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Cómo los indios de toda la Nueva-España tenían muchos sacrificios y torpedades, y se los quitamos, y les impusimos en las cosas santas de buena doctrina Pues he dado cuenta de cosas que se convienen, bien es que diga los bienes que se han hecho, así para el servicio de Dios y de su majestad, con nuestras ilustres conquistas; y aunque fueron tan costosas de las vidas de todos los más de mis compañeros, porque muy pocos quedamos vivos, y los que murieron fueron sacrificados, y con sus corazones y sangre ofrecidos a los ídolos mexicanos, que se decían Tezcatepuca, y Huichilobos, quiero comenzar a decir de los sacrificios que hallamos por las tierras y provincias que conquistamos, las cuales estaban llenas de sacrificios y maldades, porque mataban cada un año, solamente en México y ciertos pueblos que están en la laguna, sus vecinos, según hallo por cuenta que dello hicieron religiosos franciscos: que fueron los primeros que vinieron a la Nueva-España, tres años y medio antes que viniesen los dominicos, que fueron muy buenos religiosos y de santa doctrina; y hallaron sobre dos mil y quinientas personas, chicas y grandes. Pues en otras provincias a esta cuenta muchos más serían; y tenían otras maldades de sacrificios, y por ser de tantas maneras, no los acabaré de escribir todas por extenso; mas las que yo vi y entendí pondré aquí por memoria. Tenían por costumbre que sacrificaban las frentes y las orejas, lenguas y labios, los pechos, brazos y molledos, y las piernas y aun sus naturas; y en algunas provincias eran retajados, y tenían pedernales de navajas, con que se retajaban. Pues los adoratorios, que son cues, que así los llaman entre ellos, eran tantos, que los doy a la maldición, y me parece que eran casi que al modo como tenemos en Castilla y en cada ciudad nuestras santas iglesias y parroquias, y ermitas y humilladeros, así tenían en esta tierra de la Nueva-España sus casas de ídolos llenas de demonios y diabólicas figuras; y demás destos cues, teman cada indio o india dos altares, el uno junto a donde dormía, y el otro a la puerta de su casa, y en ellos muchas arquillas de maderas, y otros que llaman petacas, llenas de ídolos, unos chicos y otros grandes, y piedrezuelas y pedernales, y librillos de un papel de corteza de árbol, que llaman amatl, y en ellos hechos sus señales del tiempo y de cosas pasadas. Y además desto, eran los más dellos sométicos, en especial los que vivían en las costas y tierra caliente, en tanta manera, que andaban vestidos en hábito de mujeres muchachos a ganar en aquel diabólico y abominable oficio. Pues comer carne humana, así como nosotros traemos vaca de las carnicerías; y tenían en todos los pueblos, de madera gruesa hechas a manera de casas, como jaulas, y en ellas metían a engordar muchos indios e indias y muchachos, y en estando gordos los sacrificaban y comían; y demás desto, las guerras que se daban unas provincias y pueblos a otros, y los que cautivaban y prendían los sacrificaban y comían. Pues tener excesos carnales hijos con madres, y hermanos con hermanas, y tíos con sobrinas, halláronse muchos que tenían este vicio desta torpedad. Pues de borrachos, no lo sé decir, tantas suciedades que entre ellos pasaban; sólo una quiero aquí poner, que hallamos en la provincia de Pánuco, que se embudaban por el sieso con unos cañutos, y se henchían los vientres de vino de lo que entre ellos se hacía, como cuando entre nosotros se echa una medicina; torpedad jamás oída. Pues tener mujeres, cuantas querían; tenían otros muchos vicios y maldades; y todas estas cosas por mí recontadas, quiso nuestro señor Jesucristo que con su santa ayuda, que nosotros los verdaderos conquistadores que escapamos de las guerras y batallas y peligros de muerte, ya otras veces por mí dicho, se lo quitamos, y les pusimos en buena policía de vivir y les íbamos enseñando la santa doctrina. Verdad es que después desde a dos años pasados, y que todas las más tierras teníamos de paz, y con la policía y manera de vivir que he dicho, vinieron a la Nueva-España unos buenos religiosos franciscos, que dieron muy buen ejemplo y doctrina, y desde ahí a otros tres o cuatro años vinieron otros buenos religiosos de señor santo Domingo, que se lo han quitado muy de raíz, y han hecho mucho fruto en la santa doctrina y cristiandad de los naturales. Mas, si bien se quiere notas, después de Dios, a nosotros los verdaderos conquistadores que los descubrimos y conquistamos, y desde el principio les quitamos sus ídolos y les dimos a entender la santa doctrina, se nos debe el premio y galardón de todo ello, primero que a otras personas, aunque sean religiosos; porque cuando el principio es bueno, el medio y el cabo todo es digno de loor; lo cual pueden ver los curiosos lectores de la policía y cristiandad y justicia que les mostramos en la Nueva-España. Y dejaré esta materia, y diré los más bienes que, después de Dios, por nuestra causa han venido a los naturales de la Nueva-España.
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De otras cosas y provechos que se han seguido de nuestras ilustres conquistas y trabajos Ya habrán oído en los capítulos pasados lo por mí recontado acerca de los bienes y provechos que se han hecho con nuestras ilustres hazañas y conquistas; diré ahora del oro, plata y piedras preciosas, y otras riquezas de granas e lanas, y hasta zarzaparrilla y cueros de vacas, que desta Nueva-España han ido y van cada año a Castilla a nuestro rey y señor; así lo de sus reales quintos como otros muchos presentes que le hubimos enviado así como le ganamos estas tierras, sin las grandes cantidades que llevan mercaderes y pasajeros; que después que el sabio rey Salomón fabricó y mandó hacer el santo templo de Jerusalén con el oro y plata que le trajeron de las islas de Tarsis y Ofir y Sabá, no se ha oído en ninguna escritura antigua que más oro, plata y riquezas han ido cotidianamente a Castilla que de estas tierras: y esto digo así, porque ya que del Perú, como es notorio, han ido muchos millares de oro y plata, en el tiempo que ganamos esta Nueva-España no había nombre del Perú ni estaba descubierto, ni se conquistó desde ahí a diez años, y nosotros siempre desde el principio, como dicho tengo, comenzamos a enviar a su majestad presentes riquísimos, y por esta causa, y por otras que diré, antepongo a la Nueva-España, porque bien sabemos que en las cosas acaecidas del Perú siempre los capitanes y gobernadores y soldados han tenido guerras civiles, y todo revuelto en sangre y en muertes de muchos soldados; y en esta Nueva-España siempre tenemos, y tendremos, para siempre jamás el pecho por tierra, como somos obligados, a nuestro rey y señor, y pondremos nuestras vidas y haciendas en cualquiera cosa que se ofrezca para servir a su majestad. Y además desto, miren los curiosos lectores qué de ciudades, villas y lugares están pobladas en estas partes de españoles, que, por ser tantos y no saber yo los nombres de todos, se quedarán en silencio; y tengan atención a los obispados que hay, que son diez, sin el arzobispo de la muy insigne ciudad de México: y cómo hay tres audiencias reales, todo lo cual diré adelante, así de los que han gobernado, como de los arzobispos y obispos que ha habido; y miren las santas iglesias catedrales y los monasterios donde están dominicos, como franciscos y mercedarios y agustinos; y miren qué hay de hospitales, y los grandes perdones que tienen, y la santa casa de nuestra señora de Guadalupe, que está en lo de Tepeaquilla, donde solía estar asentado el real de Gonzalo de Sandoval cuando ganamos a México; y miren los santos milagros que ha hecho y hace de cada día, y démosle muchas gracias a Dios y a su bendita madre nuestra señora por ello, que nos dio gracia y ayuda que ganásemos estas tierras, donde hay tanta cristiandad. Y también tengan cuenta cómo en México hay colegio universal, donde estudian y aprenden la gramática, teología, retórica y lógica y filosofía, y otros artes y estudios, e hay moldes y maestros de imprimir libros, así en latín como en romance, y se gradúan de licenciados y doctores; y otras muchas grandezas pudiera decir, así de minas ricas de plata que en ellas están descubiertas y se descubren a la continua, por donde nuestra Castilla es prosperada y tenida y acatada. Y si no basta lo bien que ya he dicho y propuesto de nuestras conquistas, quiero decir que miren las personas sabias y leídas esta mi relación desde el principio hasta el cabo, y verán que en ningunas escrituras en el mundo, ni en hechos hazañosos humanos, ha habido hombres que más reinos y señoríos hayan ganados, como nosotros los verdaderos conquistadores, para nuestro rey y señor, y entre los fuertes conquistadores mis compañeros, puesto que los hubo muy esforzados, a mí me tenían en la cuenta dellos, y el más antiguo de todos; y digo otra vez que yo, yo, yo lo digo tantas veces, que yo soy el más antiguo y he servido como muy buen soldado a su majestad y dígolo con tristeza de mi corazón, porque me veo pobre y muy viejo, una hija por casar, y los hijos varones ya grandes y con barbas, y otros por criar, y no puedo ir a Castilla ante su majestad para representarle cosas cumplideras a su real servicio, y también para que me haga mercedes, pues se me deben bien debidas. Dejaré esta plática, por que si más en ello meto la pluma me será muy odiosa de personas envidiosas. Y quiero proponer una cuestión a modo de diálogo: y es, que habiendo visto la buena e ilustre fama que suena en el mundo de nuestros muchos y buenos y notables servicios que hemos hecho a Dios y a su majestad y a toda la cristiandad, da grandes voces y dice que fuera justicia y razón que tuviéramos buenas rentas, y más aventajadas que tienen otras personas que no han servicio en estas conquistas ni en otras partes a su majestad; y asimismo pregunta que dónde están nuestros palacios y moradas, y qué blasones tenemos en ellas diferenciadas de las demás; y si están en ellas esculpidos y puestos por memoria nuestros heroicos hechos y armas, según y de la manera que tienen en España los caballeros que dicho tengo en el capítulo pasado, que sirvieron en los tiempos pasados a los reyes que en aquella sazón reinaban: pues nuestras hazañas no son menores que las que