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SESION SEGUNDA Hácese presente la escasez de armas que generalmente se padece en todo el Perú y lo tocante a municiones de guerra 1. En esta sesión no tocaremos nada sobre las plazas situadas en la América Meridional que corresponden al mar del Norte, así porque con la frecuencia de embarcaciones que van de Europa a ellas no son las armas tan escasas, como porque en este particular no tenemos las más prolijas y ciertas noticias. Y así, pasando con nuestra relación directamente al reino del Perú, nos detendremos en puntualizarla, con las circunstancias que se requieren para que se pueda comprender su actual estado en el particular de cada especie, con la formalidad que recomienda la importancia del asunto. 2. Es tan común la falta de armas de todas especies en el Perú, que no es comprensible su escasez, a menos de haberlo experimentado, en las ocasiones en que se hace forzoso echar mano de ellas para ocurrir a las urgencias. Y a no haberse ofrecido tanto motivo como el de pasar a aquellos mares escuadra enemiga y a haberse de poner en defensa todas las ciudades y demás poblaciones, no hubiera sido fácil concebir la raridad de las que actualmente hay en todos aquellos reinos, ni podríamos atrevernos a juzgarlo, porque se hace inverosímil su corto número y calidad en una providencia tan indispensable para la defensa. En los fines del año de 1740 se pusieron en el mejor estado posible, para resistir la invasión de ingleses que se esperaba, todas aquellas costas y pueblos, para lo cual las autoridades alistaron la gente perteneciente a sus jurisdicciones y arreglaron las compañías, pero zozobraron todas las disposiciones al querer juntar armas de chispa y de corte para proveerlas a todas. En Guayaquil, viendo que no tenían otro recurso ni medio de conseguirlas sino el de enviar a comprarlas al reino de Nueva España, arbitraron por el cabildo, no obstante la rigurosa prohibición para que vayan navíos con cualquier pretexto a los puertos de aquel reino, en dar registro y comisión "por conviene" a uno, para que fuese a ellos y comprase el número necesario de armas de chispa, a fin de armar con ellas las compañías de infantería y caballería. Pero no se logró el fin, porque la embarcación se perdió en aquellas costas, y el que fue con el encargo no las encontró de venta, aunque pasó su diligencia a México. Y así se volvió sin ellas, y las milicias se quedaron como se estaban: armadas con lanzas y machetes de monte, que eran las que acostumbraban las de a caballo, y los de infantería, unos con lanzas, a manera de alabardas, y otros con arcabuces de mecha, que son las únicas armas de fuego de que se conservan algunas, pero aun de éstas tan pocas y en tan mal estado, que sólo sirven de formalidad a la vista, o de espanto a los que las ven de lejos. 3. La única compañía que tenía armas y se hallaba en buena disposición era la de forasteros, porque componiéndose toda de europeos, que son los que trafican, a ninguno le falta a lo menos escopeta, que llevan siempre consigo más por el gusto de cazar en los lugares donde hacen posada, que por la necesidad de ella para defenderse o guardar su hacienda. Y como en todas las ciudades y poblaciones grandes de aquellos reinos hay el mismo régimen de formar entre los forasteros una compañía, en todo el territorio es la única que se hallaba proveída de armas. 4. Las poblaciones desde Guayaquil hasta Lima estaban sobre este particular en un estado tan malo que en los cuerpos de guardia de cada una, donde se juntaban las milicias y se guardaban las armas, sólo se veían pedazos de palo con espigas de hierro atadas a la punta, queriendo ser lanzas; cañones viejos de escopetas y arcabuces antiguos sin llaves ni más cajas que un pedazo de palo contra el cual estaban amarrados con un cordel, de suerte que algunas veces los vimos. disparar teniéndolo uno y apuntado, mientras que otro le ponía fuego. Por este tenor estaba todo, de suerte que, aunque había gente, no podía hacer nada cuando llegase el caso de salir a función por falta de armas. No se ha de entender que era esto sólo en los pueblos pequeños, donde debía parecer menos extraño, sino en las ciudades y lugares grandes, como Piura, Lambayeque, Trujillo y las demás. Pues en Trujillo consistía el cuerpo de guardia principal, que estaba en las casas del Cabildo y Caja Real, haciendo frente a una de las fachadas de la plaza, en dos cañoncitos de a libra de calibre, de bronce, y hasta 10 ó 12 cañones de escopetas viejas y arcabuces antiguos, atados a pedazos de palo en la forma que queda dicho, y lo demás se reducía a lanzas, unas mal dispuestas, otras algo mejor, y, por la mayor parte, a palos largos, en la forma que se cortan del monte, con un pedazo de hierro agudo al extremo. 5. Los efectos de tan escasas prevenciones en todo aquel reino se experimentaron con la sensible pérdida de Palta en la invasión que padeció el año de 1741, día 24 de noviembre, por el vicealmirante Anson, pues con el corto número de gente que desembarcó en una lancha y en un bote se apoderó de ella y de todas las riquezas que encerraba, que entonces eran grandes, sin que se le pudiese hacer resistencia, porque no había fuerzas para ello, pues dos tiros que se dispararon de un pequeño fuertecillo que monta cuatro cañoncillos, en que consistía toda su defensa, fue menester que el mismo oficial real contador de Piura, don Nicolás de Salazar, con la ayuda de un negro esclavo suyo, los cargase de pesos fuertes por falta de otra munición. Pero aún no fue esto lo más, sino que habiéndose puesto en marcha para socorro de Palta el corregidor de Piura, que entonces lo era don Juan de Vinatea y Torres, con cosa de 150 hombres que pudo juntar por lo pronto para ir contra 50 que serían todos los ingleses, empezó a hacer tocar las calas, pífanos y clarines desde más de una legua antes de llegar a ellos, para darles aviso con el estruendo militar de que iba a recuperar el lugar, lo cual hizo con estratagema, para que, reconociendo los enemigos el socorro tan considerable que iba contra ellos, lo desamparasen, como lo consiguió, aunque, irritados los ingleses de ver que les iban a quitar la presa que ya habían hecho, se vengaron en pegar fuego al lugar al tiempo de partirse, y saqueando lo más precioso que había en él, dejaron reducido a cenizas todo lo demás. El día 12 de febrero del siguiente año de 42 volvimos a pasar por Piura, haciendo viaje a Lima para cumplir el orden que habíamos tenido del virrey, y preguntándole al corregidor cuál había sido la causa de no haber guardado silencio en su marcha, cuando fue con su gente a recuperar a Paita, para coger desprevenido al enemigo y sorprenderlo, respecto de que siendo los ingleses en tan corto número parece que no podía dudar de la victoria, nos satisfizo diciendo que entre toda la gente que llevaba no había 25 armas de fuego, y que todos los demás sólo llevaban picas y palos al hombro; así que hubo de renunciar a la sorpresa, para que siendo vistos de los ingleses, temiesen y se retirasen. El riesgo fue grande, porque si esta treta no le salía bien y antes, por el contrario, llegaban a percibir los ingleses las cortas fuerzas con que en realidad iba a atacarlos, no sólo hubieran hecho burla de él, pero con la confianza de la poca defensa en que se hallaba todo aquel país, hubieran cobrado nuevos ánimos y quizás intentando pasar a Piura a ejecutar lo mismo que en Palta. 6. Para mayor convencimiento de lo ya dicho será conveniente que, retrocediendo algo en nuestro discurso, volvamos a ver el socorro que recibió Guayaquil de toda la provincia de Quito, cuyos corregimientos concurrieron con una compañía cada uno, conforme se había acordado por la Audiencia por temerse que fuese atacada por Anson. La que formó la ciudad de Quito se componía de 72 hombres, y después de haberse recogido todas las armas de fuego que había en la ciudad (para lo cual, además de los rigurosos bandos mandando que todos los vecinos manifestasen las que tuviesen, enviaba el presidente a pedirlas cortesanamente, e iba en persona a solicitarlas de los más condecorados de la ciudad, y hasta el obispo salió a visitar las casas de los eclesiásticos para recoger las armas viejas que conservaban de la herencia de sus antepasados) sólo se pudieron juntar 60, unas antiguas, otras viejas, algunas modernas y en buen estado, y, por este tenor, unas cortas y otras largas. De suerte que, cual tenía una tercerola, cual una escopeta de caza, cual un arcabuz y cual una pistola, y aun así fue preciso que los 12 hombres restantes llevasen lanzas. Peor sucedió con la compañía de Latacunga, que, componiéndose de 50 hombres, sólo pudieron juntarse armas de fuego para 20. Y a este respecto en los demás corregimientos. En el de Guaranda tenía prontas el corregidor tres compañías, de las cuales bajó a Guayaquil la una, y sólo llevaba nueve armas de fuego, porque no había podido juntar más; lo mismo sucedió con las de Riobamba y otras, siendo lo peor que, del número de estas armas, no estaban de servicio la mitad. 7. Lo dicho hasta aquí parece que es suficiente sobre este particular para formar idea de la necesidad en que aquello está, debiéndose entender que, sin ninguna diferencia, sucede lo mismo en toda la extensión de aquellos reinos, desde Quito hasta Chile, pues no es menos lo que en Lima se carece de ellas que en los demás parajes. Allí fue preciso, para armar los tres regimientos que levantó el virrey marqués de Villagarcía, dos de caballería de a 500 hombres y uno de infantería de 1.000 hombres, que se fabricasen en Lima las espadas para los primeros; pero, como no había quien lo supiese hacer con perfección, después de haber consumido en ellas muy considerables sumas, quedaron con temple tan malo que continuamente se rompían en los ejercicios, y tan pesadas que no se podían manejar. No hubo igual providencia para suplir la falta de armas de fuego, pues, aunque el virrey dispuso que se comprasen todas las que hubiese, sin poner más límite en los precios que la voluntad de los que las vendían, nunca se pudieron completar, a mucha diferencia, las que se necesitaban, y con particularidad las pistolas para la caballería, que no se les pudo proveer de ellas hasta que de Buenos Aires se remitieron al inicio de 1743 las que había llevado la escuadra que comandaba don José Pizarro. Pero como era general la falta en todos aquellos reinos y fue preciso que quedasen algunas en Buenos Aires, otras en Chile, y que se remitiesen otras a Panamá, aunque se suplió con ellas lo más preciso, no lucieron en ningún paraje, y menos que en todos en las ciudades de Valles, adonde no alcanzaron, siendo el único paraje de lo interior del país adonde se enviaron, a la provincia de Tarma, por la urgencia que había de armar gente contra los indios sublevados. Pero para que mejor se conozca cuán escasas estaban, nos parece conveniente dar noticia de los socorros que el virrey envió para contener aquella sublevación, que aunque parecerán pequeños, porque en realidad lo son, eran cuantiosos respecto al estado en que se hallaban aquellos reinos. 8. El 21 de junio del año de 1742 le fue participada al virrey por el corregidor de Jauja don Manuel Martínez la noticia de haberse sublevado los indios chumchos, de las modernas conversiones en los Andes, y cortos días después, que eran en número de más de 3.000, pidiéndole socorro, al mismo tiempo, para contenerlos, el cual se le envió conforme se determinó por un "acuerdo extraordinario" que a este fin hizo el virrey el 22 del mismo mes, y consistió en 42 arcabuces, sin ninguna otra cosa más. Los corregidores de Jauja y Tarma repitieron con frecuencia las noticias del pernicioso progreso que iba haciendo la sublevación, y el 24 de julio adelantó el de Tarma que ya quedaban los indios sólo ocho leguas distantes de aquel lugar, y que si no se les enviaba un socorro suficiente, tanto para contener a los sublevados cuanto para sujetar a los propios indios de aquella jurisdicción, que daban muestras de no mirar con displicencia este alboroto y de estar inclinados a él, corría mucho peligro toda la provincia. Con cuyo temor, y viendo cuán de veras iba el asunto, se determinó el virrey a enviar 150 armas, además de las que tenía remitidas, y dos destacamentos de a 50 hombres, uno de caballería y otro de infantería, para que, con la gente del país, ayudasen a contenerlos, lo cual fue también determinado por otro "acuerdo extraordinario" que se había tenido el día 23 del mismo mes de julio, antes que el corregidor de Tarma participase la última noticia de estar ya tan inmediatos los indios. Este socorro, aunque no era correspondiente a las fuerzas que ya tenían los sublevados, no fue completo, porque los destacamentos se redujeron entrambos a 60 hombres, los 30 de caballería y los otros 30 de infantería; las providencias que llevaron sólo fueron cinco pabellones o tiendas de campaña cada uno de los destacamentos, y 180 balas y 180 cartuchos de pólvora entre los dos, a razón de tres tiros cada hombre, de cuyos libramientos fui yo testigo ocular por el respectivo al que contenía las 180 balas, y por el mismo sargento mayor de la infantería, a quien se le libraron entrambos, supe ser de la misma cuantía el de los cartuchos de pólvora. 9. Ya queda expresada que casi todas las armas que manejan las milicias de La Concepción se reducen a lanzas, para las cuales hay dentro del pequeño fuerte que tiene aquella ciudad una armería muy bien dispuesta. Pero no se encuentran en ella si no es tal o cual arma de fuego, y aunque aquéllas son suficientes para los reencuentros que se ofrecen contra los indios, porque éstos no usan tampoco otras si no es lanzas y flechas, no son bastantes para hacer oposición a las naciones que acostumbran las de fuego, cuya ventaja es considerable a las de aquel país, por lo cual se debe considerar que se disminuyen sensiblemente las fuerzas que pudiera tener La Concepción para los casos en que padezca alguna invasión por las naciones de Europa, por no tener armas correspondientes, ofensivas y defensivas. 10. A proporción de lo que experimentan aquellos reinos por lo respectivo a armas, es en todo lo demás perteneciente a municiones de guerra, porque todo falta. Cuando despachó Quito la tropa que había de socorrer a Guayaquil, ni se hallaban balas, ni prevención de baleros para hacerlas. Y no sé qué providencia se hubiera dado si, entre las muchas que llevaron consigo a aquellos reinos los franceses de la Academia de París, no hubiera sido una dos baleros con moldes de distintos calibres, que fue el único recurso que tuvo entonces el presidente de Quito; y el artífice de instrumentos matemáticos que la misma compañía francesa había llevado Msr. Hugot, fue forzoso se empleara en fundir las que fueron necesarias. A vista de esto ya no se hará extraño que hubiese andado el virrey tan ceñido en los libramientos dados a la tropa para socorrer a Tarma y Jauja. 11. Lo mismo que pasaba en Quito con las balas de fusil, sucedía en Lima con las de artillería, las cuales fue forzoso que se hicieran de bronce, con el crecido costo que se deja considerar, porque aunque se intentó fabricarlas de hierro refundiendo para ello algunos cañones viejos, no se logró el fin mediante que las que se hacían sacaban tan poca resistencia que se desbarataban con el golpe del martillo, sin aplicar demasiada fuerza; y aunque el coste de las de bronce es muy crecido, sería soportable para la necesidad si, con el motivo de ser un metal propio para muchas obras, no hubiera un fraude considerable en ellas, por las muchas que se roban aún después de almacenadas y entregadas con la mayor formalidad y exactitud. 12. Las compañías de granaderos, y con particularidad los armamentos que se disponen para los navíos, no pueden usar de otras granadas que las de vidrio, por falta de las de hierro. Y a este respecto se arbitra allí en otras cosas de que se carece, supliéndose como se puede, porque no yendo de España, no lo hay en el país, y es lo principal el que falta la materia, pues todas las cosas que piden ser de hierro fundido no se pueden hacer si no es en donde se trabajan minas de él. Allí se pudiera dar cultivo a las que hay de este metal, aunque no fuera con otra mira que la de proveer de balas todas aquellas plazas, hacer artillería para guarnecer los puertos y parajes que necesitan algún género de fortificación para su defensa, y bombas para aquellos donde las armadas marítimas pueden llegar a batir las fortificaciones, de cuya providencia carecen todas, porque en ninguna de ellas hay morteros, ni se conoce su uso. 13. Lo único de que aquel reino está abastecido con mayor providencia es de pólvora, porque hay fábrica de ella en la jurisdicción de Quito y en Lima. La de Quito está en el asiento de Latacunga, y se puede hacer en cantidad como se quisiere, pero al presente es poca la que se fabrica, siendo la causa el que no se suministra de allí a otra parte más que a Guayaquil. Pero pudiera acrecentarse y proveerse de ella a Panamá, mediante que, por el nuevo camino de Esmeraldas, será fácil y pronta su conducción. 14. La fábrica de Lima, que es mucho más considerable, pertenece en propiedad a un particular de aquella ciudad, y de éste se toma la necesaria para el servicio del rey. De allí se proveen El Callao, Panamá, Valparaíso, La Concepción y Valdivia, en cuyos parajes suele llegar a escasear tanto, en ocasiones, que, habiendo llegado yo a La Concepción con el navío que mandaba, haciendo el corso en aquellas costas, a principios de mayo del año de 1743, para dejar en la plaza un destacamento de tropa del regimiento de Portugal destinado a guarnecerla, me representó el gobernador de ella la escasez que padecía, que era tanta que aún le faltaba para corresponder a ningún saludo, y en consecuencia de ello le socorrí con 16 quintales, que eran los que podía suministrarle; los ocho de ellos de los que se habían embarcado para dejarlos en Valdivia y no llegó el caso de que se cumpliera, y los otros ocho de la pólvora de mi navío. 15. Los parajes húmedos y cálidos, como Guayaquil y Panamá, deben ser socorridos frecuentemente de esta munición, porque la cualidad del temperamento la echa a perder en poco tiempo, no obstante las precauciones que se tienen para reservarla de la humedad. 16. Por todo lo que queda dicho, se vendrá en conocimiento de la general falta de armas y municiones de guerra que hay en todos aquellos reinos, y que para proveerse de las necesarias no tienen más recurso que el de España. Por lo cual sería conveniente (a nuestro parecer) que por una vez se les suministrasen las precisas a costa de la Real Hacienda, y que se diesen tales disposiciones que, mediante ellas, se mantuviesen existentes siempre y en buen estado de servicio, porque sin esta circunstancia no se conseguiría el fin de encontrarlas en la ocasión de haberlas menester, por el sumo descuido con que miran estas cosas los gobernadores, corregidores, oficiales reales y otros ministros que debieran celar en ello. Y para que, según los parajes y capacidad de los que las necesitan, se pueda hacer la asignación y dar las órdenes más conducentes a su subsistencia, hemos juzgado al propósito el manifestar nuestro sentir, arreglado al conocimiento que tenemos de aquellas partes y al celo con que desearíamos que estuviesen en un estado tal que no tuviesen que temer aquellas costas de las empresas que maquina contra ellas la ambición y la malicia de los enemigos de Su Majestad, que ya que no basta su poder a apropiarse alguna parte de aquellos dilatados países, logra hacer considerables robos en sus poblaciones y destruirlas siempre que las diferencias de los monarcas les ofrecen la oportunidad para ello. 17. Las ciudades y poblaciones grandes que están en las serranías, no necesitan tanta providencia de armas como las que están vecinas a la marina, que es donde ejecutan sus hostilidades los piratas y corsarios. No obstante, siempre convendría que hubiese en ellas algún número determinado de armas, existentes tanto para socorrer a las poblaciones de la costa cuando lo necesitasen, cuanto para contener a los infieles que están en sus cercanías, y aun para hacer entrada en aquellas tierras que ocupan, cuando y como conviene, a fin de sujetarlos, reducirlos y poder auxiliar a los misioneros. Quito necesita tener esta providencia más que otra ciudad de las serranas porque toda la parte del Oriente confinante a aquella provincia es habitada de indios gentiles, y en la del Occidente tiene los dos puertos considerables de Atacames y Guayaquil, que debe socorrer en caso de invasión, porque en toda ella no hay más defensa que la de mantener bien guardadas estas dos puertas; tan esencial es uno y otro puerto, cuanto que perdido el primero peligra la ciudad y aun la provincia entera, y perdido el segundo, no sólo hay el mismo peligro, sino que también se pierde un astillero tan admirable como aquél, y unas montañas tan ricas de maderas como las que tiene en su jurisdicción. Por esto convendría que se le asignasen a Quito las armas correspondientes para poner en campaña 1.000 hombres, los 500 de infantería y otros 500 de caballería, número suficiente para toda aquella provincia. Pero fuera de éstas, se le deberían asignar a Guayaquil en particular las correspondientes para poder armar 500 hombres de sus patricios, los 300 de infantería y los 200 de caballería. 18. Atacarnes tendría bastante por ahora con las armas necesarias para 200 hombres: 100 de cada especie. 19. Piura necesita 400 por mitad; las 300 se deberían guardar en la ciudad capita, y los 100, por mitad, mantenerse siempre en Paita. 20. Lambayeque otras tantas, también por mitad. 21. Trujillo sería conveniente que tuviese otras 400 en la misma conformidad. 22. Guarmey tendría suficiente con 200 armas para 200 hombres, y otras tantas Chancay, y lo mismo cada uno de los siguientes lugares. Mas para que se vea lo que todos suman, volveremos a referir los antecedentes y se irán poniendo por su orden. Armas para Armas para infantería caballería Quito 500 500 Guayaquil 300 200 Atacames 100 100 Piura 200 200 Lambayeque 200 200 Trujillo 200 200 Guarmey 100 100 Chancay 100 100 Pisco 100 100 Nasca 100 100 Ilo 50 150 Arica 100 50 Coquimbo 200 200 Valparaíso 400 200 La Concepción 300 300 Valdivia 600 300 Chiloé 300 000 3.850 3.000 23. Todo suma 3.850 armazones de fusiles y bayonetas para otros tantos infantes, y 3.000 carabinas, pares de pistolas y espadas para la caballería. Con esta providencia estarían todos los puertos guardados y en un estado admirable para resistir a cualquier enemigo que los quisiese invadir, y la gente que acudiera a su socorro, hallaría las necesarias cuando no las llevase, o dejaría las lanzas para tomar otras más aventajadas. 24. No hemos incluido aquí El Callao ni Lima, porque éstos necesitan mucho mayor número, mediante que aquella ciudad está obligada a socorrer con ellas a otras que las necesitan y que la plaza del Callao, además de las propias para su guarnición, es preciso que tenga las correspondientes para los armamentos marítimos. Esta y las de Panamá, Guayaquil, Valparaíso, La Concepción y Valdivia, necesitan balas de hierro, cuyo número ni se puede determinar, ni ser excesivo el que se envíe, aunque sea algo crecido, pues no teniendo otra parte de donde poderlas recibir que de estos reinos de España, conviene siempre el que estén bien proveídos de ellas. 25. El modo de conservar y guardar estas armas es teniendo armerías en todos los parajes donde las deba haber, a imitación de las que hay en Panamá, Guayaquil, Lima, El Callao, Valparaíso, La Concepción y Valdivia, con una persona destinada para limpiarlas y cuidarlas, como también lo tienen todos los lugares donde hay armerías. 26. Las que hubiesen de estar en países cálidos y húmedos, como Guayaquil y Atacames, se deberían tener pavonadas, y para que no se enmoheciesen, todas en fundas de bayeta forradas por de dentro, a fin de que se conservasen mejor. 27. El modo de que siempre existiesen y de que estuviesen en buen ser, sería el de que se hiciese cargo de ellas a los gobernadores y corregidores, a quienes se les habían de entregar con asistencia de los oficiales de la Real Hacienda y del ayuntamiento de cada parte, con inventario muy por menor de sus especies, calidades y marcas, con toda claridad y distinción, para que por el mismo inventario las volviesen a entregar cuando concluyesen su gobierno. Y se debería ordenar que, aun antes de dar la residencia cada sujeto de éstos, desde el punto que cesase en el empleo, hiciese la entrega de ellas para que se pasasen al que entraba en su lugar; que si le faltase alguna o estuviese en mal estado, había de ser de su cargo el poner otra del mismo tamaño, especie y calidad, pero que hasta que lo tuviese cumplido no pudiese dar la residencia, ni salir de la ciudad, y que se le embargasen todos sus bienes. Pero que luego que lo cumpliese se le diese libertad, sin que se pudiese por este motivo descontarle de su hacienda cosa alguna, ni con título de diligencia, ni con algún otro colorido, y que pudiese dar la residencia de su gobierno. 28. Todo este rigor, que parece grande, se necesita para que pusiesen cuidado los gobernadores y corregidores en un asunto tan importante, y para que dedicasen a ello su atención por algunos ratos, retirándola de los demás fines en que la tienen embebida, fines únicamente de beneficio propio, como se dirá en su lugar. Y aunque parece agravio contra estos jueces el hacerles pagar las que se dañasen, pudiéndolo ocasionar el tiempo y no la omisión, no lo es, mediante que para un corregidor que en el término de cinco años hace un caudal de 50.000 pesos, poniendo su utilidad en una cosa moderada, ¿de qué pérdida puede serle el desembolso de 100 pesos, que será lo que le costarán cinco fusiles, costeados y puestos allá? No se les debe consentir, por ningún modo, el que se indulten en dar un tanto por las armas que les faltaren al tiempo de su entrega, aunque sea en una suma mucho mayor que la que pueden valer, y antes se ha de prohibir esto con graves penas, pues no siendo así, nunca podrán existir las armerías completas, porque hecho el ejemplar una vez, todos descuidarán, y con el seguro de que por tanta cantidad se libertan, sucederá lo mismo que está pasando con las residencias, y en pocos años no habrá rastro de tales armas, ni señal de haberlas habido. Y aunque entreguen el dinero que se quisiese asignarles como equivalente, se expenderá en otros fines, y no en el legítimo a que pertenece, por no haber recurso inmediato para hacerlo, lo que no sucederá sabiendo los gobernadores y corregidores que se hallan con este cargo, y tendrán cuidado, cuando van de España, de llevar consigo algunas armas de todas especies a fin de reemplazar las que les falten cuando concluyan su tiempo, y aquellos a quienes les sobraren las venderán a otro que no tenga bastantes con las que llevó, o a su mismo sucesor si es sujeto de aquellos países o que no ha ido recientemente de España. Y de este modo, sin ley que les obligue a ello, se hará costumbre el llevarlas, como se practica con la Recopilación de Indias y otros libros que les está mandado tener cuando se reciban en sus oficios. 29. Ahora resta proponer el modo con que se podrá saber si las armerías existen siempre en un mismo ser, y esto se conseguirá disponiendo que los presidentes de las provincias hagan visitas en todos los parajes donde hubiere armerías una vez cada ocho años, la que habrán de practicar antes de recibirse en sus empleos, para que vayan hechos capaces del estado en que están las que pertenezcan a cada uno, y puedan empezar su gobierno con las disposiciones conducentes al reemplazo de lo que hubieren echado de menos. Con este régimen, el presidente de Quito visitará a Atacames y Guayaquil sin que se les siga atraso, ni perjuicio en ello, porque haciendo regularmente su viaje, cuando van de España, por Panamá, no es extravío el que toquen en Atacames, y pasen después a Guayaquil, como que está en la derrota de su camino. 30. Los presidentes de Chile visitan regularmente a La Concepción, puesto que deben residir allí los seis meses del año, y los otros seis en Santiago, de donde bajan frecuentemente a Valparaíso. Y así sólo se les aumentará la penalidad de visitar a Chiloé y a Valdivia. 31. Al general de las armas del Perú, que es gobernador del Callao, pertenecerán las visitas de todas las armerías restantes, desde Piura y Paita hasta donde empieza la jurisdicción de los reinos de Chile. Por lo tocante a las que están desde Piura hasta Lima, con precisión ha de pasar por ellas al tiempo de conducirse a aquella ciudad cuando va a tomar la posesión de su empleo, con que sin emprender expresamente viaje con este fin, lo puede hacer; y lo mismo los virreyes, pues también han de pasar por ellas. Y por lo respectivo a las demás que están desde Lima hacia el Sur, es cosa que en el término de cuatro meses lo pueda concluir, cuyo tiempo no le haría falta para atender a otros negocios de su cargo, porque en el que durase su ausencia, si era antes de recibirse, debía continuarlos el que acababa, o el que estuviese de interino ocupando aquel empleo, y si fuese después de haberse recibido en él, se podría disponer que quedase en su lugar el teniente general de la caballería por lo que tocase al gobierno de las armas, y el maestre de campo del Callao por lo correspondiente al de esta plaza. 32. Tenemos dicho antes que la entrega de las armerías por los corregidores que acaban, y el recibo en los que entran, se había de hacer con la autoridad de los oficiales reales e intervención de los ayuntamientos, para que, como interesados éstos, no consintiesen en que por aquéllos se disimulase nada. Y para que con más rigor celasen este asunto, convendría ordenar que los ayuntamientos fuesen responsables de las faltas que hubiese y encontrasen los presidentes y gobernadores en sus visitas, conociéndose que provenían de no haberse hecho las entregas de las armerías con la formalidad y rectitud necesaria, en cuyo caso se les debería privar de los oficios de regidores y poner tenientes en sus lugares, ínterin que completaban las armas; pero no se les había de gravar en cosa alguna contra sus bienes, haciendas, ni caudales, ni sacar indultos con título de diligencias. Los alcaldes ordinarios deberían concluir su año como tales y si fuesen regidores, quedar igualmente privados de los oficios hasta que se habilitasen por medio del reemplazo de las armas que se hubiesen echado de menos, o estuviesen en mal estado. 33. A cada una de estas armerías sería conveniente destinarle dos o tres baleros con moldes, para que se fundiesen de todos tamaños las balas que fuesen necesarias, y una porción de piedras de chispa propias para cada especie de armas, porque allá no las hay, y suele haber ocasiones en que la piedra para una escopeta de caza vale cuatro reales de aquellas moneda; a este precio, y después a dos, vendieron los criados de los franceses que fueron en nuestra compañía porciones que llevaban para el uso de sus armas y diversión de la caza; en Lima las vimos valer a real y medio, y a dos, moneda de aquel país. Con que, por tanta estimación como allí tienen, y lo muy raras que son, se debería observar con ellas el mismo régimen que con las armas, cuidando de que no las abstrajesen y pusiesen en su lugar otras piedras inútiles, y de que no las partiesen para hacer dos de una, como tal vez podría suceder. Pero observándose todo con la precisión y puntualidad que llevamos manifestada, estamos persuadidos a que nunca descahecerían las armerías, y que siempre estarían aquellos reinos en buen estado para defenderse. 34. En esta providencia se ofrece el reparo de que, habiendo armas en aquellas ciudades y puertos, será de temer en ellos que con cualquiera motivo de inquietud en sus vecindarios, podrán éstos apoderarse de ellas y sublevarse. Pero a esto se satisface con que, si dependiese únicamente de las armas tales resoluciones, no dejarían de experimentarse en el Perú, aun no habiéndolas de fuego, mediante que no hay país en ninguna parte del mundo donde la gente haga más uso de las armas que en aquéllos, porque no se verá hombre que deje de llevar siempre consigo un puñal, o a quien le falta espada larga, que son las bastantes para poner en práctica una depravada resolución cuando, pervertido, el ánimo quiere romper los vínculos de la obediencia. Estas armas, que por sí son provocativas y no tienen al presente otras superiores que las contengan, no han llegado a inducir los genios de aquellas gentes a sublevarse, con que parece no hay razón que persuada a que sucederá cuando se provean de otras aquellas ciudades, mayormente debiendo ser los jueces y los leales más dueños de las armerías que los inquietos y desobedientes, y si éstos llegasen a querer apoderarse de ellas, no hemos de suponer a los otros tan faltos de resolución que dejen de precaverse con tiempo para sujetarlos cuando los antecedentes den motivos de sospecha. 35. Si este reparo fuera de consideración, no se podrán tener armerías en ningunas ciudades ni puertos, porque en todos militan las mismas circunstancias cuando no son plazas de armas. Es así que no se hace obstáculo para que las haya aún en las de reinos donde los genios de sus habitantes son más belicosos, inquietos y altivos que los de aquellas gentes, con que no debe ser de consecuencia para aquellos países, además de que, aun cuando este riesgo fuese cierto (lo que no sucede) se debería reflexionar cuál de los dos convendría precaver: si el de los enemigos, por dejarlos indefensos, que es evidente, o el de las inquietudes de los propios vasallos, que es remoto y tan poco regular como que no ha llegado el caso de que se experimente. Parece en toda razón que no cabe duda en la decisión, y que sería contra todo lo natural el exponer los reinos al peligro de que sean conquistados o destruidos por los enemigos, con el fin de evitar toda ocasión de que los propios vasallos se alboroten, lo cual, aunque efectivamente sucediese, podría remediarse siempre, ya volviendo ellos mismos a dar la obediencia, o ya sujetándolos con la gente que se podría evitar de otra provincia, de otra ciudad o de otro pueblo. Pero lo más concluyente de este asunto, y que se debe advertir, es que, aunque en los primeros años después que se conquistaron aquellos reinos, y aún en estos últimos, ha habido alborotos e inquietudes, nunca han pasado de particulares querellas, pretendiendo tomar venganza cada uno del partido contrario, pero sin pensar en faltar a la obediencia del príncipe, ni en usurparle la sumisión que es correspondiente a su soberanía. 36. Las armas no son directamente el origen de los disturbios, ni contribuyen, guardadas con economía y buen uso, a la desobediencia, porque aquéllos proceden de la inclinación de los hombres, y un país en donde con generalidad se carece de ellas, no está menos expuesto que otro, en donde las hay, a padecer inquietudes, porque las fuerzas naturales de sus gentes son siempre excesivas a fuerzas semejantes en los que deben sujetarlos, como también a las fuerzas acrecentadas por la invención de los hombres. Entre súbditos y superiores, son siempre superiores las de aquéllos que las de éstos, de modo que si se priva de armas a unos reinos, como el Perú, por el temor de que se subleven, debería privárseles también de aquellas fuerzas que les proveyó la naturaleza, o que ya tienen por la industria, porque tanto harán con éstas cuando falten otras superiores que los contengan, como con aquéllas. Y así, por ninguna parte que bien se reflexione sobre este particular, se hallará razón para dejar indefenso un reino a los insultos de los enemigos extraños, por precaver el riesgo, que no hay motivo de temer, en los patricios y demás vasallos, los que nunca han dado más pruebas que las de una firme lealtad, que es lo que hasta aquí se ha experimentado en aquellas gentes, bien que esto sea provenido de la mucha libertad y poca sujeción a pensiones con que viven.
