En que se cuenta lo sucedido en la Real Audiencia; la venida del señor obispo don fray Juan de los Barrios, primer arzobispo de este Reino, con todo lo sucedido en su tiempo hasta su muerte; la venida del doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, primer presidente de esta Real Audiencia Poco después que vino el licenciado Alonso de Grajeda y después de haber residenciado al licenciado Juan de Montaño y enviándolo preso a Castilla, vinieron por oidores de la Real Audiencia el licenciado Tomás López y el licenciado Melchor Pérez de Arteaga; y tres de ellos, en diferentes veces y viajes, vinieron el licenciado Diego de Villafaña, el licenciado Angulo de Castrejón, el doctor Juan Maldonado, y por fiscal el licenciado García Valverde, que fue el primero de esta Real Audiencia. Algunos de estos señores fueron promovidos a otras plazas, que fueron a servir sin ruido de visitas ni residencias; otros asistieron con el doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, primer presidente de esta Real Audiencia, que el uno fue el licenciado Melchor Pérez de Arteaga, y el fiscal García de Valverde. Al principio del año 1553 entró en este Nuevo Reino el señor obispo don fray Juan de los Barrios, del Orden de San Francisco, el cual trujo consigo a mis padres. En este tiempo había una cédula en la Casa de la Contratación de Sevilla, por la cual privaba Su Majestad el Emperador Carlos V, nuestro Rey y señor, que a estas partes de Indias no pasasen sino personas españolas, cristianos viejos, y que viniesen con sus mujeres. Duró esta cédula mucho tiempo. Agora pasan todos: debióse de perder. Era el señor obispo natural de Villapedroche, en Extremadura, y criado en el convento de San Francisco de Córdoba, en el cual perseveró con tanta aprobación, que fue electo para obispo del Río de la Plata, y antes que saliese de España para ir a servirlo, fue promovido a la de Santa Marta, al cual llegó al fin del año de 1552; y luego se vino a este Nuevo Reino, y asistió en él más tiempo de quince años, sin volver más a Santa Marta. Y se cree fue orden del Rey nuestro señor, por ser más necesaria su persona en este Nuevo que en Santa Marta; y con intento de autorizar la Audiencia Real que en él había mandado fundar, haciendo obispado distinto en esta provincia, informado de su anchura, en que se esperaba fundar muchas ciudades, como se fundaron, y ser incompatible para cualquier prelado de Santa Marta por haber más de doscientas leguas de distancia de aquel obispado a este Nuevo Reino. Confirmóse esta sospecha con que mandó el dicho señor obispo venir algunos prebendados de la iglesia Catedral de Santa Marta, y puestos en esta parroquia de Santa Fe, la mandó servir como Catedral; y con ellos y con los demás beneficiados celebró constituciones sinodales, que se promulgaron en esta ciudad de Santa Fe en junio de 1556 años, como consta de la dicha sinodal, a que me remito. El año antes de estas constituciones, que fue el de 1555, hizo la renunciación el emperador Carlos V de sus reinos y señoríos, renunciando al imperio en don Fernando, rey de romanos, su hermano, y el reino de España con todo lo tocante a aquella Corona, en Philipo II, su hijo; por manera que el año de 1546, digo de 56, gobernaba ya don Phelipe II, nuestro Rey y señor natural. Y con esto prosigamos adelante. El dicho señor obispo puso ministros en los pueblos de los indios, para que les predicasen procurando su conversión; y ayudóse para esto de las religiones de Santo Domingo y San Francisco, que desde el año de 1550, que se fundó la Real Audiencia, habían ellos fundado sus monasterios en esta ciudad. Vino el doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, primer presidente de esta Real Audiencia; ayudó mucho a la conversión de los naturales, que, a pedimento del prelado, mandó hacer iglesias en los pueblos de indios, en que se les decía misa, y predicaba y ha predicado en su lengua hasta el tiempo presente, de que se ha seguido grande utilidad a toda esta provincia y las demás sus vecinas, con mucho aprovechamiento, como es notorio. * * * En el ínterin que llega el primer presidente de este Reino, quiero coger dos flores del jardín de Santa Fe de Bogotá, Nuevo Reino de Granada; y sea la primera, lo sucedido al señor obispo don fray Juan de los Barrios con la Real Audiencia, para que el lector entienda que no es cosa nueva haber encuentros entre estos dos tribunales. Ya dije, después de la prisión del licenciado Juan de Montaño, los nombres de los oidores que habían asistido con el licenciado Alonso de Grajeda. Pues sucedió que vino del Pirú a esta ciudad un clérigo, en el hábito, que por entonces no se averiguó más; tras él vino una requisitoria de la Audiencia de Lima para que le pretendiesen y remitiesen; esta Real Audiencia la mandó cumplir. El clérigo, que tuvo noticia de ella, fuese a la iglesia estando el señor obispo en ella. Un señor oidor fue a cumplir lo mandado por la Real Audiencia a la iglesia; el señor obispo lo defendió hasta donde pudo; el oidor llevó preso al clérigo. El prelado prosiguió y procedió contra toda la Audiencia por todos los términos del derecho, y últimamente la puso cessatio divinis, y salió de esta ciudad la vuelta de Castilla. Los conquistadores y capitanes alborotaron; la ciudad toda hizo gran sentimiento viendo ir a su prelado, y que la dejaba sin los consuelos del alma; en fin, se resolvió la feria de manera que aquellos señores vinieron a obediencia, y todos conformes enviaron por el señor obispo. Fueron a traerle los capitanes conquistadores; volvióse Su Señoría, y vino a hacer noche a la Serrezuela de Alfonso Díaz, que hoy es de Juan Melo. El primero que fue a verle de los señores de la Real Audiencia fue el señor fiscal García de Valverde, al cual el señor obispo recibió muy bien y lo absolvió, dándole en penitencia que desde la dicha Serrezuela viniese a pie a esta ciudad, que hay cinco leguas; la cual penitencia cumplió, acompañándole otros señores que no tenían culpa. El señor obispo partió luego para esta ciudad, donde fue muy bien recibido. Los señores oidores le salieron a recibir al camino, y a donde los topaba los absolvía dándoles la penitencia del fiscal. Con lo cual se acabó aquel alboroto, quedando muy amigos. La segunda flor nació también en esta plaza, que fue aquel papel que pusieron en las paredes del Cabildo de ella, los años atrás, que trataba de las muertes de los dos oidores Góngora y Gallarza, pérdida de la Capitana, su General y gente, sobre el paraje de la Bermuda, que pasó así. En las flotas que fueron y vinieron de Castilla después de la prisión de Montaño, pasó en una de ellas un vecino de esta ciudad, a emplear su dinero: era hombre casado, tenía la mujer moza y hermosa; y con la ausencia del marido no quiso malograr su hermosura, sino gozar de ella. Descuidóse y hizo una barriga, pensando poderla despedir con tiempo; pero antes del parto le tocó a la puerta la nueva de la llegada de la flota a la ciudad de Cartagena, con lo cual la pobre señora se alborotó y hizo sus diligencias para abortar la criatura, y ninguna le aprovechó. Procuró tratar su negocio con Juana García, su madre, digo su comadre: ésta era una negra horra que había subido a este Reino con el Adelantado don Alonso Luis de Lugo; tenía dos hijas, que en esta ciudad arrastraron hasta seda y oro, y aun trajeron arrastrados algunos hombres de ella. Esta negra era un poco voladora, como se averiguó; la preñada consultó a su comadre y díjole su trabajo, y lo que quería hacer, y que le diese remedio para ello. Díjole la comadre: --"¿Quién os ha dicho que viene vuestro marido en esta flota?" Respondióle la señora que él propio se lo había dicho, que en la primera ocasión vendría sin falta. Respondióle la comadre: --"Si eso es así, espera, no hagas nada, que quiero saber esta nueva de la flota, y sabré si viene vuestro marido en ella. Mañana volveré a veros y dar orden en lo que hemos de hacer; y con esto, queda con Dios". El día siguiente volvió la comadre, la cual la noche pasada había hecho apretada diligencia, y venía bien informada de la verdad. Díjole la preñada: --"Señora comadre: yo he hecho mis diligencias en saber de mi compadre: verdad es que la flota está en Cartagena, pero no he hallado nueva de vuestro marido, ni hay quien diga que viene en ella". La señora preñada se afligió mucho, y rogó a la comadre le diese remedio para echar aquella criatura, a lo cual le respondió: --"No hagáis tal hasta que sepamos la verdad, si viene o no. Lo que puedes hacer es... ¿veis aquel lebrillo verde que está allí?" Dijo la señora: --"Sí". --"Pues, comadre, henchídrnelo de agua y metedlo en vuestro aposento, y aderezad qué cenemos, que yo vendré a la noche y traeré a mis hijas, y nos holgaremos, y también prevendremos algún remedio para lo que me decís que queréis hacer". Con esto se despidió de su comadre, fue a su casa, previno sus hijas, y en siendo noche juntamente con ellas se fue en casa de la señora preñada, la cual no se descuidó en hacer la diligencia del lebrillo de agua. También envió a llamar otras mozas vecinas suyas, que se viniesen a holgar con ella aquella noche. Juntáronse todas, y estando las mozas cantando y bailando, dijo la comadre preñada a su comadre: --"Mucho me duele la barriga: ¿queréis vérmela?" Respondió la comadre: --"Sí lo haré: tomad una lumbre de ésas y vamos a nuestro aposento". Tomo la vela y entráronse en él. Después que estuvieron dentro cerró la puerta y díjole: --"Comadre, allí está el lebrillo con el agua". Respondióle: --"Pues tomad esa vela y mirad se veis algo en el agua". Hízolo así, y estando mirando le dijo: --"Comadre, aquí veo una tierra que no conozco, y aquí está fulano, mi marido, sentado en una silla, y una mujer está junto a una mesa, y un sastre con las tijeras en las manos, que quiere cortar un vestido de grana". Díjole la comadre: --"Pues esperad, que quiero yo también ver eso". Llegóse junto al lebrillo y vido todo lo que le había dicho. Preguntóle la señora comadre: ¿Qué tierra es ésta?". Y respondióle: --"Es la isla Española de Santo Domingo". En esto metió el sastre las tijeras y cortó una manga, y echósela en el hombro. Dijo la comadre a la preñada: --"¿Queréis que le quite aquella manga a aquel sastre?". Respondióle: --"Como vos queráis, yo se la quitaré". Dijo la señora: --"Pues quitádsela, comadre mía, por vida vuestra". Apenas acabó la razón cuando le dijo: --"Pues vedla ahí", y le dio la manga. Estuviéronse un rato hasta ver cortar el vestido, lo cual hizo el sastre en un punto, y con el mesmo desapareció todo, que no quedó más que el lebrillo y el agua. Dijo la comadre a la señora: --"Ya habéis visto cuán despacio está vuestro marido, pues podéis despedir esa barriga, y aun hacer otra". La señora preñada, muy contenta, echó la manga de grana en un baúl que tenía junto a su cama; y con esto se salieron a la sala, donde estaban holgándose las mozas; pusieron las mesas, cenaron altamente, con lo cual se fueron a sus casas. Digamos un poquito. Conocida cosa es que el demonio fue el inventor de esta maraña, y que es sapientísimo sobre todos los hijos de los hombres; pero no les puede alcanzar el interior, porque esto es sólo para Dios. Por conjeturas alcanza él, y conforme los pasos que da el hombre, y a dónde se encamina. No reparo en lo que mostró en el agua a estas mujeres porque a esto respondo que quien tuvo atrevimiento de tomar a Cristo, Señor maestro, y llevarlo a un monte alto, y de él mostrarle todos los reinos del mundo, y la gloria de él, de lo cual no tenía Dios necesidad, porque