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CAPITULO L Suscita el Gobernador de la Provincia dificultades sobre la facultad de confirmar, y con recurso a la Comandancia la impide; y sale decidido a favor de la facultad: viene a confirmar a estas Misiones del Norte, y de vuelta muere su amado Compañero y Discípulo el P. Fr. Juan Crespí. No sin fundamento recelaba el V. P. Junípero que podría hacer alguna falta para el bien de estos Establecimientos aun la sombra del Exmô. Señor Bucareli, cuanto más su autoridad en el Gobierno; pues en cuanto ya esta provincia no corría a su cargo empezó a experimentar tales disposiciones, que no sólo eran impeditivas a la extensión, sino destructivas de lo Conquistado si se ponían en planta. Procuraba el V. Padre con su gran prudencia y paciencia al Autor de dichas indisposiciones (que era el que gobernaba la Provincia, que el Exmô. Señor Bucareli lo había enviado para dar fomento y calor a la espiritual Conquista) cuantas razones le dictaba su mucha práctica y alto alcance a fin de contener dichas disposiciones y providencias por las fatales consecuencias que de ellas se seguían a lo ya reducido y conquistado. Pero las eficaces razones que le proponía, le hacían al parecer tan poca fuerza para convencerlo y contenerlo, que antes iba cada día ideando otras, sacando nuevos proyectos para impedir los adelantamientos de las Misiones fundadas, que corrían con grande aumento en lo espiritual y temporal. Todos estos medios de que se valía el enemigo para mortificar a este fervoroso Prelado, los sufría con mucha paciencia y grande paz interior, no obstante que le penetraban su corazón, y le eran más sensibles que las penetrantes saetas que le pudiesen disparar los más bárbaros y feroces Gentiles. Omitiendo muchos casos que en prueba de lo dicho podía referir, apuntaré sólo uno, y esto solamente para hilar la Historieta, y no se eche menos la Visita del V. P. Presidente a las Misiones, para confirmar el año de 80 atribuyéndoselo a omisión. Suscitó dicho Señor Gobernador la dificultad, si se podría usar de la facultad de confirmar, porque no tenía el Pase del Real Patronato o Vice Patrono: y respondiéndole S. R. que sí lo tenía, pues había pasado en Madrid por el Real Consejo, y en México por S. Excâ. y Real Acuerdo, que ya hacía una año que usaba de ella, sin que le hubiese entrado hasta la presente tal escrúpulo. Díjole que le enseñase la Patente, y todos los instrumentos concernientes a la dicha facultad, y pidiéndole el Pase, le respondió que el original quedaba en el Archivo del R. P. Prefecto, que el instrumento necesario y suficiente era la Patente firmada, sellada y refrendada por el Secretario; y para que le constase tener el Pase de S. Excâ., y de consiguiente el del Real Consejo, que leyese aquella Carta del Exmô. Bucareli (que le puso en sus manos) en que le daba los parabienes de que hubiese recibido la facultad de confirmar, y de los muchos que el año anterior había confirmado. Díjole que esto no servía, porque las Provincias internas ya no pertenecían al Gobierno del Virreinato, sino de la Comandancia General. Pues, Señor, ahora ¿quién es el Vice Patrono? Y respondiéndole que en todas las Provincias el Comandante General, y en estas Californias que lo era él, como Gobernador. Pues, Señor, dijo el fervoroso Prelado, si está todo en la tierra, es fácil de componerse; aquí tiene Vm. la Patente con la facultad: suplico se ponga el Pase, para que estos pobres no se priven de tanto bien; pues no siendo la facultad más que para diez años, van estos corriendo. A cuya propuesta (llevando adelante sus intentos) que el Pase en donde lo había de poner era al pie del Breve que había dado su Santidad original, y al pie del Pase original de Consejo, y mientras no le entregase los Originales, lo exhortaba no pasase a confirmar hasta que viniese respuesta de la Comandancia a la consulta que tenía hecha. Dejo a la consideración de los que esto leyeren la pena que causaría al fervoroso corazón del V. P. que conocía cuanto importaba en estos tan Neófitos en la Fe este Santo Sacramento; pero ofreciéndolo al Señor suspendió el confirmar, no fuese que también lo privase de bautizar. No es de creer que dicho Señor obrase de malicia, sino que como carecía de Asesor, obraría según su alcance, que presumiría que así lo debería hacer. En vista de todo lo dicho, no sólo suspendió la administración de la Confirmación, sino que remitió al Colegio la Patente y facultad, escribiendo cuanto había pasado con dicho Señor Gobernador. En cuanto recibió el R. Padre Guardián las Cartas, se presentó al nuevo Virrey pidiéndole testimonio del Pase que se había dado al Breve de su Santidad, y remitiéndolo al Comandante general, envió orden al Señor Gobernador que en manera alguna impidiese al R. P. Presidente el confirmar, y que siempre y cuando su Paternidad quisiese salir para las Misiones le aprontase Escolta. Con esto cesó esta borrasca; pero se siguieron otras, que no pararon los vientos contrarios hasta la muerte, para que el martirio que deseaba fuese incruento. En todo el tiempo que tardó el venir la decisión de la duda, que fue largo por la mucha distancia que hay de aquí a México, de México a Sonora, y de Sonora a Monterrey, no hizo Confirmaciones, ni salió de su Misión, sino que en ella se ocupó en el ordinario ejercicio, consolándolo el Señor con muchos Gentiles que ocurrían de bien lejos pidiendo el Sacro Bautismo, en cuyo catequismo se ejercitaba, y después bautizólos aumentando hijos a la Santa Iglesia a pesar del Infierno. Por el mes de septiembre de 81 que llegó la dicha decisión, después de haber celebrado Confirmaciones en su Misión, salió a practicar lo propio en la de San Antonio, y se regresó a principios de octubre para celebrar la Fiesta de Ntrô. S. P. en su Misión de San Carlos. Pasada la fiesta determinó venir a confirmar en estas dos Misiones del Norte; y se ofreció el venir con S. R. su Discípulo Fr. Juan Crespí, deseoso de ver este Puerto ya poblado de Cristianos, pues no lo había visto S. R. sino poblado de Gentiles el año 1769. Llegaron a esta Misión el 26 de octubre, que fue para mí de extraordinaria alegría y gozo, pues vi en esta Misión juntos a nuestro amado P. Lector y Maestro y a mi querido condiscípulo el P. Fr. Juan Crespí, que según poco después sucedió, parece que vino a decirme: a Dios hasta la eternidad. Mantuviéronse en esta Misión hasta el 9 de noviembre, en que en dicho tiempo hizo el V. P. Presidente varios días Confirmaciones, dejando confirmados a todos los Neófitos que desde la última visita se habían bautizado. Salieron dicho día de esta Misión para la de Santa Clara, siendo para mí, y creo que también para sus Reverencias, igual la pena a la despedida, habiendo sido igual la alegría en la llegada. Confirmó el V. P. Presidente los Neófitos de aquella Misión; y se retiraron para su Misión antes que creciesen los Ríos. A los pocos días de llegados enfermó de muerte el P. Crespí; y conociendo que Dios lo llamaba para la eternidad, se dispuso y preparó con los Santos Sacramentos, y el día 1 de enero de 1782 entregó su alma al Criador a los sesenta años y diez meses de su edad, habiendo trabajado los treinta años en las Misiones de infieles: esto es, los diez y seis en la Misión de N. S. P. San Francisco del Valle de Tilaco de Indios Pames de la Sierra Gorda, en la que procuró imitar a su amado Lector y Maestro el V. P. Junípero, trabajando así en lo espiritual como en lo temporal, bautizando muchos centenares de Indios, educándolos así en los Misterios de Ntrâ. Santa Fe, como en el trabajo temporal a fin de civilizarlos, y que tuviesen con qué mantenerse, y vestirse. Fabricóles una grande Iglesia de cal y canto con sus bóvedas y torre; y solicitó de cuenta del Sínodo le enviasen de México Colaterales y Santos para el adorno interior; todo lo que consiguió a medida de sus deseos; y dejando aquella Misión de la Sierra Gorda en buen estado, y ya en vísperas de entregar al ordinario, fue nombrado por el R. P. Guardián y Venerable Discretorio del Colegio para venir a estas Californias; y en cuanto recibió la Carta del Colegio lleno de júbilo y alegría se puso en camino para el Puerto de San Blas con otros cuatro Compañeros, sin detenerse a pasar por el Colegio a despedirse por no dar lugar la precisión de estar cuanto antes en el Puerto. Lo restante de su vida, que fueron catorce años, los empleó en estas Californias, trabajando incesantemente, como queda dicho en esta Historia, por los muchos viajes que hizo con las Expediciones de tierra que quedan ya referidas; y si el Curioso Lector quisiere saber lo que trabajó y padeció a fin de que se lograse esta Conquista, no tiene más que leer los Diarios, que dicho Padre escribió por los caminos en lugar de descansar en las paradas, como también en el que formó en la Expedición de mar para el registro de las Costas de este mar Pacífico, que habiendo sido el primer registro de la Costa hasta el grado 55 en un mar y Costa no conocida, iban siempre en un continuo peligro de perderse dando en alguna Isla, fallaron, o piedras anegadas; pero de todos estos peligros lo libró Dios para que trabajase en esta su mística Viña, ayudando a su Venerable y ejemplar Maestro, que desde la llegada a Monterrey lo nombró por su Compañero y ConMinistro de la Misión de San Carlos, en donde trabajó desde la fundación hasta que murió, catequizando y bautizando innumerables Gentiles, como queda dicho hablando de dicha Misión. Con este cúmulo de méritos y ejercicio en las virtudes, en las que floreció desde niño, que lo conocí y estudiamos juntos desde las primeras letras hasta concluir la Teología y Moral, y siempre lo conocí muy ejemplar, que entre los Condiscípulos era conocido con el nombre de Beato o Místico, y de la misma manera continuó toda su vida