban unos meses -entre doce y dieciocho- para conseguirla en el momento de la invasión. Durante el conflicto, los iraquíes dieron la sensación de no descartar por completo su propio holocausto pero, en realidad, siempre estuvieron dispuestos a pactar. De nuevo, en la posguerra quisieron hacerlo desde una posición de fuerza. Eso exigió una concienzuda vigilancia durante toda la década de los noventa que concluyó con dos bombardeos cuando los iraquíes no dejaban que los inspectores de la ONU cumplieran su cometido. Las consecuencias más positivas de la Guerra del Golfo pueden situarse en la apertura del proceso de paz en Oriente Medio. Para la OLP, que se había entregado a los iraquíes, su derrota en el conflicto supuso algo muy parecido a situarse al borde del suicidio. Por otro lado, los Estados Unidos habían conseguido acercarse a un adversario tradicional como era Siria y, sobre todo, descubrieron la posibilidad de que la inestabilidad persistente en Medio Oriente por culpa del conflicto árabe-israelí pudiera solucionarse. Como apuntó Baker a Assad, la paz, como el nacimiento de un hijo, era posible cuando se daban las circunstancias y ahora parecían existir. Lo más decepcionante del resultado de la Guerra del Golfo fue lo acontecido con la vida social y política de Kuwait. Las mujeres siguieron teniendo prohibido conducir coches y un joven palestino fue condenado a quince años de cárcel por vestir una camiseta con el rostro de Sadam.
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La debacle sufrida por egipcios y jordanos durante la Guerra de los Seis Días propició la aceptación de un alto el fuego promovido por Naciones Unidas, al que también se sumó Israel. Sin embargo, la guerra aun no había finalizado. Siria, que se había limitado a bombardear los poblados israelíes en los altos del Golán, fue atacada por los israelíes, quienes tomaron Quneitra. La toma de los altos del Golán estaba así completada, lo que obligó a Siria a aceptar el alto el fuego de Naciones Unidas, justo cuando los israelíes se dirigían hacia Damasco. La guerra había acabado. La gran vencedora, Israel, ocupó la península del Sinaí, la franja de Gaza, Cisjordania y los Altos del Golán, pasando a controlar la ciudad de Jerusalén. Sin embargo, los conflictos no habían acabado. Los esfuerzos de Egipto y Siria por recuperar los territorios perdidos en la Guerra de los Seis Días condujeron a una nueva guerra, esta vez en 1973. El 6 de octubre, día del Yom Kippur, ambos países atacaron simultáneamente a Israel, provocando una rápida respuesta. La mediación de soviéticos y norteamericanos conduce a un acuerdo de pacificación, por el que tropas de la ONU ocupan zonas intermedias. La guerra de 1973 propició que los estados árabes productores de petróleo decidieran una brusca subida del precio que desencadenó una crisis económica mundial. En 1977 el presidente egipcio Sadat visitó Israel, iniciándose así un período de negociaciones que culminó con la firma de un tratado de paz entre ambos países y la devolución a Egipto de la península del Sinaí. En junio de 1982, las tropas israelíes invadieron el sur del Líbano y llegaron hasta las puertas de Beirut, en una ofensiva militar destinada a destruir las bases de los guerrilleros de la OLP, que proseguían sus operaciones de hostigamiento contra la región septentrional de Israel. La retirada de los israelíes al interior de sus fronteras, cediendo a la presión internacional, no se produjo hasta 1985.
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El incontestable desarrollo de las universidades y de sus maestros, convertidos en una nueva categoría social distinta a la de los "oratores", conducía sin embargo a la independencia respecto a Roma y, más en general, respecto a la fe, con lo que el conflicto resultaba inevitable. Ni ideológica ni institucionalmente la Iglesia podía permitir que la corporación universitaria llegase tan lejos. Lo que estaba en juego no era un simple problema corporativo, sino la validez misma del modelo de Cristiandad asentado a lo largo de los siglos XI al XIII. Las modalidades de este conflicto fueron prácticamente simultáneas y se dieron en multitud de lugares, si bien fue en París, cabeza de todas las universidades europeas, donde alcanzaron su máximo desarrollo. Desde el punto de vista corporativo la querella se hizo inevitable con la llegada de los mendicantes a la Universidad. Al principio, franciscanos y dominicos fueron bien acogidos por los maestros seculares. Pronto, sin embargo, surgieron los problemas con la progresiva implantación de los frailes en aulas y puestos de responsabilidad. A mediados del siglo XIII la mayoría de cátedras de teología estaban ya en sus manos. La reacción de los maestros no se hizo esperar, alcanzando entre los años 1251-1256 su mayor virulencia, si bien hasta 1290 no se pudo dar por definitivamente zanjado el problema. Solventado en Francia, volvería a plantearse sin embargo en otros lugares. Así, por ejemplo, en Oxford, entre los años 1303-1320 y 1350-1360. Portavoz de los maestros seculares fue Guillermo de Saint-Amour, quien en su aspereado panfleto "De periculis novissimorum temporum", escrito en 1252, señaló acertadamente el grave peligro que para el futuro de la Universidad y para ellos mismos como grupo suponía la consolidación de los mendicantes. Guillermo de Saint-Amour acusaba en efecto a franciscanos y dominicos de defender sólo los intereses pontificios. Su indiferencia ante el problema del salario, su incomprensión de los derechos de secesión y huelga y, en general, su desprecio por los estatutos y por todo aquello que significase la defensa de la autonomía universitaria, colocaban a los mendicantes fuera del espíritu de la corporación. Franciscanos y dominicos, ni eran verdaderos universitarios, ni siquiera podían considerarse intelectuales. No vivían del producto de su saber, por lo que no cabía calificarles de trabajadores del intelecto. La apelación a los estatutos, conculcados en el espíritu como en la letra por los frailes, dio una victoria pírrica a los clérigos seculares, al obtener de Inocencio IV en 1254 la bula "Etsi Animarum", que recortaba los privilegios de aquellos. Al año siguiente, sin embargo, el nuevo pontífice Alejandro IV, antiguo cardenal protector de los franciscanos, anulaba la bula y promulgaba en su lugar la "Quasi Lignum Vitae", que daba por completo la razón a los mendicantes. Tras la condena oficial de Guillermo de Saint-Amour y de sus escritos, la querella se fue envenenando al mezclarse con el conflicto, mucho más general, que enfrentaba a clérigos seculares y regulares. Nuevos líderes del partido universitario como Gerardo de Abbeville y Nicolás de Lisieux volvieron a cargar contra los mendicantes utilizando toda clase de argumentos. Sin embargo, el tiempo jugaba a favor de sus oponentes, pues cualquier revés circunstancial era rápidamente subsanado por el incondicional apoyo pontificio. El concilio de París de 1290 significó el definitivo fracaso de los seculares. En sus sesiones, el cardenal legado Benito Gaettani, futuro Bonifacio VIII, tras ridiculizar la pretendida sabiduría de los maestros y recordar la sumisión de la razón a la fe, confirmó pare siempre las prerrogativas de los mendicantes. De él eran estas significativas palabras: "La corte de Roma, antes que revocar el privilegio, destruirá la Universidad de París". Lejos de limitarse a la institución universitaria o a sus miembros, la Santa Sede quería controlar también sus conciencias, conocedora como era del enorme poder de las ideas. Dirigir a la Universidad en función de los intereses pontificios resultaba absurdo si se la permitía al mismo tiempo una absoluta libertad de opinión y por lo tanto de crítica. Desde el punto de vista histórico esta amenaza se concretó en la autonomía de la razón respecto de la fe o, lo que es lo mismo, en la valoración de la obra de los filósofos por encima de la concedida a la Biblia. Doctrinalmente hablando, esa amenaza no podía encarnarse sino en Aristóteles y su principal comentarista, Averroes. Las reticencias de la Iglesia a las obras del filósofo griego coincidieron prácticamente con su recuperación en Occidente. En fecha tan temprana como 1210, la Universidad de París prohibió ya la enseñanza de la "Física" y "Metafísica" aristotélicas, prohibición que renovó en 1215, 1228, etc. Sin embargo, la actitud eclesiástica distó mucho de ser unánime. La muy ortodoxa Universidad de Toulouse basó conscientemente parte de su éxito en la libre enseñanza de los escritores condenados en París, atrayendo a parte de su alumnado. La prohibición alcanzó pronto el nivel de lo paradójico sin embargo, pues en la misma Universidad de París, los libros aristotélicos censurados figuraban obligatoriamente en los planes de estudios. La amenaza representada por Aristóteles y Averroes era sin embargo muy real. A pesar del interés del dominico santo Tomás de Aquino (muerto en 1274) por cristianizar la obra del Estagirita, fue surgiendo desde mediados del siglo XIII una corriente aristotélica radical, conocida generalmente como averroísmo latino. Los averroístas, cuyos principales líderes eran los maestros parisinos Siger de Brabante (muerto en 1284) y Boecio de Dacia, se autodenominaban filósofos, para diferenciarse de los teólogos y, aunque consideraban ser fieles a la ortodoxia, gustaban de oponer el dogma a la razón postulando, de acuerdo con Averroes, la teoría de la doble verdad: una adecuada a la fe y otra al intelecto. Al lado de esta doctrina los averroístas defendían tesis igualmente polémicas: la eternidad del mundo, negadora de la creación; el concepto de Dios como causa final, que no eficiente de las cosas y la unidad del intelecto agente, que negaba la existencia de almas individuales. La polémica llegó a su cenit en 1270, cuando los maestros adscritos a la ortodoxia promovieron la condena de sus oponentes, lo que lograron al fin gracias a la intervención del obispo de París, Esteban Tempier. Tras la muerte de santo Tomás, y desaparecida con él la posibilidad de un aristotelismo cristiano, las condenas arreciaron. En 1277, de nuevo Esteban Tempier, de común acuerdo con el dominico y arzobispo de Canterbury Roberto Kilwardby, condenaron como heréticas un total de 219 proposiciones, entre las que se contaban, junto a las propiamente averroístas y aristotélicas, otras debidas a santo Tomás. Aunque algún maestro ortodoxo como Godofredo de Fontaines hizo notar pronto la heterogeneidad de la serie, la derrota del partido averroísta fue inevitable. Por el contrario, la condena, al menos parcial, del pensamiento tomista raramente se acató. Los más favorables a hacerlo fueron sin duda los franciscanos, que llegaron a desaconsejar públicamente el uso de la "Summa Theologica". En cambio los dominicos pusieron muy pronto en cuestión la condena de 1277. El levantamiento de dicha condena se consiguió al fin en 1323, coincidiendo con la canonización por Juan XXII de santo Tomás.