contexto
SESION SEPTIMA Continúase el trato que se les da a los indios en el Perú, y la injusticia en haberlos despojado de la mayor parte de las tierras que les pertenecían; del perjuicio que en esto se va adelantando cada vez más, y del poco abrigo que hallan en los protectores fiscales para que los defiendan y procuren les sean guardados sus fueros y derechos con aquel fervor que era necesario. Los hospitales para indios. 1. Como son tantos los recursos que la malicia previene para adelantar y acrecentar las hostilidades a los indios, suministran éstas asuntos por todas partes para dilatar la relación de lo mucho que padecen. Lo que se ha dicho en las tres sesiones antecedentes pudiera ser bastante para que se comprendiese la tiranía a que está sujeta aquella miserable gente, pero no quedaría perfecta si se omitiese lo que debe contener esta sesión, cuyo asunto no es menos importante que aquél, pues si allí se trata de lo mucho que todos se utilizan a costa de lo que agencian los indios, aquí debemos tratar del poder que tiene la codicia para desposeerlos aun de los medios de adquirir lo necesario para su sustento, y de lo preciso para la legítima contribución de los tributos a Su Majestad, única pensión que, según la piadosa mente de los reyes de España, católicos en todo, deberían tener, y tan moderada o regular que en ningún modo les serviría de carga, si estuviesen a sola ella reducidos. Este es el sentir de los mismos indios, de quienes lo hemos oído en distintas ocasiones, ya a algunos caciques, ya a otros de aquellos que nos asistían en los lugares desiertos que nos servían de habitación; con cuyo motivo, y el de aposentarnos unas veces en sus mismas casas o chozas, otras en las haciendas de todas especies, y en los pueblos, tuvimos bastante ocasión para ser testigos de sus clamores, y sabidores de las extorsiones e injusticias con que son molestados, asuntos éstos que han especulizado muy superficialmente, o nada, aun los mismos ministros que van a aquellas partes; unos, porque no se les proporciona tanta coyuntura para ello, y otros, porque no ponen cuidado más que en aquello que les tiene cuenta, y en lo que pueden adelantar su fortuna. Pero como en nosotros no militaba la misma circunstancia, porque nuestro conato no aspiraba a hacer mayor caudal que el de las noticias, ni a procurar en él otros adelantamientos que los de su seguridad y certidumbre, podemos decir, con toda confianza, que logramos el fin y satisfacción del deseo tan completamente como lo apetecíamos; nuestro pequeño y reducido tren no les infundía encogimiento a los indios para que, a nuestra vista, se acortasen; la familiaridad y el agrado con que los tratábamos, mirándolos como hombres y personas de nuestra misma especie, desahogaban y hacían cobrar aliento a la pusilanimidad de sus corazones para hacernos relación de sus sentimientos; la cabida que trabamos con ellos (y lo mismo los franceses) les infundía confianza para hacernos partícipes de sus quejas; la puntualidad de la paga a los que nos asistían, les daba motivo a que refiriesen la mala con que les correspondían los demás a quienes servían, y, últimamente, la condición de transitar por espacio de más de nueve años de unas provincias a otras, nos dio sobrada ocasión para confirmarlo todo, y aun para ver más de lo que ellos nos decían. 2. Una de las cosas que más mueven a compasión por aquellas gentes, es verlas ya despojadas totalmente de sus mismas tierras, pues, aunque a los principios de la conquista y establecimiento de los pueblos se les asignaron a éstos algunas porciones con el fin de que se repartiesen entre los caciques e indios de su pertenencia, ha ido cercenando tanta parte la codicia que, ya al presente, son muy reducidos los ámbitos que les han quedado, y la mayor parte de ellos están sin ningunas tierras, unos, porque abusando de poder absoluto se las han quitado; otros, porque los dueños de las haciendas vecinas los han precisado a que se las vendan, y otros, porque con engaños de aquéllos, los han persuadido a que se despojen de ellas. 3. El primer cacique que conocimos en la provincia de Quito fue el del pueblo de Mulahaló, perteneciente al corregimiento de Lacatunga; llamábase éste don Manuel Sanipatin, hombre muy razonable, y tan amante de su rey que no podía disimular su mucha lealtad. En una de las ocasiones que se ofreció transitar por su pueblo y nos hospedamos en su casa, pobre a la verdad de alhajas pero llena de voluntad y de agrado, entre otras cosas de que se quejaba fue una: que teniendo dos pedazos de tierra que le pertenecían, y donde hacía sus siembras, un español dueño de hacienda, su vecino, deseando extender la suya con la agregación de la ajena, hizo postura en Quito, ante la Audiencia, del un pedazo; y aunque el cacique acudió inmediatamente a la defensa correspondiente, no pudo conseguir nada y, de un día al otro, le despojaron de su tierra, sin que le sirviesen súplicas, instancias, ni representaciones, ni hubiesen sido útiles las que interpuso ante el protector fiscal para que pusiese la eficacia necesaria en la defensa. Por este mismo tenor se venden, todos los días, tierras de los indios, luego que hay quien las solicite con empeño; este desorden proviene de que, como los indios no tienen más títulos de ellas que la antigua posesión, porque, aunque los hubiera, no son capaces de acertar a citar el oficio o archivo en donde estén, se dan por desiertas, y como tales se venden, coloreándose con este disfraz la injusticia. De esta suerte se han ido agrandando la mayor parte de las haciendas que ahora poseen los españoles seglares y comunidades, y aminorando las chácaras de los indios, a cuya proporción es forzoso disminuya también el número de ellos. 4. En la hacienda de Guachala, de donde se citó en la sesión antecedente el caso sucedido al padre José de Eslava, fuimos testigos de otro caso tocante al despojo de las tierras que suelen padecer allí los indios. Porque, habiendo llegado a ella a hacer noche en ocasión en que su dueño estaba allí, envió éste (luego que entramos) a llamar un indio que tenía tierras en su vecindad, y fingiéndole una ridícula fábula sobre el motivo de nuestra llegada, consiguió de él que, por una cosa muy corta, le dejase las tierras, entrando él a su posesión desde aquel día. Concluido con el indio el negociado, nos lo dio a entender el mismo dueño de la hacienda, de quien supimos cómo había mucho tiempo que solicitaba que el indio se las vendiese, el cual no convenía en ello, y no teniendo juego en la Audiencia para intentar el medio de que se las adjudicasen como usurpadas y realengas, echaba ideas sobre el modo de lograrlo, hasta que pudo su malicia conseguirlo, dándole a entender al indio que los franceses y nosotros íbamos, de orden del rey, a reconocer todas las tierras que tenían usurpadas los indios a los españoles, para despojarlos de ellas y volverlas a sus dueños; que las que él estaba gozando no le pertenecían, porque hallándose tan inmediatas de su hacienda, era usurpación de ella, y que así tratase de dejárselas buenamente, y le daría de caridad alguna cosa por cuenta de su valor, pero que si no condescendía en ello, pues ya estábamos en la hacienda y era éste el fin con que habíamos llegado, nos daría la queja, y entonces, por vía de justicia, se le quitarían y sería castigado como usurpador de lo ajeno. El indio, cuya simplicidad (regular en toda aquella gente) no alcanzaba a conocer la depravada intención del que le engañaba, creyendo ser cierta toda la artificiosa fábula, no se detuvo en cedérselas, y desde allí pasó derecho a mudar su pobre choza y dejárselas desembarazadas, pues, para evitar que no tuviese lugar de arrepentirse viniendo en conocimiento del enredo, le compró también las simientes que tenía sembradas. 5. Otros se valen de medios más inicuos que el antecedente, haciendo que los mayordomos de sus haciendas los persigan, incitándolos a provocación para tener motivos de ajarlos. Y de este modo consiguen, que, aburridos, les vendan las tierras, por hacérseles insoportables la vecindad de los españoles ricos y poderosos. 6. Dos beneficios grandes consiguen los dueños de las haciendas despojando a los indios de sus tierras: el uno es el agrandar las suyas, como queda dicho, y el otro, el que aquellos indios se vean precisados a hacer mita voluntaria, porque no hallando otra cosa equivalente en qué emplear aquel dinero y teniendo contra sí la ambición de los corregidores y curas, apenas se lo sienten cuando, buscando medios de conseguir su intento, hacen que pase a sus manos, sin que el indio saque ningún aprovechamiento; éste, que se halla sin tierras ni modo de mantenerse, no puede pagar el tributo cuando se le cumple el plazo, y se ve precisado, huyendo de un obraje, a venderse en una hacienda para que su amo lo satisfaga por él. Pero también resulta de esto su disminución, porque, empezando a entrar en él y en su familia la miseria, mueren y se consumen. 7. Son los indios de una cortedad y encogimiento tal que, faltándoles explicación y actividad para hacer valer sus derechos cuando llega la ocasión de necesitarlo, cerrados en las palabras mano o ari, no o sí, les falta resistencia, o formalidad, para hacer oposición en los litigios contra la malicia de los que pretenden usurparles lo que les pertenece; y por esto, despreciando los jueces sus defensas, creyendo que son enredos y mentiras de indios, los despiden, reprendiéndoles tal vez con severidad, de que resulta ser muy rara la ocasión en que la justicia se declare a su favor. Regularmente es la parte contraria algún sujeto de los más lucidos de la población, y tiene de su parte no sólo la voluntad de los jueces, sino también la amistad del protector, con que, a poca diligencia, tienen lo suficiente para conseguir lo que desean. Por esto deberían atender los ministros en las defensas que hacen los indios cuando se les quiere despojar de las tierras, o de otra cosa que les pertenezca, no a la fuerza de sus expresiones, ni a la solidez de las pruebas, porque una gente del todo rústica y poseída de ignorancia y simplicidad no puede darlas con la formalidad que sería necesario en rigor de juicio, sino a la cortedad de sus talentos, a la posesión de la alhaja, y al bien común de unas personas tan miserables y abatidas, y a procurar los medios de que no se disminuya la nación, sino, antes bien, se aumente por ser ella la que mantiene las Indias con su sudor y trabajo en las campañas; la que saca las riquezas, con el afán de sus tareas, de las minas, y la que sirve de instrumento para el comercio de géneros del país, con que se trafica en todos aquellos reinos, fabricando los que sirven al vestuario de toda la gente pobre, y, finalmente, ser los indios los que, sin fraude, contribuyen al erario todo el fondo con que se mantienen los ministros y jueces para el gobierno de aquellos reinos, con que se mantienen las guarniciones de las plazas para su defensa, y los que concurren por todos modos a las urgencias que se ofrecen en ellos. De tal suerte que, bien considerado, si faltasen, se habrían de reducir los habitantes españoles y mestizos a otro modo de vida muy distinto del que tienen ahora, o no sería posible que se mantuviesen aquellos países tan dilatados, ricos y abundantes. 8. La naturaleza, el genio y los cortos alcances en que al presente están los entendimientos de los indios, se hacen acreedores a que se reputen en todo tiempo por menores, mediante que si hoy se desposeen de una alhaja por atender a la presente urgencia, es no alcanzando a reflexionar la falta que les hará mañana. Esto asentado y a que así lo previenen las mismas leyes de Indias, aunque ellos quisieran vender las cortas tierras que les pertenecen voluntariamente, no se les debería permitir, para que, conservándolas siempre, nunca les faltase con qué mantenerse, y con ellas les fuese más llevadero el desagüe de lo que les estafan los corregidores, y de lo que les hacen contribuir los curas, y estuvieran en más proporción de poder satisfacer los tributos. Por esto sería acertado que hubiese una ley rigurosa prohibiendo que ningún indio pudiese vender las tierras que les perteneciesen, con pena de que el que se las comprase, las perdiese luego que fuese delatada la venta por otro indio, y éste las pudiese adquirir para sí. Asimismo, que las tierras realengas, en dos o tres leguas alrededor de las poblaciones, se adjudicasen a los indios, y que ningún español ni mestizo no sólo no las pudiese comprar mas tampoco sembrar, o pastear ganados en ellas, aunque estuviesen desiertas, porque se valen de este pretexto, aun estando regadas en ellas las simientes, para adjudicárselas y quitárselas a los indios, atrevidos de verlos tan despreciados y abatidos. 9. Y puesto que la mayor parte de las haciendas, y algunas todas enteras, se han formado con las tierras que se les han quitado a los indios, a unos con violencia, a otros con el incierto supuesto de ser libres, y a otros con engaño, convendría, para que aquella nación respirase de la estrechez en que vive y reparase en parte su infelicidad, si no el mandar que se les volviesen todas las que les pertenecían desde un cierto tiempo a esta parte, a lo menos que se les restituyesen la mitad de las que se les han quitado después de 20 años. Lo cual se pudiera hacer, según nos parece, sin escrúpulo de conciencia, mediante lo que se ha dicho, porque el que compra una alhaja a menor, sin la debida solemnidad, el que la compra con engaño, y el que la usurpa, están condenados en la pena de la restitución y en la pérdida de lo que dieron por ella; y así se les haría equidad, aun en dejarles la mitad. Este es, a nuestro parecer, el único medio por donde se pudiera atajar la disminución de los indios: dándoles con que se mantengan; de lo cual resultaría adelantamiento en los tributos, porque mientras más indios haya, mayor será su monto, si al mismo tiempo se consigue que haya mejor conciencia y menos fraude en los corregidores. 10. Es sin duda que, si esto se plantificara, sería de temer alguna alteración en los que hoy están gozando las tierras de los indios, mayormente habiendo entrado ya la mayor parte de ellas en las comunidades, sobre lo cual se tratará en particular. Pero, a lo menos, se podría disponer que el mal no se aumentase, ordenando que ni los indios pudiesen vender las cortas tierras que poseen, ni las Audiencias disponer de ningunas con el título o motivo de ser libres, sino que las repartiese entre los indios de aquella jurisdicción a donde correspondiesen, con el régimen y método de no adjudicar a los de un pueblo las que perteneciesen a otros. Y con este arbitrio se conten-dría el menoscabo de aquella gente, ínterin que se proporcionase coyuntura para poderles restituir parte de las muchas que hoy se les tienen usurpadas. 11. La mayor dificultad que se nos ofrece, en este particular, es que se observasen estas órdenes con la puntualidad que se necesita, y que no se olvidasen, como regularmente sucede, después que ha pasado algún tiempo. Este es un asunto bien arduo en aquellos países, pues, si no estuvieran sujetas a tanta omisión las que previenen las Leyes de Indias a favor de sus naturales, son éstas tan aventajadas que con sólo el que se guardaran lisa y llanamente, no podría quedarles qué apetecer a los indios. Así lo conocen ellos en medio de su rusticidad, pues varias veces les tenemos oído repetir que tanto cuanto lo estiman las majestades de los reyes, mirándolos con paternal amor, los aborrecen los españoles, tratándolos con la mayor tiranía, como si fuesen los enemigos más acérrimos. Y no dejan de alcanzar, aun con la cortedad de sus talentos, que la recta justicia del monarca castigaría severamente a los que los hostilizan tanto, si tuvieran ellos la dicha de que llegase a su real inteligencia la noticia de lo mucho que sufren y el modo con que lo padecen; pero también conocen que es para ellos tan remoto este recurso, cuanto es menos capaz de la explicación la cortedad de sus alcances, y de poder rebatir la astucia de los siniestros informes que continuamente se hacen allá, proporcionados solamente a reducirlos cada vez a peor estado y a mayor infortunio. 12. No sería el mayor perjuicio respecto de los dueños de las haciendas, tanto seglares como eclesiásticos, la restitución a los indios de la mitad de las tierras que, desde 20 años a esta parte, les tienen usurpadas, mediante que hay particular con cuatro o cinco, y aun hasta ocho y nueve haciendas distintas, y hacienda en la provincia de Quito que coge 40 leguas de circuito, con que el que de cada una se restituyera un pedazo de tierra, proporcionado a su capacidad, de una legua o aunque fuera de dos, parece que no sería disminuirles las posesiones considerablemente; pero como las tierras que pertenecen o pertenecieron a los indios son las más cercanas a los pueblos y gozan mejor temperamento para la labor que las más distantes o que se extienden sobre los páramos, por esta razón son más apetecidas, y sentirían el largarlas. Las que se componen de páramos sirven, por lo regular, para mantener las vacadas y los rebaños, aunque absolutamente no les falten sitios adecuados para la labor, como son las cañadas y lugares bajos; como van a la mayor conveniencia, lo es para sus dueños no hacerla en aquellos parajes, y sí sembrar en los que están más a la mano para recoger las simientes y para conducirlas a las poblaciones. Aquellos sitios de los páramos nunca les son útiles a los indios, porque no tienen crías de ganados tan cuantiosas que necesiten páramos para mantenerlas, ni los espacios adecuados para siembra que hay en ellos, tampoco, porque los indios hacen su habitación o en la misma tierra que les pertenece, o en los pueblos cuando están cercanos a ellas, para poderlas guardar, con que si estuviesen retiradas, les sería forzoso irse a vivir allá, lo cual no convendría, porque alejándose de los pueblos, sería pensión para ellos el tener que caminar ocho o diez leguas los domingos y días de fiesta para ir con toda su familla a oír misa y asistir a las demás obligaciones de cristianos, y al mismo tiempo se daría en el escollo de la dificultad de gobernarlos e instruirlos. 13. No son tampoco propios para los indios aquellos lugares retirados, porque siempre se debe excusar el que sus tierras tengan vecindad con las de los españoles, para evitarles las ocasiones en que los mayordomos y los mismos dueños de las haciendas los perjudiquen, o que ellos lo hagan a los españoles, sea por descuido o de pura malicia (como pretenden éstos), y que con este motivo los ultrajen y tengan continuamente en ojeriza. 14. Por el mismo orden que les quita a los indios la posesión de las tierras que les pertenecen, hallándolos endebles y sin apoyo, se ejecuta con todo lo demás, y puede servir de bastante prueba lo que actualmente está sucediendo en Quito. Tiene aquella ciudad, entre los conventos de monjas, uno de Santa Clara, de fundación real, el cual se hizo para que las hijas de los caciques pudiesen tomar el hábito en él, porque aunque indias nobles, no querían admitirlas en las otras comunidades, y habiendo llegado sus quejas a la real mente, determinó se fundase éste para ellas. Mas, viendo las cacicas que eran pocas y, por consiguiente, corto el número de religiosas que había de ellas, abrieron la puerta desde los principios, y admitieron españolas, las cuales, hechas dueñas del mando, no quieren ya recibir a aquellas para quienes se fundó, y cuando les hacen la mayor equidad, las admiten únicamente de legas. Algunos caciques, y entre éstos uno de los que conocimos, no queriendo convenir en que su hija tomase el hábito de lega, sino de religiosa de coro y velo negro, y hallando repugnancia en las otras monjas, dieron sus quejas a la Audiencia y pidieron al protector que los defendiese, pero nunca pudieron salir con su intento, porque no hallaron ni en el tribunal, ni en su defensor, la protección y actividad que deseaban, y quedaron como antes, perdido el fuero de que sus hijas pudiesen ser religiosas en la clase que las españolas. Lo mismo experimentan en todos los demás asuntos de fueros y derechos, porque siempre sacan el peor partido, y en mucha parte depende del poco abrigo que encuentran en el protector. 15. Hallándonos en aquellas provincias, fue depuesto del empleo de protector de los indios de la Audiencia de Lima, don Pedro José de la Concha, porque llegaron a Su Majestad y sus ministros las quejas de lo mal que cumplía con la obligación de su ministerio. Es cierto que las quejas fueron justas, pero los que estábamos registrando la conducta de otros que se hallaban en iguales empleos, y veíamos que no le acompañaban, siendo tan dignos de ello como aquél, conocíamos hasta adónde llega el poder de las grandes distancias, pues, como casualidad dejó correr aquellas quejas hasta que terminasen su carrera, cuando quedan rendidas otras muchas en ella, y sin alientos para poderla concluir. 16. En prueba de todo lo que dejamos dicho, y de que son los indios contra quien va a parar todo, y los que cargan siempre con la peor parte, aunque sería suficiente para convencerlo lo anteriormente digo, nos ha parecido conveniente añadir lo que a nuestra vista se ejecutó con ellos. 17. El año de 1741, cuando el vicealmirante Anson dejó asolado el pueblo de Paita, se despachó de Quito a Atacames, para la seguridad de aquel puerto y resguardo del nuevo camino de Esmeraldas, la gente vagabunda y perdida que se hallaba en las cárceles, de la cual se formaron varias compañías, y éstas fueron las que se repartieron, unas para socorrer a Guayaquil, y las restantes para defender este otro puerto y camino. Para que fuese esta gente, y llevar las provisiones necesarias, se echó mano de las mulas que tenían los arrieros, y como era el destino que se les había de dar, servicio del rey y bien común, se determinó que no se les pagase ningún flete. Esta providencia no hubiera sido tan desacertada si, como comprendió a los indios, se extendiera igualmente en todos los vecinos de Quito y de los otros lugares acaudalados, que son los que tienen en sus haciendas recuas considerables para conducir sus frutos en ellas; pero no se ejecutó en esta forma aunque se había dispuesto así, porque tanto los eclesiásticos como los seglares españoles, que tenían mayor interés que otro ninguno en la defensa de su propio país y riquezas, se negaron a ello, y no queriendo concurrir los unos por el fuero de eclesiásticos, y los otros por la autoridad de caballeros, toda la desgracia vino a resultar contra la miseria de los indios, que no teniendo por todo caudal más que cuatro o seis mulas, con cuyos fletes ganaban para mantenerse y para pagar los tributos, quedaron de una vez sin este pequeño alivio. Porque, habiendo emprendido el viaje, las fragosidades del camino fueron causa para que, fatigadas, se les quedasen rendidas, contribuyendo también la diferencia del clima, porque, estando acostumbradas al frío de los páramos y de la provincia de Quito, pasaban al calor y continua humedad que son propios en aquellas montañas y les faltó la resistencia; de tal modo que, aun no llegando a la veintena parte de las que emprendieron el viaje las que retrocedieron, intentando salir de la montaña de Esmeraldas acabaron de morirse todas, unas antes de conseguirlo, y otras después que volvieron a entrar en el temple frío, y sus dueños las perdieron enteramente, sin tener recompensa alguna de ello. Ya se puede considerar de la suerte que quedarían, pues siendo su ejercicio el de arrieros, y no teniendo más caudal ni finca que aquélla, ¿en qué poder poner la esperanza de recuperarlo? 18. Supuesto lo antecedente, falta ver si se podría encontrar algún remedio a tanto daño, y mediante que el ser desatendidos pende, como se ha dado a entender, de no encontrar el apoyo necesario en los que deben defenderlos, debemos considerar ser esto provenido de dos causas: la primera, de que siendo vicio envejecido de todos los que pasan a Indias con empleos, llevar fijado el ánimo en hacer caudales, sin particularizarse en esto, lo ejecutan al correspondiente de los demás los que obtienen los cargos de fiscales protectores de indios; y la segunda, que por lo regular estos sujetos no son hábiles en el lenguaje de los indios, circunstancia que se hace tan precisa en éstos como en los curas, y no así como se quiera, sino que, siendo tan corta en palabras la lengua que usan los indios, y compuesta de expresiones figuradas y alusivas, es forzoso para entenderlas bien, poseerlas con perfección. En este supuesto, sólo se ofrece a nuestra idea un recurso, que podrá hacerse extraño por no estar en práctica, pero que es el único que puede salvar aquellos dos inconvenientes; y el que parece más proporcionado para el efecto consiste en que las plazas de protectores fiscales, con los mismos honores, autoridad y privilegios de que son anejos a ellas al presente, se proveyesen en los hijos primogénitos de los caciques. Esta idea, que al mirarla de repente parece cosa monstruosa porque nunca se ha visto propuesta, y que aparenta, contra sí, grandes inconvenientes, todos ellos son puras fantasmas de la imaginación, porque, bien digerida y puntualizada, se encontrará en ella tanta fuerza que no sólo desvanecerá cualquier repugnancia, sino que podrá hacerse acreedora de la atención y, considerada con reflexión, ella misma dará a entender que el modo de que se consiga el cumplimiento de lo que la piedad de los reyes de España tiene, con tanto acierto, dispuesto a favor de los in-dios, es éste, y que no puede haber otro que le dispute la preferencia. 19. La mente de Su Majestad ha sido que no se tiranice a los indios y, en fe de esto, les tiene concedidos tanto fueros y privilegios como se advierten en las Leyes de Indias. Porque siendo los indios igualmente vasallos, como los españoles, si éstos agravian a aquéllos, no es dudable que el no dar providencia en su remedio la real piedad, o es porque no las puede encontrar su justicia, o porque la malicia de los que habitan aquellos países, o el interés de los jueces que van a ellos, se lo tienen oculto. Pero supuesto que ya no deba militar esta segunda razón si se acepta nuestra proposición, y que sólo estribe toda la dificultad en la primera, todo se solucionaría arbitrando lo apropiado o aplicando lo ya dispuesto. Si el empleo de protector de indios, erigido únicamente a favor de éstos, no reconoce otro objeto que el de mirar por ellos en justicia, ¿quién mejor lo puede hacer e interesarse en el beneficio común de todos, sino uno de su misma nación? y ¿quién mejor hacerse cargo de sus razones que uno de su propia lengua, para pedir por ellos ante el tribunal y para ocurrir al Supremo Consejo de las Indias y aun a las plantas de la misma majestad, cuando en aquéllas se vieren desatendidas sus representaciones? Este solo temor bastaría para contener el desorden de los jueces, y para moderar las pasiones que el interés les hace concebir contra los indios; esto bastaría, y es el único remedio, para que los corregidores no los hostilizasen tan desenfrenadamente, para que los curas entrasen en razón, y para que los dueños de haciendas, los mestizos, y las demás castas no los ultrajasen tan inhumanamente. 20. Pero ya se está viniendo a los ojos el primer impedimento, y el más poderoso que tienen prevenido contra tan admirable providencia la depravada intención de aquellos ánimos, pues, como esto no les tendría cuenta a ninguno, no tardarían en emplear las falsedades, que hoy fulminan para hacer durables las tiranías, al fin de derribar a estos protectores, pretextando que con la demasiada autoridad que se les daba, y con la mejor protección que tenían los indios, saliendo éstos de su encogimiento, se querrían sublevar y hacer rey de su nación, que es la fantasma con que atemorizan para que no se inmute el gobierno que ellos, contra toda razón, han entablado. Pero esta abultada sombra de temores pudiera no hacer efecto en la inteligencia de los ministros de acá, si tuvieran un perfecto conocimiento de las propiedades, naturaleza y genio de los indios, que, según tenemos dicho en el primer apéndice del tomo segundo de nuestro viaje, no es inclinado a alboroto, ni a sublevaciones, lo que comprueba bastantemente el que ellos pasan por todas las imposiciones que se les quieren hacer, sin que les causen alteración más de la que es propia en los naturales dóciles y apacibles. Es cierto que una vez entrados en función, como allí se ha dicho, ni temen la muerte, ni los aterrorizan los castigos, ni hay medios de conciliar con ellos la amistad, hasta aniquilarlos. Pero esto procede, por la mayor parte, de que cuando llegan a estas extraordinarias determinaciones, tienen por felicidad mayor el morir en la demanda que el volver a quedar sujetos en el modo con que antes lo estaban, de donde se origina que los que una vez se sublevan y abandonan sus pueblos, no sean reducibles, ni vuelvan a la subordinación tan fácilmente, como se está experimentando con los indios de Chile, con los del gobierno de Quijos y de Macas, vecinos de la provincia de Quito y pertenecientes a ella, y con todos los que hasta ahora han negado la obediencia. 21. Para que se vea la solidez con que está fundado este dictamen, no hay más que volver los ojos a la más moderna sublevación de los indios de modernas conversiones, confinantes con las provincias de Jauja y Tarma los chumchos. Cuarenta años se han gastado solamente en disponerla, y toda ella se reducía a 2.000 indios cuando empezó en 1742, siendo el principal fin con que ellos se resolvieron a negar la obediencia, el huir de las vejaciones y molestias de los curas, porque todavía no pagaban tributo; y el atractivo con que su caudillo les granjeaba la voluntad, era decirles que quería libertarlos de la opresión de los españoles. Si aquellas gentes, pues, fueran de ánimos revoltosos ¿hubiera quedado un solo indio, en todas las poblaciones del Perú, que no se hubiese retirado al partido del rebelde, siendo tanto lo que pasan, y la crueldad y desprecio con que son tratados? No por cierto. Y si queda alguna duda, compárese aquella gente con la de acá de Europa, donde apenas hay una mala cabeza que levante la voz en algún reino, cuando al instante tiene de su parte provincias enteras que le sigan, y se conocerá, en la confrontación, la diferencia, y que, por consiguiente, menos lo harían cuando tuviesen mejor trato. En prueba de esto y para que con más seguridad se pueda hacer completo concepto de lo que decimos, citaremos un caso que sucedió hallándonos en la provincia de Quito, y es bastante para confirmarlo. 22. En la jurisdicción de la villa de San Miguel de Ibarra, en el pueblo de Mira, se hallaba de cura uno de los sujetos con quien en Quito habíamos tenido gran correspondencia, y que era también de los muchos a quienes predomina con desenfrenado exceso la codicia. Era moderno en el curato, y por esto, queriendo empezar por los fines, fue su primera extorsión contra los indios la de despojarlos de todas las tierras que les pertenecían y adjudicárselas a sí, haciendo que los mismos dueños de ellas las cultivasen y pusiesen el trabajo personal en aprovechamiento del mismo cura. Los indios se vieron en tal estrecho de necesidad, con éstas y otras muchas extorsiones que no reservaban ni aun al cacique, que, al reconocer éste no había término ni modo que le contuviera, se fue a Quito a dar la queja al obispo, el cual, atendiendo a su justicia, le pareció que sería bastante, por la primera vez, para que el cura no prosiguiese sus atentados, el darle una reprensión. Mas sucedió al contrario, porque sentido de ello, fulminó contra el cacique que se quería sublevar y pasar con los demás indios a la cordillera, dejando desamparado el pueblo; puso la acusación ante la Audiencia, y para provocar al cacique a que hiciera alguna demostración que lo confirmase se apoderó de su hijo mayor y lo incluyó entre sus criados, dándole el ejercicio de que le cuidase de las cabalgaduras y sirviese de estribero, que es lo mismo que lacayo por acá. El cacique se sintió de esto con extremo, mas no llevó su despique por el lado que el cura lo tenía discurrido, pues, antes bien, queriendo volver por su honor sin salir de las vías y recursos lícitos, pasó a Quito, llevándose consigo algunos indios, y presentándose a la Audiencia se justificó de la acusación que siniestramente tenía hecha el cura contra él; quejóse de los enormes agravios que les hacía a él y a todos los indios, y del último que acababa de ejecutar, poniendo a su hijo en un ejercicio tan vil. Con esto exhortó la Audiencia al obispo, y este prelado llamó al cura y le hizo una severa reprensión, mandándole que diese satisfacción al cacique y que mudase de conducta, y habiéndolo ofrecido así, se le concedió licencia, después de algunos días, para que se restituyese al curato. Apenas entró en él cuando, más sentido contra el cacique y apoderado de ira, lo hizo llamar; acudió a su presencia con gran puntualidad, y, sin más razón que la de una desenfrenada venganza, lo hizo tender en el patio de su casa, y en presencia de la demás gente del pueblo, así españoles como mestizos e indios, lo hizo azotar, sin respetar ni su distinción, ni su calidad, ni la edad, que era ya crecida, y después le dijo que aquello lo hacía para que supiese las resultas que tenían las quejas que se daban contra los curas. Con esto se retiró del pueblo el cacique, avergonzado, a otro de la misma jurisdicción, y envió indios a Quito para que hiciesen presente a la Audiencia y obispo el ningún efecto que habían tenido las primeras providencias. 23. En este tiempo llegamos a Mira, y así el cacique, como todos los demás del pueblo, nos hicieron relación de lo que había pasado, pero nada le causaba más sentimiento al cacique que el haberle imputado, con tanta falsedad, el delito de que quería sublevarse e incurrir en el torpe borrón de desleal, y así decía, con bastante reflexión y capacidad, que ¿por qué había de hacer un agravio tal contra su señor rey (que es la expresión de que allá usan al nombrarle) cuando su piedad real los favorecía tanto, siendo el cura quien le agraviaba? Ni ¿cómo había de hacer él una vileza contra el honor de su fidelidad para que el cura triunfase de su reputación y conducta? Esto nos dio a entender varias veces, y lo mismo había dicho a los del pueblo, quienes nos lo refirieron con la última queja que este pobre cacique dio, y otras que hicieron los españoles y mestizos del pueblo, porque también llegaban a ellos las centellas del desorden. Nombró la Audiencia juez para que hiciese averiguación y justificase lo que allí pasaba, el cual vino a posar a la misma hacienda donde estábamos alojados, y antes de esto volvió a llamar al cura el obispo y puso un teniente en el curato. Las diligencias se hicieron con bastante formalidad, porque eran comprendidos todos los vecinos en las vejaciones del cura, que a serlo los indios solamente puede ser quedase oscurecida su justicia. 24. Nosotros nos retiramos a Quito, y mereciendo la confianza y buen concepto del obispo, al visitarlo quiso que le informásemos de lo cierto. Y en consecuencia de lo que se dijo quedó absorto del mucho sufrimiento de los indios y nos dio palabra de que aquel sujeto no volvería, ínterin que él ocupase la dignidad, ni al curato de Mira, ni a otro alguno, no obstante ser persona de quien el obispo había hecho grande estimación antes de suceder estos desórdenes. Estos desagravios consiguió por fin aquel cacique e indios por la casualidad de habernos hallado allí y sido testigos de su mala conducta, sin cuya circunstancia, y la de la generalidad de los excesos, hubiera deshecho el cura la gravedad de los cargos que ponían contra él, y los indios quedarían en peor estado que antes, y con la mancha de infidelidad que se les tenía imputada. 25. Véase ahora si lo que este cacique y sus indios padecieron no era bastante, en otra gente menos sufrida y más belicosa e inquieta, para intentar sublevarse y dar fin al cura, mucho más no habiendo en aquel pueblo quien los pudiese contener, ni de parte del cura quien se arrimase a su lado para defenderlo. Y cuando no sucediese esto ¿cómo sería posible evitar que se entrasen en los Andes si ellos lo hubiesen querido hacer, hallándose estas cordilleras tan inmediatas a aquel pueblo que en poco más de cuatro horas de camino se habrían puesto en las tierras libres y con los indios gentiles, cuya distancia es lo mismo para los indios como, entre nosotros, el atravesar una calle? Seguramente se puede creer que, cuando entonces no lo hicieron, fue prueba de su gran quietud y lealtad, lo cual, en lugar de esotro medio ilícito e indecoroso, les inclinó, no pudiendo sobrellevar las injurias y los malos tratos, a que casi todos los indios libres abandonasen su pueblo y pobres chozas y se repartiesen en otros de la misma jurisdicción, dando tiempo a que calmase aquella formidable tempestad que contra ellos se había levantado. 26. A vista de esto, no puede haber fuerza en la razón para persuadirnos a que ejecuten la vileza, que no hacen cuando se ven más abatidos, ajados y ofendidos, si estuviesen más bien tratados y favorecidos, porque ¿cómo hemos de creer que la crueldad o el rigor infunda en estas gentes lealtad y amor a su rey, y que el buen trato, la protección y el cariño los haya de transformar en rebeldes, siendo una nación que ama tanto el agasajo y las caricias, que estima como fineza, la mayor que le pueden hacer, el que sus amos les den los desperdicios de todo lo que comen, y tienen en más un pedazo de pan mordido de su boca, o lamer un plato donde hayan comido sus amos, que una porción de vianda que no la hayan tocado? Para ellos es de estimación que aquellos a quienes sirven los pongan junto a sí, y lo mismo el que se les consienta echarse en el suelo inmediatos a los pies de la cama de los amos, y a este respecto, todo lo que es dar pruebas de que los estiman, es para ellos de suma vanagloria y alegría. 27. Si se discurre en la lealtad por otro lado, ninguna nación se encontrará en el mundo que hable con más respeto y veneración de su rey. Nunca toman su nombre en la boca que no antepongan el distintivo de "señor", como se ha dicho, y que al mismo tiempo no se descubran la cabeza, ceremonia que ni de los corregidores, ni de los curas, ni de otros han aprendido, pues, antes por el contrario, en ningún sujeto ven el ejemplo, y contra el torrente de todos, permanecen constantes en esta observancia. Dicen regularmente "el señor rey", y algunas veces, según el asunto, "el señor nuestro rey", pareciéndoles irreverencia nombrar al soberano de otra suerte, lo cual proviene de que, como regularmente oyen decir el señor virrey, el señor presidente, el señor obispo, etc., porque así está puesto en estilo en aquellas partes, se persuaden ellos, y no sin razón, a que si se guarda este respeto a los que son vasallos, es mucho más justo con el príncipe. Con el mismo fundamento, no pudiendo alcanzar ellos la causa de que se hable con Dios sencilla y llanamente, nunca nombran al Santísimo sin anteponer el distintivo de "señor", diciendo el "Señor Santísimo Sacramento". Todo prueba la veneración, el respeto y el amor con que tratan a la majestad, y es asunto digno de la admiración en una gente tan rústica, tan sin cultura en los entendimientos, y que sólo por noticias muy remotas llega a conocer que tiene rey. Por tanto, parece son mucho más acreedores a que se les corresponda, en pago de la lealtad y amor a su príncipe, con tratarlos benigna y cuerdamente, y con honrarlos cuando no lo desmerecen su conducta y operaciones. 28. Si en alguna gente se podría tener recelo de sublevación en las Indias de aquella parte meridional, debería recaer esta sospecha sobre los españoles o sobre los mestizos, que, entregados a la ociosidad y abandonados a los vicios, son los que levantan los ruidos. Pero este punto debe tratarse en particular, y por esto lo dejamos para la sesión adonde corresponde. 