todo lo tiene presente, que esta demostración sin duda fue fantástica; y lo propio sería lo que mostró a las mujeres en el lebrillo del agua. En lo que reparo es la brevedad con que dio la manga, pues apenas dijo la una: "pues quitádsela, comadre", cuando respondió la otra: "pues vedla ahí", y se la dio; también digo que bien sabía el demonio los pasos en que estas mujeres andaban, y estaría prevenido para todo. Y con esto vengamos al marido de esta señora, que fue quien descubrió toda esta volatería. Llegado a la ciudad de Sevilla, al punto y cuando habían llegado parientes y amigos suyos, que iban de la isla Española de Santo Domingo, contáronle de las riquezas que había en ella, y aconsejáronle que emplease su dinero y que se fuese con ellos a la dicha isla. El hombre lo hizo así, fue a Santo Domingo y sucedióle bien: volvióse a Castilla y empleó; y hizo segundo viaje a la Isla Española. En este segundo viaje fue cuando se cortó el vestido de grana; vendió sus mercaderías. Volvió a España, y empleó su dinero; y con este empleo vino a este Nuevo Reino en tiempo que ya la criatura estaba grande y se criaba en casa con nombre de huérfano. Recibiéronse muy bien marido y mujer, y por algunos días anduvieron muy contentos y conformes, hasta que ella comenzó a pedir una gala, y otra gala, y a vueltas de ellas se entremetían unos pellizcos de celos, de manera que el marido andaba enfadado y tenían malas comidas y peores cenas, porque la mujer de cuando en cuando le picaba con los amores que había tenido en la Isla Española. Con lo cual el marido andaba sospechoso de que algún amigo suyo, de los que con él habían estado en la dicha isla, le hubiese dicho algo a su mujer. Al fin fue quebrando de su condición, y regalando a la mujer, por ver si le podía sacar a quién le hacia el daño. Al fin, estando cenando una noche los dos muy contentos, pidióle la mujer que le diese un faldellín de paño verde, guarnecido; el marido no salió bien a esto, poniéndole algunas excusas; a lo cual le respondió ella: --"A fe que si fuera para dárselo a la dama de Santo Domingo, como le disteis el vestido de grana, que no pusierais excusas". Con esto quedó el marido rendido y confirmado en su sospecha; y para poder mejor enterarse la regaló mucho, dióle el faldellín que le pidió y otras galitas, con que la traía muy contenta. En fin, una tarde que se hallaron con gusto le dijo el marido a la mujer: --"Hermana,¿no me diréis, por vida vuestra, quién os dijo que yo había vestido de grana a una dama en la Isla Española?". Respondióle la mujer: --"¿Pues quereislo negar? Decidrne vos la verdad, que yo os diré quién me lo dijo". Halló el marido lo que buscaba, y díjole: --"Señora, es verdad, porque un hombre ausente de su casa y en tierras ajenas, algún entretenimiento había de tener. Yo di ese vestido a una dama". Dijo ella: --"Pues decidrne, cuando lo estaban cortando "¿qué faltó?". Respondióle: --"No faltó nada". Respondió la mujer diciendo: --"¡Qué amigo sois de negar las cosas! ¿No faltó una manga?" El marido hizo memoria, y dijo: --"Es verdad que al sastre se le olvidó de cortarla, y fue necesario sacar grana para ella". Entonces le dijo la mujer: --"Y si yo os muestro la manga que faltó, conocerla heis". Díjole el marido: --"¿Pues teneisla vos?" Respondió ella: --"Sí, venid conmigo, y mostrárosla he". Fuéronse juntos a su aposento, y del asiento del baúl le sacó la manga diciéndole: --"¿Es ésta la manga que faltó?" Dijo el marido: --"Esta es, mujer; pues yo juro a Dios que hemos de saber quién la trajo desde la isla Española a la ciudad de Santa Fe". Y con esto tomó la manga y fuese con ella al señor obispo, que era juez inquisidor, e informóle del caso. Su Señoría apretó en la diligencia; hizo aparecer ante sí la mujer; tomóle la declaración; confesó llanamente todo lo que había pasado en el lebrillo del agua. Prendióse luego a la negra Juana García y a las hijas. Confesó todo el caso, y cómo ella había puesto el papel de la muerte de los dos oidores. Depuso de otras muchas mujeres, como constó de los autos. Substanciada la causa, el señor obispo pronució sentencia en ella contra todos los culpados. Corrió la voz de que eran muchos los que había caído en la red, y tocaba en personas principales. En fin, el Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada, el capitán Zorro, el capitán Céspedes, Juan Tafur, Juan Ruiz de Orejuela y otras personas principales acudieron al señor obispo, suplicándole no se pusiese en ejecución la sentencia en el caso dada, y que considerase que la tierra era nueva y que era mancharla con lo proveído. Tanto le apretaron a Su Señoría, que depuso el auto. Topó sólo con Juana García, que la penitenció poniéndola en Santo Domingo, a horas de la misa mayor, en un tablado, con un dogal al cuello y una vela encendida en la mano; a donde decía llorando: "¡Todas, todas lo hicimos, y yo sólo lo pago!". Desterráronla a ella y a las hijas, de este Reino. En su confesión dijo que cuando fue a la Bermuda, donde se perdió la Capitana, se echó a volar desde el cerro que está a las espaldas de Nuestra Señora de las Nieves, donde está una de las cruces; y después, mucho tiempo adelante, le llamaban Juana García, o el cerro de Juana García. Y con ésta pasemos a recibir al doctor Andrés Díaz Venero de Leiva, primer presidente de este Reino, en el año de 1564. Entró el dicho señor presidente en esta ciudad. De los oidores que había en la Real Audiencia, se habían ido los más a diferentes plazas. Hízose al presidente un solemne recibimiento, con grandes fiestas, que duraron por quince días, y con excesivos gastos, que los sufría mejor la tierra por ser nueva. En la era de ahora no sé cómo los lleva; lo que veo es que todos se huelgan, y que los mercaderes no han de dejar de cobrar. Acabadas las fiestas, y tratando ya el presidente de su gobierno, puso en práctica el señor obispo de que se pidiese al rey nuestro señor suplicase a Su Santidad el Sumo Pontífice erigiese esta iglesia de Santa Fe en arzobispal, y no obispal, por haber ya muchas ciudades en esta provincia y estar en el comedio de los obispados que se podían dar por sufragáneos; con que se remediaba la dificultad que había en seguir las apelaciones interpuestas para el metropolitano, que era el arzobispo de Santo Domingo, distante de este Nuevo Reino más de quinientas leguas; y el metropolitano desde Popayán más de cuatrocientas. Resueltas las dos cabezas, prelado y presidente, en este intento, que se comunicó a todas las ciudades de este Nuevo Reino, enviaron sus poderes al doctor don Francisco Adame, deán de la santa iglesia de Santa Marta, que como procurador general lo negociase; el cual pasó luego a España y fue muy bien recibido del rey nuestro señor, Philipo II, el cual dio aviso luego de ello a su embajador, que residía en la Corte romana, para que impetrase de Su Santidad esta merced, como la impetró; y luego la concedió el Papa Pío V, de felice memoria, y entregó las bulas de este despacho al embajador arriba dicho, y las del arzobispo de este nuevo arzobispado, que fue el mesmo obispo don fray Juan de los Barrios. Nombró asimismo por sus sufragáneos a los obispos de Santa Marta, Cartagena y Popayán. Llegadas estas bulas a Madrid, nombró el rey por deán de este nuevo arzobispado al mismo doctor don Francisco Adame, y por arcediano al licenciado don Lope Clavijo y por tesorero al bachiller don Miguel de Espejo. Vinieron juntos estos tres prebendados desde Madrid, a los cuales entregó el rey nuestro señor las dichas bulas para que las trajesen. Llegaron con ellas a Cartagena, a 29 de mayo de 1569 años, y el señor arzobispo don fray Juan de los Barrios había muerto poco antes en esta ciudad de Santa Fe a 12 de febrero de dicho año de 1569, que no gozó de esta promoción y nueva merced. Los tres prebendados llegaron después a esta ciudad con las dichas bulas, y juntándose con otros tres que estaban acá y venían nombrados para esta nueva iglesia catedral, por chantre el bachiller don Gonzalo Mejía, y por canónigos Alonso Ruiz y Francisco de Vera. Juntos en su Cabildo, sede vacante, usando de las dichas bulas, erigieron esta santa iglesia en arzobispal, como consta de los autos sobre esta razón hechos, que están en el archivo de esta catedral; y en el mismo Cabildo fue nombrado por gobernador de este nuevo arzobispado el doctor don Francisco Adame, que lo gobernó con gran prudencia hasta abril de 1573 años, que vino el segundo arzobispo, como adelante se dirá; y el mismo doctor don Francisco Adame, como gobernador de este arzobispado, puso en esta iglesia metropolitana la primera piedra fundamental para dar principio a su fábrica, que toda es de cantería muy fuerte, en presencia de la Audiencia Real, en la cual era presidente el dicho doctor Venero de Leiva, oidores el licenciado Cepeda, que después fue presidente de las Charcas, y el licenciado Angulo, y fiscal el licenciado Alonso de la Torre; y en presencia de los dos Cabildos y de muchos vecinos, a 12 de marzo de 1572 años; y dende entonces se rezó de la dedicación de la santa Iglesia de esta ciudad a 13 de marzo, por ser a 12 del dicho fiesta de San Gregorio, que se lo advirtieron con curiosidad se había de rezar de la dedicación a 12 de marzo, que es de primera clase, y transferir al día siguiente la fiesta de San Gregorio, que es doble común. Diósele octava como lo ordena el breviario de Pío V, hasta que el reformado por Clemente VIII prohibió octavas en la cuaresma. Dejó este santo prelado y primer arzobispo de este Nuevo Reino una capellanía en esta santa Iglesia, que los prebendados han servido y sirven hasta el tiempo presente, diciendo una misa cantada el primer domingo de cada mes al Santísimo Sacramento (que sea alabado), trayéndole en procesión por las naves de la santa iglesia. Otras capellanías mandó fundar en su patria, en Castilla. Las casas de su morada, que están pared en medio de esta catedral, dejó para hospital, que por no haber habido otro ha sido muy importante; y en él han sido servidos y curados los enfermos; su fábrica acrecentada, y con iglesia y cura que dice misa a los enfermos, y les administra los sacramentos. Compró el capitán Juan Muñoz de Collantes las casas de su morada, que eran de teja, y diólas a su padre San Francisco para que en ellas se mudase su convento, que hasta entonces había estado en otras de paja, con iglesia muy pequeña de paja y altar de carrizo. Mudóse el dicho convento en aquellas casas; y está tan acrecentado de edificios, que tiene su claustro cerrado de cuartos altos, iglesia grande, casa de novicios y muchas oficinas; sitio tan anchuroso todo cercado de tres tapias en alto; y se ha dado principio a hacer otro claustro, por autorizar este convento, que es cabeza de esta provincia, como lo son el de Santo Domingo, San Agustín y la Compañía. Hanse tenido por grandes estas dos limosnas que este gran prelado hizo, del hospital y la casa que compró para su religión. Llámole grande, porque fue de vida ejemplar y respetado de otros prelados, que uno de Cartagena, llamado don Juan de Simancas, y otro de Venezuela, llamado don fray Pedro de Ágreda, se vinieron a consagrar de su mano, pudiendo ir al Arzobispo de Santo Domingo; y ambos posaron en su casa, el uno de ellos más tiempo de seis meses; y otros seis meses, y aun más, posó en su casa don Juan Valles, primer obispo de Popayán, que vino a seguir un pleito en esta Real Audiencia. Fue quinto obispo de Santa Marta y primer arzobispo de este Nuevo Reino, aunque no pudo recibir las bulas de esta merced, por ser ya muerto, como queda dicho.