con una candidez columbina, y de una profundísima humildad, de modo, que siendo Corista Estudiante, si alguna vez concebía el haber impacientado a alguno de los Condiscípulos, iba a su Celda, y se le hincaba de rodillas pidiéndole perdón; siendo corto de memoria, que no podía decir de coro o memoria las Pláticas Doctrinales en la Misa los domingos y días festivos, tomaba un Libro, y después del Evangelio de la Misa del Pueblo, leía una de las Pláticas Doctrinales, con lo que instruía al Pueblo, y edificaba a todos con su humildad. Adornado de ésta, y de las demás virtudes, y colmado de méritos por lo mucho que trabajó en la conversión de los Gentiles, lo llamó Dios para darle el premio de sus afanes y fatigas Apostólicas, y preparado con todos los Sacramentos que le administró el V. P. Junípero, y auxiliado de su Reverencia, entregó su alma al Criador, y píamente creemos todos los que lo conocimos y tratamos, que iría en derechura a gozar de Dios. Dióle sepultura el V. Padre junípero en el Presbiterio al lado del Evangelio en la Iglesia de dicha Misión de San Carlos, en compañía de otros dos Padres Misioneros, después de haberle hecho las debidas honras, a las que asistieron el Comandante del Presidio, con toda la Tropa de él y de la Misión, y de los Neófitos de ella, cuyos llantos de estos expresaron el amor que le tenían como a Padre, y lo expresó también el V. P. Junípero, pidiéndome poco antes de morir que le diese sepultura al lado de su amado Discípulo y Compañero el P. Fr. Juan Crespí, en que manifestó, no sólo el amor que le profesaba, sino también el concepto grande en que lo tenía su inculpable vida y ejemplares virtudes. No he querido omitir esta breve relación del dicho P. Fr. Juan Crespí, no tanto por haber sido mi tan amado Condiscípulo y Compañero más de cuarenta años así en esa Provincia, como en el ministerio Apostólico, como para que esa Provincia su Santa Madre lo tenga presente para encomendarlo a Dios por si necesitase de sufragios para ir a recibir en el Cielo el premio de sus Apostólicos afanes.
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Capítulo L De cómo Huanca Auqui habiendo perdido otra batalla se retiró a Cusipampa e hizo la conquista de los Pacamoros Tristísimo se retiró a Tomebamba Huanca Auqui del suceso, que tan prósperamente al principio había ido sucediendo, y que tan al revés había sido el fin y remate, todo causado de la poca orden con que quiso acometer a Atao Hualpa en el cerro, que cuando con toda la gente de su ejército lo hubiera hecho y con el concierto debido, sin duda le desbaratara y hubiera a las manos a su hermano, con lo cual quedaba concluida la guerra, y se atajaron las destrucciones, muertes, desdichas y miserias que a Huascar y a los suyos les sucedieron después y aun al mismo Huanca Auqui. De suerte se puede decir con verdad que el hierro del día de hoy y la poca estima que hizo de su contrario fue ocasión de su ruina y principio de ensalzamiento y grandeza de Atao Hualpa, el cual, contento del no esperado caso y más confiado de buena suerte y dicha, teniendo a la fortuna por favorable y amiga. Viendo que su hermano Huanca Auqui se había retirado al pueblo de Tomebamba y allí se hacía fuerte, atajando las calles, no quiso como vigilantísimo capitán darle tiempo para que se rehiciese, antes, ordenando de nuevo su ejército, que con la nueva y no pensada victoria se había animado y tomado nuevos bríos, embistió a Huana Auqui y facilísimamente le venció, el cual, conociendo su perdición y la ventura de su hermano, se salió huyendo de Tomebamba, con lo que de su gente le quedaba, y recogió con suma presteza todas las cosas de precio que allí había puesto su padre Huaina Capac. También se trajo los pares de Mama Ocllo, con el bulto que se llamaba Tomebamba Pacha Mamá. Entonces los Cañares de Tomebamba se vinieron con aquel bulto, y ellos mismos se lo trajeron diciendo: con esto que hacemos agradaremos a Huascar Ynga nuestro señor y nos terná en mucho, y así se vino Huanca Auqui con todos los que seguirle quisieron, retirándose poco a poco hasta llegar a un valle que se llama Cusi Pampa, adonde se paró y estuvo tres años. Atao Hualpa viendo retirado a su hermano y enemigo, entró en Tomebamba con su ejército y se apoderó della y se fortaleció con mucho cuidado, y como tenía grandísimo enojo con los cañares, por ser los que le habían revuelto con su hermano, empezó a hacer terribles castigos en ellos, y fue con tanta crueldad que hasta las mujeres preñadas hacía abrir por la barriga y sacar las criaturas vivas del vientre y las mandaba matar, diciendo: vuestros caciques fueron los primeros que con mal pecho inventaron este alzamiento, y me movieron e incitaron a que yo me alzase y ahora se han hecho de la parte de mi hermano, pues todos ellos me lo han de pagar. Viendo esto muchos de los cañares, y que era imposible escaparse secretamente, se escondían en cuevas y montes, y otros lugares ocultos, y se fueron huyendo a Cusi Pampa donde estaba retirado Huanca Auqui. Dicen comúnmente, los antiguos, desta nación de los cañares, que ha sido siempre traidora, revoltosa y embustera, llevando y trayendo chismes, y que por los muchos que llevaron, sin fundamento y con él, a Huascar Ynga de Atao Hualpa éste los mandó matar e hizo en ellos la destrucción que hemos visto. Aún ahora tienen la misma costumbre, y de ordinario en las revueltas y diferencias andan a unirse a quien vence, no teniendo más firmeza que la que descubren los buenos o malos sucesos. Atao Hualpa después de haber ejecutado su saña y hartado su sed en la sangre de los cañares, y concluido el castigo, tornó hacia Quito con gran aplauso y majestad, dejando puesto recaudo en Tomebamba, y en todas aquellas fronteras, conformando aquellas provincias en su amor, parte con beneficios y parte con los castigos que había hecho. Llegado a Quito, y descansado algunos días, entró muy poderoso pujante a la entrada de los quijos o umbos, y aunque por la aspereza de la tierra fue dificultosa la conquista, al cabo los sujetó y domó. Pensando solamente quedarse con las provincias de la redonda de Quito, con Tomebamba y los huancavilcas y otras naciones que hay por allí, lo trató con sus capitanes y consejeros, diciendo que no quería disensiones ni guerras con su hermano, antes le quería tener por amigo y tener con él paz y quietud, y así aparejaba alguna de la gente que había sacado cautiva de los quijos y umbos, para enviarla presentada y otras cosas, sino que se turbaron con lo que después veremos. Estando en Cusi Pampa Huanca Auqui, triste de su desastrada fortuna, despachó mensajeros a su hermano Huascar Ynga, avisándole de lo mal que le había ido con Atao Hualpa, y la mucha gente que había perdido en las batallas y cómo se había retirado allí a Cusi Pampa, donde había hecho muchos fuertes y edificios para si Atao Hualpa viniese sobre él estar apercebido y fortalecido. Oyendo esto Huascar Ynga fue increíble la pena que sintió maldiciendo su ventura y echando la culpa de todos los malos sucesos a los que habían dejado en Quito a Atao Hualpa cuando vinieron con el cuerpo de su padre. En este tiempo, Huanca Auqui, por restaurar las pérdidas pasadas y la opinión perdida en la guerra, hizo la conquista y entrada de los pacamoros, y más le movió e incitó a ello haber tenido avisos que su hermano Atao Hualpa había hecho la jornada de los quijos y umbos, y dijo a sus capitanes: hagamos nosotros otra entrada y no seamos para menos que mi hermano, pues nos ha quedado tan buena gente en nuestra compañía. Así entró a la conquista y ganó dos pueblos y cautivó muchos prisioneros, y queriendo dar algún contento a su hermano Huascar Ynga, que sabía estaba enojado con él, por el mal recaudo que se había dado con Atao Hualpa. Escogió de los más bien agestados y de mejor parecer y más principales, para enviar al Cuzco presentados, y que dellos se informase y supiese las particularidades de su tierra. Los pueblos comarcanos, como vieron la destrucción que a sus vecinos había sucedido y que la gente del Ynga les entraba en sus tierras, hicieron Junta General de todos y allí trataron que, hechos a una, diesen sobre Huanca Auqui y lo destruyesen y echasen de sus términos. Habiéndolo concertado con todo el silencio del mundo, se juntaron cerca de donde Huanca Auqui estaba alojado y dieron de repente sobre él por todas partes y con la repentina y alboroto que los cogieron los desbarataron y mataron a muchos e hicieron huir a Huanca Auqui, y les quitaron los prisioneros que tenían para enviar al Cuzco y los siguieron con grandísima determinación toda una noche y un día, sin descansar ni darle lugar a que se reparasen en algún puesto, hiriendo y matando en ellos, y como era tierra fragosa y áspera pudieron, como tenían más noticia della que los de Huanca Auqui, hacer a su salvo infinita matanza en el alcance, que duró hasta los paltas, donde los dejaron. Retirado desta suerte Huanca Auqui, maldiciendo su suerte, que tan contraria le era en todo lo que pretendía y ponía a la mano, estuvo algunos días allí, hasta que los pacamoros, no contentos con lo pasado, se atrevieron a salir de sus tierras y venir en busca de la gente del Ynga que estaba en Cusi Pampa alojada, y una noche dieron en el Real de Huanca Auqui y le mataron alguna gente al principio. El Real se puso en arma y usando Huanca Auqui de prudencia y presteza ordenó su ejército y revolvió sobre los pacamoros y los hizo retirar y salió en su seguimiento por tomar venganza de su atrevimiento, y fue tras ellos y se dio tan buena maña que los mató casi a todos que muy pocos se escaparon de sus manos. Enojado Huanca Auqui del daño que le habían hecho cuando dieron la primera vez sobre él, determinó de entrar a conquistarlos de una vez, con todo el ejército que allí tenía, y concluir aquella jornada.
