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PRIMERO 1740 El Cuatro Ahau Katún es el undécimo Katún. Se cuenta en Chichén Itzá, que es el asiento del Katún. Llegarán a su Ciudad los Itzaes. Llegarán plumajes, llegarán quetzales. Llegará Kantenal, llegará Xekik, llegará Kukulcán. Y en pos de ellos otra vez llegarán los Itzaes. Es la palabra de Dios. SEGUNDO 1760 El Dos Ahau Katún es el duodécimo Katún. Los mayas regresarán a Cuzamil, que es el asiento de este Katún. Ni poco ni mucho será su pan, ni poca ni mucha será su agua. Ésta es la palabra de Dios. Resonará por algún tiempo el templo de sus dioses. Éste es el fin de la palabra de Dios. TERCERO (Juicio) El Trece Ahau Katún se lee en Kinchil-Cobá que es el asiento del Katún, del Katún decimotercero. Todos iguales por dentro, los Reyes de la tierra oirán el juicio de Dios Nuestro Padre. Correrá la sangre de los árboles y de las piedras. Arderán el cielo y la tierra. Es la palabra de Dios el Verbo, de Dios Hijo, y de Dios Espíritu Santo. Éste es el Santo Juicio de Dios. Les faltaran las fuerzas al cielo y a la tierra. Entrarán al cristianismo grandes ciudades y sus moradores. Una muy grande ciudad, que quién sabe cuál es su nombre, grandísima, se tragará ésta nuestra tierra maya de Cuzamil y Mayapán, la de nuestros hombres del Segundo Tiempo, la que está bajo el peso de la rabia, y donde los hijos nacen siervos; donde al fin se perdió la fuerza y la vergüenza, ¡el alma viva de nuestros hijos en flor!. No tenemos buenos sacerdotes y la causa de nuestra muerte es la sangre mala. Sale la luna, se va la luna, se hace entera la luna. Antiguamente podía ser una sola la sangre, y como en el resplandor de los planetas se veía su bondad. Es el fin de la palabra de Dios. Vendrá sobre ellos el agua del "segundo nacimiento", las "santas almas" recibirán el santo óleo, sin ser obligadas, sino viniendo ello de Dios. Al santo cielo irán los cristianos, guardados por su santa fe. Y los Itzaes y los Balames dejarán de perderse... (Falta toda la página siguiente.) ... Juicio de Dios a los hombres buenos. "Venid conmigo, vosotros, los hombres benditos de mi Padre, que habéis ganado la gloria eterna, hecha por mi Padre cuando el principio del mundo. Obedecisteis la "palabra dicha", hicisteis penitencia si me ofendisteis antes. Así, pues, vamos al cielo." Y entonces volverá su mirada a los pecadores, que estarán llenos de soberbia. "Alejaos de mí, malditos de mi Padre, id al fuego del infierno que no tiene fin, que fue hecho para el diablo por mi Padre. Así, idos con él para siempre al sufrimiento." Y entonces se irán al infierno los hombres malos. Los hombres buenos irán en pos de Dios Nuestro Padre, a la perpetua gloria, a la justa gloria. En Josafat hay tres hombres muy servidores de Dios, muy grandes en años por obra de Dios; Elías, Matusalén y Enoc son sus nombres. Viven hasta hoy. Allí están puestos por Dios para cuidar su Silla. Hará cuenta Dios en un valle de la tierra, en una gran llanura. Allí entonces se sentará sobre su Silla Su Majestad. Los de piel de cordero estarán a la derecha; los de piel de chivo estarán a la izquierda. Los que estén a la izquierda, serán los hombres malos, los que no cumplieron todos los mandamientos de Dios. Entonces se irán para siempre a las penas del infierno, al centro de la tierra, dicho por nuestro Primer Padre. Entonces dirá a los que estarán a la derecha del Gran Rey Dios, los hombres buenos, cumplidores de los mandamientos: "Vamos, vosotros, los benditos de mi Padre; tomad el reino hecho para vosotros desde el principio del mundo". Entonces se acercará una gran nube, hecha de estrellas, desde lo alto del cielo, hasta la tierra. Y sonará dulcemente el canto de los ángeles, con una dulzura que no tiene igual. Y subirá el Verdadero Dios, Señor del cielo y de la tierra.
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Al morir el rey Luis XV, le sucede su nieto, el duque de Berry, en 1774. Luis XVI, influenciado por el partido devoto, cesó al equipo gubernamental anterior y escogió como secretarios a personajes ilustrados: el conde de Maurepas, secretario de Estado, que ejerce como primer ministro; Miromesnil, en Asuntos Exteriores; Sartine, en Marina; Malesherbes, secretario de la Casa Real; el conde de Saint-Germain, en Guerra, y Turgot, como inspector general de Finanzas. La situación era difícil, a los problemas políticos se unía la enorme deuda pública y la permanente crisis económica, agudizado todo ello por la crítica al absolutismo. Se necesitaba una política enérgica donde se acometieran profundas reformas y combinar la adopción de medidas innovadoras con el mantenimiento de ciertas estructuras, lo que podía resultar verdaderamente imposible. No obstante, y a pesar de las recomendaciones, el rey pretendió conciliarse con los parlamentarios y convocó al Parlamento de París para demostrar sus intenciones. Grave error del que nunca se sobrepondría, ya que la institución parlamentaria lo interpretaría como un signo de debilidad de la Monarquía y desde ese momento encaminó su actuación a imponer su primacía. El déficit público requería una solución, y Turgot, antiguo intendente de Limoges, se propuso adoptar medidas que redujeran los gastos para sanear la hacienda, sin aumentar la presión fiscal ni recurrir a la bancarrota o el empréstito, y en 1774 presentó al rey un amplio programa de reformas donde abandona el mercantilismo y adopta soluciones de corte fisiocrático: libre circulación de las mercancías, sobre todo cereales, y supresión de aduanas internas, libertad de trabajo y abolición de los gremios y reglamentaciones laborales, elaboración de un catastro para poder acabar con la prestación personal a cambio de un impuesto sobre propiedades agrarias de la que el clero estaba exento. Su ideario económico se resume en dos obras publicadas por el autor, sus Cartas sobre la libertad de comercio de los granos (1770) y el Ensayo sobre la formación y distribución de las riquezas (1776). El libre comercio de cereales provoca la subida de los precios agrícolas, lo que desencadena la guerra de la harina y motines de subsistencia en Dijon, Tours, Metz, Reims, Montauban y Beaumont-sur-l´Oise, a lo largo de 1775, y la feroz oposición de los parlamentos a su política. Turgot es consciente de que nunca encontrará respaldo entre los parlamentarios por lo que anima al rey a promulgar mediante decreto real los llamados Seis Edictos, en enero de 1776; los tres primeros se refieren al libre comercio de cereales, el cuarto abolía determinados puestos encargados de recaudar gravámenes sobre la carne, otro abolía los gremios y el último cambiaba la corvea por un impuesto sobre la propiedad agraria. Estos decretos dividieron la opinión