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obra
Ingres repite sus principales trucos a la hora de realizar un retrato aristocrático. La dama que encarga el lienzo está situada de pie, algo poco habitual, pues Ingres muestra a sus modelos recostadas entre lujosos almohadones, como si fueran odaliscas de la Francia moderna. Sin embargo, la riqueza de las telas, la minuciosidad de los detalles es la misma de otros retratos. Este rasgo es consecuente con la posición del artista, que trabaja para los más elitistas personajes de la Restauración borbónica.La misión de un buen pintor en este ambiente debía ser captar con todo detalle la magnificencia del ambiente en el que estas personas se desenvuelven. Sin embargo, Ingres pone gran énfasis en la sencillez de la personalidad de sus damas, con peinados simples, sin maquillaje y con grandes ojos que miran directamente al espectador. Ingres obligaba a sus clientes a posar durante horas, a cambiar miles de veces de postura hasta que el artista consideraba que tenían la pose ideal. Esta pequeña tortura dota a sus retratos de una extraordinaria elegancia, a la vez de parece plantear una relación amistosa y directa del personaje con su espectador. Por último, mencionaremos que Ingres nuevamente recurre a un espejo colocado a espaldas de la condesa, no para ampliar el espacio, sino para recrearse en la bella nuca de su modelo, igual que hizo en otros retratos, como el de Madame de Senonnes.
Personaje
Es una de las figuras que mejor ejemplifican el arraigo de las ideas de las Ilustración entre determinados círculos de mujeres españolas. Como la mayoría de sus defensoras, nació en el seno de una familia aristocrática. Fue educada por las religiosas de la Visitación o Salesas que gracias al impulso de la reina Bárbara de Braganza, habían establecido una pequeña comunidad en Madrid para encargarse de la educación de las jóvenes de la nobleza. Allí aprendió música, bordado, pintura, buenos modales y francés, estudios completados con humanidades para las más dotadas. María Francisca llegó a dominar las lenguas clásicas y el francés. En 1762, su madre, María de Zúñiga, viuda, profesó en el convento de las Baronesas, renunciando a percibir sus emolumentos de dama de la reina María Amalia y renunciando también a su título de marquesa de Valderrábano a favor de su hija. María Francisca se casó en 1768 con Felipe Palafox y Croy de Abré, de la casa de los Marqueses de Ariza, joven oficial de brillante provenir que acabó ocupando el puesto de jefe supremo de las Guardias Valonas. El matrimonio tuvo ocho hijos, el menor, Cipriano, sería el futuro padre de la emperatriz Eugenia de Montijo. En 1774 se inició en los trabajos literarios. A instancias del obispo ilustrado José Climent, realizó en ese año la traducción de una obra de devoción francesa titulada Instrucciones sobre el sacramento del matrimonio de Nicolás Letourneux. Sin embargo, su actividad principal se digirió a la educación de las jóvenes de la nobleza. Ejercició la caridad y la beneficencia, que llevó a cabo preferentemente en las cárceles femeninas y en la inclusa, sobre todo a partir de 1787, cuando tras años de discusiones, la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País creó la Junta de Damas de Honor y de Mérito, en la que entró a formar parte del primer núcleo de las 14 mujeres de la aristocracia que lo integraron. Entre ellas, la Condesa-Duquesa de Benavente, las Condesas de Fernán Núñez, del Carpio, de San Eufemia, las marquesas de Palacio, de Villalópez, de Benalúa, de Torrecilla y de Eyerbe, entre otras. Las actividades desplegadas por la Condesa de Montijo en el seno de la Junta de Damas fueron numerosas y diversificadas a lo largo de 18 años. En algunos debates fue destacada su intervención, como en los que se llevaron a cabo sobre la autonomía de la Junta de Damas con respecto a la Sociedad Económica. La más resonante de sus intervenciones la provocó una obra anónima aparecida con el título Discurso sobre el lujo y proyecto de un traje nacional que se publicó en 1788. El autor, pretendidamente una mujer, preconizaba, como solución al despilfarro y a la desorganización que reinaba en el país, la institución de un traje mujeril para contrarrestar los malos efectos del lujo entre las mujeres. Desplegaba varios trajes según ocho categorías sociales que integraban a todas las mujeres, desde las primeras casas de la aristocracia hasta las más humildes. Fue la propia Condesa de Montijo la encargada de