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Durante el siglo XVI, las relaciones internacionales estuvieron dominadas por la necesidad de conservación de los inmensos territorios de los Habsburgo. La extensión y dispersión de sus Estados, primero unidos bajo Carlos V y después divididos en dos ramas, convertían en propios los asuntos de toda Europa. Enfrente encontrarán dos enemigos constantes. Por un lado, el Imperio otomano, en su mejor momento, que avanzaba amenazadoramente por el Sudeste y por el Mediterráneo. Por otro, Francia, que a las fricciones por Italia, el Rosellón y Navarra añadirá el deseo de romper el cerco de las posesiones de los Habsburgo. Además de los problemas apuntados, durante el reinado del emperador Carlos V hay que añadir la enemistad de varios Estados italianos, que deseaban liberarse de toda relación con el Imperio. Especialmente conflictivas serán las relaciones con la Santa Sede, donde la mayoría de los Pontífices guardaban una actitud recelosa ante el emperador, no sólo por su poder creciente en Italia sino por su concienzudo empeño en encontrar una vía de acuerdo con los protestantes. Los príncipes alemanes, por su parte, unirán sus pretensiones particularistas con las de reforma religiosa. La rebelión protestante debilitará la posición de Carlos V y proveerá de múltiples ocasiones a sus enemigos. En los Países Bajos se reproducirá el conflicto político-religioso del Imperio, originando las primeras represiones y las primeras rebeliones. Como aliado, salvo el apoyo ocasional de algún Papa, sólo podía contar con Inglaterra, carente aún de pretensiones coloniales. Los Reyes Católicos ya habían buscado su amistad, contra el enemigo común francés, sellada con el matrimonio de la infanta Catalina con Enrique VIII. Durante el proceso de divorcio de los reyes se nubló esta buena relación, resucitada en cuanto la necesidad lo requirió. Otro matrimonio, el de María I Tudor con el futuro Felipe II, en 1554, acercó a las dos potencias, ofreciendo un seguro para las comunicaciones de España con los Países Bajos a cambio de ayuda al catolicismo inglés. La muerte de la reina sin descendencia común y la entronización de Isabel I terminaron con cualquier posibilidad de buenas relaciones, que fueron sustituidas por los enfrentamientos en el terreno político, religioso y ahora también económico. En el Norte, el matrimonio de Isabel de Austria, hermana del emperador, con el rey danés Cristian II buscaba la amistad de la mayor potencia báltica, gracias a su control de los estrechos del Sund. Esta circunstancia, y la extensión de la reforma luterana a Europa septentrional, también afectarán a la política imperial, que en determinados momentos se creerá obligada a intervenir.
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Fuera de la Península, la década de 1520 no resultó menos problemática para el Rey Católico-Emperador que lo que lo era en el interior. De un lado, las Guerras de Italia se reinician en 1521 y Carlos V encuentra su gran rival caballeresco en Francisco I (1494-1547); de otro, la presión turca encabezada por Solimán el Magnífico llega ese mismo año hasta Belgrado; por último, se suceden los primeros movimientos del protestantismo alemán y Martín Lutero es condenado como hereje en la Dieta de Worms, también en esa fecha crucial del 1521. En realidad, aunque haya que presentarlos por separado y cada uno de ellos responda a su particular proceso explicativo, todos estos conflictos se encuentran íntimamente unidos. Por ejemplo, Francia no dudará en aliarse con el Turco o con los protestantes para enfrentarse a la potencia del Emperador y éste podrá actuar de una forma más o menos decisiva contra los príncipes alemanes que se han ido uniendo a la Reforma sólo si se lo permiten sus compromisos en Italia o en el Norte de Africa, utilizando siempre la amenaza que representa Solimán para fortalecer su postura en España o dentro del Imperio. Frente a la sedentarización que para la figura real supone la época de Felipe II, la primera mitad del siglo XVI está llena de monarcas-guerreros que acuden con sus huestes al campo de batalla. Así, Carlos I participará activamente en las campañas alemanas -recuérdese el célebre cuadro de Tiziano que lo retrata en Mühlberg- y lo mismo harán Solimán y Francisco I. Pero esto puede resultar especialmente peligroso. En 1525, el rey francés, que había cruzado los Alpes con un contingente numerosísimo de soldados, es derrotado en la batalla de Pavía, cerca de Milán, y hecho prisionero. Trasladado a Madrid, en 1526 se firma el Tratado que lleva el nombre de esta villa por el que se pone fin a la