del Gobierno, y produjeron la caída del ministro poco después. Su sucesor, J. Necker, director general de Finanzas, intentó adoptar soluciones de compromiso, que no fueran radicales, y acudió al empréstito con una cierta imprudencia, por lo que acumuló mayor cantidad de deuda pública al tiempo que aumentaba el déficit anual. Persistió en la política de ahorro introducida por Turgot; desarrolló el sistema de administración de las rentas reales y limitó las atribuciones de la Recaudación General; mejoró el sistema de contabilidad y adoptó un mercantilismo moderado en la política comercial. En 1779 suprimió las vinculaciones en los dominios reales, sin atreverse a hacer lo mismo con las tierras de la nobleza o del clero. En 1778 concibió un plan de reformas administrativas, en parte inspiradas en Turgot, con la creación de asambleas administrativas locales en varias generalidades del país (Berry, Moulins, Grenoble y Montauban) para distribuir los impuestos, administrar las corveas y utilizar a los desempleados en las obras públicas, con la ayuda del intendente, pero la nobleza y las magistraturas las boicotearon desde el primer momento, por haber duplicado el número de representantes del tercer Estado, lo que atemorizó a los privilegiados. Su dimisión, en mayo de 1781, fue bien acogida por la corte aunque años más tarde, en plena crisis revolucionaria, fue llamado de nuevo a hacerse cargo de las finanzas. Tras la desaparición de Necker, parecen abandonarse los proyectos reformistas pero la década de los ochenta revela un cambio de coyuntura hacia la crisis agrícola e industrial, la extensión de oleadas epidémicas que provocan mortandad, el aumento de los vagabundos por el desempleo, éxodo rural y, sobre todo, un gran malestar que afecta a todas las capas sociales y que enlaza ya con los orígenes del proceso revolucionario.
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Erradicar la corrupción y satisfacer las demandas de los reinos van a ser los dos polos en torno a los cuales gire la política interior de Felipe IV y su valido, el conde-duque de Olivares, entre 1621 y 1626. La Junta de Reformación, creada el 8 de abril de 1621, suscita la simpatía de las ciudades castellanas al retomar las propuestas formuladas por el Consejo de Castilla en su consulta de 1619, del mismo modo que provoca el temor entre la burocracia la intención de exigir inventarios de bienes a todos aquellos que hubiesen desempeñado cargos administrativos desde 1592 y a quienes fuesen nombrados en adelante, para así evitar su enriquecimiento a costa del tesoro, aunque los resultados fueron decepcionantes. Este malestar se aprecia también en el seno de la nobleza, no tanto por la persecución que se emprende contra el clan de los Sandoval, como por la recomendación dada al soberano en noviembre de 1621 de no conceder mercedes y favores a expensas de la real hacienda. La actitud favorable de las ciudades pronto tropieza con la concepción que el Conde-Duque tiene de cómo deben ser las relaciones entre el rey y el reino, porque si algo tiene claro el valido es que las Cortes deben estar sometidas a la autoridad del monarca y no imponer sus exigencias -creación de comisiones paritarias integradas por ministros y procuradores para abordar las reformas-, enarbolando cual arma arrojadiza la negativa a conceder los servicios solicitados por la Corona. Por si fuera poco, la reanudación de la guerra con los holandeses al concluir la Tregua de Amberes obliga a Felipe IV a decretar el secuestro de las remesas de plata que vienen de América a nombre de particulares, concediendo a cambio moneda de vellón, cada vez más devaluada respecto a la de plata, y juros, cuyo interés se intenta rebajar al 5 por ciento, todo lo cual venía a demostrar que los deseos reformistas del monarca y del valido eran letra muerta ante las necesidades militares de la monarquía. Las buenas intenciones del Conde-Duque, sin embargo, no deben ponerse en duda, aunque sólo sea porque las reformas económicas y sociales -que de todo hay- eran imprescindibles si se quería que la presencia de la Monarquía hispánica en los asuntos europeos fuese la que correspondía a una potencia de primer rango. Por este motivo, la recién creada Junta Grande de Reformación -había celebrado su primera reunión el 11 de agosto- elabora un informe, aprobado por el monarca el 20 de octubre de 1622, en el que se propone la reducción en dos tercios de los escribanos, recaudadores y alguaciles, el recorte de los empleos palatinos, la moderación en las dotes y en los gastos suntuarios de los súbditos, el traslado a sus señoríos de la nobleza cortesana y el freno a la emigración para evitar que los pueblos queden abandonados. También aconseja conceder exenciones fiscales y privilegios a los artesanos que se instalen en España, siempre que sean católicos, a los matrimonios jóvenes y a los que tengan seis o más hijos varones, y sugiere que las fundaciones de caridad proporcionen una ayuda económica para las dotes de huérfanas y doncellas pobres. Junto a estas propuestas, la Junta Grande recomienda la adopción de medidas proteccionistas para la industria castellana y la creación de Erarios y Montes de Piedad. Este proyecto, que ya habían planteado Peter van Oudegherste y Luis Valle de la Cerda en el reinado de Felipe II y Jerónimo de Ceballos en su "Arte regia y política para el gobierno de los reinos", escrito en 1621, consistía en la fundación de una red bancaria, con la participación de todos los súbditos, seglares o eclesiásticos, que invertirían una vigésima parte del valor de sus propiedades percibiendo un tres por ciento de interés anual. La finalidad primordial de estos Erarios era la de prestar dinero a los agricultores y artesanos para aumentar su producción a cambio del pago de un interés del 7 por ciento, así como la de recaudar los tributos, lo que abarataría el coste de las recaudaciones y permitiría al erario disponer con más facilidad de su importe. En cuanto al sistema fiscal, la Junta aconseja abolir el servicio de millones y repartir su rédito entre todos los núcleos de población a razón de dos soldados, si bien con los ajustes necesarios según la riqueza de cada lugar, y una mayor participación tributaria de los otros reinos de la monarquía, como ya lo habían planteado el Consejo de Castilla en 1619 y el Consejo de Hacienda en abril de 1622. El desvelo de los corregidores para persuadir a los ayuntamientos de las excelencias de este proyecto no surtió los efectos obtener un servicio de 12 millones de ducados a pagar en seis años, sobre cuyo importe se podían emitir juros al 5 por ciento de interés, y la venta de 20.000 vasallos. El freno puesto a la reforma por las ciudades castellanas