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En páginas precedentes, hemos abordado los orígenes de la guerra fría y la evolución de sus protagonistas esenciales, incluso en lo que cada país tiene de más peculiar en materia de política exterior. Parece lógico ahora abordar este período en sus avatares sucesivos durante una década. Eso implicará a su vez trasladar el centro de interés geográfico más allá de Europa y América pues, en definitiva, algo muy característico de la guerra fría fue el hecho de que los conflictos se produjeron mucho más en la periferia y no entre las dos grandes potencias La supremacía mundial de la Unión Soviética y de Estados Unidos ya había sido prevista a lo largo del siglo XIX por Tocqueville, pero lo que éste no pudo imaginar es que su enfrentamiento se manifestaría en términos ideológicos correspondientes a visiones antagónicas del mundo. Ya se ha visto, sobre todo al tratar de la URSS, que este factor resulta esencial para comprender que, aun sin ser el desencadenamiento de la guerra fría algo inevitable, al mismo tiempo resultaba muy probable el que se produjese. El abismo ideológico existente entre las dos superpotencias hizo que la incomunicación y el error en la apreciación mutua fueran factores de primera importancia. La retórica generada por los políticos -Churchill y Truman, por ejemplo- a menudo contribuyó a crear confusión, pero también galvanizó a quienes de forma espontánea no hubieran percibido la situación real existente en el panorama internacional. Más importantes que ella misma fueron las interpretaciones que se dieron en Occidente al comportamiento de la URSS y las consiguientes respuestas al mismo. Fue el diplomático norteamericano George Kennan, quien, desde Moscú, en un largo telegrama enviado en el verano de 1947, supo hacer una disección inteligente de la conducta de los soviéticos, producto a la vez del celo ideo lógico y del tradicional expansionismo ruso. Buen observador de la realidad soviética -afirmó que había recibido una educación liberal al contemplar los horrores del estalinismo-, fue muy consciente de que para los norteamericanos el problema no radicaba en una mala comprensión particular con los soviéticos, sino en una diferencia radical de planteamientos de partida. Los Estados Unidos, por ejemplo, al margen de cualquier planteamiento ideológico, habían sido siempre en el pasado una nación interesada en mantener buenas relaciones con sus vecinos, de cara a unas pacíficas relaciones comerciales, mientras que los rusos habían mantenido tradicionalmente unas pésimas relaciones con los países que les rodeaban. Ahora, dado el régimen bajo el que vivían, había que pensar que necesariamente se servirían de la "diabólica" habilidad de Stalin para la táctica y mantendrían un absoluto desprecio por la verdad objetiva. Lo que Kennan previó fue una lucha ardua y duradera para la que aconsejó una política de vigilancia, firmeza y paciencia. No había que esperar descubrir en los soviéticos una comunidad de objetivos; no cabía aceptar compadrazgo alguno, ni temer enfrentamientos, ni tampoco hacer gestos excesivos. Recomendó, simplemente, mantenerles en sus límites: "contención" -containment- fue el término que denominó a la política recomendada. Gracias a ella, llegaría el momento en que se mostraría la debilidad y la capacidad de división del comunismo. Lo paradójico de la "contención" es que fue una política aceptada por todos y, sin embargo, se entendió de una forma plural e incluso contradictoria. Kennan insistió de forma especial en que se utilizara el arma económica y en que la disuasión militar fuera mínima y especialmente significativa tan sólo en los lugares decisivos (nunca pensó, por ejemplo, en que fuera necesario que Grecia o Turquía ingresaran en la OTAN). Para él, resultaba positiva la existencia de una Alemania neutralizada en el centro de Europa. Sin embargo, si respecto a lo primero fue tomado en consideración, no sucedió así en lo demás. Ello se explica porque la guerra concluyó provocando en las potencias occidentales una inmensa frustración respecto a la postura soviética. La caída de la democracia en Checoslovaquia, por ejemplo, supuso la división del Viejo Continente en dos, hasta tal punto que, años después, el escritor polaco Milosz (1964) escribiría en Francia un libro sobre La otra Europa para recordar la que existía detrás del Telón de acero. Otra enorme sorpresa fue la conquista por los comunistas del poder en China, elevada a la condición de superpotencia por la intervención norteamericana; llegado el año 1949, los comunistas del mundo eran chinos en sus dos terceras partes. Con anterioridad, la guerrilla comunista había producido efectos parecidos en Grecia. Cuando, después del bloqueo de Berlín, Stalin se mostró dispuesto a aceptar una Alemania neutralizada, los países democráticos no estuvieron dispuestos a creerle, sobre todo teniendo en cuenta que los mismos alemanes que podían votar libremente eran quienes habían optado por Occidente. Fueron, pues, los occidentales quienes dividieron a Alemania en dos, uniendo sus zonas de ocupación, creando una moneda común y permitiéndoles organizarse como Estado. Hay que tener en cuenta, además, que la "contención" provocó desde sus inicios no pocas frustraciones. Se tardó mucho, incluso por parte de valiosos intelectuales liberales, en percibir la debilidad interna del comunismo desde el punto de vista económico e incluso en un primer momento no se creyó en la existencia de divergencias internas en el seno del movimiento comunista. La mezcla de la sorpresa y la aparente invencibilidad de los soviéticos produjo en el mundo occidental un temor al peligro inmediato que representaba el comunismo y una reacción en términos estrictamente militares cada vez más exigente y reticular. Cuando hubo que elaborar una planificación estratégica que concretara la "contención", los norteamericanos -que le dieron el nombre NSC 68- sobrepasaron con mucho las previsiones de Kennan. La "contención" se convirtió en una cruzada que, además, había de llevarse a cabo en cualquier parte del mundo y no sólo en lugares neurálgicos. Alrededor de todo el perímetro de la URSS se estableció una red de alianzas militares destinadas a sumar países contra el adversario comunista. El lenguaje empleado fue cambiando desde la "contención" original en busca de términos más taxativos. Cuando Eisenhower ganó las elecciones propuso, como sustitutivo al "containment", lo que denominó "roll back", es decir rechazo hacia atrás. Pero la aplicación de un género de doctrina como ésta en sus más estrictos términos supondría un camino cierto hacia el estallido de una nueva guerra mundial. En realidad, lo que verdaderamente hicieron los norteamericanos fue oponer a la expansión soviética la doctrina de las "represalias masivas". De acuerdo con ella, cualquier actitud agresiva adversaria sería respondida de una forma no sólo global y con todos los medios sino también inmediata -"instant retaliation"-, de tal modo que no pudiera existir la posibilidad de que el adversario tuviera un lugar donde defenderse -"no sheltering"-. En realidad, se trataba de términos gruesos pero inapropiados para describir actitudes efectivas. Aunque la sensación de peligro fomentó a menudo en Occidente actividades -emprendidas por la CIA- carentes de cualquier respeto por el derecho internacional, también se mantuvo con frecuencia una actitud de absoluto moralismo que llegó a tener sus inconvenientes. Henry Kissinger ha señalado, por ejemplo, que el inconveniente principal de la puesta en práctica de la "contención" fue que impedía la utilización de la diplomacia. Establecida una red de alianzas anticomunistas por todo el mundo, parecía que no hubiera otra cosa que hacer. Quizá un político realista, como era el anciano Churchill, apreció mejor que nadie la realidad de las cosas cuando, por un lado, indicó que la URSS trataría de abrir todas las puertas que encontrara cerradas y que sólo se echaría atrás cuando encontrara resistencia, evitando un "casus belli". Pero, al mismo tiempo, afirmó también que era posible y realista vivir con la URSS "no en la amistad, pero sí sin temor a la guerra". El aprendizaje de los acuerdos parciales con la URSS tardó en hacerse, a pesar de que en 1955 se hubiera llegado a una cierta estabilidad en Europa. La carencia de utilización de los procedimientos diplomáticos hizo que se desaprovecharan ocasiones para asentar la paz de forma definitiva. Además, muy a menudo se interpretó incorrectamente el peligro