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Cómo el Almirante fue a la Villa de la Navidad, y la halló quemada y despoblada, y cómo se avistó con el rey Guacanagarí Jueves, a 28 de Noviembre, el Almirante entró por la tarde con su armada en el puerto de la Villa de la Navidad, y la encontró toda quemada. Aquel día no vieron persona alguna en aquellos alrededores. Pero al siguiente, de mañana, el Almirante salió a tierra, con gran dolor de ver las casas y la fortaleza incendiadas; que en la plaza, sólo quedaban de las casas de los cristianos, cajas rotas, y otras cosas semejantes, cual en tierra devastada y puesta a saco. Como no había nadie a quien se pudiese preguntar, el Almirante, con algunos bateles, entró en un río que estaba próximo, y mientras subía por él, mandó que se limpiase el pozo de la fortaleza, creyendo que en él se hallaría oro, porque al tiempo de su marcha, recelando las dificultades que podían ocurrir, había mandado a los que allí quedaban que echasen todo el oro que allegasen en aquel pozo; pero no se encontró cosa alguna. El Almirante, por donde fue con los bateles, no pudo echar las manos a indio alguno, porque todos huían de sus casas a las selvas. No hallando allí más que algunos vestidos de cristianos, tornó a la Navidad, donde encontró ocho cristianos muertos, y por el campo, cerca de la población, parecieron otros tres; conocieron que eran cristianos por las ropas, y parecía que habían sido muertos un mes antes. Yendo algunos cristianos por allí, buscando vestigios o papeles de los muertos, vino a hablar al Almirante un hermano del cacique Guacanagarí, con otros indios que sabían ya decir algunas palabras en lengua castellana, y conocían y llamaban por sus nombres a todos los cristianos que allí habían quedado. Dijeron que éstos muy luego comenzaron a tener discordias entre sí, y a tomar cada uno las mujeres y el oro que podía; que por ésto sucedió que Pedro Gutiérrez y Escobedo, mataron a un Jácome, y después, con otros nueve, se habían ido con sus mujeres a un cacique llamado Caonabó, que era señor de las minas. Este los mató, y después de muchos días fue con no poca gente a la Navidad, donde no estaba más que Diego de Arana con diez hombres, que perseveraron con él en guarda de la fortaleza, porque todos los demás se habían esparcido por diversos lugares de la isla. Luego que fue Caonabó, de noche prendió fuego a las casas en que habitaban los cristianos con sus mujeres; por miedo del cual huyeron al mar, donde se ahogaron ocho, y tres perecieron en tierra que no señalaban. Que el mismo Guacanagarí, combatiendo contra Caonabó por defender a los cristianos, fue herido y huyó. Esta relación se conformaba con la que habían dado otros cristianos que había enviado el Almirante para saber alguna cosa nueva de la tierra, y habían llegado al pueblo principal, donde Guacanagarí estaba enfermo de una herida, por la cual dijo que no había podido ir a visitar al Almirante y a darle cuenta de lo sucedido a los cristianos; añadía que éstos, luego que el Almirante marchó a Castilla, comenzaron a tener discordias, y cada uno quería rescatar oro para sí, y tomar las mujeres que le parecía; y no contentos con lo que Guacanagarí les daba y prometía, se dividieron y se fueron esparciendo uno aquí y otro allá; que algunos vizcaínos fueron juntos a cierto lugar donde todos perecieron; que esto era la verdad de lo sucedido, y así lo podían referir al Almirante, a quien rogó, por medio de los cristianos, que fuese a visitarlo, porque él se hallaba en tan mal estado que no podía salir de casa. Hízolo así el Almirante, y al día siguiente, fue a visitarle; Guacanagarí con muestras de gran dolor refirió todo lo que había sucedido, como arriba se ha dicho, y que él y los suyos estaban heridos por defender a los cristianos, lo que se manifestó por sus heridas, que no eran hechas con armas de cristianos, sino con azagayas y flechas que usan los indios, con las puntas de espinas de peces. Luego que conversaron algún tiempo, el cacique dió al Almirante ocho cintos labrados de cuentas menudas hechas de piedras blancas, verdes y rojas, y otro cinto hecho de oro, con una corona real, también de oro, tres calabacillas llenas de granillos, y pedacillos de oro que todo pesaría cuatro marcos. El Almirante a cambio le dio muchas cosas de nuestras especies, que valdrían tres reales y fueron por él estimadas en más de mil. Aun que estaba gravemente enfermo, fue con el Almirante a vez la Armada, donde le fue hecha gran fiesta, y le gustó mucho ver los caballos, de los que ya los cristianos le habían dado noticia; y porque alguno de los muertos le había informado mal de las cosas de nuestra fe, diciéndole que la ley de los cristianos era vana, fue necesario que el Almirante le confirmase en ésta, y accedió luego a llevar al cuello una imagen de plata de la Virgen, que antes no había querido recibir.