no impidió que ésta se pusiera en marcha. En efecto, el 10 de febrero de 1623 se publican los Artículos de Reformación, un compendio de las propuestas realizadas en 1622 por la Junta Grande con alguna concesión a las ciudades industriales de Castilla, como prohibir la entrada en el reino de una amplia gama de productos manufacturados extranjeros. Paralelamente, el monarca convoca las Cortes en un esfuerzo más por atraerse a las ciudades -o socavar su resistencia- pero sin éxito alguno, pues los procuradores manifiestan su protesta por la creación de los Erarios a golpe de decreto real e indagan el estado de las finanzas de la Corona. El 4 de octubre de 1623 se avienen a votar un servicio de 60 millones de ducados a pagar en doce años, además de los 12 millones pendientes de la última concesión, pero condicionan su aprobación a que el soberano financie los Erarios. Esta crecida suma de dinero concedida por las Cortes provocará el descontento de las ciudades, sobre todo de las andaluzas, pese al viaje del rey por aquellas tierras en los meses de febrero, marzo y abril de 1624, resultando imposible llegar a un acuerdo salvo si se reduce su importe, como así ocurrió, pues el 19 de octubre de dicho año las Cortes acuerdan un servicio de 12 millones de ducados, al que las ciudades dan su conformidad el 30 de junio de 1625 después de obtener además la promesa del monarca de no seguir adelante con la reforma municipal decretada en 1623 y de financiar los Erarios con el caudal de la hacienda, lo que suponía arrinconarlos ante la falta de recursos de la Corona para llevar adelante el proyecto. Tras varios meses de negociaciones las ciudades de Castilla habían logrado imponerse al valido, convenciéndole así de que lo mejor -y más acertado- era gobernar sin su concurso y gobernar incluso al margen de los Consejos, a través de juntas creadas ad hoc, como así lo representa a Felipe IV en el Gran Memorial de 25 de diciembre de 1624, aun cuando la experiencia -es el caso de la Junta de Comercio- no había sido demasiado positiva. Pero, por otra parte, también reconoce que es necesario liberar a los castellanos de contribuciones a fin de potenciar las actividades productivas y desviar una porción de las cargas fiscales que recaían sobre sus hombros hacia los demás vasallos, para lo cual se requería que los diferentes reinos de la monarquía se rigiesen al estilo y leyes de Castilla, formando un todo al ejemplo de Francia, con iguales responsabilidades y derechos, sin diferencias de ningún tipo, debiendo el soberano establecer sólidos vínculos entre la nobleza de los distintos reinos mediante enlaces matrimoniales, como el de los Medinasidonia con los Braganza, o recurrir a la amenaza de acciones militares, e incluso a invasiones con el pretexto de sofocar revueltas populares, si los reinos oponían resistencia a este proyecto. Pese a todo, Felipe IV procuró no enajenarse la enemiga de sus vasallos adoptando medidas de fuerza; no al menos hasta que la situación financiera de la Corona se hizo insostenible. El proyecto de la Unión de Armas, presentado al Consejo de Estado el 13 de noviembre de 1625, refleja el optimismo del Conde-Duque en la capacidad financiera de los reinos y en su fidelidad al monarca, pero también el sentir de Castilla respecto a un reparto más equitativo de las contribuciones, como se venía solicitando desde 1619. La idea de formar un ejército de 140.000 soldados sufragado por cada reino, según una cuota fija en función de sus recursos económicos y demográficos, era, pues, acertada, aunque su distribución no lo fuera tanto, porque mientras que a Castilla y las Indias se les asignan 44.000 soldados, a Cataluña, Portugal y Nápoles les corresponden, respectivamente, 16.000 hombres, a Flandes 12.000, a Aragón 10.000, a Milán 8.000, a Valencia 6.000, a Sicilia 6.000 y a Baleares y Canarias otros 6.000 a partes iguales. La respuesta de los reinos a este plan no se hará de esperar. Por de pronto, los territorios de la Corona de Aragón, en lugar de enviar plenipotenciarios a Madrid, manifiestan su deseo de que el rey celebre Cortes para que en ellas se debata este asunto. Entre los meses de enero y marzo de 1626 Felipe IV tiene que desplazarse a Barbastro, donde convoca a los aragoneses, a Monzón, sede de las Cortes de Valencia, y a Lérida, población elegida para reunirse con los catalanes. Con esta decisión Olivares pretende satisfacer las exigencias de los reinos y demostrar su voluntad negociadora, pero a duras penas logrará aplacar los ánimos, sobre todo porque en Barbastro se han antepuesto los intereses del rey a la reparación de agravios. La Iglesia y la nobleza no ponen trabas, aunque sí las ciudades, con Zaragoza al frente, que rechazan los cálculos de la monarquía por excesivos y no están dispuestas a votar ninguna concesión sin el consentimiento de sus vecinos. En Valencia, donde las repercusiones económicas de la expulsión de los moriscos todavía no han sido superadas, la Corona encuentra obstáculos parecidos, esta vez por parte de la nobleza, que es quien opone mayor resistencia: ni se pueden reclutar 6.000 soldados ni recaudar el dinero necesario para movilizarlos, y además el reino no mantiene fronteras con los enemigos y costea la defensa del litoral con más de 30.000 ducados anuales. En Lérida, los catalanes no sólo han conseguido que antes de aprobar cualquier subsidio se discutan sus reivindicaciones (recortar la jurisdicción inquisitorial, no pagar el quinto de los ingresos municipales) y se elaboren nuevas leyes, sino que se oponen, pese a la oferta del Conde-Duque de crear una Compañía Mercantil para el Levante, a toda contribución de soldados porque sus constituciones prohíben hacer la guerra fuera de sus fronteras y porque cualquier leva debe realizarse siempre que el monarca se ponga al frente del ejército, si bien están dispuestos a entregar 2 millones de libras, cantidad que parece insuficiente a Felipe IV, aunque la situación económica del Principado no era por entonces boyante. La actitud intransigente de las Cortes catalanas, donde la Corona ni siquiera puede contar, para forzar la oposición de las ciudades a la Unión de Armas, con el apoyo de la nobleza y del clero, en cuyo seno se producen fuertes disensiones, exaspera al monarca y al valido, por lo que el 4 de mayo la Corte abandona Lérida. En Aragón será preciso que tropas castellanas crucen la frontera para que el reino se avenga a votar el servicio solicitado, aunque no en hombres sino en dinero, y rebajada la cantidad prevista en un veinte por ciento. Tampoco las Cortes de Valencia han votado lo que se pedía, pero aun así han realizado un esfuerzo considerable al otorgar 1.080.000 libras por quince años. En Castilla la Unión de Armas se proclama en el mes de julio de 1626 con la promesa de que la Corona costeará la mayor parte del esfuerzo bélico, y en Flandes, no sin dificultades, se acepta la cuota estipulada de 12.000 hombres, lo mismo que en Nápoles, donde se ha ido formando una nobleza de nuevo cuño en los últimos años que asume las directrices políticas de Madrid sin oposición por los beneficios obtenidos.