primera guerra hispano-francesa de Carlos V, pero se dará paso rápidamente a una segunda conflagración en la que Francia se alía con Florencia, Venecia y el Papado contra Carlos V en la Liga de Cognac o Liga Clementina, llamada así en honor a Clemente VII de la casa de Médicis que la preside. La respuesta imperial a la Liga de Cognac o Clementina será el envío de sus tropas contra la misma Roma donde, con el Papa Clemente VII cercado en el Castel Sant'Angelo, se produce el saco de la ciudad por las tropas de lansquenetes y otros mercenarios que han entrado en ella bajo el mando del Condestable de Borbón. El célebre Saco de Roma de 1527 supuso una conmoción para toda Europa y deja bien claro tanto que el Emperador no se detendría en su intento de controlar Italia como que la Santa Sede era una potencia que entraba abiertamente en los enfrentamientos seculares de su tiempo. Las guerras con Francia no terminarán con la Paz alcanzada en Cambrai en 1529 (Paz de las Damas), pero la hegemonía de los Austrias en la Península italiana va a ir asentándose progresivamente. Además de mantenerse en la posesión de Sicilia y Nápoles, Milán quedará definitivamente en la órbita de los Austrias españoles desde que el futuro Felipe II es investido como Duque de Milán; los Médicis son expulsados de Florencia y sólo volverán a ella bajo tutela hispánica; Génova abandona el partido francés y los Doria se convierten en grandes aliados de los españoles, poniendo a su servicio la fuerza marítima de su flota de galeras. En suma, la coronación de Carlos V como Emperador en Bolonia en 1530 por el Papa Clemente VII marca su ascendencia hegemónica en la Península, de la que sólo Venecia parece poder librarse. La pujanza otomana que representa el largo sultanato (1520-1566) de Solimán el Magnífico, llegará a amenazar también Italia con su progresiva expansión desde el Mediterráneo oriental hacia las costas norteafricanas de Berbería, así como la frontera imperial avanzando sobre los Balcanes; ocupando Hungría, después de la batalla de Mohacs (1527), en la que muere el rey Luis II, y llegando a cercar Viena, por vez primera en 1529. La Conquista de Túnez (1535) constituye el gran triunfo de Carlos V contra este enemigo tradicional de la Cristiandad que pone en jaque continuo el poder imperial y que, como un elemento más, entra en las operaciones diplomáticas europeas con toda naturalidad. Desde las costas norteafricanas del Magreb, los piratas berberiscos apoyados por los turcos atacaban continuamente las plazas y el tráfico comercial del Mediterráneo occidental, poniendo en grave peligro a Italia, los archipiélagos (Sicilia, Cerdeña, Baleares) y el mismo litoral valenciano y andaluz. En este escenario, Carlos V sí logrará compaginar su imagen de Emperador que defiende el mundo cristiano contra el infiel y la ley del Rey Católico que es heredero de la política norteafricana de Isabel I y de Cisneros (conquista de Orán), con lo que contará con el apoyo de sus súbditos peninsulares. En 1529, Barbarroja (Kheir-ed-Din) se apodera de Argel y, desde aquí, cinco años más tarde se hace con Túnez, una plaza de importancia capital para la defensa del tráfico, en especial de cereales, entre Sicilia y los puertos españoles. El 31 de mayo de 1535, Carlos I parte de Barcelona con una gran flota en la que no sólo hay tropas españolas, sino también portuguesas, italianas, alemanas, flamencas y maltesas. A ella se unirá más tarde la armada genovesa al mando de Andrea Doria. En total más de cien barcos de guerra y trescientos de transporte que se dirigen hacia el Norte de Africa como si partiesen hacia una nueva cruzada. Después de ser ocupada la fortaleza de La Goleta, a la entrada de la bahía de Túnez, caerá también la ciudad teniendo que huir Barbarroja. Al frente del gobierno de la plaza se restaura al antiguo rey, que firma un tratado de vasallaje con el Emperador. Este, no pudiendo tomar Argel, se dirige hacia Italia, que lo recibe como un héroe clásico y cristiano. Pero la gloria de Túnez no supuso el final de Barbarroja ni terminó con el hostigamiento de los piratas berberiscos. En 1541, Carlos V intenta de nuevo tomar Argel, donde se había refugiado Barbarroja en 1535, y para ello se organiza una gran expedición naval en La Spezia. Su fracaso será conocido como el Desastre de Argel, cuyo recuerdo no será borrado por algunos éxitos que, como la toma de Africa-Mahadia en 1552, se logran contra el corsario Dragut, quien había sustituido a Barbarroja como principal aliado norteafricano de los turcos. Los corsarios berberiscos mantenían continua relación con los moriscos granadinos y levantinos -Argel, por