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De cómo fundó la casa real del sol en un collado que por encima del Cuzco está, a la parte del Norte, que los españoles comúnmente llaman la Fortaleza, y de su admirable edificio y grandeza de piedras que en él se ven. La ciudad del Cuzco está edificada en valle, ladera y collados, como se escribe en la primera parte desta historia, y de los mesmos edificios salen unas formas de paredes anchas, en donde hacen sus sementeras, y por compás salían unas de otras, que parescían cercas de manera que todo estaba rodeado destos andenes que hacía más fuerte la ciudad, aunque por natura lo es su sitio; y así, lo escogieron los Señores della entre tanta tierra. Y como ya se fuese haciendo poderoso el mando de los reyes e Inca Yupanqui tuviese los pensamientos tan grandes, no embargante que tanto por él había sido ilustrado y enriquecido el templo del sol llamado Curicancha e hobiese hecho otros grandes edificios, determinó que se hiciese otra casa del sol que sobrepujase el edificio a lo hecho hasta allí y que en ella se pusiesen todas las cosas que pudiesen haber, así oro como plata, piedras rica, ropa fina, armas de todas las que ellos usaban, munición de guerra, alpargates, rodelas, plumas, cueros de animales y los de aves, coca, sacas de lana, joyas de mill géneros; en conclusión, había todo aquello de que ellos podían tener noticia. Y esta obra se comenzó tan soberbia que, si hasta hoy durara su monarquía, no estuviera acabada. Mandóse que viniesen de las provincias que señalaron veinte mill hombres y que los pueblos le enviasen bastimento necesario y si alguno adolesciese, entrando en su lugar otro, se volviese a su naturaleza, aunque estos indios no residían siempre en la obra sino tiempo limitado y viniendo otros salían ellos, por donde sentían poco el trabajo. Los cuatro mill destos quebrantaban las piedras y sacaban las piedras; los seis mill las andaban trayendo con grandes maromas de cueros y de cabuya, los otros estaban abriendo la zanja y abriendo los cimientos, yendo algunos a cortar horcones y vigas para el enmaderamiento. Y para estar a su placer, estas gentes hicieron su alojamiento cada parcialidad por sí, junto a donde se había de hacer el edificio. Hoy día parecen las más de las paredes de las casas que tuvieron. Andaban veedores mirando como se hacían y maestros grandes y de mucho primor; y así, en un cerro que está a la parte del Norte de la ciudad, en lo más alto della, poco más que un tiro de arcabuz, se fabricó esta fuerza que los naturales llamaron Casa del Sol y los nuestros nombran la Fortaleza. Cavóse en peña viva para el fundamento y armar el cimiento, el cual se hizo tan fuerte que durará mientras hobiere mundo. Tenía, a mi parecer, de largo trescientos y treinta pasos y de ancho doscientos. Tenía muchas cercas tan fuertes que no ay artillería que baste a romperlas. La puerta principal era de ver cuán primamente estaba y cuán concertadas las murallas para una no salir del compás de la otra; y en estas cercas se ven piedras tan grandes y soberbias que cansa el juicio considerar cómo se pudieron traer y poner y quién bastó a labrallas, pues entre ellos se ven tan pocas herramientas. Algunas destas piedras son anchas como doce pies y más largas que veinte y otras más gruesas que un buey y todas asentadas tan delicadamente que entre una y otra no podrán meter un real. Yo fui a ver este edificio dos veces: la una fue conmigo Tomas Vázquez, conquistador, y la otra Hernando de Guzmán, que se halló en el cerco, y Juan de la Playa; y creed los que esto leyerdes que no os cuento nada para lo que vi. Y andándolo notando, vi junto a esta fortaleza una piedra que la medí y tenía doscientos y setenta palmos de los míos de redondo y tan alta que parescía que había nacido allí; y todos los indios dicen que se cansó esta piedra en aquel lugar y que no la pudieron mover más de allí; y cierto, si en ella misma no se viese haber sido labrada, yo no creyera, aunque más me lo afirmaran, que fuerza de hombres bastara a la poner allí, adonde estará para testimonio de lo que fueron los inventores de obra tan grande, pues los españoles lo han ya desbaratado y parado tal cual yo no quisiera ver por la culpa grande de los que han gobernado en lo haber permitido y que una cosa tan insigne se hobiese desbaratado y derribado, sin mirar los tiempos y sucesos que pueden venir y que fuera mejor tenerla en pie y con guarda. Había muchos aposentos en esta fuerza, unos encima de otros, pequeños, y otros entre suelos, grandes; y hacíanse dos cubos, el uno mayor que otro, anchos y tan bien sacados que no sé cómo lo encarecer, según están primos y las piedras tan bien puestas y labradas; y debajo de tierra dicen que hay mayores edificios. Y cuentan otras cosas, que no escribo por no las tener por cierto. Comenzóse a hacer esta fuerza en tiempo de Inca Yupanqui; labró mucho su hijo Tupac Inca y Guayna Capac y Guascar y, aunque ahora es cosa de ver, lo era mucho más sin comparación. Cuando los españoles entraron en el Cuzco sacaron los indios de Quizquiz gran tesoro della y los españoles aún hallaron algunos y se cree que hay a la redonda della mayor número de lo uno y lo otro. Lo que desta fortaleza y la de Guarco ha quedado sería justo mandar conservar para memoria de la grandeza desta tierra y aún para tener en ella tales dos fuerzas, pues a tan poca costa se las hallan hechas. Y, con tanto, volveré a la materia.
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Túvose vista de la segunda isla poblada, y cuéntase lo que sucedió en ella Con el viento Leste y sus colaterales se fue navegando al Oeste hasta primero de marzo. Esta noche, yendo la zabra delante tiró un verso y se atraveso diciendo un hombre della: --¡Tierra por proa!; que luego al punto vimos y fuego en ella, que por verlo fue grande el contentamiento. Iba ya mostrándose claro el día con que vimos era isla, en cuya demanda fuimos; y cerca della vinieron a reconocernos dos canoas, y no quisieron esperar, por más que fueron llamadas, las gentes que las traían. Fue la zabra y surgió muy cerca de tierra por no poder menos, y della salieron luego hacia la nao capitana, bogando apriesa y a porfía, una flotilla de diez canoas pequeñas que traían para escora contrapesos; y llegados vimos venir dentro en ellas a unos hombres altos, bien hechos y hermosos, y de buen color. Venían cantando todos al son de sus canaletes, siendo uno de su capilla el maestre, a quien juntos respondían, y por señas nos dijeron llamásemos a la almiranta que por montar cierta punta seguía la vuelta de afuera, mostrando de ver que se iba tanta pena, cuanto quedaron gustosos ya que la vieron volver; y nos daban a entender, apuntando con los dedos, que fuésemos a su puerto. Lo para qué, saben ellos. Poníanse muchos enhiestos y con los brazos y manos, piernas y pies y sus remos hacían con gran destreza sones, bailes y ademanes. Su mayor tema era música y mostrase de nuestra vista y naves alegres y regocijadas. Por más que les porfiamos, nunca quisieron entrar ni comer de tantas cosas que les dimos, que recibieron en las puntas de las lanzas, y a todas ellas las olían y guardaron y mostraron estimar, y las que caían a la mar las sacaban con destreza zambulléndose. Venían en una canoa cinco indios, y muy brioso el del medio achicando el agua de su bajel. Traía éste a la cinta su rubio cabello. Era blanco de color, lindo de cuello y de talle, el rostro aguileño y bello, algo pecoso y rosado, los ojos negros, graciosos, la frente y las cejas buenas, la nariz, boca y labios muy proporcionados al todo, con los dientes bien ordenados y albos. En suma, era dulce en la risa y caricias, y en el modo extremado. Por rico de tantas partes y gracias, fue juzgado por una doncella muy hermosa; mas empero, era un zagal al parecer de trece años. Este fue el que de la primera vista se robó los corazones de todos los de la nao, y el más mirado y llamado, y el a quien todos a una ofrecían dones, y a quien con muy grande instancia el capitán pretendió acarrear con un vestido de seda, que pidiéndolo, se fue con mucho donaire; dejando bien que decir, y que notar, y al capitán bien que sentir la pena de no lo poder haber, para llevar por muestra desta grandeza de Dios en tal lugar. A la zabra se llegaron muchos indios, y atada al bauprés una cuerda, pretendieron llevarla a tierra. Otros muchos, zambullidos en el agua, ataban sobas al cable y tiraban por el ancla: otros ocupaban luego sus puestos para cubijar las tretas: y vistas sus diligencias y tanta priesa cuanta daban, hizo el capitán de la zobra se disparasen arcabuces, para con esto espantarlos. Mas ellos, por no conocer sus efectos, no mostraron un punto de miedo ni recelo de asir con ambas las manos a las espadas desnudas, y lastimados algunos, se alborotaron los otros, y se hablaban, bogando de unas a otras partes sus canoas a gran priesa; y con ésta, a la capitana vino en una dellas un viejo muy atrevido, con una gruesa y larga lanza de palma bien terciada, y puesto en pie. Traía de una hoja de carmesí un capotillo o muceta, y en la cabeza un sombrero que le dieron en la zabra. Era hombre alto, robusto y muy suelto; mostraba ser arrogante. Hería de pies y piernas, temblando terriblemente. Con los ojos y con la boca hacía fieros visajes. Daba muy altas las voces; al parecer nos mandaba o nos reñía. Con la lanza, blandiéndola a menudo, amenazaba y tiró cuantos botes pudo. Con intención de armansarlo se dispararon dos mosquetes. Diéronle gritos y amagáronle, de que hizo poco caso; mas antes con más orgullo dio de nuevo otras muestras para ejecutar su ira, y visto que no podía, como un rayo rodeó ambas las naos y se fue a donde estaba la zabra, y siguiéndolo todas las otras canoas. En este tiempo ambas las naos dieron fondo, siendo el viento de la tierra, y para ella los indios se huyeron todos, y se mostraron de guerra. A poco espacio fue el viento travesía, y aunque poco, hizo prolongar las naos, que por estar cerda de tierra estuvieron en un notable peligro; por lo que el capitán mandó al punto que por la mano fuesen largados ambos cables, y con gran priesa dar velas, y a las dos barcas que fuesen a recoger cables y áncoras. Los indios parece