soviético, y no sólo porque se exagerara conscientemente con el objeto de provocar un necesario rearme, en un momento en que la opinión pública estaba en las antípodas de desearlo. Esto último ocurrió, por ejemplo, cuando el responsable militar de las tropas norteamericanas en Alemania, Clay, afirmó considerar como posible un conflicto generalizado; entonces se presentó su opinión como reveladora de una situación prebélica, lo que resultaba injustificado. Pero el error respecto al adversario fue más grave, porque derivó de una absoluta identificación con el caso de Hitler en 1938. Stalin no creía en la expansión espontánea del comunismo -ni incluso la deseaba si no la podía controlar- y sus ambiciones, por otro lado, eran ilimitadas. Pero fue siempre prudente y no se caracterizó por esas exaltadamente arriesgadas operaciones que con frecuencia habían acompañado a la acción del dirigente nazi. Además, en gran medida, su opción por la guerra fría se debió al temor al contacto con el mundo occidental: ello explica que vetara la aceptación del Plan Marshall por los países de Europa del Este. Nunca haría algo semejante a lo que los norteamericanos habían hecho en el Japón, es decir, ocupar un país para luego permitirle decidir por sí mismo. Pero Stalin nunca representó un peligro inminente contra la paz y menos todavía un sistemático deseo de expansión que concluyera en el inevitable enfrentamiento con la otra gran superpotencia. Si en la guerra fría se produjo una sucesión de esperanzas extravagantes y de miedos agobiantes, fue por el impacto producido ante la opinión pública por un tipo de régimen que desconocía. Churchill había dicho que la URSS parecía un misterio rodeado de un enigma y eso produjo ambas reacciones en los "primitivos", que fue el término con que Dean Acheson designó a personas como Mc Carthy. Para la opinión pública norteamericana, se dijo también, la URSS era algo tan sorprendente como una jirafa para quien desconociera esta especie, un ser simplemente inimaginable. Pero, además, a esta sorpresa hubo que sumar la existencia de un arma nueva, la nuclear. Al principio, ésta fue considerada como un explosivo más, lo que llevaba a la posibilidad de utilizarla. Sólo a partir de 1946 nació el pánico al holocausto nuclear, que se incrementó de forma exponencial cuando los soviéticos dispusieron de esta arma. En poco tiempo, el arma atómica había creado tanto temor que contribuyó al mantenimiento del statu quo y, en definitiva, al apaciguamiento. En el ínterin, durante los años en que les correspondió a los norteamericanos el monopolio nuclear, habían demostrado que no eran ellos los expansionistas. Durante esos años, en efecto, había tenido lugar el máximo de ampliación del área de influencia soviética.
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En esas circunstancias, la delicada y casi idílica pintura impresionista, que desde 1874 había impuesto, no sin vencer numerosas resistencias, un nuevo orden estético, no podía durar. Y en efecto, después de 1876 no volvieron a celebrarse ya exposiciones impresionistas. Por un tiempo, se siguió hablando de neo-impresionismo, pero, en 1910, el crítico inglés Roger Fry acuñó el término Post-impresionismo precisamente para definir una exposición de nueva pintura europea dominada por obras de Gauguin, Van Gogh y Cézanne. Cronológicamente, fueron Georges Seurat (1859-91) y Paul Cézanne (1839-1906) quienes primero se apartaron de la estética impresionista. Seurat fue un pintor obsesionado por la investigación del color y la línea, y por fundamentar de forma científica la creación artística, preocupaciones que plasmó en sus obras Un domingo por la tarde en la isla de la Grande Jatte y El baño en Asniéres (ambas de 1884-86), obras que sorprendieron porque en ellas Seurat ofrecía una propuesta visual radicalmente nueva, definida por un deseo evidente de objetividad y armonía a través de una representación deliberadamente hierática y la descomposición del color en puntos (lo que daba a su pintura una quietud, un misterio y melancolía que recordaba a Piero della Francesca). Seurat había creado, así, un nuevo lenguaje artístico y planteado la pintura como una reflexión en profundidad sobre la técnica y sobre los problemas intrínsecos de la representación visual (color, forma), planteamiento que iba a influir decisivamente en toda la pintura posterior. Cézanne se había apartado del impresionismo incluso antes, aunque siguiese participando en exposiciones impresionistas. Fue un pintor solitario y mal comprendido en su tiempo -aunque estimadísimo por las vanguardias de principios del siglo XX-, interesado sobre todo en lograr un arte que, desde la observación de la naturaleza, fuera al mismo tiempo objetivo, duradero y clásico, eliminase la subjetividad del pintor y recuperase los principios de profundidad y orden de la pintura clásica. Esa preocupación le llevó a soluciones basadas en el uso de formas geométricas -cubos, esferas, conos- y en la distribución del color al modo fragmentado de los mosaicos, fórmulas que, en efecto, dieron a su pintura el sentido de la monumentalidad y la armonía serena y sólida que el pintor buscaba. Gauguin, Van Gogh, Munch y Toulouse-Lautrec realizaron casi toda su obra en los años ochenta y noventa (Van Gogh murió en 1890; Toulouse-Lautrec, en 1901 y Gauguin, en 1903). Todos ellos partieron, como Seurat y Cézanne del Impresionismo. Pero pronto crearon también estilos inconfundiblemente personales, propios y distintos, que llevaron la pintura hacia formas revolucionariamente novedosas. Así, Gauguin (1848-1903), que durante cuarenta años había llevado una vida acomodada y burguesa como agente de Bolsa y que rompió con todo ello para dedicarse al arte, fue el primer pintor en hacer del color el objeto mismo de la pintura. Buscó en el primitivismo natural- de Bretaña, primero, y de Tahití, después- y en el primitivismo artístico -del arte primitivo cristiano, por ejemplo- una forma de liberación contra la artificialidad y convencionalidad del arte y contra los valores de la civilización occidental. Creó así una pintura de una parte, intensamente colorista, y de otra parte impregnada de simbolismo alegórico, espiritualidad profana, sencillez expresiva e inocencia. Van Gogh (1853-90), personalidad atormentada y humilde, muy distinta del arrogante Gauguin -sabido es que la amistad y colaboración entre ambos terminó trágicamente y que Van Gogh se suicidó en julio de 1890, año y medio después de su ruptura con Gauguin- hizo también del color el elemento esencial de su concepción artística. Pero su pintura fue radicalmente distinta. Como hombre profundamente religioso, Van Gogh tenía una misión arrebatadamente mística del arte y, a través del uso de colores explosivos (amarillos, azul marinos, malvas), líneas distorsionadas y pinceladas densas y agitadas, creó un mundo -girasoles, paisajes, cipreses, retratos- de apasionada y atormentada belleza, expresión violenta y conmovedora de las emociones -angustia, melancolía, soledad, desolación- del pintor. Van Gogh dio a su pintura una patetismo, una energía y una subjetividad insólitas en la pintura del siglo XIX (causa de su fracaso, pero también de la extraordinaria influencia que ejercería en la pintura del siglo XX). Entre sus contemporáneos, sólo el noruego Munch pudo comparársele, como podría inferirse de la descripción hecha más arriba de su obra El grito (1893). Munch -que pasó distintas temporadas en París entre 1888 y 1896, y que se dejó influir por el Impresionismo, primero, y por Gauguin y Van Gogh, después-, creó también un estilo dominado por el uso emocional y expresivo del color y las líneas. Pero, como escandinavo, participaba de la tendencia al individualismo y del culto a la soledad que Wilhelm Worringer, el crítico de arte alemán, vio como elementos definidores de la sensibilidad nórdica. Empleando tonos sombríos y líneas ondulantes y retorcidas, Munch pintó, sobre todo, estados del alma, un mundo de imágenes atormentadas en los que quiso plasmar el "infierno" del hombre contemporáneo (el miedo, la ansiedad, la angustia, la depresión -Munch sufrió una profunda crisis psíquica en 1908-, la enfermedad, el alcoholismo), a través de lo que él mismo describió como una iconografía de "la vida psíquica moderna". Toulouse-Lautrec (1864-1901), el pintor de Albi, de familia aristocrática y cuerpo deformado por un accidente, arrancó también, a través de Degas, del Impresionismo. Pero bajo la influencia del arte japonés, que también interesó mucho a Van Gogh y