29. Determinado, pues, el establecimiento de que fuesen los hijos primogénitos o segundos de los caciques los protectores de los indios, sería preciso revestirse en los primeros años de una gran paciencia y de una confianza muy completa a favor de los indios, persuadiéndose con firmeza que todo cuanto pudiesen deponer contra ellos los ministros, jueces y particulares no era más que artificio para destruir la dada providencia. Será forzoso no hacer entero aprecio de las justificaciones que se envían de allá, en cuyo asunto se pudiera decir mucho, y para que la confianza quedase más asegurada deberíase hacer que el acusado y el acusador o los acusadores hubiesen de venir a España inmediatamente, guardándose esto con tanto rigor en los principios que, si fuese preciso, por hallarse comprendidos todos los que componen el cuerpo de una Audiencia, viniesen todos, y en su lugar pasase allá uno de los ministros más acreditados del Consejo de Indias, que con rectitud y desinterés hiciese la averiguación, y, concluida legalmente, se castigase acá severamente a los culpados, haciendo algunos ejemplares tales que llegasen allá las noticias tan vivas cuanto se necesita, para que todos conocieran que donde hay justicia no sirve de embarazo al castigo la distancia. 30. El primer caso sucedería, pero viendo que se llevaba el negocio con tanta formalidad y que ni a unos ni a otros se les dispensaba nada de la pena, sería bastante para que no sobreviniese otro. En prueba de ello servirá lo sucedido en tiempo que el marqués de Castelfuerte era virrey del Perú. El ejemplar único que hizo en 1731 con el protector de indios de la Audiencia de Chuquisaca, don José de Antequera, cuando los ruidos del Paraguay, infundió tanto temor y respeto en las Audiencias, en los corregidores, en los demás ministros y en todo el Perú que, según nos refirió un sujeto que había sido escribano de cámara de la Audiencia de Quito, al leerse las cartas que escribía a aquel tribunal se demudaban todos de color, y cuando recelaban que pudiesen contener alguna reprensión, no atreviéndose a oírla, le decían al mismo escribano que abriese la carta antes de entrar en acuerdo, y se instruyese en su contexto para decirlo después con menos severidad que las de sus expresiones. Un sujeto del respeto de este virrey, y de su justificación y de su desinterés, necesita el Perú, y otro Santa Fe, para entablar las protectorías de los indios en los mismos indios, sin que los alborotos que se deben esperar con esta providencia den en qué entender acá. Pero es necesario que estos sujetos estén primero enterados de todo lo que pasa, para que no se dejen vencer de las adulaciones, de los engaños y de aquel pánico terror de la sublevación, que es el escudo con que se defiende la costumbre. 31. Determinado que fuesen los primogénitos de los caciques los protectores fiscales de los demás indios, se había de disponer que, desde la edad de ocho años, los enviasen sus padres a estos reinos, y que en ellos se les enseñasen las primeras letras, y después se repartiesen en los colegios mayores a hacer los regulares cursos de filosofía y leyes, y los que quisieren de teología, también; con esta providencia se arraigarían en la fe e instruirán en ella sólidamente a los demás indios cuando volviesen a sus países. Y para que su manutención acá no perjudicase al Real Erario, se podía cargar a los indios en medio real más de tributo al año, que lo contribuirían muy contentos para este fin. En los ya aptos para el ministerio se habían de proveer las protecturías, dándolas a los que tuviesen informes más aventajados de los mismos colegios, así de sus aprovechamientos en las ciencias como de sus conductas, y se debería observar que el de una provincia fuese a ser protector a otra distante, para apartarlos del amor de la propia patria, quedando a su arbitrio, después que recayese en ellos el cacicazgo, el dejar la garnacha e ir a gozarlo, o permanecer con el empleo renunciando el cacicazgo en su hermano inmediato, interinamente, hasta que fuese tiempo de que su hijo mayor pudiese entrar en él; porque se había de hacer incompatible el ser protector fiscal de indios y cacique a un mismo tiempo, a menos que, por convenir el que permaneciese en la protecturía, se obligase a ello, y entonces le dispensaría el monarca que nombrase teniente, como y cuando le pareciese, en el patrimonio, pero precisándole a que recayese la elección en indio noble o por lo menos libre de pensión de tributos. 32. Estos protectores, como no habían de tener ascenso en las Audiencias, pues el fin es sólo el que los indios tengan quien los defienda con amor e interés, todos ellos dejarían las garnachas cuando llegase el tiempo de entrar a ser caciques, para gozar con quietud y reposo las conveniencias que les pertenecían sin trabajo ni afán. Y convendría así para que después fuese uno de ellos protector particular de cada corregimiento, como los hay ahora, los cuales sirven para dirigir aquellas primeras instancias que se hacen ante los corregidores, y se observa en muchas provincias, aunque no en otras; los nombramientos de estos protectores particulares, que ahora los hacen los virreyes y Audiencias o presidentes, y recaen en españoles legos que sólo van a tomar la granjería del oficio, habían de ir por turno entre todos los caciques dependientes de cada corregimiento, para que el trabajo de defender a los indios fuese compartido entre todos. Y supuesto que no hostilizando a los caciques, ni quitándoles lo que les pertenece, tienen en qué mantenerse, se podía suprimir que los indios contribuyesen derechos a estos protectores por las diligencias que hacen a su favor, o si se alguna que para hacerles apetecible este trabajo tuviesen alguna recompensa, se les podría formar una asignación fija a costa de los mismos indios, acrecentando el medio real más de la derrama de mantener los hijos de los caciques con otro cuartillo, cuyo producto montaría tanto que con él habría bastante para la gratificación del protector, para papel sellado y para otras diligencias de justicia. 33. Decimos que se habían de traer los hijos de los caciques a España desde una edad tan tierna, para que acá se instruyesen en las primeras letras y en las humanas y ciencias, para lo cual son varias y fuertes las razones; una, el apartarlos del desprecio y odio con que los españoles de su edad los tratarían en las escuelas de allá, bastante para que nunca aprendiesen cosa alguna; segunda, para que se aprovechasen de la enseñanza de los maestros, la cual no tendrían allá, porque basta el ser indio para que todos tengan a desdoro el enseñarle, aun los mismos mestizos; tercera, para que, apartados de los vicios con que allá despiertan los entendimientos de todos, engendrasen en ellos nueva naturaleza las buenas costumbres, y fuesen timoratos a Dios y celosos de sus conciencias; cuarta, para que contrajesen amor al monarca, respeto a su soberanía, y veneración a sus preceptos, y para que conociesen que la rectitud de su real justicia no pretende hostilizarlos ni que se les agravie; quinta, para que sin pasión se hiciesen las propuestas por estos colegios, y no se les defraudase el mérito, suponiéndolos ignorantes, rudos e incapaces del ministerio que se les debía conferir; sexta, para que sus entendimientos se habilitasen con la comunicación de gentes distintas de las de allá en modales, costumbres y trato, y para que concibiesen amor a toda la nación. 34. Aquellos que descubriesen malas inclinaciones, genios altivos o ánimos belicosos, éstos se deberían inclinar acá al servicio militar, para que, embelesados en el honor de los ascensos, no tuviesen deseos de restituirse a sus países, disponiéndose que los cacicazgos pasasen al hermano inmediato; con esto se evitaría que fuesen a sus países a causar alborotos. De todas formas debemos señalar que sería muy raro el que descubriese esta disposición, porque naturalmente se inclina el genio de los indios más a la apacibilidad y a la quietud que a la altivez y desasosiego. 35. No quedaría defraudada esta idea por falta de aplicación ni de habilidad en aquellas gentes; antes bien, podría ser que la delicadeza de sus ingenios se aventajase a los celebrados de por acá, según la mucha agilidad que se nota en ellos para hacer e imitar todo lo que ven, como se ha dicho en la primera parte de nuestra historia. Si cupiera, por ejemplar, el de algunos mestizos, podíamos traer a la memoria, entre ellos, el de un Garcilaso Inca, pero los indios puros no se han visto todavía en el caso de medir sus talentos en las letras, porque no se les han franqueado las luces de ellas por el medio de las escuelas. 36. Una de las cosas que deben causar novedad es que se les prive a los indios del sacerdocio después de tantos años de convertidos. Con razón se ha observado esto atendiendo a la corta capacidad que concurre en ellos, y no reputándose ni aun aptos a recibir el sacramento de la eucaristía, menos lo serán para el de las órdenes. Pero ¿de qué nace esta grande ignorancia si no es de la falta de educación y de doctrina? Si se les diera la necesaria se descubriría en ellos el inestimable tesoro del entendimiento, que hasta ahora se mantiene escondido entre las sombras de la ignorancia y en los embarazos de la falta de cultura. ¿Qué fuéramos nosotros si hubiéramos nacido y nos criáramos con la falta de maestros que los indios? A no decir que peores, seríamos lo mismo. Supuesto, pues, que entre los que se educasen en los colegios de acá hubiese algunos que se inclinasen a la Iglesia, deberían concedérseles las órdenes sacerdotales y establecerse que éstos, sin hacer oposiciones allá, fuesen preferidos en los mejores curatos a todos los españoles, y que si su conducta lo mereciese ascendiesen también a las dignidades eclesiásticas. Esto solo bastaría para contener los desórdenes de los demás curas, y para darles emulación a que enseñasen a los indios con la formalidad y cuidado que se requiere. El ver los indios uno de su nación puesto en el altar, causaría en todos tanto regocijo que no sé si alcanzarían sus fuerzas a sobrellevarlo sin que el mismo gusto los ahogase. Bien se deja considerar el amor, la voluntad y la dulzura con que estos curas los instruirían en los preceptos de la religión; el aborrecimiento que tomarían a los vicios, y el horror, viéndolos reprendidos por los suyos mismos, y la puntualidad con que guardarían los preceptos de Dios y de la Iglesia, al verlos respetados de sus curas y apoyados con el ejemplo de la predicación de uno de su misma nación. 37. El segundo reparo que podrán objetar los que repugnarían esta providencia es el de que, recayendo las protecturías en los hijos mayores de los caciques, y quedando a su arbitrio el permanecer en ellas y renunciar por sí los cacicazgos en uno de sus hermanos hasta que el hijo mayor estuviese en aptitud de entrar en ellos, se disminuirían los tributos, mediante quedar exentos de él los caciques. Esta objeción es de tan poca monta que no merece casi la atención, pues no pudiéndose extender el número de los exentados más que al de las Audiencias, aun cuando fuese mucho más considerable, no se debía reparar en ella, antes bien se debía sacrificar la cantidad de su importe al logro de que no padeciese toda aquella gente, además de que de esta providencia resultaría grande aumento en los indios, y que no fueran cada vez en mayor decadencia. Lo mismo decimos de los pocos que quedarían acá en el ejército, y en cuanto a los que recibiesen las órdenes sagradas, como no debían dárseles éstas más que a aquellos cuya inclinación y virtud lo pidiese con instancia, no serían muchos, mayormente cuando, siendo los herederos del cacicazgo, habría pocos que quisiesen dejar la sucesión de sus familias para el segundo hermano; pero siempre convendría que hubiese algunos curas de la misma nación, por los motivos que dejamos dichos, bien fuesen de los hijos mayores de los caciques o de los segundos, de los que sería conveniente que se trajesen algunos. Con el mismo fin era preciso instituir las circunstancias de que se hubiesen de ordenar acá, en España, y que quedase prohibido el que ninguno pudiese recibir las órdenes allá ni dárselas los obispos con ningún pretexto. De este modo quedaría evitado el que, por librarse de la paga de los tributos, se ordenasen muchos indios o entrasen en las religiones, y a costa de perderse los de 50 ó 60 sujetos indios que se proveyesen en curatos, en una provincia como la de Quito, que tiene 200, se remediarían muchos males y se contendrían los desórdenes, sin que en ello hubiese pérdida alguna, respecto de que al presente, entre sacristanes, cantores y criados de los curas, que hay en todos los pueblos con el título de "servicio de Iglesia", se emplean doce o catorce indios en cada uno, los cuales están libres de tributo. Y así, al aumentar uno más o el suprimir de aquellos tantos cuantos hubiese curas indios, no sería menoscabo para los tributos. 38. Otra objeción que se le pondría a esta determinación sería la de que si había de vestir garnacha y entrar en la Audiencia un indio, o si habría de sentarse en el coro de una catedral. Pero éstas, y otras que se pueden hacer no más formales que ellas, no merecen el que nos detengamos a su solución, pues ¿cuánto peor es, si se examina con alguna reflexión, que haya en unos y en otros empleos sujetos con mezcla de sangre y otras manchas que ya ha borrado, si no de la memoria, sí de la murmuración, la dignidad? Siendo, pues, los hijos de los caciques de sangre limpia, y nobles en su modo, ¿ qué reparo puede ser el que el color del cutis no sea tan blanco como el de los españoles? ¿Dejará de haber entre los españoles linajes esclarecidísimos por no ser nosotros tan blancos como los nacionales del Norte? Pues del mismo modo ni este ni otros reparos que podrá prevenir la malicia, deben servir de obstáculo para dejar de resolver en cosa tan necesaria, una vez que queda desvanecido el principal obstáculo de que, trayendo a España los indios, con la diferencia de temperamento y de comidas, morirían todos. Este reparo no es de grande entidad, porque trayendo indios que no sean de temperamentos cálidos semejantes a los de Guayaquil, Tierra Firme y otras tierras semejantes, no extrañarían ni lo uno ni lo otro, porque desde Lima para el Sur, y toda la serranía, tienen temples unos como el de España, y otros aún algo más fríos, y los mantenimientos son los mismos. Y si esta objeción no tiene fuerza para el caso, con que no deteniéndonos más en este asunto podremos pasar a otro, para dar fin a esta sesión. 39. La grande mortandad que causa en los indios la epidemia de las viruelas proviene, además del peligro que es propio de esta enfermedad, del grande desamparo en que los halla cuando los acomete, y de la falta total de providencia para su curación. Todos saben que no hay accidente que pida mayor abrigo, y, por el contrario, no hay mayor desabrigo que el de los indios, pues, como se ha dicho en la primera parte de la Historia, su alojamiento está reducido a una pobre choza, sus muebles son ningunos, sus vestidos consisten en la camiseta y capisayo, su cama en dos o tres pellejos de carnero, y aquí se concluye todo el ajuar y vestimenta. En este estado les coge la enfermedad y, haciendo su curso regular, termina con la vida. Allí ni hay otras personas que los asistan, a excepción de las propias indias, sus mujeres, ni más medicamentos que la naturaleza, ni otro regalo para su alimento que el continuo de las hierbas, camcha, mascha y chicha. Con que no solamente las viruelas, sino cualquier otra enfermedad grave es mortal en ellos desde que empieza. En el tomo ya citado de la Historia queda dicho lo perteneciente a la mala providencia de hospitales que hay en todo aquel país, pues, aunque todos los lugares grandes, como ciudades, villas y asientos, tienen fundación de ellos y éstos son de patronato real, sólo permanecen sus nombres y los solares en donde estaban las fábricas, lo cual se puede inferir por lo que sucede en la provincia de Quito, donde siendo siete las fundaciones de hospitales sólo existe uno, que es el de la capital, y de los restantes ya no ha quedado ni aun el simple cubierto. Indagando la causa de que se hallase en tal estado una providencia tan necesaria, y más precisa en aquellos países que en algún otro, sólo se pudo sacar en limpio que en unos era por haber dejado perder las rentas, y en otros porque la mala administración de ellas era causa de que quedasen embebidas en las particulares utilidades de los administradores, pero no pudimos averiguar cuál fuese la de que estuviesen deterioradas ni cuál la de que no hubiese quién celase la conducta de los administradores. 40. Aunque estos hospitales estuviesen en el mejor estado que se pueda discurrir, no bastarían a que se pudiesen socorrer en ellos todos los indios, porque, como los que hay son pocos, no es comodidad para un enfermo el tener que caminar doce o quince leguas, que tal vez habrá desde su pueblo hasta el lugar en que se halla el hospital. Y así, aunque no se ofreciera este inconveniente, nunca serían bastantes los que pudiese haber, mucho más no siendo las rentas de todos ellos muy sobresalientes, ni habiendo en las poblaciones donde los hay, a excepción de Quito, en toda aquella provincia, médico ni botica para la asistencia. Con que, aun cuando estuvieran en estado de servicio los hospitales que tienen fundación, lo que no hallarían en ellos los indios y los demás pobres sería buena cama, buen alimento y curanderos que los asistiesen. Por esto mismo convendría que se estableciese en cada pueblo un hospital, y para ello que hubiera una casa donde a lo menos tuviesen el abrigo y alimento necesario; pero sería forzoso huir de que corriese con su situado quien se utilizase en él y no atendiese al bien de los indios con el amor y caridad necesaria. 41. Del mismo modo se les debería obligar a los dueños de toda suerte de haciendas, pues tanto usufructo sacan de lo que tiranizan a los indios, a que tuviesen un lugar acomodado, capaz y con buenas camas, para aliviar a los enfermos de su hacienda, mediante que el número de los que algunas tienen es tan grande que suele pasar de 200, que son otras tantas familias. Esta enfermería debería tener separación de sala para mujeres y para hombres, y en ellas se les debería suministrar a los indios, a costa de las mismas haciendas, el alimento necesario, porque para todo dejan las ganancias que se sacan de su trabajo. Con esta providencia no serían tantos los que muriesen de miseria y de desabrigo. Y para que esta enfermería estuviese siempre existente, convenía también la providencia de que los protectores fiscales fuesen de los mismos indios, como se ha dicho, ordenándose que los particulares de los corregimientos, el año que lo fuesen, visitasen una vez todos los hospitales sin excepción de ninguno, aunque los administrasen regulares, e hiciesen un estado de ellos, el cual habían de enviar al protector fiscal de la Audiencia adonde perteneciese, para que, enterado éste de todo, pudiese dar cuenta a aquel tribunal y pedir en justicia lo que fuese necesario, para que así ni se defraudase lo que se asignase a esta providencia ni decayesen, por falta de cuidado, del buen estado en que se deben mantener siempre. 42. Asentada ya esta providencia tan necesaria y urgente en todos aquellos reinos, resta ver en qué modo se podría mantener sin gravamen del Real Erario, perjuicio de los indios, ni grave pensión de los particulares; pero se ha de tener en cuenta que incluso si faltaran otros recursos, sería más conveniente y caritativo a su favor, el gravar a aquellos indios en uno o en dos reales o más, si fuese necesario, al año, sobre el tributo que pagan, que el que deje de haber estos hospitales, mediante que, aumentándoseles los salarios de mita al pie que ya se ha dicho, y los jornales de los libres, les sería llevadera cualquier pensión que se les impusiere en su propio beneficio. Pero atendiendo a que no es necesario gravarlos más de lo que están para que se erijan y mantengan estos hospitales, ocurriremos a los demás arbitrios que no perjudican al rey en nada, ni al público sensiblemente. 43. El primer recurso que se ofrece es el de las penas de cámara de aquellas audiencias, cuyo monto ha estado puesto en práctica repartirlo entre sí los oidores por Navidad, con cuyo incentivo no sólo han tenido motivo para conmutar en ellas las penas de más rigor, que eran correspondientes a otros tales delitos, sino que, huyendo de distribuirlas en los legítimos fines que se les asignaban, por no disminuir el propio ingreso, no llega el caso de que se cumplan los destierros de los que salen condenados al presidio de Valdivia, por ahorrar el costo de conducirlos hasta Lima, que es de donde se despacha el situado. Y puesto que ni en esto, ni en ninguna otra cosa equivalente, se consumen, parece que no se les puede dar destino más acertado y propio que el de los hospitales para los indios. Pero como no serían equivalentes para tantos como se proponen, se hace preciso recurrir a otros arbitrios, a fin de que, con el producto de todos, se puedan mantener; dos son los que contribuirán a ello, tales que aún puede ser excedan a lo que necesitamos. Y como éstos se deben arreglar según conviniere mejor en cada provincia, pondremos el ejemplo en las de Quito y Lima, a cuyo respecto se podrá considerar lo que conviniere más en las otras, según el tráfico y efectos que produce cada una. 44. No hay hacienda, sea de religión, de eclesiásticos seculares, o de seglares, que no se sirva de indios, en todo el Perú, como queda dicho, a excepción de las de trapiche, o ingenios de azúcar, que tiene la Compañía de Jesús en la provincia de Quito, y de las haciendas de "valles", pertenecientes a toda suerte de personas, que se trabajan con negros. En esta suposición, podemos decir, sin apartarnos mucho de lo riguroso, que son los indios los que trabajan en todas las haciendas, fábricas, minas y ejercicios de arrieros, para que se trafique de unas partes a otras, y siendo así, parece que es de justicia el que todos los que se utilizan en el trabajo de los indios, contribuyan a su curación cuando están enfermos, a fin de que su número no descaezca, pues en tanto cuanto hay indios, tendrán ganancias, y en siendo pocos, no las lograrán tan aventajadas. Empezando, pues, ya a determinar el modo de la contribución, sin que se haga pesada para los particulares, porque se debe atender no menos a éstos que a aquéllos, pudiera imponerse en la provincia de Quito sobre todos los géneros y efectos que le entran, sea por el camino de Popayán, o por las vías de las bodegas de Guayaquil, una cosa proporcionada, además, de lo que ahora pagan, en esta forma: 45. En las bodegas de Babahoyo, el Caracol, Yaguache y el Naranjal, paga de aduana una botija de aguardiente de Castilla (que es el de uvas), un real por derechos de aduanas, y puesta en Quito vale de 60 a 70 pesos; con que el que se le asignase otro real más que hubiese de pagar en la misma bodega para los hospitales, no sería cosa tan excesiva que hiciese perjuicio a nadie. Cada botija de vino de la Nazca paga, en las mismas bodegas, medio real, y vale en Quito de 20 a 25 pesos; con que el hacer que pagase otro medio real, no es demasía. Un fardo de ropa de la tierra que baja de Quito, paga real y se le podía cargar reales de hospitales; si es de ropa de Castilla (distintivo que le dan allí a todo lo que es cosa de Europa) paga reales y se le podría echar más para los hospitales. A este respecto, pudiera hacerse en todo lo demás, y subiría a tanto que, a no ser bastante este renglón sólo para mantener los hospitales, le faltaría muy poco. 46. El segundo arbitrio para la misma provincia de Quito debe recaer sobre los aguardientes que se fabrican con el jugo de la caña de azúcar, cuyo consumo es tan considerable en toda ella que no es comparable al que tiene el vino y aguardiente de uvas juntos, porque éstos le tienen muy poco y el de aquél es grandísimo, como se ha dicho en la primera parte de la Historia de nuestro viaje; esto se ha de entender a excepción de Guayaquil, porque en aquella ciudad sólo se gastan de estos frutos los que van de Lima. Este aguardiente de cañas está prohibido rigurosamente, y asignadas penas a los que contravengan en ello; pero como los remedios a esta prohibición son dar a los gobernadores nuevos motivos de ingreso, y que, indultándose los dueños de trapiches con los gobernadores y ministros, se les disimule, y aún se les dé amplia facultad para que lo fabriquen y vendan públicamente, y respecto a que es imposible lograr el fin, y que el daño que esta bebida causa a la naturaleza no es tan considerable como el que ocasiona el de uvas, parece que convendría levantar la prohibición, y que la utilidad que con ella tienen los gobernadores y demás ministros, recayese lícitamente en los hospitales, imponiendo en cada arroba el derecho de dos reales, o más si pareciese necesario, cuya carga no es más gravosa contra los dueños principales que las demás que quedan asignadas, y sería bastante, como se ha dicho, para sostener esta piadosa obra. 47. Dos razones hay en Quito para que nunca pueda faltar la fábrica y uso de este aguardiente. La primera, que la cantidad que dan de él en las pulperías por medio real, equivale a la que costaría ocho reales del de uva; y así, si no se vendiera, o habían de dejar su uso los que lo acostumbran (cosa que se puede tener por imposible en aquellos reinos), o la gente ordinaria y pobre que no pudiera soportar el costo del de uvas había de hurtar para comprarlo, siendo cosa negada el que se pasen sin él. Y la segunda, que hay muchas haciendas de cañas, las cuales no siendo propias para otra cosa por su temperamento, el jugo de la caña no lo es tampoco para otro fin que el de hacer aguardientes, porque no puede cuajar en azúcares, ni convertirse en buenas mieles, por ser aguanosos; con que, o sería forzoso que sus dueños las abandonasen totalmente, o mantenerlas con el fin de hacer guarapos y aguardientes. 48. El aguardiente de cañas, cuando no es resacado, ni es tan fuerte o violento como el de uvas, ni tan nocivo a la salud, según el dictamen del botánico que envió el rey de Francia con la compañía francesa, monsieur De Jussleu porque, además de la menor fortaleza, no es tan seco, y mucho más balsámico. Por esta razón, el mismo monsieur De Jussieu, un sujeto muy arreglado, para cuando se sentía algo indispuesto del estómago, lo prefería, tomando una corta porción de él y quemándolo primero con un terroncillo de azúcar, y aconsejaba a todos que hiciesen lo mismo, y que diesen de mano al otro; para toda suerte de medicamentos lo empleaba siempre, y nunca quería servirse del de uvas, diciendo que no sabía cómo podían haber informado a España hombres que se tuviesen por inteligentes en la medicina, que este aguardiente era más perjudicial a la salud que el otro, siendo totalmente al contrario. Del mismo sentir era monsieur Seniergues, cirujano de aquella compañía, y se servía de él, dándole la misma preferencia que el botánico. 49. En Lima no corre la misma paridad que en Quito, porque, con la abundancia que hay de vinos y aguardientes de uvas, no se fabrica de cañas, o es poco el que se hace, y, a proporción, tiene muy escaso consumo. Pero hasta la imposición sobre los géneros y efectos que entran por mar y por tierra, para obtener lo que pueden necesitar todos los hospitales de los pueblos de la jurisdicción de aquella Audiencia. Del mismo modo se debe arreglar la contribución en todas las demás y, sin que la carga venga a ser gravosa al público, hacer una obra, la mayor, más necesaria y piadosa, que se puede discurrir para el bien común de los indios. 50. Una de las circunstancias más dignas de atención en este particular, y en que se debe poner todo cuidado, es en que los eclesiásticos concurran a ella del mismo modo que los seglares, sin excepción de ninguno, porque lo contrario sería que todo el peso recayese sobre estos últimos, siendo general para todos el bien, y quienes más lo disfrutan, las religiones, por ser mayor el número de haciendas que gozan. No se les ha de permitir, por ningún motivo, el que se puedan indultar ando por una vez un tanto, mediante a que no corresponde el tal indulto, ni conviene en una cosa que debe subsistir siempre, sino que cada uno pague, de lo que entrare o sacare, el pertinente derecho de hospitalidad; ni deben exceptuarse, por lo que ya queda dicho, aquellas religiones que tuvieren preeminencias más sobresalientes que las comunes en las demás, sino que todas pasen por un mismo reglamento, pues tanto servicio reciben de los indios los que tienen estas preeminencias, como los que carecen de ellas. 51. El establecimiento de estas contribuciones, aunque tan justas y moderadas como queda visto, no dejará de encontrar bastantes contradicciones. Los dueños de haciendas dirán que es fuera de razón el que por una parte se les obligue a tener hospitales, y por otra parte a contribuir para la subsistencia de los de los pueblos; las religiones, entre éstos, saldrán representando que en sus conventos y hospicios tienen enfermerías para sí, y que en ellas se curan todos los indios que les asisten, y los comerciantes, que ellos pagan por entero a los indios cuando los emplean. Pero todo esto no debe hacer fuerza, porque tan desamparados están los indios que sirven a las religiones en las ciudades, como los que hacen mita en las haciendas, y como los que viven en los pueblos con la voz de libres. Los dueños de haciendas deben contribuir no menos al bien común de los indios libres que al de los que mantienen en ellas de mitayos, porque deben considerar que aquéllos, aunque no hagan mita (como sucede ahora), son causa de que la puedan hacer los otros, y que si se guardara el orden de la mita, deberían irse remudando, como tenemos dicho; con que no es menor el interés que tienen en los unos que el que reciben de los otros. Los comerciantes, aunque es cierto pagan por entero a los indios, y mejor que ningunos otros, deben reflexionar que no les bastaría el dinero si les faltasen indios para hacer su comercio. Y, en una palabra, que todo cuanto se cultiva y se trafica en el Perú, según queda ya advertido, se hace por medio de los indios, con que todos deben concurrir, en justicia, a su subsistencia y a procurar los medios de reparar su decadencia. 52. Determinado ya el modo de que los hospitales se mantengan, nos resta ver cuál será el que se pueda arbitrar para que todo el producto de lo asignado no se convierta en fraude, y deje de conseguirse el fin; de qué sujetos se podrá echar mano para que administren estos caudales y dispongan su distribución con celo, con inteligencia, con aplicación y con limpieza; a quién se nombrará en cada pueblo para que tenga a su cargo la administración de los hospitales, y cómo se dispondrá todo de suerte que se luzca y que los indios gocen beneficio tan grande. Si se les hace el encargo de esta dirección a los obispos, aunque estos prelados quieran manifestar el mayor celo que es posible, toda la vez que ahora no remedian los desórdenes de los curas y de los demás eclesiásticos que están a su disposición, ¿qué seguridad puede haber de que lo hagan en asunto que no grava tanto sus conciencias como aquél? Poca, mayormente cuando, siéndoles forzoso descargar lo fuerte de este peso sobre otras personas de su confianza, es darles ingreso a éstos y quitar comodidad a los indios. Si se encarga de ello a los gobernadores, es lo mismo que agregarles una nueva renta a las muchas que ellos se procuran. Si se da a las religiones hospitaleras, como a la de Nuestra Señora de Belem, establecida en todos aquellos reinos, o a la de San Juan de Dios, será agregar riquezas a las comunidades, sobre las muchas que allí tienen, sin beneficio del público, ni esperanza de tenerlo. Sólo un arbitrio hay, el único a nuestro parecer que puede salvar los inconvenientes de aquéllos, y es que todo este negocio se ponga al cuidado y celo de los padres de la Compañía, pues aunque su instituto no sea de hospitalidad, el dirigir este negocio no es ser hospitaleros, ni es menos piadoso y agradable a Dios el de tomarlo a su cargo que el de la predicación y enseñanza del Evangelio, pues uno y otro son actos de caridad, la cual en ninguna religión, de las que hasta el presente se hallan establecidas en las Indias, se nota con las ventajas que en ésta, en cuyo asunto nos dilataremos lo necesario cuando tratemos de las religiones. Con que sería muy acertado encomendarle a la Compañía esta obra tan importante, y aun obligarla a que la admitiese, si se reconociese necesario. Pero para evitar que el público o las demás religiones, movidas de la natural envidia que regularmente acomete a la mayor confianza, fulminasen contra ella las poco fundadas voces que han solido, pretendiendo manchar el acierto de su conducta, se dispondría todo con las precauciones necesarias, como las que podremos exponer, u otras equivalentes, que lo evitasen. 53. A la religión de la Compañía había de pertenecer el percibir inmediatamente todo lo asignado a hospitales, sin que entrase en las cajas reales, ni los oficiales de la Real Hacienda tuviesen intervención en ello; sólo sí intervendría, como de testigo autorizado, con consentimiento expreso, el protector fiscal de los indios, haciendo el oficio de tal en lo referente al producto del derecho de hospitalidad, y no en otra cosa si no para dar razón al Consejo de Indias inmediatamente, y sin que las Audiencias pudiesen tener tampoco más conocimiento en este asunto que los oficiales reales, a fin de evitar con esto el que el producto de la hospitalidad se aplicase a otro destino que el legítimo suyo, con cualquiera urgencia o motivo que se ofreciese y que los oficiales reales pudiesen oscurecer parte de su producto, retardar las entregas, pretender gajes o tener algún otro arbitrio en ello. 54. Se le debería conceder a la religión de la Compañía que por sí, con intervención del protector fiscal, pudiese nombrar los administradores y guardas necesarios para que éstos percibiesen los derechos de los hospitales, y que los minasen a su salvoconducto siempre que les pareciese, gozando aquellos a quienes diesen estos empleos y ejercicios los mismos fueros y preeminencias que tienen los que están empleados en las rentas reales. Pero si le pareciese a esta religión conveniente el poner administradores o procuradores de su misma religión, que lo pudiese hacer, pero que en este caso hubiese de haber un tesorero seglar que percibiese el dinero de la primera mano, el cual debería ser nombrado por la misma Compañía, con intervención del protector fiscal. 55. Cada mes se debería hacer la entrega del dinero a la Compañía, y el administrador o tesorero manifestar sus libros de entradas al protector, para que éste tomase una razón por mayor de la que hubiese habido en él. Y en todo lo demás la Compañía sería libre para distribuir el dinero, nombrar un administrador de hospital en cada pueblo, y mujeres para que asistiesen en ellos, que son allá las curanderas, y demás providencias necesarias. 56. El protector fiscal debería enviar al Consejo de Indias cada año, según se ha dicho, la razón del dinero que la Compañía hubiese percibido, y esta religión la de su distribución por menor, sin más justificación que la de su dicho, el cual es digno de mayor fe que los que pueden venir autorizados de jueces y escribanos. Porque cuando hay extravío en la distribución concurren todos a él, y unos ocultan la mala conducta de los otros, por cuya razón es difícil llegar a conocer acá lo que allá se ejecuta. 57. Déjase comprender que la Compañía tomaría sus medidas en todo, empezando por hacer elección de un sujeto de gobierno, inteligencia y capacidad que manejase todos los fondos a imitación de los procuradores que tiene en todas las provincias para el de las rentas que les pertenecen. La misma Compañía tendría otros procuradores de la misma religión en cada colegio particular, para que estuviese al cargo de él el gobierno económico de los hospitales que perteneciesen a cada corregimiento, lo cual consistiría solamente en dar esta comisión a uno de los sujetos que asistiesen a él, sin que en esto se les siguiese perjuicio alguno, mediante que en todos ellos tienen colegios, y en uno u otro donde faltase, como sucede en la provincia de Quito, que de todos los corregimientos que le pertenecen, sólo en el de Chimbo no tienen colegio, allí destinarían un sujeto para que residiese en alguna de sus haciendas, o, si no la tuviesen, podían agregar esta procuraduría a la más inmediata. Con lo cual estarían celados, y en un permanente ser, todos los hospitales, con buena asistencia, sin que hiciese falta nada, bien servidos y sin que se desperdiciase en extraviados fines lo que se asignase para ellos. Porque además del don de gobierno, en que todos convienen a favor de esta religión, su celo, su eficacia, su caridad y el amor particular con que mira y trata a los indios, son prendas que se hallan tan elevadas en todos sus individuos que los hace dignos y únicos acreedores a tanta confianza, cual la necesita y pide el cuidado de los indios, los cuales, verdaderamente menores, hoy no tienen quien mire por ellos, aun con aquella precisa caridad de prójimos. 58. Para cualquiera otra especie de tribunal, comunidad, o sujeto a quien se hiciera este encargo, que no sea la Compañía, no le serviría de pensión o carga, sino de comodidad y provecho, porque aunque empezaran con fervor como les sucedió a los padres betlemitas en Quito, cuando consiguieron que se les adjudicasen las rentas de aquel hospital y lo tomaron a su cargo , después se aplicarían al aumento de la propia utilidad, dejando el fin principal tan decaído cuanto ya está dando a entender la experiencia en aquél, y como se está palpando en las memorias de los demás hospitales que se fundaron de orden de Su Majestad, y a sus reales expensas, en las principales poblaciones de aquella provincia; esto es lo que no hay motivos de recelar de parte de la Compañía. Para esta religión sería pensión verdaderamente este encargo y, por tanto, habría la precisión de remunerárselo en algo, lo cual podría ser en que sus géneros y efectos no hiciesen ninguna contribución con fin de hospitalidad, mediante que bastaba la de dar y mantener procuradores en todos los corregimientos para que cuidasen de todo lo perteneciente a hospitales. Pero porque esta gracia, que bien mirada sería justicia, enconaría más los ánimos de las otras religiones contra ésta, y aun los de algunos seglares (aunque no todos), para que no causase en ellos tanto reparo, convendría que, por lo perteneciente a aguardientes, no pagasen nada, lo cual no sería para ellos más que una gracia distintiva de honor, en que se perpetuaría a la memoria la rectitud con que observan y guardan las órdenes del soberano, porque en sus haciendas y trapiches no se ha fabricado nunca aguardiente de cañas para vender, y que de todos los demás géneros contribuyesen con la mitad de lo que correspondería, o con aquello que pareciese conveniente, únicamente para que no tuviesen que decir, o fulminar, como lo suele hacer la indiscreción. 59. Esta obra sería la más heroica y la más agradable a Dios que se puede imaginar. Los hombres desapasionados y que tuvieren conocimiento de aquellos países lo sentirán así, y aún los mismos que los habitan, cuando reflexionen, no dejarán de conocer cuán necesaria es y la grande utilidad que facilitará a todos, conteniendo tanta mortandad de indios como perece por falta de un recurso semejante. Por esto no hemos escrupulizado en detenernos algo sobre ella y en proponer los medios que nos han parecido más propios, según los podemos alcanzar, con el buen fin de que se repare en parte aquella miserable gente, y que se les procuren los mejores medios de aliviarlos en tanta miseria y desdicha como la que están experimentando y padeciendo.