que de amor o de pena, de ver cuán presto nos íbamos sin ejecutar su bueno o su malo intento, no alcanzando el secreto, como yo no supe el suyo, vinieron muchos a nado y se asieron fuertemante a los remos de una barca, procurando con toda fuerza quitarlos a quien los bogaba: y tanta fue su osadía y su coraje del viejo de la muceta, que con sólo un garrote acometió a un alférez que en la delantera estaba, que recibido en la rodela su golpe no le quiso dar el pago, por ser orden del capitán que a los indios no les hiciesen mal alguno en las personas, ni haciendas; mas yo entiendo, según después alcancé que fueron menos que vinieron, y que estas órdenes sólo las quiere cumplir el que las da o les duelen. La zabra y barcas se recogieron a donde estaban las naos. El capitán hizo llamar al almirante y le dijo, estaba determinado de enviarle el otro día siguiente con las dos barcas y gente armada, y la zabra para que le hiciese escolta a tierra y que procurase en ella con buena maña traerle al menos cuatro muchachos, siendo el uno aquel zabal que se ha dicho, y los otros como él, y notase, que pues ponía a tan manifiesto riesgo naos gente en una tan pequeña isla, la necesidad que tenía por este o por otros medios haber de agua, y la leña de que tan faltos estaban, para de allí buscar al Sur y Sudoeste las tierras de donde aquellas gentes vinieron y ellos mismos nos guiasen. Esto encargó muchas veces mostrando mucha codicia de él mismo ser el caudillo. De una y otra vuelta anduvimos esta noche bien deseosos de pasarla, y cuando ya rasgaba el día, el almirante salió con la gente a tierra, a donde saltó el primero, y porque los indios procuraron impedirlo, fue forzoso a él y a otros dos atravesárselos delante. En esto la gente toda fue saltando a la mar, cuyas olas los arrebataron y los arrollaron, y a puros golpes les echaron a la playa con manifiestos peligros. La una barca reviró la quilla arriba, quedando debajo los cuatro que la bogaban. Otra ola puso la barca derecha y todos salieron salvos, que a no ser gente marinera, según el rigor que hallaron, fuera muy mayor la pérdida, que paró en vasijas y otras cosas que llevaban para hacer aguada y leña, y más en ciertos arcabuces. Estaba la playa con muchos indios puestos en orden y en arma, y todos juntos a un tiempo haciendo un pahori, que yo entiendo ser lo mismo que un modo de una entonada grita, a cuyo son deben de dar sus batallas, y remataban con una voz pareja brevísima y espantosa. Viniéronse para los nuestros, por lo que fue forzoso acometerlos con brío por el mucho con que ellos se allegaban; mas empero los arcabuces, a los que no les conocen después que saben sus obras los espantan, como se espantaron éstos, dejando bien franco el campo, y llevando como habían traído en unas andas y a hombros haciéndole con palmas sombra, a su rey o capitán, quedando allí dos o tres encendiendo a trechos con paja, leña: y entendimos que era señal o de paz o de imitar el fuego salido de nuestro mosquetes. Huyendo estos y los otros, se entraron todos en el pueblo que allí estaba debajo de un palmar, junto a una laguna que la isla tiene en medio. Se embarcaron los más dellos, y fueron a la otra banda. El almirante formó su cuerpo de guarda, a donde vino un muchacho, según dijeron tan hermoso y con tan dorados cabellos que era verlo lo mismo que ver un ángel pintado. Este tal, con las dos manos cruzadas, ofreció su persona o por preso o por lo que más quisiesen del. El almirante, por verlo así tan humilde y ser tan bello, lo abrazó y vistió con calzón y camiseta de seda, que el capitán le dio del rescate llevado, para este fin dado por Su Majestad. El muchacho por mostrarse agradecido, se subió con ligereza a unas muy altas palmas y derribó dellas cocos para los nuestros, diciendo si querían más. Parece que viendo otros muchos indios que allí estaban este buen trato, se venían ya llegando a donde nuestra gente estaba: el almirante sin moverse los llamaba por mejor asegurarlos, para que en estando juntos hacer muy mejor presa; mas Santanás, que no se duerme en casos en que tanto le importan, acabó con un soldado bisoño y mal mirado, que se entrase en una de aquellas casas. Su dueño se le opuso delante: acudió allí otro nuestro; mas el indio se dio tal maña con un garrote, que si no acude más gente, mata al uno, que de un golpe ya le tenía en el suelo aturdido, habiendo huido el otro. A la grita acudió más gente nuestra, a quien el indio hizo rostro; y un alférez Gallardo, que es el que llegó primero, dio al indio un balazo, que como se sintió herido y vio su sangre, con gran coraje arremetió con Gallardo, que por detenerlo, puso delante la espada y en ella se pasó de parte a parte; y cayó muerto en el suelo quien no debía la muerte por valiente y defensor de su casa. Con esta muerte y otras que allí se dieron, se perdió la ocasión del capitán deseada y pretendida, pues por sólo conseguirla y lo más della pendiente, se puso a brazo partido a luchar con la fortuna. Esto visto por los indios, se fueron como los otros, y así quedaron los nuestros con todo el trabajo en vano; que para un tan grande daño basta y sobra quien quiera. Dijo un nuestro por los muertos, que era de poca importancia llevarlos hoy el diablo, habiendo de ser mañana; razón de toda razón bien lejos, y más teniendo la fe de Cristo a las puertas de sus almas. Los soldados, repartidos por escuadras, se entraron la tierra adentro, y por el paraje que Gallardo con ciertos amigos iba, oyó ruido y miró hacia la parte a donde vio que se movían las ramas, y puestos todos en arma, Gallardo caló la cuerda, y apuntando caminaba para ver quién era desto la causa: y estando cerca, se levantaron con priesa y miedo de niños dos donceles y tres doncellas, todas bellas criaturas de diez años la más vieja, y más una dama derecha, gallarda y lozana muy airosa, cuello levantado y los pechos, muy ceñida de cintura, los cabellos muy rubios, largos y sueltos, y de hasta solos quince años. Era por extremo hermosa y agradable el todo della, y en lo que es color muy blanca, y por ser tanta su lindeza, a los nuestros esta dama espantó más que nuestra vista a ella; pues con ánimo varonil y prestos pasos, rostro alegre y risueño, los salió a recibir y al Gallardo le dio con su propia mano una su cobija nueva, que doblada llevaba debajo del brazo inquierdo, y luego con grande amor, ambos los brazos abiertos, lo abrazó y a su usanza le dio la paz en la mejilla. No faltó gana a los nuestros, según después me dijeron, de traer todo este nido, y que la dama no se mostró melindrosa para venirse con ellos; mas empero yo digo a esto, que dejaron de las manos a una tan rica presa cuanto yo la sentiré por grande pérdida de seis almas. Pasando más adelante, vieron detrás de unas matas estar escondido un indio que, de viejo, apenas abría lo ojos; mas por verlo tan pesado, Gallardo le dio la mano, y tan recio se la apretó, que dudó que tanta fuerza estuviese en tanta flaqueza cuanta aquel viejo mostraba. Visto por el almirante cuanto pudo desta isla, con la gente se vino para los barcos, a donde hallaron tan enojada la mar como cuando desembarcaron, y a tal extremo llegaron, que estuvieron muchos dellos para quedarse en la isla por el rigor de la playa, a donde por haber erizos de mar muchos se empuaron los pies y se embarcaron con trabajo y mayor peligro, y se fueron a las naos. El almirante de pesar excusó de verse con el capitán, cuyo dolor no se dice, por la mala maña que se dieron. Fueron halladas en las casas de los indios mucha cantidad de blandos y muy delgados petates, y otros más grandes y gruesos, y madejas de muy dorados cabellos, y otras de unas delgadas y bien tejidas trencillas, teñidas unas de negro, otras de rojo y leonado; unos cordeles delgados recios y blandos, que parecían de mejor lino que el nuestro, y muchas conchas de nácar, cada una tan grande como un plato ordinario. De estas mismas y de otras más pequeñas hacen, como allí se vieron y se trajeron, cuchillos, sierras, escoplos, formones, gubias, barrenas y anzuelos; y de huesos, al parecer de animal, hacen agujas para coser sus vestidos y sus velas, y azuelas con que labran sus maderas. Halláronse ensartados muchos ostiones secos, y en algunos al comer se toparon menudas perlas y se vieron unos ciertos pelos blancos, que parecían de animal. Esta isla es muy rasa; al parecer, de seis leguas; y en una parte que está casi empantanada, tiene el agua de que sus naturales beben, que a mi ver sólo es de la que llueve, que allí está en el arena detenida el mismo paso de la mar. En este propio paraje hay algunas caserías: tienen la tierra dividida como que es de muchos dueños y sembradas ciertas raíces, que debe ser su pan. Todo lo demás es un grande y espeso palmar, y de los indios su principal provisión; de cuya madera y hojas hacen y cubren sus casas, que son de cuatro vertientes curiosa y limpiamente obradas, con un sobrado cada una, abiertas todas por abajo, y el suelo y todas ellas aforradas con esteras, que también hacen de las palmas y de sus cogollos más tiernos tejidas unas blandas telas, con que los hombres cubren partes y las mujeres se cubren todas. Y destas palmas hacen los indios sus canoas y unas muy grandes piraguas, de veinte varas de largo y dos de ancho, más y menos, con que navegan a lo lejos, en que bien caben más de cincuenta personas; cuya fábrica es extraña y de dos vasos, el uno apartado del otro el espacio de una braza, con muchos palos y cuerdas muy firmemente ligados. Destas palmas hacen los árboles y todas sus jarcias y velas, timones, remos, canoas y achicadores, y sus armas de lanzas y de garrotes. En estas palmas nacen los cocos que les sirven de comida, y de bebida, y de aceite para curar sus heridas, y de vasijas en que recogen el agua; y casi se puede decir que con solos estos árboles se sustentan aquellas tan buenas gentes, que están allí y estarán en aquel desierto de agua hasta tanto que Dios se apiade de ellos. Esta isla dista de Lima, al parecer, mil y seiscientas leguas: su altura son diez grados y un tercio. El puerto a donde surgió la fragata está a la parte del Norte, bien junto a tierra, enfrente y cerca del pueblo. Parecióle al capitán quedarle bien el nombre de Peregrina.