Gauguin, y de las técnicas del grabado y la litografía que practicó profusa y revolucionariamente, produjo una obra (cuadros, carteles, obra gráfica) marcada por el dominio de un dibujo y un trazado muy definidos y vigorosos, colores planos y composición y perspectivas en extremo audaces, en la que las impresiones de luz no interesaban nada, y en la que líneas y color eran empleadas con libertad y elegancia inusitadas. Lautrec rechazó, además, el paisajismo. Fue un pintor esencialmente urbano, que observó con ironía y distanciamiento la vida nocturna y bohemia de París, que pintó preferentemente cabarets, artistas, cafés, burdeles y circos (el Moulin Rouge, Jane Avril, Aristide Bruant, el Moulin de la Galette...), componiendo así una especie de gran fresco de la decadencia de la "belle époque". La influencia que esos cuatro pintores tendría posteriormente en grupos como la escuela de Pont-Aven, los "nabis", los "fauves", el expresionismo alemán o en el propio Picasso, fue terminante. El post-impresionismo era ya una realidad evidente hacia 1900. Fue eso lo que hizo que a partir de entonces, el arte, lejos de consolidar las nuevas aportaciones, entrara en una etapa de experimentación permanente, provocadoramente audaz y creativa, de una parte, pero también y en muchos sentidos, como se verá, indefinible, incoherente y contradictoria. En todo ello, el "Fauvismo" (de "fauves", animales salvajes, expresión con la que el crítico Vauxcelles definió al grupo de artistas que expuso en el Salón de Otoño de París de 1905, formado por Matisse, Derain, Rouault, Vlaminck y otros) representó la propuesta más puramente estetizante y decorativa. Lo que definió al movimiento fue el uso sorprendente del color -colores planos y puros, sin matices ni modulaciones-, aplicado de forma estridente, impetuosa y desconcertante al cuadro, de manera que el color -y no la línea ni el dibujo ni el tema- fuese a la vez el fundamento y el objeto de la composición. Para Henri Matisse (1869-1954), el más consistente de los "fauves" -que como grupo duraron muy poco-, los colores poseían belleza propia y, en consecuencia, la pintura debía aspirar a procurar, mediante meras combinaciones cromáticas, una experiencia sensorial y emocional placentera: "me gustaría -dijo en una ocasión- que el individuo cansado, agobiado, quebrado, encontrara paz y quietud en mis cuadros". Sus visitas a Marruecos en 1912 y 1913, y el contacto con el arte decorativo musulmán, y sus estancias en Niza a partir de 1916, añadieron luminosidad, intensidad y refinamiento verdaderamente excepcionales a su pintura; y le permitieron conseguir el arte equilibrado y puro, el arte que ni intranquilizase ni desconcertase, que quería. El Cubismo fue, por el contrario, una opción deliberadamente conceptual y difícil, y a los ojos del gran público -y de la crítica- representó la ruptura más radical que en la Historia del Arte se había producido probablemente desde Giotto. Creado por Picasso (1881-1973) y Georges Braque (1882-1963) en torno a 1907-09, teorizado por Gleizes y Metzinger, autores de Du Cubisme (1912) y por Apollinaire (en Méditations esthétiques. Les peintres cubistes, 1913), de orígenes complejos, pero mucho más intuitivos que intelectuales, el cubismo fue ante todo una manera de experimentar y jugar en el cuadro con las formas y el espacio, mediante la división de los objetos -guitarras, violines, mesas, botellas- en planos y figuras geométricas (cubos, pirámides, esferas, cilindros), para hacer de lo que parecía como un rompecabezas de piezas inconexas, un conjunto armónico y coherente. Sólido, hermético y monocromático, inicialmente -Picasso y Braque utilizaron en los primeros años los colores gris y marrón-, el cubismo fue aligerándose y enriqueciéndose. Picasso, primero -y enseguida, Braque- incorporó la técnica del "collage" pegando al cuadro pedazos de tela y papel y otros materiales; los dos emplearon pronto también, como si fueran planos, letras, cabeceras de periódicos, partituras y recursos similares. Desde más o menos 1911, Picasso empezó a diversificar las formas geométricas (triángulos, rectángulos) y a utilizar colores brillantes. Desde ese momento, la influencia del cubismo, al que se adscribieron numerosos pintores, fue inmensa. Juan Gris (1887-1927) vio en las soluciones cubistas la síntesis de elementos abstractos -formas, colores- que, en su opinión, debía ser la pintura y creó un cubismo austero, sencillo, de gran simplicidad y pureza. Robert Delaunay (1885-1941), en cambio, logró el mismo efecto geometrizante del cubismo -por ejemplo, en los distintos cuadros que pintó sobre el tema de la Torre Eiffel- haciendo que el dinamismo del color determinase la forma, y no al revés. Fernand Legér (1881-1955) usó colores puros, planos y muy llamativos, y formas geométricas simples y evidentes -cilindros, discos, tubos- para crear una pintura figurativa, algo melancólica e irónica, que de alguna forma subrayaba la progresiva mecanización de la vida social que máquinas y tecnologías modernas habían producido. Aunque por su representación fragmentada y su comprensión complicada no faltaran quienes vieran en él connotaciones trascendentes, el cubismo fue, más que nada, arte sobre el propio arte. Dentro de las nuevas tendencias, sólo el Expresionismo se propuso de forma explícita y deliberada hacer de la incertidumbre moral y de la ansiedad psíquica del hombre contemporáneo el objeto de su creatividad. Movimiento muy heterogéneo, que se extendió desde 1904-5 hasta los años veinte y que incluyó, además de pintura y escultura, literatura (Trakl, Wedekind, Kafka, Döblin, Kaiser y Toller), música (Richard Strauss, Alban Berg) y cine (Murnau, Wiene, Lang), con los antecedentes inmediatos de Munch, Van Gogh y Ensor -el pintor belga de figuras carnavalescas y macabras-, el expresionismo alemán cristalizó en obras individuales como las de Ernst Barlach y Emil Nolde, y en movimientos colectivos, como los de los grupos Die Brücke (El Puente, creado en Dresde en 1905 e integrado por Kirchner, Heckel, Schmidt-Rottluff y Pechstein) y Der Blaue Reiter (El jinete Azul, impulsado en 1911, en Munich, por los alemanes Franz Marc y August Macke y el ruso Wassily Kandisky, muy vinculado, como su compatriota Alexei von Jawlensky, a todas las experiencias alemanas de los años anteriores). Todos ellos, al margen de las diferencias individuales, fueron creando un estilo próximo formalmente al "fauvismo" (al hacer también un uso agresivo del color) pero definido por el patetismo y la agitación, la expresión siempre violenta y distorsionada de las formas -inspirándose a veces en las vidrieras y en la escultura góticas v en la iconografía apocalíptica de los manuscritos medievales-, y por una inquietante "ansiedad metafísica", según la expresión de Worringer. El mismo Worringer, cuyos libros Abstracción y empatía (1908) y La forma en el Gótico (1912) tuvieron influencia extraordinaria, escribió que el Expresionismo era un arte absolutamente opuesto a la calma y refinamiento del arte clásico. Por eso, vino a ser, por un lado, un arte para tiempos de agitación y penuria, un humanismo cargado de tensión existencial y social. El pintor austríaco Egon Schiele (1890-1918), seguidor de Klimt, creó una pintura -retratos, tipos humanos, paisajes- particularmente violenta, seca y descarnada, trágica en una palabra, que comunicaba un sentimiento de exasperación y desesperanza ante la vida con un grado de expresividad no alcanzado por ningún otro artista antes de 1914. Su compatriota Oskar Kokoschka (1886-1980), el único que le igualó en intensidad expresiva, pintó, sobre todo en los retratos que realizó entre 1907 y 1912, estados del alma, tensiones interiores, "la ansiedad y el dolor" (según sus palabras) de los retratados -sus amigos Adolf Loos y Karl Kraus, el historiador de arte Hans Tietze y su mujer, el crítico H. Walden, el fisiólogo suizo August Forel, el actor Ernst Reinhold, Lotte Franzos, el marqués de Montesquieu y otros-, convirtiéndolos en emblemas del malestar psíquico de la personalidad contemporánea. En Kandinsky, en cambio, la tensión espiritual del Expresionismo se tradujo en una afirmación de la pintura como revelación de la emoción casi inmaterial del alma del artista (como argumentaría en su libro De lo espiritual en el arte, 1912). Eso le llevó a rechazar progresivamente en su obra toda apariencia de materialidad, a inclinarse gradualmente por una pintura cada vez menos objetiva, estilizando sus paisajes y sus figuras para transformarlas en combinaciones de color