ellos hicieron, antes son de muy memorable fama, y se puedan contar entre los nombrados que ha habido en el mundo. Y demás desto, pregunta la ilustre fama por los conquistadores que hemos escapado de las batallas pasadas, y por los muertos, dónde están sus sepulcros y qué blasones tienen en ellos. A estas cosas se le puede responder con mucha verdad: "Oh excelente e ilustre fama, y entre buenos y virtuosos deseada y loada, y entre maliciosos y personas que han procurado oscurecer nuestros heroicos hechos no querrían ver ni oír vuestro ilustre nombre, porque nuestras personas no ensalcéis como conviene; hágoos, señora, saber que de quinientos cincuenta soldados, que pasamos con Cortés desde la isla de Cuba, no somos vivos en toda la Nueva-España, de todos ellos, hasta este año de 1568 que estoy trasladando esta relación, sino cinco; que todos los demás murieron en las guerras ya por mí dichas, en poder de indios, y fueran sacrificados a los ídolos, y los demás murieron de sus muertes. Y los sepulcros, que me pregunta dónde los tienen, digo que son los vientres de los indios, que los comieron las piernas y muslos, brazos y molledos, pies y manos; y los demás, fueron sepultados sus vientres, que echaban a los tigres y sierpes y halcones, que en aquel tiempo tenían por grandeza en casas fuertes, y aquellos fueron sus sepulcros y allí están sus blasones; y a lo que a mí se me figura, con letras de oro habían de estar descritos sus nombres, pues murieron aquella crudelísima muerte, y por servir a Dios y a su majestad y dar luz a los que estaban en tinieblas: y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente venimos a buscar. Y demás de le haber dado cuenta a la ilustre fama, me pregunta por los que pasaron con Narváez y con Garay; digo que los de Narváez fueron mil y trescientos, sin contar entre ellos hombres de la mar, y no son vivos de todos ellos sino diez o once, que todos los demás murieron en las guerras y sacrificados, y sus cuerpos comidos de indios, ni más ni menos que los nuestros; y los que pasaron con Garay de la isla de Jamaica, a mi cuenta: con las tres capitanías que vinieron a San Juan de Ulúa, antes que pasase el Garay con los que trajo a la postre cuando él vino, serían por todos mil y doscientos soldados, y todos los más fueron sacrificados en la provincia de Pánuco, y comidos sus cuerpos de los naturales de la provincia. Y demás desto, pregunta la loable fama por otros quince soldados que aportaron a la Nueva-España, que fueron de los de Lucas Vázquez de Ayllón cuando le desbarataron, y él murió en la Florida. A esto digo que todos son muertos; y hágoos saber, excelente fama, que de todos los que he recontado y ahora somos vivos de los de Cortés, hay cinco, y estamos muy vicios y dolientes de enfermedades, y muy pobres y cargados de hijos, e hijas para casar y nietos, y con poca renta, y así pasamos nuestras vidas con trabajos y miserias. Y Pues ya he dado cuenta de lo que me han preguntado, y de nuestros palacios y blasones y sepulcros, suplícoos, ilustrísima fama, que de aquí adelante alcéis más vuestra excelente y virtuosísima voz, para que en todo el mundo se vean claramente nuestras grandes proezas; porque hombres maliciosos, con sus sacudidas y envidiosas lenguas, no las oscurezcan ni aniquilen; y procuréis que a los que su majestad le ganaron estas sus tierras y se les debe el premio dello, no se dé a los que no se les debe, porque ni su majestad tiene cuenta con ellos, ni ellos con su majestad sobre servicios que les hayan hecho. A esto que he suplicado a la virtuosísima fama, me responde que lo hará de muy buena voluntad, y que se espanta cómo no tenemos los mejores repartimientos de indios, pues los ganamos y su majestad lo manda dar: como los tiene el marqués Cortés; no se entiende que sea tanto, sino moderadamente. Y más dice la loable fama, que las cosas del valeroso y animoso Cortés han de ser siempre muy estimadas y contadas entre los hechos de valerosos capitanes; y que no hay memoria de ninguno de nosotros en los libros históricos que están escritos del cronista Francisco López de Gómara, ni en la del doctor Illescas, que escribió el Pontifical, ni en otros modernos cronistas: y solo el marqués Cortés dice en sus libros que es el que lo descubrió y conquistó, y que los capitanes y soldados que los ganamos quedamos en blanco sin haber memoria de nuestras personas y conquistas, y en que ahora se ha holgado mucho en saber claramente que todo lo que he escrito en mi relación es verdad. Y que la misma escritura trae consigo al pie de la letra lo que pasó, y no lisonjas viciosas, ni por sublimar a un solo capitán quieren deshacer a muchos capitanes y valerosos soldados, como ha hecho el Francisco López de Gómara y los demás cronistas que siguen su propia historia, sin poner ni quitar más de lo que él dice. Y más me prometió la buena fama, que por su parte lo pondrá con voz muy clara a do quiera que se hallare. Y demás de lo que ella declara, que mi historia si se imprime, cuando la vean e oigan, la darán fe verdadera, y oscurecerá las lisonjas de los pasados. Y además de lo que he propuesto a manera de diálogo, me preguntó un doctor, oidor de la audiencia real de Guatemala, que cómo Cortés, cuando escribía a su majestad y fue la primera vez a Castilla, no procuró por nosotros, pues por nuestra causa, después de Dios, fue marqués y gobernador. A esto respondí entonces, y ahora lo digo, que, como tomó para sí al principio, cuando su majestad le hizo merced de la gobernación, todo lo mejor de la Nueva-España, creyendo que siempre fuera señor absoluto y que por su mano nos diera indios o quitara, y a esta causa se presumió que no lo hizo ni quiso escribir; y también, porque en aquel tiempo su majestad le dio el marquesado que tiene, y como le importunaba que le diese luego la gobernación de la Nueva-España, como de antes la había tenido, y le respondió que ya le había dado el marquesado, no curó de demandar cosa ninguna para nosotros que bien nos hiciese, sino solamente para él. Y además desto, habían informado el factor y veedor y otros caballeros de México a su majestad que Cortés había tomado para sí las mejores provincias y pueblos de la Nueva-España, y que había dado a sus amigos y parientes que nuevamente habían venido de Castilla otros buenos pueblos, y que no dejaba para el real patrimonio sino poca cosa; después supimos mandó su majestad que de lo que tenía sobrado diese a los que con él pasamos; y en aquel tiempo su majestad se embarcó en Barcelona para ir a Flandes. Y si Cortés en el tiempo que ganamos la Nueva-España la hiciera cinco partes, y la mejor y de más ricas provincias y ciudades diera la quinta parte a nuestro rey y señor de su real quinto, bien hecho fuera, y tomara para sí una parte, y media dejara para iglesias y monasterios y propios de ciudades, y que su majestad tuviera que dar y hacer mercedes a caballeros que le servían en las guerras de Italia o contra turcos o moros, y las dos partes y media nos repartiera perpetuas, con ellas nos quedáramos, así Cortés con la una parte como nosotros; porque, como nuestro césar fue tan cristianísimo y no le costó el conquistar cosa ninguna, nos hiciera estar mercedes. Y demás desto, y como en aquella sazón no sabíamos qué cosa era demandar justicia, ni a quien la pedir sobre nuestros servicios, ni otros agravios y fuerzas que pasaban en las guerras, sino solamente al mismo Cortés como capitán, y que lo mandaba muy de hecho, nos quedamos en blanco con lo poco que nos habían depositado, hasta que vimos que a don Francisco de Montejo, que fue a Castilla ante su majestad, le hizo merced de ser adelantado y gobernador de Yucatán, y le dio los indios que tenía en México y le hizo otras mercedes; y Diego de Ordás, que asimismo fue ante su majestad, le dio una encomienda de Santiago y los indios que tenía en la Nueva-España; y a don Pedro de Alvarado, que también fue a besar los pies a su majestad, le hizo adelantado y gobernador de Guatemala y Chiapa, y comendador de Santiago, y otras mercedes de los indios que tenía; y a la postre fue Cortés y le dio el marquesado y capitán general del mar del Sur. Y desque los conquistadores vimos que los que no parecían ante su majestad no tenían quién suplicase nos hiciese el rey mercedes, enviamos a suplicarle que lo que de allí adelante vacase, nos lo mandase dar perpetuo; y como se vieron nuestras justificaciones, cuando envió la primera audiencia real a México, y vino en ella por presidente Nuño de Guzmán y por oidores el licenciado Delgadillo, natural de Granada, y Matienzo, de Vizcaya, y otros dos oidores que llegando a México murieron; y mandó su majestad expresamente al Nuño de Guzmán que todos los indios de la Nueva-España se hiciesen un cuerpo, a fin que las personas que tenían repartimientos grandes que les había dado Cortés, que no les quedase tanto y les quitasen dello, y que a los verdaderos conquistadores nos diese los mejores pueblos y de mas renta, y que para su real patrimonio dejasen las cabeceras y mejores ciudades. Y también mandó su majestad que a Cortés que le contasen los vasallos, y que le dejasen los que tenían capitulados en su marquesado, y lo demás no me acuerdo que mandó sobre ello; y la causa por donde no hizo el repartimiento perpetuo el Nuño de Guzmán y los oidores, fue por malos terceros, que por su honor aquí no nombro, porque le dijeron que si repartía la tierra, que cuando los conquistadores y pobladores se viesen con sus indios perpetuos no les tendrían en tanto acato ni serían tan señores de les mandar, porque no tendrían qué quitar ni poner, ni les vendrían a suplicar que les diese de comer; y de otra manera, que tendrían que dar de lo que vacase a quienes quisiesen, y ellos serían ricos y tendrían mayores poderes; y a este fin se dejó de hacer. Verdad es que el Nuño de Guzmán y los oidores, en vacando indios, luego los depositaban a conquistadores y pobladores, y no eran tan malos, como los hacían, para los vecinos y pobladores, que a todos les contentaban y daban de comer; y si les quitaron redondamente de la audiencia real, fue por las contrariedades que tuvieron con Cortés y sobre el herrar de los indios libres por esclavos. Quiero dejar este capítulo y pasaré a otro, y diré acerca del repartimiento perpetuo.
