Al menos en la práctica política el gobierno de los Reyes Católicos se proyectó en las instituciones centrales y en las ciudades, más por representaciones pequeño-nobiliarias y eclesiásticas que por letrados formados en los colegios mayores y en las Universidades. Aunque el ascenso social y político de juristas y letrados es observable en los gobiernos anteriores al de los Reyes Católicos, la principal extracción social de los cargos de gobierno continuó obteniéndose de la nobleza y del clero. El estamento nobiliar, más numeroso e influyente en la Corona de Castilla que en los restantes territorios de la monarquía, se nos presenta en el último cuarto del siglo XV como un grupo social heterogéneo que es fácilmente jerarquizable por el linaje de sangre al que pertenecen, por su vinculación con la monarquía, por la cuantía de sus rentas, por su capacidad de influencia política y por el tamaño de sus dominios jurisdiccionales sobre vasallos. Durante el gobierno de los Reyes Católicos el estamento nobiliar aumentó sus efectivos; la confirmación de los privilegios de hidalguía otorgados por Enrique IV, la institucionalización del mayorazgo y la libertad para fundarlos, la tendencia al ennoblecimiento de oficiales, letrados y comerciantes, las recompensas y mercedes otorgadas como pago y distinción a los servicios prestados en las guerras de Granada, Italia y en la conquista de las Indias, la creación de nuevos títulos, la transformación de realengos en señoríos y la lenta pero definitiva obtención de la administración de los maestrazgos de las principales Ordenes Militares, Calatrava, Santiago y Alcántara, produjeron un notable incremento de títulos y una presencia cualificada en determinadas esferas de poder de individuos de la mediana nobleza. Cuando Isabel la Católica accedió a la monarquía castellana existían veinticinco familias pertenecientes a la alta nobleza, la de los privilegiados con título de grandeza, que concentraban en sus linajes el medio centenar de los ducados, marquesados, condados y vizcondados más importantes de Castilla. Este número, que puede estimarse muy elevado si se lo compara con la media docena de grandes títulos existentes en Aragón, otros tantos en Navarra, el par de grandes linajes de Cataluña, y el único vinculado a la familia Borja en Valencia, creció hasta los sesenta a comienzos del siglo XVI. Esta nobleza titulada, que se obtenía por merced real, caso de los adelantados, almirantes y condestables, al vincularse a determinados linajes y al transmitirse con el permiso real a través de la herencia, patrimonializa funciones que en un primer momento fueron simples delegaciones del poder real. Además de los privilegios inherentes a la condición nobiliar, estar exentos del pago de impuestos, disponer de tribunales especiales, etc., la grandeza y los títulos jerárquicamente superiores, gozaron de importantes prerrogativas como el trato familiar con los reyes, ocupar puestos preeminentes en actos públicos y en la proximidad inmediata del rey, jerarquizada por el protocolo, y preceder a las más altas dignidades de la Iglesia. Estos privilegiados, que ejercían su dominio sobre amplias sociedades y mantenían competencias jurisdiccionales superiores a las de los municipios más importantes, casos de Sevilla y de Córdoba, formaron bandos cuyo interés común fue incrementar su poder, fortalecer su patrimonio y acumular privilegios y mercedes de concesión real. Así, en Sevilla, el duque de Medina Sidonia y conde de Niebla, don Enrique de Guzmán, se hallaba enfrentado al conde de Arcos y marqués de Cádiz, don Rodrigo Ponce de León; en Córdoba, los bandos se adscribían a las figuras del conde de Cabra, don Diego Fernández de Córdoba, y don Alfonso de Aguilar. Pero no sólo sucedía en las grandes ciudades y afectaba únicamente a las grandes familias; en las pequeñas, como Salamanca, los enfrentamientos de los linajes más característicos de la ciudad hicieron tomar partido a instituciones como la Universidad, y a personajes de la alta nobleza como el duque de Alba, el conde de Miranda, o del alto clero, como el arzobispo de Santiago. Prácticamente cada ciudad importante se hallaba vinculada a los intereses de uno o más linajes dominantes; Burgos proyectaba la relevancia de los Fernández de Velasco, condestables de Castilla, Jaén se vinculó durante largo tiempo al condestable Miguel Lucas de Iranzo, Soria a los condes de Medinaceli, Murcia al linaje de los Fajardo, Plasencia a los Zúñiga, Guadalajara a los Mendoza, Vitoria a los Ayala, etc. Estos intereses comunes, que en la mayoría de las ocasiones significaban el disfrute de unos derechos que requieren para ser efectivos de la suplantación del poder real, no sólo enfrentó a los nobles entre sí, sino que además provocaron graves conflictos con la monarquía. El control del gobierno de los concejos correspondió a la alta nobleza en muchas de las ciudades y villas de Extremadura, Andalucía y Murcia; su concreción se logró dictando ordenanzas municipales, nombrando directamente algunos cargos concejiles o reservándose la opinión sobre determinados asuntos, monopolizando explotaciones y actividades económicas e incluso usando del derecho de patronato para nombrar párrocos. Este control exigió disponer de una compleja clientela cuya procedencia social fue variable y de una red de estrategias y alianzas que no hicieron sino acentuar las rivalidades y violentar las concordias y paces urbanas, incluso con iguales con los que habían logrado establecer