ejemplo, estaba lleno de ellos-, así como con Francia, que los utilizaba para impedir los contactos entre España e Italia, que suponían un peligro evidente para su fachada mediterránea. En realidad, esta colaboración no era más que una parte de las relaciones que Francisco I estableció directamente con Solimán el Magnífico, con quien firmó un tratado de alianza en 1536. Francia también formalizó contactos con los príncipes alemanes que se oponían a Carlos V y que habían creado con algunas ciudades la Liga de Esmalkalda en 1530. El movimiento reformado iniciado por Martín Lutero en 1517 se convirtió rápidamente en soporte para numerosas aspiraciones sociales y políticas. En la década de 1520, caballeros y campesinos alemanes recurrieron al credo luterano para justificar sus protestas en sendas revueltas que acabaron por ser dominadas. Mayor relevancia y duración tendrá la vinculación con el Protestantismo de los intereses de los príncipes territoriales del Imperio. Bien porque compartieran la fe reformada y, en conciencia, se opusieran a la proscripción que Carlos V lanzaba contra Lutero como hereje; bien porque esperaran hacerse con las propiedades de abadías y episcopados que el luteranismo ponía en sus manos al suprimir el orden sacerdotal; bien, por último, porque hicieran de la Reforma un instrumento de su propio poder y autoridad, los príncipes coaligados en la Liga de Esmalkalda se opusieron militarmente a Carlos V quien, además de a sus campañas francesas y africanas, tuvo también que enfrentarse a las llamadas Guerras de Alemania. Las razones de tipo político parecen haber sido especialmente importantes para explicar por qué los príncipes se adhirieron a la Reforma. De un lado, lo hacían porque así se debilitaba la posición del Emperador, cuya política, desde tiempos de Maximiliano I, tendía a recortar la autonomía alcanzada por los señores en sus respectivos territorios; de otro, la idea de autoridad que defendía y propiciaba el luteranismo reforzaba la capacidad de acción de los príncipes sobre sus súbditos particulares, porque los convertía en jefes de las distintas comunidades espirituales que se iban formando y porque dotaba a los titulares seculares de un poder incontestado en función de la teoría del origen divino del poder que había manifestado Lutero. A su vez, Carlos V se veía obligado a actuar en materia religiosa porque así lo exigía su condición de Defensor Fidei como brazo ejecutor de la Iglesia y porque no podría retroceder ante el robustecimiento de la posición de los príncipes en la esfera territorial. Una vez que quedó claro que ni las Dietas (Augsburgo, Ratisbona) ni el Concilio General que, en principio, todos proponían no iban a servir para solucionar el conflicto espiritual, el enfrentamiento militar se reveló inaplazable. Aprovechando el respiro que le suponían tanto la Paz de Crepy con Francia (1544) como la firma de una tregua con el Turco, Carlos V inició la campaña danubiana de 1546, obteniendo la victoria de Ingoldstadt, y trasladó el teatro de operaciones a la cuenca del Elba al año siguiente. Aquí se produciría la batalla de Mühlberg (23-24 de abril, 1547), en la que el Emperador derrotó a los jefes militares de la Liga, Federico de Sajonia y Felipe de Hesse. Sin embargo, Mühlberg es sólo un espejismo de victoria imperial sobre los príncipes protestantes. En 1552, Enrique II de Francia, el sucesor de Francisco I, firma con los príncipes alemanes el Tratado de Chambord y ocupa las plazas de Metz, Toul y Verdun. El Emperador sufre la humillación de tener que huir de Innsbruck y, además, fracasa estrepitosamente al intentar recuperar Metz (1553). La solución definitiva se alcanzará en la Paz de Augsburgo de 1555 por la que cada príncipe podrá determinar la religión de su territorio (cuius regio, eius religio), y la posición del Emperador quedará irremediablemente debilitada en el interior del Imperio. El gobierno de Carlos de Gante llega, así, a su final con un balance no muy favorable en el que ni turcos ni príncipes alemanes han sido vencidos y, ni siquiera, los franceses que, ahora con el nuevo rey Enrique II, siguen contestando el supuesto poder universal que había querido imponer aquel Duque de Borgoña, Rey Católico y Emperador. Las abdicaciones de Bruselas parecen haber sido más la solución a un momento crítico que ese abandono del mundo y de sus pompas con el que la mitología monárquica recreó el retiro a Yuste. La postura mantenida por Fernando de Austria, futuro Fernando I, era claramente contraria a los designios de su hermano, e incluso en la sucesión de su hijo Felipe II hay más de sustitución que de relevo.