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Cómo el año de 1550, estando la corte en Valladolid, se juntaron en el real consejo de Indias ciertos prelados y caballeros, que vinieron de la Nueva-España y del Perú por procuradores, y otros hidalgos que se hallaron presentes, para dar orden que se hiciese el repartimiento perpetuo; y lo que en la junta se hizo y platicó es lo que diré En el año de 1550 vino del Perú el licenciado de la Gasca, y fue a la corte, que en aquella razón estaba en Valladolid, y trajo en su compañía a un fraile dominico que se decía don fray Martín "el regente"; y en aquel tiempo su majestad le mandó hacer merced al mismo regente del obispado de las Charcas; y entonces se juntaron en la corte don fray Bartolomé de las Casas, obispo de Chiapa, y don Vasco de Quiroga, obispo de Michoacan, y otros caballeros que vinieron por procuradores de la Nueva-España y del Perú, y ciertos hidalgos que venían a pleitos ante su majestad, que todos se hallaron en aquella sazón en la corte, y juntamente con ellos, a mí me mandaron llamar, como a conquistador más antiguo de la Nueva-España; y como el de la Gasca y todos los demás peruleros habían traído cantidad de millares de pesos de oro, así para su majestad como para ellos: y de lo que traían de su majestad se le envió desde Sevilla a Augusta de Alemania, donde en aquella sazón estaba su majestad, y en su real compañía nuestro felicísimo don Felipe, rey de las Españas, nuestro señor, su muy amado y querido hijo, que Dios guarde; y en aquel tiempo fueron Ciertos caballeros con el oro y por procuradores del Perú a suplicar a su majestad que fuese servido hacemos mercedes para que mandase hacer el repartimiento perpetuo: y según pareció, otras veces antes de aquella se lo habían suplicado por parte de la Nueva-España, cuando fue un Gonzalo López y un Alonso de Villanueva con otros caballeros procuradores de México. Y su majestad mandó en aquel tiempo dar el obispado de Palencia al licenciado de la Gasca, que fue obispo y conde de Pernia, porque tuvo ventura que así como llegó a Castilla había vacado; y se decía en la corte por plática, que aun en esto tuvo ventura e dicho, demás de la que tuvo en dejar de paz el Perú, y tornar a haber el oro y plata que le habían robado los Contreras. Y volviendo a mi relación, lo que proveyó su majestad sobre la perpetuidad de los repartimientos de indios, fue enviar a mandar al marqués de Mondéjar, que era presidente en el real consejo de Indias, y al licenciado Gutierre Velázquez, y al licenciado Tello de Sandoval, y al doctor Hernán Pérez de la Fuente, y al licenciado Gregorio López, y al doctor Ribadeneyra, y al licenciado Briviesca, que eran oidores del mismo real consejo de Indias, y a otros caballeros de otros reales consejos, que todos se juntasen y que viesen y platicasen cómo se podía hacer el repartimiento, de manera que en todo fuese bien mirado el servicio de Dios, y su real patrimonio no viniese a menos. Y desque todos estos prelados y caballeros estuvieron juntos en las casas de Pero González de León, donde residía el real consejo de Indias, se platicó en aquella muy ilustrísima junta que se diesen los indios perpetuos en la Nueva-España y en el Perú, no me acuerdo bien si se nombró el nuevo reino de Granada e Bogotá; mas paréceme que también entraron con los demás, y las causas que se propusieron en aquel negocio fueron santas y buenas. Lo primero se platicó que, siendo perpetuos, serían muy mejor tratados e industriados en nuestra santa fe, y que si algunos adoleciesen, los curarían como a hijos y les quitarían parte de sus tributos; y que los encomenderos se perpetuarían mucho más en poner heredades y viñas y sementeras, y criarían ganados y cesarían pleitos y contiendas sobre indios; y no había menester visitadores en los pueblos, y habría paz y concordia entre los soldados en saber que ya no tienen poder los presidentes y gobernadores para en vacando indios se los dar por vía de parentesco ni por otras maneras que en aquella sazón les daban; y con darles perpetuos a los que han servido a su majestad, descargaba su real conciencia; y se dijo otras muy buenas razones. Y más se dijo, que se habían de quitar en el Perú a hombres bandoleros, los que se hallasen que habían deservido a su majestad. Y después que por todos aquellos de la ilustre junta fue muy bien platicado de lo que dicho tengo, todos los más procuradores, con otros caballeros, dimos nuestros pareceres y votos que se hiciesen perpetuos los repartimientos: luego en aquella sazón hubo votos contrarios, y fue el primero el obispo de Chiapa, y lo ayudó su compañero fray Rodrigo, de la orden de santo Domingo, y asimismo el licenciado Gasca, que era obispo de Palencia y conde de Pernia, y el marqués de Mondéjar y dos oidores del consejo real de su majestad; y lo que propusieron en la contradicción aquellos caballeros por mi dichos, salvo el marqués de Mondéjar, que no se quiso mostrar a una parte ni a otra, sino que se estuvo a la mira a ver lo que decían y ver los que más votos tenían, fue decir que ¿cómo habían de dar indios perpetuos? Ni aun de otra manera por sus vidas no los habían de tener, sino quitárselos a los que en aquella sazón los tenían, porque personas había entre ellos en el Perú que tenían buena renta de indios, que merecían que los hubieran castigado, cuanto y más dárselos ahora perpetuos y que do creían que había en el Perú paz y asentada la tierra, habría soldados que, como viesen que no había que les dar, se amotinarían y habría más discordias. Entonces respondió don Vasco de Quiroga, obispo de Michoacan, que era de nuestra parte, y dijo al licenciado de la Gasca que ¿por qué no castigó a los bandoleros y traidores, pues conocía y le eran notorias sus maldades, y que él mismo les dio indios? Y a esto respondió el de la Gasca, y se paró a reír, y dijo: "Creerán, señores, que hice poco en salir en paz y en salvo de entre ellos, y algunos descuarticé e hice justicia"; y pasaron otras razones sobre aquella materia. Y entonces dijimos nosotros, y muchos de aquellos señores que allí estábamos juntos, que se diesen perpetuos en la Nueva-España a los verdaderos conquistadores que pasamos con Cortés, y a los de Narváez y a los de Garay, pues habíamos quedado muy pocos, porque todos los demás murieron en las batallas peleando en servicio de su majestad, y lo habíamos servido bien; y que con los demás hubiese otra moderación. E ya que teníamos esta plática por nuestra parte, y la orden que dicho tengo, unos de aquellos prelados y señores del consejo de su majestad dijeron que cesase todo hasta que el emperador nuestro señor viniese a Castilla, que se esperaba cada día, para que en una cosa de tanto peso y calidad se hallase presente; y puesto que por el obispo de Michoacan e ciertos caballeros, e yo juntamente con ellos, que éramos de la parte de la Nueva-España, fue tornado a replicar, pues que estaban ya dados los votos conformes, se diesen perpetuos en la Nueva-España; y que los procuradores del Perú procurasen por si, pues su majestad lo había enviado a mandar, y en su real mando mostraba afición para que en la Nueva-España se diesen perpetuos. Y sobre ello hubo muchas pláticas y alegaciones, y dijimos que, ya que en el Perú no se diesen, que mirasen los muchos servicios que hicimos a su majestad y a toda la cristiandad; y no aprovechó cosa ninguna con los señores del real consejo de Indias y con el obispo fray Bartolomé de las Casas, y fray Rodrigo, su compañero, y con el obispo de las Charcas. Y dijeron que en viniendo su majestad de Augusta de Alemania, se proveería de manera que los conquistadores serían muy contentos; y así se quedó por hacer. Dejaré esta plática, y diré que en posta se escribió en un navío a la Nueva-España, y como se supo en la ciudad de México las cosas arriba dichas que pasaron en la corte, concertaban los conquistadores de enviar por sí solos procuradores ante su majestad. Y aun a mí me escribió de México a esta ciudad de Guatemala el capitán Andrés de Tapia, y un Pedro Moreno Medrano y Juan de Limpias Carvajal, "el sordo", desde la Puebla, porque ya en aquella sazón era yo venido de la corte; y lo que me escribían, fue dándome cuenta y relación de los conquistadores que enviaban su poder: y en la memoria me contaban a mí por uno de los más antiguos, e yo mostré las cartas en esta ciudad de Guatemala a otros conquistadores, para que las ayudásemos con dineros para enviar los procuradores; y según pareció, no se concertó la ida por falta de pesos de oro, y lo que se concertó en México, fue que los conquistadores, juntamente con toda la comunidad, enviasen a Castilla procuradores, pero no se negoció y de esta manera andamos de mula coja, y de mal en peor, y de un visorrey en otro, y de gobernador en gobernador. Y después desto, mandó el invictísimo nuestro rey y señor don Felipe (que Dios guarde y deje vivir muchos años, con aumento de más reinos) en sus reales ordenanzas y provisiones que para ello ha dado, que los conquistadores y sus hijos en todo conozcamos mejoría, y luego los antiguos pobladores casados, según se verá en sus reales cédulas.