lazos de parentesco. La heterogeneidad social fue un hecho evidente en los enfrentamientos nobiliarios del siglo XV; en la práctica participaron todos los grupos sociales: en Burgos, las parcialidades aglutinaban caballeros, mercaderes, oficiales y artesanos; en Vitoria, las vinculaciones establecidas por los Ayala unían en el mismo bando a los artesanos de la ciudad y a la pequeña nobleza rural. Además del control sobre los principales concejos, la alta nobleza concentraba extensas propiedades que se fueron vinculando desde mediados del siglo XIV a través del mayorazgo, institución que permitió el ascenso social y económico de la pequeña nobleza y de las clases acomodadas de las ciudades a partir de 1505. La concentración y extensión de los patrimonios, el dominio sobre fortalezas y la adquisición continuada de nuevos señoríos y privilegios, sobre todo en las coyunturas de guerra civil y de debilitamiento de la monarquía, aumentó el poder económico de los grandes señores, estabilizando la percepción de unas rentas anuales que oscilaron, por término medio, entre los cinco y diez millones de maravedís. En este marco de actuaciones nobiliarias la monarquía de los Reyes Católicos desarrolló una actividad política que, por una parte, intentó disminuir las rentas de la nobleza y, por otra parte, sustituir sus responsabilidades en el gobierno y la administración de los reinos, por la del clero de ciencia y conciencia, y por la de juristas y letrados. Esta labor de control de la monarquía se observa en varios frentes de actuación; uno ha de vincularse a los resultados de las coyunturas militares de las guerras civiles, y se concretó en la obtención por vía de restitución de castillos, casas fuertes y fortalezas de las ciudades y villas, donde se nombraron alcaides de la confianza real; otro hace referencia a la normalización de la vida concejil, confirmando ordenanzas municipales preexistentes, o elaborándolas de nuevo, e interviniendo activamente en los concejos a través de los corregidores de nombramiento real. Estos, que inicialmente fueron rechazados por la elevada oligarquización de los municipios, consolidaron su posición a partir de 1485, ayudados por la intervención real que garantizaba la división de los regimientos entre las oligarquías preexistentes. Un tercer aspecto se encuentra en el hecho de organizar un cuerpo militar permanente como fuerza propia al servicio de la monarquía, que desatase definitivamente los lazos de dependencia militar que la Corona había contraído con las posibilidades nobiliarias de levantar milicias. Por último, la práctica de una política ambigua que aprovechó un extendido sentimiento social antinobiliar para eliminar mercedes, liberar poblaciones del régimen señorial, recuperar el control sobre comunidades importantes como Arévalo, en 1480, Plasencia en 1488, una serie de villas asturianas en 1490, y Cádiz en 1492, y al tiempo conceder nuevos títulos y señoríos jurisdiccionales, hicieron posible la estabilización de las relaciones entre nobleza y monarquía, y el que los grandes señores se reinstalasen en sus dominios. Además, entre 1476 y 1494, los Reyes Católicos lograron patrimonializar para la Corona los maestrazgos de las Ordenes Militares y las ciento ochenta encomiendas que dependían de ellos, y que cada una de ellas significaba unas rentas anuales que, por término medio, se situaban entre los treinta y sesenta mil ducados. En 1476, Fernando el Católico fue elegido administrador de la Orden de Santiago por un período de seis años, no pudiendo adscribir definitivamente dicha administración hasta la muerte del maestre Don Alonso de Cárdenas ocurrida en 1493. La Orden de Calatrava fue administrada por el rey desde 1485, y la Orden de Alcántara se adscribió a la Corona entre los años 1494 y 1504. La bula Dudum ad illos otorgada por Alejandro VI en junio de 1501, concedía a Fernando el Católico la titularidad de los maestrazgos de las tres Ordenes Militares. Esta titularidad, al convertirse en patrimonio real se pudo transmitir por vía hereditaria al heredero de la Corona; así, en el testamento de Fernando el Católico, tras referirse a los maestrazgos como tenidos por la autoridad apostólica y declarar que se había obtenido facultad para renunciarlos, los entregó "en favor del dicho príncipe Don Carlos, nuestro nieto, para que los aya y tenga como administrador perpetuo". Esta incorporación, además de suponer un importante incremento patrimonial para la Corona, introdujo variaciones importantes en la administración de las comunidades y territorios dependientes de las Ordenes Militares. Como ejemplo de lo primero, sólo en Extremadura y en los territorios de la Orden de Santiago, el patrimonio real se benefició de las rentas de veintisiete dehesas, que se arrendaron por mayor a los ganaderos mesteños, aparte de las partes del diezmo, percepción de impuestos feudales, alcabalas, etc. En relación con las variaciones sociales, ha de tenerse en cuenta que, como entidades vinculadas a la Iglesia desde el punto de vista religioso y por su carácter beneficial, la incorporación significó que las poblaciones pasasen de una situación de teórico dominio señorial a otra de realengo "encubierto". Sin embargo, la libre disposición que los Reyes hicieron de las encomiendas, entregándolas a nobles y servidores como titularidad jurisdiccional no hereditaria, y que llevaba anejo el usufructo de algunas rentas, no modificó sustancialmente la vida y libertad de las comunidades encomendadas.
