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Durante el periodo que va entre los siglos V y XI, la Península Ibérica experimentará profundos cambios. En un primer momento, la desintegración del mundo romano favorecerá la instalación en Hispania de otros pueblos, llamados por Roma "bárbaros", extranjeros. Suevos, vándalos y alanos precederán a los visigodos en su entrada en la Península, si bien serán estos últimos los únicos capaces de crear un reino peninsular, con capital en Toledo. Debilitado a causa de las incesantes luchas por el poder, el reino visigodo de Toledo acabará por caer ante un enemigo exterior mucho más poderoso, que se encuentra en su momento de máxima expansión. La integración de buena parte de la Península en el mundo islámico comienza a producirse en el 711, cuando las tropas de Tariq cruzan el Estrecho de Gibraltar. Hispania, ahora al-Andalus, conocerá poco después el esplendor de los califas omeya. Estos harán de su capital, Medina Azahara, una suntuosa corte, cuyas maravillas se contarán en las crónicas y serán cantadas por los poetas.
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Daniel fue educado por Nabucodonosor en Babilonia, adquiriendo prestigio como sabio, juez e interprete de sueños y de signos. En una ocasión, cerca del palacio de Susan, a orillas del río Ulai, Daniel tuvo una visión: un carnero con una maravillosa cornamenta es derribado y pisoteado por un macho cabrío. El arcángel san Gabriel explica a Daniel la visión: el rey de Grecia Alejandro Magno sería el macho cabrío mientras el carnero representaría a los reyes de Persia y Media, derrotados rápidamente en el avance del griego. Willem Drost elige este episodio inspirado en el libro de Daniel (8, 2-22) como temática de este lienzo. Las figuras de Daniel y Gabriel ocupan el lugar protagonista, recibiendo un fuerte impacto luminoso mientras que el resto de la composición queda en semipenumbra, permitiendo contemplar un paisaje misterioso en el que destaca el carnero. El cauce del río sirve para dividir en dos la escena, resultando sendas zonas diferenciadas. La pincelada aplicada es rápida, eliminando la minuciosidad y optando por el toque preciso de color, siguiendo la "manera áspera".La obra está inspirada en un dibujo de Rembrandt que se guarda en el Louvre con el mismo título, considerándose en un principio original del maestro. Pero Rembrandt alteró siempre los bocetos preparatorios en los trabajos definitivos, lo que ha hecho considerar que sería una imagen ejecutada por un discípulo, apuntándose la autoría de Willem Drost a pesar de no conservarse numerosos trabajos bíblicos. Su estancia en Venecia puede motivar la sensación atmosférica creada, tomando a Tiziano como maestro sin olvidar la base aprendida en la escuela de Rembrandt.
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El periodo romano de Rafael será su momento más álgido y personal, mostrando un lenguaje particular en el que no están exentas algunas influencias. Es el caso de esta Visión de Ezequiel donde los ecos de Miguel Ángel y la Capilla Sixtina están claramente presentes en la figura de Cristo acompañado de los símbolos de los cuatro Evangelistas - león de san Marcos, águila de san Juan, ángel de san Mateo y buey de san Lucas -. La escena tiene aspecto visionario al ofrecer el maestro una fulgurante iluminación dorada que llama en primer lugar nuestra atención, quedando en absoluto segundo plano el paisaje donde aparece Ezequiel iluminado por un rayo de luz entre las nubes. La fuerza del conjunto parece anticipar la Transfiguración al crear un ritmo dinámico que envuelve toda la composición, avanzando el Manierismo y el Barroco. Los brillantes colores empleados y la dulzura de algunas figuras como los querubines son constantes en toda la producción rafaelesca al igual que el poderoso y acertado dibujo con el que define cada una de las figuras.
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Francisco Collantes, de trayectoria artística poco conocida, debió de haber visitado Italia, como parece sugerir el lienzo que aquí mostramos. En un paisaje de ruinas clásicas, el pintor sitúa la visión apocalíptica del profeta, con los muertos levantándose de sus tumbas e invadiendo los restos de la civilización entre rocas y huesos descarnados. El tipo de paisaje es el mismo que durante el siglo XVII se trabajaba en Roma. Allí se afincaron numerosas colonias de pintores extranjeros, que seguían fielmente este tipo paisajístico, grandioso, tratado con la excusa de plasmar un episodio bíblico o mitológico. Los flamencos fueron los que más lo hicieron y se puede rastrear su influencia en el cielo agitado del fondo, así como en las rocas lejanas. Este lienzo sintetiza lo mejor de las tradiciones paisajísticas flamencas e italianas, con un riguroso estudio de la anatomía humana.