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La conflictividad social, qué duda cabe, no había faltado en los periodos anteriores de la Edad Media, pero es indiscutible que en el transcurso de los siglos XIV y XV conoció una virulencia inusitada, de la que den fe los testimonios conservados de aquel tiempo. Por lo demás, en dicha época las luchas sociales tuvieron un amplio alcance desde el punto de vista territorial, pues se propagaron por todo el Continente europeo, desde Escandinavia hasta la Península Ibérica y desde Inglaterra hasta Bohemia. Ciertamente esa conflictividad adoptó formas muy diversas, tanto por sus protagonistas como por los cauces específicos que adoptó. No obstante, hay un aspecto esencial que recorre prácticamente todos los conflictos que se sucedieron en Europa en los últimos siglos de la Edad Media: la participación, como agentes principales de las luchas sociales, de los sectores populares, ya fueran éstos del ámbito rural o del urbano. La aludida conflictividad respondía, en ultima instancia, a la existencia de grupos sociales con intereses claramente contrapuestos. En el medio rural el conflicto potencial es el que enfrentaba a los campesinos con los señores territoriales, bajo cuya jurisdicción se encontraban. En los núcleos urbanos la dicotomía entre la aristocracia y el común ofrecía asimismo las condiciones apropiadas pare el choque. Ahora bien, esa estructura social, plasmada en la existencia de clases antagónicas, no era una creación del siglo XIV, sino que había sido heredada del pasado. ¿Por qué, entonces, se agudizaron las contradicciones sociales en los siglos XIV y XV? Sin duda la respuesta hay que buscarla en la crisis bajomedieval, que fue la que generó las circunstancias idóneas pare acentuar los enfrentamientos. De todos modos es preciso huir de una explicación simplista, que vea en las revueltas populares sin más los estallidos típicos de una época dominada por la miseria. No cabe duda de que en los malos años, con su cortejo de catastróficas cosechas y de posibles hambrunas, la desesperación de los desheredados favorecía, lógicamente, la explosión social. Pero no es menos cierto, asimismo, que en los movimientos populares del mundo rural una parte importante les cupo a los campesinos de mejor posición económica, quejosos del marasmo de los precios de los granos. Por otra parte, la presión fiscal, particularmente notoria en aquellos países que se enfrentaron directamente en la guerra de los Cien Años, es decir, Francia e Inglaterra, fue un factor muy destacado a la hora de explicar la génesis de los conflictos. ¿Cómo olvidar, por otro lado, la reacción popular ante la práctica frecuente, por parte de los grandes señores territoriales, de los malos usos? Pero las luchas sociales no fueron exclusivas del ámbito rural. También las hubo en las ciudades, por más que siempre puedan mencionarse algunos ejemplos de núcleos urbanos que escaparon a dichos conflictos. Tales fueron los casos, por ejemplo, de ciudades tan significativas como Venecia, Burdeos o Nuremberg. Mas la tónica dominante de la mayoría de las urbes, en los siglos finales de la Edad Media, fue la acentuación de la conflictividad social. Los sectores populares de las ciudades, en términos generales, estaban explotados desde el punto de vista económico por las minorías rectoras, pero al mismo tiempo estaban excluidos del acceso al poder político local, claramente oligarquizado. Ahí se encontraban las claves de la mencionada conflictividad.