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De otras pláticas y relaciones que aquí irán declaradas, que serán agradables de oír Como acabé de sacar en limpio esta mi relación, me rogaron dos licenciados que se la emprestase para saber muy por extenso las cosas que pasaron en las conquistas de México y Nueva-España, y ver en qué diferían lo que tenían escrito los cronistas Francisco López de Gómara y el doctor Illescas acerca de las heroicas hazañas que hizo el marqués del Valle, de lo que en esta relación escribo: e yo se la presté, porque de sabios siempre se pega algo a los idiotas sin letras como yo soy, y les dije que no enmendasen cosa ninguna de las conquistas, ni poner ni quitar, porque todo lo que yo escribo es muy verdadero; y cuando lo hubieron visto y leído los dos licenciados, el uno dellos era muy retórico, y tal presunción tenía de sí, que después de la sublimar y alabar de la gran memoria que tuve para no se me olvidar cosa de todo lo que pasamos desde que vinimos a descubrir primero que viniese Cortés dos veces, y la postrera vine con Cortés, que fue en el año de 17 con Francisco Hernández de Córdoba, y en el 18 con un Juan de Grijalva, y en el de 19 vine con el mismo Cortés. Y volviendo a mi plática, me dijeron los licenciados que cuanto a la retórica, que va según nuestro común hablar de Castilla la Vieja, e que en estos tiempos se tiene por más agradable, porque no van razones hermoseadas ni afectadas, que suelen componer los cronistas que han escrito en cosas de guerras, sino toda una llaneza, y debajo de decir verdad se encierran las hermoseadas razones; y más dijeron, que les parece que me alabo mucho de mí mismo en lo de las batallas y reencuentros de guerra en que me hallé, y que otras personas lo habían de decir y escribir primero que yo; y también, para dar más crédito a lo que he dicho, que diese testigos y razones de algunos cronistas que lo hayan escrito, como suelen poner y alegar los que escriben, y aprueban con otros libros de cosas pasadas, y no decir, como digo tan secamente, esto hice y tal me acaeció, porque yo no soy testigo de mi mismo. A esto respondí, y digo ahora, que en el primer capítulo de mi relación, en una carta que escribió el marqués del Valle en el año de 1540 desde la gran ciudad de México a Castilla, a su majestad, haciéndole relación de mi persona y servicios, le hizo saber cómo vine a descubrir Nueva-España dos veces primero que no él, y tercera vez que volví en su compañía, y como testigo de vista me vio muchas veces batallar en las guerras mexicanas y en toma de otras ciudades como esforzado soldado, hacer en ellas cosas notables y salir muchas veces de las batallas mal herido, y cómo fui en su compañía a Honduras e Higüeras, que así nombran en esta tierra, y otras particularidades que en la carta se contenían, que por excusar prolijidad aquí no declaro; y asimismo escribió a su majestad el ilustrísimo virrey don Antonio de Mendoza, haciendo relación de lo que había sido informado de los capitanes, en compañía de los que en aquel tiempo militaban, y conformaba todo con lo que el marqués del Valle escribió; y asimismo por probanzas muy bastantes que por mi parte fueron presentadas en el real consejo de Indias en el año de 540. Así, señores licenciados, vean si son buenos testigos Cortés y el virrey don Antonio de Mendoza y mis probanzas; y si esto no basta, quiero dar otro testigo, que no lo habla mejor en el mundo, que fue el emperador nuestro señor don Carlos V, por su real carta, cerrada con su real sello, mandó a los virreyes y presidentes que, teniendo respeto a los muchos y buenos servicios que le constó haberle hecho, sea antepuesto y conozca mejoría yo y mis hijo: todas las cuales cartas tengo guardadas los originales dellas, y los traslados se quedaron en la corte en el archivo del secretario Ochoa de Luyando; y esto doy por descargo de lo que los licenciados me propusieron. Y volviendo a la plática, si quieren más testigos tengan atención y miren esta Nueva-España, que es tres veces más que nuestra Castilla y está más poblada de españoles, que por ser tantas ciudades y villas aquí no nombro, y miren las grandes riquezas que destas partes van cotidianamente a Castilla. Y demás desto, he mirado que nunca quieren escribir de nuestros heroicos hechos los dos cronistas Gómara y el doctor Illescas, sino que de toda nuestra prez y honra nos dejaron en blanco, si ahora yo no hiciera esta verdadera relación; porque toda la honra dan a Cortés; y puesto que tengan razón, no nos habían de dejar en olvido a los conquistadores, y de las grandes hazañas que hizo Cortés me cabe a mi parte, pues me hallé en su compañía de los primeros en todas las batallas que él se halló, y después en otras muchas que me envió con capitanes a conquistar otras provincias. Lo cual hallarán escrito en esta mi relación, dónde, cuándo y en qué tiempo: y también mi parte de lo que escribió en un blasón que puso en una culebrina, que fue un tiro que se nombró el Ave Fenix, el cual se forjó en México de oro y plata y cobre, y le enviamos presentado a su majestad, y decían las letras del blasón: "Esta ave nació sin par, yo en. serviros sin segundo, y vos sin igual en el mundo." Así que parte me cabe desta loa de Cortés; y además desto, cuando fue Cortés la primera vez a Castilla a besar los pies a su majestad, le hizo relación que tuvo en las guerras mexicanas muy esforzados y valerosos capitanes y compañeros, que, a lo que creía, ningunos más animosos que ellos había oído en crónicas pasadas de los romanos; también me cabe parte dello. Y cuando fue a servir a su majestad en lo de Argel, sobre cosas que allá acaecieron cuando alzaron el campo por la gran tormenta que hubo, dicen que dijo en aquella sazón muchas loas de los conquistadores sus compañeros; así, que de todas sus hazañas me cabe a mí parte dellas, pues yo fui en le ayudar. Y volviendo a nuestra relación de lo que dijeron los licenciados, que me alabo mucho de mi persona y que otros lo habían de decir, a esto respondí que en este mundo se suelen alabar unos vecinos a otros las virtudes y bondades que en ellos hay, y no ellos mismos; mas él que no se halló en la guerra, ni lo vio ni lo entendió, ¿cómo lo puede decir? ¿Habíanlo de parlar los pájaros en el tiempo que estábamos en las batallas, que iban volando, o las nubes que pasaban por alto, sino solamente los capitanes y soldados que en ello nos hallamos? Y si hubiérades visto, señores licenciados, que en esta mi relación hubiera yo quitado su prez y honra a algunos de los valerosos capitanes y fuertes soldados, mis compañeros, que en las conquistas nos hallamos, y aquella misma honra me pusiera a mí solo, justo fuera quitarme parte; mas aun no me alabo tanto como yo puedo y debo. Y a esta causa lo escribo para que quede memoria de mí; y quiero poner aquí una comparación, y aunque es por la una parte muy alta, y de la otra un pobre soldado como yo digo que me hallé en muchas más batallas que el Julio César, que dicen de él sus crónicas que fue muy animoso y presto en las armas y muy esforzado en dar una batalla, y cuando tenía espacio, de noche escribía por propias manos sus heroicos hechos; y puesto que tuvo muchos cronistas, no lo quiso fiar dellos, que él lo escribió; así que no es mucho que yo ahora en esta relación declare en las batallas que me hallé peleando y en todo lo acaecido. Y para que bien se entienda todo lo que dicho tengo, y en las batallas y reencuentros de guerra en que he hallado desde que vine a descubrir Nueva-España hasta que estuvo pacificada, y puesto que hubo otras muchas guerras y reencuentros, que yo no me hallé en ellas, así por estar mal herido como por tener otros males que con los trabajos de las guerras suelen recrecer; y también, como había muchas provincias que conquistar, unos soldados íbamos a unas entradas y provincias y otros iban a otras; mas en las que yo me hallé son las siguientes: Primeramente, cuando vine a descubrir Nueva-España y lo de Yucatán con un capitán que se decía Francisco Hernández de Córdoba, en la Punta de Cotoche un buen reencuentro de guerra. Luego más adelante, en lo de Champotón, una buena batalla campal, en que nos mataron la mitad de todos nuestros compañeros e yo salí mal herido, y el capitán con dos heridas, de que murió. Luego de aquel viaje en lo de la Florida, cuando fuimos a tomar agua, un buen reencuentro de guerra, donde salí herido, y allí nos llevaron vivo un soldado. Y cuando vine con otro capitán que se decía Juan de Grijalva, una batalla campal que fue con los de Champotón, que fue en el mismo pueblo la primera vez cuando lo de Francisco Hernández, y nos mataron diez soldados, y el capitán salió mal herido. Después cuando vine tercera vez con el capitán Cortés, en lo de Tabasco, que se dice el río de Grijalva, en dos batallas campales, yendo por capitán Cortés. De que llegamos a Nueva-España, en la de Cingapacinga, con el mismo Cortés. De ahí a pocos días en tres batallas campales en la provincia de Tlascala, con Cortés. Luego el peligro de lo de Cholula. Entrados en México, me hallé en la prisión de Montezuma; no lo escribo por cosa que sea de contar de guerra, sino por el gran atrevimiento que tuvimos en prender aquel tan gran cacique. De ahí obra de cuatro meses, cuando vino el capitán Narváez contra nosotros, y traían mil y trescientos soldados, noventa de a caballo y ochenta ballesteros y noventa espingarderos, y nosotros fuimos sobre él doscientos y sesenta y seis y le desbaratamos y prendimos, con Cortés. Luego fuimos al socorro de Alvarado, que le dejamos en México en guarda del gran Montezuma, y se alzó México, y en ocho días con sus noches que nos dieron guerra los mexicanos, nos mataron sobre ochocientos y sesenta soldados; pongo aquí en estos días, que batallamos seis días, y batallas en que me hallé. Luego en la batalla que dimos en esta tierra de Otumba; luego cuando fuimos sobre Tepeaca, en una batalla campal, yendo por capitán el marqués Cortés. Después cuando íbamos sobre Tezcuco, en un reencuentro de guerra con mexicanos y los de Tezcuco, yendo Cortés por capitán. En dos batallas campales, y salí bien herido de un bote de lanza en la garganta, en compañía de Cortés. Luego en dos reencuentros de guerra con los mexicanos cuando íbamos a socorrer ciertos pueblos de Tezcuco, sobre la cuestión de unos maizales de una vega, que están entre Tezcuco y México. Luego cuando fui con el capitán Cortés, que dimos vuelta a la laguna de México, en los pueblos más recios que en la comarca había, los peñoles, que ahora se llaman, "del Marqués", donde nos mataron ocho soldados y tuvimos mucho riesgo en nuestras personas, que fue bien desconsiderada aquella subida y tomada del peñol, con Cortés. Luego en la batalla de Cuernavaca, con Cortés. Luego en tres batallas en Suchimilco, donde estuvimos en gran riesgo todos de nuestras personas, y nos mataron cuatro soldados, con el mismo Cortés. Luego cuando volvimos sobre México, en noventa y tres días que estuvimos en la ganar, todos los más destos días y noches teníamos batallas campales, y halló por cuenta que serían más de ochenta batallas, reencuentros de guerra en las que entonces me hallé. Después de ganado México, me envió el capitán Cortés a pacificar las provincias de Guazacualco y Chiapa y zapotecas, y me hallé en tomar la ciudad de Chiapa, y tuvimos dos batallas campales y un reencuentro. Después en los de Chamula y Cuitlan otros dos encuentros de guerra. Después en Teapa y Cimatan otros dos reencuentros de guerra, y mataron dos compañeros míos, y a mí me hirieron malamente en la garganta. Más que se olvidaba, cuando nos echaron de México, que salimos huyendo, en nueve días que peleamos de día y de noche, en otras cuatro batallas. Después la ida de Higüeras y Honduras con Cortés, que estuvimos dos años y tres meses hasta volver a México, y en un pueblo que llamaban Zulaco hubimos una batalla campal, y a mí me mataron el caballo, que me costó seiscientos pesos. Después de vueltos a México ayudé a pacificar las sierras de los zapotecas y minxes, que se habían alzado entre tanto que estuvimos en aquella guerra. No cuento otros muchos reencuentros de guerra, poro que sería nunca acabar, ni digo de cosas de grandes peligros en que me hallé y se vio mi persona. Y tampoco quiero decir cómo soy uno de los primeros que volvimos a poner cerco a México primero que Cortés cuatro o cinco días; por manera que vine primero que el mismo Cortés a descubrir Nueva-España dos veces, y como dicho tengo, me hallé en tomar la gran ciudad de México y en quitarles el agua de Chalputepeque, y hasta que se ganó México no entró agua dulce en aquella ciudad.