desmontar la idea y los argumentos esgrimidos. María Francisca trabajó por la promoción de la mujer en el trabajo y la industria, por el impulso a la extensión de la educación entre las mujeres y la dedicación a los trabajos de beneficencia pública. En estos tres campos desarrolló una actividad ingente. Llegó incluso, en calidad de enfermera, a ocuparse de la cárcel de la corte. En 1805 fue desterrada por real orden y alejada definitivamente de Madrid por sus creencias de corte jansenista. Terminó sus días en Logroño en 1808. Su muerte pasó desapercibida en medio de los graves acontecimientos políticos de aquel año. (DEMERSON, Paula: María Francisca de Sales Portocarrero, Condesa de Montijo: una figura de la Ilustración. Madrid: Editora Nacional,1975)
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La condesa de Noailles era una de las mujeres más interesantes del París de principios de siglo. Sus versos habían sido reunidos en un volumen titulado "Vivos y muertos" y había sido modelo de diferentes pintores como Van Dongen, Forain o Vuillard. La condesa solicitó a Zuloaga la realización de este espectacular retrato en el que se ha conseguido captar el alma de la aristócrata.La figura aparece recostada en un diván cubierto con telas verdes -recordando a la Maja de Goya- , dirigiendo su intensa mirada hacia el espectador y vestida con un vaporoso traje blanco, zapatos y medias negras. En una mesa baja, en primer plano, el artista ha colocado un cesto de rosas, joyas y libros, las grandes aficiones de la condesa, a modo de "Vanitas" barroca. Al fondo se abren dos cortinajes que nos permiten contemplar un cielo azul con amenazadoras nubes, aportando una singular dosis de teatralidad a la escena.La composición está organizada gracias a la línea horizontal del diván que se contrapone con las líneas verticales de los cortinajes y con las curvas y contracurvas de la postura de la condesa, cuya erguida cabeza refuerza la verticalidad. Las nubes del fondo sintonizan con el cuerpo al identificarse con las líneas curvas.El retrato está cargado de simbolismo al mostrar a doña Ana desafiante ante la su única obsesión, la Muerte, representada por el bodegón de primer plano. Los despiertos ojos de la condesa refuerzan ese desafio ante el reto al que nunca desearía llegar.Zuloaga emplea colores chillones y suaves al mismo tiempo, definiendo su estilo propio en el que se aprecian influencias de los fauves pero en el que el peso de la escuela española del Barroco y Goya es bastante mayor.
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A diferencia del retrato de su marido, la condesa no se halla rodeada de atributos de poder sino de status. Según el retrato de la época, es extraño retratar a una madre con su prole, puesto que las grandes damas aparecían normalmente en cuadros individuales. Parmigianino, sin embargo, ha captado a la condesa rodeada de sus tres hijos. Los pequeños están colocados de una manera extraña para lo que podría esperarse de una representación familiar: cada uno de ellos mira hacia el lado contrario de su madre, en diferentes posturas, lo que crea un juego de miradas que tienden hacia el exterior en lugar de concentrarse en la condesa. Este modo tan poco natural de representar la maternidad es en cierta manera lógico en nuestro autor, que era uno de los principales exponentes del Manierismo. De esta forma, consigue plantear en un tema tan poco dado a la innovación un movimiento excéntrico de las figuras, apoyado en la solidez corpórea de doña Camila Gonzaga, miembro de una de las más poderosas familias italianas. Por lo demás, las proporciones están mejor consideradas que en el retrato del Conde de San Segundo, su pareja, aunque la riqueza del vestuario y la fidelidad a los modelos son exactamente las mismas que en aquél.
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Conchita Serrano, hija del general Serrano y condesa de Santovenia, es la protagonista de este retrato realizado en su infancia, tocando casi la adolescencia. Aparece vestida de rosa, creándose una correcta armonía con la tonalidad oscura del abrigo de terciopelo y los tonos del paisaje del fondo. La pincelada rápida empleada por el maestro aumenta la sensación armónica al fundir los colores para crear un ambiente atmosférico. Esa pincelada rápida no omite detalles como podemos apreciar en el vestido, exhibiendo una seguridad que enlaza con el Impresionismo. Este formidable retrato fue adquirido por el Museo del Prado en 1982.