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CAPÍTULO IX Que la Tórrida no es en exceso caliente, sino moderadamente caliente Hasta aquí se ha dicho de la humedad de la Tórridazona; agora es bien decir de las otras dos cualidades, que son calor y frío. Al principio de este tratado dijimos cómo los antiguos entendieron que la Tórrida era seca y caliente, y lo uno y lo otro en mucho exceso; pero la verdad es que no es así, sino que es húmeda y cálida, y su calor por la mayor parte no es excesivo, sino templado, cosa que se tuviera por increíble si no la hubiéramos asaz experimentado. Diré lo que me pasó a mí cuando fui a las Indias. Como había leído lo que los filósofos y poetas encarecen de la Tórridazona, estaba persuadido que cuando llegase a la Equinocial, no había de poder sufrir el calor terrible; fue tan al revés que al mismo tiempo que la pasé sentí tal frío, que algunas veces me salía al sol por abrigarme, y era en el tiempo que andaba el sol sobre las cabezas derechamente, que es en el signo de Aries, por marzo. Aquí yo confieso que me reí e hice donaire de los meteoros de Aristóteles y de su filosofía, viendo que en el lugar y en el tiempo que conforme a sus reglas había de arder todo y ser un fuego, yo y todos mis compañeros teníamos frío; porque en efecto es así que no hay en el mundo región más templada ni más apacible, que debajo de la Equinocial. Pero hay en ella gran diversidad, y no es en todas partes de un tenor. En partes, es la Tórridazona muy templada, como en Quito y los llanos del Pirú; en partes muy fría, como en Potosí, y en partes es muy caliente como en Etiopía y en el Brasil y en los Malucos. Y siendo esta diversidad cierta y notoria, forzoso hemos de inquirir otra causa de frío y calor sin los rayos del sol, pues acaece en un mismo tiempo del año, lugares que tienen la misma altura y distancia de polos y Equinocial, sentir tanta diversidad, que unos se abrasan de calor y otros no se pueden valer de frío, otros se hallan templados con un moderado calor. Platón ponía su tan celebrada isla Atlántida en parte de la Tórrida, pues dice que en cierto tiempo del año tenía al sol encima de sí; con todo eso dice de ella que era templada, abundante y rica. Plinio pone a la Taprobana o Samatra, que agora llaman, debajo de la Equinocial, como en efecto lo está, la cual no sólo dice que es rica y próspera, sino también muy poblada de gente y de animales. De lo cual se puede entender que aunque los antiguos tuvieron por intolerable el calor de la Tórrida, pero pudieron advertir que no era tan inhabitable como la hacían. El excelentísimo astrólogo y cosmógrafo Ptolomeo, y el insigne filósofo y médico Avicena, atinaron harto mejor, pues ambos sintieron que debajo de la Equinocial había muy apacible habitación.
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Del descubrimiento de César y sus compañeros En el capítulo sexto de este libro dije cómo Sebastián Gaboto había despachado a descubrir las tierras australes y occidentales, que por aquellas partes pudiesen reconocer, según le pareció al dictamen de su entendimiento y cosmografía, juzgando que por allí era el más fácil y breve camino para entrar al rico Reino del Perú y sus confines; para lo cual dijimos haber enviado a César y sus compañeros a este efecto desde la Fortaleza de Santi-Espíritus, de donde saliendo a su jornada, se fueron por algunos pueblos de indios, y atravesando una cordillera, que viene de la costa del mar, y va corriendo hacia el poniente y septentrión, hasta juntarse con la general y alta cordillera del Perú y Chile, habiendo entre una y otra muy grandes espaciosos valles, poblados de muchos indios de varias naciones: pasaron de aquel cabo corriendo su derrota por muchas poblaciones de indios, que los agasajaron y dieron pasaje; y continuando sus jornadas, volvieron hacia el sur; y entraron en una provincia de gran suma y multitud de gente muy rica de oro y plata, que tenían mucha cantidad de ganados y carneros de la tierra, de cuya lana fabricaban gran suma de ropa bien tejida. Estos naturales obedecían a un gran Señor, que los gobernaba; y pareciéndoles más seguro a los españoles ponerse bajo de su amparo, determinaron irse a donde él estaba; y llegados a su presencia con reverencia y acatamiento, le dieron su embajada por el mejor modo que les fue posible, dándole satisfacción de su venida, y pedirle su amistad de parte de S.M. que era un poderoso Príncipe, que tenía sus reinos y señoríos de la otra parte del mar, no porque tenía necesidad de adquirir nuevas tierras y dominios, ni otro interés alguno, más que tenerle por amigo, y conservar su amistad, como lo hace con otros muchos príncipes y reyes, y sólo por darle a conocer el verdadero Dios. En este particular fueron los españoles con gran recato por no caer en desgracia de aquel Señor, quien lo recibió humanamente, haciéndoles buen tratamiento, gustando infinito de su conversación y costumbres, y allí estuvieron muchos días, hasta que César y sus compañeros le pidieron licencia para volverse, la cual el Señor les concedió liberalmente, dándoles muchas piezas de oro y plata, y cuanta ropa pudieron llevar, y juntamente les dio indios que los acompañasen y sirviesen; y atravesando por toda aquella tierra, vinieron por su derrota hasta llegar a la Fortaleza de donde habían salido, y la hallaron desierta y asolada, después del desdichado suceso de don Nuño de Lara, y de los demás que con él murieron. Lo cual visto por César determinó volverse con su compañía a esta provincia, y puesto en ejecución, salieron de aquel sitio, de donde caminaron por muchas regiones y comarcas de indios de diferentes lenguas y costumbres; hasta que vinieron a subir una cordillera altísima y áspera, de la cual mirando el hemisferio, vieron a una parte el mar del norte, y a la otra el del sur; aunque a esto no me he podido persuadir por la distancia que hay de un mar al otro, porque tomando por lo más angosto, podrá ser el rincón del Estrecho de Magallanes, en que hay de la boca una parte del norte a la otra del mar del sur más de cien leguas; por lo que entiendo fue engaño de unos grandes lagos, que por noticia se sabe que caen a la parte del norte, que mirando de lo alto, les pareció ser el mismo mar, de donde caminando por la costa del sur muchas leguas, salieron hacia Atacama, y tierra de los Lipes; y dejando a mano derecha los Charcas, fueron en demanda del Cuzco, y entraron en aquel reino al tiempo que Francisco Pizarro acababa de prender a Atabaliba, Inca, en los campos de Cajamarca, como consta de su historia; de forma que con este suceso atravesó César toda esta tierra, de cuyo nombre comúnmente la llaman, la conquista de los Césares, según me certificó el capitán González Sánchez Garzón, vecino de Tucumán, y conquistador antiguo del Perú, el cual me dijo haber conocido y comunicado a este César en la Ciudad de los Reyes, de quien tomé la relación y discurso que en este capítulo he referido.
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CAPÍTULO IX La matanza del templo mayor en la fiesta de Tóxcatl Establecidos ya los españoles en México-Tenochtitlan Motecuhzoma se convirtió prácticamente en prisionero de Cortés. Varios textos indígenas como el Códice Ramírez, la XIII relación de Ixtlilxóchitl, el Códice Aubin etcétera, se refieren de manera directa a la matanza preparada por don Pedro de Alvarado, durante la fiesta de Tóxcatl, celebrada por los nahuas en honor de Huitzilopochtli. Hernán Cortés se había ausentado de la ciudad para ir a combatir a Pánfilo de Narváez, quien había venido a aprehender al conquistador por orden de Diego Velázquez, gobernador de Cuba. Alvarado "el Sol", como lo llamaban los mexicas, alevosamente llevó a cabo la matanza, cuando la fiesta alcanzaba su mayor esplendor. Aquí se ofrecen dos testimonios, conservados en náhuatl y que pintan con un realismo comparable al de los grandes poemas épicos de la antigüedad clásica, los más dramáticos detalles de la traición urdida por Alvarado. Primeramente oiremos el testimonio de los informantes indígenas de Sahagún, que nos narran los preparativos de la fiesta, el modo como hacían los indios con masa de bledos la figura de Huitzilopochtli y por fin, cómo en medio de la fiesta, de pronto los españoles atacaron a traición a los mexicas. Los informantes nos habían en seguida de la reacción de los indios, del sitio que pusieron a los españoles refugiados en las casas reales de Motecuhzoma. El cuadro se cierra, cuando llega la noticia de que ya vuelve Cortés. Los indios "se pusieron de acuerdo en que no se dejarían ver, que permanecerían ocultos, estarían escondidos# como si reinara la profunda noche#". Después de transcribir el texto de los informantes de Sahagún, se ofrecerá también en este capítulo la breve pintura que de la misma matanza de la fiesta de Tóxcatl nos da el autor indígena del Códice Aubin. Se trata de un pequeño cuadro acerca del cual Garibay ha escrito: "Literariamente hablando, a ninguna literatura le viene mal tal forma de narración, en que vemos, viviendo y padeciendo, al pueblo de Tenochtitlan ante la acometida del Tonatiuh (Alvarado), tan bello como malvado". Los preparativos de la fiesta de Tóxcatl Luego pidieron (los mexicanos) la fiesta de Huitzilopochtli. Y quiso ver el español cómo era la fiesta, quiso admirar y ver en qué forma se festejaba. Luego dio orden Motecuhzoma: unos entraron a la casa del jefe, fueron a dejarle la petición. Y cuando vino la licencia a donde estaba Motecuhzoma encerrado, luego ya se ponen a moler la semilla de chicalote las mujeres que ayunaban durante el año, y eso lo hacen allá en el patio del templo. Salieron los españoles, mucho se juntaron con sus armas de guerra. Estaban aderezados, estaban armados. Pasan entre ellas, se ponen junto a ellas, las rodean, las están viendo una por una, les ven la cara a las que están moliendo. Y después que las vieron, luego se metieron a la gran Casa Real: como se supo luego, dizque ya en este tiempo tenían la intención de matar a la gente, si salían por allí los varones. Hacen la figura de Huitzilopochtli Y cuando hubo llegado la fiesta de Tóxcatl, al caer la tarde, comenzaron a dar cuerpo, a hacer en forma humana el cuerpo de Huitzilopochtli, con su semblante humano, con toda la apariencia de hombre. Y esto lo hacían en forma de cuerpo humano solamente con semilla de bledos: con semilla de bledos de chicalote. Lo ponían sobre un armazón de varas y lo fijaban con espinas, le daban sus puntas para afirmarlo. Cuando ya estaba formado en esta figura, luego lo emplumaban y le hacían en la cara su propio embijamiento, es decir, rayas que atravesaban su rostro por cerca de los ojos. Le ponían sus orejas de mosaico de turquesa, en figura de serpientes, y de sus orejeras de turquesas está pendiente el anillo de espinas. Es de oro, tiene forma de dedos del pie, esta elaborado como dedos del pie. La insignia de la nariz hecha de oro, con piedras engastadas; a manera de flecha de oro incrustada de piedras finas. También de esta nariguera colgaba un anillo de espinas de rayas transversales en el rostro. Este aderezo facial de rayas transversales era de color azul y de color amarillo. Sobre la cabeza, le ponían el tocado mágico de plumas de colibrí. También luego le ponían el llamado anecúyotl es de plumas finas, de forma cilíndrica, pero hacia la parte del remate es aguzado, de forma cónica. Luego le ponían al cuello un aderezo de plumas de papagayo amarillo, del cual está pendiente un fleco escalonado de semejanza de los mechones de cabello que traen los muchachos. También su manta de forma de hojas de ortiga, con tintura negra: tiene en cinco lugares mechones de pluma fina de águila. Lo envuelven todo en él también con su mano de abajo, que tiene pintadas calaveras y huesos. Y arriba le visten su chalequillo, y éste está pintado con miembros humanos despedazados: todo él está pintado de cráneos, orejas, corazones, intestinos, tóraces, tetas, manos, pies. También su maxtle. Este maxtle es muy precioso y su adorno es de puro papel, es decir, de papel de amate, de ancho una cuarta, de largo veinte. Su pintura es de rayas verticales de color azul claro. A la espalda lleva colocada como una carga su bandera de color de sangre. Esta bandera de color de sangre es de puro papel. Está teñida de rojo, como teñida de sangre. Tiene un pedernal de sacrificio como coronamiento, y ése es solamente de hechura de papel. Igualmente está rayado con rojo color de sangre. Porta su escudo: es de hechura de bambú, hecho de bambú. Por cuatro partes está adornado con un mechón de plumas finas de águila: está salpicado de plumas finas; se le denomina tehuehuelli. Y la banderola del escudo igualmente está pintada de color de sangre, como la bandera de la espalda. Tenía cuatro flechas unidas al escudo. Su banda a manera de pulsera está en su brazo; bandas de piel de coyote y de éstas penden papeles cortados en tiras cortas. El principio de la fiesta Pues cuando hubo amanecido, ya en su fiesta, muy de mañana, le descubrieron la cara los que habían hecho voto de hacerlo. Se colocaron en fila delante del ídolo, lo comenzaron a incensar, y ante él colocaron todo género de ofrendas: comida de ayuno (o acaso comida de carne humana) y rodajas de semilla de bledos