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Primeros años en las tierras nuevas En 1514 dio rumbo, por completo diferente, a su vida. De escasos veinte años se embarcó, según dice, siguiendo a Pedrarias Dávila, del que afirma que vino por gobernador de Tierra Firme (Nombre de Dios en Panamá). De este episodio, con el que Bernal quiere señalar cómo ocurrió su primera entrada y actuación en el Nuevo Mundo, proporciona muy escasas y más bien equivocadas noticias. Tras decir que, estando allí tres o cuatro meses, dio pestilencia de la cual murieron muchos soldados y demás de esto todos los más adolecíamos y se nos hacían unas malas llagas en las piernas, habla del conflicto que surgió entre Pedrarias y su yerno Vasco Núñez de Balboa, el descubridor del Pacífico. Al tocar este asunto, lo hace Bernal como si tal situación y lo que fue su desenlace --el que Pedrarias mandara degollar a Balboa-- hubieran acaecido durante su breve estancia en Tierra Firme y no en 1519, el mismo año en que, desde Cuba, se embarcó para México entre los soldados de Cortés. Como para no dejar duda de que había sido él testigo de la muerte de Balboa, añade Bernal que después de que vimos lo que tengo dicho cómo por sentencia Pedrarias le mandó degollar (man. Guatemala, cap. I), fue cuando pidieron él y otros licencia para pasar a Cuba. Antes de hablar sobre lo que allí ocurrió a Bernal, traeré a cuento un dato que parece poner en entredicho lo que escribió éste acerca de su venida al Nuevo Mundo con Pedrarias. En el Catálogo de Pasajeros a Indias se consigna que el 5 de octubre de 1514 --seis meses después de la partida de Pedrarias-- se embarcó un Bernal Díaz... natural de Medina del Campo8. ¿Era éste un homónimo de nuestro soldado cronista o era él mismo que, para darse desde un principio importancia, pretendió haber marchado a América como alguien bien conocido? Dejando así en suspenso esta cuestión, veamos lo que sucedió a Bernal en Cuba. Gobernaba allí Diego Velázquez, que no sólo recibió bien a Bernal y a los que con él venían sino que prometió que nos daría indios en encomienda de los primeros que vacasen. Como ello jamás ocurrió, los que confiados de encontrar un mejor destino se habían establecido en Cuba, buscaron entonces nuevo género de aventura. Según Bernal, ciento diez hombres se concertaron con un hidalgo, Francisco Hernández de Córdoba. Para que fuese nuestro capitán y, a nuestra ventura, buscar y descubrir tierras nuevas v en ello emplear nuestras personas (I). A esto siguió la compra de tres navíos, todo en plan de empresa privada. Al decir de Bernal, sólo en un momento dado intervino Velázquez, ofreciendo otra embarcación y algo de bastimentos. Dos condiciones ponía: una era ir a unas isletas que están entre Cuba y Honduras; la otra, que debían saltear indios para llevarlos como esclavos. En este punto Bernal se pone a sí mismo de relieve y, como si al escribir evocara la actuación de fray Bartolomé de las Casas, al que según veremos conoció, adopta una postura semejante a la del fraile y asevera que él y otros hicieron reproche de esto a Velázquez. La expedición de Hernández de Córdoba --iniciada en febrero de 1517 cuando por cierto aún vivía Balboa-- puso a Bernal por vez primera en contacto con el mundo extraordinario y paradójico del México prehispánico. Se enteró entonces de la existencia allí de grandes poblaciones, con templos, esculturas de dioses, ritos sangrientos, guerreros valerosos e indicios de no poca riqueza. Recordando en la Historia y en otras cartas y varias ocasiones esta temprana entrada, Bernal repitió que él no sólo había sido uno de los primeros conquistadores sino también uno de los que, con gran riesgo, descubrieron el gran país que se llamó después Nueva España. Y no contento con uno y otro título --que alguien en vida suya se atrevió. luego a negarle-- proclamó otras muchas veces que había tenido el privilegio de tomar parte en las tres primeras expediciones a México, ésta de Hernández de Córdoba (1517), la de Juan de Grijalva (1518) y la de Hernán Cortés (1519). Ahora bien, tampoco aquí han faltado quienes hayan puesto en tela de juicio su participación en la expedición de Grijalva. Los argumentos principales son que no habló de ella en su probanza de méritos; que nunca mencionó el nombre de alguno de los soldados que tomaron parte; que su relato en este punto es muy pobre y difiere en alto grado de otra relación que sobre tal viaje existe, atribuida al capellán de la armada y conservada por el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo9. ¿Hay en esto nueva prueba de que Bernal se atribuyó timbres de gloria que no le correspondían? Una referencia, profundamente humana, de las que ponen de bulto los recuerdos, nos sale al paso, esta vez, desafiante. El episodio en cuestión tuvo lugar, dice Bernal, al tiempo del regreso de la armada de Grijalva hacia Cuba, adelante ya de Coatzacoalcos, en las costas de Tabasco: También quiero decir cómo yo sembré unas pepitas de naranjas junto a unas casas de ídolos y fue de esta manera: que como había muchos mosquitos en aquel río, fuíme a dormir a una casa alta de ídolos, e allí, junto a aquella casa, sembré siete u ocho pepitas que había traído de Cuba, e nacieron muy bien: parece ser que los papas sacerdotes de aquellos ídolos les pusieron defensa para que no las comiesen las hormigas, e las regaban e limpiaban desque vieron que eran plantas diferentes a las suyas. He traído esto a la memoria para que se sepa que estos fueron los primeros naranjos que se plantaron en la Nueva España, porque, después de ganado México e pacíficos los pueblos sujetos de Guazacualco Catzacoalcos, donde sembró las semillas, tubos por la mejor provincia... A este efecto se pobló de los más principales conquistadores e yo fui uno, e fui por mis naranjos y traspúselos transplantelos e salieron muy buenos... (XVI). Si el realismo desvanece dudas, este sería un buen ejemplo de ello. Concluidas sus noticias acerca del viaje de Grijalva, pasa ya a tratar de lo que en suma más le importa, la entrada a México con Cortés. Aquí resalta, en el Bernal ya viejo que escribía, un hondo sentido de reflexión. Quiere entrar en materia, pues va a hablar de los hechos portentosos en los que él y sus compañeros se afanaron en más de cien batallas pero duda cómo empezar. Le interesa