y caracteres gráficos, hasta llegar en 1910 a la pura abstracción, al abandono de toda representación figurativa, en uno de los giros más decisivos y sorprendentes de todo el arte nuevo. Igualmente significativa fue, finalmente, la evolución de la pintura italiana. De una parte, el "Futurismo", grupo organizado por el poeta Filippo Marinetti e integrado por Boccioni, Carrà, Russolo, Balla y Severini, quiso crear el arte del futuro que los futuristas, rechazando todo arte del pasado, todo sentido de armonía y buen gusto -según dijeran en sus resonantes y provocadores manifiestos-, concebían como una expresión del dinamismo de la vida moderna ("una vida de acero -decía el Manifiesto de 1910, escrito por Boccioni- de fiebre, de orgullo y de velocidad enloquecida"). Por eso, recurrieron al uso de formas geométricas (círculos, prismas), tratadas con profusión, repetitivamente, como si se tratara de sucesiones de olas, y a un empleo excepcionalmente dinámico del color, efectos que dieron a su pintura y a su escultura -Boccioni hizo en 1913 con su obra Formas únicas de continuidad en el espacio una de las piezas maestras de la escultura del siglo XX- una sensación casi cinematográfica de velocidad y movimiento. Pero por otra parte, Giorgio De Chirico (1888-1978), nacido en Grecia, formado en Ferrara, Munich y Florencia, influido por el pensamiento de Schopenhauer y Nietzsche y por la pintura visionaria de algunos románticos alemanes, volvió hacia aquel pasado negado por los futuristas, hacia el mundo greco-latino y hacia el Renacimiento italiano para crear a partir de 1910 una pintura, que él llamó "metafísica", enigmática y misteriosa (escenarios irreales, plazas renacentistas solitarias, luces poéticas, sombras inquietantes, estatuas de mármol, extraños maniquíes, objetos inesperados), con títulos subyugantes -El enigma de la hora, La nostalgia del infinito, La angustia de la partida-, una pintura que parecía nacida del mundo de los sueños y que proyectaba una falsa apariencia de quietud y equilibrio: la pintura de De Chirico parecía materializar la conciencia de la soledad del hombre ante su destino, su estupefacción e impotencia ante los enigmas de la existencia. En el espacio de dos décadas, por tanto, el arte había experimentado transformaciones radicales. Incluso había llegado a abandonar la representación formal de los objetos y de la figura humana, y lo había hecho, además, como un medio para, paradójicamente, mejor representar la realidad. Difícilmente podía haber sido de otro modo. Por un lado, ello fue resultado de la afirmación del individualismo radical de los propios artistas, condición irrenunciable ya de todo el arte y la cultura modernas (individualidad creadora que nadie encarnó mejor, en el siglo XX, que Picasso); por otro, esa multiplicación de nuevas y desconcertantes visiones artísticas que se produjo a partir de 1900 traducía fielmente la desorientación, incertidumbre y desconcierto que parecía haberse instalado, como hemos visto, en la conciencia de intelectuales, escritores y científicos europeos. Así, al filósofo español Ortega y Gasset, el Cubismo, el arquetipo de todo el arte nuevo, le parecía un "fenómeno de índole equívoca", y por eso, le parecía la pintura lógica para una época donde todos los grandes hechos eran -según escribiera en La deshumanización del arte (1925)- igualmente equívocos. Y lo mismo, la abstracción: "la aspiración a un arte completamente abstracto -escribió Simmel en 1921- nace del sentimiento de que la vida es imposibilidad y contradicción".
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Dos Estados se perfilan en esta época como los más pujantes en sus respectivas áreas de interés. Rusia emprenderá un avance imparable que tenderá a controlar los territorios adyacentes hasta conseguir dominarlos. Mientras tanto, en Suecia la monarquía de Carlos IX se fortalece y asienta y logra la hegemonía sobre el mar Báltico y los países limítrofes. En ambos casos, la búsqueda de la hegemonía regional provoca sucesivos conflictos bélicos de los que no estarán exentos otras potencias de fuera de la zona.
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Al comenzar el siglo XVI, Venecia poseía la hegemonía en el Mediterráneo. Controlaba las rutas comerciales, junto a Génova, y extendía su dominio sobre la península de Morea, las islas del Egeo, Creta y las islas Jónicas. Pero la irrupción de los turcos prometía rápidas transformaciones y la Serenísima será la primera interesada en hacerles frente. En la guerra de 1463-1479 había tenido que cederle casi todos sus territorios en la costa dálmata, Albania y la península de Morea, sin que los otros países cristianos se decidieran a ayudarla. La invasión de territorios venecianos por los turcos en 1498 animó a España, Francia, Portugal, el Papa y Rodas a intervenir en el mar, y a Hungría, Polonia y Rusia en el Continente, sin ningún resultado positivo ya que por la paz de 1503 se hubo de ceder a los otomanos los territorios ocupados. El reinado de Selim I terminará de darle al Imperio otomano el control de las costas orientales del Mediterráneo. A la muerte de Selim, sólo las principales islas permanecían en manos cristianas: Creta, Chipre y parte de las Cícladas, en poder de Venecia; Rodas, de los Caballeros de San Juan, y Chíos, de Génova. Cuando en 1520 Solimán el Magnífico subió al trono se encontró necesariamente enfrentado no sólo a la República veneciana, sino al emperador Carlos V, necesitado de defender tanto los territorios danubianos como los mediterráneos. La Monarquía española extendía su soberanía por la mayor parte de las costas septentrionales del Mediterráneo occidental, pues a los territorios peninsulares y las islas Baleares añadía Sicilia, Cerdeña y Nápoles. A pesar del equilibrio que mantuvieron los dos grandes Imperios, el de Carlos V siempre adoleció del inconveniente de no controlar la costa norteafricana, musulmana en su totalidad, aun cuando Marruecos hubiese sido capaz de mantenerse fuera del radio de influencia turca. La lucha contra el turco lo era, pues, por la supervivencia, y ello causó el empeoramiento de las condiciones de vida de los moriscos españoles, obligados a prescindir de su religión y sus costumbres y siempre recelados como posibles aliados del enemigo, hasta su expulsión en 1609. Durante el largo sultanato de Solimán el Imperio otomano demostró una voluntad expansionista notable. Tras la ocupación de Rodas en 1522, se mantuvo unos años alejado de las expediciones marítimas, ocupado en la frontera danubiana, pero los piratas berberiscos, asentados en los puertos norteafricanos, hostigaban continuamente a las embarcaciones y las ciudades costeras cristianas, con la tranquilidad que les daba la protección del sultán: en 1529, el "beylerbey" de Argelia, Khair-ed-Din Barbarroja, llegó a saquear la costa valenciana. El emperador había conseguido la ayuda de Génova, igualmente implicada en la defensa de sus intereses comerciales y territoriales en el Mediterráneo, y la flota del almirante Andrea Doria había saqueado las costas otomanas del Mediterráneo oriental. El triunfo más notable de Carlos V fue la conquista de Túnez y La Goleta en 1535, pero la continuación del conflicto no fue tan favorable para las armas cristianas. En 1537, aprovechando la guerra iniciada por Carlos V contra Francisco I, con quien tenía relaciones diplomáticas amistosas, Solimán se decidió a atacar Venecia con la superioridad que le daba la flota de Barbarroja. La escuadra constituida con la ayuda del Papa y del emperador y mandada por Doria fue vencida en Prevesa (1538), por lo que la República veneciana se decidió a firmar la paz por separado entregando sus últimos reductos en Dalmacia, Morea y las islas egeas, aunque pudo conservar Chipre, Creta y Corfú (1540). El intento de Carlos V de conquistar Argel terminó en un gran fracaso (1541), del que no se recuperaría el emperador en su política mediterránea. La amistad franco-turca se puso de manifiesto poco después cuando Barbarroja ayudó a Francia a arrebatar Niza al ducado de Saboya (1543), después de haber saqueado la costa occidental italiana. En los años siguientes continuaron los enfrentamientos, con clara ventaja para los otomanos, que conquistaron Trípoli a los Caballeros de San Juan (1551), sometieron Tremecén, tributaria de España, tomaron Buda (1555) y vencieron en Mostaganem (1558), mientras contaban con la ayuda de Francia, que en 1553 había arrebatado Córcega a Génova, amenazando las relaciones entre Italia y la Península Ibérica.
