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termino
acepcion
Reunión entre obispos católicos para tratar temas relacionados con las normas eclesiásticas y su doctrina. En la historia del cristianismo se han convocado 21 concilios. El primero se celebró en el año 325 y fue el concilio de Nicea.
contexto
Con la llegada del clasicismo se generalizan escuelas privadas donde la mujer podía recibir educación musical, como complemento a una formación global ya en boga. El siglo XVIII se inclina a favor de la educación familiar, pero como el éxito de ésta sólo puede asegurarse en medios privilegiados que puede costearla, se hace necesario crear un sistema de educación pública que pueda cubrir las deficiencias educativas que los padres no pueden dar. En Francia, por ejemplo, se constatan los esfuerzos de la escuela de Madame de Miremont, que escribe un tratado educativo, en cuya introducción, hace constar que recibe a las muchachas de 7 a 18 años, y que las alumnas se dividen en dos cursos, de 7 a 12 y de 13 a 18, para aprender danza y música, religión, lenguas vivas, literatura, geografía, historia y ortografía (231) . En Inglaterra, la enseñanza de la música y la danza eran un logro necesario, para completar su formación que les dispusiera para un buen matrimonio (232). Gráfico Al implantarse los conservatorios en España, a la medida de los italianos, y por la intervención directa de la reina M? Cristina de Borbón, napolitana, el 23-VI-1830, España establece oficialmente la enseñanza de la música con una postura muy controvertida: la aleja radicalmente de la universidad para acomodarla a una enseñanza musical técnica, que en los primeros albores del conservatorio madrileño estaba centrada en torno a la ópera italiana (233). Los conventos seguirán funcionando, pero tanto la afrancesada como la desamortización de Mendizábal harán que el presupuesto de las capillas musicales decaigan notablemente. Se cierra, por tanto, una etapa específica de la enseñanza y práctica de la música en la mujer española de la Edad Moderna. Y comienza una nueva perspectiva para la mujer de la Edad Contemporánea, ya vinculada a nuevas perspectivas profesionales como cantante e intérprete de música escénica.
contexto
La simple relación de las cifras globales -17 exposiciones, 2.557 expositores, 11.419 obras, 591 medallas, 6.999 menciones y 603 adquisiciones oficiales, aparte de los cerca de 2.000 artículos- deja bien claro su papel trascendental en el desarrollo de un arte al que los cambios sociales y la adecuación a las nuevas circunstancias, habían llevado a mediados de siglo, casi hasta su desaparición, sin que, paradójicamente, hubiera perdido su relevancia social. Del "España ya no existe" de 1851 se pasa a este florecimiento que demuestra lo acertado de la creación de las Exposiciones Nacionales, pues, como repetidamente reconoce la prensa contemporánea, cumplieron con el cometido asignado: el renacimiento del arte español. Las exposiciones conforman un magnífico documento para el estudio del arte de esta época, ya que reúne el mayor elenco de artistas y obras del momento. Muchas de ellas están hoy recogidas en los museos, y, lo que es más importante, frente a la apatía de épocas más recientes, el Estado compró directamente en los certámenes más de 600 obras. Con ellas, si no estuvieran dispersas por distintos museos provinciales, organismos oficiales y hasta instituciones y residencias privadas, se podría formar un selecto museo, una síntesis del arte español del siglo XIX. Esta dispersión, englobada dentro de los denostados depósitos del Museo del Prado, constituye por sí misma, un precioso documento paró el estudio del gusto artístico de la época y sus repercusiones sociales, ya que lo mismo obedece a razones puramente estéticas -la conveniencia de difundir el gusto a las Bellas Artes y que los Museos Provinciales posean obras modernas, se argumenta en la Real Orden (1867) que regula los depósitos-, geográficas -la cesión del Descendimiento de la Cruz, del murciano Valdivieso al museo de su provincia-, romántico-sentimentales -D. Pelayo en Covadonga, de Luis de Madrazo, para la Colegiata de Covadonga- simplemente, ilustrativo-ornamentales, como los cuadros históricos depositados en distintas universidades -La primera hazaña del Cid, de Vicens Cots en la Universidad de Barcelona- o en el mismo Palacio del Senado, como Últimos momentos de Fernando IV El Emplazado, de Casado del Alisal. Las exposiciones permiten seguir, también, el desarrollo de la crítica, indispensable en el arte