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La tierra es, en el sistema feudal, el instrumento material por el que la minoría dominante ejerce su dominio sobre el campesinado dentro del marco del llamado señorío banal, que en la sociedad rural es el resultado de la perduración del "sistema vilicario carolingio". Perduración documentada a través del aumento de la mano de obra asalariada para la explotación de la reserva y su desgajamiento en lotes entregados a cambio de censos o contratos temporales y permanentes; contribuyendo también a ello la tendencia por parte de los señores a desprenderse de la explotación directa de sus dominios. El incremento de sus rentas fue, por tanto, el objetivo permanente de la aristocracia feudal: a través de las de carácter territorial o solariego, las jurisdiccionales y las obtenidas como regalías o monopolios. Pero, al margen de visiones predominantemente jurídico-institucionales o eminentemente socioeconómicas, el señorío banal se exterioriza a través de prestaciones que asimilan los derechos por la tierra y las precedentes tributaciones romano-imperiales: censos, tallas, corveas, etc.; aranceles sobre mercancías en circulación por el dominio señorial: teloneos, portazgos, lezdas, etc.; obligaciones militares (fonsadera), reparación de vías y castillos; multas o calonias (por la asunción de la justicia); derechos señoriales a la manutención y alojamiento en los desplazamientos; y monopolios sobre los molinos, lagares, batanes e incluso la venta en el mercado. Es decir, todos aquellos ingresos que el realengo manejará igualmente pero al servicio del monarca en la Hacienda pública que, en muchos casos, serán arrendados por los administradores reales para disponer anticipadamente de sus devengos necesitados por los príncipes para atender las obligaciones del Estado, de los súbditos y de su propia casa. La sociedad feudal se articula, por tanto, en torno a dos clases sociales fundamentales: la de los señores y la de los campesinos. Pero, así como el segundo termino no ofrece dificultad de interpretación, al menos en cuanto se refiere al colectivo ligado al trabajo de la tierra por cuenta propia (con categoría alodial, de alodio o explotación libre) o ajena en diversos grados de dependencia y servidumbre, el termino "señor" puede llegar a ser equivoco por sus múltiples significados en la plenitud del Medievo. Así, en el marco feudovasallático, el término tiene un valor relativo y no absoluto, pues, como recuerda J. Valdeón (recogiendo interpretaciones de otros autores), "alguien que sea señor de otros vasallos puede, a su vez, ser vasallo de un señor superior a él". Desde el punto de vista socioeconómico, sin embargo, todo aquel que se denomina como tal posee tierras en las que hay campesinos que las trabajan pare él y sobre los cuales ejerce un poder por el que obtiene beneficios que engrosan sus rentas. Eso sí, las formas por las que dicha dominación de los señores sobre los campesinos se llevaban a cabo no eran exactamente las mismas que habían estado vigentes antes del siglo X. Buena parte del campesinado era jurídicamente libre en la disponibilidad de unas tierras sobre las que mantenía el usufructo y con capacidad de transmisión en herencia; porque, aun formando parte de grandes dominios, la explotación campesina de sus predios particulares se hacía, por lo general, con iniciativa propia: lo que ha hecho definir el feudalismo a G. Bois como "la hegemonía de la pequeña producción individual". Además, los campesinos solían disponer de sus propios instrumentos de labor, rudimentarios y primitivos por lo general, pero indispensables; así como también de la fuerza de trabajo personal sobre la base de la unidad de producción familiar, más el acceso a bienes comunales como aguas, pastos o bosques. De suerte que los campesinos podían subsistir sin los señores pero éstos, en cambio, no sin aquellos; aunque la evolución de las relaciones feudales fueran estrechando cada vez más la dependencia campesina de los señores y apretando paulatinamente con mayor contundencia el dominio señorial sobre el campesinado: a través de la fuerza militar, su justicia, el poder político adquirido con el secuestro de las libertades publicas, etc. De forma que en la sociedad feudal el poder económico y el político se encontraban en una misma realidad. La explotación campesina por parte de los señores era para extraer la "plusvalía" del excedente agrario cada vez mayor en beneficio de los dominadores y en detrimento de los dominados. Circunstancias históricas permitieron además aumentar la presión señorial sobre los campesinos, retrocediendo ostensiblemente la propiedad alodial, acosada de continuo por la codicia de los poderosos; perdiendo libertades las comunidades rurales y disminuyendo, por contra, la reserva señorial por la paulatina reconversión de las prestaciones de trabajo en rentas monetales. Reconversión que afectó también a los obradores señoriales al disminuir la producción propia y poder contar con los elaborados en los talleres urbanos, introducidos en el señorío a través del comercio. Los intentos por gestionar y trabajar directamente las reserves por parte de los señores fracasaron por lo general, y ello sucedió tanto en los dominios laicos como en los eclesiásticos (por ejemplo los cistercienses), por lo que acabaron por arrendar dichas reservas mediante contratos a perpetuidad o temporalmente a cambio de rentas prefijadas. Si bien la mayor rentabilidad la proporcionaba la tierra que se cedía a censo a los campesinos (mansos, tenencias, etc.), los cuales tenían el dominio útil de la misma pero no su plena propiedad que retenía el señor. Mansos y tenencias eran fuentes de