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De cómo hablaron los guaxarapos al gobernador Otro día por la mañana vinieron los indios guaxarapos que el día antes habían estado con el gobernador, y venían en dos canoas; trujeron pescado y carne, que dieron a la gente; y después que hobieron hablado con el gobernador, les pagó de sus rescates y se despidió de ellos, diciéndoles que siempre los ternía por amigos y les favorescería en todo lo que pudiese; y porque el gobernador dejaba otros navíos con gente y muchas canoas con indios guaraníes sus amigos, él los rogaba que cuando allí llegasen, fuesen de ellos bien recebidos y bien tratados, porque haciéndolo así, los cristianos e indios no les harían mal ni daño ninguno; y ellos se lo prometieron ansí, aunque no lo cumplieron. Y túvose por cierto que un cristiano dio la causa y tuvo la culpa, como diré adelante; y ansí se partió de estos indios, y fue navegando por el río arriba todo aquel día con buen viento de vela, y a la puesta del sol llegóse a unos pueblos de indios de la misma generación, que estaban asentados en la ribera junto al agua; y por no perder el tiempo, que era bueno, pasó por ellos sin se detenerse; son labradores y siembran maíz y otras raíces, y danse muchos a la pesquería y caza, porque hay mucha gente en grande abundancia; andan en cueros ellos y sus mujeres, excepto algunas, que andan tapadas sus vergüenzas; lábranse las caras con unas púas de rayas, y los bezos y las orejas traen horadados; andan por los ríos en canoas; no caben en ellas más de dos o tres personas; son tan ligeras y ellos tan diestros, y al remo andan tan recio río abajo y río arriba, que paresce que van volando, y un bergantín, aunque allá son hechos de cedro, al remo y a la vela, por ligero que sea y por buen tiempo que haga, aunque no lleve la canoa más de dos remos y el bergantín lleve una docena, no la puede alcanzar; y hácense guerra por el río en canoas, y por la tierra, y todavía entre ellos tienen sus contrataciones, y los guaxarapos les dan canoas, y los payaguaes se las dan también, porque ellos les dan arcos y flechas cuantos han menester, y todas las otras cosas que ellos tienen de contratación; y ansí, en tiempos son amigos y en otros tienen sus guerras y enemistades.
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De lo que nos acaeció en Cingapacinga, y cómo a la vuelta que volvimos por Cempoal les derrocamos sus ídolos, otras cosas que pasaron Como ya los siete hombres que se querían volver a Cuba estaban pacíficos, luego partimos con los soldados de infantería ya por mí nombrados, y fuimos a dormir al pueblo de Cempoal, y tenían aparejado para salir con nosotros dos mil indios de guerra en cuatro capitanías; y el primero día caminamos cinco leguas con buen concierto, y otro día a poco más de vísperas llegamos a las estancias que estaban junto al pueblo de Cingapacinga, e los naturales de él tuvieron noticia cómo íbamos; e ya que comenzábamos a subir por la fortaleza y casas, que estaban entre grandes riscos y peñascos, salieron de paz a nosotros ocho indios principales y papas, y dicen a Cortés llorando que por qué los quiere matar y destruir no habiendo hecho por qué, pues teníamos fama que a todos hacíamos bien y desagraviábamos a los que estaban robados, y habíamos prendido a los recaudadores de Montezuma; y que aquellos indios de guerra de Cempoal que allí iban con nosotros estaban mal con ellos de enemistades viejas que habían tenido sobre tierras e términos, y que con nuestro favor les venían a matar y robar; y que es verdad que mexicanos solían estar en guarnición en aquel pueblo, y que pocos días había se habían ido a sus tierras cuando supieron que habíamos preso a otros recaudadores; y que le ruegan que no pase más adelante la cosa y les favorezca. Y como Cortés lo hubo muy bien entendido con nuestras lenguas doña Marina e Aguilar, luego con mucha brevedad mandó al capitán Pedro de Alvarado y al maestre de campo, que era Cristóbal de Olí, y a todos nosotros los compañeros que con él íbamos, que detuviésemos a los indios de Cempoal que no pasasen más adelante; y así lo hicimos. Y por presto que fuimos a detenerlos, ya estaban robando en las estancias; de lo cual hubo Cortés gran enojo, y mandó que viniesen luego los capitanes que traían a cargo aquellos guerreros de Cempoal, y con palabras de muy enojado y de grandes amenazas les dijo que luego les trajesen los indios e indias y mantas y gallinas que habían robado en las estancias, y que no entre ninguno dellos en aquel pueblo; y que porque le habían mentido y venían a sacrificar y robar a sus vecinos con nuestro favor, eran dignos de muerte, y que nuestro rey y señor, cuyos vasallos somos, no nos envió a estas partes y tierras para que hiciesen aquellas maldades, y que abriesen bien los ojos no les aconteciese otra como aquella, porque no había que quedar hombre dellos a vida; y luego los caciques y capitanes de Cempoal trajeron a Cortés todo lo que habían robado, así indios como indias y gallinas, y se los entregó a los dueños cuyo era, y con semblante muy furioso les tornó a mandar que se saliesen a dormir al campo, y así lo hicieron. Y desque los caciques y papas de aquel pueblo y otros comarcanos vieron que tan justificados éramos, y las palabras amorosas que les decía Cortés con nuestras lenguas, y también las cosas tocantes a nuestra santa fe, como la teníamos de costumbre, y que dejasen el sacrificio y de se robar unos a otros, y las suciedades de sodomías, y que no adorasen sus malditos ídolos, y se les dijo otras muchas cosas buenas, tomáronnos de buena voluntad, que luego fueron a llamar a otros pueblos comarcanos, y todos dieron la obediencia a su majestad. Y allí luego dieron muchas quejas de Montezuma, como las pasadas que habían dado los de Cempoal cuando estábamos en el pueblo de Quiahuistlán. Y otro día por la mañana Cortés mandó llamar a los capitanes y caciques de Cempoal, que estaban en el campo aguardando para ver lo que les mandábamos, y aun muy temerosos de Cortés por lo que habían hecho en haberle mentido; y venidos delante, hizo amistades entre ellos y los de aquel pueblo, que nunca faltó por ninguno dellos. Y luego partimos para Cempoal por otro camino, y pasamos por dos pueblos amigos de los de Cingapacinga; y estábamos descansando, porque hacía recio sol y veníamos muy cansados con las armas a cuestas; y un soldado que se decía Fulano de Mora, natural de Ciudad-Rodrigo, tomó dos gallinas de una casa de indios de aquel pueblo, y Cortés, que lo acertó a ver, hubo tanto enojo de lo que delante de él hizo aquel soldado en los pueblos de paz en tomar las gallinas, que luego le mandó echar una soga a la garganta, y le tenían ahorcado si Pedro de Alvarado, que se halló junto a Cortés, no le cortara la soga con la espada, y medio muerto quedó el pobre soldado. He querido traer esto aquí a la memoria para que vean los curiosos lectores y aun los sacerdotes que ahora tienen cargo de administrar los santos sacramentos y doctrina a los naturales de estas partes, que