contexto
SESION SEXTA Dáse noticia del servicio que hacen los indios en varias especies de haciendas para su cultivo y en fábricas de telares de la mita, y del gravamen que de ella les resulta a los indios; y, últimamente, del rigor con que se les trata 1. Sin suponer cosa que no sea cierta, ni hacer ponderación que aparte nuestra narración de los términos de la verdad, podemos sentar, como cosa indisputable, que todas cuantas riquezas producen las Indias, y aun su misma subsistencia, es sudor de sus naturales, porque, si bien se repara, con ellos se trabajan las minas de oro y plata; con ellos se cultivan las tierras; ellos guardan y crían los ganados y, en una palabra, no hay trabajo recio en que no se empleen, siendo de todo ello tan mal recompensados que, si se quieren averiguar las gratificaciones de parte de los españoles, no se hallará ninguna más que un continuo y cruel castigo, menos piadoso que el que se ejecuta en las galeras. La religión ya queda visto del modo que se les da, quedando cuestionable en el prudente juicio si, verdaderamente, es o no más culpa de los que la enseñan que de los que deberían admitirla el dejar de tener en ella toda la solidez necesaria de verdaderos cristianos. Si nos detenemos en el oro y la plata que adquieren a costa de su sudor y trabajo, nunca llega el caso de parar en sus manos; si en los frutos que produce la tierra a espensas de su labranza, o los ganados que guardan y crían, casi nunca o en muy pocas ocasiones llega el caso de alimentarse con ellos y, finalmente, si en las mercancías que van de España, tampoco se les proporciona ocasión de usar de ellas, pues toda su manutención consiste en el maíz y hierbas silvestres, y su pobre y reducido vestuario se ve ceñido a aquellas rústicas telas que tejen sus mujeres, nada adelantadas a las que usaban en tiempo de la gentilidad. Con que por todas partes se halla verificado que, siendo cuanto producen las Indias efecto del trabajo de sus naturales habitantes, y éstos quien lo contribuyen, son los que menos los gozan y los que menos recompensados se encuentran del afán de sus tareas. 2. Para que se pueda hacer juicio sólido, tanto de lo que queda dicho en las dos sesiones antecedentes, como de lo que comprenderá ésta, es forzoso suponer que la vida y ejercicio de los indios en los corregimientos es conforme a las riquezas y producción de las provincias. Porque en aquellos donde hay minas que se trabajan, y no haciendas, los indios hacen mita en parte, y parte de ellos queda reservada del trabajo, alternativamente. Los que en su jurisdicción tienen haciendas y minas, los indios de mita se dividen y se reparten en los dos ejercicios: uno de sacar los metales de las venas de la tierra, y otro de labrarla y darle el cultivo necesario para que produzca los frutos. Los corregimientos que meramente son de haciendas u obrajes (que es lo que allá se entiende por fábricas de telares), en éstos se emplean todos los indios de mita en sus labores y tareas. Y hay también corregimientos en donde los indios no hacen mita, porque las haciendas se trabajan con negros esclavos y no hay minas de labor en aquellos contornos. 3. También es de suponer que los indios a quienes hostilizan los corregidores son los libres, esto es, los que no están de mita, porque los que se hallan empleados tienen bastante pensión con la precisión de cumplirla. 4. Consiste la mita en que todos los pueblos deben dar a las haciendas de su pertenencia, para que se trabajen, un número determinado de indios, según su erección; y lo mismo a las minas cuando, habiéndolas registrado sus dueños, han conseguido que se les conceda mita para hacer sus labores con más conveniencias. Estos indios deberían hacer mita en tiempo de un año y, concluido, restituirse a sus pueblos, porque yendo en su lugar otros a mudarlos, deberían quedar libres hasta que les volviera a tocar el turno. Pero esta formalidad, aunque bien dispuesta por las leyes, no se guarda ya, y así, lo mismo es para los indios el trabajar en mita para el amo de la mina o hacienda, que trabajar de libres para utilidad del corregidor, pues de ambos modos les es igual la pensión. Todos los corregimientos de la provincia de Quito, y los demás que siguen en las otras provincias del Perú hacia el Sur y son de serranía, tienen mita. Todos los de valles, hasta las jurisdicciones de Pisco y Nasca, no son de mita, por no haber en éstos minas de labor, y cultivarse la mayor parte o todas las haciendas que corresponden a valles, con negros esclavos; pero los que comprenden parte de serranía, en la extensión de ésta hacen sus indios mita. Esto asentado, diremos lo que sucede en la provincia de Quito, y de ello se puede venir en conocimiento de lo que pasa en todos los otros corregimientos, en quienes corre una misma paridad. Y para hacerlo con más formalidad será preciso dividir las haciendas en cuatro clases, que serán: la primera, haciendas de sembradío; segunda, de hatos o vaquerías; tercera, de rebaños, y la cuarta y última, de obrajes. Debiéndose regular las de trapiche, que es una quinta especie, como las de la primera. 5. En las haciendas del primer orden, gana un indio gañán mitayo al año, según el paraje o corregimiento, pero lo regular es de 14 a 18 pesos; y además de esto, le da la hacienda un pedazo de tierra, como de 20 ó 30 varas en cuadro, para que haga en él una sementera, y le presta también los bueyes para que la are, quedando por esta paga obligado el indio a trabajar 300 días en el año, y a hacer tarea en cada uno. Y los restantes 65 se le dispensan por los domingos, fiestas de precepto para ellos, enfermedades u otro accidente que les estorbe el que puedan trabajar, y los mayordomos de las haciendas van apuntando, por semanas, todos los que cada indio ha trabajado, para ajustarle la cuenta al fin del año. No son solamente los indios mitayos los que se emplean en el trabajo de aquellas haciendas, sino también sus mujeres y los hijos capaces para ello, mas no por esto adelantan alguna otra ganancia más que la del igual rigor al que le corresponde al marido por la mita. Emplean a las mujeres y muchachos en la siembra del maíz, papas y otras simientes de plantío, en desherbar toda suerte de sementeras, y en cosecharlas y desgranarlas, y por este tenor en cuantas cosas se ofrecen en las haciendas. Con que es de gran conveniencia para los amos tener, con un criado tan mal pagado como queda dicho, tantos que le sirvan con tal género de sumisión. 6. Este indio, poniéndolo en un medio, paga ocho pesos de tributo en cada año, cuatro a la mitad; pues aunque hay parcialidades de indios que pagan menos, hay, por el contrario, otras que contribuyen más. Con que descontados de los 18 que gana, le quedan 10, y rebajando de éstos el costo de un capisayo, que consiste en tres varas de jerga, a razón de a seis reales, le vienen a quedar libres siete pesos y seis reales, con los cuales, y lo que le rinde la chacarita, se ha de mantener él, con su mujer e hijos, ha de hacer las fiestas de Iglesia que le asignare el cura, y se ha de vestir toda la familia. Pero aún hay que hacer otra rebaja, y es que la hacienda le da cada mes una media fanega de maíz, y se la cargan por el mismo precio a que vale en la ciudad, sin considerarles de menos el importe del flete de su conducción, el cual sube a veces tanto como vale el maíz cuando está barato. Con que, puesto por un precio ínfimo, será a seis reales la medía fanega, y las 12 que regularmente se le dan en el año componen nueve pesos, con que ya el indio, después de haber trabajado todo el año, habiendo cogido seis fanegas de maíz, un capisayo y lo poco que puede usufructuarle la chacarita, que por ser tan poco es preciso que la hacienda le socorra con la media de maíz mensual, queda adeudado en un peso y dos reales. Pero aún no es esto lo más, sino que si (como hemos visto suceder) acierta a morirse en el páramo alguna res, la llevan a la hacienda y, para que no se pierda su valor, la reparten entre los indios, y aunque se les carga a precio moderado, siempre es cara, pues suele estar de tal suerte que sólo para dejar-la a los irracionales era buena. 7. Si la desgracia quiere que se le muera al indio algún hijo, o la mujer, o tiene alguna de las funciones de Iglesia a que los fuerzan los curas, entonces es menester que contraiga otro empeño con el dueño de la hacienda para que le supla lo que necesita; con que al cabo del año está adeudado en tanto o poco menos como lo que gana, sin haber entrado dinero en su poder, ni cosa que lo valga, y entonces pretende adquisición de derecho el amo sobre él, y no lo deja hasta que le pague la deuda; pero a proporción que le sirve, se acrecienta más y queda hecho esclavo por toda la vida él, y los hijos después que muere el padre. 8. Queda dicho que hay unos indios que pagan más por el tributo que otros, y en este particular son los menos pensionados los que pertenecen a encomiendas; pero esto no redunda de ninguna manera en beneficio de los indios, como debería ser, sino en provecho de los amos, porque a proporción les pagan menos salario por la mita, sin otro fundamento ni motivo que la de no tener tanto que satisfacer los indios por los tributos, cuando está patente a la razón que el tenerlos moderados la piedad de los soberanos, no es con otro fin que el de concederles a los mismos contribuyentes un privilegio por el cual les quede menos pesada la carga de esta contribución. 9. Otro rigor se practica con aquella gente, que aun para con los irracionales parecerá irregular y despiadado. Y es que el año que vale el maíz a tres o cuatro pesos por haber sido estéril, todos los frutos se aumentan en proporción, pero no así el salario de los mitayos, y como aquella simiente, que es su único sustento, tiene estimación y sus dueños desean convertirla en plata, dejan de darle a los indios aquella cantidad con que los socorren cuando está abundante, porque ni sus salarios alcanzan a la paga de su importe, ni los indios tienen otros bienes ni caudal con que comprarla fuera de los que produce su trabajo personal, y abandonados sin caridad a la miseria, los dejan perecer de necesidad. Esto se experimentó así en la provincia de Quito los años de 1743 y 1744, en que fue grande la escasez que hubo de estos granos, y mayor la impiedad con que los amos trataron a los mismos indios que les cultivaban las haciendas, a los cuales les suspendieron los socorros totalmente, y de aquí provino el ser muy considerable la mortandad de indios en todas las haciendas, además de la excesiva que experimentaron los pueblos, que los dejó casi asolados. 10. La producción de aquellas cortas chacaritas que siembran los indios, se reduce a un poco de maíz y algunas papas, en tan pequeña cantidad que en sí, en las gallinas y en otros animales que crían sus mujeres, lo consumen a proporción que toman sazón. La ocasión única en que prueban carne en todo el discurso del año es, como queda advertido, cuando se muere alguna res y se recoge antes que los cóndores o buitres la hayan concluido; su calidad ya se puede inferir, pues además de ser mortecina, suele ya tener tan mal olfato que es del todo insoportable. Y lo más tiránico en este asunto es que el que no la recibe voluntariamente, la ha de tomar por fuerza, y tal vez si pone en ello repugnancia, suele emplearse en él, a este fin, el castigo. 11. Los indios que hacen mita en las haciendas del segundo orden, es decir, las de hato o vaquería, suelen ganar alguna cosa, aunque corta, más que los gañanes, pero, a correspondencia, es su trabajo mayor. Hácesele cargo en estas haciendas a cada indio de un determinado número de vacas para que tenga cuidado de ellas, y de su leche ha de hacer los quesos que están regulados por cada una, los cuales se le entregan al mayordomo el último día de la semana, y éste los recibe por peso, con tanta prolijidad y rectitud que todo lo que falta del peso que deben tener es de cargo para el indio, siendo así que, aunque en parte puede provenir la falta de haberse aprovechado de alguna parte de la leche, por lo regular es dimanada de que las vacas no dan siempre una misma cantidad, o de que el descuido que pudo haber con algunas crías, la disminuyó. Sin considerar nada de esto, se le va aumentando el cargo a los indios, con tanto exceso que, al cabo del año, cuando deberían concluir la mita y quedar libres, se hallan más esclavizados que nunca, porque no teniendo con qué satisfacer aquella imaginada deuda, se ven precisados a continuar sirviendo a la hacienda, que es a lo que se reduce todo el recurso que les queda en semejantes casos. Este asunto lo indagué bastantemente en aquella provincia, y, por un sujeto que había manejado mucho tiempo las haciendas más cuantiosas que hay en ella, supe, con no pequeña admiración, que cuando entraron estas haciendas en su dirección, montaba la deuda de que se les hacía cargo a los indios más de 80.000 pesos en todo, sin que ellos hubiesen corrido con la venta de lo que las vacas producían, ni tenido otra incumbencia más que la de guardarlas y hacer los quesos que podían dar con su leche. 12. Parece que las deudas de estos indios, tanto en éstas como en las primeras haciendas, siendo gente que está insolvente, quedan reducidas a puras aprehensiones de la idea, y que de ellas es poco o ninguno el perjuicio que se les sigue a los indios. En parte sucede así, y en parte es al contrario. Es perjuicio para los indios estar adeudados con la hacienda, porque todo cuanto en particular pueden criar o agenciar, después de haber cumplido con el trabajo de su obligación, se levanta con ello el dueño de la hacienda por cuenta de la deuda, y cuando no lo hacen ellos por sí voluntariamente, los cargan de nuevos trabajos para que se desquiten, sin que nunca llegue este caso de estarlo totalmente; pero no es gravamen para ellos el quedar esclavizados por toda la vida en la hacienda, porque si se restituyeran a sus pueblos no estarían menos pensionados con la carga de los corregidores. A no ser así, y equivaler casi el gravamen y extorsiones de éstos a las de los dueños, sería injusticia grande el que no se mudasen cada año, porque estando en sus pueblos vivirían aquel tiempo con libertad, y ganarían para mantenerse con formalidad, ya fuese en el jornal diario o empleándose en los mismos ejercicios en que se ocupan los que permanecen en ellos, cuyas utilidades bastarían para sobrellevar, sin demasiado fastidio, la pensión de los tributos y la carga de la mita, pero de este desahogo se les defrauda por la insaciable codicia de los que los gobiernan. 13. En las haciendas del tercer orden, que son las de rebaños, gana cada indio pastor 18 pesos, teniendo a su cargo una manada completa, y si tiene dos, gana algo más, aunque no el doble, como correspondería. Estos indios, que parece deberían ser los más bien librados, no están menos sujetos a la esclavitud que los demás, porque, siendo responsables de las manadas, se les hace cargo de todas las ovejas que les faltan al cabo del mes, a menos de que las haya entregado muertas, lo cual es tan difícil para ellos que es inconsideración la de pretenderlo, porque los parajes en donde estos indios pastean y habitan con sus manadas son en lo interior de los páramos, entre aquellas cañadas que forman entre sí las lomas y cerros de ellos, totalmente despobladas de otra cosa sino es de las ovejerías. Las caserías principales de estas haciendas suelen distar de aquéllas tres o cuatro leguas, y como en éstas se hacen también sementeras y son los mismos indios pastores los que se emplean en sus labores, es preciso que para atender al cultivo de las tierras dejen encomendados los rebaños a su mujer o hijos, no más grandes que de cinco a seis años, porque en teniendo suficiente edad para poderse ocupar en algo, trabajan en beneficio de la hacienda; con que, en el ínterin que está ausente, suelen morírseles algunas, quedando extraviadas en lo inculto y dilatado de aquellos páramos, y si tiene la desgracia de no encontrarlas cuando las echa de menos y las busca, se le hace cargo de ellas al cabo del mes, cuando se cuenta su manada, y sólo se le pasan en cuenta las que entrega vivas y muertas. Pero aunque nunca le obligara la hacienda a dejar la manada entregada a su mujer, no pudiera haber justicia que les condenara a la paga, mediante que es uno solo el que cuida de toda la manada, y tales los arajes de aquellos páramos que no es dable seguir con a vista todo el rebaño por entre quebradas, ciénagas, pajón y ladera; ni tampoco es evitable por el que las guarda el librarlas de las garras de los cóndores, pues, como sucede muy de continuo, y se ha referido en el primer tomo de la Historia de este viaje, a vista del pequeño cholito que guardaba una manada, y a la mía, bajó violenta una de estas aves, y haciendo presa en un cordero, se remontó con él sin que lo contuvieran los gritos del muchacho ni los ladridos de los perros. 14. Para que se vea más claramente la injusticia con que se trata en todo a los indios, se nos permitirá que comparemos aquellos indios pastores con los de acá de Europa, y la considerable diferencia de los unos a los otros servirá de prueba a lo que queda dicho. 15. Una manada de ovejas se regula en España por 500 cabezas, y para guardarla mantiene su amo un pastor y un zagal, que son dos hombres. En Andalucía gana el pastor 30 reales al mes, que son al año 24 pesos, y el zagal 20 reales, que componen 16 pesos, y unos y otros hacen 40 pesos; pero además de este salario, los ha de mantener el amo de pan, aceite, vinagre y sal, y ha de mantener los alanos, les ha de dar jumentos para llevar el hato, y, así que pasan de tres manadas, ha de mantener un rabadán para que continuamente las cele todas, el cual gana más salario que los pastores, y el amo le provee de caballo. En el Perú se regula cada manada por 800 a 1.000 cabezas, y se guarda con un solo hombre, que es el ovejero (conforme allí los llaman); éste no gana más que 18 pesos al año, de los cuales se ha de mantener él, su mujer e hijos, y los perros que le han de ayudar a cuidar del rebaño; pero de estos 18 pesos se ha de descontar el tribu-to, que siendo ocho pesos, puesto en un medio, sólo le quedan 10 para todo lo demás, y su amo no le da ninguna otra cosa. No se puede atribuir la cortedad de estos salarios a baratura de la tierra, pues, bien por el contrario, todo es en ella incomparablemente más subido de precio que en España. Lo mismo sucede en las otras suertes de haciendas, con que, sin escrúpulo, se puede asegurar que un país donde cuanto se come y viste es caro, se particulariza en ser el servicio de sus naturales barato con extremo, lo cual no puede suceder de otra forma sino vistiendo ellos tan reducidamente como se anotó en el mismo tomo de la Historia ya citado, manteniéndose con las hierbas silvestres del campo, y con maíz tostado o un poco de cebada molida, sin más aderezo ni composición que la de la harina. 16. En el cuarto y último orden de haciendas, que son los obrajes, parece se refunden todas las plagas de la miseria; allí se juntan todos los colmos de la infelicidad y se encuentran las mayores lástimas que puede producir la impiedad. Bien conocido ha sido esto de los ministros que ha tenido España y, en su consecuencia, se han tomado las más serias providencias que ha podido dictar la razón y aconsejar la justicia, pero la lástima ha sido que la libertad de aquellos países no ha dado lugar a que hayan tenido la debida observancia, según iremos viendo. 17. Son los obrajes un conjunto de las otras tres clases de hacienda y, fuera de las tierras que se cultivan, de las vacadas y de los rebaños, son las fábricas en donde se tejen los paños, bayetas, sargas y cosas de lana, que en todos los reinos del Perú se denominan con la voz de ropa de la tierra. En los tiempos pasados solamente había obrajes de cosas de lanas en la provincia de Quito, pero ya en los presentes se han establecido en las demás, aunque lo que se fabrica en las otras que están al sur de la de Quito son pañetes y algunas bayetas y jergas, debiéndose considerar aquéllos como paños muy ordinarios; pero hay provincias, como la de Cajamarca, donde se hacen tejidos de algodón y hay obrajes para este fin. 18. Para formar un perfecto juicio de lo que son los obrajes, es preciso considerarlos como una galera que nunca cesa de navegar y continuamente rema en calma, alejándosele tanto el puerto que no consigue nunca llegar a él, aunque su gente trabaja sin cesar con el fin de tener algún descanso. El modo de gobernarse los obrajes, el trabajo que tienen en él los indios a quienes comprende esta desgraciada suerte, y el riguroso castigo que experimentan aquellos miserables, aún puede ser que exceda a la comparación que se ha hecho, después de bien considerado. 19. Empieza, pues, el trabajo de los obrajes antes que aclare el día, a cuya hora acude cada indio a la pieza que le corresponde, según su ejercicio, y en ella se les reparten las tareas que les pertenecen; pero luego que se concluye esta diligencia, cierra las puertas el maestro de obraje y los deja encarcelados en ella. Al mediodía abre para que las mujeres de cada uno les entren la pobre y corta comida con que se han de sustentar, lo cual dura muy poco tiempo, y vuelven a quedar encerrados; a la noche, cuando ya la oscuridad no da lugar a que puedan trabajar, entra el maestro de obraje a recoger las tareas. Aquellos que no las han podido concluir son castigados con tanta crueldad que no es comprensible, y hechos verdugos aquellos hombres impíos, descargan a cientos los azotes sobre los miserables indios, porque no saben contarlos de otra manera, y, para conclusión del castigo, los dejan encerrados en la misma pieza o los ponen en el cepo de la que sirve de prisión, pues aunque toda la casa lo es, tienen lugar determinado con cormas para castigarlos más indignamente que lo que se puede hacer con los esclavos. En el discurso del día, hace el maestro de obraje, su ayudante y el mayordomo varias visitas en cada pieza, y el indio que encuentran descuidado en algo es inmediatamente castigado en la misma forma, con 100 ó 200 azotes, y prosigue después su trabajo hasta que es hora de dar de mano, y entonces se suele repetir en él el castigo. 20. Esto se ejecuta cotidianamente con los indios mitayos de los obrajes, y el castigo no les sirve de indulto para dispensarles la satisfacción de la deuda, pues, asentándoseles todas las faltas de tareas que hacen, permanecen obligados a completarlas al fin del año. Y así, sucesivamente, de unos en otros se acrecienta la deuda cada vez más y más, y con visos aparentes de razón se hace poderoso el derecho del amo para esclavizarlos, y lo quedan para siempre con todas sus familias. Aun todavía se tratan estos indios con algún amor y caridad respecto de lo que se ejecuta con aquellos que los corregidores condenan a los obrajes por haber dejado de pagar el tributo con puntualidad cuando les hacen cargo de él, y muchas veces como ya se ha dicho sin deberlo legítimamente. Estos indios ganan al día un real; medio se les retiene para pagar al corregidor, y el otro medio se asigna para su manutención, lo cual no es suficiente para un hombre que trabaja sin cesar todo el discurso del día. Y en prueba de ello, imagínese qué podrá comprar por medio real de plata, en aquel país, que sea capaz de sustentarlo, cuando ni aun tienen suficiente para la chicha, cuya bebida es tan necesaria en los indios, por hallarse acostumbrados y como connaturalizados con ella, que los alimenta y fortalece tanto como lo que comen. Además de esto, como el indio no es dueño de salir de aquella prisión, se ve precisado a tomar lo que el amo le quiere dar por aquel medio real; éste, con la autoridad de tal y el fin de no desperdiciar nada, aprovecha en ellos el maíz o cebada que se le ha dañado en las trojes, las reses que se le mueren e infestan el aire y, a este respecto, lo más malo y despreciable de sus frutos. De esto nace que aquellos indios enfermen al poco tiempo de estar en aquel lugar, y consumida su naturaleza, por una parte, con la necesidad, por otra, con la repetición del cruel castigo y, por otra, del mismo accidente que contraen con la mala calidad de su alimento, mueren aún antes de haber podido pagar los tributos con los jornales que hasta entonces han devengado. El indio pierde la vida y el país aquel habitante, de lo cual se origina la disminución tan grande que se reconoce de esta gente. 21. Tal es la lástima que causan cuando los sacan muertos, que conmoviera a compasión a los más despiadados corazones: sólo se ve en ellos un esqueleto que está diciendo la causa y motivo de haber perecido. Y la mayor parte de éstos mueren en los mismos obrajes con las tareas en las manos, porque aunque se sientan indispuestos y lo den a entender en los semblantes, no es bastante para que aquella tirana gente que los tiene a su cargo, los exceptúe del trabajo o procure su remedio antes, pues, acostumbrados a mirarlos con todo aborrecimiento, si los envían al hospital es cuando sus fuerzas están tan decaídas que fallecen sin llegar a él, y son felices los que tienen resistencia para ir a morir dentro de él. Por esto causa más temor en los indios el que los pongan en los obrajes que ningún otro castigo de los rigurosos que ha inventado la impiedad contra ellos; las indias, sus mujeres, empiezan a llorar su muerte desde el instante que los condenan a esta pena; los hijos hacen lo mismo respecto de los padres, y éstos por sus propios hijos no les queda recurso que no tomen para libertarles, y llega su desconsuelo al último extremo cuando sus diligencias no producen el efecto que desean. Y con sobrada razón se explica tanto su sentimiento, a vista del suplicio adonde ver conducir a las personas a quienes les recomienda el cariño y la unión del parentesco; entonces dirigen al cielo sus clamores, cuando en la tierra, hechos todos contrarios suyos, y sin atender a ninguna razón los que deberían atenderlos, los dejan abandonados a tanta infelicidad. 22. Diráse que el poner en los obrajes a los indios cuando dejan de pagar los tributos reales es necesario recurso para resarcir la pérdida, y por lo tal, se les permite que lo ejecuten así a los corregidores u otras personas que tengan esta cobranza a su cargo. Pero las Leyes de Indias, ni las estrechas órdenes de nuestros soberanos cerca de su observancia, ni disponen que se trate a los indios con crueldad tan grande como allí se practica, antes ordenan lo contrario, ni pudieron ser bastantemente circunstanciados los informes en que se fundaron para convenir en la asignación de una paga de jornal tan limitada, pues siempre atenderían los soberanos y sus Consejos a que, con la que se les hiciese a los indios en los obrajes, tuviesen para mantenerse y les quedase con qué irse descargando de la deuda. En el pie que al presente están, no se consigue ni uno ni otro, y así, mal pudo ser ésta la intención de semejante instituto. 23. El arbitrio de condenar los indios a estos abominables lugares se ha hecho tan común, que ya se destinan a la muerte civil de ellos por otros muchos asuntos. Una deuda corta y particular es bastante para hacerlo, y de autoridad propia les impone este castigo cualquiera particular; en los caminos se encuentran indios amarrados de los cabellos a las colas de los caballos, conduciéndolos a los obrajes los mestizos y la demás gente vil que puebla aquellos países, y tal vez por delitos tan leves como haberse ausentado de la dominación del que los lleva, huyendo de las crueldades que usan con ellos. Y aunque se quiera esforzar la tiranía con que trataban a estos indios los encomenderos en los principios de la conquista, no me persuado yo llegase a la que ahora ejecutan en ellos españoles y mestizos; y si entonces se servían de ellos como esclavos, tenían un solo amo en el encomendero, mas, en lugar de éste, se han instituido el corregidor, el cura y los dueños de las haciendas, que los tratan con más inhumanidad que la que se puede tener con los esclavos. 24. Estas noticias han llegado a la inteligencia de los soberanos y al conocimiento de sus celosos ministros en otras ocasiones antes que ésta, y en su consecuencia se repitieron las órdenes, prescritas desde mucho tiempo antes, para que se hagan visitas de obrajes por ministros de buena conciencia, integridad, justicia y desinterés, a fin de que, reconociendo el modo con que en ellos se trata a los indios, se reformase todo lo que es contra ellos, y se hiciese castigo severo en los dueños de obrajes que lo mereciesen. Pero todo el acierto de tan admirables disposiciones no ha podido producir, para aquella gente, el éxito favorable que correspondía, porque nunca han llegado a tener efecto las visitas y, por consiguiente, ni la reforma en la tiranía. Y aunque, entre las muchas personas de mala conciencia no han faltado otras que, con cristiandad y celo desinteresado, lo pretendieron ejecutar, encontraron en ellos tan altos montes de dificultad que, no acomodándose a recibir las crecidas sumas en que se indultaban los dueños de obrajes (como regularmente lo hacen los demás), se vieron precisados a abandonar la empresa sin concluirla. Sobre lo cual podrán servir de ejemplo los dos casos siguientes. 25. Proveyó el rey que está en el cielo, el señor don Felipe V, en uno de los corregimientos del Perú al padre José de Eslava (entonces seglar), hermano del virrey actual del Nuevo Reino de Granada, don Sebastián de Eslava, y de don Rafael, que fue gobernador de Castro Virreina y presidente de Santafé. LLegó este caballero al Perú en ocasión que le faltaba algún tiempo al corregidor a quien iba a suceder, y hecho capaz el virrey que gobernaba entonces aquellos reinos de sus singulares prendas, le nombró con grande acierto por juez visitador de los obrajes de la provincia de Quito, para que se ocupase en esto ínterin que se acercaba el tiempo de tomar posesión en su corregimiento. Llegó a Quito con esta incumbencia, y desde aquella ciudad, donde le visitaron todos los interesados en los obrajes, empezaron a persuadirle que se redujese al método que se había seguido hasta entonces y que no pretendiese innovarlo, el cual consiste en recibir de cada uno los regalos de dinero que le hacen, y formar una papelada llena de falsedades para que conste por ella lo que no se ha hecho, y que queden las cosas en el mismo estado, y las tiranías en su tenor. El desinterés y justificación de este caballero eran grandes, y aunque no muchos sus años, procedía en todo con sobrada madurez, y conociendo con ello la fuerza de aquella maldad y sus lastimosas consecuencias, despreció unos consejos tan depravados y, resuelto a gobernarse con integridad y limpieza, salió de Quito y se dirigió hacia el corregimiento de Otavalo, que es el primero que se sigue a aquél por la parte del Norte, con el ánimo de dar principio a su comisión y de hacer justicia a todos. Llegó a una hacienda cuyo nombre es Guachala, que está al principio del llano de Cayambe y, por ser de obraje, quiso empezar desde ella las diligencias de su visita; el dueño de esta hacienda le recibió con mucho agrado y grandes aparatos de obsequio, y puesto de acuerdo ya con los demás dueños de obrajes de aquella jurisdicción, les pasó aviso de estar el juez en el suyo, con cuya noticia pasaron todos inmediatamente a ella a cortejarlo y llevarle al mismo tiempo algunas talegas de plata que habían juntado entre sí con el fin de prevenirlo con este presente, ganándolo por tal medio a su partido, y que no hiciese en su visita más diligencia que la de ceñirse a sus voluntades. Empezaron a tratar con él descubiertamente, mas viendo que no eran fáciles de conseguir sus intentos porque rechazaba el dinero y permanecía en el ánimo de hacer la visita con la formalidad que pedía el negocio, pasaron a ser amenazas los cortejos, y, quitando el embozo, le dieron a entender el peligro en que ponía su vida si continuaba en el camino o intentaba hacer alguna diligencia. Contenido con esto el celo eficaz de este juez, a vista de los temores que le infundían y de su falta de poder para hacerse respetar, se vio precisado a ceder, aunque sin manchar su integridad con la vileza del cohecho, ni gravar su conciencia disimulando las injusticias que se cometían contra los indios, pues, desengañado con las circunstancias de este caso, se volvió a Quito sin detenerse allí más tiempo, y yendo a aposentarse al colegio de la Compañía, pidió la sotana, sin hacer caso del corregimiento, ni de otros empleos de aquellas partes, porque quedó convencido de que en todos ellos quedaba gravada la conciencia si se procedía conforme al método del gobierno ya entablado en aquellos reinos, y se hacía peligrosa la vida si se pretendían reformar sus desórdenes. 26. Este sujeto fue de los mayores amigos que tuvimos en aquella ciudad, y con este motivo nos refirió el caso en varias ocasiones, cuando se ofrecía hablar de la tiranía con que se trata allí a los indios. Estuvimos a su muerte, que fue vaticinada por él mismo, y en toda su vida dio ejemplo muy singular, con una sólida virtud, no sólo a la Compañía, sino a cuantos le conocieron, por cuyo medio, y el de los grandes talentos que le ilustraban, se hizo acreedor de las mayores estimaciones, y de que su religión le venerase como lo merecía la santidad de sus costumbres. 27. Después de que tomó la sotana de la Compañía dio cuenta al virrey de lo que le había pasado y de su nuevo y más acertado estado, como asimismo del desengaño que acababa de recibir y de que estaba persuadido a que en todos los empleos de aquellas partes se obraba con igual riesgo, siendo la codicia la directora de la conducta en ellas. 28. Casi lo mismo sucedió algunos años después con don Baltasar de Abarca, a quien lo confirió la misma visita el marqués de Castelfuerte. Este sujeto, con quien tuvimos comunicación en Lima, donde ocupa el empleo de teniente general de la Caballería de aquellos reinos, poco después de haber llegado a Quito, y aun antes de empezar las diligencias de su comisión, se vio precisado a huir ocultamente de aquella provincia y volverse a Lima, porque, con el rumor que se había divulgado de que pasaba a visitarlos, intentaban los dueños de obrajes darle muerte cuando lo hallasen desprevenido, cuyo peligro no le dio tiempo ni aun para instruirse de lo que pasa en ellos y poderle dar aviso al virrey. A vista de esto (que se experimenta en todos los que no se convienen a la admisión de los inicuos obsequios), ¿qué remedio son las disposiciones con que el monarca desea patrocinar y amparar a aquella pobre gente? ¿De qué fruto es que los virreyes no se descuiden en nombrar jueces y que las audiencias den a estas provisiones su debido cumplimiento? ¿Ni qué adelantamiento para los indios el que recaiga el nombramiento en persona justa y desinteresada si no se consigue el que se cumplan los preceptos del soberano, que se obedezcan las órdenes de los virreyes ni que la justificación de los jueces logre ocasión de emplearse en favor de los indios? Todo lo cual proviene de que si hay unos ministros en aquellas partes que se declaren por la justicia, otros lo son en contra y otros indiferentes; éstos y aquéllos dejan de dar los auxilios necesarios cuando llega la ocasión, o si los dan es con tanta tibieza que infunden ánimo y confianza en los interesados para que hagan oposición a lo que no les tiene cuenta, y el cohecho, que por una parte no puede hacer su efecto, aplicado a otro lado lo produce con el éxito que no debiera. 29. Es común sentir de todos aquellos países, y particularmente en los de la sierra, el de que si los indios no hicieran mita serían perezosos y no se podrían trabajar las haciendas, cuyo supuesto es totalmente incierto, como haremos ver. Pero qué pueden decir los que tienen su interés en que haya mita sino que sin ella no se podrían mantener las Indias, o que si los indios no tuvieran esta sujeción se sublevarían, pues suponen que el no hacerlo es por lo muy oprimidos que los tienen los españoles. Estas y otras semejantes falsedades fabrica la malicia para disculpar la tiranía; pero, supuesto que sea como ellos pretenden, ¿qué ley ni qué razón puede haber para que no se les dé lo necesario para el sustento y a que se quiera que trabajen como esclavos? ¿Ni qué política puede condescender en que se haga así? Ninguna debemos considerar sino es que, encubierta la verdad con la falacia de los fingidos informes que se envían de allá (de que en parte somos testigos sobre algunos asuntos), se proceda con la inocencia de que son ciertos, y hechos y remitidos con el anhelo y fin de mirar por el bien común y subsistencia de aquellos reinos. Pero, para que se vea la malicia con que vienen los informes de allá, ponderando la pereza y lentitud de los indios, volveremos la atención a las haciendas que no tienen el beneficio de la mita, o donde es corto el número de mitayos. ¿Dejan éstas de trabajarse por eso? No, por cierto; pues con alguna más costa que las otras, todos tienen los indios que necesitan, sin otra diferencia que la de recibirlos a jornal diario, y en esta forma les pagan un real por cada día, y siendo paga tan corta, que bien considerada no les alcanza para sustentarse ellos solos, con todo no la desprecian, y siempre que tienen ocasión y no trabajo particular propio en qué ocuparse están puntuales a ganarla. Con que esto prueba que trabajarían, aunque no se les precisase a ello por el medio de la mita. Pero el caso está en que, recibiendo las haciendas indios a jornal diario los trescientos días del año, importarían 37 pesos y cuatro reales, y con esta cantidad no tendría el dueño de la hacienda más que una persona que le trabajase, cuando con la mita, dándoles menos de la mitad a cada uno, en los 18 pesos tienen, además de la rebaja del precio, que es tan considerable, el beneficio de servirse de una familia entera. 30. No se opone lo que acabamos de decir a lo que se ha dado a entender en el primer tomo de la Historia tocante a la naturaleza, propiedades y costumbres de los indios. Es evidente que son flemáticos y que cuesta un triunfo el hacerlos trabajar, pero en parte nace esto de que toda aquella nación está tan displicente y agraviada del trato que recibe de los españoles, que no es mucho el que todo lo hagan de mala gana. Y si no, considérese si dentro de España se instituyera el régimen de que los ricos obligasen a los pobres a que trabajasen en su beneficio sin recibir paga alguna, ¿qué voluntad tendrían éstos para hacerlo? Y eso dejando aparte la mucha menor que debe infundirles el continuo castigo con que los martirizan, sólo capaz de ser sufrido de una nación tan poco advertida como ella, o de los que, aherrojados, los sufren por necesidad, por ser correspondiente a sus delitos. 31. No es dudable que en los tiempos presentes demuestran los indios muy poca afición al trabajo, y no se puede negar que, por lo natural, son lentos, dejados y espaciosos. Su pereza se debe, empero, poner en un grado tal que, cuando conocen utilidad propia, no les sirve de estorbo. Están instituidas las reglas de gobierno y economía de aquellos países sobre un pie tan malo para los indios que, siendo igual el ingreso que resulta a favor de éstos trabajando o dejándolo de hacer, no se debe extrañar el que su flaqueza se incline más al lado de la pereza que al de las labores, siendo esto cosa natural en todos los hombres. Pues si se examinan las naciones más cultas del mundo, no se hallará, entre todas, alguna que se aplique a hacer obras sin el incentivo de algún adelantamiento, y aun aquellas que advertimos más laboriosas son las que más se estimulan de la utilidad. Para los indios es lo mismo ganar dinero a costa de su sudor y fatiga que no ganarlo, porque el interés que les resulta de ello es tan pasajero en sus manos que nunca llega el caso de que lo perciban, y la utilidad se queda en ideal para ellos, porque cuanto más trabajan y agencian, tanto más rápidamente pasan, sin hacer detención en su poder, al de los corregidores, al de los curas y al de los dueños de las haciendas. A vista de esto ¿quién habrá que con razón acredite a los indios de flojos y perezosos, y no a los españoles de aquellos países de tiranos, impíos y codiciosos? 32. Parece que es forzar demasiado la defensa de los indios el disculparlos y atribuir a los españoles la causa de su inaplicación, pero los ejemplares de la antigüedad nos acreditan el juicio y los modernos lo confirman con cuanta seguridad se puede imaginar. Si volvemos los ojos al tiempo de su gentilidad nos confundirán las muchas obras que hicieron, tan dignas de admiración que, aun en los tiempos presentes, no acertamos a discernir el cómo pudieron ejecutar cosas tan maravillosas. Dejemos aparte las que refieren las historias por si acaso su misma magnificencia les ha podido conducir a la sospecha de incierta, y sírvanos de ejemplar lo que, en los tiempos presen-tes, puede registrar la vista en los vestigios de aquellas obras que todavía permanecen, con los cuales tendremos materia suficiente no sólo para desvanecer la injusta opinión en que se les tiene, si no para acreditarlos de laboriosos y aplicados. La muchedumbre de acequias y su prolija industria ¿no lo da a entender así? Pues para aprovechar un pedazo de tierra, que era inútil sin el beneficio del riego, sacaban una acequia y, ladereando cerros para salvar las formidables quebradas que embarazaban su más próxima dirección, hacían que rodease el agua 30 y más leguas, según lo pedía la disposición del terreno, hasta que conseguían su premeditado fin, y con este agua cultivan aquel pedazo de tierra y lo hacían fecundo. Estas obras, que verdaderamente son grandes, quedaron desde entonces perfeccionadas para que, en los tiempos presentes, sirvan a los españoles, y aunque lo digamos con sentimiento, son los mismos españoles de aquellas partes quienes, con lamentable descuido, han dejado perder muchas que ya les hacen falta, sin que se reconozca obra de esta especie que no sea hecha antiguamente. 33. Los puentes, las calzadas y los caminos de todo el Perú fueron fabricados por los indios gentiles con gran prolijidad, y el descuido de los nuevos habitantes ha dejado perder la mayor parte. ¿En qué reino, por culto que sea, se verán caminos que, en más de 400 leguas de largo, observen una misma anchura y tengan guardados sus costados con murallas o paredes de suficiente grueso y ancho, sino en aquellos, donde a retazos se conservan en algunos parajes la memoria de esta gran obra y al mismo tiempo la de nuestro descuido? Los tambos que todavía existen en todo lo que se extiende la provincia de Quito y en las demás de serranía, ¿no son señales ciertas de que no vivían tan entregados al ocio sus moradores, que no lo sacudiesen para todas aquellas cosas que podían contribuirles a la comodidad? Los palacios, los templos y otras obras de que se ha hecho mención en la primera parte de la Historia no permiten, sin hacer injusticia a aquella nación, el que sea tenida tan del todo en la reputación de floja a inaplicable, cuando ellas prueban lo contrario. Examinemos ahora del modo que se portan en los presentes tiempos y se verá que, aun en éstos, no dejan de trabajar y de aplicarse a lo que les tiene cuenta. 34. Todos los indios libres cultivan las tierras que les pertenecen con tanta aplicación que no dejan retazo ninguno desperdiciado. Es cierto que son cortas sus chácaras, pero nace de que no tienen más tierras, y no de que les falte cuidado y celo para hacerlas producir. Los caciques, que tienen algunas más, hacen sementeras formales, crían ganados según sus posibilidades y oportunidad y granjean lo que pueden sin que les fuercen a ello como a los otros. 