percepción de rentas señoriales y también constituían la mejor garantía de continuidad del poblamiento rural, porque las posibilidades de transmisión por herencia y de subarrendamiento evitaba el anquilosamiento y empobrecimiento de la tierra puesta en explotación por los campesinos a cambio de las tributaciones estipuladas en su momento. Estas tributaciones eran recogidas por lo que se puede entender en la actualidad como la renta feudal: conjunto de censos, prestaciones, diezmos, corveas y otros conceptos por los que el señor controlaba la producción campesina y se garantizaba una disponibilidad de bienes y servicios que él mismo no podía proporcionarse por su propia cuenta. En resumen, la conjunción de rentas obtenidas por el derecho dominical con las derivadas de las jurisdicciones y teniendo en el centro la tierra y su explotación, constituye esa renta feudal (que algunos autores llaman señorial) que con muchas variantes entregaban los campesinos a los señores, dentro de los diversos grados de dependencia, en una triple distribución: la renta en especie, en dinero y en trabajo. Por debajo, pues, de la concepción trifuncional de la sociedad como modelo ejemplificador en la conciencia de la plenitud medieval de los siglos XI al XIII, la dicotomía señores-campesinos subsiste a lo largo de la Edad Media, y aun de la Moderna, porque -siguiendo a B. Clavero-, "la contradicción entre el señor y el colono es una contradicción originaria del feudalismo". La consagración del poder feudal se manifestó en la época a través del castillo (fortaleza, mota, donjon, etc.) que representaba el poder señorial por excelencia; como lo representaba, desde el punto de vista del señorío eclesiástico, el monasterio o la catedral, donde un abad y su comunidad, o un obispo y su cabildo, explotaban dominios territoriales con fundamento similares a los de los señores del mundo; si bien en este caso no había la variedad de señores que en el mundo había, desde el propio príncipe hasta el caballero, en un escalonamiento nobiliar que en España iba desde el "ricohombre" al caballero, hidalgo o infanzón.
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A la llegada de los españoles, la sociedad mexica había experimentado en un corto lapso de tiempo el paso desde una sociedad tribal hacia un estado centralizado, dotado de una compleja estructura social. En dicha transformación algunos elementos permanecieron o apenas evolucionaron, mientras que otros cambiaron su fisonomía radicalmente o bien surgieron de la nada. Uno de los primeros es la familia, cuya estructura era básicamente patrilineal y monogámica, si bien existían algunas excepciones, como casos de poliginia entre las capas altas de la sociedad. La esposa se incorporaba al casarse al "calpulli" (división político territorial) de su marido, debiendo casar de nuevo con el hermano de su esposo en caso de que éste falleciera. Además, sólo los hijos varones heredaban, favoreciendo así la unidad de los calpulli. Los matrimonios eran concertados y fruto de una larga negociación entre los padres de los contrayentes, en las que era frecuente la mediación de un sacerdote, quien auguraría la conveniencia o no de la unión. Además, unas ancianas celestinas o "cihuatlanque" ejercían de intermediarias.. Los requisitos para la unión eran que el joven hubiera acabado sus estudios en el "telpochcalli" y hubiera alcanzado el estatus de guerrero, esto es, haber conseguido capturar un prisionero, en caso de ser noble. Si el joven pertenecía al estamento dominado, "macehualtin", sólo se le requería tener un oficio con el que sustentarse él y su familia. A la joven, en ambos casos, se le pedía saber cocinar y tejer, tareas a las que se dedicará el resto de sus días. El desposorio se oficiaba en casa del novio al atardecer. La novia se preparaba durante la tarde, bañándose y acicalándose, embelleciendo sus brazos y piernas con plumas rojas y pintándose la cara de amarillo. Un cortejo la llevaba hasta el lugar de celebración, donde se sentaba en una estera en compañía del novio. Entonces se producía el ritual: intercambian vestidos, se anudan las puntas de sus mantos, se rocían de copal y se dan de comer mutuamente. Tras la ceremonia, y mientras el resto de invitados bailan, cantan y comen, los novios se instalan en la habitación nupcial, donde deberán orar durante cuatro días sin consumar la unión, sacrificando sangre y ofrendas a los dioses. El quinto día, tras bañarse en el "temascal" y recibir la bendición de un sacerdote, el matrimonio se considera consumado. El divorcio está permitido en función de la carencia de aptitudes de la mujer para desempeñar sus tareas domésticas, entre las que se incluye la de tener hijos, si bien el juez media entre los esposos para intentar evitar la separación. El hecho de que el divorcio sea posible hace que los casos de adulterio se castiguen con sumo rigor, llegando incluso a la muerte. Los matrimonios entre contrayentes nobles se acompañan además de concubinas, por lo que alcanzan un gran número de hijos. Sin embargo, de estos sólo son considerados legítimos los que son fruto del matrimonio principal. La siguiente división social en la que se insertaba el individuo era el "calpulli", una agrupación de personas que atendía a varios factores, como el parentesco, la división tribal, la organización política y religiosa y la posesión de la tierra. Cada calpulli tenía un dios y un templo propio y una casa de hombres jóvenes solteros, "telpochcalli", donde recibían educación. Además, los guerreros de cada calpulli se organizaban de manera particular. El jefe del "calpulli", llamado "calpulec", era siempre miembro de una familia concreta y organizaba la distribución