porque aquel soldado tomó dos gallinas en un pueblo de paz, aína le costara la vida, y para que vean ahora ellos de qué manera se han de haber con los indios, e no tomarles sus haciendas. Después murió este soldado en una guerra en la provincia de Guatemala sobre un peñol. Volvamos a nuestra relación: que, como salimos de aquellos pueblos que dejamos de paz, yendo para Cempoal, estaba el cacique gordo, con otros principales, aguardándonos en unas chozas con comida; que, aunque son indios, vieron y entendieron que la justicia es santa y buena, y que las palabras que Cortés les había dicho, que veníamos a desagraviar y quitar tiranías, conformaban con lo que pasó en aquella entrada, y tuviéronnos en mucho más que de antes, y allí dormimos en aquellas chozas, y todos los caciques nos llevaron acompañando hasta los aposentos de su pueblo; y verdaderamente quisieran que no saliéramos de su tierra, porque se temían de Montezuma no enviase su gente de guerra contra ellos. Y dijeron a Cortés, pues éramos ya sus amigos, que nos quieren tener por hermanos, que será bien que tomásemos de sus hijas e parientas para hacer generación; y que para que más fijas sean las amistades trajeron ocho indias, todas hijas de caciques, y dieron a Cortés una de aquellas cacicas, y era sobrina del mismo cacique gordo, y otra dieron a Alonso Hernández Puertocarrero, y era hija de otro gran cacique que se decía Cuesco en su lengua; y traíanlas vestidas a todas ocho con ricas camisas de la tierra, y bien ataviadas a su usanza, y cada una dellas un collar de oro al cuello, y en las orejas zarcillos de oro, y venían acompañadas de otras indias para se servir dellas; y cuando el cacique gordo las presentó, dijo a Cortés: "Tecle (que quiere decir en su lengua señor), estas siete mujeres son para los capitanes que tienes, y esta, que es mi sobrina, es para ti, que es señora de pueblos y vasallos." Cortés las recibió con alegre semblante, y les dijo que se lo tenían en merced; mas para tomarlas, como dice que seamos hermanos, que hay necesidad que no tengan aquellos ídolos en que creen y adoran, que los traen engañados y que como él vea aquellas cosas malísimas en el suelo y que no sacrifiquen, que luego tendrán con nosotros muy más fija la hermandad; y que aquellas mujeres que se volverán cristianas primero que las recibamos, y que también habían de ser limpios de sodomías, porque tenían muchachos vestidos en hábito de mujeres que andaban a ganar en aquel maldito oficio; y cada día sacrificaban delante de nosotros tres o cuatro o cinco indios, y los corazones ofrecían a sus ídolos y la sangre pegaban por las paredes, y cortábanles las piernas y brazos y muslos, y los comían como vaca que se trae de las carnicerías en nuestra tierra, y aun tengo creído que lo vendían por menudo en los tiangues, que son mercados; y que como estas maldades se quiten y que no lo usen, que no solamente les seremos amigos, mas que les hará que sean señores de otras provincias. Y todos los caciques, papas y principales respondieron que no les estaba bien de dejar sus ídolos y sacrificios, y que aquellos sus dioses les daban salud y buenas sementeras y todo lo que habían menester; y que en cuanto a lo de las sodomías, que pondrán resistencia en ello para que no se use más. Y como Cortés y todos nosotros vimos aquella respuesta tan desacatada y habíamos visto tantas crueldades y torpedades, ya por mí otra vez dichas, no las pudimos sufrir; y entonces nos habló Cortés sobre ello y nos trajo a la memoria unas santas y buenas doctrinas, y que ¿cómo podíamos hacer ninguna cosa buena si no volvíamos por la honra de Dios y en quitar los sacrificios que hacían a los ídolos? Y que estuviésemos muy apercibidos para pelear si nos lo viniesen a defender que no se los derrocásemos, y que, aunque nos costase las vidas, en aquel día habían de venir al suelo. Y puestos que estábamos todos muy a punto con nuestras armas, como lo teníamos de costumbre para pelear, les dijo Cortés a los caciques que los habían de derrocar. Y cuando aquello vieron, luego mandó el cacique gordo a otros sus capitanes que se apercibiesen muchos guerreros en defensa de sus ídolos; y cuando vio que queríamos subir en un alto cu, que es su adoratorio, que estaba alto y había muchas gradas, que ya no se me acuerda que tantas había, vimos al cacique gordo con otros principales muy alborotados y sañudos, y dijeron a Cortés que por qué les queríamos destruir. Y que si les hacíamos deshonor a sus dioses o se los quitábamos, que ellos perecerían, y aun nosotros con ellos. Y Cortés les respondió muy enojado que otra vez les ha dicho que no sacrifiquen a aquellas malas figuras, porque no les traigan más engañados, y que a esta causa veníamos a quitar de allí, e que luego a la hora los quitasen ellos, si no, que luego los echaríamos a rodar por las gradas abajo; y les dijo que no los tendríamos por amigos, sino por enemigos mortales, pues que les daba buen consejo y no le querían creer; y porque habían visto que habían venido sus capitanes puestos en armas de guerreros, que está enojado con ellos y que se lo pagarán con quitarles las vidas. Y como vieron a Cortés que les decía aquellas amenazas, y nuestra lengua doña Marina que se lo sabía muy bien dar a entender y aun los amenazaba con los poderes de Montezuma, que cada día los aguardaba, por temor desto dijeron que ellos no eran dignos de llegar a sus dioses, y que si nosotros los queríamos derrocar, que no era con su consentimiento, que se los derrocásemos e hiciésemos lo que quisiésemos. Y no lo hubo bien dicho, cuando subimos sobre cincuenta soldados y los derrocamos, y venían rodando aquellos sus ídolos hechos pedazos, y eran de manera de dragones espantables, tan grandes como becerros, y otras figuras de manera de medio hombre, y de perros grandes y de malas semejanzas; y cuando así los vieron hechos pedazos, los caciques y papas que con ellos estaban lloraban y tapaban los ojos, y en su lengua totonaque les decían que les perdonasen y que no era más en su mano ni tenían culpa, sino estos teules que les derruecan, e que por temor de los mexicanos no nos daban guerra. Y cuando aquello pasó, comenzaban las capitanías de los indios guerreros, que he dicho que venían a nos dar guerra, a querer flechar; y cuando aquello vimos, echamos mano al cacique gordo y a seis papas y a otros principales, y les dijo Cortés que si hacían algún descomedimiento de guerra que habían de morir todos ellos; y luego el cacique gordo mandó a sus gentes que se fuesen delante de nosotros y que no hiciesen guerra; y como Cortés los vio sosegados, les hizo un parlamento, lo cual diré adelante, y así se apaciguó todo; y esta de Cingapacinga fue la primera entrada que hizo Cortés en la Nueva-España, y fue de harto provecho. Y no como dice el cronista Gómara, que matamos y prendimos y asolamos tantos millares de hombres en lo de Cingapacinga; y miren los curiosos que esto leyeren cuánto va del uno al otro, por muy buen estilo que lo dice en su Crónica, pues en todo lo que escribe no pasa como dice.