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El recorrido de los conflictos que ya se han producido debe ser completado con el de los que están vigentes en el momento actual o que, por las realidades de fondo que descubren, pueden tener lugar o incrementarse de forma exponencial en un próximo futuro. Resulta muy posible, por ejemplo, que el mundo del futuro sea el de la "revolución de los pobres", tanta es la distancia entre los países que merecen ese calificativo y los ricos. Por lo que se aprecia en los datos de la ayuda de los Estados ricos al desarrollo, es muy posible que en estos momentos se esté produciendo ya un cierto "cansancio de la caridad" por más que las organizaciones no gubernamentales tiendan a sustituir a los Gobiernos en esa misión. Además, desde comienzos de los años ochenta, la evolución de las ideas ha convertido al tercermundismo objeto de admiración utópica por parte de izquierdistas en objeto de condenas generalizadas. El libro de Pascal Bruckner El gemido del hombre blanco resultó, en este sentido, muy revelador. El calificativo "tercermundista" no sólo es denigratorio sino que también descalifica a quien se atribuye porque implica la incapacidad de superar sus limitaciones. Puede añadirse, incluso, que después de la caída del Muro, la atención pública en Europa Occidental se ha centrado en los países del Este que realizaban la transición más que en el antaño más prometedor Tercer Mundo. Hay que partir de la base de que mucho ha cambiado la situación desde que a comienzos de los cincuenta Alfred Sauvy inventara este concepto. Hoy no existe un Tercer Mundo sino varios y todos ellos definibles por rasgos muy diversos. Además de que no pueda hablarse de su homogeneidad, su frontera relativa con respecto a los países más desarrollados cambia de forma constante. En lo que en otro tiempo se consideraba como Tercer Mundo hoy hay países "casi desarrollados", como Tailandia o Taiwán, o "países predesarrollados", como buena parte de los de América del Sur. Pero también figuran en el elenco del Tercer Mundo los púdicamente denominados "países menos desarrollados", una cuarentena de naciones, la mayor parte de ellas en África, que, en conjunto, suponen tan sólo el 0.3% del comercio mundial, mientras que la industria representa un porcentaje del PIB inferior al 10%. Pero, de todas formas, el hecho de que existan todas estas gradaciones en el Tercer Mundo no implica que no perdure la abismal diferencia de nivel económico entre las naciones. En el Sur se concentran tres cuartas partes de la mano de obra mundial y tan sólo algo menos de un quinto de la riqueza. Además, ya a finales del siglo XX, han aparecido unas nuevas lacras del Tercer Mundo que no se refieren en exclusiva a la riqueza. Se trata de las armas, la deuda y el crecimiento demográfico. Paradójicamente, el desarme del Norte ha venido acompañado de una verdadera carrera de armamentos en el Sur. Ambas realidades están estrechamente relacionadas porque el final de la guerra fría, que ha hecho posible lo primero, ha traído una inestabilidad que ha facilitado lo segundo. A pesar de la carencia de un verdadero nuevo orden mundial, se ha intentado evitar la proliferación del armamento por la superficie del globo. Los acuerdos iniciales en torno al comercio de armas datan de 1991 y, en 1993 en París fue suscrito por multitud de países un protocolo que presupuso la desaparición del arma química. Pero la realidad resulta mucho menos esperanzadora de lo que indican estos datos. En primer lugar, así sucede por lo que respecta al arma nuclear. Unos quince países del mundo tienen en la actualidad programas nucleares más o menos clandestinos; de ellos, ocho están en Oriente Medio o en el Asia Central. La situación cambia de año en año de acuerdo con su evolución interna: en 1991, África del Sur firmó el Tratado de No Proliferación Nuclear y, en 1993, Corea del Norte se retiró de él cuando quisieron imponérsele inspecciones. Lo más grave es que el arma nuclear puede servir para mantener instituciones políticas periclitadas, como en este caso, aparte de enconar a países que tienen un conflicto aparentemente insoluble; el de Cachemira, por ejemplo. Pero la proliferación de las armas no se refiere tan sólo a la nuclear. El arma química por su sencillez y poco coste puede desempeñar un papel semejante en los países del Tercer Mundo. Además, así como puede existir un programa de inspección en materia nuclear resulta mucho más difícil llevarlo a la práctica respecto al arma química. Incluso el arma convencional contemporánea -que ha sido la única utilizada, pues el propio Sadam Hussein no llegó a utilizar la química- puede tener un efecto enormemente destructivo. En el comercio mundial de armas figuraban, a comienzos de los noventa, como principales importadores, India con el 16% del total, e Iraq, con el 11%. Sin duda, el volumen mismo de las armas de que se dispone no induce de forma necesaria a usarlas, pero el hecho es que el primer país las ha utilizado ya. El mayor exportador sigue siendo la antigua URSS, seguida por Estados Unidos y Francia. Para tener una idea del esfuerzo económico que significa el peso de esas armas convencionales en los presupuestos de esos países, basta con referirse a la concentración de armamento en una única zona conflictiva del mundo y ponerla en comparación con el volumen del que dispone una gran potencia industrial. En Medio Oriente, Iraq tiene seis veces más carros de combate que Francia. Egipto, por su parte, tiene tres veces más; Israel, cuatro veces y Siria, una cifra incluso algo superior. Ni siquiera hace falta que un país del Tercer Mundo esté situado en una región crítica del mundo para que procure dotarse de un aparato militar importante, porque éste siempre suele ser atractivo para gobernantes no democráticos. Indonesia, por ejemplo, ha adquirido un tercio del total de los efectivos de la Marina de Guerra de la antigua Alemania Oriental. En segundo lugar, el monto de la deuda pública ha sido también habitualmente un grave impedimento para el desarrollo. La deuda la contraen, con frecuencia de forma irresponsable, gobernantes que no deben responder de sus actos y que la legan a sus sucesores. Si puede constituir un instrumento para el despegue económico, también puede ser una peligrosa adicción que incluso haga desaparecer la base cultural imprescindible para el desarrollo. Sobre todo, la deuda pública pude provocar, como de hecho ha sucedido ya, violentos estallidos populares en aquellos momentos en que se pretende un ajuste. La deuda ascendía a 2.000 millones de dólares en 1995, mientras que, como ya se ha indicado, la ayuda pública al desarrollo tendía a disminuir. En esas fechas, se calculaba que cincuenta países del mundo, casi todos subdesarrollados, padecían una sobrecarga de deuda. Ni siquiera tenían una idea clara acerca de cómo salir de este problema: algunos países pretendían obtener escalonamientos de pago mientras que otros querían compensarla con materias primas. La realidad es que, sólo en 1996, empezaron a producirse reducciones voluntarias por parte de los acreedores del monto total de la deuda pública en el Tercer Mundo. Pero quizá, de todos los problemas enumerados el más grave sea el que se refiere a la demografía, que crea una presión agobiante sobre las posibilidades de desarrollo económico. La población mundial se duplicó entre 1950 y 1990 y lo hará de nuevo en el año 2050; en 1999, se alcanzaron los 6.000 millones de habitantes, el doble que en 1960. El crecimiento demográfico ha tenido como consecuencia que la distancia entre los países pobres y los ricos se haya incrementado en lugar de disminuir, como hubiera podido preverse. Además, el crecimiento demográfico de Asia se ha detenido pero el de África y especialmente el de sus zonas musulmanas -por la concepción existente acerca del papel de la mujer en la sociedad- se mantiene, dando lugar a situaciones sociales explosivas. Al estallido demográfico se suma, como fenómeno concomitante, la urbanización acelerada: ya en los años noventa, el 30% de la población del África subsahariana vivía en ciudades. La población urbana del Sur del globo se ha multiplicado por seis entre los años 1950 y 2000. Esa redistribución tan rápida de la población no se debe, como en otros tiempos y latitudes, al crecimiento económico, sino que testimonia graves problemas de integración social. El mismo mundo desarrollado percibe el impacto de esta realidad, ya tan lejana a su forma de comportarse e incluso a su concepción del mundo, al convertirse en receptor de los movimientos migratorios. Este tipo de inmigración ya no tiene comparación posible con la producida con otros países y en otros momentos históricos. Entre los años 1840 y 1920, cincuenta millones de europeos se establecieron en América, pero ni los irlandeses, ni los italianos o polacos cambiaron de tal modo el país de recepción de su emigración como pueden hacerlo los emigrantes cuyo modo de vida resulta radicalmente distinto. Al mismo tiempo, el mundo