de tierras, ostentando la representación grupal y estando asesorado por ancianos. La sociedad mexica se hallaba fuertemente estratificada, observándose diferentes niveles dentro de una jerarquía. El principal lo ocupan los "tlatoque", jefes o señores que gobiernan sobre una provincia o ciudad. El máximo de estos es el "huey tlatoani" (gran orador), señor de Tenochtitlan. El "tlatoani" tenía poder en todos los ámbitos, siendo un cargo hereditario, siendo el elegido designado por un Consejo, como ocurrió en los casos de Axayacatl, Tízoc o Ahuítzotl, de entre los hermanos del fallecido o de entre los hijos de la mujer legítima. El segundo nivel lo ocupa la nobleza, denominada genéricamente "teteuctin". El "tecuhtli" o señor principal era designado de forma vitalicia y no hereditaria, aunque el "tlatoani" generalmente designaba a su primogénito como sucesor. Era un cargo de tipo militar, administrativo y judicial. Su casa, "teccalli", forma un grupo social que agrupa al linaje del señor. Los nobles son un estamento formado por los hijos de los "tlaloque" y de los "teteuctin", es decir, aquellos que no desempeñan cargo alguno pero que por nacimiento se encuadran dentro de la aristocracia. Estos "pipiltin", si bien en principio no reciben tributo, sí pueden alcanzar ese estatus si contraen los méritos suficientes por medio de la guerra. Su función social es ejercer de funcionarios estatales, sobre todo como embajadores, recaudadores de impuestos o al servicio del tlatoani. Se les asignaba, además, una cantidad de tierras heredadas y trabajadores. Su dignidad social les suponía, sin embargo, mayores obligaciones, siendo más duramente castigados en caso de cometer alguna falta. Parte de los privilegios los perdieron durante el mandato de Itzcóatl, no recuperándolos hasta la llegada al poder de Motecuhzoma II Xocoyotzin. Otro tipo de nobles adquieren su condición por méritos; son los llamados "quauhpipiltin", procedentes del común destacados en la batalla. Su estatus les otorga tierras y acceso a cargos administrativos, como formar parte del consejo de guerra del "tlatoani". La mayor parte de la población pertenece al común; son los plebeyos o "macehualtin". Encuadrados en el "calpulli", deben tributar a las clases dirigentes. Una clase inferior o paralela a ésta - los autores no concuerdan- son los "mayeque" o braceros, trabajadores agrícolas asignados a la casa de un señor, a quien deben además tributar con agua y leña. El último estrato lo constituyen los "tlacotin", esclavos o peones, condición temporal que se alcanzaba por deudas, por un acto de guerra o como castigo a determinados delitos. Dueño y esclavo establecían una especie de contrato para desarrollar un trabajo determinado, lo que no impedía al esclavo poseer o adquirir bienes o incluso otros esclavos. A veces eran los mismos padres quienes, acuciados por la necesidad, vendían a sus hijos. La venta de esclavos se realizaba en el mercado, resultando libre aquél individuo que podía escapar y atravesar sus puertas, refugiándose en Palacio. También podían ser voluntariamente liberados por su dueño o casar con la viuda de éste. Algunos cronistas como Durán, Sahagún y Motolinía nos han dejado muy bien documentada la vida cotidiana mexica. Sabemos que el embarazo y el momento del parto eran objeto de cuidados especiales, desempeñándose un ritual complejo que alejaba a los implicados del peligro. El recién nacido era bañado en el "temazcal" utilizando plantas medicinales, mientras la partera recitaba largos discursos moralizantes. La suerte del niño era averiguada con ayuda del libro de los destinos o "tonalamatl", y venía determinada por su fecha de nacimiento. El adivino conocía así la profesión futura del niño e incluso el modo en que morirá, siendo por ejemplo los nacido en la fecha 1 calli propensos a morir de manera violenta. La forma de contrarrestar los malos augurios es hacer sacrificios a Huehuetéotl, dios del fuego, lavando al niño cuatro veces la cabeza y arrojando alimentos al fuego sagrado. La enfermedad dio lugar a una complicada terapéutica, basada tanto en el uso de medicinas naturales como de un complejo ritual. El "temazcal" era el remedio más usado, con fines higiénicos y ceremoniales. La muerte, como en cualquier sociedad, era un momento de especial significación. Antes de llegado el momento se hacía necesario realizar una confesión ante la diosa Tlazoltéotl, la comedora de inmundicias, lo que aseguraba la inmunidad por los pecados cometidos. La manera de morir determinaba el destino del cuerpo: los ahogados o gotosos eran enterrados; las parturientas recibían sepultura en el patio de un templo, mientras que el resto era incinerado. Con respecto a la educación, si bien todos los individuos recibían una misma educación básica, entre los 5 y los 9 años, a partir de esta edad se separaban en función de su clase social. Los hijos de "macehualtin" se educaban profesionalmente entre los 10 y los 12 años, lo que les daba derecho a usa el "maxtlatl", la prenda masculina que los identificaba como adultos. A partir de los 15 años acudían al "telpochcalli" o escuela de barrio, donde se les instruía en la guerra. Los hijos de los nobles, por el contrario, podían acudir a dos tipos de escuelas: el "telpochcalli", donde recibían educación carácter militar hasta los 22 años, y el "calmecac", que formaba administradores, políticos y sacerdotes. En ambos casos se obligaba a los jóvenes a llevar una vida austera y sacrificadas, donde algunos actos eran especialmente castigados. Así por ejemplo, la embriaguez se condenaba con la muerte, persiguiendo el objetivo de formar a los jóvenes en una moral puritana y abnegada al servicio del estado mexica.