apelmazada. Y estando así las cosas, ya no lo subieron, ya no lo llevaron a su pirámide. Y todos los hombres, los guerreros jóvenes, estaban como dispuestos totalmente, con todo su corazón iban a celebrar la fiesta, a conmemorar la fiesta, para con ella mostrar y hacer ver y admirar a los españoles y ponerles las cosas delante. Se emprende la marcha, es la carrera: todos van en dirección del patio del templo para allí bailar el baile del culebreo. Y cuando todo el mundo estuvo reunido, se dio principio, se comenzó el canto, y la danza del culebreo. Y los que habían ayunado una veintena y los que habían ayunado un año, andaban al frente de la gente: mantenían en fila a la gente con su bastón de pino. Al que quisiera salir lo amenazaban con su bastón de pino. Y si alguno deseaba orinar, deponía su ropa de la cadera y su penacho partido de plumas de garza. Pero al que no más se mostraba desobediente, al que no seguía a la gente en su debido orden, y vela como quiera las cosas, luego por ello lo golpeaban en la cadera, lo golpeaban en la pierna, lo golpeaban en el hombro. Fuera del recinto lo arrojaban, violentamente lo echaban, le daban tales empellones que cala de bruces, iba a dar con la cara en tierra, le tiraban con fuerza de las orejas: nadie en mano ajena chistaba palabra. Eran muy dignos de veneración aquellos que por un año habían ayunado; se les temía; por título propio y exclusivo tenían el de "hermanos de Huitzilopochtli". Ahora bien, iban al frente de la danza guiando a la gente los grandes capitanes, los grandes valientes. Pasaban en seguida los ya jovenzuelos, aunque sin pegarse a aquéllos. Los que tienen el mechón que caracteriza a los que no han hecho cautivo, los mechudos, y los que llevaban el tocado como un cántaro: los que han hecho prisioneros con ayuda ajena. Los bisoños, los que se llamaban guerreros jóvenes, los que ya hicieron un cautivo, los que ya cogieron a uno o dos cautivos, también los iban cercando. A ellos les decían: -¡Fuera allá, amigotes, mostradlo a la gente (vuestro valor), en vosotros se ve! Los españoles atacan a los mexicas Pues así las cosas, mientras se está gozando de la fiesta, ya es el baile, ya es el canto, ya se enlaza un canto con otro, y los cantos son como un estruendo de olas, en ese preciso momento los españoles toman la determinación de matar a la gente. Luego vienen hacia acá, todos vienen en armas de guerra. Vienen a cerrar las salidas, los pasos, las entradas: La Entrada del águila, en el palacio menor; la de Acatl iyacapan (Punta de la Caña), la de Tezcacoac (Serpiente de espejos). Y luego que hubieron cerrado en todas ellas se apostaron: ya nadie pudo salir. Dispuestas así las cosas, inmediatamente entran al Patio Sagrado para matar a la gente. Van a pie, llevan sus escudos de madera, y algunos los llevan de metal y sus espadas. Inmediatamente cercan a los que bailan, se lanzan al lugar de los atabales: dieron un tajo al que estaba tañendo: le cortaron ambos brazos. Luego lo decapitaron: lejos fue a caer su cabeza cercenada. Al momento todos acuchillan alancean a la gente y les dan tajos, con las espadas los hieren. A algunos les acometieron por detrás; inmediatamente cayeron por tierra dispersas sus entrañas. A otros les desgarraron la cabeza: les rebanaron la cabeza, enteramente hecha trizas quedó su cabeza. Pero a otros les dieron tajos en los hombros: hechos grietas, desgarrados quedaron sus cuerpos. A aquéllos hieren en los muslos, a éstos en las pantorrillas, a los de más allá en pleno abdomen. Todas las entrañas cayeron por tierra. Y había algunos que aun en vano corrían: iban arrastrando los intestinos y parecían enredarse los pies en ellos. Anhelosos de ponerse en salvo, no hallaban a donde dirigirse. Pues algunos intentaban salir: allí en la entrada los herían los apuñalaban. Otros escalaban los muros; pero no pudieron salvarse. Otros se metieron en la casa común: allí sí se pusieron en salvo. Otros se entremetieron entre los muertos, se fingieron muertos para escapar. Aparentando ser muertos, se salvaron. Pero si entonces alguno se ponía en pie, lo veían y lo acuchillaban. La sangre de los guerreros cual si fuera agua corría: como agua que se ha encharcado, y el hedor de la sangre se alzaba al aire, y de las entrañas que parecían arrastrarse. Y los españoles andaban por doquiera en busca de la casa de la comunidad: por doquiera lanzaban estocadas, buscaban cosas: por si alguno estaba oculto allí; por doquiera anduvieron, todo lo escudriñaron. En las casas comunales por todas partes rebuscaron. La reacción de los mexicas Y cuando se supo fuera, empezó una gritería: -Capitanes, mexicanos# venid acá. ¡Qué todos armados vengan: sus insignias, escudos, dardos!# ¡Venid acá de prisa, corred: muertos son los capitanes, han muerto nuestros guerreros!# Han sido aniquilados, oh capitanes mexicanos. Entonces se oyó el estruendo, se alzaron gritos, y el ulular de la gente que se golpeaba los labios. Al momento fue el agruparse, todos los capitanes, cual si hubieran sido citados: traen sus dardos, sus escudos. Entonces la batalla empieza: dardean con venablos, con saetas y aun con jabalinas, con harpones de cazar aves. Y sus jabalinas furiosos y apresurados lanzan. Cual si fuera capa amarilla, las cañas sobre los españoles se tienden. Los españoles se refugian en las casas reales Por su parte los españoles inmediatamente se acuartelaron. Y ellos también comenzaron a flechar a los mexicanos, con sus dardos de hierro. Y dispararon el cañón y el arcabuz. Inmediatamente echaron grillos a Motecuhzoma. Por su parte, los capitanes mexicanos fueron sacados uno en pos de otro, de los que habían sucumbido en la matanza. Eran llevados, eran sacados, se hacían pesquisas para reconocer quién era cada uno. El llanto por los muertos Y los padres y las madres de familia alzaban el llanto. Fueron llorados, se hizo la lamentación de los muertos. A cada uno lo llevan a su casa, pero después los trajeron al Patio Sagrado: allí reunieron a los muertos; allí a todos juntos los quemaron, en un sitio definido, el que se nombra Cuauhxicalco (Urna del águila). Pero a otros los quemaron sólo en la Casa de los Jóvenes. El mensaje de Motecuhzoma Y cuando el sol iba a ocultarse, cuando apenas había un poco de sol, vino a dar pregón Itzcuauhtzin, desde la azotea gritó y dijo: -Mexicanos, tenochcas, tlatelolcas: os habla el rey vuestro, el señor, Motecuhzoma: os manda decir: que lo oigan los mexicanos: -Pues no somos competentes para igualarlos, que no luchen los mexicanos. Que se deje en paz el escudo y la flecha. Los que sufren son los viejos, las viejas, dignas de lástima. Y el pueblo de clase humilde. Y los que no tienen discreción aún: los que apenas intentan ponerse en pie, los que andan a gatas. Los que están en la cuna y en su camita de palo: los que aún de nada se dan cuenta. Por esta razón dice vuestro rey: -"Pues no somos competentes para hacerles frente, que se deje de luchar". A él lo han cargado de hierros, le han puesto grillos a los pies. Cuando hubo acabado de hablar Itzcuauhtzin le hicieron una gran grita, le dijeron oprobios. Se enojaron en extremo los mexicanos, rabiosos se llenaron de cólera y le dijeron: -¿Qué es lo que dice ese ruin de Motecuhzoma? ¡Ya no somos sus vasallos! Luego se alzó el estruendo de guerra, fue creciendo rápidamente el clamor guerrero. Y también inmediatamente cayeron flechas en la azotea. Al momento los españoles cubrieron con sus escudos a Motecuhzoma y a Itzcuauhtzin, no fuera a ser que dieran contra ellos las flechas de los mexicanos. La razón de haberse irritado tanto los mexicanos fue el que hubieran matado a los guerreros, sin que ellos siquiera se dieran cuenta del ataque, el haber matado alevosamente a sus capitanes. No se iban, ni desistían. Los mexicas sitian a los españoles Estaban sitiando la casa real; mantenían vigilancia, no fuera a ser que alguien entrara a hurtadillas y en secreto les llevara alimentos. También desde luego terminó todo aportamiento de víveres: nada en absoluto se les entregaba, como para que los mataran de hambre. Pero aquéllos que aún en vano trataban de comunicarse con ellos, les daban algún aviso; intentaban congraciarse con ellos dando en secreto algunos alimentos, si eran vistos, si se les descubría, allí mismo los mataban, allí acababan con ellos. O ya les quebraban la cerviz, o a pedradas los mataban. Cierta vez fueron vistos unos mexicanos que introducían pieles de conejo. Ellos dejaron escaparse la palabra de que con ellos entraban otros a escondidas. Por esto se dio estricta orden de que se vigilara, se cuidara con esmero por todos los caminos y por todas las acequias. Había grande vigilancia, había guardas cuidadosos. Ahora bien, los que introducían pieles de conejo eran trabajadores enviados de los mayordomos de los de Ayotzintepec y Chinantlan. Allí no más rindieron el aliento, allí se acabó su oficio: en una acequia los acogotaron con horquillas de palo. Aún contra sí mismos se lanzaron los tenochcas: sin razón alguna aprisionaban a los trabajadores. Decían: --"¡Este es!" Y luego lo mataban. Y si por ventura veían a alguno que llevara su bezote de cristal, luego lo atrapaban rápidamente y lo mataban. Decían: Este es el que anda entrando, el que le está llevando de comer a Motecuhzoma. Y si veían a alguno cubierto con el ayate propio de los trabajadores, también lo cogían rápidamente. Decían: -También éste es un desgraciado, que trae noticias infaustas: entra a ver a Motecuhzoma. Y el que en vano pretendía salvarse, les suplicaba diciendo: -¿Qué es lo que hacéis, mexicanos? ¡Yo no soy! Le decían ellos: -¡Sí, tú, infeliz! # ¿No eres acaso un criado? Inmediatamente allí lo mataban. De este modo estaban fiscalizando a las personas, andaban cuidadosos de todos: no más examinaban su cara, su oficio: no más estaban vigilando a las personas los mexicanos. Y a muchos por fingido delito los ajusticiaron, alevosamente los mataron pagaron un crimen que no habían cometido. Pero los demás trabajadores se escondieron, se ocultaron. Ya no se daban a ver a la gente, ya no se presentaban ante la gente, ya no iban a casa de nadie: estaban muy temerosos, miedo y vergüenza los dominaba y no querían caer en manos de los otros. Cuando hubieron acorralado a los españoles en las casas reales, por espacio de siete días les estuvieron dando batalla. Y los tuvieron en jaque durante veintitrés días. Durante estos días las acequias fueron desenzolvadas; se abrieron, se ensancharon, se les puso Maderos, ahondaron sus cavidades. Y se hizo difícil el paso por todas partes, se pusieron obstáculos dentro de las acequias. Y en cuanto a los caminos, se les pusieron cercos, se puso pared de impedimento, se cerraron los caminos. Todos los caminos y calles fueron obstruccionados. La versión de la matanza según el Códice Aubin En Tóxcatl subían al ídolo. Mataron a los cantores cuando comenzaban el baile. No más lo vio Motecuhzoma y dijo a Malintzin: -Favor de que oiga el dios: ha llegado la fiesta de nuestro dios: es de ahora a diez días. Pues a ver si lo subimos. Harán incensaciones y solamente bailaremos cuando se usaban los panes de bledos. Aunque haya un poco de ruido, eso será todo. Dijo entonces el capitán: -Está bien. Que lo hagan. Ya lo oí. Luego partieron, fueron a encontrar a otros españoles que llegaban. Sólo El Sol se quedó aquí. Y cuando llegó la hora en la cuenta de los días, luego dijo Motecuhzoma a éste: -Favor de oír: aquí estáis vosotros. Pronto es la fiesta del dios; se ha aproximado la fiesta en que debemos festejar a nuestro dios. Dijo aquél: -¡Qué lo hagan; De algún modo ahora estaremos! Luego dijeron los capitanes: -Favor de llamar a nuestros hermanos mayores: Y dijeron los hermanos mayores: Cuando éstos hubieron venido, luego les dan órdenes; les dicen: -Mucho en esto se ponga empeño para que se haga bien. Y dijeron los hermanos mayores. -Que con fuerte impulso se haga. Entonces dijo Tecatzin, el jefe de la armería: -Favor de hacerlo saber al señor que está ante nosotros. ¡Así se hizo en Cholula: no más los encerraron en una casa! También ahora nosotros se nos han puesto difíciles las cosas. ¡Que en cada pared estén escondidos nuestros escudos! Dijo entonces Motecuhzoma: -¿Es que estamos acaso en guerra? ¡Haya confianza! -Está bien. Luego comienza el canto y el baile. Va guiando a la gente un joven capitán; tiene su bezote ya puesto: su nombre, Cuatlázol, de Tolnáhuac. Apenas ha comenzado el canto, uno a uno van saliendo los cristianos; van pasando entre la gente, y luego de cuatro en cuatro fueron a apostarse en las entradas. Entonces van a dar un golpe al que está guiando la danza. Uno de los españoles le da un golpe en la nariz a la imagen del dios. Entonces abofetean a los que estaban tañendo los atabales. Dos tocaban el tamboril, y uno de Atempan tañía el atabal. Entonces fue el alboroto general, con lo cual sobrevino completa ruina. En este momento un sacerdote de Acatl iyacapan, vino a dar gritos apresurado; decía a grandes voces: -Mexicanos, ¿no que no en guerra? ¡Quién tiene confianza! ¡Quién en su mano tiene escudos de los cautivos! Entonces atacan solamente con palos de abeto. Pero cuando ven, ya están hechos trizas por las espadas. Entonces los españoles se acogieron a las casas en donde están alojados.