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El feudalismo nos aparece como una sociedad de clases en la que hay que incluir las ciudades, y como tal sociedad de clases conoció los conflictos propios de los diferentes intereses, aspiraciones y evoluciones de dichas clases. Ahora bien, si por una parte hay que considerar los conflictos existentes entre las ciudades y los elementos feudales, por otra se debe hacer igualmente con los suscitados entre los menestrales y los comerciantes, que constituían oligarquías económicas y políticas frente a aquéllos y otros sectores medianos y modestos; sin olvidar las tensiones entre maestros de oficio y otras categorías laborales que dieron lugar a veces a enfrentamientos violentos. En lo relativo a los conflictos de las ciudades con el poder feudal, la lucha estuvo en la aspiración de los comerciantes urbanos a partir del siglo XI por llegar a conseguir "cartas de franqueza" que les permitiera la autonomía administrativa como entes locales, la libertad personal para comerciar, un comercio libre dentro de la ciudad sin tasas feudales o revirtiendo en favor de los burgueses, para controlar el intercambio, y también una jurisdicción interna para todos los habitantes de la ciudad; jurisdicción que si seguía administrada por los delegados señoriales no reclamara que los burgueses fuesen juzgados por tribunales feudales ajenos a la ciudad. Estas aspiraciones de autonomía tras la consecución de privilegios comunes por las ciudades enfranquecidas lo eran en contra de la autoridad real o señorial, pero servían asimismo para privilegiar a las oligarquías mercantiles en contra de los artesanos y clases bajas. Por eso, aun cuando se ha hablado fervorosamente del movimiento comunal (sobre todo en Francia), acaso se ha exagerado la importancia de dicho movimiento como liberación burguesa del yugo del feudalismo; porque en realidad no representó tal liberación. En la Francia comprendida entre el Loira y d Rin, a fines del siglo XII apenas había veinte ciudades constituidas en comunas, y algunas verían suprimido después su régimen abierto, pues en realidad -como ha demostrado Petit-Dutaillis- aun existiendo en ellas conflictos violentos, dichas comunas no eran movimientos dirigidos en contra de la feudalidad sino que los propios monarcas feudales y los señores que rodeaban la corte las mantenían y alimentaban frente a los señores feudales que las administraban, tratándose por tanto de conflictos, si los hubo, dentro del seno feudal y entre feudales más que entre éstos y burgueses o de los burgueses entre sí. Ahora bien, si en el norte el movimiento comunal fue un hecho controvertido y contradictorio por las razones expuestas hasta ahora, en el mediodía se formaron algunos gobiernos urbanos llamados consulados, en los cuales sus primeros miembros fueron a menudo de la pequeña nobleza y de la burguesía comercial -como recuerda R. Hilton-. De hecho, el paso del "gobierno señorial al consular" se pudo hacer sin violencias y con el acuerdo entre los condes y señores con los cónsules. Se puede discutir, no obstante, si el movimiento comunal que tuvo en Francia tanto predicamento sirvió para otras regiones como movimiento liberalizador de los yugos señoriales de la monarquía o de los particulares laicos o eclesiásticos. Comunas existieron en otras áreas continentales e insulares, como en Inglaterra, pero muchas de estas comunas nunca fueron una seria amenaza para la monarquía o sus señores privados. Así lo demuestra el hecho de que Londres, por ejemplo, recibió en 1130 una carta de franquicia dada por la monarquía a la que siguieron otras ciudades; a pesar de que algún cronista recogiera una mala impresión de la comuna (lo hemos visto con Guibert de Nogent), como sucede a fines del siglo XII con el monje Ricardo de Devizes, quien escribe: "la comuna es el temor de la plebe, el temor del reino y la tibieza de los sacerdotes". En Inglaterra, algunas ciudades lograrán con este movimiento comunal que los burgueses compren los privilegios necesarios para actuar con libertad mediante el arriendo al rey de todas las rentas reales cuando la monarquía necesitaba dinero corriente para sus necesidades. Y aunque algunas franquicias se abolieron en momentos de crisis política, otras se mantuvieron. No obstante lo cual, se puede ratificar el juicio de Petit-Dutaillis al decir que buena parte de las ciudades europeas -especialmente las de Francia e Inglaterra- eran "señoríos colectivos" en una sociedad feudal. De forma que, sin particularizar, las ciudades podían ejercer su dominio sobre el alfoz como un señorío más; la ciudad podía autoadministrarse sin desvincularse del todo del poder feudal que la había soportado en principio; y, finalmente, algunos