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La figura del señor de vasallos, ya fuera eclesiástico o civil, resulta imprescindible para entender tanto la vida económica como política de la Edad Moderna en España, quedando una parte sustancialísima de su territorio bajo la jurisdicción de señorío -en algunas zonas, sólo un cuarto de tierras era de realengo-, distribuyéndose el resto entre el señorío eclesiástico (abadengo), el civil (solariego o pleno, y jurisdiccional) y esa situación ambigua en la que, en el fondo, se movían los señoríos de las tierras de Ordenes Militares. Muchos de ellos hundían sus raíces en el período medieval, y se basaban en antiguas donaciones regias. Sin embargo, durante el siglo XVI se recurrió frecuentemente a la venta de tierras con jurisdicción; así, Carlos I vendió numerosas tierras de Ordenes Militares y Felipe II procedió a lo que se llamó venta de vasallos de jurisdicción eclesiástica. Hay que advertir que los compradores de estas jurisdicciones no tenían por qué ser eclesiásticos o nobles, puesto que no era imprescindible pertenecer a uno de los estados privilegiados para convertirse en su titular. Lo que une a estas tierras con su señor es, ante todo, un vínculo jurisdiccional que se plasma en el pago de rentas y derechos de vasallaje -en especie o en dinero-, la designación de oficiales para su gobierno y la instancia judicial que puede llegar a ser civil y criminal (mero y mixto imperio). Con frecuencia, con la jurisdicción se concedía también el derecho a recaudar imposiciones reales, como, por ejemplo, alcabala, tercias o aduanas. Esta jurisdicción no implicaba necesariamente que el titular fuera el verdadero y efectivo propietario de la tierra, sino que detentaba un dominio eminente sobre ella. En el caso de que sí lo fuese (señorío solariego o pleno), a las rentas y derechos de que disfrutaba como señor jurisdiccional se añadían las rentas que se obtenían por aprovechamiento directo de las tierras o por arrendamientos. Tradicionalmente, se ha insistido en que el peso del señorío eclesiástico habría sido menor que el del señorío civil, pues los colonos de abadengo se habrían beneficiado de una cierta relajación en la exigencia de rentas y derechos, así como de arrendamientos perpetuos o de muy largo plazo (enfitéuticos, foros). Sin duda, parece que el sometimiento en que vivían algunos vasallos de tierras de señorío civil en Valencia y Aragón podrían ratificar esa impresión, aunque, en la Corona de Castilla, por ejemplo, hay testimonios de un régimen señorial no tan severo y cuyas condiciones no eran necesariamente peores que las que se podían sufrir en las zonas de realengo, de las que emigraron en algunos casos para dirigirse hacia los señores. Esa especie de satanización del señorío civil tiene que ver, evidentemente, con los malos usos que, sin duda, en algunos territorios practicaban los señores sobre vidas, haciendas y movimientos de sus vasallos. Pero también le debe una buena parte de su razón de ser a la abierta animadversión con la que la historiografía liberal contempló la existencia del señorío jurisdiccional, entendiéndolo como una odiosa muestra de la debilidad del poder ejecutivo ante una aristocracia rampante a la que había entregado nada menos que una parte de la administración de justicia. Sin embargo, la imagen de vasallos oprimidos a los que sólo les queda el último recurso de la revuelta antiseñorial -que, sin duda, las hubo e importantes- ha ido cambiando hasta convertirse en la de unos sujetos mucho más activos que, por ejemplo, son capaces de arrastrar hasta los tribunales con pleitos casi eternos a los ricos monasterios gallegos o que, desde los concejos castellanos, pueden decidir su propia vida comunitaria con cierta autonomía respecto a los intereses señoriales, que, incluso, se ven mediatizados por la voluntad de sus vasallos. La crisis que atraviesa la nobleza durante el siglo XVI -incremento continuo de sus gastos en un período de alza de precios- llevó a los señores en algunos casos a intentar imponer un régimen más severo a sus vasallos con el objetivo de hacer crecer sus rentas. Como ha mostrado Bartolomé Yun para Tierra de Campos, ésta demostró ser una vía muy difícil y condenada con frecuencia al fracaso ante la resistencia de las villas y lugares de su jurisdicción a modificar los términos de la relación que los ligaba al señor. Podría decirse que de la misma manera que la práctica de la Monarquía pasaba por la colaboración con el reino, los señores debían entrar en colaboración con sus propios vasallos. El paralelismo entre la forma en la que un señor rige sus señoríos y el rey sus reinos ha despertado un enorme interés entre los historiadores en los últimos años, en especial dentro de los estudios dedicados a los estados de los grandes señores nobiliarios. La complejidad del gobierno y administración de una de estas casas puede quizá vislumbrarse a la vista del Catálogo de todos los criados mayores y menores que habían tenido, desde el XIV, los Duques de Medina Sidonia, cuya casa, a juicio de Antonio Domínguez Ortiz, era la más rica que había en España en 1600, con ingresos anuales de 160.000 ducados. El Catálogo fue elaborado por Juan Pedro Velázquez en 1758 sobre la base de los libros de acostamiento -donde se recogían los sueldos o estipendios pagados- y los testamentos que se conservaban en el archivo ducal. Las entradas recogidas por Velázquez nos presentan una casa con una administración muy compleja y dan muestra tanto de la extensión de la jurisdicción señorial como de su riqueza. Si elegimos del inmenso conjunto tan sólo las entradas referentes al siglo XVI, nos encontramos con más de setenta y cinco tipos distintos de criados entre los llamados mayores y los menores, los cuales aparecen distribuidos por Sanlúcar de Barrameda, Medina