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Capítulo LI De cómo Atabalipa cumpliendo con los españoles lo prometido acabó de henchir la casa del tesoro: y como los que vinieron con Almagro pretendían partes como los primeros Como había días que se recogía el tesoro, que se juntaba por mandado de Atabalipa, había entrado tanto que hubo para cumplir con los españoles, trayendo los indios en cargas, poniéndolo donde se señaló, sin tener llave ni otra seguridad que la que mandaba Pizarro. Oí decir que se hurtó mucha cantidad de oro, y que los que más metieron la mano en ello fueron los capitanes. También se hubieron muchas esmeraldas y piedras de gran valor. Atabalipa decía que le pusiesen en libertad, pues había con ellos cumplido lo asentado. Entre los españoles, unos y otros, había controversia; los que vinieron con Almagro pretendían parte de lo que se había juntado, alegando que vinieron con tiempo convenible y muy necesario, y llegaron cuando se comenzaba a recoger el tesoro y hacían, con sus personas y caballos, guardia, trabajando en lo que se les mandaba. Los de Pizarro proponían que ellos eran los verdaderos conquistadores, que pasaron mil trabajos y necesidades hasta llegar a Caxamalca, donde siendo tan pocos se pusieron en tan gran peligro, y prendieron a Atabalipa; y a ellos y no a otros tocaba pretender lo que había dado por su rescate; y que si ellos velaban y hacían cuerpo de guardia, lo habían de hacer por fuerza, para guardarse a sí propios. Sobre esto había entre ellos grandes porfías, lo cual paró todo y se resumió con que del tesoro, antes que se hiciesen repartición entre los de Pizarro, sacasen ciento mil ducados para repartir entre los de Almagro. Con esto se contentaron algo; lo demás se determinó que se repartiese; diciendo primero, según se dice, Almagro a Pizarro que debía, sin el quinto, hacer al emperador un servicio rico, y lo demás repartirlo conforme a la calidad de cada persona: a lo cual respondió Pizarro, habiéndose piadosamente con sus compañeros, que no lo había de haber cada uno sino atento lo que había trabajado, sacándose primero la joya del escaño, y otras de gran peso, se ordenó el repartimiento por esta manera: "Auto hecho en Caxamalca, sacado a la letra del original: En el pueblo de Caxamalca destos reinos de la Nueva Castilla, a diez y siete días del mes de junio, año del nascimiento de nuestro salvador Jesucristo de mill y quinientos e treinta y tres años, el muy magnífico señor comendador Francisco Piçarro, adelantado, lugarteniente, capitán general y governador por su magestad en estos reinos, por presencia de mí, Pero Sancho, teniente de escrivano general en ellos por el señor secretario Juan de Samano, dixo: Que por quanto, en la prisión y desvarate del caçique Atabalipa y de su hueste hizo, en este dicho pueblo se ovo algún oro, y después el dicho caçique Atabalipa prometió y mandó a los cristianos españoles que se hallaron en su prisión cierta cantidad de oro, la qual cantidad señaló en que dixo que sería un bohío pleno y diez mill tejuelos e mucha plata que él tenía y poseía y sus capitanes en su nombre, que avían tomado en la guerra y toma del Cuzco y en la conquista desta tierra por muchas causas que declaró, como más largo se contiene en el auto que dello se hizo, que pasó ante escrivano, y dello el dicho caçique a dado y traído y mandado dar y traer parte dello, de lo qual conbiene hazer repartiçión y repartimiento, así del oro y plata, como de las perlas y piedras esmeraldas que a dado y de su valor, entre las personas que se hallaron en la prisión del dicho caçique, que ganaron y tomaron el dicho oro y plata, a quien el dicho caçique lo mandó e prometió y ha dado y entregado para que cada una persona aya y tenga y posea lo que dello le perteneçiere, para que con brevedad su señoría con los españoles se despache e partan deste pueblo para ir a poblar y pacificar la tierra de adelante y por otras muchas causas que aquí no van expresadas, por ende, el dicho señor gobernador dixo: Que su magestad, por sus provisiones reales que plata que el dicho caçique ha dado y se a avido y de tración dellos que le fue dada, le manda que todos los provechos y frutos y otras cosas que en la tierra se ovieren y ganaren lo dé y reparta entre las personas que lo ovieran ganado conquistadores, segund y como a él le pareciere y cada uno mereçiere por su travajo y persona; que mirando todo lo susodicho, y otras cosas que es razón y se deven mirar para hazer el repartimiento y dar a cada uno de lo que de la plata que el dicho caçique ha dado y se a avido y de aver y se le a de dar como su magestad manda, él quiere señalar y nombrar por ante mí, el dicho escribano, la plata que cada persona a de aver y llevar, según nuestro Dios le diere a entender teniendo su conçiençia; y para lo poder mejor hazer, pidió el ayuda de Dios nuestro señor e invocó el auxilio divino".
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Capítulo LI Que trata de cómo repartió el general Pedro de Valdivia por los españoles los caciques que en la comarca de esta ciudad había Conociendo el general los excesivos trabajos que los nuevos descubridores padecen y con cuántas necesidades conquistan, descubren y pueblan y sustentan, sin socorro, si no es de Dios y de sus animosos ánimos, hasta que el que gobierna en nombre de Su Majestad les reparta la tierra que han descubierto y poblado, para ensalzamiento de nuestra Santa Fe católica y para engrandecer la corona real de nuestra España y religión cristiana. Por darles algún contento y darles algún descanso a sus espíritus, viendo lo que en estos reinos y tierras los tales pretenden, y junto con esto para acrecentarles el ánimo y hacerles crecer la voluntad, así para traer de paz a los naturales al presente como a los demás, y para que de este tiempo se ofreciesen, si acaso se alzasen, para que se pudiesen mejor prevenir las necesidades, pues bien pensado y altercando, los mandó ayuntar. Y llamándolos para el tal repartimiento les dijo todo lo sobredicho a todos en general, y que, puesto que no tenía la claridad de todos los caciques de toda la tierra, tenía en voluntad de gratificarles sus trabajos en nombre de Su Majestad, y que si no les daba como él deseaba y tenía en voluntad y ellos merecían, lo causaba estar en aquella sazón toda la tierra de guerra, que apenas hay quien sirva descubiertamente sino con temores, así de nosotros, por no habernos conocido nuestras condiciones, como por los temores que los indios de guerra les ponían si nos servían. Y que andando el tiempo, siendo Dios servido darles vida, que los contentaría y les acrecentaría el descanso teniendo más claridad de ella. Y de esta suerte repartió todos los caciques y repartimientos, con sus indios que a los tales caciques eran sujetos, en sesenta pobladores. Y les mandó a los españoles en quien hizo el depósito que tuviesen en sus posadas a los españoles que no se les habían depositado indios, para que él les diese la sustentación que convenía como a particioneros de aquellos trabajos pasados y presentes. Hechos estos vecinos y repartidos por ellos los que no lo eran, dio de términos a la ciudad sesenta leguas, las treinta al norte y las treinta al sur, y desde la mar a la sierra nevada, que es de oriente a occidente, que hay quince y dieciséis leguas en partes. En estos términos de esta ciudad están las poblazones de los indios. Hay grandes criaderos para todo género de ganados y para hacer grandes sementeras de pan. Hay juntamente con esto noticia de grandes minas de oro, porque ya habernos visto las minas donde los ingas, grandes señores del Pirú, se le sacaba oro en su nombre y se lo enviaban al Cuzco por tributo, y en su nombre se lo enviaban y llevaban de Anconcagua, que por otro nombre se dice de Chile, de quien el reino tiene la dominación. Tomó el general para sí que le sirviese éste. Está doce leguas de la ciudad y cinco adelante del valle de los chañares. Desde este valle de Chile hasta el valle de Copiapó que es el principio de esta gobernación, que son siete valles, todos los repartió en doce españoles, para que viniendo de paz, estando la tierra más segura y más tratada y de españoles más poblada, poblarían otra ciudad en el valle de Coquimbo.
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Que trata de la guerra que el rey Axayacatzin tuvo contra Moquihuitzin, señor de Tlatelulco y contra sus aliados Luego que murió Nezahualcoyotzin, algunos de los señores del imperio, como fueron Moquihuitzin de Tlatelulco, Xilomantzin de Colhuacan y otros de su casa y linajes, comenzaron a alterarse y negar la obediencia al rey Acayacatzin, su señor (y aunque es verdad que no le pagaban ningún tributo ni vasallaje, eran sujetos y del bando del nombre mexicano) y fuéles fácil, porque en estos tiempos estaban muy entronizados en el imperio, y de quienes el rey Nezahualcoyotzin hizo mucha cuenta y encargó los negocios más graves del imperio, de tal manera que sólo les faltó la investidura, como consta de los cantos que hoy en día usan los naturales en sus fiestas y danzas principales. Por lo cual y por otras causas contingentes que al rey Axayacatzin le movieron, dándoles aviso de las alteraciones y novedades de estos señores, por lo que si pisaban adelante, pondrían el imperio en riesgo de perderse, lo cual visto por ellos, cada uno de por sí apercibió a los de su bando, para ir a defender y socorrer al rey mexicano para el día que les señaló y citó; y juntos los ejércitos de los tres reyes, entraron por la ciudad de Tlatelulco, y a pocos lances la destruyeron, matando a todos los más de los moradores de ella; y aunque Moquihuitzin se hizo fuerte en el templo mayor, fue vencido y echado de la más alta torre de él, muriendo hecho pedazos, y luego se dio orden de castigar a todos los que fueron culpados en esta liga y alteración, que como dicho es, fueron Xilomantzin señor de Colhuacan, el de Cuitlahuac Zoanenémiltl, y Tlatólatl, y el de Huitzilopochco Quauhyácatl, con cuya hazaña y castigo desde entonces los grandes del imperio se fueron mucho a la mano, y tuvieron gran respeto y reverencia a los tres reyes y cabezas de él. Lo cual sucedió el segundo año del reino de Nezahualpiltzintli y en el sexto del rey Axayacatzin, que fue en el de 1463, que llaman chicome calli.