desarrollado, estancado, necesita esta inmigración todavía en mayor medida que los Estados Unidos del período indicado. Los flujos de población son hoy, sencillamente, inevitables. Europa Occidental tiene hoy 324 millones de habitantes y África, 590, pero en el año 2025 estas cifras pueden ser 319 y 1.500, respectivamente. Se ha llegado a decir que con que tan sólo uno de cada diez jóvenes africanos traten de llegar a Europa la población de ésta crecerá entre treinta y cincuenta millones de personas, el equivalente aproximado de un sexto de su población. Eso alterará de forma sustancial su realidad demográfica. Europa Occidental se encuentra, en efecto, en la proximidad de la zona de turbulencia máxima de las migraciones, por ser una de las regiones más desarrolladas del mundo, padecer estancamiento demográfico y estar en la frontera misma de las demografías más explosivas del planeta. Argelia está pasando de 26 millones de habitantes a 52 en el período 1991-2025 y el Magreb, en su conjunto, de 60 a 114 millones. Uno de cada cuatro magrebíes no tiene trabajo y, además, el porcentaje de la población femenina que trabaja es mínimo, de modo que la presión demográfica imaginable tenderá a multiplicarse. Ya en 1991, la Comunidad Europea en conjunto tenía nueve millones de inmigrantes legales y quizá un tercio más de clandestinos; en el caso de Italia, por ejemplo, la proporción se invertía a favor de la inmigración clandestina. A mediados de los años noventa, el 8% de la población en Gran Bretaña y el 11% en Francia nacieron en el extranjero. Desde 1989 hasta mediados los noventa, Alemania recibió más de un millón de alemanes procedentes de la antigua Unión Soviética, Hungría y Rumania, pero todavía queda una población muy superior a esa cifra de procedencia étnica germánica en el Este de Europa y que puede convertirse en potencial inmigrante. En realidad, en todas las latitudes la inmigración está produciendo un cambio sustancial en la heterogeneidad y en la proporción relativa de los componentes de la población. La relación demográfica entre América del Norte y del Sur es de uno a dos, pero la de Europa y África es de una a tres y, como hemos visto, resultará creciente, de modo que la presión migratoria tenderá a incrementarse. Los Estados Unidos presencian el aumento de la población hispana, que supera ya a la negra y a la asiática; de este modo, puede decirse que se trata del primer país con una población mundializada. Esa realidad no está exenta de conflictos. En la Europa de finales del siglo XX, se padece a menudo una crispación por el statu quo característico de las sociedades sobreprotegidas y envejecidas. En los propios Estados Unidos, receptores de una emigración nutrida durante tantos años y capaces de llevar a cabo una amalgama multicultural -el melting pot- se han enfrentado en los últimos tiempos con la resistencia etnocéntrica por parte de los nuevos inmigrantes a perder sus características culturales propias. El historiador Arthur Schlesinger ha podido escribir un ensayo sobre lo que denomina "la desunión de América", producida como consecuencia de esa realidad. Pero ésta es una visión del mundo desarrollado muy alejada de aquella que tienen los parias que tratan de llegar a él. La otra cara de la moneda es la que ofrece África, un continente que ha sido descrito como náufrago, habiendo desmentido todas las esperanzas que sobre él se engendraron en otro tiempo: las ideológicas, por la pretendida oportunidad de imitar sus revoluciones, y las económicas, por una supuesta riqueza inextinguible. África, además, ha dejado de ser el continente "deseado" de otro tiempo, para convertirse en un espacio marginal. Para el observador superficial, da la sensación de un movimiento constante pero, si se observa detenidamente, también puede interpretarse que en ella no ha sucedido verdaderamente nada desde la independencia. Buena parte de los datos objetivos existentes ofrece la sensación de que este continente desea entrar en el futuro unos pasos atrás. Así se aprecia, por ejemplo, en lo que respecta al crecimiento económico. La treintena de países miembros de la Banca Asiática de Desarrollo consiguió en 1990 un crecimiento superior al 5%. Por el contrario, en África se ha producido en los últimos tiempos un decrecimiento en términos reales. La inversión misma ha retrocedido en los tres últimos lustros y, en el momento actual, todo el continente sólo contribuye en un 1.5% al comercio mundial. En el África subsahariana, sus 500 millones de habitantes producen lo mismo en valor que 10 millones de belgas. Todavía más: todos esos países producen una décima parte que los siete países del antiguo Este de Europa. Además no se puede, para contrapesar esta afirmación, acudir al argumento de la insuficiencia o el fracaso de la ayuda poscolonial, pues África ha recibido un tercio de la misma cuando sólo viene a representar el 11% de la población mundial. África es, además, el continente más endeudado del mundo: en 1987, la deuda representaba casi el triple de las exportaciones. Gran parte de su tragedia consiste en que, desde la independencia, no ha creado las élites técnicas y humanas que hubiera necesitado. Todo ello tiene también mucho que ver con las instituciones políticas. Sólo una novena parte de los países africanos funcionaba como democracia a comienzos de los años noventa y existía un manifiesto contraste entre ellos y aquellos que viven sometidos a una brutal miseria y a regímenes despóticos que ya ni siquiera se molestan en maquillarse como supuestas dictaduras del proletariado. En los años noventa, se ha producido una transición hacia un cierto multipartidismo y mayor respeto de los derechos humanos, pero en su mayor parte los cambios han sido ficticios. África, además, padece plagas del subdesarrollo que no se dan en otras latitudes. Al margen de la fortísima presión demográfica, sufre de una dependencia alimentaria que no ha hecho más que crecer. En parte, se debe a la destrucción del medio natural: se ha llegado a apuntar que los desiertos de Kalahari y del Sahara se aproximan a un ritmo de 150 kilómetros al año. Desde 1970, el suelo cultivable ha disminuido en una extensión semejante al conjunto de la tierra productiva de la India. En ésta, los problemas alimenticios más acuciantes pueden haber desaparecido en la actualidad, pero no así en África. Pero el hambre no es sólo consecuencia de los desastres ecológicos, las deficiencias de la clase dirigente o el monocultivo, sino también de la guerra. La ausencia de intervencionismo de las grandes potencias -el abandono de Mozambique y Angola por la URSS, por ejemplo- no ha producido la paz, sino que ha revelado que en gran parte esos conflictos no eran más que luchas de clanes por el poder y por el alimento escaso, aunque se enmascararan tras grandes principios ideológicos, como en el pasado. Las guerras han sido frecuentes a mediados de los años noventa en toda África, en especial en su zona central. En parte, se deben a que los Estados son el resultado de las delimitaciones fronterizas entre las potencias coloniales. Pero más frecuente que eso han sido las guerras civiles sin propósito ideológico alguno. Muchos de esos conflictos cuentan su duración por décadas. Nadie en Eritrea con menos de cuarenta años de edad conoce, por ejemplo, la vida sin guerra. Ésta ha llegado a producir no sólo la militarización de la sociedad sino incluso la infantilización del soldado. A menudo se ha visto acompañada por el saqueo y el desplazamiento de la población, dos fenómenos habituales en la Historia africana, pero que hoy parecerían impensables en otras partes del mundo. Las guerras han estado frecuentemente vinculadas con el hambre: han consistido en la lucha por recursos alimenticios escasos que sólo el poder político puede otorgar. También han reaparecido los enfrentamientos étnicos, con una ferocidad incrementada de forma exponencial. En Ruanda, en un conflicto cuyos orígenes se remontan al siglo XVI y que ha enfrentado a un pueblo guerrero con otro agricultor -tutsis y hutus-, pueden haber sido asesinadas 500.000 personas en 1994. La caída de Mobutu en el Congo (1997) revela el fracaso de un Estado que tenía toda la apariencia de ser una férrea dictadura. La nueva guerra civil de Angola revela que no sólo alimentaba la anterior la confrontación entre las superpotencias. En Argelia, la guerra civil, iniciada a partir de 1995 y causante de decenas de miles de muertos, nace del fundamentalismo religioso pero éste consigue su éxito merced a la presión demográfica y al fracaso económico de un régimen dictatorial. Todas estas guerras han resultado muy a menudo invisibles y lejanas al mismo tiempo para Occidente con momentos de súbita aparición en los medios de comunicación pero también con largos períodos de silencio que pueden dar la falsa impresión de normalidad. Pero ésta no existe. La guerra y la desertización han producido en el África subsahariana veintisiete millones de refugiados, lo que equivale a la mitad del censo mundial de esta categoría de personas.