gobiernos urbanos ejercieron un control feudal sobre la masa de la población a través del predominio oligárquico de una minoría de comerciantes que controlaban la actividad productiva de los artesanos y operarios, en general, como los señores rurales hacían con la renta campesina. Claro que la plusvalía urbana se explotaba de diferente manera que en el señorío feudal, pero la coerción era la misma en su sentido represivo y acosador. En este cruzamiento de intereses, jurisdicciones y aspiraciones, aparte de los conflictos jurisdiccionales, más similares a los producidos en la sociedad rural, existieron conflictos entre las diversas clases sociales. Conflictos en los que el argumento más socorrido era el de enfrentar a poderosos con débiles (comerciantes con artesanos, artesanos con oficiales y aprendices, etc.), a unas clases con otras, dentro de una dinámica de lucha de clases urbanas con una mentalidad feudal. Sin embargo, aun reconociendo que existía una fuerte jerarquía de clases y que había algunas familias burguesas que controlaban los oficios, la producción y la distribución de bienes y servicios, creando antipatías en el resto, los conflictos vinieron más bien por la continua queja de la población de las ciudades a causa de la política impositiva. Los maestros artesanos, los comerciantes, los trabajadores y las gentes de la ciudad en general, sintiéndose excluidos del gobierno municipal, contemplarán los impuestos como una sustracción que los poderosos de la comunidad manejaban para descargarse ellos mismos y hacer recaer su peso sobre el resto. Fue, por ello, a causa de la percepción de impuestos por la monarquía o los príncipes feudales en general, pero también por las cargas concretas de los gobiernos urbanos, por lo que vinieron los conflictos que, si bien fueron de mayor envergadura en la baja Edad Media, alteraron la paz y el orden en el medio urbano de Europa. En cuanto a las relaciones entre maestros y oficiales, hay que tener en cuenta que los menestrales maestros de oficio fueron a veces cabecillas de los movimientos en contra de los abusos impositivos tanto como lo fueron asimismo en contra del cerramiento de los campos comunales, aspecto este último que causaría igualmente alteraciones. Pero, a la vez, tenían que apoyarse en la oligarquía urbana pare sofocar la rebeldía de los oficiales contra ellos, deshaciendo la idea idílica de que el taller menestral medieval era un oasis de paz y concordia, cuando lo frecuente fue precisamente lo contrario. Todos estos movimientos y enfrentamientos en el seno de las ciudades que constituyeron un capítulo importante dentro de la llamada por J. L. Romero "revolución burguesa en el mundo feudal" hace que se pueda pensar que las revueltas y contestaciones no eran irracionales; se trataba de movimientos de clase y en ocasiones acogían otras protestas añadidas de pobres, menesterosos y desalmados; los cuales, al provocar particularmente la agresividad, en muchos casos cruenta, han dado pie para interpretar los alzamientos, rebeliones y asaltos como movimientos esporádicos sin ideario ni finalidad concrete. Visión que desde los propios contemporáneos a los hechos hasta hoy mismo se ha sostenido en algunos ambientes del poder o de la historiografía. En resumen, la identificación entre los poderes feudales y los grandes mercaderes hizo que ni siquiera los movimientos comunales fueran dirigidos, por sistema, contra los principios del feudalismo, puesto que los intereses de ambos grupos eran los mismos. Lo que no significa, sin embargo, que en el ambiente urbano predominase la armonía en muchos casos. El estudio de la ciudad, aunque se pueda hacer aisladamente desde la componente física, topográfica, urbanística y de planificación durante los siglos XI al XIII -es decir, en su materialidad-, encajándola en un apartado contrastado con el medio rural, en cuanto se le acompaña de vida y relación social -es decir, económica y fiscal- se inserta en el sistema feudal imperante en estos siglos de la madurez del fenómeno del feudalismo. Porque, como hemos visto, la sociedad urbana no fue entonces ni una sociedad aséptica, ni separada totalmente de la mentalidad y condicionantes rurales, ni tampoco desclasada. Los mecanismos de acceso al poder municipal, consular, comunal o concejil sirvieron pare crispar la relación entre clases, distanciar dentro de las propias clases, que depuraban sus dirigentes, y crear una conciencia de dependencia feudal en los oficios y talleres, de libertad de actuación secuestrada y de rentas sustraídas por la fiscalidad real o urbana en favor de la oligarquía dominante. Lo cual no es simplemente un discurso teórico sino una realidad contrastada en los ejemplos conocidos hasta ahora.