Sidonia, Niebla, Vejer, Conil, Jimena, Chiclana, Huelva, Almonte, Doñana, Melilla, Trebujena, Madrid, Sevilla, Granada e, incluso, Roma. Desde los presidentes de un Consejo Ducal, que parece haber sido una cámara áulica como las que existían en otros estados, a los administradores sirvientes del campo, que se ocupaban de las explotaciones agrarias, pasamos por corregidores de lugares, agentes, tesoreros, letrados, secretarios, escuderos, alcaides de fortalezas, caballeros y gentileshombres, capellanes, confesores, contadores mayores, escribanos de ración, mayordomos de atarazanas, músicos y cantores, ayos, proveedores de almadrabas, veedores de la casa o visitadores de rentas. El incremento continuo de gastos que había que afrontar para el mantenimiento de este volumen de criados y servidores, tanto en las tierras solariegas como en la corte o junto a las chancillerías, pesó también sobre la situación económica de la nobleza, sumándose como un elemento más a la crisis que ésta atravesaba. Sin embargo, gracias a ese cuerpo de casa, los Medina Sidonia, por ejemplo, podían enfrentarse al reto de administrar mejor sus posesiones y derechos en una amplia zona territorial. Uno de los tópicos más extendidos sobre los estamentos privilegiados de la España de los Austrias es que habrían carecido casi por completo de toda mentalidad productiva, limitándose a vivir ociosamente de sus numerosas posesiones que, en la práctica, abandonaban a sus administradores. Quiere ese tópico que intentaran incrementar sus rentas, a lo sumo, por medio de una mayor presión señorial, que apenas recurriesen a la vieja estrategia de enlaces matrimoniales para reforzar su situación y que, en suma, insistieran en su condición rentista por medio del recurso a juros, censos, etc. Sin embargo, hay también numerosas pruebas de una actitud que, al menos, es consciente de la existencia de un mercado. Así lo muestra, por ejemplo, la práctica de arrendamiento de diezmos seguida por parte de los cabildos episcopales. Asimismo, en el caso de algunos nobles se conoce su interés por nuevas empresas comerciales y manufactureras o por la implantación de una agricultura de corte intensivo. Por ejemplo, el Conde de Portalegre no duda en convertirse en importador a gran escala de pastel azoriano para teñir paños en los telares segovianos; el Príncipe de Eboli se interesa por las labores de la seda y el alumbre en algunas villas de su señorío; los Mendoza traen moriscos granadinos para trabajar en sus vegas de la cuenca del Manzanares; o Luis de Requeséns proyecta desecar y poblar algunas tierras en las riberas del Llobregat y, dudando entre traer para ello moriscos granadinos o montañeses de los Pirineos, se inclina por los de Granada teniendo en cuenta que podría imponerles un régimen más severo. No obstante, sería un error pensar que aquellos nobles que diseñan estas nuevas iniciativas son verdaderos empresarios, porque sus planes los trazan siempre desde una posición de privilegio y al amparo de mercedes reales. Así, Portalegre busca exenciones de aduanas para su importación de pastel, y los moriscos que trabajan para los Mendoza o los que proyecta traer Requeséns serían de los concedidos por Felipe II de entre los expulsados de Granada tras la Guerra de las Alpujarras. He aquí, de nuevo, a la Corona forjando lazos firmes con esa nobleza de nuevo cuño que busca salir de su crisis poniéndose cada vez más en manos de su gracia y mercedes. La condición de maestres a perpetuidad de las Ordenes Militares de Santiago, Calatrava y Alcántara (Corona de Castilla, ante todo al sur del Tajo) que, por concesión papal, recaerá en Carlos I y Felipe II -éste sumará también el maestrazgo de la aragonesa Orden de Montesa en 1587- vendrá a reforzar todavía más esa dependencia. De esta manera, será el rey quien, asesorado por su Consejo de Ordenes y en atención a los servicios prestados por los pretendientes, conceda los hábitos de caballero y las encomiendas en que se hallaban divididas las tierras de señorío de órdenes (13 Montesa; 88 Santiago; 38 Alcántara; y 51 Calatrava). Convertirse en caballero de hábito era la máxima aspiración de los hidalgos, pero, además, alcanzar el rango de comendador llevaba aparejado el disfrute de unas rentas señoriales que eran especialmente ricas en las órdenes castellanas. Pero, ante todo, las órdenes eran la consumación del arquetipo nobiliario, pues, en ellas, el viejo ideal defensivo de los hombres de frontera de la Reconquista se unía con la milicia cristiana de los soldados de la fe que llevaban la cruz en sus hábitos. La situación jurisdiccional de los caballeros se movía en la ambigüedad de mantener el estatuto religioso de los frailes (votos de pobreza y castidad) y la plena condición de señores civiles. Si recordamos los términos del debate sobre la verdadera hidalguía que se vivió durante todo el siglo XVI, comprenderemos por qué los hábitos constituyeron el último reducto de los que insistían en las virtudes de la nobleza linajuda que cumplía una función defensiva y que se transmitía por herencia. Por ello, las pruebas que había que presentar para conseguir uno de estos ambicionados hábitos insistían tanto en la limpieza de sangre de moro y judío que tenían que demostrar los pretendientes. La comprobación de la existencia de una mancha de limpieza suponía, de hecho, que no se concediese el hábito, aunque el pretendiente hubiese prestado los mayores servicios a la Corona. Juan Ignacio Gutiérrez Nieto ha dado a conocer cómo la pretensión del célebre militar Sancho Dávila de convertirse en caballero de Santiago fue desaprobada por el Consejo de Ordenes porque en la abuela paterna había alguna duda en su limpieza y en la materna no hay duda, sino que era confesa. Ha sido el mismo Gutiérrez Nieto quien mejor ha explicado cómo el ideal de limpieza de sangre acaba por encastizar la sociedad española del XVI hasta convertirse en uno de sus rasgos más distintivos.