35. Los indios que no asisten en los obrajes siendo tejedores, y que consiguen tener alguna libertad después que concluyen las precisas tareas que les dan los corregidores, trabajan para sí en sus propias casas; todas las indias hacen lo mismo cuando tienen lugar para ello. Con que esto no se compone bien con lo que se les imputa de ser inaplicados, pues otra nación que no fuera aquélla olvidaría el trabajo totalmente con la memoria de que, cuanto les produce, ha de ser para beneficio ajeno y no para propia utilidad. 36. De lo que queda dicho se convence que los españoles de aquellos países han ponderado la indispensable necesidad de la mita por el beneficio de su propia utilidad, el cual resulta directamente en perjuicio de los indios y en gravamen de la Real Hacienda. Porque, siendo considerable el número de los que perecen en ella por el desmesurado rigor, por la falta de alimento y por la ninguna caridad que se tiene con ellos, tanto cuanto se disminuye el número de indios se acorta el producto de los tributos y se reducen las poblaciones, consecuencias tan evidentes que no puede dejar de conocerlas el más ciego o el más inadvertido. 37. Si por dejar de trabajar, y ser propensos a la ociosidad y a la pereza, se debiera imponer como castigo la mita, a ninguna otra gente le correspondería mejor que a tanto mestizo como hay en aquellos países. Porque éstos están de más en él, particularmente cuando no tienen algún oficio. ¿Cuánto mejor sería que éstos, que no se hallan pensionados en tributos, lo estuvieran en la mita que el que la hagan los que contribuyen en aquéllos? Para esta gente es ya deshonroso el emplearse en el cultivo de las tierras o en aquellos ejercicios más bajos, y son las ciudades y los pueblos un conjunto de éstos que viven de lo que hurtan o de ocuparse en cosas tan abominables que sería hacer ofensa al papel mancharlo con su explicación. 38. Aunque se ha dicho algo del castigo que se practica con los indios en los obrajes, no es suficiente para que se comprenda perfectamente el que se ejecuta en ellos en todos los lugares, y por esto nos dilataremos en su explicación. 39. Al respecto que en las obrajes hay tres hombres o comitres que están sobre los indios continuamente, hay otros tres en las haciendas, que son el mayordomo, ayudante y mayoral. Este último, por ser siempre indio, no suele castigar a los demás, pero para autorizar su ministerio han entablado que tenga, como los dos primeros, un ramal, insignia del ejercicio. Cada uno tiene el suyo, sin largarlo de la mano en todo el día, y consiste en un palo como de una vara de largo y de un extremo penden seis u ocho látigos, de una vara de largo cada uno y de un dedo de grueso o muy pocos menos, hechos de cuero de vaca, torcidos a la manera de bordón y curados. Con estos ramales los castigan, y el modo es, a cualquier falta o descuido, mandarlos tender en el suelo, boca abajo, y despojándolos de aquellos ligeros calzoncillos (en que consiste lo más formal de su ropaje), les hacen que vayan cantando los latigazos que descargan sobre ellos, hasta completar el número de la sentencia. Después se levantan, y los tienen enseñados a que vayan a hincarse de rodillas delante del que los ha castigado y que, besándole la mano, le digan Dios se lo pague, y que le dé agradecimiento por haberlo castigado. Esto se practica con los indios viejos y mozos, como con los muchachos y mujeres, y llega a tanto extremo que también suelen ser comprendidos los caciques, aunque en éstos es más extraño, y sólo fuimos testigos de ello en una ocasión. Pero es general el ejecutarlo con todos los indios en las haciendas y en los curatos, y cualquier particular con el indio que se le antoja, aunque no le sirva, pues basta que aquél no haga tan puntualmente aquello que le mandan para obligarlo a que se tienda, y con las riendas de la cabalgadura, que parecen tejidas y hechas al propósito para castigarlos, lo ejecutan hasta quedar cansados. Este desorden llega a tanto exceso que los negros esclavos, los mulatos y la gente más vil lo ejecutan continuamente de su propia autoridad, sin más motivo ni otro fundamento que el de su antojo. De lo que se conocerá que se trata allí a los indios con mucho más rigor y crueldad que a los esclavos, y que está en más alto grado de aprecio y estimación un negro esclavo que un indio. No sucede esto sólo con uno u otro, sino generalmente con todos, y en prueba de ello referiremos lo que de experiencia propia podemos deponer. 40. En Cuenca vivíamos españoles y franceses en una misma casa, y entre los domésticos que tenía la compañía francesa unos eran europeos, otros mestizos del país y otros negros esclavos que la misma compañía francesa había llevado desde la colonia de Santo Domingo. Cuando se ofrecía limpiar los patios y oficinas de la casa, como era cosa que correspondía a los mestizos y negros, éstos, para no ocuparse en aquéllo, salían a la calle y haciendo fuerza a los indios que acertaban a pasar, los metían dentro de la casa y precisaban a que hicieran lo que les pertenecía a ellos. Reprendiósele este proceder a los primeros y se les castigó a los esclavos con el rigor que pedía el asunto, pero como estaban viciados con el ejemplar de verlo practicar así en todas las otras casas, esperaban a hacer estas faenas cuando los amos estuviesen fuera de casa, para que no pudieran encontrarlos en el hecho. Mas esto no era mucho, porque al fin les daban las sobras de la cocina, que en alguna manera les compensaba el trabajo, pero el azotarlos los negros esclavos de aquellos españoles, el llevarlos amarrados a la cola de los caballos, como lo hacen los mestizos y los españoles, es cosa tan común que por tal no causa allí novedad. 41. Estos castigos ya dichos son los ordinarios que se hacen en los indios, pero cuando a la ira del amo o del mayordomo no le parece bastante por haber sido el delito algo mayor, también los pringan, como se suele practicar en algunas colonias con los negros, aunque de distinto modo. Este se reduce a tomar dos pedazos de yesca de maguey o chahuarquero (que es a lo que en Andalucía llaman pitacos) y, encendidos, golpean uno contra otro para que le caigan sobre la carne las chispas, al tiempo que los están azotando. En los obrajes y haciendas les ponen cormas para que no se huyan, como ya se ha dicho. Y porque ninguno de estos castigos es para los indios de tanta afrenta como el cortarles el pelo, que lo estiman en lo mismo que herrarlos, por quedar así señalados, lo ejecutan también cuando no está saciado su rigor. Y por último no puede inventar la desenfrenada cólera ningún castigo que no lo experimenten los indios de la mano de aquellos españoles. 42. Es dicho común en aquellos países de los hombres más razonables y timoratos que si los indios llevaran en amor de Dios los trabajos que pasan en el discurso de su vida, serían dignos de que, al punto que espirasen, los canonizase la Iglesia por santos, y se fundan en su continuo ayuno, en la perpetua desnudez, en su gran pobreza y en el exorbitante castigo que sufren, pues con ello tienen una bien crecida penitencia, desde que nacen hasta que mueren. 43. Se ha hecho ya en aquellos naturales la continuación del castigo una costumbre tal, que además de haberle perdido el temor, se les hace extraño cuando tiene algunas treguas. Los cholitos que crían los curas y otros particulares suelen entristecerse y aun se huyen cuando media algún tiempo sin castigarlos, y al hacerles cargo de la causa de su displicencia o de su fuga responden con inocencia que es porque estiman que no los quieren, infiriéndolo de que no los castigan. El fundamento de esto no nace de su simplicidad ni de que los indios grandes tengan amor al castigo, sino es de que, acostumbrados a este trato desde el tiempo de la conquista, han aprehendido a los españoles por gente de tal naturaleza que sus agasajos y caricias sean lo que a ellos les parece rigor y ofensa, y lo comprueban en que, después de haberlos martirizado a azotes, les dicen que se los dan porque los quieren. Los padres instruyen a los hijos en ella, y la inocencia de éstos se persuade con sencillez a creer por beneficio el que los hagan llorar y bañarse en lágrimas; de aquí nace también el que vayan a darle gracias al que los castiga, hincándose de rodillas delante de él, aunque sea un negro, y que le besen la mano dando muestras de estimar el mal que debería agraviarlos. 44. Tanto es el temor que el nombre de español o el de viracocha (que comprende a toda otra gente que no es indio) causa en los indios que, cuando quieren amedrentar a los pequeños hijuelos y hacerlos callar si lloran, o que se retiren a aquellas chozas donde viven, no hacen otra cosa sino es decirles que el viracocha va a cogerlos, y se horrorizan tanto que no encuentran lugar seguro donde esconderse. Cuando se encuentran por los campos inmediatos a los caminos algunas cholas o cholitos pasteando ganados, u ocupados en alguna otra cosa, corren despavoridos a retirarse de la vista de los españoles y a esconderse, huyendo de ellos como de gente que los procura ofender, dejando abandonados los rebaños y las simientes si están sembrando, por guardar las personas. Esto lo hemos experimentado continuamente, y aunque en algunas ocasiones se hacía preciso hablarlos para adquirir noticias del camino, no era posible conseguirlo ni lograr que se detuviesen a oír lo que se les preguntaba, con la particularidad de que, en corriendo uno de éstos, todos los que alcanzaban a verlo, aunque estén muy distantes, hacen lo mismo, y más fácil es dejarse caer por una quebrada abajo, si se llegan a ver atajados por ella, que esperar el peligro concebido de la inmediación del viracocha. Todo esto no tiene otro principio o fundamento que el mal trato que experimentan de todos generalmente, sobre cuyo particular nos hemos dilatado más de lo que pensábamos, por ser asunto en que no debemos omitir cosa alguna. 45. De dos maneras se puede providenciar para corregir el gravamen que se les causa a los indios en el servicio de mitayos y libres. La más ajustada a razón, y la más justa, sería extinguir la mita enteramente, y que los que tuviesen las haciendas, las minas, los obrajes, y, generalmente, todo, las trabajasen con indios libres sin poner fijeza en los jornales que hubiesen de ganar, sino según los pudiesen conseguir más o menos baratos los dueños de las haciendas, porque de este modo se arreglarían los indios a dar valor a su trabajo proporcionalmente al que tuviesen los frutos que les sirven de alimento, cuidando de que les quedase lo suficiente para pagar sus tributos al rey, y para vestirse; porque, bien mirado, ¿dónde puede haber cosa más injusta que la precisión que se les impone a los indios de que hayan de ganar por su trabajo personal un real y no más, estén caros o baratos los mantenimientos, cuando aun estando baratos no tienen bastante con él para mantenerse, y haberles de obligar a que, sin poder ganar más, se hayan de mantener con sus familias y pagar los tributos? En alguna manera es ponerlos en el extremo de que perezcan, y para remediarlo se debería disponer que no se les alterasen los precios de los alimentos, o dispensarles la paga de los tributos. No haciendo mita, y siendo dueños de alquilarse por el precio que se les hubiese cuenta, lo que trabajasen sería con voluntad, y en los obrajes no tendrían ocasión de tratarles mal, porque el indio a quien castigasen dejaría aquel jornal y buscaría otro, además de que no llegaría este caso de tratarlos mal, como no sucede ahora con los libres, pues, por tal de que no falten, procuran contenerse los que los alquilan para poder hallar quien les trabaje. 46. Todo el mundo gritaría en el Perú contra una determinación de esta calidad, y con ponderaciones no cortas harían presente que se arruinaban aquellos reinos enteramente libertando a los indios de mita, porque no habría uno que quisiese trabajar, que peligraban aquellos países porque, poseídos los indios de ociosidad, cavilaban en sublevarse, y por este tenor fulminaría la malicia de los interesados tales acusaciones contra ellos, que darían ocasión a no proseguir en lo determinado, bien que se puede tener por cosa evidente que todo esto lo levantaría la depravada intención de los que se interesan en la mita de los indios para no perder las crecidas rentas que sacan de su trabajo. Y así, para evitar tanto alboroto como de esta resolución podría resultar, y que no tuviesen aquellas gentes ocasión de formar siniestras acusaciones contra la conducta de los indios, podría dejarse correr el servicio de mita, pero con una reforma tal que fuese soportable a los indios; por la cual debería disponerse que, además de los 18 pesos que ganan al presente por la mita, tuviesen obligación los amos de las haciendas a darles mensualmente el valor en dinero de la media fanega de maíz, y otra de cebada, a cada indio, o en especie cuando por ser de buena calidad quisiesen los indios surtirse de las mismas haciendas a donde estuviesen sirviendo, sin que esto sirviese de excusa para que, igualmente, les diesen el pedazo de tierra que les dan ahora, y los bueyes para ararlo. 47. En segundo lugar convendría prohibir totalmente que, en las haciendas u obrajes, se pudiese castigar a ningún indio, debajo de la pena de que el que se quejase por haber padecido siendo azotado, fuese remunerado con 50 pesos a costa de la hacienda, y el mestizo, mulato o negro que ejecutase el castigo en el indio, fuese azotado él por la justicia y desterrado a alguno de los presidios; pero si fuese español el que hubiese hecho por sí el tal castigo o mandádolo hacer, de cualquier calidad que fuese, tuviese pena de ser desterrado a servir en los presidios de aquella mar el tiempo de cinco años, y esta pena se debería cumplir con tanta circunspección que, sin admitir excusa ni indultos en el sujeto, debería condenársele a ella y hacerle que la cumpliese luego que el indio justificase ser cierta su delación, sin detenerse en si fue justo o no el castigo impuesto por el amo, porque sin esta circunstancia nunca llegaría el caso de que se hallase culpa en él, y siempre sería merecido del indio el tal castigo. Aunque se quiera exponer en contra de esto que, faltando el castigo, no trabajarán los indios al cumplimiento de sus tareas con la puntualidad que deben, para esto tienen los amos el recurso de despedirlos de su servicio, y tomar otros en su lugar, pues siendo buena la paga no les faltarán, y serán muy raros los que en esta conformidad no cumplan con su obligación. 48. En las haciendas de hato y ovejería no deberá hacérseles cargo a los indios de las faltas de los quesos y de las ovejas que se les pierden en los páramos, pues, como queda dicho, ni son capaces los indios de pagar lo uno ni lo otro, ni pueden ser responsables de ello, porque regularmente ni depende de falta de cuidado, ni de que ellos se aprovechan, y, por último, siempre que el amo sospeche que un indio deja de cumplir con su obligación, es árbitro para despedirlo y recibir otro, el cual hallará, porque no es gente tan abandonada que deje de conocer que es forzoso trabajar para mantenerse y para pagar los tributos. 49. Una de las cosas que más divierte a los indios libres, y los abstrae del trabajo, son las fiestas continuas que tienen introducidas los curas al asunto de cada santo, porque con el motivo de las danzas para las procesiones, con los cohetes y el atractivo de la bebida, se engrían en esto, y entonces no se acuerdan de ningún trabajo ni hacen aprecio de ninguna obligación; pero reformándose todas estas fiestas, como queda prevenido en la sesión antecedente, cesará en ellos el motivo de la distración, y no tendrán ocasión de volverse holgazanes. Por esto es conveniente hacer obligación de los corregidores, caciques, de los gobernadores de los pueblos y de los alcaldes de ellos, que celen el que los indios no tengan bebelonas ni funciones que los abstraigan, y el modo de evitarlas en ellos es prohibiéndolas en los pueblos, pues, con tal que no haya quien los anime para ellas, será bastante para que los indios no las dispongan por sí. 50. Para los obrajes no conocemos más que un remedio, y es el que no los haya sino dentro de las poblaciones y hasta un cuarto de legua distante de ellas, a fin de que en esta forma se puedan hacer las labores con indios sueltos, los cuales hayan de salir del obraje al anochecer para irse a sus casas; han de ser pagados en plata efectiva por su jornal, sin que por él se le pueda dar ni géneros ni frutos en equivalente, y el jornal de cada uno haya de ser arreglado a lo que el amo del obraje pudiera ajustar con ellos. Con este orden debe absolutamente prohibirse con severas penas que en los obrajes pueda haber indios mitayos, que es con los que más se ejercita la tiranía, ni que haya obrajes en las haciendas retiradas de población, que es en las que se necesita de estos indios por lo mismo que están distantes, y es asimismo en las que hay libertad para hacer mayores las extorsiones, por cuanto hay menos testigos de ellas. Para evitar cuanto sea posible el que, aun en estos obrajes que estén cerca de las poblaciones o en ellas mismas, tenga lugar la malicia de ejercitarse contra los indios, convendrá que se mande que las puertas de los obrajes estén continuamente abiertas, bien que el portero, que ahora hay en todos para que las tenga cerradas, lo haya también entonces para que cuide de que no se extravíen las lanas, y de ver quiénes son los que entran y los que salen, pero que no haya embarazo para que a todas horas entren los de afuera a ser testigos de la vida que se les da adentro a los indios. Y que los corregidores tengan obligación de hacer dos visitas cada año en los obrajes para oír los agravios de los indios y pasarlos a la noticia de la Audiencia, a fin de que se tome providencia por este tribunal con que contener los desórdenes y refrenar la demasiada libertad de los que los cometen contra los indios. 51. No se puede argüir que de faltar indios mitayos para los obrajes, faltará quien trabaje en aquellas provincias donde privan las manufacturas. Todos los indios, o la mayor parte, son tejedores, y los libres trabajan en sus casas por su cuenta, y cuando no tienen dinero para comprar materiales y para mantenerse, se alquilan para trabajar a jornal. Así lo tenemos experimentado en varios corregimientos, y en esta forma es más natural que lo que se dice de ellos tocante a su pereza, porque no es creíble, sin hacer repugnancia a la razón, el haberse de persuadir a que su desidia sea tanta que se deje morir un indio por no trabajar, cuando aun los irracionales trabajan en buscar alimento para mantenerse. 52. Sólo falta que determinar la forma en que se debería castigar a los indios que dejaren de entregar puntualmente los tributos, de modo que ni Su Majestad los pierda, ni se exponga el indio a perecer. Para esto se ha de atender a dos circunstancias; esto es, si el indio pertenece a población grande, o a pueblo pequeño, porque en cada uno de estos parajes militan distintas circunstancias. Si es en población grande, como alguna ciudad, villa o asiento, convendrá que haya un obraje particular destinado para que se pongan en él estos indios, y haciéndolos trabajar allí tareas regulares, se les asigne por jornal diario dos reales (que es lo menos que deberán ganar los indios libres en los trabajos más sencillos); el un real se le pagará al indio diariamente para que se mantenga, y el otro se le irá reteniendo a cuenta del tributo hasta que lo satisfaga, pero si el indio fuere tan ágil (como hay muchos) que por salir breve del obraje se aplique a trabajar y pudiere hacer en el día más de la tarea asignada, en este caso deberá ganar de más todo aquello que fuere correspondiente a lo que excediere de lo regular. 53. En las poblaciones cortas, donde los caciques o gobernadores recogen el monto de los tributos de todos los indios de su pertenencia, cuando algún indio deje de enterar por su parte el que le corresponde, deberá el cacique o el gobernador sacar de los demás indios, por prorrata, el importe de los tributos que sus compañeros no tuvieren prontos, y castigar a éstos a satisfacción de los demás indios, imponiéndoles el trabajo o pensión en que se conviniera entre todos, a fin de que, con su producto, pueda hacerse pago a los cumplidores de lo que adelantaron por los omisos, para descontárselos en el tercio siguiente. Estos indios podrán ser puestos en obrajes de la misma suerte que los de poblaciones grandes, o dados a mita en alguna hacienda, hasta que se desquiten. Pero estas penas deben dejarse al arbitrio de los caciques y para que se logre el fin, no se les entregará a ellos ningún dinero, sino sólo el maíz y cebada que se les ha de dar mensualmente para su sustento, y el dinero se le entregará al cacique, a fin de que lo descargue de los demás indios. 54. Haciéndose en esta forma el castigo de los indios que no pagasen el tributo con puntualidad, se les daría emulación para que, entre sí, se estimulen a no ser descuidados en ello, por ser interés común de todos el que cada uno cumpla con su obligación. Y nunca padecerían menoscabo los tributos, que es lo que se va a salvar después de reformar los desórdenes e injusticias de la mita, y las tiranías y crueldades de los obrajes.
contexto
SESION TERCERA Del ilícito comercio que se hace en todos los reinos de Cartagena, Tierra firme y el Perú, tanto con géneros de Europa como con los de la China en el Perú. El modo de ejecutarlo, y vías por donde se introducen, con las causales de que no se pueda conseguir su extinción y, juntamente, del fraude y extravío que padecen los Derechos Reales en el comercio lícito 1. Para tratar del comercio ilícito en las Indias, de cuyo mal no hay puerto, ciudad o población que no adolezca, con sólo la diferencia de ser en unos más cuantiosos que en otros, habremos de dar principio por Cartagena, como que es el primer puerto que se nos ofrece para este asunto, y donde parece que conjurada la malicia contra la legalidad, convierte en fraude aun aquellas mismas providencias y recursos que lo debían destruir y aniquilar, pues las que con tan premeditado acierto se han imaginado para desarraigar de las costas todos los motivos del ilícito trato, son las que ya en los tiempos presentes sirven de solapa para que se frecuenten aquellas prohibidas vías con mayor desahogo y seguridad. 2. Acordóse con bastante madurez, después de reflexionado el medio con que estorbar el cuantioso comercio ilícito que las provincias de arriba hacían en Cartagena, para cortar el motivo o pretexto que les daba ocasión a ello, que luego que llegasen a Cartagena las armadas de galeones, empezasen a vender libremente, y que pudiesen bajar a hacer sus compras los comerciantes de las tres provincias Santa Fe, Popayán y Quito , a fin de que se abasteciesen de los géneros que necesitaban para su consumo; porque se consideraba que esto era lo único que podía contener el desorden de ir a emplear en la costa, eximiéndolos de que hubiesen de bajar unidos con el comercio del Perú a hacer sus empleos en la feria de Portobelo, como estaba dispuesto antes, por considerarse serles extravío, mediante estar estas provincias tan apartadas de la derrota que lleva la armada del mar del Sur que, para unirse con ella necesitaban hacer mucho tránsito por tierra con sus caudales y con las mercancías, tránsito en que, además de los crecidos gastos que se les ocasionaban, los exponían a los evidentes e inevitables riesgos de los ríos y laderas. Estos inconvenientes hacían impracticable esta vía, y no usando de ella los comerciantes, quedaban aquellas provincias reducidas a los rezagos de galeones que volvían a Cartagena por no haber tenido despacho en Portobelo; quedaban precisados los comerciantes a emplear en ellos, que, siendo desechos del otro comercio, se deja entender sería lo peor, y quedaban atenidos asimismo a la cantidad, que tal vez no era suficiente para compensar todos los caudales que habían bajado de las tres provincias. De lo cual resultaba que aquellos que no tenían cabimiento para emplear en los rezagos, bien fuese por no alcanzar las mercaderías o por no encontrarlas a su satisfacción, pasaban a la costa con sus caudales, y allí empleaban en mercancías ilícitas para no volverse con ellos a sus países después de unos costos tan crecidos como los que se dejan considerar en tránsitos de 600 leguas, más o menos, parte por tierra y parte por el río Grande de la Magdalena, que hay para llegar a Cartagena, según del paraje de donde venían. 3. Con estas reflexiones se puso en uso el modo de emplear los caudales luego que llegase a Cartagena la armada, y se empezó a practicar desde el año de 1730, no sin que el comercio del Perú dejase de sentirlo. Y para evitar que a éstos se les siguiese algún perjuicio, como podría causarles si, empleando aquellas provincias, pasasen luego a vender sus géneros a Lima ínterin que los del Perú estaban en Portobelo, pues de esto resultaría que, a su vuelta, no tendrían los géneros que ellos llevasen toda la estimación que deberían, por hallarse ya, con los primeros, abastecido el Perú, se reparó este inconveniente mandando que, desde el punto que se publicase el arribo de galeones a Cartagena, se cerrase la comunicación de ropas y otros géneros de Europa entre Quito y Lima, con la severa pena de ser perdidas todas las mercancías que se intentasen introducir ocultamente, y multados los que lo ejecutasen, además de en esto, en otra suma. Con esta providencia quedaron las provincias de Quito, Popayán y Santa Fe en aptitud de poderse proveer de ropas a contemplación de sus comerciantes, y las de Lima y el Perú libres de que por aquéllas se perjudicase su comercio. Resolución fue ésta de tanta conveniencia que no será fácil mejorarla; pero aun siendo tan admirable, no ha tenido los efectos suficientes para remediar el principal asunto a que se dirigió, no porque falte ninguna de las circunstancias que necesitaba, sino porque el vicio que ha criado el comercio en aquellas partes es difícil que se desarraigue de los ánimos de los que se emplean en él, como se está viendo palpablemente. 4. El año de 1737 llegaron a Cartagena los registros que fueron convoyados por el teniente general don Blas de Lezo, y con ellos se ha experimentado cuán poco fruto se ha sacado de aquella providencia, porque bajan los comerciantes a aquella ciudad con una crecida suma de caudales, emplean allí la mitad, más o menos, según les parece, y con lo restante van a la costa, donde, hallando tanta providencia de lo que necesitan, concluyen el resto de su empleo en mercancías ilícitas, y a la sombra de una guía y de la confianza de que lo disimulen los jueces por donde pasan hasta llegar a su destino, introducen dos o tres tantos más de lo que emplearon lícitamente. Así se estaba reconociendo en Quito donde, con el motivo de haberse retirado a ella en 1740 el tesoro de galeones y comercio del Perú, subían todos los empleos, cuyas facturas, y no menos la calidad de las mercaderías, estaban publicando el hecho; pero ni aún era necesaria tanta prueba donde la fama común estaba siendo pregonera del desorden y manifestándolo sin cautelas, de modo que, al paso que no era ignorado de ninguno, se había hecho tan disimulable para todos que no causaba reparo, ni se hacía novedad. Además de estos hechos sobrevinieron tales accidentes que ellos mismos conspiraron a hacer más patente el fraude, porque algunos de los comerciantes que bajaban a Cartagena, después de haber hecho allí el menor empleo y pasando a la costa a concluirlo, fueron apre-sados por los ingleses al tiempo de hacer el tránsito marítimo, y conducidos a Jamaica con las ropas del primer empleo y el dinero que tenían reservado para el segundo; y de este modo, los mismos enemigos de la corona castigaron en ellos, por casualidad, su delito. Pero los que escapaban con bien, no encontraban ningún embarazo después que pudiese sobresaltarles con el temor de que, siendo descubierta la maldad, se les impusiese el castigo que correspondía. 5. Este comercio ilícito de la costa de Cartagena se hizo tan común que no se exceptuaron de él los comerciantes de España que habían ido en los registros, los cuales, viendo que iba larga su demora en Cartagena y que los gastos no cesaban, aunque hubiesen expendido las ropas, se entregaron a él con el pretexto de que sus ganancias les contribuyesen a soportarlos. Y con este motivo han mantenido siempre, desde el año de 1737 que llegaron allí y empezaron a vender a los comerciantes de Santa Fe, Popayán y Quito, hasta el de 1744, que salimos de Quito para España, llenos de mercaderías sus almacenes, porque, al paso que daban salida a unas, las reemplazaban con otras, bien que en esto, aunque algunos han ganado, otros han quedado totalmente arruinados, porque, padeciendo los riesgos de la costa, en la cual han sido apresados sus caudales, o los de ser descubiertos y descaminados en Cartagena, en unos o en otros accidentes lo han perdido todo cuando, más cebados en las ganancias de los primeros lances, continuaban este comercio con mayores confianzas. 6. Este lícito comercio que hacían los comerciantes de España en Cartagena, se debe tener por accidental, respecto de que siendo casualidad la irregular demora allí, faltando ésta, cesa también no solamente el motivo, sino el tiempo necesario para ello. Pero el que hacen los comerciantes de aquellas provincias interiores, no sólo es continuo en todas las ocasiones de armada, sino también en tiempo muerto, y aunque en éste no parezca tan cuantioso por hacerse con menos frecuencia, nunca falta. 7. Parece que habiendo tanto desahogo en el comercio ilícito de Cartagena, deberían llegar a España los ecos de sus noticias más abultadas de lo que vienen regularmente, porque, aunque no dejan de alcanzar algunas, no levantan el desorden a grado tan superior como el que acabamos de referir. Pero el que no suceda en esta forma no debe causar novedad, respecto de que, aun dentro del mismo Cartagena, no son sabidores de todo lo que pasa sobre este particular los jueces principales y celosos, porque como es allí el lugar donde se comete la culpa, es asimismo en donde todos la procuran ocultar para que, manteniéndose reservada de los ministros, no pueda llegar el caso de que se castigue el desorden y se ponga remedio en él. Y así no parece regular que un introductor de mercaderías haga público su delito; ni que otro que está tan comprendido en él como aquél, lo divulgue; ni que uno ni otro hagan alarde de descubrir la industria de que se valen para conseguir su fin, estando en el mismo paraje donde les amenaza el castigo; pero luego que se hallan fuera de él y en sitio donde no hay recelo que pueda atemorizar, se hace público el hecho, y se refiere como cosa pasada que ya no trae consecuencias nocivas contra sí. Esto estaba pasando en aquellos reinos, y todo lo que se mantenía sigilosamente oculto en Cartagena, publicaban en Quito los comerciantes, y aunque no se acusaban a sí mismos porque sería impropio, hacían pública la conducta de los de Cartagena con tanta puntualidad que señalaban los sujetos que hacían comercio de costa, expresando los viajes que hasta tal tiempo tenían hechos sus caudales, los quebrantos o ganancias que habían experimentado, y los que se mantenían libres de él por no haberse querido exponer a sus riesgos. 8. Por otra parte, los contrarios accidentes que experimentaban los que bajaban de las tres provincias, las facturas y calidades de las mercaderías, según tenemos ya dicho, eran clarines que divulgaban su conducta. Y entre éstos y aquéllos se hacía el fraude con igualdad, para lo cual es una de las pruebas que más lo convencen lo que sucedía con los caudales del Perú ínterin estuvieron en Quito. 9. La armada del Perú, que salió del puerto del Callao para Panamá el día 28 de junio del año de 1739, llevaba registrados cosa de nueve millones de pesos, inclusas las cantidades que se remitían a España. Por lo que llevaban para empleo, se consideraba que la feria sería ventajosa para el comercio de España, porque con los rezagos del Perú crecían más los caudales, y no eran equivalentes a ellos los géneros que llevaban cargados los registros. Estos caudales pasaron, después que se retiró en 1740 la Armada del Sur a Guayaquil, íntegros a Quito, donde empleando unos en las menorías de géneros que había ya en aquélla, y en las que subieron inmediatamente de Santa Fe y Popayán, y bajando otros a hacer sus empleos a Cartagena, se abrió el comercio por aquella parte y empezó a hacer feria a fines del año de 1740. Esta no había cesado a mediados del año de 44 que dejamos aquellos reinos, en cuyo tiempo había ya muchas porciones de los mismos caudales que tenían hechos dos empleos y continuaban el tercero; esto es, que habiendo sido empleados en Quito luego que llegaron, pasaron a Lima, vendieron y volvieron a Quito; hicieron segundo empleo y se restituyeron a Lima con él, donde ya lo tenían vendido, y caminaban para hacer un tercer viaje. Bien que esto sólo sucedía con las pequeñas porciones de 30, 40 ó 50 mil pesos, porque las crecidas no podían tener tan pronto su despacho, habiendo entonces en Lima, por la brevedad de éste, tanta carestía de ropa que valía 12 y 13 pesos una pieza sencilla de bretaña angosta, 14 y 16 una vara de bayeta, y a este tenor todos los demás géneros. Con que las ventas de Cartagena no habían cesado y, con todo eso, existían tantos géneros que siempre esperaban los comerciantes ocasión oportuna para hacer la feria, como situviesen en su ser todas sus mercaderías y no las hubiesen desmembrado, para no decir vendido, por lo menos una vez con el continuo tráfico que hizo todo el comercio del Perú junto con el de las tres provincias de Quito, Santa Fe y Popayán. 10. En tiempo muerto no deja de hacerse algún comercio ilícito dentro de Cartagena por sus comerciantes, pero no es tanto como el que se practica en las costas de su inmediación, que es adonde acuden para este fin los comerciantes de la tierra de arriba, porque a más de ahorrarse la penalidad y costos de llegar hasta Cartagena, podría ser reparable entonces que fuesen a comprar allí en tiempo que no hay galeones. El que hace Cartagena en estas ocasiones es para el consumo de aquella ciudad y poblaciones de su jurisdicción, y también alguno, aunque no muy considerable, por los comerciantes gruesos que tienen allí su continua residencia, los cuales, con el pretexto o motivo de hacer por su cuenta remisiones a la tierra de arriba con los géneros que les quedan de armada, bien sea comprados o encomendados de los rezagos que no han tenido venta, incluyen con ellos algunos de la costa. Pero esto sucede cuando hay tardanza de galeones o registros, porque de no suceder así, no se experimentaría escasez de ropas y sobra de caudales en las provincias interiores, que es lo que da ocasión en toda aquella América a que los comerciantes se vicien en el comercio prohibido. 11. Entrando con nuestro asunto al mar del Sur, diremos que sus puertos no son menores almacenes de géneros de ilícito comercio que de los del permitido y corriente, y de haber alguna diferencia, podrá seguramente aplicarse por exceso al prohibido. Empezaremos por Panamá, que es la puerta por donde pasa todo, haciendo antes la prevención de dividirlo en tres especies: una, de géneros de Europa; otra, de negros, y la tercera y última, de géneros de la China. Las dos primeras se introducen en Panamá por la costa, y aunque precisamente no entren en aquella ciudad los que no se han de consumir en ella, pasan por la jurisdicción de la provincia, se depositan en sus pueblos, y de ellos van a bordo de los navíos que hacen viaje para los puertos del Perú, sin que se les ofrezca obstáculo a los interesados, porque, mediando el indulto que tienen establecido entre éstos y los que están para celarlo, pasan sin dificultad. 12. La gente que se emplea en la introducción de los géneros desde la costa del mar del Norte y los pone en la del Sur, son los mismos que tienen establecimientos en aquella provincia, y de éstos es de los que se valen los comerciantes para hacer sus empleos, mediando para ello un tanto por ciento que les dan, con lo cual se costean y les quedan ganancias suficientes. Estos tienen conocimiento de las veredas más seguras y ocultas, por las cuales se encaminan a los puertos donde están las embarcaciones de trato; compran y, por los mismos caminos o por otros algo extraviados si tienen algún motivo de recelo, se vuelven hasta poner los fardos en el paraje donde se ha con-tratado. Unas veces pasa el atrevimiento a introducirlos en Panamá, si les parece que conviene que salgan de aquella ciudad para el Perú llevando despachos corrientes, como que son mercancías de España rezagadas, para lo cual es preciso que la coyuntura sea proporcionada a este disimulo, y otras, que son las más regulares, lo embarcan directamente en los navíos sin pasar por la ciudad. Pero aun siendo de esta manera, se hace forzoso el disimulo en los jueces y guardas, porque es indispensable haber de pasar, antes de llegar a las playas del mar del Sur, por varios parajes adonde están apostados, por lo que si hubiera el debido celo en ellos, no se podría hacer este comercio. 13. Con el mismo método que se comercia en géneros ilícitamente en Panamá, se ejecuta con los negros en las ocasiones que existen los asientos, y al abrigo de una pequeña partida comprada en las factorías, se introducen otras de fraude, mucho más considerables. Pero, así para este género de comercio como para aquél, siempre es preciso que medie un indulto de tanto por cada fardo o por cabeza, con cuya circunstancia no hay ninguna dificultad para introducir todo lo que se quisiere, con el mismo desahogo que si fuera comercio lícito. 14. El comercio de los géneros de China, prohibido en aquellas partes, no tiene cabimiento en Panamá, porque abundando tanto el de la costa, no hay necesidad de él si no para algunas sedas. Pero como hay arbitrio en aquellos presidentes de conceder licencia a algunas em-barcaciones para que pasen a la costa de Nueva España, van éstas con registros corrientes, y a su vuelta infestan de ropa de la China todas las costas del Perú, porque, aunque no les es lícito llevarla, no por eso dejan de hacerlo, y tomando alguna carga de tinta añil, brea, alquitrán y hierro, que son los efectos que se pueden traer de Nueva España al Perú lícitamente, a la sombra de ellos entran todos los demás, no sin grave perjuicio del comercio lícito ni sin gran menoscabo de la Real Hacienda en los derechos que dejan de contribuir. 15. Uno de los almacenes principales en aquellas costas, donde entran con gran franqueza los géneros de la China, es Guayaquil. Y para que este fraude tenga algún género de disimulo llegan los navíos que vienen de la costa de Nueva España a cualquiera de los puertos de Atacames, Puerto Viejo, Manta o la punta de Santa Elena. Allí desembarcan todo lo que es contrabando, y mediando aquel indulto que tienen ya establecido, el mismo teniente del partido suministra bagajes y se conduce a Guayaquil, donde, interesados en ello el corregidor y oficiales reales, se desentienden de su entrada. Después pasa a Guayaquil la misma embarcación, y entonces se le ponen guardas; pasan a fondearla aquellos jueces, con cuya diligencia se falsifican jurídicamente las sospechas que pueda haber dado la embarcación, y, habiendo hecho una gran papelada de mucho volumen y poca sustancia, queda asegurado el dueño de la embarcación y resguardados los Jueces. 16. A este modo de consentir y aun patrocinar los contrabandos, llaman generalmente en aquellos países comer y dejar comer, y los jueces que los consienten por lo que les rinde cada fardo, hombres de buena índole que no hacen mal a nadie. Pero no atienden a que es defraudar las rentas reales, y que las defraudan de tal manera que aquello que el soberano prohibe absolutamente ellos lo dispensan, y que los derechos, que sólo pertenecen al príncipe, se los apropian ellos a sí mismos; como ni tampoco a que destruyen el comercio lícito, aminorándolo, y viciando los ánimos de aquellas gentes para que, dejándolo, se apliquen al que les está prohibido, pues con el seguro de que toda la pena que merecían por él se conmuta en pagar unos derechos, llevados de la mayor ventaja en las ganancias, no se detienen en lograr la ocasión luego que se les proporciona, y por esto será muy raro el comerciante de pequeño o grande caudal que se deja de interesar con el discurso del tiempo. 17. Puede hacerse reparable, y no sin bastante motivo, que pudiendo aquellos jueces descaminar toda la carga de una embarcación de las que llevan géneros prohibidos, y quedar muy interesados con la parte que les toque, o con toda ella, no lo ejecuten y se contenten con una cosa moderada, dejando que pase libre el introductor, cuando haciéndolo de aquella forma cumplían con las obligaciones de sus empleos, servían al soberano, al bien público y quedaban con un ingreso considerable. Pero ellos tienen razones favorables a su propio interés para no descaminar, y son que, si lo practicaran con uno, no volvería a aquel puerto, y entonces ni tendrían ocasión de hacer segundo descamino ni coyuntura de gozar ningún indulto, y como éstos se repiten con frecuencia, cuando no descaminan tienen una considerable renta en ellos, de la cual se privan cumpliendo con su obligación. De modo que todos aquellos corregidores y oficiales reales que están en postura de contrabandos, lleguen a sus puertos embarcaciones con contrabandos, no sólo no ponen mal semblante a los introductores, sino que, por el contrario, los obsequian y congratulan para obligarlos a que prefieran aquel paraje. Con esta máxima, dirigida a que no cesen las contribuciones de los introductores, se deshacen todas las providencias que se puedan premeditar conducentes a la extinción del comercio ilícito, y lo mismo que sucede con el de las mercaderías de la China pasa con el de las de Europa que llevan a las costas las embarcaciones extranjeras. 18. Muy posible será que haga repugnancia tanta libertad como la que aquí se expresa en el juicio de las personas que no loan experimentado, y particularmente en el de aquellas que, distribuyendo la justicia con igualdad, viven arreglados a ella, celando con el servicio del monarca la conducta de su propia conciencia. Pero, suponiendo que sería horrible temeridad en nosotros ponderar más de lo que es en un asunto donde peligra el crédito y reputación de tantos, sólo podremos decir que todo lo que se expresa en cuanto a la libertad y publicidad con que se comercia allí ilícitamente, lo hemos tocado y experimentado en todas ocasiones, y que en presencia de uno de nosotros sucedió en uno de aquellos puertos que, hallándose varios comerciantes con designio de pasar a Panamá para emplear en ropa de contrabando, y si no la hubiese pronta hacerlo en la costa de Nueva España con géneros de la China, el mismo que les gobernaba, después de haberles obsequiado y asegurado que tendrían firme su amistad, les dijo que esperaba merecerse prefiriesen para la vuelta aquel puerto a otro cualquiera; que él les haría más equidad que la que podían esperar en ninguna otra parte, naciendo esto de que estaba recién entrado en el empleo, y como no conocían los comerciantes su genio o inclinación, quería darla a entender para que corriese la voz y acudiesen otros allí. 19. Muchas veces sucede que los corregidores y oficiales reales, queriendo manifestarse celosos, hagan uno u otro descamino, pero para ello es preciso que concurra una de las dos circunstancias siguientes: bien que tengan concebido encono con el sujeto por haberle trampeado algunos indultos u otro equivalente motivo, o que concurran tales circunstancias en el caso, que no penda ya de ellos el poderlo excusar. Pero estos descaminos no hacen ejemplar, respecto de que los interesados conocen que aquellos en quienes confiaban no han sido árbitros para eximirlos del descamino, y así queda en su ser la confianza, y los demás no alteran el concepto que por la anterior experiencia tenían hecho de los tales jueces. 