Personaje Religioso
Entre las figuras más importantes de la historia china destaca Confucio, fundador del pensamiento que lleva su nombre. KungTse nació en el seno de una familia campesina y ejerció la labor de agricultor, al tiempo que inspeccionaba los víveres. Desarrolló una rápida carrera administrativa en el feudo de Lu, convirtiéndose en una especie de ministro de Justicia. Pero el señor feudal no aceptó sus sabios consejos por lo que fue enviado al exilio, iniciando un recorrido por toda China en busca de algún señor que pusiese en práctica sus principios filosófico-políticos. La infructuosa búsqueda le llevó de nuevo a Lu. Su pasión por los clásicos se fortaleció con motivo de la muerte de su madre y los consiguientes tres años de luto, momento en el cual meditó sobre asuntos relacionados con la moral y las tradiciones de su país. Acabado el luto se planteó cambiar las costumbres de China, por lo que realizó una intensa campaña educativa, complementada con la escritura y edición de cuatro libros de carácter moral con los que muestra el camino de la sabiduría y la moderación. Pronto consiguió un buen número de adeptos que extendieron sus ideas. El sistema filosófico-político planteado por Confucio está basado en la necesidad del estudio de los textos canónicos y en la bondad, medios imprescindibles para el perfeccionamiento moral del individuo
obra
termino
acepcion
Escuela China de pensamiento que recoge un conjunto de normas morales, políticas y religiosas, fundadas por Confucio en el siglo V a. C. Esta doctrina, practicada por chinos y japoneses, se convirtió en religión del estado chino en el siglo II a.C. Entre los seguidores más directos de Confucio hay que destacar a Mencio y Xunzi.
contexto
A las 10,30 de la noche del domingo 8 de febrero los centinelas de la XXII brigada australiana dieron la alarma. Sus líneas telefónicas estaban cortadas por el continuo fuego artillero que habían soportado durante 18 horas ininterrumpidas y por los bombardeos de la aviación japonesa, con lo que no pudieron contar con el apoyo de la artillería propia, ni con las baterías de focos que habían logrado instalar. Disparando desde muy corta distancia contra las sombras que comenzaban a moverse por la playa y cargando contra ellas a la bayoneta consiguieron aniquilar a la primera oleada japonesa, pero la segunda logró formar ya una cabeza de puente y los pequeños grupos de combate japoneses, eludiendo las posiciones australianas, comenzaron a infiltrarse entre las unidades de la XXII brigada, tomándolas por detrás o de flanco, dislocando su sistema defensivo y haciéndolas pelear en tal confusión que a la mañana del día siguiente esa brigada había desaparecido como unidad de combate. Sus hombres, en total desorden, habían retrocedido hasta el punto de que el lunes se les podía hallar en Bukit Timah (a 20 kilómetros de la costa) y hasta en la ciudad de Singapur (a 30 kilómetros). Desde la torre del palacio del sultán de Johore, donde había instalado su cuartel general, Yamashita podía seguir cómodamente las evoluciones de sus hombres. Unos 4.000 operaban ya en la isla y atacaban el aeródromo de Tengah, a unos 8 kilómetros de la costa, mientras un enjambre de pequeñas embarcaciones seguían transportado tropas y material a la otra orilla. Al caer el día, las tropas australianas se habían retirado hasta un buen escalón de defensa, la denominada línea Jurong, que se apoyaba en los ríos Jurong y Kranji. Clave para la defensa de estas posiciones era que los japoneses no lograsen desembarcar en la orilla este del Kranji. Los australianos defendieron con tesón ese punto y los japoneses hubieron de desistir en sus ataques, esperando encontrar puntos más débiles en las defensas de la línea. Sin embargo, nunca pudieron averiguarse los motivos, los australianos abandonaron sus posiciones en la madrugada del día 10 y toda la línea Jurong se desplomó en esa jornada. Los críticos militares, aunque no responsabilicen a Percival de estos desastres, le reprochan su tozudez de seguir esperando un ataque al este de la calzada y de mantener inactivas a dos divisiones que, al menos teóricamente, estaban en situación de aplastar a los japoneses. Ya poco quedaba por defender. Los japoneses se habían