El tema de San Francisco será uno de los más tratados por El Greco, saliendo de su taller más de cien obras sobre este santo, de las cuales se consideran unas veinticinco como originales, siendo las otras de su productivo taller, en el que se trabajaba casi industrialmente. La imagen que aquí contemplamos es algo más original ya que recoge la Visión de la Antorcha, que se produjo en el Monte Alvernia, recordando en parte la estigmatización. San Francisco, en la zona izquierda de la imagen, se arrodilla y eleva su mirada hacia la llama que se contempla en el cielo. Abre las palmas de sus manos, en las que observamos los estigmas. Mientras tanto, el hermano León cae de espaldas, sorprendido por el acontecimiento que está presenciando. El paisaje ha sido suprimido y las figuras se recortan sobre un fondo neutro, recibiendo un fuerte foco de luz de la visión. Sólo una pequeña referencia a las ramas de un árbol alude a la naturaleza. La luz resbala sobre los personajes y crea un atractivo juego de luces y sombras que parece anticipar el tenebrismo. El rostro del santo recoge la mirada de los espectadores, destacando la espiritualidad que irradia. Por el contrario, la figura escorzada del hermano León - es tradicional en el Manierismo la incorporación del movimiento en las escenas - parece recriminar a la aparición con el gesto de su brazo derecho elevado. Las tonalidades grisáceas dominan claramente el conjunto, resultando interesante la meticulosidad a la hora de mostrar los detalles del cordón, los pliegues o los parches de los hábitos como reflejo de la filosofía vital de San Francisco. La figura del santo es gigantesca, recurriendo a ese alargamiento ya típico en la obra de Doménikos. Si el canon clásico es de uno a siete, él emplea un canon de uno a diez u once, provocando el alargamiento de los miembros y la reducción de la cabeza. Esto hace sus imágenes mucho más personales e irrepetibles, que recogen la espiritualidad de la clase aristocrática toledana, que casi rayaba el misticismo.
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Durante el Gótico y el Renacimiento, san Francisco era representado con dulzura y apacibilidad pero esa visión cambió tras el Concilio de Trento. En España se configuró una iconografía, especialmente a partir de El Greco, que presenta al santo como un hombre demacrado, inmerso en la oración y la penitencia e imbuido en visiones místicas. Esta filosofía tridentina es la que continúa Ribera en esta composición donde San Francisco es sorprendido por un angelito que le muestra una ampolla de cristal contiendo agua transparente, simbolizando la pureza de la condición sacerdotal que san Francisco esperaba conseguir. De manera humilde, el santo consideró que nunca alcanzaría la perfección exigida y renunció al sacerdocio, siendo éste el mensaje que se pretendía dar a la sociedad tras el Concilio. En primer plano podemos observar la calavera que simboliza la muerte junto a la disciplina. La escena se desarrolla en un interior, recortando las figuras del ángel y el santo ante un fondo neutro, utilizando el maestro valenciano un intenso contraste lumínico heredero del tenebrismo de Caravaggio. El naturalismo con el que se ha interpretado el santo, mostrando el rostro de un hombre demacrado por la abstinencia y la penitencia, con las manos llagadas por los estigmas, contrasta con la imagen del angelito regoderte, apareciendo un pictoricismo más refinado en su factura. Resulta también sorprendente la calidad descriptiva del hábito de estameña del santo, una muestra de la facilidad de Ribera para dotar a sus obras muy difícil de superar y que tendrá su continuidad en las pinturas de Zurbarán.