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CAPÍTULO IX De algunos efectos maravillosos de vientos en partes de Indias Gran saber sería explicar por menudo los efectos admirables que hacen diversos vientos en diversas partes, y dar razón de tales obras. Hay vientos que naturalmente enturbian el agua de la mar y la ponen verdinegra; otros la paran clara como un espejo. Unos alegran de suyo y recrean; otros entristecen y ahogan. Los que crían gusanos de seda tienen gran cuenta con cerrar las ventanas cuando corren esos Vendavales, y cuando corren los contrarios las abren; y por cierta experiencia hallan que con los unos se les muere su ganado o desmedra; con los otros se mejora y engorda. Y aun en sí mismo lo probará el que advirtiere en ello que hacen notables impresiones y mudanzas en la disposición del cuerpo, las variedades de vientos que andan, mayormente en las partes afectas o indispuestas, y tanto más cuanto son delicadas. La Escritura llama a un viento, abrasador, y a otro la llama viento de rocío suave. Y no es maravilla que en las yerbas, y en los animales y hombres, se sientan tan notables efectos del viento, pues en el mismo hierro, que es el más duro de los metales, se sienten visiblemente. En diversas partes de Indias vi rejas de hierro molidas y deshechas, y que apretando el hierro entre los dedos se desmenuzaba como si fuera heno o paja seca, y todo esto causado de sólo el viento, que todo lo gastaba y corrompía sin remedio; pero dejando otros efectos grandes y maravillosos, solamente quiero referir dos; uno, que con dar angustias más que de muerte, no empece; otro que sin sentirse corta la vida. El marearse los hombres que comienzan a navegar, es cosa muy ordinaria y si como lo es tanto y tan sabido su poco daño, no se supiera, pensaran los hombres que era aquel el mal de muerte, según corta, y congoja y aflije el tiempo que dura, con fuertes bascas de estómago y dolor de cabeza y otros mil accidentes molestos. Este tan conocido y usado efecto hace en los hombres la novedad del aire de la mar, porque aunque es así, que el movimiento de navío y sus vaivenes hacen mucho al caso para marearse más o menos, y asimismo la infección y mal olor de cosas de naos; pero la propria y radical causa es el aire y vahos del mar, lo cual extraña tanto el cuerpo y el estómago que no está hecho a ello, que se altera y congoja terriblemente, porque el aire en fin es con el que vivimos y respiramos, y le metemos en las mismas entrañas, y las bañamos con él. Y así no hay cosa que más presto ni más poderosamente altere que la mudanza del aire que respiramos, como se ve en los que mueren de peste. Y que sea el aire de la mar el principal movedor de aquella extraña indisposición y náuseas, pruébase con muchas experiencias. Una es que corriendo cierto aire de la mar, fuerte, acaece marearse los que están en tierra, como a mí me ha acaecido ya veces. Otra, que cuanto más se entra en mar y se apartan de tierra, más se marean. Otra, que yendo cubiertos de alguna isla, en embocando aire de gruesa mar se siente mucho más aquel accidente, aunque no se niega, que el movimiento y agitación también causa mareamiento; pues vemos que hay hombres que pasando ríos en barcas, se marean, y otros que sienten lo mismo andando en carros o carrozas, según son las diversas complexiones de estómagos; como al contrario hay otros que por gruesas mares que haga, no saben jamás qué es marearse. Pero en fin, llano y averiguado negocio es que el aire de la mar causa de ordinario ese efecto en los que de nuevo entran en ella. He querido decir todo esto para declarar un efecto extraño que hace en ciertas tierras de Indias el aire o viento que corre, que es marearse los hombres con él, no menos sino mucho más que en la mar. Algunos lo tienen por fábula y otros dicen que es encarecimiento esto; yo diré lo que pasó por mí. Hay en el Pirú una sierra altísima que llaman Pariacaca; yo había oído decir esta mudanza que causaba, e iba preparado lo mejor que pude conforme a los documentos que dan allá, los que llaman vaquianos o pláticos, y con toda mi preparación, cuando subí las Escaleras, que llaman, que es lo más alto de aquella sierra, cuasi súbito me dio una congoja tan mortal, que estuve con pensamientos de arrojarme de la cabalgadura en el suelo, y porque aunque íbamos muchos, cada uno apresuraba el paso, sin aguardar compañero por salir presto de aquel mal paraje, solo me hallé con un indio, al cual le rogué me ayudase a tener en la bestia; y con esto, luego tantas arcadas y vómitos, que pensé dar el alma porque tras la comida y flemas, cólera y más cólera, y una amarilla y otra verde, llegué a echar sangre de la violencia que el estómago sentía. Finalmente digo que si aquello durara, entendiera ser cierto el morir, mas no duró sino obra de tres o cuatro horas, hasta que bajamos bien abajo y llegamos a temple más conveniente, donde todos los compañeros, que serían catorce o quince, estaban muy fatigados; algunos caminando pedían confesión pensando realmente morir; otros se apeaban, y de vómitos y cámaras estaban perdidos; a algunos me dijeron que les había sucedido acabar la vida de aquel accidente; otro vi yo, que se echaba en el suelo y daba gritos, del rabioso dolor que le había causado la pasada de Pariacaca. Pero lo ordinario es no hacer daño de importancia, sino aquel fastidio y disgusto penoso que da mientras dura; y no es solamente aquel paso de la sierra Pariacaca el me hace este efecto, sino toda aquella cordillera que corre a la larga más de quinientas leguas, y por doquiera que se pase, se siente aquella extraña destemplanza, aunque en unas partes más que en otras, y mucho más a los que suben de la costa de la mar a la sierra, que no en los que vuelven de la sierra a los llanos. Yo la pasé fuera de Pariacaca, también por los Lucanas y Soras, y en otra parte por los Collaguas, y en otra por los Cauanas; finalmente por cuatro partes diferentes en diversas idas y venidas, y siempre en aquel paraje sentí la alteración y mareamiento que he dicho, aunque en ninguna tanto como en la primera vez de Pariacaca. La misma experiencia tienen los demás que la han probado. Que la causa de esta destemplanza y alteración tan extraña sea el viento o aire que allí reina, no hay duda ninguna, porque todo el remedio (y lo es muy grande), que hallan es en taparse cuanto pueden oídos, y narices y boca, y abrigarse de ropa, especialmente el estómago: porque el aire es tan sutil y penetrativo, que pasa las entrañas y no sólo los hombres sienten aquella congoja, pero también las bestias que a veces se encalman, de suerte que no hay espuelas que basten a moverlas. Tengo para mí que aquel paraje es uno de los lugares de la tierra que hay en el mundo más alto; porque es cosa inmensa lo que se sube, que a mi parecer los puertos nevados de España y los Pirineos y Alpes de Italia, son como casas ordinarias respecto de torres altas, y así me persuado que el elemento del aire está allí tan sutil y delicado, que no se proporciona a la respiración humana, que le requiere más grueso y más templado, y esa creo es la causa de alterar tan fuertemente el estómago y descomponer todo el sujeto. Los puertos nevados o sierras de Europa que yo he visto, bien que tienen aire frío que da pena y obliga a abrigarse muy bien; pero ese frío no quita la gana del comer, antes la provoca, ni causa vómitos ni arcadas en el estómago, sino dolor en los pies o manos; finalmente, es exterior su operación; mas el de Indias que digo, sin dar pena a manos ni pies, ni parte exterior, revuelve las entrañas, y lo que es más de admirar, acaece haber muy gentiles soles y calor en el mismo paraje, por donde me persuado, que el daño se recibe de la cualidad del aire que se aspira y respira, por ser sutilísimo y delicadísimo, y su frío no tanto sensible como penetrativo. De ordinario es despoblada aquella cordillera, sin pueblos ni habitación humana, que aun para los pasajeros apenas hay tambos o chozas donde guarecerse de noche. Tampoco se crían animales buenos ni malos, sino son vicuñas, cuya propriedad es extraña, como se dirá en su lugar. Está muchas veces la yerba quemada y negra del aire que digo. Dura el despoblado de veinte a treinta leguas de traviesa, y en largo, como he dicho, corre más de quinientas. Hay otros despoblados o desiertos o páramos, que llaman en el Pirú punas, (porque vengamos a lo segundo que prometimos), donde la cualidad del aire, sin sentir corta los cuerpos y vidas humanas. En tiempos pasados caminaban los españoles del Pirú al reino de Chile por la sierra; agora se va de ordinario por mar y algunas veces por la costa, que aunque es trabajoso y molestísimo camino, no tiene el peligro que el otro camino de la sierra, en el cual hay unas llamadas donde al pasar perecieron muchos hombres y otros escaparon con gran ventura, pero algunos de ellos mancos o lisiados. Da allí un airecillo no recio y penetra de suerte que caen muertos, cuasi sin sentirlo, o se les caen cortados de los pies y manos, dedos, que es cosa que parece fabulosa y no lo es sino verdadera historia. Yo conocí y traté mucho al general Jerónimo Costilla, antiguo poblador del Cuzco, al cual le faltaban tres o cuatro dedos de los pies, que pasando por aquel despoblado a Chile, se le cayeron, porque penetrados de aquel airecillo, cuando los fue a mirar estaban muertos, y como se cae una manzana anublada del árbol, se cayeron ellos mismos, sin dar dolor ni pesadumbre. Refería el sobredicho capitán, que de un buen ejército que había pasado los años antes, después de descubierto aquel reino por Almagro, gran parte había quedado allí muerta, y que vio los cuerpos tendidos por allí, y sin ningún olor malo ni corrupción. Y aun añadía otra cosa extraña: que hallaron vivo un muchacho y preguntado cómo había vivido, dijo que escondiéndose en no sé qué chocilla, de donde salía a cortar con un cuchillejo de la carne de un rocín muerto, y así se había sustentado largo tiempo; y que no sé cuántos compañeros que se mantenían de aquella suerte, ya se habían acabado todos, cayéndose un día uno y otro día otro, amortecidos, y que él no quería ya sino acabar allí como los demás, porque no sentían en sí disposición para ir a parte alguna, ni gustar de nada. La misma relación oí a otros, y entre ellos a uno que era de la Compañía, y siendo seglar había pasado por allí. Cosa maravillosa es la cualidad de aquel aire frío, para matar, y juntamente para conservar los cuerpos muertos sin corrupción. Lo mismo me refirió un religioso grave, dominico y prelado de su Orden, que lo había él visto pasando por aquellos despoblados y aun me contó que siéndole forzoso hacer noche allí para ampararse del ventecillo, que digo que corre en aquel paraje tan mortal, no hallando otra cosa a manos, juntó cuantidad de aquellos cuerpos muertos, que había alrededor, e hizo de ellos una como paredilla por cabecera de su cama, y así durmió, dándole la vida los muertos. Sin duda es un género de frío aquel tan penetrativo, que apaga el calor vital y corta su influencia, y por ser juntamente sequísimo, no corrompe ni pudre los cuerpos muertos, porque la corrupción procede de calor y humedad. Cuanto a otro género de aire que se siente sonar debajo de la tierra, y causa temblores y terremotos, más en Indias que en otras partes, decirse ha cuando se trate de las cualidades de la tierra de Indias. Por agora contentarnos hemos con lo dicho de los vientos y aires, y pasaremos a lo que se ofrece considerar del agua.