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Tras abandonar el taller de Cormon, Toulouse-Lautrec se relacionará con los pintores de vanguardia, entrando en el debate que vivía el Impresionismo en los años centrales de la década de 1880. Henri sentirá un especial interés hacia la obra de Degas pero también se verá seducido por los trabajos de Pissarro y las aportaciones de Seurat. Estas novedades las encontramos en las pinturas ejecutadas en el año 1887 como este bello retrato de la madre del pintor en el castillo de Malromé, donde habitaba tras la separación de su marido en agosto de 1868. Madame Adèle era una mujer cultivada, amable y sencilla que no pudo soportar la vida con el dinámico y orgulloso conde de Toulouse. Esas características se aprecian claramente en este retrato que contemplamos, interesado Henri en captar la personalidad de sus modelos. La figura de la condesa se sitúa en un interior donde penetra una potente luz primaveral, inundando la estancia de tonalidades malvas y reforzando los colores de las telas. En esta sinfonía cromática Lautrec se acerca a Pissarro mientras que en la aplicación del color, en toques cortos que se asemejan al puntillismo, existe una sintonía con Seurat. La aportación personal de Henri la hallamos en la fuerza de la línea y el volumen de las figuras, resultando un conjunto de gran belleza.
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En este retrato se aprecian las principales características del pintor Federico de Madrazo. Hijo del también pintor José de Madrazo, fue un personaje importante en la cultura artística de su época, llegando a dirigir el Prado durante 21 años, hasta su muerte. La protagonista de este espectacular retrato es doña Amalia del Llano y Dotrés, condesa de Vilches (1821-74), una escritora muy destacada en la vida cultural del Madrid del siglo XIX que participó y organizó salones literarios muy frecuentados por las figuras intelectuales de su época. Amiga personal de Madrazo, su relación culta y familiar queda de relieve en un retrato que combina la aristocracia de la modelo con la simpatía de su pose. Madrazo era exponente de la corriente más clasicista de la pintura decimonónica. Estudió en París y allí recibió el influjo de Ingres, que se rastrea en cada rasgo del cuadro: la pureza de la línea, las carnes blancas y el detalle de los ropajes. A estos rasgos aprendidos en el taller de Ingres, Madrazo añade una delicadeza en el tratamiento del tema y el manejo de colores, luz y texturas, que hace fácilmente reconocible su obra. Doña Amalia será el prototipo de mujer que encandiló a la sociedad española decimonónica: alta y esbelta, de cutis pálido y mirada dulce pero que impone ciertas distancias como perfectamente se muestra en el retrato, al que Antonio de Marichalar llegó a calificar de "nuestra Gioconda del siglo XIX" debido a su intensa mirada fija en el espectador con coquetería y su media sonrisa.
Personaje
Marquesa de La Solana por herencia materna y Condesa del Carpio por matrimonio. Fue una mujer ilustrada, la primera mujer vasca, escritora en lengua castellana de la que se conozca una obra reseñable. Además de Catalín, se conocen otras dos comedias, La aya y una tercera sin título. Estuvo muy relacionada con los círculos ilustrados, pues tanto su familia paterna como política eran miembros de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País y de otras Sociedades Económicas. Ella misma perteneció a la Junta de Damas de la Sociedad Económica Matritense, formando parte de las catorce primeras mujeres que fueron socias de ella en 1787. Catalín es una comedia de corte neoclásico que encaja en la literatura sentimental de la época. La obra se sitúa en el ambiente rural de los alrededores de Bilbao y trata de las dificultades para contraer matrimonios desiguales. La Condesa del Carpio es bien conocida por el retrato que Goya realizó hacia 1794-95. (Vid. URZAINQUI, Inmaculada (ed.): Catalin de Rita Barrenechea y otras voces de mujeres del siglo XVIII. Vitoria, 2006.)
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La condesa Emilie era la esposa del conde Charles de Toulouse-Lautrec, dos de los personajes más relacionados con Henri en su adolescencia y juventud, ayudándole a superar sus dolencias físicas y psíquicas, incluso permitiéndose aconsejarle artísticamente. En estos retratos que forman pareja se aprecia con claridad la personalidad de cada uno de ellos gracias al empleo de un dibujo firme y seguro, jugando con los contrastes lumínicos para acentuar la intensidad de sus caracteres.
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En la Venecia de fines del siglo XVI encontramos a dos de los mejores maestros del manierismo: Tintoretto y Veronés. Los dos se dedicarán al retrato, aunque cada uno tomará una orientación diferente. Veronés se interesará por el empleo de colores luminosos y limpios, aplicando una pincelada ligera y fluida, sin renunciar a los detalles como bien podemos observar en este retrato doble, compañero del Conde Iseppo da Porto con su hijo. Las dos figuras van ataviadas con sus mejores galas, destacando la monumentalidad de la condesa frente a la delicadeza de la pequeña que asoma su cabeza escondida entre las faldas de la madre, en un naturalista gesto infantil. Las expresiones de ambos personajes representan un elemento de atención en la composición, estableciéndose un atractivo juego de miradas tanto con las figuras de la otra gran tela como con el espectador. El resultado es un trabajo difícilmente superable en el que los ecos de Tiziano se encuentran presentes.