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Una de las máximas innovaciones aportadas por la Contarreforma es la exaltación de la Caridad por lo que se emplean numerosas vidas de santos que consagraron sus vidas a esta virtud teologal. Uno de ellos fue san Francisco de Paula, nacido en 1416 en Paola, fundador de la Orden de los Mínimos o frailes menores quienes añadieron un voto más a los tres habituales, la humildad. Falleció en 1508 siendo canonizado 11 años más tarde. Para el convento de los Mínimos de la Victoria en Madrid, José Jiménez Donoso pintó una serie dedicada a la vida del santo, uno de cuyos lienzos aquí contemplamos. Nos muestra al santo vestido con el hábito de la Orden, mirando y señalando al cielo donde unos angelitos sostienen una cartela en la que se puede leer "CHARITAS". Un fraile mínimo acompañado de varios tullidos completa la escena mientras que el fondo se plaga de arquitecturas recordando las iglesias madrileñas del siglo XVII. Jiménez Donoso viajó a Italia donde adquirió ese interés por los efectos de perspectiva a través de edificios. La figura del santo se presenta en una posición diagonal, al igual que las líneas del terreno, mientras que los angelitos se conciben en escorzo, elementos ambos típicos de la pintura barroca. El estilo rápido y deshecho que exhibe el artista está inspirado en Carreño de Miranda quien fue su maestro. Resulta destacable la iluminación empleada, procedente de la zona superior, provocando fuertes contrastes entre las zonas con más luz y otras ensombrecidas.
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Esta obra repite el tema pintado por Murillo algunos años atrás en la decoración del Convento de los Capuchinos de Sevilla. El pintor sevillano desarrolló una de sus obras más aparatosas y barrocas. La composición se divide en dos zonas: cielo y tierra, contrastando tanto por sus efectos cromáticos como lumínicos. Mientras que en la zona inferior aparece san Francisco arrodillado, vistiendo su hábito terroso y con los brazos abiertos, sumido en la penumbra que apenas deja ver la arquitectura de la capilla de la Porciúncula, en la zona superior se manifiestan intensos resplandores dorados. Los ángeles rodean las figuras de Cristo y la Virgen. Cristo se muestra en actitud triunfante, sosteniendo la cruz con su brazo izquierdo y cubriendo parte de su esbelto cuerpo con una túnica roja que ondea al aire tras su espalda. La Virgen dirige su mirada al Hijo y viste la característica túnica roja y el manto azul. La composición está formada por la característica aspa barroca, organizada por dos diagonales que se cruzan. La sensación atmosférica dota a la escena de mayor espiritualidad y armonía, invitando a la oración.
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San Huberto, patrón de la caza, era figura indiscutible en las colecciones de Felipe IV, gran aficionado a este deporte en el que empleaba gran parte de su tiempo. Para los descansos de las largas cacerías, ordenó ampliar el pabellón de la Torre de la Parada en el madrileño monte de El Pardo, encargando su decoración a los mejores artistas de su tiempo, Rubens y Velázquez. Rubens y Jan Brueghel de Velours colaboraron con frecuencia en la década de 1610, entre 1614 y 1618. Dentro de esa colaboración tocaron numerosos temas: Virgen con Niño en una guirnalda, la serie de los Cinco Sentidos o esta Visión de San Huberto. La escena se desarrolla en un bosque. A nuestra derecha, podemos contemplar al santo arrodillado junto a sus perros y a su caballo, permaneciendo los animales ajenos al milagro. En el centro de la tabla se sitúa el ciervo, entre cuyas astas se apareció la cruz al santo en el momento que se oía la voz de Dios, reprochando la afición de San Huberto a la caza y por la que estaba descuidando su salvación. Alrededor de las figuras contemplamos la arboleda obteniéndose un magnífico punto de fuga tras el ciervo, con la luz como principal protagonista. La figura de San Huberto es típica de Rubens y la del caballo parece sacada del retrato ecuestre del Duque de Lerma. Pero el estilo preciso con el que maneja Brueghel el color y la luz dominan la composición, destacando también la minuciosidad de la factura.