20. De este comercio ilícito que se hace en Guayaquil, una parte se consume en aquella jurisdicción, otra entra en la provincia de Quito y, repartida en todos los corregimientos pertenecientes a la Audiencia, tiene en ellos su expendio, y otra parte se interna al Perú, donde también se reparte, y cuando la cantidad es grande alcanza hasta Lima. 21. Lo dicho hasta aquí es suficiente para que se comprenda el ilícito comercio que se hace en Quito y las vías por donde lo recibe, que son la de Cartagena, la de Guayaquil y por el puerto de Atacames. Por esta última no es tan cuantioso como por las dos primeras, porque como ha poco tiempo que se empezó a abrir aquel camino, no ha sido practicable sino en estos últimos años; pero aun ya en ellos han pasado algunas mercaderías. 22. Parece, según lo natural, que aquel paraje donde los virreyes tienen su asiento podría ser, en alguna manera, privilegiado con el respeto de su inmediata presencia o que a lo menos fuese menor el fraude en el comercio a vista de tanto tribunal, de tanto ministro y de tanto juez y guardas como hay para celarlo. Pero allí es donde el desorden llega a su mayor punto y donde sin temor, sin recelo y sin empacho se introducen las mercaderías de contrabando en la mitad del día, y aun son los mismos guardas los que las comboyan, las ponen en lugar seguro hasta que salgan del peligro que pudieran tener en poder de su mismo dueño, como recién llegado, y, para decirlo en una palabra, incluso son ellos los mismos introductores. Pero, ¿qué mucho puede extrañar que suceda esto con las mercaderías de contrabando si para tener ingreso solicitan ellos mismos que las que no lo son vayan sin guías, para aprovecharse de la mitad de los derechos, y que el interesado quede usufructuado en la otra mitad?; cuyo asunto es tan público y corriente que no hay ninguno que lo ignore ni que deje de aprovecharse de la ocasión. 23. Aquí es forzoso referir lo que el marqués de Villagarcía nos insinuó al tiempo de ir a tomar sus últimas órdenes para restituirnos a España. En el tiempo que este virrey gobernó aquellos reinos se habían acrecentado tanto las introducciones que ya no sabía qué medio tomar para atajarlas, porque con el motivo de la total escasez de géneros que padecía Lima y todo el Perú, tenían éstos crecido valor, según queda ya notado, y el incitativo de las ganancias tan crecidas que dejarían sus ventas a los mercaderes, aumentó en ellos el desorden, y todos arriesgaban sus caudales sin limitación; de aquí resultaba que se abasteciesen aquellos reinos suficientemente de ropas. El virrey conocía cuán cuantioso era este fraude, pero nunca se le proporcionaba ocasión de corregirlo, porque los demás jueces que estaban para celarlo lo consentían, y como no descaminaban a ninguno ni le pasaban aviso de que llegaban los mercaderes con ropa de ilícito comercio a los puertos de aquella costa, le era imposible hacer ejemplar para contenerlo. 24. Pasó a más este desorden, y fue que habiendo dado noticia al virrey, extrajudicialmente, algunos sujetos que conocían su buen celo de que incesantemente llegaban navíos a aquellos puertos con ropa de contrabando, y que el corregidor y oficiales reales a quienes pertenecían la dejaban pasar libremente y aun daban guías corrientes para que la pudiesen internar, eligió la persona en quien le pareció que hallaría más celo y desinterés para que fuese al tal puerto denunciado en particular a celar las introducciones y hacer pesquisa contra los que las habían permitido hasta entonces. Llegó éste a su destino, a Paita, y con dictamen y convenio de los mismos contra quienes iba, se dispuso aumentar el derecho de indulto una tercera parte más, aplicada para el tal nuevo juez, y que pasasen las mercancías como antes. Súpolo el virrey y nombró otro en su lugar, que hizo lo mismo, hasta que, sabiéndose que debía llegar a aquel puerto un navío, el "Santo Cristo de Lezo", que hacía viaje de los puertos de Nueva España sumamente interesado en ropas de la China, dio comisión de juez de decomisos y pesquisado a uno de los alcaldes de corte de aquella Audiencia, Don José Antonio de Villalta, el cual confiscó el navío luego que llegó, porque no era disimulable el caso; procesó al corregidor, oficiales reales y a los jueces antecesores a él, enviólos presos a Lima, y habiendo entrado las causas en la Audiencia se desfiguraron los casos que de allá se habían remitido con una plena justificación, de tal suerte que las graves culpas, acreedoras de muy severos castigos, quedaron destruidas y convertidas en parvidades tales que aun la pensión de una ligera multa no hallaba motivo suficiente sobre qué recaer. Y como el virrey sabía muy bien que estábamos hechos capaces de todo lo que pasaba en aquellos reinos sobre este particular y otros asuntos, al despedirnos nos pidió encarecidamente que, pues pasábamos a España, no dejásemos de informar al Ministerio sobre ello cuando llegase la ocasión, haciéndole presente al ministro que no teniendo los virreyes más arbitrio que el de castigar en las causas que se justificaba serlo legítimamente, allí era bastante esta circunstancia para que no llegase la ocasión de que se ejecutase ningún castigo, porque todas las culpas se desvanecían antes que llegase este caso. Y aunque en particular no ignoraba el virrey tanto fraude como había, porque todos aquellos géneros se vendían después en Lima públicamente, en lo jurídico le era preciso desentenderse de lo mismo que sabía con toda certidumbre. Por el siguiente caso que insertaremos se vendrá en más pleno conocimiento del sumo desahogo y libertad con que se comercia en el Perú con géneros prohibidos. 25. Restituyéndonos de Lima a Quito el año de 1741, y haciendo la travesía de mar que hay desde El Callao a Guayaquil en el navío "Las Caldas", dio fondo éste en el puerto de Paita el día 15 de agosto y entonces se hallaban en el mismo puerto dos navíos, nombrados el uno "Los Angeles" y el otro "La Rosalía". Aquél acababa de llegar de Panamá cargado de fardos de ilícito comercio, los cuales tenía ya descargados; parte de ellos iban caminando para Lima, y la mayor porción estaban arrumados todo lo largo de la calle de aquella población, porque no cabían en las casas y se estaba esperando que fuesen llegando las recuas de mulas necesarias para irlos despachando a Lima, no descaminados, como debiera ser, sino por cuenta de sus dueños, los cuales habían contribuido ocho pesos por cada fardo, que era entonces lo establecido, y con este indulto tenían el paso franco; el mismo teniente de oficial real, que era el que entonces residía en aquel puerto, solicitaba las recuas para su conducción y franqueaba las de los indios de toda la jurisdicción de Piura. El segundo navío, "La Rosalía", había hecho viaje de la costa de Nueva España también sin registro, como el primero, y porque los interesados en las mercancías prohibidas querían ir con ellas a Guayaquil para vender allí e internar la mayor parte de ellas a la provincia de Quito, y el maestre de esta embarcación estaba contrapunteado con aquellos oficiales reales, tomaron el puerto de Manta. Y habiendo desembarcado en él todo lo que era contrabando, hizo derrota después para Paita, llevando a su bordo la demás carga, que consistía en tinta añil, brea y alquitrán, y aunque estos efectos son permitidos allí, en el caso presente debía descaminarse por haber ido esta fragata a los puertos de Nueva España sin licencia y sin registro, y haber vuelto sin él, pero habiendo mediado una regalía o indulto, como con los fardos, no hubo dificultad en que continuase su viaje. Después, sin novedad, los comerciantes que desembarcaron en Manta sus mercaderías continuaron a Guayaquil, y, como contra éstos no tenían los oficiales reales ninguna displicencia, pasaron los géneros sin novedad. 26. Estos dos navíos fueron comprendidos en el número de los muchos de que se les hizo cargo al corregidor de Piura, oficiales reales y demás jueces, y todos los demás que antes y después entraron en aquel puerto fueron de la misma especie y sin variedad en las circunstancias. Esto supuesto, se pueden combinar los hechos con las resultas que hubo en las causas seguidas en el Tribunal de la Audiencia de Lima y ver cómo se pueden disponer unos casos tan constantes como éstos para que quede totalmente desvanecido en ellos el delito. 27. Es una prueba clara de la grande abundancia de este comercio ilícito y la facilidad con que se emplean en él sin reserva, el desahogo con que se hallaban en Paita los comerciantes del Perú, con crecidos caudales, cuando entró en aquel puerto el vicealmirante Anson y lo saqueó, dejándole sus riquezas admirado a él y a los suyos al ver en una población tan reducida y pobre, cantidad de plata y oro tan excesiva, y esto aun no habiendo logrado cogerla toda, porque queda dicho en otra parte, que la omisión de los que desembarcaron dio tiempo y oportunidad a los negros y mulatos vecinos de Palta y esclavos de los comerciantes para que pusiesen en libertad mucha parte, sacándola de las casas y enterrándola en la arena. También le sirvió de no menor admiración un barquillo costeño, de los que van del Callao a la costa de Paita a pescar el tollo, que apresó junto a las islas de Lobos y cogió en él más de 70.000 pesos en oro pero lo que extrañó más de este caso fue que su dueño se arriesgase con tanto caudal en una embarcación tan pequeña, y era el caso que éste hacía diligencia para llegar a Paita a tiempo de poderse incorporar con todos los demás comerciantes que estaban en aquel puerto, los cuales esperaban la salida de dos navíos que había en él para irse, unos a emplear a Panamá y otros a la costa de Nueva España, cuyo designio no podía ser oculto por no ser aquella derrota para otra parte. 28. La fardería del navío "Los Angeles", que pasando de Panamá en ocasión que ni presente ni anteriormente había habido galeones ni registros, llegó a Palta en 1741 sin guías ni registros, parece difícil el que se interne hasta Lima sin que sea conocido; pero no se para allí el escándalo, porque, luego que están corrientes las cosas, se les dan guías contrahechas y despachos que se fingen, de modo que entran en Lima las recuas cargadas, el virrey las ve pasar desde los balcones de su palacio y, aun constándole que es mercancía de ilícito comercio, le hace persuadir a lo contrario la falsedad con que todo va dispuesto. Este asunto se hace sumamente difícil de creer, pero, con el buen artificio y el método en que se dispone, no debe ser extraño que en Lima no se haga reparable mediante que estos fardos van a la Caja Real, se registran allí, se toma razón de las guías y se cobran después los reales derechos que pertenecen por la entrada. Pero, ¿qué diremos de lo que se introduce en aquella ciudad sin tanta circunstancia ni otra formalidad que la de entrar con ello, seguros de que no ha de haber quien lo estorbe? Pues ahora se verá cómo se ejecuta, y para que no parezca que exageramos en nada, será refiriendo lo mismo que pasó en otro caso, de los cuales pudiéramos repetir varios. 29. El día 19 de noviembre de 1740, haciendo viaje de Quito a Lima, salimos de Piura, donde se incorporaron en nuestra compañía dos mercaderes que llevaban empleo de ropas, parte de la costa de Panamá y de la China. Estos habían conseguido alguna gracia en el indulto y no quisieron llevar guías de Piura para Lima, por ahorrarse en aquella ciudad el importe de la mitad de los derechos. Como entonces no estábamos tan instruidos en el método de todas las introducciones y la facilidad que hay para ello, se nos hacía difícil creer que pudiesen entrar en Lima con su empleo sin ser descubierto el fraude y, por consecuencia, descaminadas las mercancías, y más no siendo tan reducidas o pequeñas que se pudiesen ocultar fácilmente. Esta confusión en que estábamos, y la serenidad con que iban los dueños sin precaverse de nada, nos dio ocasión a investigar el motivo de su seguridad, y a saber de ellos que allí donde nosotros considerábamos el mayor riesgo, había de ser donde con más descuido y mayor confianza habían de abandonar sus mercaderías. Así sucedió, pues luego que llegamos a estar a una jornada de Lima, nosotros continuamos nuestro viaje, y ellos hicieron alto en aquel paraje, que era donde estaban los primeros guardas de Lima, los cuales tienen obligación de reconocer las guías y dar pase a los arrieros. Los dos comerciantes dieron noticia a estos guardas de que sus géneros eran de contrabando y no llevaban guía, y que las cargas se detendrían allí dos días, ínterin que el uno de los dos pasaba a ver al guarda mayor de Lima. Así lo ejecutaron, y aunque ninguno de los dos comerciantes tenía amistad ni conocimiento con el que ocupaba este empleo, el que se adelantó se fue derechamente a él y le descubrió todo el negocio, informándole que en el camino dejaba tantas cargas de mercadería que deberían llegar a Lima tal día a tal hora, que no llevaban guías ni despachos, y que así se sirviese disponer su entrada ínterin que él se iba a tal posada, adonde tenía aviso el otro compañero de venir con las demás cargas de sus equipajes que no contenían ningún fraude, y que a la misma posada le podía remitir esotras cuando fuese tiempo, y lo hallaría puntual a satisfacerle lo justo; el guarda mayor despachó otro guarda cuando le pareció tiempo, para que saliera a encontrarlas en el camino, y entre dos y tres de la tarde entraron en Lima las cargas y pasaron a ser depositadas en casa de uno de los mismos guardas, y el segundo interesado se fue a la posada con las que no tenían cosa de cuidado. Pasados dos o tres días fue el mismo guarda mayor con otros ministros y un escribano a registrar la habitación de estos comerciantes, suponiendo como haber tenido aviso de que eran recién llegados y que llevaban mercaderías de contrabando; reconocieron las petacas y lo demás de sus equipajes, y como no encontraron en ello lo que fingían que buscaban, hicieron poner esto por diligencia, con la cual desvanecían totalmente la noticia que ellos mismos habían esparcido. Estas diligencias jurídicas las pasaron después a los oficiales reales para que quedasen satisfechos, y habiendo mediado otros tres o cuatro días para que, si querían volver a repetir el reconocimiento, los oficiales reales no hallasen más de lo que constaba por las diligencias del primero, remitieron a la posada todas las mercaderías, tomando por indulto la mitad de lo que habían de pagar por derechos reales de entrada y alcabalas, y dejando la otra mitad en beneficio de los dueños; recibidas éstas, empezaron éstos a desenfardelar desde el mismo día, y a vender públicamente sin riesgo ni reserva. 30. Con este método se hacen en Lima las introducciones sin que peligren los caudales empleados en los géneros prohibidos, y en esta forma lo practican los contrabandistas, quienes en parte deben ser disculpados, porque abriéndoseles las puertas para la entrada por los mismos que las habían de cerrar, se aprovechan ellos de la ocasión para adelantar las ganancias de su comercio, lo que no se atreverían a ejecutar si supieran que había de ser gran casualidad el salir con su fin, pues no hay ninguno tan falto de consideración que quisiera exponer caudales tan crecidos, como de 50.000 y 100.000 pesos, y en ocasiones mucho más, a un riesgo evidente, por el atractivo de las más sobresalientes ganancias. Pero lo más sensible y lastimoso de este asunto es que hasta el presente no se le reconoce remedio. 31. Si tan poco atenta en el cumplimiento de su obligación es la conducta de aquellos guardas por lo tocante a comercio ilícito, deberá aún causar más confusión lo que sucede en el lícito de géneros de Europa y del país, pues no contentos con el crecido ingreso que sacan del comercio prohibido, lo tienen también en éste, usurpándole al rey sus derechos; este desorden es tan grande que aún más es lo que ellos defraudan que lo que se contribuye al real erario. A este fin procuran los comerciantes dividir toda la porción de mercaderías que les pertenece en tres o cuatro partes, y sacan una guía de cada una; por ejemplo, siendo 100 fardos, sacan una guía de 20, otra de 30, otra de 15 y otra de 35, separadas. Al llegar cerca de Lima se adelanta el dueño principal, y llevando las cuatro guías consigo pasa a verse con el guarda mayor, el cual, habiéndolas reconocido, se conviene con él disponiendo que se presenten dos en las Cajas Reales y que se reserven las otras. Con esto entra toda la ropa, y apartadas las partidas pertenecientes a las guías reservadas, las ponen en paraje donde no estén a la vista con las otras, y pasa el mismo guarda mayor a hacer la visita de los fardos, acompañado de los demás sujetos a quienes corresponde hallarse en esta ceremonia; concluida esta diligencia, percibe la mitad de los derechos que habían de pagar aquellos fardos reservados y queda en beneficio del comerciante la otra mitad. 32. No hay duda que pudieran los comerciantes llevar fuera de guías todos aquellos fardos que tuvieran ánimo de introducir, con el ahorro de la mitad de derechos. Esto se hace regularmente con las mercaderías del país, porque, como no pueden equivocarse con las de Europa, no tienen peligro de que los corregidores por donde pasan pretendan ningún indulto sobre ellas para dejarlas pasar. Pero como en las mercaderías de Europa hay el riesgo de que, aun siendo de armada o registros, si no llevan guías las tengan por de ilícito comercio y quieran los corregidores tomar indulto para dejarlas pasar, evitan este expendio con aquella providencia de llevarlas corrientes, y no les sirve de estorbo esta prevención para conseguir su fin cuando llegan a Lima. 33. Lo mismo que se experimenta por tierra, sucede en el comercio marítimo, de modo que la embarcación que viene al Callao cargada de vinos, aguardientes, aceite, aceitunas y otros frutos de los que se producen en Pisco y Nasca; las que llegan de Chile con jarcias, suelas, cordobanes y sebo; las que van de la costa de Nueva España con tinta, alquitrán y brea, o las que de Guayaquil van con maderas, llevan registrada la mitad de la carga y va la otra mitad, o por lo menos un tercio de ella, fuera de registro, para que entre libre de derechos, pagando al guarda mayor del Callao la mitad de su importe. Esto es allí tan público y corriente que ya no se hace extraño ni notable a los que conocen aquel país, pero como no puede dejar de serlo acá, citaremos uno de los muchos casos en que lo experimentamos, para que el ejemplar convenza lo que se hace tan increíble a la razón. 34. El día 24 de diciembre del año de 1743, salí del puerto del Callao para restituirme a Quito por segunda vez en una embarcación que hacía viaje a Panamá, la cual, por ser pequeña, tenía su más regular tráfico en la costa de Pisco y Nasca, llevando frutos al Callao. Su dueño, que la mandaba, haciendo regulación de las ganancias que cada uno de aquellos viajes le dejaba, incluía entre ellas el ahorro de derechos que le pertenecía por la mitad de la carga que llevaba siempre fuera de registro. Y aunque yo no ignoraba nada de lo que sucedía sobre este particular, por ver si adelantaba a lo que ya sabía, le hice algunas preguntas sobre este asunto; y de ellas saqué que en aquellos viajes que son cortos, porque en cosa de un mes van y vuelven las embarcaciones, aun antes de salir del Callao están ya convenidos el guarda mayor y el dueño de la embarcación de la cantidad de carga que ha de ir fuera de registro, y siendo embarcación que no se emplee en otro tráfico más que en éste, si carga 500 botijas se ponen en registro 250 ó 300, y las demás entran de por alto, debajo de cuyo pie corre después en todos los demás viajes. En el que esta embarcación hacía a Panamá, que era el primero que había emprendido para aquella parte, sólo llevaba la cuarta parte de su cargazón fuera de registro, y nacía esto de que el dueño de ella no tenía conocimiento con aquellos guardas, pero decía que después de adquirir amistad con ellos, quedaría convenido en la cantidad que habría de llevar sin registrar en los demás viajes que ejecutase. 35. Aquí se puede ofrecer un reparo, y es que, puesto que allí se defraudan las rentas reales con tanta libertad y desahogo, sería más natural que la vez que se comete la maldad, ya que hay franqueza para todo, hacerla por entero, y no en parte. Pero esto tiene en su contra que los que cometen estas iniquidades, al paso que solicitan interesarse, quieren también quedar cubiertos y disimularlas, lo que no pudiera ser si faltara con qué hacer cara. Y así, a imitación de los reconocimientos que se practican en los fraudes de tierra pasando a visitar las mercaderías que lleva el comerciante y a ver si convienen con las guías, se practica también en el tráfico del mar, y pasan el juez nombrado para este asunto, los oficiales reales, guarda mayor y escribano de registro, a fondear la embarcación. Pero esta diligencia no se reduce a más que a hacer la plataforma de ello, pasando a su bordo con el registro que se les ha presentado, poniendo por diligencia que se ha registrado y que lleva la embarcación lo que consta del registro, y, últimamente, a tomar los derechos que les corresponden por la visita, sin que en realidad se haya hecho, ni sea posible aunque quisieran, porque no lo es el que se reconozca todo lo que tiene a su bordo una embarcación abarrotada, donde no se ve más que aquello que está superficialmente a la boca de la es cilla. Así, esta visita sólo sirve de aviso para el dueño de la embarcación de que puede descargar desde entonces libremente todo lo registrado, y lo que no lo está, porque los ministros del rey están ya satisfechos de lo que lleva y de que en ello no hay fraude. 36. La prueba más evidente del crecido fraude que se hace, en aquellos reinos, en los derechos de entradas y alcabalas que deben contribuir a la Hacienda real todos los géneros y efectos que entran en Lima, Callao y demás ciudades y puertos de aquellos reinos, y los de salida en los que los tienen, se puede ver en lo sucedido con los derechos de "mutuo y nuevo impuesto", establecidos con el motivo de la guerra contra ingleses, para sufragar a los gastos extraordinarios de armamentos marítimos y manutención de tropa que se levantó. Estos derechos, que comprendían plata, géneros de Europa y del país, y frutos, sin excepción de otros que los del trigo y sebo, eran tan considerables sobre cada especie que, bien calculados por las reglas de lo que legítimamente entra en Lima anualmente según la práctica y conocimiento de los hombres más inteligentes en esta materia, debían sufragar en un año a mucho más de lo que importaba el expendio extraordinario que se hacía en él. Pero como el dinero se necesitaba de pronto, dispuso el virrey, con dictamen de la Audiencia, hacer una derrama entre el comercio y vecindario acaudalado de Lima, para habilitar con su monto la escuadra que despachó a Panamá por febrero del año de 42 y los navíos que habían de ir a Chile, lo cual se había de satisfacer de lo que produjesen estos derechos; y para que estuviesen mejor administrados y celados, dio la comisión de su cobranza al tribunal del consulado, esperando que vigilase más bien en ello por ser todo el comercio interesado, precediendo fianza que dio éste para obtener el depósito de lo que redituasen estos impuestos, y en su consecuencia puso contaduría particular aquel tribunal, nombró guarda mayor, visitador y otros guardas para que vigilasen en las entradas y evitasen los fraudes. Pero ¿qué sucedió, si no lo que con tanta desgracia es mal universal en aquellos reinos? Estos guardas se unieron con los otros y siguieron el mismo rumbo, de suerte que, al cabo de tres años de estarse cobrando, que era por octubre del año de 1744, permanecía el empeño en el mismo ser que a los principios, no alcanzando lo que se percibía a soportar los gastos que se repetían, aunque incomparablemente menores, desde el año de 43 en adelante que los que se habían hecho en los de 41 y 42, porque en el de 43 se reformaron los regimientos que se habían levantado, y sólo se armaron dos navíos la Esperanza y el Belén para que fuesen a las costas de Chile, y en el de 44 no se armó más que uno, la Esperanza. Con que todo se convertía en fraude, sin que se consiguiese el fin. 37. Lo que se hace más sensible en este particular es que ni el honor, ni la conciencia, ni el reconocimiento de verse mantenidos por el soberano con los crecidos salarios que le disfrutan, sirve de estímulo en aquellos países para celar lo que es de la obligación de cada uno. Y así está manteniendo el rey a los que le usurpan sus derechos fiscales y menoscaban su Real Hacienda. 37 bis. Volviendo al fraude que se practica en el Perú en los géneros que deben contribuir derechos reales, debemos advertir, para concluir este asunto, que lo mismo que queda dicho de Lima sucede generalmente en todas las demás ciudades y poblaciones de aquellos reinos, y que al tenor con que se practica en las mercaderías y frutos, sucede con todo lo demás con que allí se comercia, porque éste es mal universal de todo el reino, y general sobre toda suerte de mercaderías. 38. Sobre el particular del comercio ilícito que se hace en el Perú con géneros de Europa introducidos por la costa de Panamá, se ofrecen algunos medios que pueden contribuir a su extinción, de tal modo que casi enseña ya la experiencia que puede llegar aún a perderse este curso totalmente, pues al paso que lo hemos visto en su mayor auge, lo hemos conocido también en su total decadencia. Y para aclararnos sobre este asunto, estableceremos primero las causas que conocemos y dan ocasión a él. 39. Para que haya comercio ilícito es preciso no sólo que deje unas utilidades sobresalientes que sufraguen a las contribuciones que se han de hacer para facilitar los pasos y allanar las entradas, sino que deje mayores ganancias que el comercio lícito, porque si fueran iguales los beneficios de uno y otro a favor del dueño, no habría ninguno que, sólo por defraudar los derechos reales, se emplease en él, pues entonces sería ejecutar un daño sin expectativa de algún bien. 40. En segundo lugar, es de suponer que los caudales no pueden estar parados en el Perú, porque, siendo grandes los gastos, si no se hiciesen continuos empleos a proporción que unos efectos se van vendiendo y convirtiendo en dinero, resultaría que se menoscabarían y, con el tiempo, llegarían a deshacerse totalmente, como se experimenta con muchos. Esto asentado, se hace preciso ahora entrar a especular de qué modo se comercia allí con los géneros de Europa y con los del país, de lo cual y de lo que acabamos de establecer, se vendrá en conocimiento de las causas que tienen por principio estos desórdenes. 41. Para mejor inteligencia de lo que se va a explicar, será acertado suponer el caso de unos galeones, como que es en éstos en los que tienen recurso aquellos reinos para hacer sus empleos. Luego que el comercio del Perú se restituye a Lima después de concluidas sus compras en Portobelo, todos generalmente abren sus tiendas y ponen almacenes para empezar las ventas. De las provincias interiores y de toda la sierra bajan a Lima a emplear los que comercian con corto caudal unos compran a dinero de contado, y otros parte a contado y parte a crédito , pero además de esto, envían cajeros suyos los mismos comerciantes de Lima a aquellas provincias, para que vendan por su cuenta. De modo que, tanto por lo que expenden de esta manera, como por lo que venden dentro del mismo Lima, a los seis meses después de haber llegado las mercancías a aquella ciudad, se hallan ya con una gran porción de sus géneros reducidos a dinero, lo cual será mayor en unos que en otros, según la oportunidad de ventas que hubieren logrado. Este dinero y el que sucesivamente va haciendo el comerciante, si lo hubiera de tener parado hasta otros galeones, la mayor parte del tiempo no le redituaría nada y llegaría el caso de hallarse con todo su caudal en dinero, sin poderlo adelantar y, antes bien, comiendo de él, porque ni allí hay comercio de cambios, ni otro alguno en que poderlo entretener, porque un comerciante de Lima no ha de ir a comprarle a otro los géneros que le han quedado por no haberlos podido despachar con tanta prontitud, y como no hay armadas, ni registros que puedan tenerlo entretenido, faltándole otro recurso que el de enviarlo a la costa, así lo hace. Para ello se valen de la ocasión de algún comerciante de pequeño caudal que pase a Panamá y bien sea dándoselo a riesgo, por un tanto por ciento, o por su cuenta, le confía una parte de lo que tiene en plata para que nunca le falten géneros ni esté privado de ganancias, de cuyo modo van los caudales traficando sin parar; con el mismo motivo envían otras porciones a la costa de Nueva España, y no se les ofrece ocasión en qué poder hacer empleo que no la aprovechen, porque el comerciante, menos que otro ninguno, puede tener ocioso su caudal. 42. Esto sucede con los comerciantes gruesos, que son los que fomentan el trato ilícito, y los de pequeños caudales son los que personalmente van a hacer sus empleos, con tanta anticipación cuanto son menores los caudales que manejan, pues, como venden presto y se deshacen de los géneros con facilidad, luego que los tienen reducidos a dinero no piensan en otra cosa si no es en volverlo a emplear. 43. De aquí nace que nunca esté pronto el comercio del Perú para pasar a celebrar la feria a Portobelo cuando llegan los galeones, porque sus caudales están esparcidos unos en la tierra, todavía en efectos que no se han vendido, otros caminando ya hacia Lima, y otros juntos allí, lo cual sucedería en la misma forma al cabo de un año de celebrada una feria como al de tres o cuatro. 44. Es cierto que se puede hacer un reparo bien fundado: que teniendo géneros del país en que emplear aquellos caudales que se van convirtiendo en dinero, como son los paños, bayetas y lienzos que se fabrican en Quito, si no lo hacen será por inclinarse más a las ganancias del comercio prohibido, que a las del que no lo es, por ser menores. Pero no es ésta la causa, sino que el comercio de géneros de Europa se ha de considerar siempre independiente del del país, haciendo división de los caudales, de los cuales se ha de considerar aplicada la una parte a las mercaderías de Europa, y la otra a las del país. El comercio de estas últimas no cesa nunca, porque la gente que se vista de ellas, como son los mestizos, mulatos, indios y gente pobre, usándola siempre, tiene el mismo consumo en tiempo de armada como en el que no lo es, y así todos los comerciantes que bajan de las provincias de la sierra a emplear en Lima, compran parte de mercaderías de Europa, y parte de géneros del Perú, y lo mismo practican los comerciantes de Lima cuando hacen remisión de géneros por su cuenta a aquellos parajes. Con que, estando siempre en curso aquellos caudales que pertenecen a los géneros del país, no dejan hueco para que se empleen en ellos los que pertenecen a géneros de Europa y los de esta división son los que, por no tener en qué poderse embeber en el intervalo que media de una armada a otra, van a la costa o a los puertos de Nueva España. 45. Los géneros de la costa son comprados por aquellos comerciantes, cuando van a emplear en ellos, con tanta rebaja a los del lícito comercio de galeones que dejan usufructo a los que lo ejecutan para hacer las contribuciones necesarias hasta ponerlos en Lima, y allí logran después ganancias sobresalientes a las de los otros; pero aunque no fueran sino iguales, y aún algo menores, en tiempo muerto siempre les tendría cuenta comerciar en ellos con sus caudales, mediante que no hay entonces asunto a qué poderlos dedicar con esperanza de otras ganancias, ni mayores ni menores. Pero hay caso en que el usufructo de este comercio no iguala, con mucho, al del lícito, y entonces no es apetecible. Así se experimentó el año de 43, cuando llegaron en junio al puerto del Callao los tres navíos: el Luis Erasmo, el Lis y La Deliberanza, que, siendo franceses, pasaron a aquella mar con registro de ropas españolas, fletados por los comerciantes de Cádiz Olave y Guisasola. Pues, desde que se supo que habían pasado el cabo de Hornos y entrado en los puertos de Chile, cayó tanto el precio de los géneros que, conociendo su pérdida los que se hallaban entonces con cantidades de mercancías de contrabando de las de Europa, aunque quisieron salir de ellas antes que del todo se aminoraran sus precios, no lo pudieron conseguir sin pérdida de casi un doce por cien y más. 46. La entrada de estos tres navíos fue bastante para contener el desorden del ilícito comercio, haciendo que retrocediesen los que se hallaban en vía para ir a emplear. Después llegó la Marquesa de Antin y el año de 44 el Héctor y el Enrique, y hallándose Lima abastecida de géneros suficientemente, cesó totalmente el trato de Panamá, porque ya era pérdida el ir a emplear allá, y les tenía más cuenta a los comerciantes de pequeños caudales hacerlo en el mismo Lima que el arriesgarse con ellos a una pérdida evidente, porque, aunque las compras de la costa sean cómodas, los gastos de conducir los géneros hasta Lima y los de las contribuciones, juntos con el interés y riesgo del dinero, sube a tanto que son impracticables estos viajes habiendo frecuencias de navíos en la mar del Sur, aunque éstos géneros se vendan, como entonces se vendían, con unas ganancias sobresalientes. Los que reciben perjuicio cuando hay navíos de registro en la mar del Sur son los comerciantes que manejan caudales gruesos, porque como los registros venden a todos los que bajan a emplear de las provincias interiores de la sierra, se inclinan éstos a comprarles para lograr la mayor conveniencia que pueden hacer, y a los otros no les queda otro recurso más que el de comprar pequeñas porciones y remitirlas a la sierra de su cuenta; de lo que resulta que, yendo los registros con frecuencia, esto es, sin dejar de entrar ningún año los necesarios para el abasto de aquellos reinos, nunca llegará el caso de que escaseen los géneros y que sus precios tomen tanto auge que sea cómodo el ir a emplear en géneros de la costa. Así se experimentó entonces tan seguramente que aun el nombre "de costa" se había hecho aborrecible por el quebranto que tuvieron los muchos que se vieron sorprendidos con la novedad de estos navíos, y desde entonces hasta que dejamos aquellos reinos, no se oyó decir que se hubiese atrevido nadie a ir a Panamá con este fin. 47. No hay duda que lo grueso del comercio de Lima recibe menoscabo de que entren navíos en aquella mar, porque se les priva de que ellos sean los únicos que vendan en Lima, que es en lo que tienen todas las ganancias. Pero si el fin del comercio se reduce a abastecer de mercaderías aquellos reinos, y que éstas sean llevadas de España, quitando la ocasión de que sean los extranjeros quienes los surtan de ellas y se utilicen en sacar la plata con extravío de ella, y en las ganancias de sus ventas, en este caso no se debe atender a la mayor comodidad de aquellos comerciantes, cuando, de procurársela, resulta el menoscabo del comercio de España y el de los derechos reales en la entrada y venta de géneros, y en la salida e indulto de la plata, sino a que se consiga el fin por el medio más proporcionado y eficaz para ello, y no hay otro donde hay tan poco celo como allí para mirar por la Hacienda Real, y tan poca legalidad en los que lo tienen a su cargo, que el de que aquellos reinos estén abastecidos de géneros continuamente. Y así el comercio lograría siempre la facilidad y brevedad del despacho de sus géneros, si de golpe no fueran muchos navíos y en ellos un crecido número de toneladas, pues en todos tiempos habría plata en Lima, otras cantidades en la sierra, y efectos en una y otra parte que fuesen continuamente circulando. De este modo se puede conseguir que llegue totalmente a olvidarse el nombre "de costa", y que no tengan los caudales tanto motivo de extravío, pasando inmediatamente a poder de los extranjeros y, juntamente, el que se excusen fraudes en las entradas, porque, poniéndose todo cuidado en la cargazón de los navíos que hubieren de ir a aquellos puertos, y obligando a los cargadores a que paguen por entero en Lima todos los derechos correspondientes a la cargazón que constare por sus registros, aunque con licencia hayan vendido en otros puertos antes de llegar al del Callao, no podrá haber fraude en lo que perteneciere a todo lo registrado, debiéndose tener por cosa evidente que lo que saliere de España fuera de registro, ha de entrar en Lima sin embarazo ni pagar más derechos que la mitad, que será el irremediable indulto de los guardas. 48. Esta providencia de ir frecuentemente navíos con registro a aquellos puertos, no alcanza a destruir el ilícito comercio de los géneros de China que se llevan de la costa de Nueva España, porque es tanta la baratura que tienen allá, que no puede compararse, aun después de costeados y puestos en Lima, a la de los géneros equivalentes que se llevan de España. De lo cual nace que dejen unas ganancias exorbitantes que exceden de un cien por cien, y hay géneros entre los que se llevan que, logrando la coyuntura de comprar en Acapulco de la primera mano, pasan las utilidades que les quedan a los comerciantes, en los renglones más selectos, de un doscientos por cien, bien que hay otros que, en contraposición, sólo les deja un cincuenta por cien. Esto lo confirmé con la ocasión de haberse embarcado en La Deliberanza, para venir a España, un comerciante de aquellos reinos que acababa de hacer viaje de la costa de Nueva España a Lima, y tratando de las utilidades que deja aquel comercio decía que, después de haber tenido algunas averías en su empleo, le había quedado libre de todo costo un ciento cuarenta por cien del principal, pero que esto había nacido tanto de haber logrado la ocasión de emplear en la feria de Acapulco, cuanto porque las contribuciones para el pase habían sido muy moderadas en virtud de algunas recomendaciones que con prevención se les habían hecho a los jueces por donde había de pasar para que lo atendiesen. 49. Con todo esto, como los géneros de China que se pueden introducir en el Perú, por la mayor parte se reducen a sedas, siempre quedarán los de lana y lino, y tejidos de oro y plata, en su ser, y quitada la ocasión de que se introduzcan éstos por contrabando, además de que los tejidos de seda de la China, aunque embarazan el mayor consumo de los de Europa, no les quitan la estimación. Pero aquel comercio será inagotable, no sólo según nuestro sentir, sino por el de todos los hombres de comercio de aquel país, ínterin que vayan navíos de Manila a Acapulco, porque según dicen los mismos que emplean en estos géneros, aunque tuvieran grandes sospechas de que habían de ser descaminados, no podrían resistir a la tentación de la suma baratura con que se venden en Nueva España tales géneros. 50. Queda dicho que el único medio de destruir el comercio de la costa es el que haya abundancia de géneros en Lima, lo cual se ha de entender de tal modo que no sea tanta que esté continuamente abarrotada de géneros aquella ciudad, porque entonces redundaría en perjuicio de los comerciantes que los enviasen o fuesen con ellos, sino en un buen medio, es decir, que sin faltar abundantemente, no sobre; y se puede hacer el cómputo de los que necesitan aquellos reinos por el regular consumo que hay en ellos. Cuando llegaron las primeras tres fragatas francesas a aquella mar, abundaban mucho las mercaderías en Lima, porque, por una parte, estaba abastecida de las que continuamente pasaban de Panamá; por otra, de las que se llevaban de Quito compradas en Cartagena y en su costa, cuyas remisiones no cesaban, y, por otra, de las que pasaban de Nueva España. Y con todo esto llegaron las fragatas y empezaron a vender con estimación sobresaliente, y hubieran evacuado enteramente su cargazón si no hubieran llevado entre ella algunos géneros que tienen allí poca salida. La Marquesa de Antin, que llegó muy poco después y empezó su venta casi al mismo tiempo que los otros, experimentó lo mismo, y así les sucedió también al Enrique y el Héctor. Con que, con mucha más razón sucederá esto cuando cesen las dos entradas de Cartagena y Panamá, que con precisión se han de exterminar, permaneciendo el comercio por la mar del Sur en la forma que queda dicho. 51. Ahora falta especulizar por qué vía puede convenir más el comercio para que se abastezcan de géneros aquellos reinos, si por la regular de Portobelo, que se hace en tiempo de paces, pues también por ésta se pudieran enviar registros con frecuencia, o por la del mar del Sur, pasando por el cabo de Hornos. Y parece que, a vista de lo que queda dicho sobre el comercio de Cartagena, no hay que dudar que la de ir en derechura al mar del Sur es la acertada, porque la otra, en lugar de extinguir el ilícito comercio, serviría de pretexto para acrecentarlo, y así sucede cuando hay armada de galeones, porque, dejándose rezagadas algunas cantidades de mercaderías en Panamá después que se vuelve la armada del mar del Sur para el Perú, o con ánimo de esperar otra ocasión en que los fletes sean más cómodos para enviarlas, o con el de venderlas allí, sirven éstos de capa para que, a su sombra, entren en Panamá continuamente los de la costa. Y así, desde la armada de galeones del año de 1730, que salió de Portobelo para volverse a Cartagena por junio del de 1731, hasta el año de 1736 por enero, todavía había en Panamá géneros de Europa con nombre de ser de la armada, y aunque siempre llevaban algunos las embarcaciones del Perú, nunca se llegaba a ver su fin. Con que esta vía no es conveniente nunca que se pretenda extinguir totalmente el ilícito comercio. 52. La vía de cabo de Hornos, que es la que miramos como la más acertada, tiene el grave inconveniente de aquella penosa navegación, difícil sólo para la marinería de nuestra nación, que no está acostumbrada a navegar en parajes donde, en lo más sazonado del verano, nieva y graniza, ni a sufrir las incomodidades de aquellas mares, casi siempre agitadas con extremo, ventando en ellas continuos temporales, que es lo que los horroriza. Pero pudiera disponerse de tal suerte que, poco a poco, se fueran acostumbrando a soportar sus incomodidades los marineros de las costas de Cantabria y Galicia, que, más endurecidos al frío que los demás de España, podrían soportarlas más bien. Y con pocos que hubiese habituados, en el discurso de dos o tres viajes, a hacer su travesía, serían bastantes para que, a su lado, empezasen otros a seguir la misma carrera, y dentro de pocos años se tendría marinería bastante para no necesitar de la extranjera, que es la única que pasa ahora aquel cabo sin dificultad, porque, acostumbrados a los temporales del Norte, no se les hacen extraños aquéllos.
