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obra
La concatedral de Santa María presenta planta basilical con tres naves de cinco tramos, cubiertas con bóvedas de crucería sustentadas por arcos apuntados apoyados sobre pilares compuestos. Las naves finalizan en tres ábsides poligonales.
monumento
A finales del siglo XIII se inicia la construcción de la catedral de Santa María, ubicada en la plaza que lleva su nombre. La mayor parte del edificio se levantó en las centurias siguientes, en un estilo gótico elegante y sobrio. Presenta planta basilical con tres naves de cinco tramos, cubiertas con bóvedas de crucería sustentadas por arcos apuntados apoyados sobre pilares compuestos. Las naves finalizan en tres ábsides poligonales. Junto al presbiterio encontramos dos capillas laterales, dos adyacentes en el lado de la Epístola y un sensacional coro renacentista. Al compartir Cáceres la sede episcopal con Coria desde 1957 el templo tiene rango de concatedral.
contexto
El encadenamiento de casualidades que precedieron al golpe contra Pearl Harbor colma la felicidad de los amantes de la historia detectivesca y las truculencias conspirativas. Enumeremos los más llamativos. - La flota japonesa navega durante once días topando sólo con un mercante y unos pescadores japoneses. - El japonés que volaba sistemáticamente con alguna chica sobre la rada de la base en plan turista, aparentando ligues y sin levantar sospechas. - Los mismos telefonemas en clave salidos del consulado japonés de Honolulú. - Los jefes de Pearl Harbor no hacen caso a las noticias de un transatlántico, llegado tres días antes del ataque con la información de haber captado raros mensajes en baja frecuencia como de barcos que quisieran ocultarse. - La última chapucería procedente de Washington cuando, interceptado el último mensaje japonés, observaron que la declaración de guerra debe ser entregada por los embajadores a una hora que coincide con el amanecer en Pearl Harbor, y entonces la descoordinación entre los departamentos de Estado, Guerra y Marina alcanza su apoteosis, pues el telegrama de alerta a la base del Pacífico se envía por conducto comercial y llega a destino de manos de un ciclista, ¡japonés!, cuando el ataque es ya un hecho. - Los submarinos enanos japoneses que no sólo no lograron nada, sino que estuvieron en un tris de arruinar la operación de conjunto al ser descubierto alguno de ellos. - Un radar (experimental) divisa un enjambre de aviones que se aproximan, pero sus operadores reciben la orden de desentenderse; son aparatos propios a los que se esperaba, como también así era. - Los aviones agrupados en tierra para mejor protegerse de sabotajes (vivían en las Hawai 160.000 japoneses) lo que facilitó su destrucción. - La no protección de los grandes buques por redes antitorpederas, como tampoco lo estaba la entrada de la base. - De los 70 buques de guerra y 24 auxiliares presentes, sólo un destructor tenía las calderas a presión en condiciones de navegar. - Los tres portaaviones americanos que habían salido contados días antes para transportar aviones y uno para reparaciones. - La no destrucción de los enormes y rebosantes depósitos de petróleo de la isla, como tampoco de los talleres de reparación, a la larga objetivos tan importantes como los propios buques... En definitiva, un cúmulo de circunstancias que hacen del sonado caso más un sino de ofuscaciones que una comedia de trágicos enredos. Corramos, corramos un tupido velo. Pero no sin antes erigir un ¿antimonumento? bifronte: una cara dedicada al técnicamente magistral golpe japonés, fruto de una dinámica insensata de la política exterior, y la otra a la política americana que lo hizo posible gracias a la mezcla inestable de angelismo, de urnas, estulticia de bienpensantes y maquiavelismo de refrenados. Si no fuera por esos detalles, los únicos monumentos de la historia serían para la infraestructura.
obra
Concepción Remisa era hija de Gaspar de Remisa, uno de los banqueros más importantes de la España de Isabel II. Estaba casada con el político y literato Segismundo Moret, eligiendo al pintor Federico de Madrazo para realizar el retrato de pareja tan habitual en el mundo romántico. Doña Concepción aparece de más de medio cuerpo, vistiendo un elegante traje negro con amplio escote ribeteado con blanca puntilla de encaje. Un collar de oro y perlas a juego con los pendientes adornan el atractivo rostro enmarcado por el peinado de casquetes tan habitual entre las damas de la época como se aprecia en el retrato de la Condesa de Vilches. En su brazo izquierdo sostiene un echarpe de gruesa tela mientras en la mano porta un pañuelo de encaje. El dibujo es correcto, siguiendo la estela de Ingres en la idealización de la dama, en el empleo de una iluminación suave y en la delicadeza del trazo, resaltando su aspecto elegante y lánguido. El resultado es un gran retrato por el que Federico de Madrazo cobró 8.000 reales.