también recordar que el gobernador Diego Velázquez envió a Castilla un procurador para dar cuenta de lo descubierto por Grijalva, pero piensa a la vez que debe ya referirse a don Hernando y su expedición. Un tanto perplejo nota entonces: Y aunque parezca a los lectores que va fuera de nuestra relación esto que yo traigo aquí a la memoria, antes que entre en lo de¡ capitán Cortés, conviene que se diga, por las razones que adelante se verán, e también porque en un tiempo acaecen dos o tres cosas y, por fuerza, hemos de hablar de una, la que más viene al propósito (XVII). El asunto sobre el que hubo de hablar fue el del favorable resultado de las gestiones del procurador de Velázquez en España. Sin embargo --al menos en el orden de los capítulos de su Historia, tal como quedó ésta-- hay una especie de inciso tocante a otra materia. Se refiere ésta nada menos que a la impresión que causó a Bernal toparse con la obra de Francisco López de Gómara. Había sido publicada ésta por vez primera bajo el título de Hispania Victrix. Primera y segunda parte de la Historia General de las Indias con todo el descubrimiento desde que se ganaron hasta el año de 1551, con la conquista de México y de la Nueva España, Zaragoza, 1552. Tempranas reediciones de esta obra fueron las de Medina del Campo, 1553, y otra vez en Zaragoza, 1554. La reacción del soldado cronista fue, primero, de desaliento y luego de disgusto y crítica. A la postre el hallazgo le dio nuevos bríos para proseguir en lo que tenía entre manos: Estando escribiendo esta relación, acaso vi una historia de buen estilo, la cual se nombra de un Francisco López de Gómara que habla de la conquista de México y Nueva España y cuando leí su gran retórica, y cómo mi obra es tan grosera, dejé de escribir en ella, y aun tuve vergüenza que pareciese entre personas notables; y estando tan perplejo como digo, torné a leer y a mirar las razones y pláticas que el Gómara en sus libros escribió, e vi desde el principio y medio hasta el cabo no llevaba relación y va muy contrario de lo que fue e pasó en la Nueva España... (XVIII). Los recuerdos de Bernal sobre aquello en que tanta parte tuvo se interrumpieron así con esta primera crítica --anticipo de otras muchas en su libro-- en contra del Gómara y de quienes siguieron a éste, cuyas obras también conoció, Gonzalo de Illescas y Paulo Jovio10. Para enterarse de la participación de nuestro cronista en la empresa cortesiana es obvio que la fuente, no sólo principal sino realmente única --fuera de su probanza de méritos-- es la Historia verdadera. A diferencia de Cortés que, como lo nota el mismo Bernal, en sus relaciones al emperador, casi nunca se refirió por su nombre a los capitanes y soldados, sino que se ponía siempre como quien todo lo ordenaba, en la Historia verdadera abundan las menciones de personas determinadas. Entre ellas aparece Bernal hablando y actuando. Imposible es pretender aducir tales referencias, pues ello equivaldría a reproducir en esta Introducción una buena parte de la obra que, completa, se publica. No resisto, sin embargo, a señalar al menos unos cuantos episodios que, de sí mismo, recuerda Bernal. Ver en Cholula la muy buena loza de barro, colorado y prieto y blanco de diversas pinturas, lo hace reaccionar, digamos ahora como en Castilla lo de Talavera o Plasencia (LXXXIII). Estando ya más cerca de la metrópoli azteca, al recibir Cortés un presente enviado por Moctezuma, alude a sí mismo y a otros, diciendo: Nos alegramos con tan buenas nuevas en mandarnos que vamos a su ciudad, porque de día en día lo estábamos deseando todos los más soldados, especial los que no dejábamos en la isla de Cuba bienes ningunos y habíamos venido dos veces a descubrir primero que Cortés con Hernández de Córdoba y con Grijalva (LXXXV). Lo que Moctezuma, hallándose ya cautivo de los españoles, dijo a Bernal, lo evoca éste con fruición: Como en aquel tiempo era yo mancebo, y siempre que estaba en su guarda de Moctezuma o pasaba delante de él, con muy gran acato de él me quitaba mi bonete de armas y aun le había dicho el paje Ortega que vine dos veces a descubrir esta Nueva España primero que Cortés, y yo le había hablado a Orteguilla que me hiciese Moctezuma merced de una india muy hermosa, y como lo supo Moctezuma, me mandó llamar y me dijo: Bernal Díaz del Castillo, hánme dicho que tenéis motolines necesidad de ropa y oro, y os mandaré dar hoy una buena moza. Tratadla muy bien, que es hija de hombre principal; y también os darán oro y mantas. Yo le respondí con mucho acato... Y parece ser preguntó al paje que ya hablaba la lengua náhuatl que qué había respondido, y le declaró la respuesta, y dizque le dijo Moctezuma: De noble condición me parece Bernal Díaz... (XCVII). Dejando al lector que a sus anchas se entere de los diversos episodios de la conquista --desde el desembarco en Veracruz hasta la rendición de la metrópoli azteca-- citaré tan sólo tres pasajes más. Alude en ellos Bernal, de modo particular, a experiencias suyas durante los días del asedio a la ciudad de México. Dramática es la escena que pinta cuando, al avanzar por una de las calzadas que llevaban a la ciudad --la de Tacuba-- los hombres a las órdenes de Pedro de Alvarado, se vieron acometidos por varios escuadrones de guerreros indígenas. Bernal, que venía entre ellos, contempló cómo traían consigo varias cabezas de españoles que habían apresado y sacrificado, y dando voces, decían que eran de Malinche, Sandoval y otros capitanes. Y añade que más tarde supo que algo semejante habían hecho por otro rumbo los aztecas saliendo al encuentro de Cortés. Los guerreros --según nuestro cronista-- arrojaron allí otras cuatro cabezas. Y decían que eran del Tonatio el Sol que es Pedro de Alvarado, y Sandoval y la de Bernal Díaz... Entonces dizque desmayó mucho más Cortés de lo que antes estaba, y se le saltaron las lágrimas... (CLII). Si Cortés en tal coyuntura y en otras más --como en la tantas veces traída a cuento noche triste-- no quiso reprimir el llanto, también Bernal, a pesar de que muchas veces en su Historia se precia de esforzado, reconoce momentos de flaqueza y explica así los por qués de ella: Ahora que estoy fuera de los combates y recias batallas que de los mexicanos que con nosotros, y nosotros con ellos teníamos, porque doy muchas gracias a Dios que dellas me libró, quiero contar una cosa muy temeraria que me acaeció después que vi sacar los corazones y sacrificar a aquellos sesenta y dos soldados que dicho tengo que llevaron vivos... Y esto que ahora diré les parece a algunas personas que es por falta de no tener muy grande ánimo; y si bien lo consideran, es por el demasiado ánimo con que en aquellos días había de poner mi persona en lo más recio de las