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Tan sólo veinte años antes el padrino de Durero, Anton Koberger, había publicado una Biblia que incluía el Apocalipsis de San Juan. Las estampas de aquella Biblia resultan tremendamente primitivas, comparadas con las obras maestras que Durero estampó en su propia edición del Apocalipsis, una de las joyas del arte alemán del siglo XV. Otras estampas de la serie, como San Juan y los 24 Ancianos o Las Siete Trompetas, remitían a modelos anteriores. También esta Visión de los siete candelabros imita la primitiva visión de la Biblia Koberger, con Dios entronizado, rodeado de los candelabros, con una espada saliendo de su boca en referencia a su verbo justiciero. Sin embargo, el tratamiento de las figuras, de los ropajes, el concepto de la escena es tremendamente avanzado, casi pictórico en la calidad de los volúmenes y las sombras.El Apocalipsis de Durero marcó un antes y un después en el arte de la imprenta en Alemania y será una referencia básica para todos aquellos que trabajaron esta técnica.
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Posiblemente corresponda esta escena a la realización última de un colaborador del gran artista italiano, Giotto di Bondone, que con toda probabilidad dio el modelo a figurar. La historia relata la visión que sufrió un hermano franciscano al caer en éxtasis al lado de San Francisco: mirando hacia el cielo, vio silueteadas las figuras de cinco tronos, diciéndole una voz que el más majestuoso sería para el santo de Asís. La composición se centra en la figura del ángel que avisa al extasiado de la pertenencia del trono del centro, sobre el cielo. En el extremo inferior izquierdo, el fraile atiende al ángel, llevando la sorpresa marcada en el rostro tras tan extraña aparición milagrosa. Dando gracias se muestra San Francisco, arrodillado en el pedestal de mármol por el que se accede al altar, desarrollado con las típicas correcciones ópticas de Giotto, donde se muestra la imagen de la cruz. La estructura destaca por detalles bien representados hasta la minucia, como son el propio crucifijo o, de tratamiento más extremo, la lámpara que cuelga del techo, donde figura la cuerda por la que se sube y se baja la lámpara para llenarla de aceite. Al igual que el altar, los tronos, más ricamente decorado el del centro por su simbología y último destinatario, cuentan también con las deformaciones ópticas pertinentes; de tal forma que se consigue una escena creíble y verosímil a partir de estas simulaciones y lo meticuloso de su representación.
contexto
INTRODUCCIÓN Desde los primeros años del siglo XVI se sabía en España y en otros muchos lugares de Europa que, más allá de las islas con que se había topado Colón, se extendía un inmenso litoral, desde muy al norte y que, con entrantes y salientes, continuaba a lo largo de miles de leguas hacia el sur. Nuevas exploraciones, partiendo de las islas y también de varios puertos europeos, habían sido enviadas no ya sólo por España sino también por Inglaterra y Portugal, para esclarecer qué eran esas tierras y, de ser posible, tomar posesión de ellas. Tales fueron los propósitos de expediciones como las de Juan Caboto (1497-1498) que, al servicio de Inglaterra, en busca de un estrecho o paso por el norte que abriera el camino al Asia, llegó a las actuales Terranova y Nueva Escocia. Navegantes españoles fueron Alonso de Ojeda que en 1493 había acompañado a Colón en su segundo viaje y que desde 1499 comenzó a explorar las costas de Venezuela, en tanto que Diego de Nicuesa se adentraba por el rumbo de Panamá a la que se nombró Castilla del Oro. También por ese rumbo anduvieron en cercanas fechas el célebre piloto y cartógrafo Juan de la Cosa y Rodrigo de Bastidas, todos empeñados en inquirir acerca de ese litoral que se extendía más allá de las islas. Otras penetraciones por el norte fueron las de los portugueses Gaspar Corterreal y su hermano Miguel, (1501-1502) que exploraron las costas de Groenlandia y la península de Labrador. Los afanes por desvelar los enigmas de las tierras nuevas llevaron a más viajes hacia el sur. Entre los que así navegaron sobresalen Pedro Álvarez Cabral que, desviándose en 1500 de su ruta cercana al África, llegó a las costas del Brasil; Juan Díaz de Solís que también, con Vicente Yáñez Pinzón y, más tarde por su cuenta, tocó tierras brasileñas y otras mucho más meridionales, así como Américo Vespucio, el florentino que, por obra de sus viajes y relatos, movió al cartógrafo Martín Waldseemüller a adjudicar en 1507 el nombre de América a la gran masa de tierra tenida como de imprecisos perfiles1. Los mapas que se produjeron por ese tiempo, desde el de Juan de la Cosa en 1500 (con probables adiciones hacia 1508) y los debidos a Alberto Cantino (1502), Giovanni Matteo Contarini (1506) o al ya citado Waldseemüller (1507, 1508, 1513#) y hasta el globo terráqueo de Johannes Shöner (1515, 1520#), tienen en común delinear, al poniente, norte y sur de las Antillas, litorales muy grandes y poco precisos que son como la fachada de una gran masa continental respecto de la cual prevalece una casi total ignorancia2. La gran pregunta de si las tierras hasta entonces avistadas, objeto a veces de rápidos