contexto
Iberia es el nombre con que los griegos denominan -o terminaron por denominar- a la Península Ibérica en general, aunque particular y tradicionalmente reservaban esta designación a las tierras que miraban al Mediterráneo, las que les eran más familiares. Los primeros iberos documentados en la literatura antigua conservada estaban situados en la provincia de Huelva, según testimonios contenidos en la "Ora Marítima" de Avieno y en el Pseudo-Escimno de Chio. En el viejo periplo de origen seguramente griego, fechable hacia el siglo VI a. C., que recoge en su "Ora Marítima" el poeta tardorromano Avieno, se cita un río de nombre Hiberus, identificable con uno de los ríos onubenses (el Tinto o el Odiel, sin descartar la posibilidad del Piedras), a occidente del cual estaban Iberia y los iberos: "nam quicquid amnis gentil huius adiacet occidum ad axem, Hiberiam cognominant" (O.M. 253-254). El texto del Pseudo-Escimno, que se remonta al siglo V a. C., es menos explícito, pero corrobora la ubicación de estos antiguos iberos, y coincide con la Ora en distinguirlos de los tartesios, que vivían, según estas referencias de origen bastante remoto, al este de aquéllos (hacia la desembocadura del Guadalquivir), un dato de interés para lo que parece una consideración inicialmente restringida tanto de los iberos como de los tartesios. El caso es que el concepto de iberos y de Iberia se fue ampliando con una connotación fundamentalmente cultural y geográfica, de forma que en autores griegos que recogen la visión que de Occidente se tenía antes de la conquista romana, Iberia comprendía a los pueblos y culturas que miraban al Mediterráneo, que es la consideración que todavía recoge Polibio en el siglo II a. C. La Iberia así concebida, habitada por pueblos de nombres distintos que los mismos textos antiguos recogen puntualmente -iberos propiamente dichos, tartesios, gletes o ileates, cilbicenos, etc. -, era la zona de la Península mejor conocida por las culturas clásicas, que disfrutaban de rasgos culturales más o menos comunes debido a la expansión de la cultura urbana desde los iniciales focos tartésicos de la baja Andalucía. Esta expansión del concepto de Iberia, tal como en la documentación literaria se presenta, puede ser bien vista a partir de los resultados de la investigación arqueológica última, mediante la que se comprueba lo que acabo de decir: la expansión de las culturas más evolucionadas del Suroeste peninsular, de timbre tartésico, hacia la alta Andalucía, el Sudeste y el Levante mediterráneos. La potencia irradiadora de aquella zona nuclear fue enorme desde la configuración del Bronce Final Tartésico, tanto hacia los pueblos y las tierras que miran al Mediterráneo, como hacia el interior peninsular, capacidad de irradiación cultural y de extensión de los intereses económicos -connatural a las culturas de corte urbano- que se ratificaría poco después, en la activa etapa orientalizante, con la ubicación en Gadir/Cádiz del más importante centro fenicio de la Península, y la entrada de Tartessos en la etapa de su mayor apogeo económico y político.
obra
El gesto de Fontana de rasgar la tela, o de agujerearla, se puede ver como uno de los puntos de no retorno del informalismo, el paso del trazo al pinchanzo o a la cuchillada. Sin embargo, como sucede también en parte de la pintura informalista, ese gesto es muy meditado: no se da en cualquier lugar del cuadro ni en cualquier dirección, ni es indifirente el tamaño. Más que una liberación de instintos o de pulsiones subconscientes, se trata aquí de una investigación muy meditada sobre el espacio y el cuadro -o la escultura- como elementos que se han venido oponiendo a su libre circulación.
contexto
Pocas palabras han tenido tanta garra en el léxico de los historiadores de la Iglesia como la de reforma. Aplicada por antonomasia a la ruptura iniciada por Martín Lutero a partir de 1517, su utilización se ha prodigado también para designar los mas variados intentos de regeneración de la jerarquía y la sociedad cristianas. Nadie se cuestiona hoy en día que en el siglo XI los deseos de mejora de la Iglesia estaban ampliamente extendidos. Así lo demuestran obras como el "Liber Gomorrhianus" de Pedro Damián o el "Adversus simoniacos" de Humberto de Silva Cándida que, un tanto ásperamente, denuncian todo un conjunto de lacras. A. Fliche, uno de los grandes historiadores de la Iglesia de nuestro siglo, ha sido un buen popularizador de la expresión "reforma gregoriana" al considerar al papa Gregorio VII como su principal protagonista. De acuerdo con esta idea el Papado, consciente de la necesidad de renovar moralmente al clero, luchó por conquistar su libertad frente a la tutela de los poderes temporales. A todos resultan evidentes los méritos de una serie de Papas del siglo XI y de sus consejeros en su lucha por la regeneración moral de la Iglesia. Pero queda asimismo fuera de duda que, a favor de la reforma, pugnaron muy diversas fuerzas... antes incluso de doblar el mítico Año Mil. Desde distinta dirección, Cluny y otras ordenes monásticas llevaban ya algún camino andado... y facilitarán incluso titulares a