batallas, porque en aquella sazón presumía de buen soldado y era tenido en esta reputación y había de hacer lo que los más osados y atrevidos soldados suelen hacer... Y como de cada día veía llevar a nuestros compañeros a sacrificar... Y a este efecto siempre desde entonces temía más la muerte que nunca. Y esto he dicho porque, antes de entrar en las batallas, se me ponía una como grima y tristeza en el corazón, y orinaba una vez o dos, y encomendábame a Dios y a su bendita madre, nuestra señora, y entrar en las batallas todo era uno, y luego se me quitaba aquel temor (CLVII). Muchas fueron --según lo tenía apuntado de tiempo atrás en un memorial-- las batallas en que participó. En uno de los postreros capítulos de su Historia --en el CCXII-- hace justamente enumeración de ellas. Allí, como en resumen, vuelve a destacar la importancia que concedía a sus acciones: Tampoco quiero decir cómo soy uno de los primeros que volvimos a poner cerco a México, primero que Cortés cuatro o cinco días, por manera que vine primero que el mismo Cortés a descubrir Nueva España con la expedición de Hernández de Córdoba, 1517 y, como dicho tengo, me hallé en tomar la gran ciudad de México y en quitarles el agua de Chapultepeque, y hasta que se ganó México, no entró agua dulce en aquella ciudad (CCXII). Ante reiteraciones como ésta, resulta explicable que otros que han escrito sobre la conquista de México y han leído la Historia de Bernal, lo hayan recriminado de vanidad, envidia y ambición. Tal es el caso muy en particular del atildado y artificioso Antonio de Solís, en su Historia de la Conquista de México (Madrid, 1684) y de otros como el inglés William Robertson, autor de una Historia de América (Londres, 1777), que como quien dijera, perdonándole la vida a Bernal, juzga que su Historia verdadera está escrita con tanto candor, con tan interesante prolijidad y con una vanidad tan divertida y tan perdonable a un antiguo soldado que, como él mismo se jacta, se halló en ciento diecinueve combates...11. Vanidoso era hasta cierto punto don Bernal y también ambicioso, según lo confirman otros comportamientos suyos a lo largo de su vida, de los que en su momento nos ocuparemos. Exigua recompensa y fatigosa expedición a las Hibueras con Cortés Mientras don Hernando se mantenía atareado en la reconstrucción de la capital azteca, varios de sus capitanes habían sido enviados a diversos rumbos, tanto para conocer la tierra como para someter a otros señoríos y hacer poblamientos en ellos. Gonzalo de Sandoval, que marchó con dirección a Oaxaca, cruzó luego hacia el norte y entró en la provincia de Coatzacoalcos en los límites de los actuales Estados de Veracruz y Tabasco. Bernal iba entre los soldados que lo acompañaron. Sandoval fundó allí la que se conoció como villa del Espíritu Santo. A Bernal iban a dársele entonces en encomienda algunos indígenas de Matatlan (hoy Maltrata), Ahuilizapan (corrompido en Orizaba) y Ozotequipa. Sin embargo, como lo refiere (CLX), por seguir a Sandoval en otras empresas, dejó él tan buenos indios y tierras de mucha renta (CLX). Por cierto que, en este contexto, hace una ponderación de su propio físico, al recordar que, entre los soldados de Sandoval iban tres de apellido Castillo: El uno de ellos era muy galán y preciábase de ello en aquella sazón y a esta causa me llamaban Castillo el galán (CLX). Nueva encomienda recibió Bernal en la tierra que Sandoval sometió poco después, la de los pueblos de Tlapa y Potonchán, pertenecientes a la provincia de Cimatlan. Brotes de rebelión motivaron que Bernal, en compañía de otros tres españoles, fuera enviado para someter a los indios buenamente y con amor (CLXVI). En el intento, dos perdieron la vida y Bernal --como otras veces a lo largo del asedio de la capital azteca-- también en ese trance resultó herido, que estuvo mi vida en harto peligro. Necesario fue, en opinión de quien gobernaba la región, el capitán Luis Marín, emprender una campaña en contra de los alzados. Con más hombres, entre ellos Bernal, se hizo una entrada en territorio de Chiapas. De resultas de esto obtuvo luego nuestro cronista otra encomienda en Chamula, hasta hoy centro religioso de los tzotziles, grupo mayense que ha mantenido vivas muchas de sus tradiciones. Mas no era destino de Bernal vivir en reposo. Cuando Cortés, en noviembre de 1524, salió para castigar a Cristóbal de Olid, enviado suyo a Honduras que se le había rebelado, Bernal y otros muchos tuvieron que marchar en su compañía. Tanto para el extremeño como para don Bernal las consecuencias fueron nada afortunadas. Cortés, al regresar en junio de 1526, encontró todo alterado en la ciudad de México. De allí provendrían muchos de los problemas que habrían de aquejarlo, entre ellos la pérdida de la gubernatura de la Nueva España. A Bernal lo despojaron de sus encomiendas que pasaron a la jurisdicción de nuevos asentamientos españoles en Ciudad Real de Chiapas y Santa María de la Victoria en Tabasco. Entre los recuerdos de Bernal acerca del viaje a las Hibueras, quedó muy grabado el de la muerte de Cuauhtémoc, el último soberano de los aztecas, así como la del señor de Tacuba. De ese suceso expresó: fue esta muerte que les dieron muy injustamente, y pareció mal a todos los que íbamos (CLXXVII). Tras hablar de las principales dificultades que hubieron de superar los que participaban en esa fallida expedición --puesto que Olid había pasado ya su traición a manos de Francisco de las Casas-- alude con brevedad a la marcha de regreso. Mientras Cortés retornó a México por mar, Bernal y otros lo hicieron por tierra. Fue entonces cuando, por vez primera, estuvo en Guatemala. En la madeja de sus recuerdos se le vino a la mente que entonces todo estaba de guerra por allí andaba Pedro de Alvarado... Acuérdome que viniendo que veníamos por un repecho abajo comenzó a temblar la tierra, de manera que muchos de los soldados cayeron en el suelo, porque duró gran rato el temblor (CXCIII). La entrada a la ciudad de Guatemala en medio de ataques de indígenas, que al fin se retiraron, le dejó buen sabor, pues estaban los aposentos y casas tan buenas y de tan ricos edificios, en fin, como de caciques que mandaban todas las provincias comarcanas... (CXCIII). Ese recuerdo habría de influir probablemente, cerca de quince años más tarde en su determinación de asentarse para siempre en Guatemala. Vuelto por fin a México, encontró allí a aquella india muy hermosa..., hija de hombre principal, que le había dado Moctezuma, la que se llamó después doña Francisca, de quien tuvo dos hijas. Varios años permaneció Bernal en México, haciendo frecuentes salidas a Coatzacoalcos, donde más tarde obtuvo el cargo de corregidor.