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De las señales y planetas que hubo en el cielo de Nueva-España antes que en ella entrásemos, y pronósticos de declaración que los indios mexicanos hicieron, diciendo sobre ellos; y de una señal que hubo en el cielo, y otras cosas que son de traer a la memoria Dijeron los indios mexicanos, que poco tiempo había, antes que viniésemos a Nueva-España, que vieron una señal en el cielo, que era como entre verde y colorado y redonda como rueda de carreta y que junto a la señal venía otra raya y camino de hacia donde sale el sol y se venía a juntar con la raya colorada; y Montezuma, gran cacique de México, mandó llamar a sus papas y adivinos, para que mirasen aquella cosa y señal, nunca entre ellos vista ni oída, que tal hubiese, y según pareció, los papas lo comunicaron con el ídolo Huichilobos, y la respuesta que dio, fue que tendrían muchas guerras y pestilencias, y que habría sacrificación de sangre humana. Y como vinimos en aquel tiempo con Cortés y dende a diez meses, vino Narváez y trajo un negro lleno de viruelas, el cual las pegó a todos los indios que había en un pueblo que se decía Cempoal, y desde aquel pueblo cundió en toda Nueva-España y hubo grande pestilencia. Y además de esto las guerras que nos dieron en México cuando fuimos al socorro de Pedro de Alvarado, que de mil y trescientos soldados que en ella entramos, mataron y sacrificaron ochocientos y cincuenta; por manera que los que lo dijeron, salieron ciertos en los de las señales. Nosotros nunca las vimos, sino por dicho de mexicanos lo pongo aquí, porque así lo tienen en sus pinturas, las cuales hallamos verdaderas. Lo que yo vi y todos cuantos quisieron ver, en el año del veinte y siete, estaba una señal del cielo de noche a manera de espada larga, como entre la provincia de Pánuco y la ciudad de Tezcuco, y no se mudaba del cielo, a una parte ni a otra, en más de veinte días: y dijeron los papas e indios mexicanos que era señal que habría pestilencia, y dende a pocos días hubo sarampión y otra enfermedad, como lepra que hedía muy mal, de lo cual murió mucha gente, pero no tanto como de la viruela. También quiero decir cómo en la villa de Guazacualco en el año veinte y ocho, llovió una aguacero de terrones, y no eran de la manera que otras veces suele llover, y en cayendo en el suelo, aquello que parecía agua, se congelaba en sapos, poco mayores que moscardones y se cuajó el suelo de ellos y luego comenzaron a saltar la vía del río que estaba cerca y sin ir unos la vía de otros, ni quebrar la vía derecha, se entraron en el río, y como eran muchos y la tierra calurosa, y hace muchos soles no pudieron llegar todos los sapos al río, y así quedaron muchos en el suelo, y aves carniceras y de rapiña comieron todos los más, y los que no llegaron dieron mal olor, y los mandamos limpiar para quitar la hedentina. Así mismo dijeron otras personas de fe y de creer, que en un pueblo cerca de la Veracruz, que se dice Cempoal, llovió en aquel instante muchos sapillos junto a un ingenio de azúcar, que había en aquella sazón en Cempoal que era del contador Albornoz. Y como esto de llover de los sapos, parece que no son cosas que todos los hombres las ven con los ojos, estuve por no escribirlas, porque como dicen los sabios: que cosas de admiración que no se cuenten; y leyendo esta relación un caballero, vecino de esta ciudad, persona de calidad que se dice Juan de Guzmán, dijo que es verdad, que vinieron él y otro hidalgo Por la provincia del Yucatán que llovió tantos sapos que en los capotes que llevaban de camino, del agua que cayó en ellos, se congeló gran cantidad de sapos pequeños, y que los sacudieron. Y así mismo dijo otro vecino de Guatemala, que se llama Cosme Román, que en la Ciudad Vieja llovió sapillos y era en el tiempo que dijo Guzmán. Volvamos a una gran tormenta y tempestad que acaeció en Guatemala y es que en el año mil y quinientos y cuarenta y uno, por el mes de septiembre, llovió tanta agua, tres días con sus dos noches, que se hinchó una boca de un volcán que estaba obra de una legua de la ciudad de Guatemala y reventó por un lado de la abertura del volcán y, del gran ímpetu del agua, trajo muchas piedras y árboles, de tal manera que si no lo hubiera visto, no lo pudiera creer, porque dos yuntas de bueyes, no las podrían arrancar, las cuales piedras están hoy día por señal; y además de ella, los árboles con sus raíces muy grandes, y muchos maderos y piedras chicas; el agua era a manera de lama y cieno cuajado, y hubo tan gran viento que hacía alzar olas al agua, puesto que era como lama, y con esta agua, grandísimo ruido, no se oían unos a otros vecinos, ni padres a hijos no se podían valer. Y esta tormenta fue en sábado en la noche a obra de las diez, en once de septiembre del año ya por mí dicho. Y toda aquella tempestad, de piedras, maderos, agua y cieno, vino por mitad de lo poblado de Guatemala y llevó y derribó todas las casas que halló, por fuertes y recias que eran, y murieron en ellas muchos hombres, mujeres y niños, y se perdieron cuantas alhajas y hacienda tenían los vecinos; y otras muchas casas que estaban en parte, que la tormenta no las llevó, quedaron llenas hasta las ventanas de lama, lodo y piedras, atravesando muchos árboles; y en aquella sazón, que esto pasaba, se recogió a rezar en un oratorio, una ilustre señora que se decía doña Beatriz de la Cueva, mujer del adelantado, don Pedro de Alvarado, y tenía consigo algunas damas y doncellas que había traído de Castilla para las casar; y estando rezando y rogando a Dios que las guardase de la tempestad, cuando no se cató vino el agua y cieno con tanto sonido y recio que la derribó, la casa y oratorio, y las ahogó y llevó el agua; que no se escaparon sino una señora que se dice doña Leonor de Alvarado, hija del adelantado, la cual hallaron entre unos árboles y piedras grandes y desde que la conocieron sus criados la sacaron medio muerta y sin sentido; y ahora en esta sazón está casada con un caballero, que se dice don Francisco de la Cueva que es primo del duque de Alburquerque, y tiene hijos varones muy buenos caballeros e hijas doncellas muy generosas para casar, y también escaparon otras dos señoras de las que no recuerdo sus nombres. Volveré a tratar de esta materia que después día claro, muchas personas dijeron que cuando andaba la tormenta, que oyeron silbos, y voces y aullidos muy espantables, y decían que venían envueltos con las piedras muchos demonios, que de otra manera que era cosa imposible venir tantas piedras y árboles sobre sí, y que andaba en las olas una vaca con un cuerno y dos bultos de hombres como negros de malas caras y gestos y que decían a grandes voces: Dejadlo, dejadlo, que todo ha de perecer y acabar. Y cuando salían los vecinos a las puertas o se asomaban a las ventanas a ver que cosa era, tomaban en sí gran pavor y si porfiaban de salir de una calle a otra para se guarecer, los padres a los hijos, y los maridos a sus mujeres, los arrebataba la ola de agua y del cieno y los llevaba hasta el río que estaba muy cerca. Y además de estos desastres hizo otros peores males a los indios que estaban poblados y vivían más arriba, en aquel pasaje donde venían las piedras y maderas, agua y cieno, y a todos los ahogó. Dios perdónelos así a unos como a los otros, Fama fue que aquella señora, ya por mí nombrada otras veces, que allí se ahogó, que pocos días habían le habían traído nuevas de que el adelantado, su marido, le habían muerto, en socorro que fue a hacer en los soldados de Nochitlán, españoles, según más largamente lo he recontado y está escrito, y como le trajeron tan tristes nuevas, ella se mesó los cabellos y lloró mucho y se rasguñó su cara y por más sentimiento mandó que todas las paredes de su casa se parasen negras con una tinta y betún negro; y después de hechas las, honras por su querido marido, pareció que echaba menos cada día más al adelantado su marido, y daba gritos y voces y hacía muchos sentimientos y no quería comer, ni recibir consolación; y como se suele usar consolar a los tristes y viudas, iban a verla muchos caballeros de esta ciudad y la decían palabras con que se consolase y no tuviese tanta pena, pues Dios fue servido de llevarse aquel caballero: y que hiciese bien por su alma, y diese gracias a Dios por ello, y la decían otras palabras de consuelo que en tales cosas se suelen decir; y dicen que respondió, que daba gracias a Dios por ello, pero que no tenía otro consuelo en este mundo, en que Dios nuestro señor la pudiese hacer más daño de lo hecho en llevarle a su marido; y dijeron muchas personas que si fueran dichas aquellas palabras de todo corazón, que fueron muy malas y que Dios nuestro señor, no se pagó de ellas y que fue servido por aquella blasfemia, la tempestad viniese y que feneciese en ella con sus doncellas, y que muriesen, así vecinos, mujeres y niños e indios e indias, y casas y haciendas y que todo se perdiese. Secretos son de Dios, por todo lo que es servido de hacer y le hemos de dar gracias y loores y con corazones contritos suplicarle, nos perdone nuestros pecados. Después que he estado en Guatemala, he oído decir que nunca aquella señora dijo tan malas palabras, sino que tan solamente que deseaba morirse con su marido; y lo demás que se lo levantaron. Y volviendo a decir de las piedras que trajo la avenida, son tan grandes, que cuando vienen a esta ciudad forasteros, las van a ver y