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Cómo el capitán Diego de Abreu despachó a España a Alonso Riquelme de Guzmán, y cómo se perdió, y la vuelta del general Domingo Martínez de Irala Luego que Diego de Abreu fue electo, como queda referido, mandó disponer una carabela, que estaba en aquel puerto, para despacharla a Castilla con la elección de su nombramiento, y proveyéndola de lo necesario, con la posible diligencia dispuso sus negocios, para que fuese con ellos al Consejo el capitán Alonso Riquelme de Guzmán, en cuya compañía también iba Francisco de Vergara, y otras personas de satisfacción. Salieron de aquel punto el año de 1548 en conserva de un bergantín del cargo de Hernando de Rivera hasta la Isla de San Gabriel, y saliendo del río de las Palmas, atravesando el golfo de Buenos Aires para la Isla de las Flores, dejando a una mano la de San Gabriel para engolfarse, y despedidos los unos de los otros: tomaron el canal que va a Maldonado, en donde aquella noche les sobrevino una gran tormenta, que dio con la carabela en una encubierta laja, que está en la misma canal, que hoy llaman la laja del inglés por haberse allí perdido un navío de los de esta nación, de manera que la carabela quedó montada sobre la peña, abierta por los costados, por lo que entraba tanta agua que no se pudo agotar con diligencia alguna sin haber cesado la furiosa tormenta, hasta que viéndose sin otro remedio, determinaron desamparar el navío, y salir a tierra con peligro del río, y de ser ahogado, o después en tierra cogidos de los indios Charrúas de aquella tierra, gente cruel y bárbara. Para este fin cortaron el mástil mayor, y con tablas, maderas y el batel hicieron una balsa para atravesar y salir a tierra; y cesando un poco la tormenta, tuvieron lugar de poderlo hacer y tomar la costa, a que luego acudieron los indios que corren por ella, y haciendo un reparo entre el río y la barranca, se pudieron guarecer de la furia de ellos: y caminando aquella noche por la costa arriba en busca del bergantín, dieron en unas lagunas que les costó mucho trabajo atravesarlas a nado; y aquella misma noche sobrevino de la parte del sur otra mayor tormenta, que desencalló la carabela de donde estaba, y la arrojó a la costa hecha pedazos, con la que esa misma noche vinieron a topar con grande espanto y admiración de todos; y cerca del día prendieron dos indios pescadores, y se informaron de ellos de como dos leguas más adelante estaba recogido el bergantín en una caleta, y por darle alcance salió luego Francisco de Vergara con un compañero para dar aviso de lo sucedido, y así lo permitió Dios, para que aquellos hombres tuviesen como volver a la Asunción, según lo hicieron, y llegaron al tiempo que el general Domingo de Irala había llegado de su expedición, de donde, como dije, venía ya otra vez reconocido por superior de los suyos con perdón de los culpados en la pasada rebelión. Estando a distancia de cuatro leguas de la ciudad, salieron todos a recibirle, dándole la obediencia, como a General y justicia mayor, sin que pudiese estorbarlo el capitán Abreu, quien luego determinó salirse del pueblo con sus amigos. Y entrándose por los pueblos de los indios de Ibitiruzú, y sierras del Acaay, se fortificó. Poco después llegó a la Asunción el capitán Nuño de Chaves, Miguel de Rutia y Rui García, que venían del Perú de la embajada que Domingo de Irala hizo al Presidente Gasca, que llegaron muy aderezados de vestidos, armas y demás pertrechos de sus personas con socorros y ayuda de costa, que para ello se les mandó dar: venían de aquel reino en su compañía el capitán Pedro de Segura, hidalgo honrado de la Provincia de Guipúzcoa, que había sido soldado imperial en Italia, y antiguo en las Indias, Juan de Oñate, Francisco Conten, don Pedro Soloto y Alonso Martín de Trujillo, y otros muchos, que por todos eran más de cuarenta: traían algunas cabras y ovejas. Tuvieron éstos en el camino muchos encuentros y escaramuzas, rompieron por varias poblaciones, y llegaron a un pueblo o paraje una noche en que fueron cercados de más de 30.000 indios, que estando para acometer el Real y asaltarle, no osaron hacerlo, porque entendieron ser sentidos, porque oyeron toda aquella noche de balidos de los cabrones con las cabras, que juzgaron ser los españoles puestos en armas, por cuya causa se retiraron. Recibida toda esta comitiva, por Domingo Martínez de Irala, se satisfizo de que no estuvo en su mano el haberles dejado de aguardar, como se los había ofrecido conforme queda expresado. Pasados algunos días, ciertas personas mal intencionadas, se conjuraron para dar de puñaladas a Domingo de Irala, siendo autores de esta conjuración el capitán Camargo, y Miguel de Rutia; el sargento Juan Delgado, y otros de los de la expedición de Nuño de Chaves; y habiéndose descubierto, fueron presos, y se dio garrote a Rutia y al capitán Camargo usando de clemencia con los demás culpados, a quienes se les concedió perdón. Con todo no cesaban los disturbios de la República, que los fomentaban algunos apasionados, en especial el capitán Nuño de Chaves, que hacía mucha instancia en pedir la muerte de don Francisco de Mendoza, por haberse casado en este tiempo con doña Elvira Manriques su hija, y siguiéndose la causa contra los agresores, salieron en busca de ellos como perturbadores de la paz y tumultuarios de la República. Fueron presos Juan Bravo, y Renjifo, a los cuales luego ahorcaron, y otros que después fueron habidos, se pusieron en estrecha prisión, en especial Ruy Díaz Melgarejo, el cual tuvo fortuna de que le hubiese dado soltura un negro esclavo del mismo Chaves. Visto por algunos caballeros que andaban en estos desasosiegos, que peligraban sus vidas, y lo poco que conseguían en andarse retirados de la obediencia de quien los gobernaba en nombre de S.M., acordaron de reducirse a su servicio y a la paz general, que la República deseaba. Y habiéndose tratado por medio de religiosos y sacerdotes, hallaron en el general muy dispuesta la voluntad, y viniendo al fin de este negocio, para más confirmación de ella, se concertó que Francisco Ortiz de Vergara, y Alonso Riquelme de Guzmán casasen con dos hijas suyas, y lo mismo hicieron con otras el capitán Pedro de Segura, y Gonzalo de Mendoza, con cuyos vínculos vinieron a tener aquellos tumultos el fin y concordia que convenía, con verdadera paz y tranquilidad, en que fue S.M. bien servido con gran aplauso del celo, y cristiandad de Domingo de Irala. Sólo el capitán Diego de Abreu quedó fuera de esta confederación con algunos amigos suyos, queriendo mantener su opinión porque decía que no le convenía otra cosa, ni era muy seguro por tener contra sí a Nuño de Chaves, yerno de don Francisco de Mendoza, a quien hizo degollar como queda referido.
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En que se da aviso al lector de la causa porquel autor, dejando de Proseguir con la sucesión de los reyes, quiso contar el gobierno que tuvieron y sus leyes, costumbres qué tales fueron. Aunque pudiera escribir lo que pasó en el reinado de Sinchi Roca Inca, hijo que fue de Manco Capac, fundador del Cuzco, en este lugar, lo dejé pareciéndome quen lo de adelante habría confusión para saber por entero la manera que se tuvo en la gobernación destos señores, porque unos ordenaron unas leyes y otros otras, y así, pusieron unos los mitimaes y otros las guarniciones de gente de guerra en los lugares establecidos en el reino para la defensa dél; y porque son todas cosas grandes y dignas de memoria, y para que las repúblicas que se rigen por grandes letrados y varones désto tomen aviso y unos y otros conciban admiración, considerando que, pues en gente bárbara y que no tuvo letras se halló lo que de cierto sabemos que hobo, así en lo del gobierno como en sojuzgar las tierras y naciones, porque debajo de una monarquía obedescíesen a un Señor que solo fuese soberano y digno para reinar en el imperio que los Incas tuvieron, que fueron más de mil e doscientas lenguas de costas; así, por no variar en decir que unos dicen que ciertos dellos constituyeron lo uno, y otros lo otro, en lo cual muchos naturales varían, pondré en este lugar lo que yo entendí y tengo por cierto conforme a la relación que dello tomé en la ciudad del Cuzco y de las reliquias que vemos haber quedado destas cosas todos los que en el Perú habemos andado. Y no parezca a los lectores que en tomar esta orden salgo de la que al libro conviene que lleve; para que ellos con más claridad lo entiendan se pone, como declaro; y esto haré con gran brevedad, sin querer ocuparme en contar cosas menudas, de que siempre huyo; y así, con ella misma proseguiré en tratar el reynado de los Incas y la sucesión dellos, hasta que con la muerte de Huascar y entrada de los españoles se acabó. Y quiero que sepan los que esto leyeren que, entre todos los Incas, que fueron once, tres salieron entre ellos bastantísimos Para la gobernación de su señorío, que cuentan y no acaban los orejones de loarlos; y éstos no se parescieron en las condiciones tanto como en el juicio; los cuales son Huayna Capac, Tupac Inca Yupanqui, su padre, e Inca Yupanqui, padre del uno y agüelo del otro. Y también se puede presumir que, como éstos fuesen tan modernos que está el reyno lleno de indios que conocieron a Tupac Inca Yupanqui y con él anduvieron en las guerras y a sus padres oyeron lo que Inca Yupanqui hizo en el tiempo de su reinado, podría ser destas cosas, vistas casi por los ojos, tener más lumbre para las poder contar; y lo sucedido a los otros señores, sus proxinitores, haberse dello mucho olvidado. Aunque, cierto, para lo tener en la memoria y que no se pierda en muchos años tienen grande aviso, para no tener letras, que éstas ya tengo escripto en la primera parte desta Crónica cómo no se han hallado en todo este reino ni aún en todo este orbe de las Indias. Y con tanto prosigamos lo comenzado.