contexto
SESION UNDECIMA Dase noticia de la conducta del estado eclesiástico en todo el Perú; de los graves desórdenes de su vida y, particularmente, en los religiosos; de los alborotos y escándalos que se promueven con el motivo de los capítulos 1. Esta sesión es el punto crítico de la relación de aquellos reinos, tanto por la naturaleza del objeto que reconoce por asunto, cuanto por la particularidad de sus materias, las cuales ni pueden dejar de tratarse con la veneración que es propia al estado de los sujetos de quienes se ha de hablar, ni fuera justo quedasen en silencio los desórdenes que en ello hay, pues siendo públicos allá, ni debe haber disimulación que los oculte a la inteligencia de los ministros, ni puede de otra suerte encontrarse la proporción de que se remedien o reformen, pues siendo estos ministros el más acertado conducto por donde el soberano se hace capaz del gobierno que tienen sus dominios, de la conducta de sus ministros particulares y jueces, y de la justicia con que viven sus vasallos, querérselo ocultar a los ministros sería desear que nunca llegase a la noticia del príncipe y que, por consiguiente, jamás se pudiesen corregir los desórdenes de los vasallos, lo cual era condescender en su existencia. Cuando no concurrieran en nosotros más circunstancias que la de súbditos, debería sernos excusable el introducirnos en este asunto, y aún lo sería también en todos los que comprenden las demás sesiones de esta relación, pero añadiéndose la poderosa circunstancia de habernos confiado, entre los otros encargos, el de examinar el gobierno y estado de aquellos reinos, sería delito, después de haberlo cumplido, omitir cualquier asunto de los comprendidos en ese concepto. Porque, aunque por la gravedad de los sujetos a quienes pertenece este asunto, parece que se hacía acreedor a algún disimulo, bien por el contrario la misma gravedad está clamando por su remedio, y admite menos dispensación, pues en él se interesa la religión, la cual no consiente ninguna especie de condescendencia o excusa. 2. El estado eclesiástico del Perú debe dividirse en secular y regular; uno y otro viven tan licenciosamente, con tanto escándalo y tan a su voluntariedad, que, aunque hay flaquezas en todos los hombres y en todos los países yerros de la frágil naturaleza, en aquellos reinos no parece sino que es preciso instituto de los eclesiásticos el sobresalir a todos los demás estados en las pervertidas costumbres de su desarreglada vida, siendo en aquel que más debía contenerse, en quien la desenvoltura tiene mayor resolución y los vicios encuentran más cabida. Así se experimenta en los sujetos que componen las religiones, y siendo éstos los que, por sus institutos y circunstancias, habían de corregir los deslices de la fragilidad, son quienes, con el mal ejemplo de sus desórdenes, los fomentan y les dan apoyo. 3. Los eclesiásticos seculares viven mal, pero, o bien porque en éstos es menos notada cualquier flaqueza o porque con pudor procuran disimularlas, o por lo uno y por lo otro, que es lo más seguro, aunque las resultas no dejan de ser escandalosas, con todo no llegan al grado que las de los regulares, en quienes desde el primer paso que dan, aun sin salir de sus conventos, es tan notado y tan público su mal comportamiento que escandaliza y llena el ánimo de horror. 4. Entre los vicios que tienen entablado su valimiento en el Perú, como el más escandaloso y el más general, podrá tener la primacía el del concubinaje, en el cual están comprendidos europeos y criollos, solteros, casados, eclesiásticos, seculares y religiosos. Esta generalidad tan absoluta parece que se debe estimar efecto de un hipérbole, porque, no exceptuándose los de ningún estado, deja sospechas bastantes para que pueda vacilar, dudosa en su creencia, la razón, y debiendo satisfacer a ésta, a fin de que con solidez se tranquilice, procuraremos hacerlo con algunos ejemplos que den a entender completamente lo que sucede en este particular, y los citaremos conforme los pidiere el asunto. 5. Es tan común el vivir las gentes de aquellos países en continuo amancebamiento que en los pueblos reducidos llega a hacerse el haberlo de estar caso de honra, y así, cuando algún forastero de los que llegan a ellos y residen en ellos algún tiempo no entra en la costumbre del país, es notado, y atribuía su continencia no a tal virtud, sino a efecto de miseria y de economía, y creen que lo hace por no gastar. Recién llegados nosotros a la provincia de Quito pasamos con toda la compañía francesa a un campo, distante de aquella ciudad poco más de cuatro leguas, donde se había de medir la primera base para continuar después las demás observaciones, y para estar con más proximidad a nuestra incumbencia nos hospedamos en varias haciendas que ocupaban el tal llano, desde las cuales íbamos los días de fiesta al pueblo inmediato a oír misa. Después de haber estado allí algunos días, preguntaba la gente del pueblo a la de las mismas haciendas por nuestras concubinas, y como les dijeron que vivíamos solos, haciendo una grande admiración daban a entender la que allí les causa una cosa que, fuera de aquel país, es tan regular. 6. Siendo, pues tan común allí este vicio, no podrá ser extraño el que participen de él los que, por el estado tomado, deberían conservarse exentos de él, porque un mal tan general se introduce con facilidad aun a aquellos que más procuran preservarse de su infestación, y quitado de la consideración el reparo que podría haber en la pérdida del honor, entra el envejecido uso de la mala costumbre, y hace que el pudor se olvide de sí y que el temor no reconozca sujeción alguna. 7. Las libertades con que viven en aquellos países los religiosos son tales que ellas mismas abren las puertas al desorden. En las ciudades grandes la mayor parte de ellos vive fuera de los conventos, en casas particulares, y los conventos sirven únicamente a aquellos que no tienen posibles para mantener una casa, a los coristas y novicios u otros semejantes que, voluntariamente, quieren mantenerse en ellos. Del mismo modo, en las ciudades pequeñas, en las villas o en los asientos, los conventos están sin clausura, y así en éstos viven los religiosos con las concubinas dentro de sus celdas, como en aquellas ciudades las mantienen en sus casas particulares con toda precisión, imitando a los hombres casados. 8. Para haber de vivir fuera de sus conventos, los religiosos de todas las órdenes (a excepción de la Compañía) necesitan tener alguna de estas circunstancias: o el hallarse proveídos en curato, o el haber comprado alguna hacienda con su caudal, o el haberla tomado en arrendamiento de las muchas que suelen tener sin cultivo los conventos; cualquiera de estas circunstancias es suficiente motivo para mantener casa en la ciudad, y siempre que se le ofrezca pasar a allá irá a vivir en ella y no al convento. Además de esto, los maestros graduados y los que han sido caracterizados con los primeros empleos de la religión, aunque por modo de instituto suelen regularmente residir en los conventos, suelen tener su casa particular en la ciudad, donde viven su concubina e hijos, y él asiste lo más del tiempo. Es esto con tal seguridad y desahogo que inmediatamente que adolecen de cualquier accidente se mudan de asiento a ellas para curarse, y dejan el convento; pero aun sin tanto motivo se están en ellas casi siempre, y sólo van al convento a decir misa o a aparecer en él a las horas que se les antoja. 9. Además de lo antecedente, es tan poco o ninguno el cuidado que ponen estos sujetos en disimular esta conducta, que parece que ellos mismos hacen alarde de publicar su incontinencia. Así lo dan a entender siempre que viajan, porque llevando consigo la concubina, hijos y criados, van publicando el desorden de su vida. Muchísimas veces los hemos encontrado por los caminos en esta forma, pero se nota con más singularidad en las ocasiones de capítulos, porque en ellas se ven entrar públicamente, con todas sus familias, los que concurren a ellos, o ya por tener voto, o por solicitar curatos, y después de concluido este acto salen de la misma manera los que van provistos a los otros conventos, o en los curatos vacantes. Ínterin que residimos en Quito, se ofreció la coyuntura de hacerse el capítulo en la religión de San Francisco, y con el motivo de vivir en aquel barrio tuvimos el de ver por menor todo lo que pasaba, y era que desde quince días antes de celebrarse el capítulo se hacía diversión el ver los religiosos que iban llegando a la ciudad con sus concubinas, y más de un mes después que el capítulo se concluyó, duró la de ver salir los que volvían a sus nuevos destinos. En esta misma ocasión, viviendo un religioso con toda su familia frente de la casa en donde estaba hospedado uno de nosotros, acertó a morírsele un hijo; aquel mismo día, a las dos de la tarde, fue toda la comunidad a cantarle un responso, y después le fue dando el pésame al doliente cada uno de por sí, lo cual se pudo ver tan completamente porque los balcones de la una casa correspondían enfrente de los de la otra, y no se perdía acción de las que se ejecutaban, acreditándolo además la publicidad. 10. Todo esto, que parece mucho, es nada en comparación de lo demás que sucede, siendo de suponer que apenas alguno se escapa de este desorden, ya sea viviendo en las casas de la ciudad, ya en las haciendas o ya en los propios curatos, porque igualmente en unos como en otros parajes viven con igual desahogo y libertad. Mas lo que se hace más notable es el que los conventos estén reducidos a públicos burdeles, como sucede en los de las poblaciones cortas, y que en las grandes pasen a ser teatros de abominaciones inauditas y de los más execrables vicios, de suerte que hacen titubear el ánimo sobre cuál sea su dictamen cerca de la religión o si viven con temor y conocimiento de la católica. 11. Con el pretexto de ser corto el número de sujetos en los conventos de las ciudades pequeñas o poblaciones cortas, deja de haber clausura en ellos, y entran y salen mujeres a todas horas porque son las que acuden a los ejercicios de guisar, lavar y asistir a los religiosos, de modo que las mujeres hacen oficio de legos. Al respecto mismo de éstas, entran y salen las concubinas a todas horas, sin que en ello haya embarazo ni que se haga reparable, en prueba de lo cual citaremos dos casos, que servirán para confirmarlo. 12. Hallándonos en una ocasión próximos a pasar de Cuenca a Quito, fuimos a uno de aquellos conventos a despedirnos de algunos religiosos conocidos; llegamos a la celda del primero y encontramos en ella tres mujeres mozas de buen parecer, un religioso y otro, accidentado y fuera de sentido, en una cama, que era en cuya busca íbamos; las mujeres le sahumaban y hacían algunas diligencias para que volviese en sí. Preguntamos al otro religioso la causa del accidente, y en breves palabras nos instruyó en que la una de las tres mujeres, la que más se acercaba al enfermo y daba señales de mayor sentimiento, era su manceba, con la cual había tenido un disgusto el día antes, y estando enojado con ella fue ésta con indiscreción a ponérsele delante en la iglesia de un convento de monjas donde estaba predicando y, arrebatándosele la cólera con el efecto de su vista, le acometió tan de improviso aquel accidente que, cayendo en el púlpito, no había podido proseguir el sermón ni volver en sí. De este principio tomó asunto el tal religioso para hacer un largo discurso sobre las pensiones de la vida, y lo concluyó haciéndonos partícipes de que las otras dos asistentes pertenecían la una a él y la otra al que hacía cabeza de la comunidad. 13. En otra ocasión, habiendo asistido uno de los individuos de la compañía francesa a un fandango de los muchos que se hacen allí continuamente, trabó conversación con una de las concurrentes, y llegando el caso de retirarse casi a media noche, se le ofreció el francés a acompañarla. Ella admitió la oferta y, sin decir nada, dirigió su camino a uno de los conventos de frailes; llegó a la portería y llamó. El francés no sabía qué pensar a todo esto, y lleno de confusión esperaba ver el fin del suceso, el cual reconoció en breve tiempo con no pequeña admiración, porque, habiendo abierto el portero, se despidió de él la mujer y se entró adentro, diciéndole ser aquella su casa y dándole las gracias por el acompañamiento. Puede considerarse la suspensión en que quedaría el sujeto francés, poco acostumbrado hasta entonces a semejantes lances y a tanta disolución, pero se continuaron después los que él y todos los demás experimentamos, que ya no los extrañábamos. 14. Si hubiéramos de referir todos los casos de esta especie que pasaron durante nuestra demora en aquellos países, sería forzoso un volumen crecido para ello, pero lo dicho hasta aquí podrá bastar para la comprensión de lo que aquello es, sin adelantar tanto que se ofenda la consideración en la noticia de tales sucesos trasladados al papel. Mas esto no podrá evitarnos la circunstancia de haber de continuar nuestro asunto, dando noticia de todo lo que corresponde a él. 15. La mayor parte de los desórdenes, o todos los que se cometen en los fandangos disolutos, que en los países de aquella América son tan comunes, como ya se ha dicho en la Historia del viaje, no parece que son sino invenciones del mismo maligno espíritu, que las sugiere para tener más esclavizadas a aquellas gentes; pero se hace sumamente extraño y aun increíble que la elección de instrumentos para ponerlas en obra y darles curso sea en la forma que allí se experimenta, y que causa repugnancia a toda razón. Estos fandangos o bailes son regularmente dispuestos por los individuos de las religiones o, para decirlo con más propiedad, por los que allí se llaman religiosos, no siéndolo. Estos hacen el costo, concurren ellos y, juntando a sus concubinas, arman la función en una de sus mismas casas; luego que empieza el baile empieza el desorden en la bebida del aguardiente y mistelas, y a proporción que se calientan las cabezas va transmutándose la diversión en deshonestidad y en acciones tan descompuestas y torpes que sería temeridad el quererlas referir o poca cautela el manchar la narración con tal obscenidad. Y así, dejándolas ocultas en la cárcel del silencio, nos contentaremos con decir que toda la malicia con que se quiera discurrir sobre este asunto, por grande que sea, no llegará a penetrar la cuantía en que se hallan encenagados aquellos pervertidos ánimos, ni será bastante para comprenderla. ¡Tanto es lo que sube allí de punto la disolución y la desenvoltura! 16. Con el pretexto de hacerse estas funciones en la casa de algunos de los religiosos, es bastante para que no haya justicia que se atreva a su sagrado, y aunque van disfrazados en hábitos de seglares los promotores del baile, basta la pública fama para que puedan éstos ser desconocidos. La confianza, pues, y la libertad de que ninguna justicia tendrá atrevimiento para entrar en estas casas ni jurisdicción para contener los desórdenes que se cometen en ellas, hace que se suelte enteramente la osadía y no haya términos en la disolución. 17. Lo más digno de notarse en los fandangos de que empezamos a tratar es que unos actos tales donde no hay culpa abominable que no se cometa ni indecencia que no se practique son con los que celebran allí las tomas de hábitos de religiosos, y las profesiones, y lo más particular es que festejen del mismo modo con ellos la celebridad de cantar la primera misa, la cual parece que es disponer este noviciado a los comprendidos para que según él tengan la vida después. Y tan bien parece que se aprovechan, tan puntualmente, de estos depravados documentos, que no se apartan en lo más mínimo de su observancia. 18. Haráse, sin duda, particular la singularidad de los sujetos que más se señalan en este desorden, pues es extraño no sólo el que las personas de un estado como el religioso concurran inconsiderablemente a los escándalos de los seglares, sino que sean ellos los que en alguna manera los inventan y los que dan la norma a los demás para tener una vida tan desastrada. Pero a esto no tenemos otra cosa con que poder satisfacer más que con la propia experiencia, con los sucesos y con la publicidad de los hechos, la cual es tanta que, heredando allí los hijos los nombres de los empleos distintivos de sus padres, se ven, no sin admiración, en una ciudad como Quito, una infinidad de provinciales de todas las regiones, priores, guardianes, lectores y, a este respecto, de cuantos ejercicios hay en la religión; de modo que los hijos conservan siempre, como títulos de honor, los de la dignidad de su padre, y en lo público casi no son conocidos por otros, siendo el motivo de esto que, muy por el contrario de hacerse vilipendioso entre aquellas gentes el conservar estos nombres distintivos, los tienen por honoríficos, y tanto más cuanto la dignidad del sujeto es mayor. De modo que, así como se gradúan por ésta las personas, del mismo modo lo están los hijos con el mérito de sus padres, y no atendiendo a la ilegitimidad ni al sacrilegio se tienen por felices en poder hacer ostentación de la mayor graduación de la dignidad, y así, ni en ellos causa el menor sonrojo, ni se puede extrañar el ser nombrados por el carácter que sus padres obtuvieron en la religión. 19. Lo antecedente parece que da bastante prueba de lo incauta que es esta vida en los religiosos, pues, a excepción de los libros bautismales, no se distingue la notoriedad de sus hijos de la de los demás. Ellos hacen vida maridable con las mujeres que toman para sí, sin que haya quien les vaya a la mano, y, perdida enteramente la vergüenza y el rubor, atropellan el sagrado de la prohibición, y aún parece que ésta causa en ellos más considerables efectos, no conteniéndose aún su viciosa inclinación dentro de los límites de una regular relajación, sino pasando al extremo de la disolución y del escándalo, y excediendo en todo a los seglares más desarreglados y menos contenidos. 20. Aquí puede hacerse extraño que los superiores de las religiones no pongan remedio en este punto, y que, aún cuando no les moviera otro celo que el del propio honor de las religiones, no lo hagan a lo menos con esta particular idea. Pero a esto no es difícil la respuesta, diciendo no la ejecutan así como parece justo, y son varias las causas que tienen para ello; tal es la de que, siendo abuso envejecido, no es fácil ya el contenerlo; tal el de que, no haciéndose ya escandaloso por lo muy regular que es en todos aquellos países, está recibido como costumbre. Pero lo más cierto es que les falta autoridad a los superiores para contener estos desórdenes, porque están tan comprendidos en ellos como los más inferiores, y siendo en ellos en quienes empieza el mal ejemplo, no puede haber cabimiento para que la reprensión procure con severidad dar a conocer la culpa al que la comete para que se corrija. En prueba de esto se verá lo sucedido sobre el particular por el caso siguiente. 21. Hallábase de cura en un pueblo de los de la provincia de Quito un religioso que en otras ocasiones había sido provincial de su religión, pero tan desarreglado en sus costumbres y tan perversas todas que tenía alborotado el pueblo con el exceso de sus escándalos y desórdenes, de modo que pasaron las quejas de los vecinos al presidente de Quito y al obispo, quienes a la repetición de instancias, no pudiendo disimularlas ya, reconvinieron con exhortos al provincial que entonces gobernaba, para que contuviese al religioso. Llamólo, pues, y pareciendo en su presencia le reconvino amistosamente con su edad avanzada, con su carácter y con otras cosas que le parecieron propias para conseguir de él que dejase aquella mala vida y no le diese ocasión de tener que sentir con el presidente y obispo por causa de sus excesos. El religioso lo estuvo oyendo con gran reposo, y luego que acabó el provincial tomó la palabra y, con la licencia que permite la mayor graduación y la confianza de amigos, con otras circunstancias que desvanecen enteramente las formalidades del respeto y de la subordinación, le dijo con mucho desenfado que si necesitaba el curato para algo sólo era para mantener a sus concubinas y para enamorar, porque por lo que tocaba a su persona, con una saco y una ración de refectorio tenía bastante para vivir, y así que si intentaba prohibirle las diversiones que tenía, podía guardarse su curato, que no lo necesitaba para nada. El, por fin, volvió al pueblo y continuó en su pervertida vida, lo mismo que antes. 22. Pero ¿qué reprensión podrá dar el superior a un súbdito en un delito que comprende a ambos igualmente y que, cuando llega el caso, van de compañeros a las casas de sus concubinas sin la menor reserva, pues tanto acuden a la del provincial a celebrar alguna función como a la de otro religioso particular? Así, allá ya no es extraño a los seglares este método de vida en los religiosos. Lo que les escandaliza son los ruidos que se ofrecen entre ellos y las concubinas, entre los hijos tenidos en una y los de otra, y entre las mismas mujeres que viven en esta corruptela, cuando no se contenía el religioso con una sola, y da celos a otra. De modo que rara vez faltan ruidos, los cuales, cuando sobrevienen en pueblos cortos, son más sensibles, con particularidad si llegan a hallarse mezclados en ellos los mismos vecindarios; también suelen provenir de la superioridad y mano que las concubinas y los hijos de los curas quieren tener sobre los del pueblo, avasallándolos y tratándolos con menosprecio o reduciéndolos a vida servil, como si fueran sus propios domésticos. Y a este respecto proceden no menos los escándalos, no de ver a un religioso cargado de hijos, ni de que viva con una mujer descubiertamente haciendo vida maridable, sino de los desórdenes o inquietudes que trae consigo una conducta, por todos títulos mala y desarreglada. 23. Aunque este desarreglo de vida comprende allá a eclesiásticos seculares y regulares, son los seculares más contenidos y no dan tanta nota. Y entre unos y otros no deja de haber algunos sujetos que vivan más ejemplarmente, pero bien examinados, son éstos aquellos hombres en quienes la adelantada edad ha dado ocasión para mudar la costumbre y reducirse a vida más regular, y suele suceder, en uno y otro que está retirado a buen vivir, el que esto sea después de estar cargado de hijos y de años, y ya por naturaleza vecino a la sepultura. 24. Todo el retiro de estos hombres reputados ya por ejemplares mediante su virtud , todas sus mortificaciones y ayunos quedan reducidos a vivir con continencia, sin comunicación de concubinas. Esto, que a la primera vista parece poco triunfo, lo es grandísimo si se considera que hay muchas personas en quienes concurren las mismas circunstancias y no por esto se separan de este vicio tal vez hasta el instante en que mueren. Muchísimos son los ejemplares que de ello pudiéramos citar, pero nos ceñiremos a uno que será bastante para comprobación de lo que queda dicho. 25. En el llano donde se hicieron las primeras operaciones correspondientes a la medida de la Tierra estaban varias haciendas pertenecientes a religiosos, y entre ellas una que administraba uno de éstos, tan caracterizado que había obtenido en varias ocasiones el empleo de provincial. Era esta hacienda tan cercana a otra en donde nos alojábamos que por la mayor inmediación la preferíamos muchas veces para ir a oír misa los días de precepto. Con esta comunicación tuvimos bastante motivo de saber lo que pasaba en ella y en las demás inmediatas, pero aún no era necesaria tanta para no ignorarlo, siendo cosas tan públicas que, al mismo tiempo que informaban a uno de los nombres y pertenencias de las haciendas, le hacían capaz de todas las circunstancias que concurrirían en su dueño, sin olvidar las de su estado y vida. Este religioso, pues, pasaba ya de los ochenta años, pero, con todo, hacía vida maridable con una concubina moza y de buen parecer, de suerte que ésta se equivocaba con las hijas del religioso tenidas en otras mujeres, porque ya era ésta la cuarta o quinta que había conocido de asiento, y como hubiese en casi todas tenido hijos, era un enjambre de ellos el que había, unos pequeños y otros grandes. Toda esta familia se ponía a oír misa en el oratorio, y la concubina actual en el lugar preeminente, haciendo cabeza. El religioso decía la misa, y uno de sus hijos se la ayudaba. Lo más digno de reparo es que, aun habiendo estado por tres veces sacramentado y a los últimos de su vida, no había sido posible conseguir que la hiciese retirar de su presencia, y por último, a la cuarta, murió, como dicen, en sus manos. Pero esto no debe hacerse extraño si se atiende lo que queda dicho antes: que los que enferman en sus conventos salen de ellos para curarse en sus casas, en las cuales se conservan al lado de las concubinas y asistidos por ellas mismas, hasta que sanan o mueren. 26. Los religiosos, y todos aquellos que no pueden desposarse por ser contrario a su estado, no sólo viven gozando del matrimonio, sino que llevan ventajas a los que verdaderamente están casados, porque tienen la libertad de mudar mujeres, ya sea cuando no convienen con el genio o cuando han perdido con la edad la hermosura. Y así lo practican siempre que se les antoja o que se les ofrece ocasión de mejorarse en ellas. A las que dejan suelen asignarlas un tanto de semana para que se mantengan, y esto les corre, ínterin que viven, cuando el religioso de quien dependen es sujeto de conveniencias y de graduación. De estos antecedentes se puede reflexionar el estado que tendrá allí la religión, la gravedad de los sacrilegios que se cometerán a vista de todo el mundo, la indecencia grande con que se celebrará el Divino Culto, y la poca o ninguna seguridad que habrá en la fe. Déjase todo esto a la prudencia del juicio, porque no fuera justo el avivar en ello la consideración para acrecentar el sentimiento que de ella debe originarse. 27. Sólo falta ahora examinar qué casta o especie de mujeres es la que concurre y se abandona a esta especie de ilícita comunicación, porque en ello no hay menos que extrañar que en lo que se ha dicho antes. 28. No es regular en aquellos países haber mujeres públicas o comunes, cuales las hay en todas las poblaciones grandes de Europa, y, por el mismo respecto, tampoco lo es el que las mujeres guarden la honestidad que es correspondiente a las que no se casan, de suerte que, sin haber rameras en aquellas ciudades, está la disolución en el más alto punto adonde puede llegar la imaginación. Porque toda la honradez consiste allí en no entregarse profanamente a la variedad de sujetos que las soliciten, y ejecutándolo señaladamente con uno u otro no es ni desdoro ni asunto para desmerecer. Así, sin reserva o repugnancia, condescienda en las solicitudes cuando son acompañadas de alguna prueba o seguridad en la permanencia, lo cual se reputa entre aquellas gentes, a poca diferencia, por lo mismo que el matrimonio, con sólo la diferencia de que en éste sólo la muerte puede ocasionar separación verdadera, y en aquél la hay a voluntad de los sujetos. 29. Ya se ha dado a entender en otras partes que lo más crecido de aquellos vecindarios se compone de mestizos y gente de castas; en unas ciudades son éstas provenidas de la mezcla de indios y españoles, y en otras, de españoles y negros, y de españoles, negros e indios. De unas y de otras castas van saliendo con el discurso del tiempo, de tal suerte que llegan a convertirse en blancos totalmente, de modo que en la mezcla de españoles e indios, a la segunda generación ya no se distinguen de los españoles en el color, no obstante que hasta la cuarta no se llaman españoles; en la mezcla de españoles y negros conservan más tiempo la oscuridad, y se distinguen hasta el cuarto grado, o a lo menos hasta el tercero. Estos se conocen por el nombre genérico de mulatos, aunque después se les agrega el distintivo de tercerones, cuarterones, etcétera, según su jerarquía. 30. Estas mestizas o mulatas, desde el segundo grado hasta el cuarto y quinto, se dan generalmente a la vida licenciosa, aunque entre ellas no es reputada por tal, mediante el que miran con indiferencia el estado de casarse con sujeto de su igual al de amancebarse; pero aún es tanta la corruptela de aquellos países, que tienen por más honorífico esto último cuando consiguen en ello las ventajas que no podrían lograr por medio del matrimonio. No son sólo las mujeres comprendidas en las clases de mestizas o mulatas las únicas que se mantienen en esta moda de vida, porque al mismo respecto entran en ellas las que, habiendo salido enteramente de la raza de indios o de negros, ya se reputan y están tenidas por españolas. Y a proporción que es más o menos sobresaliente la calidad de cada una, procuran asimismo no entregarse sino a personas de más jerarquía, de suerte que un sujeto graduado, o ya en lo político, o en lo civil, o en lo seglar, o en lo eclesiástico, es regular que se incline a una mujer española, y tal vez, sin reparar el agravio que hace a la familia, a alguna de un nacimiento distinguido; pero la demás gente que no tiene tantas circunstancias se contenta o se aplica a las que no están tan cerca de ser españolas, según la calidad de cada sujeto. De modo que en este particular se ofrecen dos circunstancias; la una, la que ya queda dicha tocante a la calidad, porque una mestiza en tercer grado tendrá a desdoro el entregarse a otro mestizo también en tercer grado, pero no a un español, y con particularidad si es europeo, porque en este caso ya se supone favorecida, y mucho más cuando concurren en él otras circunstancias que levantan su jerarquía; en segundo lugar, atienden a los posibles de los sujetos para que puedan mantenerlas con la decencia que corresponde a la calidad de ellas, y según es ésta, así se eleva más o menos la ostentación y la profanidad. Estando corrientes estas dos circunstancias, no hay dificultad en todo lo demás, porque después se reduce a un matrimonio clandestino, el cual dura diez, quince o veinte años, hasta que el sujeto muda de idea y sigue otra carrera, o reforma aquella misma tomando otra mujer, lo cual suele suceder muy de continuo. 31. Tan contrario es para el desdoro este método de vida, o que redunde perjuicio de él al honor o decoro de las mujeres o de los hombres, que se celebran los adelantamientos de los concubinos públicamente por las mujeres que les pertenecen, y cuando un religioso ha conseguido dignidad de las de su religión, recibe parabienes su concubina, como interesada en el nuevo honor. A proporción de éstas, todas las demás, como que en ello consiguen mayor ingreso, que es lo que desean. 32. Es regular ser los religiosos los que tengan más ventaja en cuanto a las circunstancias de las mujeres que se les entregan, naciendo esto de que, al paso que están en aptitud de conseguir mayores conveniencias, tienen menores motivos de expendios en sí propios, y por esto lo convierten todo en ellas, lo que ni sucede en los seglares ni en los demás eclesiásticos, porque unos y otros, aunque las mantengan, no es gastando en ello todo su caudal, como lo practican los religiosos, los cuales, como ellos mismos dicen, con un saco tienen concluidas todas sus galas, y todas sus obligaciones están ceñidas a las que ellos mismos se imponen. Con que todo cuanto agencian, ya fuera o ya dentro de la religión, lo convierten en estas mujeres y son el remedio de sus familias. 33. Los hijos e hijas de estos religiosos, por lo regular, siguen el método de vida que tuvieron sus padres, y en esta forma se van heredando las costumbres de unos en otros. No obstante suelen casarse algunas, y esto sucede cuando sus padres han tenido posibles para dotarlas sobresalientemente, en cuyo caso solicitan sujeto de singulares prendas que darlas en matrimonio. Y es muy regular que suelan procurarlas algún europeo o chapetón de los recién llegados, porque éstos, pobres entonces y brindándoseles una fortuna tan considerable como la de tales dotes, no reparan mucho en las demás circunstancias, que son poco notables en el país. 34. Faltando, pues, según se infiere de lo que queda dicho, en los hombres el escrúpulo o repugnancia de parte de la conciencia para retraerse de tal vida, y el pudor o recato en las mujeres para lo mismo, no se hará repugnable el que el número de esta ente sea tanta que apenas haya alguno que no se halle comprendido en ella. No nos adelantaremos, con todo, a decir tanto por no infamar con una nota tal a los que tal vez se hallen exentos de incurrirla, pero podremos asegurar que de varios sujetos que conocidos y tratamos por de vida quieta y cristiana, y los cuales para nuestro concepto estaban en el de que siempre habían vivido en la misma regularidad, el tiempo nos dio a conocer lo contrario, y con circunstancias tales que nos daban motivo para dudar después aún de aquellos que, en lo exterior, dejaban más evidentes señales de virtud. 35. Este desorden en el régimen de vida, así en seglares como en eclesiásticos, es general en todo el Perú, de tal modo que lo mismo practican en Quito, en Lima y en las demás ciudades, sin diferencia alguna, siendo la raíz universal de este daño el que, como todos aquellos países se conquistaron y poblaron con unas mismas gentes, los abusos que éstos introdujeron en los principios han cundido con igualdad en ellos y se han hecho generales. 36. Lo cual supuesto, y continuando el hilo de nuestra narración, pasaremos a dar noticia de los alborotos y ruidos que se causan con el motivo de los capítulos en todas las religiones en las Indias, a excepción de la Compañía, que por tener distinto gobierno no está comprendida en lo que tenemos dicho hasta aquí, ni en lo que se dijere de aquí adelante. 37. Son los capítulos que las religiones celebran en aquellas provincias del Perú no menos escandalosos que la vida de sus individuos, por los ruidos y alborotos que ocasionan. El origen de todo este daño proviene de lo muy apetecibles que son los empleos y dignidades de las religiones, y de esto se originan todos los demás extravíos que padece la conducta de sus individuos. De aquí nace el que atiendan poco o nada a la conservación y aumento de las misiones, el que no se empleen en sus legítimos fines de predicar y convertir infieles, que parezcan en público haciendo bandos de parcialidades, fomentando y acalorando más las discordias de los particulares, cuando deberían ser los que mediasen en ellas y los apaciguasen; de aquí también nace la vida pervertida, desarreglada y escandalosa que tienen todos, desde el primero hasta el menor y, últimamente, que no sean religiosos los que componen el cuerpo de las religiones. 38. Todo el objeto de las comunidades está fijado en la elección de provinciales y, aunque el interés sólo sería bastante a arrastrar del todo la atención, ya en los tiempos presentes se agregan otros motivos más, como lo es el de la alternativa entre europeos y criollos; y aunque es cierto que con ésta se trunca el progreso continuo de un partido, ella por sí causa más alborotos que los que pudiera ocasionar toda la religión junta sin alternativa. Consiste ésta en que un trienio sea gobernada la provincia por europeo o chapetón, y otro por criollo, y a este mismo respecto se provean todos los demás empleos de prioratos, guardianías y curatos. Pero no todas las religiones gozan este modo de gobierno, porque aunque en el primitivo tiempo de su fundación lo tenían, después se ha abolido el derecho, como sucede en Quito en las religiones de San Agustín y la Merced, y en Lima con la de Santo Domingo, las cuales, aunque en otros tiempos se gobernaron con alternativa, al presente no la tienen; antes bien, para que no llegue el caso de que se vuelva a restituir, en algunas religiones ni dan el hábito a ningún europeo que quiera tomarlo en ella, ni admiten a ninguno que siendo religioso vaya con patente para ser conventual allí, de cuyo modo están libres de peligro de que se entable nuevamente la alternativa. El haberse extinguido en estas religiones ha sido por falta de sujetos en quienes recaiga el provincialato, no obstante lo preciso de las constituciones que, con particular previsión en algunas religiones, previenen que en caso de no haber más que un lego europeo, siendo éste apto para recibir las órdenes, se le ordene y recaiga en él la elección de provincial. Pero sin tanta estrechez como ésta, disponen las constituciones en todas las demás religiones que habiendo sujeto europeo sacerdote, aunque le falten todas las demás circunstancias, sea elegido en virtud de la alternativa. 39. La institución de que hubiese esta alternativa en aquellas religiones fue muy acertada porque, sin duda, llevó el fin de que, con esta providencia, se mantuviese en ellas el honor y el lustre, consiguiéndose que los abusos y desórdenes introducidos en el trienio que gobernase la provincia un criollo, si acaso había algunos, se corrigiesen en el gobierno siguiente de chapetón, cuyo sujeto, siendo al parecer natural que conservase las costumbres y buen régimen de su noviciado y provincia matriz, lo sería asimismo, el que procurase entablarlas en la otra el tiempo que gobernase. Siendo su instituto y el carácter con que pasó el europeo a las Indias el de misionero, también parece natural el que pusiese toda su atención, cuando tuviese acción para ello, en fomentar las misiones, adelantarlas y, con celo y fervor, solicitase todos los medios que pudiesen contribuir a la conversión de los infieles. Si esto se practicara y fuera tal la ocupación y cuidado de los provinciales europeos cuando lo fuesen por alternativa, no hay duda que seria muy útil tal providencia y que, en tal caso, debería mandarse que precisamente hubiera de haberla en las religiones que ya la han perdido, pero no siendo así, sino muy por el contrario, sería conveniente extinguirla en todas las religiones, pues, para que sus individuos vivan desarregladamente con el escándalo que ya se ha dicho, no es necesario enviarles sujetos de España, porque ellos lo harán por sí, sin dar ocasión a que con el mal ejemplo se perviertan los que no lo están. Pero vamos a internarnos más en todas las causas de tal conducta polarizada en los capítulos. 40. El usufructo que dejan los provincialatos es tan cuantioso que, con justa razón, se hace en aquellas partes más apetecible el empleo y más acreedor a las disputas, pues si directamente interesa con cuantiosas riquezas al que lo disfruta, facilita potestad y da medio para partir el ingreso, sin perjuicio propio, entre los de la facción, y como ninguno tiene a bien el verse excluido de coyuntura tan favorable, procuran todos arrimarse a aquellos sujetos en quienes tienen esperanza de conseguir el adelantamiento que pretenden. Y como a esto se agregue también la inclinación y afecto de cada uno, de aquí nace el que se dividan en varios partidos y, declarados cada uno por el sujeto de su facción, rompen la guerra civil entre los dos bandos y dura perpetuamente; porque, aunque sea perdidoso el uno, queda siempre esperanzado en la venganza, y así o no llega el caso de que se termine la discordia o es raro el que todos se unan y tengan tranquilidad. 41. Antes de celebrarse los capítulos, se publican, como es regular, en toda la provincia para que todos los que tienen voto, y los que no lo tienen, acudan a la ciudad en donde se celebra; y así, dejando los prioratos, las guardianías y los curatos, pasan a hallarse en el capítulo, a cuyo fin llevan consigo parte de las riquezas que han atesorado hasta entonces; de modo que si se le hubiera de dar el nombre que propiamente pertenece a esto, sería el de feria el que le convendría, porque tal es la que en disfraz de capítulo se celebra. Cada sujeto hace manifestación de sus caudales y se previene de amigos, para lograr con ellos lo que solicita después de concluido el capítulo. 42. Déjase considerar que donde los pretensores son muchos y las alhajas que se ferian no tantas, precisamente han de quedar algunos sin ninguna y que, previendo esto los interesados, se esforzarán todos a tener mayor valimiento, a fin de no ser de los excluidos. Con lo cual se acrecentarán los ruidos, serán más vivas las parcialidades y estarán convertidos aquellos conventos en teatros de confusión en donde la discordia, la enemistad y la ira reinan alentadas del viento de la contrariedad que tienen unos ánimos contra otros. Y como las desazones y ruidos que traen consigo estas alteraciones no pueden estar sigilosas dentro de los ánimos de los que las promueven, en breve se hacen comunes a los ciudadanos y se convierten en asunto público y se vuelven objeto de las principales conversaciones; y esto empieza tal vez desde seis u ocho meses antes que se haga el capítulo, pues con la misma anticipación lo tratan las comunidades. Así, cuando lo interior de éstas se arde, toda la ciudad participa del incendio, y no hay persona de alta o baja esfera que no se declare por alguno de los partidos, ni que deje de tener parte en el capítulo; y así viene a haber tanta pasión en los seglares como en los religiosos, pues, aunque es cierto que la falta de otros asuntos que sirvan allí de diversión da motivo a que se hagan recomendables en la estimación los más pequeños, en el que se va tratando no sucede lo mismo, porque además de que excede el método de empeñarse en él a los términos regulares de mera diversión o entretenimiento, hay el poderoso fundamento de que la pasión de aquellas gentes se mueve por el interés que tienen en los capítulos, y éste es el que gobierna sus ánimos y los reduce a los extremos de una fervorosa contienda. 43. Tienen los seglares varios motivos que los interesen en los capítulos porque, si bien se repara, unos lo están en que sus ahijados sean los que salgan con el lauro, para que logren conveniencias y sean de todos, y así, los gobernadores o presidentes y los oidores no son los que menos parte tienen en los capítulos; otros se interesan en los amigos, otros en los parientes y, por este temor, cada uno tiene lo bastante para no gozar de tranquilidad en el ínterin que duran los alborotos del capítulo. Por esto, si los religiosos cabilan dentro de sus conventos, no se duermen los seglares afuera, y tanto cuanto los unos maquinan para destroncar las fuerzas del partido contrario, lo apoyan los otros con la persuasión y con el consejo, y lo toman a su cargo para que se cumpla su efecto más completamente por medio de sus diligencias y eficacia. De esta forma se mantienen unos y otros sin que en todo aquel tiempo se oigan más conversaciones ni se trate de otro asunto que del capítulo, del partido que tiene cada bando, de la sinrazón del contrario, y de la justicia del de la inclinación o interés de cada sujeto. Llega el día de la función y empieza en él la votación, con la cual empiezan asimismo a declararse descubiertamente los que son de cada partido, entre los cuales votan cada uno por el suyo, como que cada cual desea que prevalezca su bando. Pero como no puede haber más que un provincial y son dos o tres los que lo pretenden, empieza el desorden, falta la obediencia y, sin ella, unos acuden al tribunal de la Audiencia, otros se valen del favor del virrey o presidente, otros empiezan ya a huir para Roma reclamando ante sus generales de la fuerza y, por último, es el virrey, el gobernador o las audiencias quienes hacen que prevalezca el partido que es de su facción, aunque no sea el más justo. Y aunque por entonces, con el destierro de unos y con la mortificación de otros de los que han sido de contrario partido, se tranquilizan alguna cosa, queda no obstante el encono ardiendo interiormente, y tan deseoso de conseguir venganza que, aunque avasallado enteramente, no por esto disimula el sentimiento, y así vuelven a reverdecer estas semillas en el capítulo siguiente, de modo que en ninguno se terminan, pues, aunque lleven buen despacho los que de uno y otro partido ocurren a Roma, y los generales se inclinen siempre al lado de la justicia, no basta esto para extinguir aquella cisma que una vez tomó cuerpo y llegó a apoderarse de los ánimos. 44. Las religiones con alternativa tienen mayores motivos para que estos ruidos sobrevengan en todos los capítulos, porque aun sin éste, tenían bastante con sólo las parcialidades entre criollos y chapetones, para estar en una continua guerra. Pero aun no habiendo esta circunstancia, son por el mismo tenor los alborotos en las religiones en donde se extinguió la alternativa, con sola la causa de los crecidos intereses que pertenecen al provincialato y otros que son anejos a este empleo, los cuales se llevan la atención de los sujetos. Y como cosa tan propia, redunda de ello todo el ruido, las pasiones desenfrenadas, las inclinaciones y demás cosas que se experimentan. 