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El registro arqueológico nos muestra una gran diversidad regional en lo que se refiere al tipo de asentamiento y al patrón de implantación sobre el territorio, en esta zona europea y durante la neolitización. De todas formas, podemos observar una serie de pautas generales bastante claras. De entrada, tenemos documentadas unas unidades básicas de asentamiento: la vivienda, la aldea y el poblado, de menor a mayor tamaño y, por tanto, de menor a mayor complejidad estructural. Un aspecto que destaca generalmente en las construcciones de los espacios de habitación y de producción es el uso extendido de la madera: con ella se construyen los conocidos suelos de las casas de Suiza, el mobiliario y las estructuras de sustentación en Europa oriental, y la práctica totalidad de viviendas y espacios de almacenamiento-estabulación de toda la zona europea que nos concierne. La complejidad que adquiere en estos momentos el espacio doméstico nos refleja el grado de sedentarización de estas comunidades, en conjunción, claro está, con las actividades productoras que se encuentran en desarrollo; la sedentarización a largo plazo sobre espacios muy concretos del territorio es cada vez más fuerte y la encontramos claramente identificada a través de los indicadores estacionales que abarcan, en un mismo lugar, todo el ciclo anual. Ejemplos de esta nueva situación los tenemos en la región alpina suiza (Bürgaslhisee, Wauwilermoos) y en la cultura de Bug-Dniéster. A partir del VI milenio, y en las áreas loésicas de la Europa central y occidental, podemos distinguir un conjunto de pautas de asentamiento que caracterizan los primeros establecimientos agrícolas, que grosso modo son comparables con la zona sur de los Balcanes, con sus característicos asentamientos y poblados de larga duración. Se construyen casas alargadas de madera (en general, de 30 metros de largo por 7 metros de ancho), seguramente como espacio doméstico y de producción destinado a familias extensas, al almacenamiento de productos agrícolas o de otro tipo (piso superior) y a la estabulación del ganado vacuno. El patrón de asentamiento es frecuentemente disperso y sigue el curso de los ríos y cursos de aguas menores. No obstante, se diferencian dos modelos: los poblados, bien documentados en Elsloo y Sittard en Holanda, y Bylany en Checoslovaquia, y las viviendas dispersas, como, por ejemplo, las localizadas en la altiplanicie de Aldenhoven, sobre depósitos fluviales y drenada por algunos afluentes del Mosa y del Rin con una elevada densidad de poblamiento. La primera situación puede reflejar diferencias de organización social (un espacio habitado más estructurado y complejo), o bien una diversidad de medios explotados o quizás una menor presión geográfica, aspectos que, hoy por hoy, no se pueden contrastar con la suficiente fiabilidad; en el segundo caso se observa una explotación exhaustiva del medio, por ejemplo, un desmonte. De todas formas, el proceso de neolitización no siempre funciona según un modelo tan lineal y que parece, algunas veces, demasiado preconcebido. Por ejemplo, también en Holanda, a finales del V milenio y en la zona litoral del norte, observamos la perduración de los grupos mesolíticos, que ocupan las áreas de dunas fluviales (zona deltaica de los ríos Vecht e Ijssel), y que incorporan elementos neolíticos a su economía. Más adelante, alrededor del 3500, se extiende la cultura de Swifterbant y se ocupan nuevos territorios, aunque la base de los asentamientos permanece y se amplía en la zona del Delta. Practican la caza y la pesca, así como la agricultura y la ganadería. Esta cultura sería contemporánea de los grupos de Rössen (tierras loésicas) y de la fase inicial de la cultura de Ertebolle (zona del Báltico). Lo singular de este proceso es que esta zona permanecerá desocupada durante la fase cronológica de la Cerámica de Bandas, hacia el VI-V milenios; quizás cabría pensar, según H. T. Waterbolk, en movimientos de población alóctona. Esta situación nos obliga a tener en cuenta que la progresión de la economía campesina tenía un freno ecológico claro, debido a factores geográficos y climáticos. Este límite agrícola vendría definido por el eje del bosque septentrional y perecedero de Finlandia y Escandinavia, y la frontera entre la taiga del sur e intermedia de la Rusia europea. En estos sectores, la agricultura sólo se desarrollará tardíamente (III milenio) como, por ejemplo, en el sur de Suecia; en casos más extremos sólo será una actividad secundaria, ante el predominio de la caza de focas, la pesca, la caza del alce, etc.
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La idea del contraste entre los recursos físicos, emocionales e intelectuales de los sexos, tan desfavorable a las mujeres, se mantiene mayoritariamente en el siglo XVIII tanto a nivel popular como de elite, entre el común de la población analfabeta y entre la minoría cultural de los filósofos. La querelles des femmes, o debate sobre la valía y naturaleza femeninas, desarrollado en las cortes europeas desde el siglo XV, no variará mucho sus términos. Ni la revolución científica ni los cambios ideológicos, que cuestionan, como hemos visto, verdades y principios intocables hasta entonces, que hacen tambalearse los cimientos de la fe y el conocimiento humano, apenas modifican el pensamiento que ahora nos ocupa, al menos de forma esencial. Antes al contrario, apoyan sus justificaciones con la argumentación objetiva que deriva de la observación directa, del estudio empírico de la naturaleza de los hombres y del análisis racional. Si seguimos lo que Jancourt escribe en La Enciclopedia, la mujer constituye el mejor ornamento social, su misión es tener hijos y alimentarlos. Ésta, también, constituía para Rousseau, junto con la dependencia del hombre, la esencia natural femenina. Por ello, defensor de la educación de los individuos conforme a su naturaleza, establece diferencias tan considerables entre la que preconiza para Emilio y la de Sofía, cuya formación se completará tras el matrimonio de la mano de su esposo. Incluso habrá quien justifique las desfavorables condiciones de la mujer por estar derivadas del plan divino para la humanidad. Aunque tales actitudes no pueden por menos que considerarse antifeministas desde la perspectiva de hombres y mujeres occidentales en vísperas del siglo XVIII, no es ésta la óptica de la labor investigadora, sino la de tratar de colocarlas en su aquí y su ahora. En este sentido, hemos de reconocer que respondían a las exigencias de su época, a las necesidades de las sociedades en que nacen. De igual modo que lo hicieron aquellos otros escritos, también aparecidos a lo largo de la centuria, sobre todo en la segunda mitad, donde