obra
Al llegar la familia Fortuny a Granada se instalaron en la fonda de los Siete Suelos, situada en las murallas de la Alhambra; allí permanecieron durante más de un año a pesar de las incomodidades del lugar para tantos inquilinos como eran los Fortuny y sus numerosos acompañantes. El pintor alquiló una casa en el Realejo Bajo pero siguió en contacto con los dueños de la fonda, como demuestra este retrato de la hija en su lecho de muerte, fallecida en febrero de 1872. La razón de este lienzo la encontramos en el deseo del artista por pintar todo lo que le rodea ya sea un paisaje, una gitana o el triste fallecimiento de una joven. La figura se presenta en diagonal, dentro de un blanco ataúd, depositando su cabeza sobre un almohadón que al quedar en sombra toma tonalidades malvas, igual que hacían los impresionistas. Un potente foco de luz baña toda la figura mientras el resto del espacio queda en penumbra. Una vez más, Fortuny combina el delicado dibujo con una pincelada fluida que no atiende a detalles, más interesado en captar el momento que en el preciosismo. El contraste de tonalidades y la iluminación empleada indican la cercanía del pintor catalán al luminismo.
obra
En 1864 Gleyre cierra su academia y Renoir se traslada con sus amigos Monet y Sisley al bosque de Fontainebleau, para trabajar al aire libre. Posiblemente antes de esa partida realizaría este retrato infantil con el objetivo de sacar dinero. La pequeña Romaine posa sentada en una silla, vestida con un elegante traje gris y camisa de blanco encaje; en su regazo tiene unas flores rojas con las que juega, creando una atractiva sintonía cromática con los labios y los pendientes. El bello rostro de la niña es el centro de atención del lienzo ya que tampoco se ha esmerado Renoir en la ejecución de los detalles ni en el fondo, donde se aprecia un gran ramo de flores realizado de manera rápida y esbozada. Se ha querido ver una referencia a Velázquez en la pose de la pequeña, siendo Manet el pintor que más influye en este retrato al contraponer tonalidades claras con oscuras. La expresividad de los ojos de Romaine indican que Pierre tiene un gran futuro en la retratística, como atestiguan el retrato de Cézanne o los de Gabrielle, el ama de compañía de su hijo Jean.
obra
Courbet está interesado en representar la naturaleza tal y como es, alejado de idealismos y tópicos moralistas. Por eso presenta en esta escena a dos jóvenes parisinas tumbadas bajo los árboles junto al Sena. Su placentero descanso motiva que la morena se haya desabrochado el corsé en un gesto que los críticos de su época encontraron provocativo; algunos especialistas consideran que se trata de dos prostitutas. Posiblemente Courbet quiera transmitir la realidad sin tapujos ni cortapisas, pintando lo que le rodea sin ninguna idealización. Por eso sus figuras son de carne y hueso, pudiendo identificarse estas jóvenes con cualquiera de las burguesas parisinas del Segundo Imperio. El arte realista no cree en la belleza única ni en lo sublime, ni en los modelos clásicos, siendo su única fuente la observación del natural; siguiendo esta filosofía, el maestro presenta a estas dos señoritas, vestida una de blanco y otra de oscuro para jugar con unos contrastes de gran atractivo para Manet. El estilo firme y seguro de Courbet está presente en esta composición en donde el dibujo y el color blanco se convierten en protagonistas, sin olvidar cierta referencia a la luz.
obra
El lienzo representa a las hermanas de Courbet - Zoé, Zélie y Juliette - vestidas a la moda de provincias haciendo un alto en su paseo para dar limosna a una niña. La escena se desarrolla al aire libre, en un paisaje pleno de luz y color que preludia las magnificas obras de décadas posteriores como Acantilados en Etrerat. Las figuras de las muchachas y de la niña están sabiamente interpretadas, interesándose por las calidades de las telas y los detalles de trajes y sombreros. Sin embargo, los especialistas no se limitan a encontrar una escena de la vida cotidiana en esta composición sino que piensan que sería una crítica a la pretenciosa burguesía francesa representada en las tres jóvenes, arreglando los problemas del país a través de la caridad. También se plantea la posibilidad de que sea una alegoría de la Caridad, lo que iría en contra de los postulados realistas. Al margen de la temática, el lienzo es una espectacular muestra de vida y de color que deja de lado las oscuridades de Courbet en sus obras más conocidas como el Entierro en Ornans o el Estudio del pintor.