45. Concluido el capítulo, que consiste en hacer la elección del provincial, provee éste todos los demás empleos a su contemplación, o deja por la primera vez la acción al que acaba, cuando ha sido de su facción, de suerte que el elegido hace este obsequio al que lo elige y, bien sea uno o bien el otro, nombra priores o guardianes para todos los conventos de la provincia, prorroga a los curas sus curatos, los promueve o nombra otros en su lugar, todo lo cual le vale sumas muy crecidas. Porque del mismo modo que se ha dicho de las residencias de los corregidores, sucede con todos estos empleos que dan los provinciales, para los cuales hay arancel, según el cual está regulado lo que cada uno debe contribuir, sea con título de pensión, con el de limosna, con el de obsequio o con el que se le quisiere aplicar, porque con cualquiera de estos pretextos se encubre el arancel, y ya se sabe que no se provee empleo ninguno si no es precediendo la cantidad determinada, o la obligación de haberla de entregar cuando el mismo empleo haya rendido para ello. Aunque el nuevo provincial ceda en el que acaba el privilegio de proveer todos estos empleos, no por esto deja de valerle sumas muy crecidas lo que se provee en aquella ocasión, porque, además de las que los interesados dan al que les hace la gracia, obsequian también al que cede la acción para ello, y así quedan con un ingreso muy sobresaliente, pero no es éste comparable al que hacen después en las visitas y en el capítulo intermedio, que es de donde sacan el mayor usufructo. 46. En el capítulo intermedio, cuyo fin es el de proveer lo que estuviese vacante, se ha hecho ya costumbre de no practicarlo así, sino de proveer enteramente todo lo que pertenece a la provincia, y aunque sea en los mismos sujetos a quienes se les confirió en el capítulo, ha de ser precediendo la circunstancia de volver a contribuir con lo que está asignado por el valor de cada empleo, porque sin ello se daría por vacante y nombraría a otro en él. Con que, en propios términos, vienen a ser dos capítulos los que tiene cada provincial para su ingreso. 47. Además de las contribuciones que hacen los religiosos empleados al provincial, tanto al tiempo de ser nombrados como al de ser reelegidos, tienen las obvenciones de la visita, en la cual cada prior o guardián, cura y hacendero, tiene obligación de acudir con un tanto, que es como derecho de la visita y obsequio al mismo tiempo. Esto se entiende después de mantenerlo a él y a su familia, con el mayor regalo que es posible, todo el tiempo que se mantiene en aquel pueblo, y de costearle todo el viaje hasta llegar al inmediato. 48. A1 mismo tiempo que se proveen los empleos eclesiásticos de toda la provincia, da el provincial en arrendamiento, a aquellos religiosos que no han podido tener cabimiento en los curatos y son de su facción, las haciendas que pertenecen a la misma provincia, de las cuales saca también no pequeño usufructo, porque los conventos se mantienen con las demás rentas particulares que pertenecen a cada uno. De suerte que, junto todo, saca el provincial en su trienio cien mil pesos saneados y mucho más, según es el provincialato, pues los de San Francisco y Santo Domingo de Lima se regulan que pasa cada uno de 300 a 400 mil pesos, y a éste respecto son todos los demás de aquella provincia. Ahora pueden disculparse, a vista de unas utilidades tan crecidas, los ruidos, los alborotos, las inquietudes y los sobresaltos que se ocasionan a religiosos y a seglares sobre los capítulos, pues, bien considerado, no es para menos lo que se expone a perder o se va a ganar en salir victoriosos de tal lance, porque además de que el honor y el carácter es grande, excede a uno y a otro el atractivo de un interés tan crecido como el que va cifrado en la consecución de tales empleos. 49. Todo el obsequio con que los provinciales gratifican a los que han sido de su facción, consiste en preferirlos para los empleos mediando en ello el regular indulto, estipulado ya, lo cual no borra el mérito del obsequio, porque siempre lo es el darle a un sujeto cosa en que pueda sacar libres doce mil pesos, o más, en el tiempo que hubiere de gozarlo, aunque él haya concurrido con tres o cuatro mil pesos por modo de regalo, o tal vez, como sucede muy regularmente, de lo mismo que el empleo usufructa, haga el obsequio al provincial. 50. Lo más digno de reparo en este particular será el que una religión como la de San Francisco, no escrupulice allí en manejar los talegos de mil pesos como si fueran maravedises o, más propiamente, como si fueran camándulas; que trate y haga su feria de guardianías y curatos como las demás (esto se entiende siendo todas las casas que hay en el Perú de observantes y de recoletos); que los provinciales saquen de su trienio sumas aún más cuantiosas que los provinciales de las otras religiones, porque es mayor el número de curatos que les pertenecen, y que, a proporción, los guardianes y curas sean ricos, tengan caudales muy saneados, mantengan casas particulares y, finalmente, que haya provinciales, y de todas las otras jerarquías, ricos, ostentosos y haciendo eco en las ciudades y poblaciones grandes, en donde viven. 51. Además del cuantioso caudal que los provinciales sacan del tiempo que lo son, les corresponde de derecho, gratuitamente, luego que han concluido su gobierno, una de las mejores guardianías o curatos de toda la provincia, lo cual se entiende por aquel que da más usufructo, y asimismo son árbitros para escoger para sí la hacienda de la provincia que les parece mejor y, pagando lo que es regular de su arrendamiento, gozarla como propia para poder vivir en ella. A estas conveniencias se les agregan otras de honor y de utilidad, tan sobresalientes todas que no les queda ninguna otra cosa que apetecer. 52. Vista ya la utilidad que tienen los religiosos de todas las órdenes (a exclusión de la Compañía) en las Indias, y que no se les ofrecen motivos en qué expenderla, se está declarando el impropio uso que le darán en mantener una vida perdida y una conducta extraviada. Así se ve que, entre los viciosos que hay en las Indias, sobresalen a toda suerte de sujetos los religiosos, porque si es en el uso de las mujeres, ningunos lo tienen más comúnmente, ni con más desenfado ni desahogo que ellos; si es en el hablar, causa horror el oírles, viendo desatadas sus lenguas y hechas instrumentos de la mayor torpeza y de la sensualidad; ellos juegan como ningunos, beben con más desorden que los seglares, y no hay vicio que les sea ajeno. Todo lo cual nace de la obra de conveniencias, pues, no teniendo en qué emplearlas ni en qué emplear el tiempo que les sobra, aplican uno y otro a los vicios, y en ellos viven hasta que mueren. 53. Siendo (como no hay duda) evidente que el grave desorden de los religiosos en todo el Perú nace de las crecidas sumas que los interesan, y que éstas provienen de los cuartos, podría remediarse con facilidad disponiendo que ningún cuarto (los cuales gozan ahora con título de doctrina) pudiese ser administrado por religiones, sino que todos se agregasen a los obispos y se proveyesen en clérigos, los cuales, por mal que traten a los indios, los tratan con mucha menor tiranía que los religiosos. Y es la razón porque no tienen que sufragar nada para que se les confieran los curatos y, una vez que les son conferidos, no están pensionados en la repetición de los obsequios a los provinciales para ser prorrogados, y así, mirando los curatos como cosa propia y con amor, no hostilizan en ellos como los que, para mantenerse, para solicitar otro mayor, o para quedar con suficiente caudal luego que expire su término, necesitan estrechar la feligresía hasta el último extremo, a fin de sacar lo más que el curato pueda dar de sí. Esto mismo, experimentado allí en las dos suertes o especies de curatos, unos de clérigos y otros de religiosos, aquéllos perpetuos y éstos no, aquéllos conferidos por el mérito de las oposiciones y de los sujetos y éstos por el de la cantidad que dan por ellos a los provinciales, nos ha dado motivo a reflexionar sobre los corregimientos y a ser del dictamen que dejamos ya expuesto en la sesión cuarta sobre el temor que nos parece debería guardarse en su proveimiento. 54. No se evitaría con la providencia de proveerse en clérigos todos los curatos, el escándalo que da la mala vida, porque la de éstos y la de los religiosos, en lo formal es tan depravada una como otra; en lo accidental, no obstante, hay mucha diferencia a favor de los clérigos, porque éstos, como ya se ha dicho, son más cautos, procuran disimular sus flaquezas, se nota en ellos más pudor y ni sus palabras son con tanta desenvoltura, ni sus acciones tan escandalosas, de modo que, para que bien se conozca la diferencia que hay entre la disolución de los religiosos y la fragilidad de los clérigos, diremos que éstos no son ni más disolutos ni más libres que los seglares, antes bien, si hay diferencia entre los dos estados, podrá aplicarse a los clérigos el mayor disimulo y cohonestación, pero los religiosos, por el contrario, en todas circunstancias exceden en mucho a los seglares. Y así, aunque enteramente no se consiguiese la reforma de unos abusos tan perniciosos, podría lograrse en parte y aun tenerse esperanzas de que, con el tiempo, y los buenos ministros y prelados que se enviasen, se fuesen desarraigando los vicios, y los abusos perdiendo el valimiento que ahora tienen, y tomando régimen razonable aquellos países. Y aun cuando no se lograse esto, ni en todo ni en parte, se conseguirían otras ventajas muy favorables al rey y a los vasallos, y tan precisas ya en los tiempos presentes que, sin ellas, no podrán tener gran subsistencia aquellos reinos o, por lo menos, no debe haber esperanza de que sus poblaciones se adelanten a los dilatados países que aún hoy no reconocen más soberano que la barbaridad de los indios, ni más dueño que las fieras. 55. A esta providencia puede objetarse que el poseer curatos las religiones es nacido de que, faltando clérigos para ocuparlos, se las repartieron aún después de haberlos dejado hecho renuncia de ellos las religiones. Pero esto tiene fácil respuesta, pues, ordenando seglares a título de "suficiencia" para los curatos, habrá los bastantes para ellos, quedando a la prudencia de los obispos el no ordenar más que aquéllos que pareciesen precisos para ocupar todos los curatos, porque el extenderse a más sería aumentar los clérigos con exceso, sin tener rentas que darles de pronto para que se mantuviesen; pero si se pretendía que para ordenarse hubiesen de tener ca-pellanías suficientes, en tal caso no sería de extrañar el que no hubiese tantos clérigos cuantos se necesitasen para todos los curatos. Esto no obstante, aun sin aumentar eclesiásticos a los que al presente habrá en cada provincia, si de repente se diese la providencia de que pasasen todos los curatos a ser administrados por clérigos, no faltarían los precisos para llenarlos, porque hay muchos atenidos sólo a la cortedad de sus capellanías y a la misa, por no tener cabimiento en los curatos. 56. Alegarán las religiones, si se intenta despojarlas de los curatos o doctrinas, que no hay razón para hacerlo, y que su derecho a los curatos es, sin comparación, mucho mayor que el de los clérigos, porque, desde los primitivos tiempos en que se hicieron las conquistas, han trabajado en la conversión de aquellas gentes y en su enseñanza, lo cual no se les puede contradecir, pero de entonces acá hay la diferencia de que en aquellos tiempos tenían los pueblos a su cargo para trabajar en ellos y sacar sólo el fruto espiritual, y al presente lo que trabajan es en buscar modos para adelantar más las hostilidades contra los indios y cómo han de sacar mayor ingreso, y con tal de que este fin se consiga, no atienden a nada más. Siendo, pues, tan sensible la diferencia, y habiendo declinado tanto del cumplimiento de su obligación y del buen fin con que se les encomendó aquel ministerio, parece que no hay embarazo en privarlos de los curatos o doctrina o, por decirlo mejor, de unas utilidades crecidas que ni les corresponden por su estado, ni les hacen falta, y no siendo éstas el curato ni doctrina, claro es que no se les priva de lo que les pertenece, y sí sólo de lo que se han ido apropiando. De modo que, bien mirado, no se hallará por ninguna parte razón que con formalidad se oponga a la separación que se debe hacer de los curatos a las religiones, y sí muchas y muy poderosas que obliguen a ello, y que graven la conciencia si, conociéndolo como remedio para evitar tanto daño, se deja de hacer por otros particulares fines. 57. Según se ha dicho, es la sobra de dinero en los religiosos quien les da ocasión para que tengan una vida pervertida y mala, y siendo cosa innegable que estamos obligados a evitar los pecados de los prójimos contra Dios cuando su remedio penda de nuestra mano, en ninguno parece que esta obligación será más grande que en aquel cuya naturaleza y circunstancias son tales que no admiten disimulación, y traen consigo las gravísimas consecuencias contra la religión que vamos a aclarar. 58. La mala vida de los curas admite menos disimulación en aquellos países que en otro alguno, porque siendo recién convertidos a la fe y llenos todavía de gentiles, en éstos, como en plantas nuevas y en quienes no están bien arraigadas los misterios de la fe, causa malísimos efectos el desorden de los mismos que les predican el Evangelio y les han de reprender los vicios; de modo que la religión se hace irrisible y menospreciable entre aquellas gentes, viendo que se les mandan guardar unos preceptos y el ejemplo les enseña totalmente lo contrario. Los efectos de este desordenado y escandaloso régimen se están dejando ver en todas aquellas gentes por el poco fruto que la religión ha hecho en ellas, y sus malas consecuencias se experimentan en la constancia de los indios gentiles a permanecer en los falsos ritos de su idolatría, porque instruidos, como ya se ha advertido en otra sesión, de todo lo que sucede entre los indios cristianos y reducidos a la obediencia de los españoles, ni la religión les da golpe, quedándose lo bueno de ella oculto a su conocimiento, ni el gobierno político se les hace apetecible. Uno y otro defecto se podría remediar con las disposiciones que llevamos prevenidas, y esperarse de ellas alguna mejora de costumbres y policía en aquellos países. 59. Al mismo tiempo que se diese nueva forma en los curatos, convendría el que se prohibiese con la mayor eficacia y penas, hasta la de privación, que en ellos no pudiese haber fiesta alguna de Iglesia hecha por los indios, sino que los curas hubiesen de hacer por obligación las regulares de parroquias, sin que los indios las costeasen ni contribuyesen a ellas más que con sus personas, y que, aunque los mismos indios quisiesen hacerlas, no lo consintiesen los curas por ningún motivo; que con ningún pretexto ni ocasión pudiesen admitir los curas, ni precisar a los indios a que les den camaricos si no es el del huevo y leña que deben llevar los días de doctrina, y que ni por los sermones de doctrina, ni por los panegíricos, pudiesen admitir los curas ningún estipendio con éste o con otro título, estando obligados, como debería imponérseles por orden especial, a predicarles en todos los domingos y días de precepto un sermón sobre el Evangelio, ciñéndolo a que hubiese de durar precisamente media hora, porque de no ser así serían sermones como los que en algunas ocasiones hemos oído en aquellos pueblos, los cuales darán a conocer, con el ejemplo siguiente, el sumo descuido con que tratan las materias de religión, que son las que piden allí mayor formalidad, particularmente para con los indios. 60. Habiendo concurrido a oír misa en un pueblo un día de fiesta, en la provincia de Quito, eran ya las dos de la tarde y todavía no pensaba el cura en ir a la iglesia y, valiéndonos de la amistad que había con él, le instábamos a que no se detuviese más tiempo, porque estando todos en ayunas, empezaba a hacerse sentir la hambre. Viendo él nuestra justicia y no pudiendo acelerarse porque aquel día había fiesta y procesión solemne y no se habían juntado hasta entonces los mayordomos y priostes, nos dio a entender que aquella tardanza se desquitaría después, porque en todo sería breve. Efectivamente, después de las dos y media de la tarde pasamos a la iglesia y, habiendo anotado en tres muestras a segundos la hora a que se empezó la función, apenas se cumplieron diecisiete minutos hasta quedar concluida, y en tan corto espacio, además de la ceremonia del aspersorio, hubo la misa solemne con música, acabado el Evangelio predicó el mismo cura el asunto de la festividad en lengua de los indios, concluyó la misa y, luego, hizo una procesión alrededor de la plaza del pueblo, con la cual quedó terminada la función. Ya puede considerarse la aceleración con que se haría todo, pues los diecisiete minutos casi no son bastantes para referirlo. En este corto intervalo ganó el cura lo muy bastante en la limosna de la misa, del sermón, su asistencia en la procesión, y otros adherentes, que todo junto, con el camarico, pasaría de cincuenta pesos. 61. Este es el método con que los curas enseñan a los indios y el modo en que se celebran las festividades que ellos costean, el cual es general en todos los curatos. El cura de que hemos hablado era clérigo de los más capaces que hay en toda la provincia de Quito, y de los que se preciaban de cumplir mejor con las obligaciones de su oficio. Considérese, pues, los que ponen en ello menos cuidado, de qué forma se portarán. 62. No negaremos que con despojar de los curatos a las religiones no se evitará enteramente el escándalo de los curas, pero será incomparablemente mucho menor por la más arreglada vida de los seculares eclesiásticos y su mayor dependencia del celo de los obispos. Y así, poniendo en ellos todos los curatos, se conseguirán dos cosas: una, contener las tiranías contra los indios, y otra, refrenar la disolución y aminorar el escándalo, lo que no será pequeño triunfo en unos países donde estos desórdenes pasan ya tanto de raya. Pero además de éstas, se lograrán otras ventajas muy favorables para aquellos países, y la principal será escusar el que todas las tierras, las fincas y los bienes, lleguen a entrar enteramente en poder de las religiones, que es lo que ya se experimenta en gran parte con no pequeño perjuicio de los seglares, que, atendido el bien de la república y su conservación, deberían gozarlas, como que son los que mantienen los reinos y las monarquías. 63. Aunque los religiosos expenden en las concubinas e hijos que tienen en ellas mucha parte de lo que adquieren, otra no menor entra en la misma religión, lo cual ha de suceder, precisamente, porque siendo medio para poder vivir fuera de los conventos el tener hacienda propia y casas en la ciudad o villa a donde pertenecen, luego que se hallan con caudal suficiente, procuran comprarlas y, como estas fincas vienen a recaer en la religión por fin del religioso, resultan ser tantas las fincas de una y otra especie que poseen, que seguramente puede decirse no haber, fuera de aquellas que gozan con entero dominio, alguna de las que pertenecen a particulares, sin estar gravada con varios censos, los cuales son tan considerables en muchas, que llegan a montar sus réditos más que lo que puede importar su arrendamiento. 64. Como recaen en las religiones todas estas haciendas, y los conventos no pueden dar cultivo a todas y poner en ellas la atención, las dan a censo a los particulares con el indulto de alguna corta cantidad. Pero esto es para tener su posesión más segura, porque así sacan de ellas tanto cuanto rinden sus tierras, y a veces sube de ello el importe de los censos, y los particulares que las compran de las comunidades es para cultivarlas y trabajar sin propia utilidad, pues lo regular es que ésta no corresponda ni aun al trabajo personal, pero las toman porque la necesidad les obliga a ello, mediante no tener otro recurso. 65. Las haciendas que dan a censo las religiones no son tampoco las más opulentas ni las mejores, sino aquellas que no pueden dar ganancias muy ventajosas, porque las buenas, las que son grandes y pueden usufructuar mucho, las reserva para sí la misma religión y, o bien las hace administrar por religiosos, o se las da en arrendamiento para que de este modo quede dentro de sus dependientes el útil. Y de cualquier modo, será muy rara o ninguna la hacienda en que no tengan las religiones derecho y usufructo, y lo mismo sucede con las casas. Y cada vez se les van unas y otras agregando, porque continuamente compran nuevas fincas los religiosos o se consolidan a la propiedad las dadas a censo, con que los seglares vienen a ser unos meros administradores de las fincas que poseen. 66. Para que mejor se conciba el estado en que están aquellos reinos por lo mucho que va entrando en las religiones continuamente, no es menester más que hacer juicio de las cuantiosas sumas que, con el motivo de los curatos, entran en los religiosos. Supóngase que la mitad de ellas, o las dos tercias partes, las expenden en la manutención y gastos de las concubinas e hijos, con que la otra mitad, o por lo menos la tercera parte, queda a beneficio del convento; ésta se ha de suponer empleada en fincas y, por precisión, han de ser tantas que, con el discurso del tiempo, no ha de haber ninguna que no recaiga en ellas. Esto es lo que ya se experimenta, pues, a excepción de los mayorazgos o vínculos, que no son en crecido número, todas las demás son feudos de las comunidades, con sola la diferencia de ser en unas mayor que en otras la pensión. Esta estrechez en que ya al presente se hallan los seglares, forzados a vivir y a mantenerse de lo que sobra a las religiones, o de lo que éstas desperdician, tiene tan dispuestos los ánimos de aquellas gentes contra ellas, que es de temer el que, con algún motivo, produzca novedades desgraciadas. Así lo dan a entender, siempre que la ocasión rodea la coyuntura de tratar de este asunto, y así lo declararon bastantemente cuando empezó la guerra contra Inglaterra, no recelándose de decir los más prudentes, los más capaces, y aún se lo oímos a varios eclesiásticos seglares, que con tal que los ingleses los dejasen vivir en la religión católica, sería felicidad para aquellos países, y la mayor que sus moradores podían apetecer, la de que esta nación se apoderase de ellos, porque con este medio saldrían de la sujeción de pechar a las religiones. Semejantes proposiciones dan bastante indicio de lo que sienten los ánimos, y no deben despreciarse, mayormente cuando en ello se interesa la quietud y seguridad de las provincias, y la ordenada proporción con que deben estar los miembros de una república. 67. Este daño no sucede con los eclesiásticos seglares, porque aunque entren en su poder muchas riquezas, están precisados a expenderlas casi todas, porque, además de los gastos regulares en los curas religiosos, es forzoso mantengan los correspondientes al vestuario, que en aquellos países son los más crecidos. Y así hay la diferencia de que los religiosos reducen todas sus galas a un poco de jerga o lanilla, cuando los clérigos, para parecer con una decencia regular y proporcionada a su calidad y posibles, necesitan terciopelo, tisúes, brocatos, telas ricas de seda, bordados y paños finos. Pero, aunque extra de estos gastos les sobre mucho y lo apliquen a haciendas, pasan éstas o las casas a los parientes, o se venden a dinero de contado, de modo que nunca está perjudicado el público aunque entren las fincas en poder de los eclesiásticos seglares, como sucede cuando recaen en las religiones. No se les hace perjuicio a las comunidades, privándoles de los curatos, más que en el uso de este derecho, que tan mal han sabido administrar, y en el interés de los particulares, porque ellas no se mantienen de lo que rinden los curatos, sino de las fincas propias que tiene cada casa o convento, con que es cierto que les sobra todo lo demás, cuyas sumas, siendo las mayores y no teniendo en qué expenderlas precisamente, les ha de dar ocasión a que abusen de ellas y vayan a ser el paradero de los vicios, la causa de los escándalos y de los alborotos y ruidos. 68. Como las comunidades son las que gozan unas rentas y utilidades más seguras y crecidas en aquellas partes, son el atractivo de la juventud española y aun de la mestiza blanca, porque, considerando el estado de religioso no como estado de mayor perfección, sino como carrera para adelantar honor con el carácter de los empleos, y para hacer riqueza con estos mismos, aplican los padres a sus hijos desde tiernos a él, sin más inclinación ni voluntad que la del uso y la de estar puesto en práctica el que se haga apreciable esta vida; porque en ella, una vez que falta el temor de Dios y el miramiento para con el público, no carecen de nada y, antes bien, les sobran conveniencias, de lo cual redundan los daños que llevamos dicho y el de que sobrando muchas mujeres, se haya llegado a hacer tan corriente el concubinato como si fuera cosa lícita y que no casándose tantos como pudieran, carezcan de adelantamiento las poblaciones, pues aunque de los concubinatos resulten muchos hijos, es menor siempre su número que el que habría si los que viven amancebados estuviesen casados y, sucesivamente, lo fuesen sus hijos. Porque, además, la misma libertad que hay en los hombres para dejar una mujer, hay en éstas para no tener fijeza ni ceñirse a una voluntad, y de aquí proviene que muchas se esterilicen y que, abandonados los hijos de otras por la duda de sus padres y no haber quien los reconozca por tales, se mueran y pierdan; de todo lo cual es consiguiente el que no se aumenten a proporción de lo que debieran. Así lo da a entender la experiencia y es el sentir de los más célebres naturalistas que han especulizado el asunto de la aumentación de los pueblos, los cuales uniformemente aseguran que la poligamia los aminora y que el modo de conseguir su mayor acrecentamiento es ciñéndose los hombres y mujeres a vivir en el lazo del matrimonio. El doctor Arbuthnott no sólo apoya este sentir, sino que lo demuestra en una memoria presentada a la Real Sociedad de Londres, registrada al número 328, página 186, de los registros de la Real Sociedad, por la cual concluye en un escolio que la poligamia es contraria a la ley de la naturaleza y de la justicia, y a la propagación del linaje humano, porque, siendo los varones y las hembras en igual número (según demuestra él mismo), si un hombre toma veinte mujeres, por precisión ha de haber 19 hombres celibatos, lo cual repugna al designio de la naturaleza, y no es regular que 20 mujeres puedan ser tan bien fecundas a la propagación por un hombre, como por veinte. 69. La libertad con que se vive en el Perú tiene tanto de poligamia cuanto de desorden, porque si unos se ciñen a una sola mujer y viven constantemente con ella, otros varían frecuentemente, de modo que se deben tener todas las que usan por otras tantas concubinas, en cuyo caso incurre en la pluralidad, y con ésta no puede haber procreación correspondiente, extra de que siendo totalmente contrario al estado sacerdotal y al religioso el usar de una o de muchas, debe por todos títulos evitarse la causa que lo es del abuso. 70. Faltando a las comunidades los curatos, se estancan las riquezas que continuamente entran en ellas, y quedarán reducidas a las que les redituaren las haciendas y fincas que poseen al presente, las cuales, aunque bien grandes, son inferiores a las que consiguen por medio de los curatos, y no teniendo ya esta expectativa, serán muchos menos los que seguirán la carrera de las religiones, y otros tantos más los que tomarán el estado matrimonial. Porque se ha de suponer que cuantos intereses dejasen de entrar en las religiones, han de circular entre los seglares y, teniendo éstos los posibles necesarios para mantenerse, es natural que tomen estado, del cual, sin contradicción, ha de resultar aumento del gentío y engrandecimiento de las poblaciones. Esto es lo que se necesita para que aquellos países tomen opulencia y que, con la que tuvieren, crezcan los ánimos de sus moradores y se adelanten a poblar y hacer la conquista de los espaciosos territorios que se mantienen hasta el presente abandonados. 71. Los únicos curatos que se les debe dejar a las religiones son los de conversiones modernas, que son precisamente de misiones, pero esto ha de ser en la forma que queda dicho en la sesión octava, porque en las misiones no tienen ocasión de utilizarse como en los curatos, y es más propio del carácter religioso este ejercicio que el de curas. Pero cuando las religiones no quisiesen continuar en él con el fervor y celo que se debe, en tal caso podrían agregarse todas a la Compañía, que las admitiría con gran amor y con la eficacia que ha manifestado en los demás países de infieles que ha tomado a su cargo. 72. Hállase esta religión fuera de los desórdenes de que hasta aquí hemos hablado, porque su gobierno, diverso en todo al de las otras, no los consiente en sus individuos, como ni la poca religión, los escándalos y el extravío de conducta que es regular en los demás, y aunque quiera empezar a nacer alguna especie de abuso, lo purga y extingue enteramente el celo de un gobierno sabio, con el cual se reparan inmediatamente las flaquezas de la fragilidad. Y así brilla siempre la pureza en la religión de la Compañía, la honestidad se hace carácter de sus individuos, y el fervor cristiano, hecho pregonero de la justicia y de la integridad, está publicando el honor con que se mantiene igual en todas partes, de modo que, comparados en parte o en el todo un jesuita del Perú, sea criollo o europeo, con el de otro reino (y deponiendo de él aquella inconsiderada pasión nacional, que es incorregible y general en aquellos países), podrán equivocarse, sin que se encuentre cosa que los distinga, y del mismo modo un colegio a una provincia de allá parece que, a cada instante del día, se transporta de Europa a aquellos países y acaba de llegar a ellos, según conservan en todo la formalidad del gobierno y la precisión de las buenas costumbres, como preciso instituto de la religión. 73. La inmediación al mucho vicio que hay en aquel país es preciso pervierta la conducta de algunos de sus individuos, pero inmediatamente que se percibe la falta se pone el reparo al daño, y por medio de la expulsión se mantiene siempre en un ser el estado de la religión. Por esta razón es muy común el ver expulsos de la Compañía en aquellos países con abundancia, y el verlos asimismo expulsar continuamente cuando la repetición de las amonestaciones y consejos no puede conseguir la total enmienda. Este es el único medio de lograr la integridad y el buen orden, y éste el de mantenerse sin que la corruptela entre haciendo destrozo en las buenas costumbres. 73 bis. Entre las expulsiones que hubo mientras estuvimos en aquellos países fue célebre la que hizo en la provincia de Quito el padre Andrés Zárate, visitador nombrado por Roma, que había pasado de España para apaciguar algunas inquietudes que había en ella. Este sujeto, digno de la mayor estimación por su mucha capacidad, por su virtud, justificación, integridad e inflexible proceder, halló la provincia de Quito tan decaída de su legítimo ser, que fue menester un sujeto de toda su eficacia y celo para volverla a levantar sin peligro. El fue haciendo la visita de los colegios, y aunque de pronto no era corregible todo el daño porque habían tomado demasiado vuelo los abusos, cortó las alas a los progresos del desorden con la expulsión de los más culpados, de modo que el ejemplar lastimoso de éstos hizo volver sobre sí a los demás, y que entrasen en su acostumbrado régimen, con lo cual puso la obediencia en el grado que le correspondía, contuvo las pasiones y desterró enteramente las malas semillas de los vicios, que se habían apoderado en parte de los ánimos; siendo, empero, de suponer que todo esto que entonces se reformó en la Compañía, aunque eran demasiados excesos en el orden de aquella religión, eran nada respecto de los desórdenes de las demás, pues apenas parece que se llegaban a traslucir los defectos, sin seguridad bastante de que fuesen culpas. Esto es para los de afuera, pues no hay duda que interiormente se descubrían las manchas, y por esto fue preciso limpiarlas, sacándolas en los que eran causa de ellas. 74. Con este remedio quedó otra vez la Compañía como en su primitivo ser, y el padre Andrés Zárate llevó adelante su obra no sin embarazos y dificultades, pues, como entre los culpados había europeos y criollos, y se interesaban los seglares en unos y en otros, ya por parentesco o ya por amistad, pretendían, con imprudente resolución, ponerles contra la visita, manteniéndose por ello inquietas las ciudades, y pasando los vecindarios a contradecir, por los medios de la violencia, la justicia que intentaba hacer en sus súbditos. Los prelados de las demás religiones, los ministros y los jueces, divididos también en partidos por este asunto, aunque la mayor parte estaba declarada contra la Compañía, daba fomento a los demás, y de tal suerte se enconaron todos contra la Compañía, que el padre Zárate y los demás del partido de la justicia experimentaron desaires repetidos, así de los que gobernaban lo político como de los que hacían cabeza en lo eclesiástico, y como si este visitador hubiera ido a proceder contra ellos mismos sin jurisdicción competente, así lo trataban, como hombre que caducaba, como temario y como voluntarioso. Pero ni los desaires, ni los peligros, ni el verse aborrecido y odiado de todos, ni el que escribiesen contra él a su general le atemorizó para que cediese un punto en su comisión, hasta dejarla concluida y perfeccionada, en cuyo tiempo no cesaron las demostraciones del despecho, y aun al tiempo de salir de Quito para restituirse a Europa le hicieron varias burlas, en las cuales, según se publicó y según el atrevimiento de los que las inventaron y su poca cautela, parece que consintieron sujetos de las primeras circunstancias; algunas de ellas las pusieron en ejecución, otras no, porque tuvo poder para contenerlas la madura reflexión de algunos que disuadieron a los implicados. Hasta este punto llegó la enemistad contra el padre Andrés Zárate, y todo porque procuraba castigar y contener los desórdenes de su religión, y cumplía en ello con la comisión que se le había dado. 75. Varios motivos había para que se introdujesen como interesados a embarazar esta obra los que no parecen serlo, seglares y religiones. Tales eran el hallarse mezclado el honor de los particulares en los desórdenes de los de la Compañía, según era público, y como tal no podía desatenderse de ello el visitador, y el solicitar los seglares, en los jesuitas sindicados, que no se les castigasen las culpas, de suerte que, entre unos y otros, había tales enredos que ellos mismos no eran capaces de entenderse. Los seglares, que no se interesaban tan inmediatamente, lo estaban unos por paisanos de los culpados, otros por amigos, y así todos pretendían que el visitador no inmutase nada, cuando su obligación le precisaba a lo contrario. Las otras religiones, disimulando en sí culpas mucho más crecidas, juzgaban a tiranía el expulsar a los sujetos, porque, como frágiles, habían caído en los yerros a que son propensos todos los hombres, y siendo la Compañía únicamente la religión que permanece en aquellas partes arreglada a razón y observando con puntualidad los preceptos de su instituto, pretendían en alguna manera que se le disimulasen a sus individuos aquellas faltas, para que poco a poco fuese perdiendo el lustre con que brilla sobre las demás, y quedasen todas iguales, para de esta suerte no tener el escozor de ver en otra la mejoría que les pueda servir de descrédito y de freno, pues lo más que en ella se nota son las divisiones que padecen de europeos y criollos y los disgustos que de ello se les originan interiormente, sin que con todo lo demás de su gobierno se note cosa que se haga reparable. 76. La Compañía no tiene curatos en aquellos reinos, a excepción de los que mantiene en el Paraguay y en las misiones del Marañón, y con sólo esto se mantiene en todas las ciudades con gran decencia, la cual es mucho mayor que la de las demás religiones; sus iglesias están muy adornadas y ricas; sus colegios, muy capaces, bien fabricados y decentes; sus roperías, abastecidas; sus refectorios, regalados; sus porterías, llenas de pobres, a quienes reparten limosnas, y con todo esto sus procuradurías están muy ricas de dinero, siendo así que, además de no tener curatos, no tiene esta región más haciendas que aquellas que cultiva por sí, no tiene censos sobre las demás de los particulares, ni sobre las fincas de las poblaciones, con que, sin gravar en nada al público, posee más riquezas y más seguras rentas que las otras. Lo cual consiste únicamente en la mejor administración de las que gozan, y en que ninguno disfruta de ellas más que lo preciso para su sustento y manutención, que es lo que no sucede en las demás religiones, aludiendo a lo cual está muy en práctica allí un refrán, y es decir, que los jesuitas van todos a una, y los de las otras religiones a uña. 77. Es innegable que la Compañía se ha hecho poderosa en las Indias y que goza riquezas muy crecidas, y aunque no perjudique tanto a los particulares, no obstante convendría también poner límites a sus rentas, pues lo que ha sucedido es que, con lo que unas fincas les han producido, han comprado otras, y ya en los tiempos presentes son suyas las principales y las más cuantiosas. De tal modo que una provincia como la de Quito, en paños, en azúcares, dulces, en quesos y en los frutos que producen las haciendas de la Compañía, hace unas sumas muy considerables anualmente; lo mismo sucede con la provincia de Lima, y a este respecto con todas las otras, y por esto son los padres de la Compañía los que dan la ley en todas aquellas ciudades sobre los precios de estos efectos. De lo cual puede concluirse que, aunque no perjudiquen a los particulares con las compras de estas haciendas, porque las hacen con dinero propio adquirido en sus propias fincas, con todo esto acrecientan sus rentas con demasía, y por este motivo se apropian todo o la mayor parte del comercio de géneros del país. Ya hace en ello perjuicio al público, en la sustracción de estas ganancias, las cuales están de más en la Compañía, porque le sobran después de haber mantenido, con toda decencia y comodidad, los colegios y todo lo que es correspondiente al divino culto y a los religiosos, debiendo estar en el conocimiento de que, fuera de las fincas de cada colegio para mantenerse, hay además en los colegios máximos una procuraduría particular de la provincia, y a ésta pertenecen todas aquellas fincas de provincia, de cuyos usufructos no se hace ningún expendio en los colegios, aunque lo necesiten y estén alcanzados, porque una vez asignadas las rentas que parecen necesarias para la subsistencia de cada uno, con aquello se ha de mantener y aun lo ha de adelantar, y todo lo que sobra se agrega a la provincia, de donde no vuelve a salir para expenderse en ninguno de aquellos colegios. Estas rentas de provincia son tan cre-cidas que en una como la de Quito, en donde la Compañía tiene diez colegios, exceden aún a las particulares que pertenecen a todos los colegios juntos, por cuyo tenor se deben regular las demás, con que se ve claramente que son muy crecidas las sumas que les sobran, y el expendio que les dan a éstas se ignora allá, porque no se les conoce ninguno. Con todo esto, debe ser más disimulable el que entren caudales tan crecidos en la Compañía que en las demás religiones, atendiendo a que no son adquiridos con tiranía ni extorsiones contra los indios; a que en cualquiera cosa que lo expendan es bueno el fin en que se emplea, porque allá no se les ha podido notar que destinen mal aún una pequeña parte de ello, y últimamente, considerando que es una religión muy útil y necesaria para el público, y que sirve en las repúblicas, lo que no sucede allí con las demás. 78. La religión de la Compañía sirve al público, y es de grande utilidad en aquellas ciudades, porque ella da escuela y enseñanza a la juventud; sus religiosos predican continuamente a los indios en días señalados de la semana, y los instruyen en la doctrina cristiana; asimismo hacen misión al público, tanto en las ciudades, villas y asientos, en donde tienen colegios, como en los pueblos donde no los hay, y continuamente se emplea su fervor en la corrección de los vicios. Los colegios son unas casas donde están depositados los operarios espirituales para el bien de todos, y cumplen este instituto con tanta puntualidad que a todas horas del día y de la noche están prontos a ir a las confesiones que los llaman fuera, o a ayudar a los que están en la agonía de la muerte, y así parece que, aún más obligados que los curas propios, acuden a estas obras piadosas con celo y eficacia nunca bien ponderado, y que, a vista de su mucho fervor y puntualidad, han descargado sobre ellos esta obligación los mismos a quienes les correspondía. Si, por otra parte, van a verse sus iglesias, se hallará en ellas el culto en su mayor auge, decencia y reverencia, y con tan buena distribución que a todas horas del día, hasta la regular por la mañana, se celebran misas, con cuya providencia tiene el público el beneficio de cumplir con el precepto los días de guarda y domingos, sin pérdida de tiempo ni detrimento; en fin, las iglesias de la Compañía se diferencian de todas las demás tanto en su mayor decencia, primor y adornos, cuanto en la mayor concurrencia de gente, que atrae así la devoción del Divino Culto y su continuo ejercicio. 79. Las demás religiones en nada contribuyen al público, porque ni predican a los indios ni instruyen en la doctrina más que a los de sus curatos o doctrinas, y esto lo hacen en la forma que ya se ha dicho. Si predican a los seglares es cuando media interés; no confiesan ni dentro de sus conventos ni se incomodan en ir a practicar esta caridad con los enfermos; no dan limosnas ningunas y, por último, cada religioso atiende a sus fines particulares y a sus propios intereses, mas no al de la obligación que tienen, con que sólo son para sí. 80. Parecerá, puede ser, que hablamos con pasión a favor de la Compañía en lo que decimos de esta religión respecto de las demás, pero para que se vea que nuestro juicio no lleva otra mira que la de la verdad, puede reconocerse lo que se ha dicho en la sesión octava, y dándose allí noticia de la conducta que guarda la Compañía en las misiones de su cargo, se conocerá bastantemente la imparcialidad e indiferencia con que procedemos. Esta es la que hemos seguido en todos los asuntos que se han tratado y la que correspondía a nuestra obligación y al buen celo con que deseamos ver restablecida en su legítimo trono la justicia y la religión.
lugar
Yacimiento del Neolítico, el análisis de los materiales en él hallados ha servido para definir una cultura regional del N. de Grecia, datada en el VII milenio a.C. Esta cultura se caracteriza por formas de habitación rectangulares, con una o dos estancias y muros de adobe sobre basamentos de piedra y refuerzos interiores. La cerámica se compone de vasos con pie o cuencos, con decoración pintada en rojo sobre engobe blanco. Las herramientas líticas asociadas al yacimiento son perforadores, molinos y hachas pulimentadas, generalmente en sílex. El aprovechamiento agrícola del lugar debió basarse en el cultivo de cereales como cebada, esprilla y escanda, así como legumbres, principalmente guisantes y lentejas. La cabaña ganadera se compuso de ovicápridos y bóvidos. La caza de ciervos y corzos y la recolección de pistachos completaba la dieta de los pobladores.
Personaje
Político
A los veinte años Amenemhat I asocia a su hijo Sesostris al trono como corregente con el fin de evitar problemas sucesorios. Esta experiencia será muy positiva para el joven faraón que heredó la Dobla Corona cuando su padre murió mientras que Sesostris participaba en una campaña en Libia. Su reinado es muy largo (1971-1928 a. C.) y bastante pacífico en el interior, ya que continuó la política administrativa desarrollada por su padre, lo que le permitió realizar importantes construcciones, destacando el Quiosco de Karnak. De esta manera se dedicó a la política exterior: alcanzó la tercera catarata del Nilo con el fin de constituir rutas comerciales y tomar las minas de oro de Wadi Allaqi, construyendo una fortaleza para defender este territorio; el conflicto libio -en el que participaba Sesostris cuando murió su padre- parece zanjado durante este reinado, al obtener la sumisión definitiva de ese país; continuó con las expediciones comerciales al país de Punt; y mantiene la paz alcanzada por Amenemhat en la frontera asiática. Siguiendo la práctica iniciada por su padre de asociar el heredero al trono, hizo lo propio con su primogénito, Amenemhat II.
obra
Como los pilares del quiosco reconstruido en Karnak, llevan estos relieves -procedentes de un templo de jubileo en Karnak-, por sus cuatro caras, los temas preferidos del rey Sesostris I: las acogidas fraternales que le dispensaban los cuatro grandes dioses del Egipto de entonces: Atum de Heliópolis, con corona doble; Ptah de Menfis, con envoltura de momia y gorro ceñido; Horus de Edfú, con cabeza de halcón, y sobre todos ellos, Amón de Tebas, formando en cada caso una pareja simétrica y bien proporcionada, entre jeroglíficos grandes y esmeradamente trazados.
obra
Estatua de una serie de diez, casi iguales, frías y esquemáticas. El faraón Sesostris I tiene en la diestra un pañuelo enrollado. Tres de las estatuas llevan escrito su nombre en la hebilla del cinturón y nueve arcos enemigos en el pedestal. No hay más detalles pintados que las cejas y el ribete negro de los ojos. A los lados del trono, símbolos de los dos Egiptos unificados.