quedan espantados. Después de aquella desdicha pasó de la tormenta, los vecinos que escaparon de ella buscaron los cuerpos de los muertos y los enterraron y no osaron vivir en la ciudad: porque muchos de ellos y casi todos se fueron a estar a sus estancias, y otros hicieron ranchos Y chozas en el campo, hasta que se acordó por todos los vecinos que se poblase esta ciudad donde ahora está, que solía ser labranza de maizales. Y cierto no fue buen acuerdo tomar tan mal asiento, porque mejor estuviera en Petapa y más convenientes para todos los vecinos mercaderes, o en los llanos de Chimaltenango; y si miramos bien en ello, en esta ciudad desde que aquí se asentó, nunca faltan trabajos de venir el río crecido o temblores. Y dejando esto del mal asiento, quiero traer a la memoria lo que se acordó y ordenó en esta ciudad por el obispo pasado, de buena memoria, y otros caballeros, que se hiciese una procesión cada año a once de septiembre y que saliese de la iglesia mayor y fuese de madrugada a la Ciudad Vieja, y llevase todas las cruces y dignidades y clérigos y religiosos todos con gran contrición, cantando las letanías y otras santas oraciones, y todos los demás rezando y demandando a Dios misericordia, para que nos perdone nuestros pecados y los de los que murieron en aquella tormenta, hasta llegar con la procesión a la Iglesia que solía ser en la Ciudad Vieja, y la tienen bien adornada y enramada, y paños de tapicería, y aderezados los altares y allí dicen misa los sacerdotes y religiosos y desde que acaban de decir las misas, dicen sus responsos por los difuntos que allí están enterrados y ponen en las sepulturas de personas insignes algunas tumbas con hachas de cera encendidas; y ofreciendo pan y vino y carneros y en otras de lo que pueden, según la calidad de los difuntos que allí están enterrados y todas las más veces hay sermones y el obispo, ya otra vez por mí nombrado, iba con la procesión, el cual murió, y en su testamento dejó cierta renta para que se pagase a los sacerdotes, las misas que dijesen: remítome al testamento. Y después que se ha dicho misa y oído sermón, muchos vecinos de esta ciudad y Caballeros y señoras tienen allá sus ollas, meriendas y comidas suntuosas, según que se usa en Castilla, y se van a holgar a algunas huertas y jardines o en el campo, o como cuando tenemos una procesión fuera de la ciudad o promesa o advocación e santos, se tiene por costumbre en Castilla, llevar el almuerzo. Esto que aquí he dicho y relatado, yo no me hallé en ello, mas dígolo porque entre los papeles y memorias que dejó el buen obispo don Francisco Marroquín, estaban escritos los temblores, cómo y cuándo y de qué manera pasó, según aquí va declarado, y lo demás me dijeron personas de fe y de creer, que se hallaron presentes en la avenida, porque en aquel tiempo estaba en Chiapas; y después de esto pasado, han corrido otros tiempos, que dicen los curas y dignidades de esta santa Iglesia de Guatemala, que no dejó renta el obispo don Francisco Marroquín, de buena memoria, para hacer la procesión que se solía hacer, y así está ya todo olvidado de tantos años a esta parte ya pasados.
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Cómo el Almirante envió con canoas, desde Jamaica a la Española, a dar aviso de que estaba allí perdido con su gente Estando fortalecidos los navíos de este modo, a un tiro de ballesta de la tierra, los indios, que eran buena y doméstica gente, luego llevaron éstos, en canoas, a vendernos sus cosas y bastimentos, por el deseo que tenían de adquirir las nuestras. Para que en el mercado no hubiese disputa alguna entre los cristianos y ellos, y unos tomasen más de lo que habían menester, y a otros faltase lo necesario, nombró el Almirante dos personas que tuviesen cuenta de las compras y rescates de cuanto llevaron los indios, y que todos los días lo dividiesen por suertes entre la gente del navío. Porque entonces no teníamos en las naves cosa alguna con que sustentarnos, pues nos habíamos comido la mayor parte de las provisiones; el resto se había podrido, y no poco, perdido al tiempo de embarcar en el río de Belén, donde, con la prisa y la gana de salir, no se había podido recoger todo lo que se quería. Para socorrernos de vituallas, quiso nuestro Señor llevarnos a aquella isla, abundante de bastimentos, y muy poblada de indios, deseosos de rescatar con nosotros, por lo que venían de todas partes a traernos cuanto tenían. Por esto, y para que los cristianos no se desbandasen por la isla, quiso el Almirante fortificarse en el mar, y no habitar en tierra; porque siendo nosotros, por naturaleza, descomedidos, ningún castigo ni precepto bastarían a tener tan quieta la gente que no fuese a correr los lugares y casas de los indios, para quitarles lo que habían adquirido, y también ofendiesen a sus hijos y mujeres, de donde nacerían muchas contiendas y tumultos, y resultaría hacerlos enemigos; de quitarles por fuerza los bastimentos, se padecería entre nosotros gran necesidad y trabajo. No sucedió así, porque la gente residía en las naves, de donde nadie podía salir sin licencia y dejando su nombre anotado; esto satisfizo tanto a los indios, que por cosas de poquísimo valor nos llevaban cuanto necesitábamos, porque si traían una o dos hutias, que son animales como conejos, les dábamos en recompensa un cabo de agujeta; si traían hogazas del pan que llamaban cazabe, hecho de raíces de hierba ralladas, se les daban dos o tres cuentas de vidrio verdes o coloradas; si traían alguna cosa de más calidad, se les daba un cascabel, y tal vez al Rey y a sus caciques, un espejillo, algún bonete colorado, o unas tijeras, para dejarlos contentos; con este orden de rescates estaba la gente muy abastecida de cuanto necesitaba, y los indios, sin enojo de nuestra compañía y vecindad. Pero siendo necesario buscar modo para volver a Castilla, juntó el Almirante a los capitanes y otros hombres de su mayor estimación, para tratar con ellos la manera de salir de aquella prisión, y que a lo menos, volviésemos a la Española, porque permanecer allí con esperanza de que algún navío arribase, resultaría inútil; querer fabricar allí una nave, imposible, porque no tenían instrumentos, ni maestranza que bastase para cosa buena, si no era con mucho tiempo, o hacer algo que no sirviese para navegar, según los vientos y las corrientes que reinan entre aquellas islas y van al Occidente. Antes se perdería el tiempo y se procuraría nuestra ruina, en lugar de impedirla. Después de muchas consultas, determinó el Almirante enviar a la Española a decir que se había perdido en aquella isla y que le enviasen un navío con municiones y bastimentos. Para esto eligió a dos personas de quien se fiaba mucho, y que lo ejecutarían con gran fidelidad y con grande valor; digo con gran valor, porque parecía temerario el paso de una isla a otra, e imposible hacerle en canoas, como era necesario, porque son barcas de un madero cavado, como queda dicho, y hechas de modo que, cuando están muy cargadas, no salen una cuarta sobre el agua; a más era obligado que, para aquel paso, fuesen medianas, pues si fueran chicas, serían muy peligrosas; y si grandes, no servirían, por su peso, a un viaje largo, ni habrían podido hacer el que se deseaba. Escogidas, en fin, dos canoas a propósito para lo que queríamos, mandó el Almirante, en Julio de 1503, que fuese en una de ellas Diego Méndez de Segura, escribano mayor de la Armada, con seis cristianos, y diez indios que bogasen; en la otra envió a Bartolomé Fiesco, gentil hombre genovés, con otra tanta compañía, para que luego que Diego Méndez estuviese en la Española, siguiese derecho su camino a Santo Domingo, que distaba de donde estábamos casi 250 leguas; que volviese Fiesco a traer noticia de que el otro había pasado en salvo, y no estuviésemos con dudas y temores de si le habría sucedido alguna desgracia, la cual debía temerse mucho, considerada, como hemos dicho, la poca resistencia de una canoa en cualquiera alteración de mar, y especialmente yendo en ella cristianos; porque de ir indios solos, no se corría peligro tan grande, pues son tan diestros, que, aunque se les anegue la canoa en medio del mar, la vuelven a tomar, nadando, y se meten en ella. Pero, como la honra y la necesidad hacen emprender los mayores peligros, tomaron los referidos su camino por la costa abajo de la dicha isla de Jamaica, navegando hacia Oriente, hasta que llegaron a la punta Oriental de la isla, que llaman los indios Aoamaquique, por un cacique de aquella provincia nombrado así, que dista treinta y tres leguas de Maima, que era el lugar donde nosotros estábamos fortificados. Como para atravesar de una isla a otra era menester navegar 250 leguas sin haber en el camino, sino una isleta o escollo que dista ocho leguas de la Española, fue necesario, para pasar aquel mar semejantes bajeles, que esperasen una gran calma, la que plugo a Dios que viniese en breve. Habiendo metido cada indio en las canoas su calabaza de agua, algunas especias de que usan y cazabe, y entrados en ella los cristianos con sus rodelas, espadas y bastimentos que necesitaban, se echaron al mar; el Adelantado, que había ido con ellos hasta el Cabo de Jamaica, para evitar que los indios de la isla les impidiesen el viaje en algún modo, os perdió de vista, y volvió poco a poco a los navíos, exhortando, de camino, a la gente del país, para que recibiese nuestra amistad y comunicación.