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Abad de un monasterio, san Ildefonso participó activamente en los concilios de Toledo de los años 653 y 655. Alcanzaría el cargo de arzobispo de Toledo y fue proclamado "doctor de la Iglesia visigoda". Su actividad literaria resulta destacable, especialmente por ser el autor de un buen número de obras en las que hace referencia al culto y la devoción a la Virgen María, sobre todo en "De virginitate sancta Mariae: De progressu spiritualis deserti" donde defiende la virginidad de la madre de Dios. La tradición hace referencia a que la propia Virgen entregó una preciosa casulla bordada al santo como agradecimiento a sus escritos. Es el patrón de Toledo y uno de los santos más venerados de la Contrarreforma. En 1630 Rubens recibe de la archiduquesa Isabel Clara Eugenia el encargo de realizar un excelente tríptico dedicado al patrón de Toledo. El motivo de este encargo sería honrar la memoria del difunto archiduque Alberto de Austria, quien en 1588, como gobernador de Portugal, fundó una primera cofradía religiosa en honor de San Ildefonso y una segunda a su llegada a Bruselas en 1603. El destino del tríptico era la iglesia de Saint-Jacques-sur-Coudenberg de Bruselas, donde la cofradía celebraba sus servicios.El maestro flamenco recupera el antiguo esquema de tríptico. En el panel central observamos la aparición de la Virgen a San Ildefonso para imponerle una preciosa casulla. Según cuenta la leyenda, al entrar el santo una tarde en la catedral toledana encontró a la Virgen sentada en un trono, bañada de luz celestial y rodeada de santos. Ildefonso se acercó humildemente y realizó una genuflexión, momento en el que la Virgen le hizo entrega de la casulla. La Virgen aparece sentada en el trono, vestida con túnica roja y manto azul, recibiendo la luz celestial procedente de la parte superior, donde tres angelitos portan una corona de rosas. Los angelitos se dan la mano para constituir una especie de baldaquino en el trono de María. A ambos lados de la Virgen encontramos dos santas portando las palmas del martirio, acompañadas de otras dos. Son santa Catalina, santa Inés y las dos santas patronas de Toledo, Rosalía y Leocadia. Los diferentes personajes crean con sus expresiones un ambiente de dulzura y serenidad, impregnando de devoción el momento. El color es tremendamente delicado, iluminando la escena con una luz plateada que crea una sensacional atmósfera. Luces, colores y atmósferas están inspiradas en la escuela veneciana, especialmente Tiziano. En las hojas laterales encontramos al archiduque con San Alberto de Lovaina (panel izquierdo) y la archiduquesa con Santa Isabel de Hungría (panel izquierdo); en las hojas cerradas se observa la llamada Sagrada Familia bajo el manzano.
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Mientras trabajaba Parmigianino en la elaboración de esta obra en Roma, la ciudad fue tomada por las tropas del emperador Carlos V, teniendo lugar el famoso Saqueo de Roma, uno de los episodios más destacados del siglo XVI. El pintor fue capturado pero consiguió escapar a Bolonia, donde permaneció por un periodo de casi tres años, regresando en 1530 a su Parma natal. Esta estancia romana será de gran utilidad para Francesco ya que ampliará sus influencias iniciales - tomadas de Correggio - con la admiración de las obras de Pordenone y Rafael, contactando con los círculos manieristas por el interés que tenía hacia los escorzos y el empleo de un colorido diferente al de los grandes maestros del Cinquecento, más vivo y brillante. Durante la estancia de san Jerónimo en el desierto como anacoreta tuvo una importante serie de visiones en las que se le aparecía la Virgen María acompañada del Niño Jesús. La escena es presentada por san Juan Bautista en una postura totalmente escorzada mientras que san Jerónimo se encuentra en segundo plano, situado en profundidad, acompañado de su capello cardenalicio y cubierto con un manto rojo. En la parte superior de la tabla se hayan María y el Niño, dos figuras amplias y escultóricas que recuerdan a Miguel Ángel. El Niño está totalmente desnudo mientras la Virgen muestra los paños pegados a su cuerpo en un perfecto estudio anatómico. La luz que irradia de las figuras divinas y la iluminación procedente de la derecha crean un clima de especial sensibilidad, que resalta la expresividad del rostro de san Juan.
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Correggio realizó en los primeros años de la década de 1520 una de sus obras más emblemáticas: la decoración de la cúpula, el ábside, el crucero y el friso de la nave en la iglesia de San Juan Evangelista en Parma. Antonio se había trasladado años atrás a Roma donde contempló las obras de la Sixtina y las Stanzas Vaticanas por lo que la influencia de Miguel Ángel y Rafael está presente en este encargo.En la cúpula representó el Tránsito de san Juan Evangelista, recogiendo la tradición que en el momento de su muerte fue recibido por todos los apóstoles presididos por Cristo. En las pechinas se colocan por parejas los Evangelistas y los Padres de la Iglesia. La composición se organiza alrededor del Cristo que desciende rodeado de una luz anaranjada y una corte de querubines. Los apóstoles forman una segunda corona destacando sus figuras escorzadas que preludian la intensidad de las decoraciones barrocas. Las referencias arquitectónicas desaparecen y son las figuras las que llevan el "tempo" de la escena dirigiendo sus miradas hacia el san Juan que queda en la zona superior de la visión, perceptible sólo desde el altar del templo. Los apóstoles exhiben un canon anatómico amplio, aunque no pierden esa dulzura que caracterizará la pintura de Allegri. El colorido y la iluminación han sido sabiamente interpretados, suponiendo este trabajo una importante evolución en la producción del maestro.