la sede romana, algunos de ellos fervientes paladines de la reforma. ¿Qué decir también de esos emperadores alemanes antes citados empeñados en proveer de buenos rectores a la Iglesia? Y ¿qué decir de los brotes reformistas de signo popular y cuasi revolucionario que unas veces coincidieron en sus objetivos con la curia pontificia y otras fueron considerados como sospechosos de herejía? Posiblemente resultará cómodo echar mano de un lugar ya común: no hubo una sino varias reformas. En todas ellas hay unas mismas preocupaciones, aunque las vías a utilizar puedan diferir sensiblemente. En principio había dos vicios que se consideraba necesario erradicar en el clero: el nicolaísmo y la simonía. Por nicolaísmo se entendía el amancebamiento de clérigos. El matrimonio de los sacerdotes en esta época se consideraba no invalido, sino simplemente ilícito. Las normas que imponían el celibato eclesiástico se aplicaban con bastante indulgencia pese al escándalo de algunos estrictos reformadores. Estos podían invocar justamente ejemplos del pasado: el concilio hispano de Elvira (a comienzos del siglo IV) o el posicionamiento de Padres de la Iglesia del Occidente como San Jerónimo o San Agustín. Pero dudosamente podía pensarse que el celibato fuera de todo punto necesario para facilitar el ministerio sacerdotal. De hecho, hasta entrado el siglo XI el debate sobre el amancebamiento/matrimonio de clérigos no se planteó con toda aspereza. Será uno de los caballos de batalla de los reformadores más famosos. Por simonía se entendió a principios de los tiempos cristianos la compra de poderes carismáticos. Mas adelante, por simonía -vicio asimilado a la herejía- se entendió el tráfico de cosas santas y la compra de dignidades eclesiásticas. La más conocida de todas las formas de simonía era la venta de obispados o abadías por los príncipes seculares, aunque también se podía llegar al humilde nivel de simples iglesias rurales. El que algunos cargos eclesiásticos llevasen anejos una masa de bienes materiales convertían a obispos o abades en grandes señores temporales tentados con frecuencia al abandono de sus responsabilidades espirituales. Ante tan equívoca situación fue surgiendo toda una casuística en la que acabaron enfrentándose posiciones a menudo irreconciliables. Así, los reformadores más radicales repudiaron todo tipo de acto simoníaco que, según ellos, contaminaba cualquier acto espiritual del dignatario que había comprado su cargo. El cardenal Humberto de Silva Cándida, dentro de esta línea, recomendaba la destitución de todo clérigo que hubiera recibido órdenes de un obispo simoníaco. En una línea mas templada otro de los grandes reformadores, Pedro Damiano, aun pidiendo la destitución del simoniaco, reconocía la validez de las órdenes recibidas gratuitamente de manos de un consagrador simoniaco. En relación con la simonía se situaba a veces el problema de la investidura laica. Suponía esta la ruptura de la vieja práctica canónica según la cual el ministerio episcopal era conferido por el clero y el pueblo (o, al menos, con el asentimiento de éste) de la diócesis correspondiente. Con el discurrir del tiempo, los príncipes seculares usurparon este derecho invistiendo directamente a los obispos con la entrega del báculo (símbolo de la jurisdicción) y el anillo (expresión de la unión mística con la Iglesia). Aunque en muchas ocasiones (recordemos el ejemplo de papas designados por emperadores) los poderes temporales velaban por la honorabilidad de los candidatos, de hecho, primaban más las razones de utilidad del candidato que su idoneidad espiritual. Emperadores y reyes tuvieron en efecto, en obispos y abades, buenos colaboradores en las tareas administrativas y, además, un importante contrapeso frente a la orgullosa nobleza laica. Que una investidura laica fuera acompañada de un pago por parte del beneficiario podía resultar una sospecha más que razonable. Si el Pontificado se llegaba a poner a la cabeza de un vasto movimiento contra las anteriores lacras trabajaría, de paso, en la reafirmación de su primacía sobre todo el Occidente. Esta se venía reconociendo desde tiempo inmemorial aunque, como recientemente ha recordado J. Paul, con un sentido eminentemente honorífico. Así, en el siglo X, Occidente semejaba una gran federación de provincias eclesiásticas unidas por una misma fe y una misma disciplina. Después del año Mil las cosas fueron cambiando. La curia romana, aparte de invocar la regeneración del estamento eclesiástico, se dedicó a desempolvar viejas teorías que hablaban de la relación entre los distintos poderes. Lo que papas del pasado (desde Gelasio I a fines del siglo V) habían planteado como reflexiones puramente espirituales, los gregorianos lo elevaron a la categoría de imperiosa necesidad. Para ellos, el poder temporal sólo se legitimaba en la medida en que estuviera conforme a las exigencias espirituales. Y estas solamente podrían cumplirse merced a una constante intervención de los pontífices ante los soberanos. Por tanto, reforma de la Iglesia -en perspectiva gregoriana- y teocracia pontificia estaban condenadas a recorrer un mismo camino.