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Cómo el gran Montezuma con muchos caciques y principales de la comarca dieron la obediencia a su majestad, y de otras cosas que sobre ello pasaron Como el capitán Cortés vio que ya estaban presos aquellos reyecillos por mí nombrados, y todas las ciudades pacíficas, dijo a Montezuma que dos veces le había enviado a decir, antes que entrásemos en México, que quería dar tributo a su majestad, y que pues ya había entendido el gran poder de nuestro rey y señor, e que de muchas tierras le dan parias y tributos, y le son sujetos muy grandes reyes, que será bien que él y todos sus vasallos le den la obediencia, porque ansí se tiene por costumbre, que primero se da la obediencia que den las parias e tributo. Y el Montezuma dijo que juntaría sus vasallos e hablaría sobre ello; y en diez días se juntaron todos los más caciques de aquella comarca, y no vino aquel cacique pariente muy cercano del Montezuma, que ya hemos dicho que decían que era muy esforzado; y en la presencia y cuerpo y miembros se le parecía bien: era algo atronado, y en aquella sazón estaba en un pueblo suyo que se decía Tula; y a este cacique, según decían, le venía el reino de México después de Montezuma. Y como le llamaron, envió a decir que no quería venir ni dar tributo; que aun con lo que tiene de sus provincias no se puede sustentar: de la cual respuesta hubo enojo Montezuma, y luego envió ciertos capitanes para que le prendiesen; como era gran señor y muy emparentado, tuvo aviso dello y metióse en su provincia, donde no le pudo haber por entonces. Y dejarlo he aquí, y diré que en la plática que tuvo el Montezuma con todos los caciques de toda la tierra que había enviado a llamar, que después que les había hecho un parlamento sin estar Cortés ni ninguno de nosotros delante, salvo Orteguilla el paje, dicen que les dijo que mirasen que de muchos años pasados sabían por muy cierto, por lo que sus antepasados les habían dicho, e así lo tiene señalado en sus libros de cosas de memorias, que de donde sale el sol habían de venir gentes que habían de señorear estas tierras, y que se había de acabar en aquella sazón el señorío y reino de los mexicanos; y que él tiene entendido, por lo que sus dioses le han dicho, que somos nosotros; e que se lo han preguntado a su Huichilobos los papas que lo declaren, y sobre ello les hacen sacrificios y no quiere responderles como suele; y lo que más les da a entender el Huichilobos es, que lo que les ha dicho otras veces, aquello da ahora por respuesta, e que no le pregunten más; así, que bien da a entender que demos la obediencia al rey de Castilla, cuyos vasallos dicen estos teules que son; y porque al presente no va nada en ello, y el tiempo andando veremos si tenemos otra mejor respuesta de nuestros dioses, y como viéremos el tiempo, así haremos. Lo que yo os mando y ruego, que todos de buena voluntad al presente se la demos, y contribuyamos con alguna señal de vasallaje, que presto os diré lo que más nos convenga; y porque ahora soy importunado de Malinche a ello, ninguno lo rehúse; e mirad que en dieciocho años que ha que soy vuestro señor, siempre me habéis sido muy leales, e yo os he enriquecido, e ensanchado vuestras tierras, e os he dado mandos e hacienda; e si ahora al presente nuestros dioses permiten que yo esté aquí detenido, no lo estuviera, sino que ya os he dicho muchas veces que mi gran Huichilobos me lo ha mandado. Y desque oyeron este razonamiento, todos dieron por respuesta que harían lo que mandase, y con muchas lágrimas y suspiros, y el Montezuma mucha más; y luego envió a decir con un principal que para otro día darían la obediencia y vasallaje a su majestad. Después Montezuma tornó a hablar con sus caciques sobre el caso, estando Cortés delante, e nuestros capitanes y muchos soldados, y Pedro Fernández, secretario de Cortés; e dieron la obediencia a su majestad, y con mucha tristeza que mostraron; y el Montezuma no pudo sostener las lágrimas; e queríamoslo tanto e de buenas entrañas, que a nosotros de verle llorar se nos enternecieron los ojos, y soldado hubo que lloraba tanto como Montezuma: tanto era el amor que le teníamos. Y dejarlo he aquí, y diré que siempre Cortés y el fraile de la Merced, que era bien entendido, estaban en los palacios de Montezuma por alegrarle, atrayéndole a que dejase sus ídolos; y pasaré adelante.
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Capítulo CI Que trata de la fundación de la ciudad de la Imperial Como el gobernador hallase tan buen sitio y en tan buena comarca y tan apacible, y que allí podía pagar a los conquistadores su trabajo y dalles muy bien de comer, fundó allí una ciudad e intitulola la Imperial. Pasa por ella el río Cautén, hondo y muy poderoso. Pasa otro pequeño río por un lado de la ciudad. Luego puso por obra de hacer un fuerte encima de la loma donde había de ser la ciudad, en que dejase la gente que le pareciese para volverse con quince o veinte hombres a la ciudad de la Concepción. Luego se entendió en hacer una cava y casas y en recoger comida para que quedasen apercebidos y que no les faltase. Esta es una loma que está sobre el río de Cautén. Es tierra doblada y en partes llana. Es tierra muy poblada. Tiene el monte legua y media de donde se trae la madera para las casas. Viendo los indios que los españoles hacían sitio para estarse allí, se ayuntaron muy gran cantidad y se pusieron de la otra banda del río y comenzaron a dar muy grandes voces y grita, estando informados de los de la costa, que por causa de sus voces y que de miedo nos habíamos ido de allí. Determinaron ellos de hacer la guerra de aquella manera, que les dejaríamos a ellos su tierra. El gobernador se puso en la orilla del río y de allí les hablaba. Y viendo que no aprovechaba, mandó se embarcasen en unas canoas ciertos españoles y se acercasen a la otra orilla, y que sin desembarcar les tirasen con los arcabuces. Idos los españoles en las canoas, saltaron en una isla que cerca de los indios estaba. Y vistos por los indios que los españoles estaban en tierra, se embarcaron en sus canoas y saltaron en una isla, y pelearon los españoles de manera que les daban en qué entender. Y viendo un soldado que se decía Alonso Sánchez en la necesidad en que estaban aquellos españoles y que no había quien los socorriese, hirió a su caballo y entró en el río y fue a nado hasta la isla. E Viendo los indios al caballo, se tornaron a embarcar y se pasaron a la otra banda. Y ansí fueron socorridos aquellos españoles por este soldado. Vuelto los españoles, mandó al general Gerónimo de Alderete que fuese el río arriba hasta topar vado, y que topado le pasase y viniese por las espaldas de aquellos indios, que él les haría rostro de que quería pasar por allí. Salido Gerónimo de Alderete con treinta de a caballo, fue legua y media, donde halló un vado que daba a los estribos de los caballos. Y pasado fue secreto hasta tomalles las espaldas, y ellos, descuidados y seguros, dio en ellos y muchos perdieron el vocear y otros se prendieron. Y con esto se volvió. Y entre los presos se trujeron algunos caciques y prencipales a los cuales habló el gobernador y les dio a entender cómo él había venido a poblar una ciudad, y ansí los envió, y que dijesen a sus vecinos viniesen de paz a servirlos y que serían seguros, y que si no venían que aquellos cristianos los irían a buscar. Y así escomenzaron a venir de paz. Estuvo el gobernador aquí mes y medio, informándose de la tierra y dando prencipales de los que venían de paz y de los que noticia tenían, para que sirviesen a los españoles y para que se informasen de los demás, hasta en tanto que repartiesen la tierra. Hecho esto, se partió el gobernador a la ciudad de la Concepción para invernar en ella, y dejó a su maestre de campo para la sustentación. Salió a siete de abril con veinte de a caballo y llegó a la ciudad de la Concepción a diecisiete de abril.
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De cómo usaron hacer sus honras y cabos de años estos indios y de cómo tuvieron antiguamente sus templos Como estas gentes tuviesen en tanto poner los muertos en las espulturas como se ha declarado en el capítulo antes deste, pasado el entierro, las mujeres y sirvientes que quedaban se tresquilaban los cabellos, poniéndose las más comunes ropas suyas, sin darse mucho por curar de sus personas; sin lo cual, por hacer más notable el sentimiento, se ponían por sus cabezas sogas de esparto, y gastaban en continos lloros, si el muerto era señor, un año, sin hacer en la casa donde él moría lumbre por algunos días. Y como éstos fuesen engañados por el demonio, por la permisión de Dios, como todos los demás, con las falsas aparencias que hacía, haciendo con sus ilusiones demostración de algunas personas de las que eran ya muertas, por las heredades, parecíales que los vían adornados y vestidos como los pusieron en las sepulturas; y para echar más cargo a sus difuntos usaron y usan estos indios hacer sus cabos de año, para lo cual llevan a su tiempo algunas hierbas y animales, los cuales matan junto a las sepulturas, y queman mucho sebo de corderos; lo cual hecho, vierten muchas vasijas de su brebaje por las mismas sepulturas, y con ello dan fin a su costumbre tan ciega y vana. Y como fuese esta nación de los Collas tan grande, tuvieron antiguamente grandes templos y sus ritos, venerando mucho a los que tenían por sacerdotes y que hablaban con el demonio; y guardaban sus fiestas en el tiempo de coger las papas, que es su principal mantenimiento, matando de sus animales para hacer los sacrificios semejantes. En este tiempo no sabemos que tengan templo público; antes, por la voluntad de nuestro Dios y Señor, se han fundado muchas iglesias católicas, donde los sacerdotes nuestros predican el Santo Evangelio, enseñando la fe a todos los que destos indios quieren recebir agua del bautismo. Y cierto, si no hubiera habido las guerras, y nosotros con verdadera intención y propósito hubiéramos procurado la conversión destas gentes, tengo para mí que muchos que se han condenado destos indios se hubieran salvado. En este tiempo por muchas partes desde Collao andan y están frailes y clérigos puestos por los señores que tienen encomienda sobre los indios, que entienden en dotrinarlos; lo cual plegue a Dios lleve adelante, sin mirar nuestros pecados. Estos naturales del Collao dicen lo que todos los más de la sierra, que el hacedor de todas las cosas se llama Ticeviracocha, y conocen que su asiento principal es el cielo; pero engañados del demonio, adoraban en dioses diversos, como todos los gentiles hicieron; usan de una manera de romances o cantares, con los cuales les queda memoria de sus acaecimientos, sin se les olvidar, aunque carecen de letras y entre los naturales de este Collao hay hombres de buena razón y que la dan de sí en lo que les preguntan y dellos quieren saber; y tienen cuenta del tiempo, y conocieron algunos movimientos, así del sol como de la luna, que es causa que ellos tengan su cuenta al uso de como lo aprendieron de tener sus años, los cuales hacen de diez en diez meses; y así, entendí yo dellos que nombraban al año mar, y al mes y la luna alespaquexe, y al día auro. Cuando éstos quedaron por vasallos de los ingas, hicieron por su mandado grandes templos, así en la isla de Titicaca como en Hatuncolla y en otras partes. Destos se tiene que aborrecían el pecado nefando, puesto que dicen que algunos de los rústicos que andaban guardando ganado lo usaban secretamente, y los que ponían en los templos por indumento del demonio, como ya tengo contado.