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Gentileschi fue colega de Caravaggio, tanto en el plano artístico como en el diario, siendo coautor de varias de las calaveradas de aquél, lo que le planteó varias denuncias por calumnias, libelo, etc. Gentileschi había desarrollado una carrera discreta hasta que conoció a Caravaggio. A partir de ese momento se declaró un ferviente seguidor del nuevo estilo, como podemos apreciar en este lienzo: realismo ante todo, modelos tomados de la vida cotidiana y reflejadas con despiadada objetividad. Este naturalismo se combinaba, con un empleo radical de la luz y la sombra, el llamado efecto de "claroscuro", que se apodó despectivamente el "tenebrismo", porque dejaba grandes partes del lienzo en la más impenetrable oscuridad, mientras que otros elementos quedaban aplanados por la intensidad de la luz. Es el caso de la toca y el pañal blancos colocados en el mismo centro de la composición. El poder de la luz que cae sobre ellos es tan fuerte que anula el relieve y el volumen de los mismos, llamando poderosamente la atención del espectador sobre ellos. Orazio, sin embargo, cultivó siempre una delicada elegancia interior en sus composiciones que le separaban de la agresividad de Caravaggio, por lo que se formó una clientela especializada de cuna aristocrática, entusiasta seguidora de la trayectoria de Orazio y, más tarde, de su hija Artemisia.
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Los hospitales tenían como función ayudar a los enfermos a morir santamente; por ello, la mayoría de sus capillas se decoraba con una escena del Juicio Final. De la misma manera, El Greco diseña para el Hospital de San Juan Bautista una imagen relativa al Juicio Final, llamando la atención hacia los privilegios que tendrían los que fallecieran en dicha institución, al concederles el papa la absolución de sus pecados y la indulgencia plenaria. Doménikos une la resurrección de los muertos previa al Juicio con la Visión de la Apertura del Quinto Sello que describe San Juan en el Apocalipsis. Originalmente sería mucho más amplia; sin embargo, ha sido mutilada, desapareciendo la escena superior donde se supone que encontraríamos el Cordero Místico y demás símbolos apocalípticos. De ahí su título de Amor divino y Amor profano con el que se conocía a esta representación. Nos encontramos ante la obra más original y alucinante salida de los pinceles del cretense. San Juan se sitúa en primer plano; es una figura gigantesca que viste túnica azul, mientras que su manto rojo señala hacia los resucitados. Las almas desnudas se despojan de sus ropajes mortuorios para colocarse los paños blancos que reparten los angelitos. Uno de los resucitados parece elevarse hacia el cielo, mientras que los demás se levantan de sus tumbas en posturas sumamente escorzadas, aludiendo una vez más al Manierismo. Las dos figuras femeninas están perfectamente modeladas, con un canon clásico, mientras sus compañeros masculinos se estilizan al máximo, recurriendo Doménikos a un canon de trece a uno - es decir, la cabeza es la decimotercera parte del cuerpo -. El fondo nos muestra un aspecto totalmente dramático, iluminado por las luces del Juicio Final. La iluminación es multifocal, incidiendo de diferente manera en cada uno de los siete cuerpos, alusión quizá al número mágico. Estos focos de luz modelan las figuras bruscamente, en especial la túnica de San Juan, que parece esculpida como si se tratase de una estatua. Respecto a los colores, abunda el blanco pero la fuerza del azul, el rojo, los verdes o amarillos resulta determinante para una escena donde las tonalidades chocan entre sí y las perspectivas empleadas no son las tradicionales. El Greco ha suprimido las leyes de la lógica para realizar la interpretación de uno de los momentos cumbres de la fe cristiana.