desembarcos, eran o no parte del Asia estaba aún por responderse. Perduraban los rumores sobre fabulosos reinos, con riquezas de toda suerte que, se decía, existían en el interior de esas vastas regiones cuyas costas eran hasta entonces lo único que se conocía. Hubo algunas penetraciones, como la que llevó en 1513 a Vasco Núñez de Balboa a encontrarse con el océano Pacífico a la altura de Panamá. Sin embargo, ni allí ni en sitio alguno de los explorados hasta 1515 había vestigios de los supuestos reinos poseedores de grandes riquezas. Si Cathay y Cipango --China y Japón-- estaban cerca o lejos, era algo que con certeza no podía precisarse. En tal contexto histórico de nuevas exploraciones e incertidumbres, es como debe situarse la significación de lo que vino a ser el encuentro con las altas culturas de Mesoamérica, maya, náhuatl o azteca y otras. El comienzo de lo que fue asombrosa historia del contacto con los pueblos indígenas de México y la ulterior conquista de los mismos tuvo lugar en función de dos expediciones realizadas en 1517 y 1518. Zarpando de Santiago de Cuba con rumbo al poniente, tocaron éstas las islas de Mujeres y Cozumel, las costas de Yucatán y una parte del litoral del golfo de México. Gracias a quienes iban al frente de ellas, primero Francisco Hernández de Córdoba y luego Juan de Grijalva, se tuvo entonces noticia cierta de que en tales latitudes había gentes que vivían en grandes pueblos y ciudades, con ricos templos y palacios. Estas expediciones, que tenían el respaldo de la autoridad del gobernador de Cuba, Diego Velázquez, además de determinar el encuentro, que iba a ser ya permanente, entre los españoles y las gentes de alta cultura de Mesoamérica, al convertirse en noticia difundida no ya sólo en las Antillas sino también en el Viejo Mundo, fueron acicate que avivó con gran fuerza el interés por conocer lo que en realidad había más allá de Cuba y La Española. Consta, a través de un testimonio de Bernal Díaz del Castillo, que Diego Velázquez, desde abril de 1517, informó del hallazgo al Presidente del Consejo de Indias3. Por su parte fray Bartolomé de las Casas refiere que el propio Francisco Hernández de Córdoba le escribió poco antes de morir, dándole noticia del éxito de su navegación y quejándose de que Velázquez había preferido a Grijalva para ponerlo al frente de una segunda expedición4. Estas fueron, según parece, las primerísimas noticias que llegaron a España referentes a las tierras mexicanas. Si su difusión fue todavía muy limitada, en cambio, a partir de lo que pudieron observar Grijalva y sus hombres en 1518 dio comienzo la que pronto llegó a ser información ampliamente propalada de testimonios sobre lo que se describiría como descubrimiento y conquista de México. Como veremos, esos testimonios despertaron grande interés no sólo en España sino en general en Europa. Publicados una y otra vez en distintas lenguas fueron por varios años la fuente básica para conocer los principios del encuentro que culminó con la imposición de la soberanía española en los vastos territorios que, por tres siglos, se conocieron corno la Nueva España. A partir de esos primeros testimonios, que se incrementaron en extremo con mapas y cartas de relación, cuantos escribieron luego sobre esta historia que hoy llamamos de la conquista de Mesoamérica, se apoyaron siempre en lo expresado por los españoles que en ella tomaron parte. No se pensó que pudiera haber otros testimonios. A pesar de que se reconocía que los pueblos vencidos habían alcanzado creaciones culturales dignas de admiración, los historiadores europeos de tiempos posteriores no se plantearon la pregunta de si era posible conocer recuerdos o puntos de vista de los nativos sobre lo que para ellos fue la conquista. Y, sin embargo, esos testimonios, portadores de la Visión de los vencidos, existían en mayor abundancia de lo que pudiera sospecharse. Antes de hablar de cómo fue dado rescatar la palabra de los vencidos, conviene atender a la gestación y secuencia de los otros testimonios que fueron revelando a los europeos que, más allá de las Antillas, existían esos reinos que, al fin se sabría no eran Cipango ni Cathay. Si había resultado fallido el anhelo de encontrarse por el poniente con un Asia relativamente cercana, era verdad, en cambio, que había otros reinos de enorme interés por sus riquezas y como ámbito geográfico de grandes proporciones, campo propicio para extender la cristiandad y el imperio de los monarcas de Castilla. Viendo cómo se elaboraron y difundieron los testimonios básicos escritos por españoles, podrá valorarse mejor lo que fue el largo olvido en que por siglos quedó la Visión de los vencidos.
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La historia de este lienzo, que pertenece a un conjunto encargado a Alonso Cano, está resumida en el comentario al San Francisco con el que hace pareja. Trasladado, al igual que su compañero, a la madrileña iglesia de San Francisco el Grande, se ha considerado durante mucho tiempo que estaba perdida o destruida, tal es el estado de abandono actual de la iglesia. Sin embargo allí se encuentra, junto a uno de los dos lienzos con que Zurbarán terminara el encargo abandonado por su colega Alonso Cano.