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Cómo los Porras, con gran parte de la gente, se rebelaron contra el Almirante diciendo que se iban a Castilla Partidas las canoas a la Española, empezó a enfermar la gente que quedaba en los navíos, así de los grandes trabajos que habían padecido en el camino, como por la mudanza de alimentos; pues entonces ya no comían nada de Castilla, ni bebían vino, ni tenían más carne que la de algunas hutias que de cuando en cuando podían rescatar de modo que pareciendo a los que estaban sanos, áspera vida, por estar tan largo tiempo encerrados, murmuraban entre ellos diciendo que el Almirante no quería volver a España porque los Reyes le habían desterrado; que menos podía ir a la Española, donde, al venir de Castilla, se le había prohibido la entrada; que los enviados en las canoas, iba a España para tratar los negocios de aquél, y no para que trajesen navíos ni otro socorro, y que en tanto que negociaban con los Reyes Católicos, quería él estar allí, cumpliendo su destierro; porque si fuese de otro modo, ya habría vuelto Bartolomé Fiesco, como era público que había de volver. Demás de esto, no tenían certidumbre de que Fiesco y Diego Méndez no se hubiesen ahogado en el tránsito, y si fuera así, jamás tendrían socorro ni remedio, si ellos no se disponían a procurarlo por sí mismos; pues el Almirante no se hallaba dispuesto a ponerse en tal camino, por las referidas causas, y por la gota que padecía en todos sus miembros, que apenas podía moverse de la cama, lejos de poder meterse en el trabajo y peligro de pasar en canoas a la Española. Por esto, debían resolverse con ánimo determinado, pues se hallaban sanos, antes de caer enfermos como los demás, que el Almirante no se lo podría impedir, y pasados a la Española, serían recibidos tanto mejor cuanto en mayor peligro le hubiesen dejado, por el odio y la enemistad que le tenía el Comendador de Lares, entonces Gobernador de la isla; que idos a Castilla, tendrían allí al Obispo D. Juan de Fonseca, que les favorecería, y aun al Tesorero Morales, quien tenía por concubina una hermana de los hermanos Porras, que eran las cabezas de la conjuración en las naves; lo que más incitaba a todos era el tener por hecho cierto que serían muy bien acogidos de los Reyes Católicos, delante de los cuales atribuirían siempre la culpa al Almirante, como había sucedido en las revueltas de la Española con Roldán; de modo que los Reyes le prenderían para quitarle todo lo que aún tenía, lejos de obligarse a cumplir lo que habían capitulado con él. Con estas cosas y otras razones que se daban unos a otros, y con esperanza en la sedición de los hermanos Porras, uno de los cuales era Capitán de la nao Bermuda, y el otro Contador de la Armada, firmaron la conjuración cuarenta y ocho, recibiendo a Porras por Capitán; y para el día y hora que habían convenido cada uno se proveyó de lo más necesario. Estando ya los rebeldes en orden y armados, a 2 de enero, por la mañana subió a la popa del navío donde estaba el Almirante el Capitán Francisco de Porras, y le dijo: "Señor, ¿qué significa el que no queráis ir a Castilla, y que os agrade tenernos aquí a todos perdidos?", a que el Almirante, oyendo tan arrogantes palabras, y tan fuera de la manera con que solía hablarle, sospechó lo que podía ser, y le respondió con gran disimulación y sosiego, que no hallaba modo de poder pasar hasta que los idos en las canoas le enviasen navío en que navegar; que más que ninguno deseaba la ida, por su bien particular y el común de todos aquellos de quien debía dar cuenta; pero que si le parecía otra cosa, como en otras ocasiones habían ido los Capitanes y los hombres principales que estaban allí, a exponer lo que sentían, entonces y cuantas más veces fuese necesario, los juntaría, para que de nuevo se tratase de este negocio. A lo que replicó Porras no haber ya tiempo para tantas palabras, sino que se embarcase luego, o quedase con Dios. Y con esto, volviéndole la espalda, repitió en voces altas: "¡Yo me voy a Castilla con los que quieran seguirme!" A cuyo tiempo, todos sus secuaces que estaban presentes, empezaron a gritar fuertemente, diciendo: "¡Queremos ir contigo, queremos ir contigo!", y saltando unos por una parte, y otros por otra, ocuparon los castillos y las gavias, con las armas en la mano, sin orden, ni juicio, gritando unos, ¡muera!; otros, ¡a Castilla, a Castilla!, y otros, señor Capitán, ¿qué haremos? Aunque el Almirante estaba en la cama tan postrado de la gota, que no podía tenerse en pie, no pudo menos de levantarse para ir cojeando al alboroto; pero tres o cuatro de los más honrados servidores suyos se abrazaron a él, para que los rebeldes no le matasen y le volvieron con gran trabajo a la cama. Después fueron al Adelantado, que se había opuesto con ánimo valeroso, con una lanza en la mano y, quitándosela por fuerza, le llevaron con su hermano, rogando al Capitán Porras que se fuese con Dios, y que no hiciese tan malas obras que tocasen a todos, pues bastaba que no hubiese impedimento, ni resistencia, para su partida; porque, si sobrevenía la muerte del Almirante, sólo podía esperarse un gran castigo, sin esperanza de sacar utilidad alguna. Sosegado un poco el tumulto, tomaron los conjurados diez canoas, que estaban atadas al bordo de los navíos, las cuales el Almirante había hecho buscar y comprar en la isla, tanto para privar de ellas a los indios, a fin de que no las utilizasen contra los cristianos, como para aprovecharlas en cosas necesarias. Embarcáronse en éstas con tanta alegría como si hubieran entrado en algún puerto de Castilla; por lo cual, otros muchos que ignoraban la traición, desesperados de ver que se quedaban, como creían, abandonados, yéndose la mayor parte, y los más sanos con sus haciendas, entraron con ellos en las canoas, con tantas lágrimas y dolor de los pocos fieles servidores que se quedaban con el Almirante, y de muchos enfermos que había, que todos imaginaban quedar para siempre perdidos y sin alivio alguno. Es cierto que si toda la gente hubiera estado sana, no habrían quedado veinte hombres con el Almirante, el cual salió a confortar a los suyos con las mejores palabras que le dieron el tiempo y el estado de sus cosas. Los rebeldes, con su Capitán Francisco Porras, siguieron en las canoas el camino de la punta de Levante, por donde habían atravesado Diego Méndez y Fiesco a la Española; en todas partes por donde pasaban hacían mil injurias a los indios, quitándoles por fuerza los bastimentos, y todo lo que más les agradaba, diciéndoles que fuesen al Almirante, que se lo pagaría, y que si no lo pagase, les daban licencia para que le matasen o hiciesen lo que les pareciese más conveniente; porque no sólo le aborrecían los cristianos, más él era la causa de todo el mal de los indios en la isla Española, y que lo mismo haría con ellos, si no lo remediaban con su muerte, pues con dicho designio se quedaba a poblar en aquella isla. Caminando de este modo hasta la punta oriental de Jamaica, al principio con buen tiempo y calma, emprendieron el paso a la Española, llevando consigo algunos indios que bogasen. Pero como los vientos eran poco seguros, y las canoas muy cargadas, navegaban poco; no estando aún a cuatro leguas de tierra, se volvió el viento contrario, lo que les causó tan gran miedo que determinaron volverse a Jamaica. Como no estaban diestros en gobernar canoas, entró un poco de agua sobre la borda y tomaron por remedio aligerarlas, arrojando al mar cuanto llevaban, sin dejar más que las armas, y comida bastante para volver; arreciando el viento y pareciéndoles correr algún riesgo, para aligerarlas más, determinaron echar a los indios en el mar, como lo ejecutaron con algunos; a otros que, fiados en saber nadar, se habían echado al mar, por temor de la muerte, cuando ya muy cansados se llegaban al bordo de las canoas para respirar un poco, les cortaban las manos y les hacían otras heridas; así mataron diez y ocho, no dejando vivos sino algunos que gobernasen las canoas, porque ellos no sabían hacerlo. Y es bien cierto que si la necesidad que tenían de los indios no les contuviese, habrían del todo puesto en efecto la crueldad mayor que se puede pensar, no dejando ninguno de éstos vivo, en premio de haberlos sacado con engaños y ruegos para servirse de ellos en tan importante viaje. Llegados a tierra hubo diversos pareceres; porque unos decían que era mejor ir a Cuba; pues desde allí donde estaban, podían tomar los vientos levantes y las corrientes a medio lado, y pasando así con prontitud y sin trabajo podían atravesar a la Española, de una tierra en otra, no sabiendo que estaban a distancia de diez y siete leguas; otros decían era mejor volver a los navíos y hacer la paz con el Almirante, o quitarle por fuerza lo que le había quedado de armas y rescates; otros fueron de opinión que antes que se intentase alguna cosa de estas, se esperase allí alguna bonanza o calma, para intentar de nuevo aquel paso; lo cual tuvieron por mejor, y permanecieron en aquel pueblo de Aoamaquique, más de un mes, esperando el viento y destruyendo la tierra. Venida la calma, volvieron a embarcarse otras dos veces, pero sin efecto, porque los vientos les eran contrarios. Por lo cual, desesperados de lograr este pasaje, de pueblo en pueblo, se fueron hacia Poniente, muy disgustados, sin canoas y sin consuelo alguno, comiendo a veces lo primero que hallaban, y otras, tomándolo a discreción, según el poder y la resistencia que hacían los caciques por donde pasaban.