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CAPÍTULO IX Batalla naval de dos navíos que duró cuatro días dentro en el puerto de Santiago de Cuba Para descargo de los de la ciudad, será razón que digamos la causa que les movió a dar este mal aviso, por el cual sucedió lo que se ha dicho. Que cierto, bien mirado el hecho que lo causó y la porfía tan obstinada que en él hubo, se verá que fue un caso notable y digno de memoria y que de alguna manera disculpa a estos ciudadanos, porque el miedo en los ánimos comunes y gente popular impide y estorba los buenos consejos. Para lo cual es de saber que, diez días antes que el gobernador llegase al puerto, había entrado en él una muy hermosa nao de un Diego Pérez, natural de Sevilla, que andaba contratando por aquellas islas y, aunque andaba en traje de mercader, era muy buen soldado de mar y tierra, como luego veremos. No se sabe cuál fuese la calidad de su persona, mas la nobleza de su condición y la hidalguía que en su conversación, tratos y contratos mostraba decían que derechamente era hijodalgo, porque ése lo es que hace hidalguías. Este capitán plático traía su navío muy pertrechado de gente, armas, artillería y munición para si fuese necesario pelear con los corsarios que por entre aquellas islas y mares topase, que allí son muy ordinarios. Pasados tres días que Diego Pérez estaba en el puerto, sucedió que otra nao, no menos que la suya, de un corsario francés que andaba a sus aventuras entró en él. Pues como los dos navíos se reconociesen por enemigos de nación, sin otra alguna causa, embistió el uno con el otro, y aferrados pelearon todo el día hasta que la noche los despartió. Luego que cesó la pelea, se visitaron los dos capitanes por sus mensajeros que el uno al otro envió con recaudos de palabras muy comedidas y con regalos y presentes de vino y conservas, fruta seca y verde, de la que cada uno de ellos traía, como si fueran dos muy grandes amigos. Y, para adelante, pusieron treguas sobre sus palabras que no se ofendiesen ni fuesen enemigos de noche sino de día, ni se tirasen con artillería, diciendo que la pelea de manos con espadas y lanzas era más de valientes que las de las armas arrojadizas, porque las ballestas y arcabuces de suyo daban testimonio de haber sido invenciones de ánimos cobardes o necesitados, y que el no ofenderse con la artillería, demás de la gentileza de pelear y vencer a fuerza de brazos y con propia virtud, aprovecharía para que el vencedor llevase la nao y la presa que ganase, de manera que le fuese de provecho sana y no rota. Las treguas se guardaron inviolables, mas no se pudo saber de cierto qué intención hubiesen tenido para no ofenderse con la artillería, si no fue el temor de perecer ambos sin provecho de alguno de ellos. No embargante las paces puestas, se velaban y recataban de noche por no ser acometidos de sobresalto, porque de palabra de enemigo no se debe fiar el buen soldado para descuidarse por ella de lo que le conviene hacer en su salud y vida. El segundo día volvieron a pelear obstinadamente, y no cesaron hasta que el cansancio y la hambre los despartió; mas, habiendo comido y tomado aliento, tornaron a la batalla de nuevo, la cual duró hasta el sol puesto. Entonces se retiraron y pusieron en sus sitios, y se visitaron y regalaron como el día antes, preguntando el uno por la salud del otro y ofreciéndose para los heridos las medicinas que cada cual de ellos tenía. La noche siguiente envió el capitán Diego Pérez un recaudo a los de la ciudad diciendo que bien habían visto lo que en aquellos días había hecho por matar o rendir al enemigo y cómo no le había sido posible por hallar en él gran resistencia; que les suplicaba (pues a la ciudad le importaba tanto quitar de su mar y costas un corsario tal como aquel), le hiciesen la merced de darle palabra, si en la batalla se perdiese, como era acaecedero, restituirían a él o a sus herederos lo que su nao podía valer, y mil pesos menos; que él se ofrecería a pelear con el contrario, hasta le vencer o morir a sus manos y que pedía esta recompensa porque era pobre y no tenía más caudal que aquel navío; que, si fuera rico, holgara de lo arriesgar libremente en su servicio y que, si venciese, no quería de ellos premio alguno. La ciudad no quiso conceder esta gracia a Diego Pérez, antes le respondió desabridamente diciendo que hiciese lo que quisiese, que ellos no querían obligarse a cosa alguna. El cual, vista la mala respuesta a su petición y tanta ingratitud a su buen ánimo y deseo, acordó pelear por su honra, vida y hacienda sin esperar en premio ajeno diciendo: "Quien puede servirse a sí mismo mal hace en servir a otro, que las pagas de los hombres casi siempre son como ésta". Luego que amaneció el día tercero de la batalla de estos bravos capitanes, Diego Pérez se halló a punto de guerra y acometió a su enemigo con el mismo ánimo y gallardía que los dos pasados, por dar a entender a los de la ciudad que no peleaba en confianza de ellos sino en la de Dios y de su buen ánimo y esfuerzo. El francés salió a recibir con no menos deseo de vencer o morir aquel día que los pasados, que cierto parece la obstinación y el haberlo hecho caso de honra les instigaba a la pelea más que el interés que se les podía seguir de despojarse el uno al otro, porque, sacados los navíos, debía de valer bien poco lo que había en ellos. Aferrados, pues, el uno con el otro, pelearon todo aquel día como habían hecho los dos pasados, apartándose solamente para comer y descansar cuando sentían mucha necesidad. Y, en habiendo descansado, volvían a la batalla tan de nuevo como si entonces la empezaran, y siempre con mayor enojo y rabia de no poderse vencer. La falta del día los despartió, con muchos heridos y algunos muertos que de ambas partes hubo; mas, luego que se retiraron, se visitaron y regalaron como solían con sus dádivas y presentes, como si entre ellos no hubiera pasado cosa alguna de mal. Así pasaron la noche, con admiración de toda la ciudad, que dos hombres particulares, que andaban a buscar la vida, sin otra necesidad ni obligación que les forzase, porfiasen tan obstinadamente en matarse el uno al otro, no habiendo de llevar más premio que el haberse muerto, ni pudiendo esperar gratificación alguna de sus reyes, pues no andaban en servicio de ellos ni a su sueldo. Empero todo esto, y más, pueden las pasiones humanas cuando empiezan a reinar.
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Capítulo IX 102 De los sacrificios que hacían en los ministros tlamagazques, en especial en Teoacan, Cuzcatlan y Teuticlan; y de los ayunos que tenían 103 Demás de los sacrificios y fiestas dichas había otros muchos particulares que hacían muy continuamente, en especial aquellos ministros que los españoles llamaron papas. Estos se sacrificaban a sí mismos muchas veces de muchas partes del cuerpo, y en algunas fiestas hacían en lo alto de las orejas con una navajuela de piedra negra un agujero que la sacaban de la manera de una lanceta de sangrar, y tan aguda y con tan vivos filos; y así muchos españoles se sangran y sangran a otros con éstas, y cortan muy dulcemente, sino que algunas veces despuntan, cuando el sangrador no es de los buenos; que acá cada uno procura de saber sangrar y herrar y otros muchos oficios que en España no se tendrían por honrados de los aprender; aunque por otra parte tienen presunción y fantasía, aunque tienen todos los españoles que acá están la mejor y más humilde conversación que puede ser en el mundo. Tornando a el propósito, digo: que por aquel agujero que hacían en las orejas y por las lenguas sacaban una caña tan gorda como el dedo de la mano, y tan larga como el brazo; mucha de la gente popular, así hombres como mujeres, sacaban o pasaban por la oreja y por la lengua unas pajas tan gordas como cañas de trigo, y otros unas puntas de maguey, o de metl, que a la fin se dice qué cosa es, y todo lo que así sacaban ensangrentado, y la sangre que podían coger en unos papeles, lo ofrecían delante de los ídolos. 104 En Teoachan, y en Theuticlan y en Cuztaclan, que eran provincias de frontera y tenían guerra por muchas partes, también hacían muy crueles sacrificios de cautivos y de esclavos; y en sí mismos los tlamagazques, o papas mancebos, hacían una cosa de las extrañas y crueles del mundo; que cortaban y hendían el miembro de la generación entre cuero y carne y hacían tan grande abertura que pasaban por allí una soga tan gruesa como el brazo por la muñeca, y en largor según la devoción del penitente; unas eran de diez brazas, otras de quince y otras de veinte; y si alguno desmayaba de tan cruel desatino, decíanle que aquel poco ánimo era por haber pecado y allegado a mujer; porque éstos que hacían esta locura y desatinado sacrificio eran mancebos por casar, y no era maravilla que desmayasen, pues se sabe que la circuncisión es el mayor dolor que puede ser en el mundo, si no, díganlo los hijos de Jacob. La otra gente del pueblo sacrificábanse de las orejas, y de los brazos, y del pico de la lengua, de que sacaban unas gotas de sangre para ofrecer; y los más devotos, así hombres como mujeres, traían más arpadas las lenguas y las orejas, y hoy día se parece en muchos. En estas tres provincias que digo, los ministros del templo y todos los de sus casas ayunaban cada año ochenta días. También ayunaban sus cuaresmas y ayunos antes de las fiestas del demonio, en especial aquellos papas, con sólo pan de maíz y sal y agua; unas cuaresmas de a diez días, y otras de veinte y de cuarenta; y alguna como la de panquezalizthi en México que era de ochenta días, de que algunos enfermaban y morían, porque el cruel de su dios no les consentía que usasen consigo de misericordia. 105 Llamábanse también estos papas "dadores de fuego", porque echaban incienso en lumbre o en brasas con su incensario tres veces en el día y tres en la noche. Cuando barrían los templos del demonio era con plumajes en lugar de escobas, y andando para atrás, sin volver las espaldas a los ídolos. Mandaban a el pueblo y hasta a los muchachos que ayunasen, ya dos, ya cuatro, ya cinco días, y hasta diez días ayunaba el pueblo. Estos ayunos no eran generales, sino que cada provincia ayunaba a sus dioses según su devoción y costumbre. Tenía el demonio en ciertos pueblos de la provincia de Thoacan Tehuacan capellanes perpetuos que siempre velaban y se ocupaban en oraciones, ayunos y sacrificios; y este perpetuo servicio repartíanlo de cuatro en cuatro años, y los capellanes asimismo eran cuatro. Cuatro mancebos que habían de ayunar cuatro años, entraban en la casa del demonio como quien entra en treintanario cerrado, y daban a cada uno una sola manta de algodón delgada de un maxtil maxtlat, que es como toca de camino con que se ciñen y tapan sus vergüenzas, y no tenían más ropa de noche ni de día, aunque en invierno hace razonable frío las noches; la cama era la dura tierra y la cabecera una piedra. Ayunaban todos aquellos cuatro años, en los cuales se abstenían de carne y de pescado, sal y de ají; no comían cada día más de una sola vez a mediodía, y era su comida una tortilla, que según señalan, sería de dos onzas, y bebían una escudilla de un brebaje que se dice atolli. No comían otra cosa, ni fruta, ni miel, ni cosa dulce, salvo de veinte en veinte días que eran sus días festivales, como nuestro domingo a nosotros. Entonces podían comer de todo lo que tuviesen, y de año en año les daban una vestidura. Su ocupación y mora era estar siempre en la casa y en presencia del demonio y para velar toda la noche repartíanse de dos en dos. Velaban una noche los dos, y dormían los otros dos, sin dormir sueño y otra noche los otros dos. Ocupábanse cantando a el demonio muchos cantares, y a tiempos sacrificábanse y sacábanse sangre de diversas partes del cuerpo, que ofrecían a el demonio, y cuatro veces en la noche ofrecían incienso, y de veinte en veinte días hacían este sacrificio; que hecho un agujero en lo alto de las orejas sacaban por allí sesenta cañas, unas gruesas y otras delgadas como los dedos; unas largas como el brazo y otras de una brazada; otras como varas de tirar; y todas ensangrentadas poníanlas en un montón delante de los ídolos, las cuales quemaban acabados los cuatro años. Montábanse si no me engaño diez y siete mil y doscientos ochenta, porque cinco días del año no los contaban, sino diez y ocho meses a veinte días cada mes. Si alguno de aquellos ayunadores o capellanes del demonio moría, luego suplían otro en su lugar y decían que había de haber gran mortalidad, y que habían de morir muchos señores, por lo cual todos vivían aquel año muy atemorizados, porque son gente que miran mucho