adueñado de casi toda la zona australiana y contaban ya con ambos lados de la calzada, con lo que repararon rápidamente el tramo destruido y comenzaron a meter por ella sus unidades blindadas. Los 14 aparatos británicos que aún volaban (8 Hurricanes y 6 anticuados Búfalos) recibieron la orden de abandonar la isla puesto que los cuatro aeropuertos o estaban en manos japonesas o inservibles por hallarse bajo el fuego de la artillería japonesa. Las divisiones 111? y 18? se replegaron hacia Singapur. Los japoneses avanzaban ahora lentamente, tanteando las nuevas posiciones inglesas y avasallando aquellas más débiles. La verdad es que la defensa, salvo casos esporádicos como el de la I? Brigada malaya, que resistió en sus posiciones de Pasir Penjang hasta el último hombre, no era muy dura. Sin aviación ni carros y bajo un continuo fuego artillero y aéreo, las tropas británicas tenían la moral por los suelos y sus jefes empeñados en entender todas las órdenes al revés. El día 13 Yamashita envió un mensaje a Percival invitándole a rendirse. Como éste no respondiera, pues tenía la orden de defenderse incluso dentro del perímetro urbano, los japoneses cañonearon y bombardearon la ciudad con más furia que nunca, al tiempo que su infantería atacaba con ferocidad en el sur, alcanzando los arrabales de la ciudad y cometiendo una injustificable masacre entre el personal médico y los pacientes del Hospital Militar de Alejandra. El día 14, aunque los japoneses hubieran mermado la intensidad de su ataque, sobre todo el artillero, la situación de Singapur era límite. Los japoneses dominaban todos los embalses de la isla y el suministro de agua a la ciudad dependía ya únicamente de la estación de bombeo de Woodleigh, situada a menos de 800 metros de las posiciones japonesas, cuya agua se perdía en buena parte por las numerosas roturas que los bombardeos habían ocasionado en las cañerías. El domingo, día 15, por la mañana, Percival reunió a los generales y autoridades de la isla y en 20 minutos, tras un análisis de la situación, con "silenciosa amargura decidimos rendirnos", según palabras textuales del general australiano Gordon Bennett. Por la tarde, el general Percival, acompañado por tres oficiales de su estado mayor, enarbolando una bandera británica y otra blanca, llegaron a las líneas japonesas. Fueron conducidos hasta los locales de la casa Ford, donde funcionaba el estado mayor japonés, y se les invitó a sentarse en una larga mesa. Minutos después apareció Yamashita: "El ejército japonés no tendrá en cuenta sino una rendición sin condiciones a las 10 de la noche hora de Tokio" (8,30 h. en Singapur). Percival trató de ganar tiempo, de negociar una salida mejor que la rendición incondicional, pero el japonés se mostró inflexible: "¿aceptan ustedes nuestras condiciones? ¿Sí o no? Las cosas hay que hacerlas rápidamente o, de lo contrario, reanudaremos el fuego". Percival hundido, firmó. Eran las 8,10 de la tarde del 15 de febrero. Había terminado la lucha en Malasia, sin duda la peor derrota sufrida por el Imperio Británico en toda la II Guerra Mundial. El balance era estremecedor: 138.708 bajas entre muertos, heridos y prisioneros, mientras que los japoneses contabilizaban 9.824 bajas. Londres había perdido más de 250 aviones, 2 acorazados -Prince of Wales y Repulse-, más de 1.000 piezas de artillería, más de 100.000 toneladas de combustible y las materias primas estratégicas de Malasia. Churchill, abrumado, diría: "éste será uno de los mayores escándalos que podrán jamás conocerse". Mientras, en Tokio, el jefe del gabinete general Tojo, declararía ante el Parlamento: "La conquista de Singapur, equivale a la conquista de todas las bases británicas y norteamericanas de Asia Oriental". El general Percival, pese a sus errores, fue disculpado, tanto que después de su liberación estuvo entre los invitados de primera fila a la ceremonia de rendición del Japón. Según James Leasor (Singapur, la batalla que cambió al mundo) la poca fortuna y las equivocaciones de Percival se debieron a "dirigir un ejército mal equipado y mal entrenado, que carecía en absoluto de moral y que se encontraba en un país para cuya defensa los ineptos políticos de preguerra habían descuidado pagar la póliza de seguros".