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De la confusión cronológica de estos acontecimientos se desprende, sin embargo, un hecho: los Banu Tuyib, una destacada familia árabe de origen yemení establecida en la Marca Superior desde el siglo VIII, habían ayudado enormemente a la restauración del poder omeya. Hacia el año 862, el emir Muhammad les había confiado la misión de luchar contra la potencia cada vez más inquietante de los Banu Qasi. De este modo, escribe María Jesus Viguera, "Muhammad I había alzado contra los Banu Qasi a una familia bien arraigada en la zona y perteneciente al partido de los "árabes del sur", con su antigua oposición a los "del norte", entre cuya clientela contaban los Banu Qasi". Frente al señorío muladí de los Banu Qasi, fuertemente arraigado al oeste de Zaragoza (Arnedo, Tudela), el emir omeya favoreció, en los años 860, la constitución de un poder local competidor, cuya autoridad consagró sobre Daroca y Calatayud, al sur de la capital provincial. Tres cuartos de siglo después de los últimos enfrentamientos entre árabes el emir se aprovechó, en su propio interés, de los viejos antagonismos, apoyando un potente linaje árabe todavía capaz de movilizar alrededor de él antiguas solidaridades tribales. Las rivalidades, persistentes o reactivadas, entre los diferentes elementos étnicos, aunque no fueran con seguridad el motor principal de la historia de al-Andalus -especialmente a medida que se iba fraguando la unificación arabo-islámica de la sociedad- no pueden ser minimizadas en exceso. Según una breve noticia transmitida por al-Udhri, después de haber controlado el poder en la Marca (en el 257/870-871), Lubb b. Musa b. Qasi, en el 260/873-874, "hizo una matanza de los árabes de Zaragoza, de distintas tribus (qaba'il), les hizo salir hacia Viguera y los mató allí, en un prado que se conoce con el nombre de Prado de los árabes (Mary al-Arab)". Los acontecimientos de los siguientes decenios muestran claramente que, al final del siglo IX, la pacificación relativa que los omeyas habían logrado imponer en al-Andalus no había hecho desaparecer ni el recuerdo de las realidades tribales entre los árabes y los beréberes, ni los sentimientos de oposición étnico-cultural entre los diferentes grupos que poblaban la parte musulmana de la Península. En la Marca Superior, la restauración del poder directo de los omeyas sobre Zaragoza no iba a durar mucho tiempo. En efecto, desde el año 890, en medio de circunstancias confusas y, parece ser, con la complicidad del emir omeya, los Banu Tuyib asesinaron al gobernador nombrado por Córdoba y se apoderaron de la ciudad. Debieron luchar durante dos decenios contra los Banu Qasi, que no renunciaron a la recuperación del dominio sobre la capital regional que habían controlado en la época anterior. Los tuyibíes recibieron en esta ocasión la ayuda de los jefes locales muladíes hostiles a los Banu Qasi, como el de Huesca, Muhammad al-Tawil y lograron mantenerse en Zaragoza, donde constituyeron desde entonces el linaje local más potente, cuya importancia se afirmó en el siglo X y no tendría rivales cuando las familias muladíes desaparecieran en época de Abd al-Rahman III. El papel dominante de los tuyibíes en la Marca sustituyó al de los Banu Qasi y se mantuvo durante el califato y hasta los comienzos de los reinos de taifas del XI. Los verdaderos factores que llevaron a la sustitución del poder de una familia muladí por el de una familia árabe se nos escapan en gran parte, pero hay que resaltar el paralelismo con lo que ocurrió en otras regiones de al-Andalus, como Sevilla o Elvira. Al final del siglo IX y comienzos del X, en varios lugares se asiste al afianzamiento de los árabes, que estaban sólidamente arraigados en la época de la caída del califato, a comienzos del XI. En las otras regiones sobre las que las fuentes dan alguna noticia, la evolución no es siempre tan fácil de seguir. La ciudad de Mérida parece que obedeció al poder central hasta 868, fecha en que estalló la revuelta de un jefe muladí perteneciente a una familia importante de la ciudad, Abd al-Rahman b. Marwan al-Yilliqi. Una expedición omeya logró someterlo y lo mandó residir en Córdoba. Pero, insultado por el potente visir y general Hashim b. Abd al-Aziz, se escapó de la capital en el 875 e intentó encontrar, en la región del Guadiana, un refugio seguro contra las tropas cordobesas que le perseguían. Fortificó la localidad de Badajoz, se refugió durante años en el reino astur-leonés, volvió en el 884 y terminó logrando que el emir Abd Allah reconociera su poder sobre Badajoz, donde los muladíes habían llegado en gran número y la habían convertido en una verdadera ciudad, que iba camino de sustituir a Mérida como capital regional. La propia Mérida, a la que estas vicisitudes habían reducido a poca cosa, pasó desde el reinado de Muhammad al poder de la familia o clan beréber de los Banu Tayit. En cambio, Toledo se mantuvo como un núcleo urbano importante, poblado principalmente, como se ha visto, por muladíes y sin duda también mozárabes. La ciudad vivió una época relativamente tranquila después de haber sido sometida en el 856. La vida interna de la ciudad, que parece haber gozado de una autonomía bastante amplia, sufrió sin embargo alguna alteración. En el 872, el emir Muhammad se vio obligado a intervenir para mantener el orden: llamado por dos jefes toledanos que se disputaban el poder, reconoció a cada uno de ellos el gobierno de una parte de la ciudad. Como vimos, las relaciones de los toledanos con los grupos beréberes que poblaban las regiones situadas al oeste, al este y al sur de la ciudad eran difíciles desde hacía mucho tiempo. En el 259/872-873, los toledanos atacaron una plaza llamada Sakyan o Saktan ocupada por los beréberes (no sabemos si había alguna relación entre este hecho y la intervención del emir en el mismo año). Las divisiones entre sus jefes les llevaron a la derrota. Al año siguiente, Ibn al-Athir hizo constar otra derrota sufrida por un fuerte ejército toledano, salido en campaña contra los beréberes hawwara de Santaver, que habían atacado con anterioridad una fortificación en los límites del territorio de Toledo. Allí también, la causa determinante de la derrota fue la rivalidad entre los jefes. Diez años más tarde, en el 887-888, el Bayan hace constar un tercer revés sufrido -no se sabe contra quién- por los toledanos, que habían reclutado a los beréberes expulsados de Trujillo. Los Banu Dhi I-Nun de la tribu de los hawwara, eran la familia beréber dominante en la región central, a la que el emir Muhammad había reconocido una preponderancia oficial sobre la región de Santaver. Tal vez la razón por la que los toledanos se sometieron en el 283/896-897 a un miembro de la familia de los Banu Qasi fuera para ayudarles a hacer frente al peligro beréber. Eduardo Manzano, hablando de este acontecimiento oscuro, hace observar con razón que "la facilidad con que se produce la entrado de miembros de este linaje en la ciudad contrasta vivamente con la incapacidad que había venido mostrando la autoridad omeya para imponer su dominio durante toda la segundo mitad del siglo III/IX. Ello mueve a pensar que la familia muladí contaba con apoyos dentro de la ciudad que facilitaban su intervención". Este mismo Lubb b. Muhammad b. Qasi organizó en el año 898, desde Toledo, una expedición hasta el interior de la región de Jaén y se apoderó de la fortificación (hisn) de Cazlona, de la que el Bayan dice que estaba poblada entonces por cristianos en conflicto con Ubayd Allah b. Umayya Ibn al-Shaliya, un señor muladí local, que dominaba la región montañosa de Somontín (entre Linares y el Guadalquivir) y que quería, según parece, hacer de Cazlona, la antigua Castulo, el núcleo de su dominación político-administrativa. Según la misma fuente mató después a los ayam de la ciudad, es decir, aparentemente a los mismos cristianos, atrapados entre dos jefes muladíes y finalmente eliminados por uno de ellos. Como vemos, la composición étnica de este sector de las regiones centrales no era, en absoluto, menos compleja que la existente en otras regiones de al-Andalus.