en agüeros. A éstos les aparecía muchas veces el demonio, o ellos lo fingían, y decían al pueblo lo que el demonio les decía, o a ellos se les antojaba y lo que querían y mandaban los dioses; y lo que más veces decían que veían era una cabeza con largos cabellos. Del ejercicio de estos ayunadores y de sus visiones holgaba mucho de saber al gran señor Motezuma, porque le parecía servicio muy especial y acepto a los dioses. Si alguno de estos ayunadores se hallaba que en aquellos cuatro años tuviese ayuntamiento de mujer, ayuntábanse muchos ministros del demonio y mucha gente popular, y sentenciábanle a muerte, la cual le daban de noche y no de día; y delante de todos le achocaban y quebrantaban la cabeza con garrotes, y luego le quemaban y echaban los polvos por el aire, derramando la ceniza, de manera que no hubiese memoria de tal hombre; porque aquel hecho, en tal tiempo, le tenían por enorme y por cosa descomunal y que nadie había de hablar en ella. 106 Las cabezas de los que sacrificaban, especial de los tomados en guerra, desollábanlas, y si eran señores o principales personas los así presos, desollábanlas con sus cabellos y secábanlas para las guardar. De éstas había muchas al principio; y si no fuera porque tenía algunas barbas, nadie juzgara sino que eran rostros de niños de cinco o seis años, y causábanlo estar, como estaban, secas y curadas. Las calaveras ponían en unos palos que tenían levantados a un lado de los templos del demonio; de esta manera: levantaban quince o veinte palos, más y menos, de largo de cuatro o cinco brazas fuera de tierra, y en tierra entraba más de una braza, que eran unas vigas rollizas apartadas unas de otras cuando como seis pies y todas puestas en hilera, y todas aquellas vigas llenas de agujeros; y tomaban las cabezas horadadas por las sienes, y hacían unos sartales de ellas en otros palos delgados pequeños, y ponían los palos en los agujeros que estaban hechos en las vigas que dije, y así tenían de quinientas en quinientas, y de seiscientas en seiscientas, y en algunas partes de mil en mil calaveras; y en cayéndose una de ellas ponían otras, porque valían muy barato; y en tener aquellos tendales muy llenos de aquellas cabezas mostraban ser grandes hombres de guerra y devotos sacrificadores a sus ídolos. Cuando habían de bailar en las fiestas solemnes, pintábanse y tiznábanse de mil maneras; y para esto el día que había baile, por la mañana luego venían pintores y pintoras a el tianguez, que es el mercado, con muchos colores y sus pinceles, y pintaban a los que habían de bailar los rostros, y brazos, y piernas de la manera que ellos querían, o la solemnidad y ceremonia de la fiesta lo requería; y así embijados y pintados íbanse a vestir diversas divisas, y algunos se ponían tan feos que parecían demonios; y así servían y festejaban a el demonio, y de esta manera se pintaban para salir a pelear cuando tenían guerra o había batalla. 107 A las espaldas de los principales templos había una sala a su parte de mujeres, no cerrada, porque no acostumbraban puertas, pero honestas y muy guardadas; las cuales servían a los templos por votos que habían hecho; otras por devoción prometían de servir en aquel lugar un año, o dos, o tres; otras hacían el mismo voto en tiempo de algunas enfermedades (y éstas todas eran doncellas vírgenes por la mayor parte), aunque también había algunas viejas, que por su devoción querían allí morir, y acabar sus días en penitencia. Estas viejas eran guardas y maestras de las mozas; y por estar en servicio de los ídolos eran muy miradas las unas y las otras. En entrando luego las trasquilaban; dormían siempre vestidas por más honestidad y para se hallar más prestas a el servicio de los ídolos; dormían en comunidad todas en una sala; su ocupación era hilar y tejer mantas de labores y otras de colores para servicio de los templos. A la medianoche iban con su maestra y echaban incienso en los braseros que estaban delante de los ídolos. En las fiestas principales iban todas en procesión por una banda, y los ministros por la otra, hasta allegar delante de los ídolos, en lo bajo a el pie de las gradas, y los unos y las otras iban con tanto silencio y recogimiento, que no alzaban los ojos de tierra ni hablaban palabra. Estas, aunque las más eran pobres, los parientes les daban de comer, y todo lo que habían menester para hacer mantas, y para hacer comida que luego por la mañana ofrecían caliente, así sus tortillas de pan como gallinas guisadas en unas como cazuelas pequeñas, y aquel calor o vaho decían que recibían los ídolos, y lo otro los ministros. Tenían una como maestra o madre que a tiempo las congregaba y hacia capítulo, como hace la abadesa a sus monjas, y a las que hallaba negligentes, penitenciaba; por esto algunos españoles las llamaron monjas, y si alguna se reía con algún varón dábanla gran penitencia; y si se hallaba alguna ser conocida de varón, averiguada la verdad a entrambos mataban. Ayunaban todo el tiempo que allí estaban, comiendo a mediodía, y a la noche su colación. Las fiestas que no ayunaban, comían carne. Tenían su parte que barrían de los patios bajos delante de los templos; lo alto siempre lo barrían los ministros, en algunas partes con plumajes de precio y sin volver las espaldas, como dicho es. 108 Todas estas mujeres estaban aquí sirviendo a el demonio por sus propios intereses: las unas porque el demonio las hiciese mercedes; las otras porque les diese larga vida; otras por ser ricas; otras por ser buenas hilanderas y tejedoras de mantas ricas. Si alguna cometía pecado de carne, estando en el templo, aunque más secretamente fuese, creía que sus carnes se habían de podrecer, y hacían penitencia porque el demonio encubriese su pecado. En algunas fiestas bailaban delante de los ídolos muy honestamente.
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Cómo partimos de bahía de Caballos Aquella bahía de donde partimos ha por nombre la bahía de Caballos, y anduvimos siete días por aquellos ancones, entrados en el agua hasta la cinta, sin señal de ver ninguna cosa de costa, y al cabo de ellos llegamos a una isla que estaba cerca de la tierra. Mi barca iba delante, y de ella vimos venir cinco canoas de indios, los cuales las desampararon y nos la dejaron en las manos, viendo que íbamos a ellas; las otras barcas pasaron adelante, y dieron en unas casas de la misma isla, donde hallamos muchas lizas y huevos de ellas, que estaban secas; que fue muy gran remedio para la necesidad que llevábamos. Después de tomadas, pasamos adelante, y dos leguas de allí pasamos un estrecho que la isla con la tierra hacía, al cual llamamos de Sant Miguel por haber salido en su día por él; y salidos, llegamos a la costa, donde, con las cinco canoas que yo había tomado a los indios, remediamos algo de las barcas, haciendo falcas de ellas, y añadiéndolas, de manera que subieron dos palmos de bordo sobre el agua; y con esto tornamos a caminar por luengo de costa la vía del río de Palmas, cresciendo cada día la sed y la hambre, porque los bastimentos eran muy pocos y iban muy al cabo, y el agua se nos acabó, porque las botas que hecimos de las piernas de los caballos luego fueron podridas y sin ningún provecho; algunas veces entramos por ancones y bahías que entraban mucho por la tierra adentro; todas las hallamos bajas y peligrosas; y ansí, anduvimos por ellas treinta días donde algunas veces hallábamos indios pescadores, gente pobre y miserable. Al cabo ya de estos treinta días, que la necesidad del agua era en extremo, yendo cerca de costa, una noche sentimos venir una canoa, y como la vimos, esperamos que llegase, y ella no quiso hecer cara; y aunque la llamamos, no quiso volver ni aguardarnos, y por ser de noche no la seguimos, y fuímonos nuestra vía; cuando amaneció vimos una isla pequeña, y fuimos a ella por ver si hallaríamos agua; mas nuestro trabajo fue en balde, porque no lo había. Estando allí surtos, nos tomó una tormenta muy grande, porque nos detuvimos seis días sin que osásemos salir a la mar; y como había cinco días que no bebíamos, la sed fue tanta, que nos puso en necesidad de beber agua salada, y algunos se desatentaron tanto en ello, que súbitamente se nos murieron cinco hombres. Cuento esto así brevemente, porque no creo que hay necesidad de particularmente contar las miserias y trabajos en que nos vimos; pues considerando el lugar donde estábamos y la poca esperanza de remido que teníamos, cada uno puede pensar mucho de lo que allí pasaría; y como vimos que la sed crescía y el agua nos mataba, aunque la tormenta no era cesada, acordamos de encomendarnos a Dios nuestro Señor, y aventurarnos antes al peligro de la mar que esperar la certinidad de la muerte que la sed nos daba; y así, salimos la vía donde habíamos visto la canoa la noche que por allí veníamos; y en este día nos vimos muchas veces anegados, y tan perdidos, que ninguno hubo que no tuviese por cierta la muerte. Plugo a nuestro Señor, que en las mayores necesidades suele mostrar su favor, que a puesta del Sol volvimos una punta que la tierra hace, adonde hallamos mucha bonanza y abrigo. Salieron a nosotros muchas canoas, y los indios que en ellas venían nos hablaron, y sin querernos aguardar, se volvieron. Era gente grande y bien dispuesta, y no traían flechas ni arcos. Nosotros les fuimos siguiendo hasta sus casas, que estaban cerca de allí a la lengua del agua, y saltamos en tierra, y delante de las casas hallamos muchos cántaros de agua y mucha cantidad de pescado guisado, y el señor de aquellas tierras ofresció todo aquello al gobernador, y tomándolo consigo, lo llevó a su casa. Las casas de éstos eran de esteras, que a lo que paresció eran estantes; y después que entramos en casa del cacique, nos dio mucho pescado, y nosotros le dimos del maíz que traíamos, y lo comieron en nuestra presencia, y nos pidieron más, y se lo dimos, y el gobernador le dio muchos rescates; el cual, estando con el cacique en su casa, a media hora de la noche, súpitamente los indios dieron en nosotros y en los que estaban muy malos echados en la costa, y acometieron también la casa del cacique, donde el gobernador estaba, y lo hirieron de una piedra en el rostro. Los que allí se hallaron prendieron al cacique; mas como los suyos estaban tan cerca, soltóseles y dejóles en las manos una manta de martas cebelinas, que son las mejores que creo yo que en el mundo se podrían hallar, y tienen un olor que no paresce sino de ámbar y almizcle, y alcanza tan lejos, que de mucha cantidad se siente; otras vimos allí, mas ningunas eran tales como éstas. Los que allí se hallaron, viendo al gobernador herido, lo metieron en la barca, y hecimos que con él se recogiese toda la gente a sus barcas, y quedamos hasta cincuenta en tierra para contra los indios, que nos acometieron tres veces aquella noche, y con tanto ímpetu, que cada vez nos hacían retraer más de un tiro de piedra. Ninguno hubo de nosotros que no quedase herido, yo fui en la cara; y si, como se hallaron pocas flechas, estuvieran más proveídos de ellas, sin duda nos hicieran mucho daño. La última vez se pusieron en celada los capitanes Dorantes y Peñalosa y Téllez con quince hombres, y dieron en ellos por las espaldas, y de tal manera les hicieron huir, que nos dejaron. Otro día de mañana yo les rompí más de treinta canoas, que nos aprovecharon para un norte que hacía, que por todo el día hubimos de estar allí con mucho frío, sin osar entrar en la mar, por la mucha tormenta que en ella había. Esto pasado, nos tornamos a embarcar, y navegamos tres días; y como habíamos tomado poca agua, y los vasos que teníamos para llevar asimismo eran muy pocos, tornamos a caer en la primera necesidad; y siguiendo nuestra vía, entramos por un estero, y estando en él vimos venir una canoa de indios. Como los llamamos, vinieron a nosotros, y el gobernador, a cuya barca habían llegado, pidióles agua, y ellos la ofrescieron con que les diesen en que la trajesen, y un cristiano griego, llamado Doroteo Teodoro (de quien arriba se hizo mención), dijo que quería ir con ellos; el gobernador y otros se lo procuraron estorbar mucho, y nunca lo pudieron, sino que en todo caso quería ir con ellos; así se fue, y llevó consigo un negro, y los indios dejaron en rehenes dos de su compañía; y a la noche volvieron los indios y trajéronnos muchos vasos sin agua, y nos trajeron los cristianos que habían llevado; y los que habían dejado por rehenes, como los otros los hablaron, quisiéronse echar al agua. Mas los que en la barca estaban los detuvieron; y ansí, se fueron huyendo los indios de la canoa, y nos dejaron muy confusos y tristes por haber perdido aquellos cristianos.