contemporáneo, porque los periódicos y revistas se van a volcar en estos acontecimientos, provocando la proliferación de opiniones y comentarios. Faltos, por lo general, de una clara formación artística, justifican con el argumento de que la belleza se siente y no se define, alegado por el crítico ocasional Pedro Antonio de Alarcón, unas críticas normalmente literarias y descriptivas, acordes con el gusto de un público que se tenía por entendido, y merecía la fina ironía de Fernanflor: "No encontrarán ustedes -escribe en 1884- ser civilizado que, puesto ante las obras de arte de la Exposición, diga que no entiende de pintura. Todo hombre culto se avergüenza de decirlo, y no se avergüenza de confesar que no sabe hacer zapatos o tocar el clarinete". Este sentimiento explica tanto la clara supremacía de la pintura frente a las demás técnicas -escultura y, sobre todo, arquitectura- como la aplicación de criterios de valoración subjetivos que en nada contribuyen a la necesaria evolución del arte y de las mismas exposiciones, muy al contrario, cada vez son más limitadores y anacrónicos, por lo que unidos a la misma prolongación de los certámenes en el siglo XX -con las secuelas de los trapicheos del jurado, ausencias de los artistas consagrados, excesiva generosidad medallera de la Administración, juicios personales y descalificación de la crítica, y falta de adquisiciones particulares- justifican su defunción, augurada ya por Juan de la Encina en 1924 -Las exposiciones nacionales se mueren, dejémoslas morir, pues su salvación está en la muerte, de hecho hace tiempo que están muertas- cuando las vanguardias comenzaban a triunfar en España. Este final, sin embargo, no empaña la realidad de las Exposiciones Nacionales como freno a la decadencia del arte español de mediados de siglo XIX, y promotoras de su posterior renacimiento al encauzar la obligación del Estado, delegado por la sociedad, de velar por el desarrollo de unas actividades a las que, en gran medida, se debía el buen nombre de las naciones, garantizando su presencia en el momento y su memoria para el futuro. Al asegurar la competitividad y la profesionalización de los artistas, y favorecer la intervención de los aficionados, críticos y entendidos en el proceso artístico, trascienden la mera actividad artística alcanzando un relevante significado social como una respuesta más de los paradigmas del siglo: el progreso, la libertad de mercado, la cultura de masas. En consecuencia, tiene plena validez la afirmación de un suelto de "La Patria", en 1884: "Cada época tiene su sello especial que la caracteriza, y la presente se distingue por un signo particular que la da color y carácter propio cual es el de las exposiciones".
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A la hora de efectuar una valoración general sobre el significado de la arquitectura urbana hispanorromana, ha quedado demostrada su importancia como uno de los principales vehículos de expresión del poder de control que sobre todos los aspectos de la vida de los ciudadanos ejercía Roma como potencia dominadora. Esta sensación de dominio fue imponiéndose sobre las distintas áreas de la Península de una forma gradual y siempre ajustada a la realidad de cada momento.Ya la arquitectura de los primeros momentos de la conquista, eminentemente militar por necesidad, ofreció exponentes como el impresionante dispositivo ciclópeo erigido en la zona superior de Tarragona para proteger a las tropas romanas allí concentradas que constituye todo un símbolo de prestigio y de poder. A medida que fue ampliándose el territorio conquistado, en aquellas zonas dotadas de unos signos de mayor desarrollo cultural es donde comenzó a implantarse un decidido programa de introducción de las manifestaciones de la más genuina tradición itálica. Este proceso, que tuvo su inicio en el comienzo del siglo I a. C., encuentra en Ampurias, y en particular, en su foro, el ejemplo más destacado de la trascendencia que otorgaban los romanos a la urbanización como instrumento de romanización de un territorio. Este fenómeno experimentó un considerable auge a partir de la segunda mitad del siglo I a. C., cuando, primero César, y a continuación, Augusto, abordaron la remodelación de toda la Península, una vez pacificada. Es el momento en el que surgen nuevos modelos urbanos que pretenden ser un reflejo del prestigio alcanzado con bastante frecuencia a raíz de un ascenso en el rango jurídico. Las capitales de provincia cumpliendo su función de órgano representativo del poder central imitan programas monumentales y decorativos procedentes de la metrópolis. El culto al emperador y, en definitiva, el nuevo régimen, empieza a apoderarse de las principales manifestaciones de la vida ciudadana, precisamente, a través de la arquitectura adornada con elementos iconográficos de gran carga simbólica que encontrarán su máximo exponente en los conjuntos arquitectónicos dedicados al culto imperial provincial (Tarraco, Augusta Emerita, Colonia Patricia). En el siglo II, la monumentalización de las ciudades estaba llegando a su techo y, salvo la excepción de la Nova Urbs de Itálica, que no tiene parangón en toda Hispania, la actividad constructora ya no tuvo empuje del siglo y medio anterior. Comienza a partir de aquí un lento proceso de decadencia en el que, paulatinamente, las ciudades hispanorromanas irán siendo despojadas de sus principales exponentes monumentales. Este desmantelamiento se verá agudizado a raíz de la crisis del siglo III, donde una nueva sociedad, a pesar de seguir conservando durante algún tiempo la fe en el emperador como señor y dios viviente, ya no dispuso de los mismos mecanismos de representación y participación política que durante 300 años habían cohesionado la población provincial y, así, la arquitectura que había ido jalonando el desarrollo de la vida urbana fue perdiendo sus funciones hasta convertirse en la mejor cantera para las construcciones de unas ciudades, viejas en el tiempo, pero nuevas en cuanto a su fisonomía y organización interna.
contexto
La implantación del urbanismo romano en Hispania fue un fenómeno consecuente al proceso de romanización, y para buena parte del territorio, no supuso una ruptura estructural con el periodo anterior, sino más bien la culminación de una serie de cambios que se estaban produciendo en el seno de la Iberia prerromana. Roma actuó de forma flexible aprovechando la situación preexistente e implantó su dominio sobre los viejos núcleos ibéricos a cuyos habitantes concedió el privilegio de la ciudadanía romana o latina. De este modo, las aristocracias indígenas vencidas conservaron sus privilegios económicos y sociales -canalizados ahora al servicio de Roma-, llegando, en ocasiones, a ser las minorías rectoras de las nuevas ciudades. Es evidente que la emigración de itálicos y los veteranos del ejército constituyeron, de manera prioritaria, la base social del nuevo sistema. En la configuración de las ciudades hispanas nunca se aplicaron esquemas rígidos, ni siquiera en las fundaciones ex novo, y no fueron muchos los núcleos urbanos que respondieron al urbanismo ideal. La extensión, la planta, el tamaño de las insulae, los espacios forenses o de otros edificios públicos, presentan muchas variables, si bien es cierto que carecemos de datos para un número bastante elevado de recintos hispanorromanos. De hecho, estamos muy mal informados del urbanismo de época republicana, salvo excepciones contadas, en parte porque aparece enmascarado bajo las construcciones imperiales y, en parte, por falta de excavaciones. Con Augusto se definió la red de ciudades y se articuló el territorio de forma más ordenada y jerárquica. Se fundaron ciudades-tipo y se reorganizó la distribución de los espacios públicos de los viejos asentamientos. Esta tarea se continuó en época julioclaudia, como ponen de relieve los foros de Bílbilis, Clunia, Valeria, etc. Durante el periodo flavio se da por concluida la monumentalización de algunas áreas forenses cuyo proyecto se había iniciado años antes. Aunque la actividad se mantiene en el siglo II d. C., de hecho, con el fin del Alto Imperio, se cierra también el capítulo fundamental de urbanismo hispanorromano. Durante el Bajo Imperio tuvo lugar la variación del modelo de organización urbana -centrado en la ciudad- por el de organización rural, extraterritorial e independiente de la urbe. Las ciudades se vieron limitadas en su propio desarrollo, sin que ello implicara la ruina y abandono que suponía la historiografía de hace unos años. Para Hispania, Arce ha reivindicado, con razón, la vitalidad de muchos núcleos urbanos hasta fines del Imperio. Siguiendo la huella de Roma, algunas ciudades se dotaron de muralla, bien edificada ex novo, o bien aprovechando el recinto antiguo. Estas fortificaciones conferían a la ciudad un aire de prestigio a la par que le proporcionaban un elemento de prevención ante posibles peligros. Por ello, las murallas tardías serán, en gran medida, uno de los restos arqueológicos más visibles a la hora de definir el paisaje de bastantes ciudades romanas de la España actual.