algunos prohombres ilustrados alzaron la voz para cuestionar la justeza de tales ideas y, lo que es más importante, su carácter de verdades incuestionables. Se hizo constar la falsedad del principio de que la inferioridad de las mujeres tiene por causa su imperfecta naturaleza. Antes al contrario, su origen no es otro que el mal uso que se ha dado a sus facultades, de ningún modo peores que las masculinas, y la deficiente educación recibida. Por otra parte, impulsados, si se quiere casi obligados, por las ideas y proyectos de desarrollo económico, por la creciente demanda de mano de obra generada por la revolución industrial, se comienza a difundir la idea de permitir a las mujeres el ejercicio de la actividad laboral no como hasta ahora, en calidad de ayuda familiar casi o totalmente gratuita, sino de forma remunerada y, siendo preciso, fuera de los muros hogareños. Finalmente, la fe ilustrada en la educación en tanto que instrumento transformador del género humano y la sociedad, la necesidad que sienten de ella sus defensores, hará que traten de extender sus beneficios al sexo femenino, si bien los resultados prácticos quedaron, al igual que en otros terrenos, lejos de los ideales y el impacto real de tales propuestas en la vida de sus beneficiarias son aún un tema a debate, dado el estado en que se encuentran las investigaciones en esta materia. Se ha dicho, porque es cierto, que los ilustrados entendieron la educación femenina antes como formación del carácter que de la inteligencia; primaron la instrucción doméstica sobre cualquier otra e introdujeron diferencias en los contenidos de los programas no sólo respecto a los de los varones, sino también entre las mujeres del pueblo y las de las capas sociales superiores. Los de aquéllas atendían, sobre todo, a preparar para el ejercicio de un trabajo que les permitiera sobrevivir o contribuir al pecunio familiar; los de las segundas, a dotarlas de lo que en terminología de la época se conocía como savoir faire, conjunto de conocimientos que permitían dominar a la perfección los modales sociales y daban una leve cultura intelectual para que sus receptoras salieran airosas en las reuniones pero sin espantar a los futuros maridos o humillar al ya existente por la altura de sus saberes. Ahora bien, si tenemos en cuenta que, ya lo dijimos en otro momento, los ilustrados sólo buscaban recursos homeopáticos para salvar un mundo que se desvanecía y que el objetivo que ellos dan a la educación es el de preparar mejor a quienes la reciben para cumplir con las funciones asignadas por la sociedad y que no cambian- para contribuir a su progreso, entenderemos porqué mayoritariamente no van más allá en sus propuestas ni sus peticiones sobrepasan el terreno de los cambios legales. Sin embargo, tampoco se les puede negar el que dieron pie a la creación de centros de enseñanza femenina escuelas, conventos...- y, lo que desde mi punto de vista resulta más significativo para el futuro, abrieron brecha con sus críticas en una forma de pensar a la mujer hasta ahora sólida en sus cimientos y hermética en sus enunciados. Algunos, incluso, llegaron a hablar de la igualdad de los sexos, si bien su número resulta tan escaso como la fuerza social que alcanzaron sus escritos, debido a la ausencia de un ambiente receptor favorable y a la lejanía mantenida por sus historias, situadas por lo general en un mundo utópico de héroes -Reinhard (1767)- o en remotas islas -Marivaux (1750)-, lo que venia a ser lo mismo. Sólo al final de siglo, el afán de los escritores por extender los bienes de la Ilustración a los grupos sociales hasta entonces alejados de ellos les lleva a hacer propuestas más cercanas. Citemos, a modo de ejemplo, las ideas igualitarias de Condorcet; las de Theodor Gottlieb (1792) aplicadas a la educación y para quien el matrimonio es una técnica de control social, o las palabras de Kant suponiendo a las mujeres problemas diferentes a los de elección de marido y considerando su falta de instrucción como medio de supervisión por parte de quienes no desean su independencia. Su éxito práctico no resultó mayor que el de las anteriores. Con limitaciones y todo, no cabe duda de que el siglo XVIII abrió a las mujeres, sobre todo a las aristócratas y burguesas de la Europa occidental, un mundo social e intelectual más amplio. Recordemos el papel de las salonniéres; de aquellas que solas o en colaboración con sus hermanos o esposos contribuyeron a los avances científicos; de lady Montagu difundiendo la inoculación; la existencia de numerosas literatas, pintoras, etc. De otro lado, la corte venía ofreciendo desde el Renacimiento notables oportunidades de mejora social a las mujeres, bien en calidad de damas de los miembros femeninos de la familia real, bien como amantes de los reyes, o ambas cosas a un tiempo. En Francia, por ejemplo, Luis XIV creará el titulo de maîtresse-en-titre a fines del siglo XVII para elevar a un rango oficial a su amante. En adelante todas lo usarán, siendo una de las más conocidas en la época que estudiamos madame Pompadour, a quien Luis XV otorgó también el titulo de marquesa. Estas mujeres no se dedicaban al mero papel de compañeras sexuales, además cumplían con el de consejeras, anfitrionas, mediadoras oficiosas en asuntos diplomáticos, etc. Por ello, habían de estar dotadas de buen gusto, inteligencia, saberes intelectuales; contar con suficiente preparación en múltiples materias. Su vida no era fácil, pues dependían de algo tan frágil como el favor real, la inclinación personal del monarca; mas, aunque solían morir en la miseria, vivieron en la opulencia y el poder. Tampoco podemos olvidar que es a partir del Setecientos que las propias mujeres activan su toma de conciencia y aumenta el número de voces que se elevan para criticar lo anterior, siguiendo el ejemplo de algunas antepasadas -María de Zayas, entre otras-, y pedir un nuevo lugar. Aparecen entonces los primeros periódicos realizados por y para el sexo femenino: Journal de Dames, de París, publicado en 1761 por madame de Beaumer; Pomona, de Sophie von La Roche, en Alemania, o La Pensadora Gaditana, de Beatriz de Cienfuegos, supuesta versión femenina de otro periódico muy famoso en el momento, titulado El Pensador, que dirige Clavijo y Fajardo. A lo largo de sus páginas desarrollan una ideología al servicio de la mujer y de su educación, llegando las más críticas a responsabilizar al hombre de la inferioridad femenina. Mas, salvo estas excepciones, el tono general es más moderado y su acento no se dirige tanto a pedir transformaciones fundamentales como a reclamar cambios individuales y colectivos, a sugerir a sus posibles lectoras la posibilidad de exigir unos derechos que creen, están seguras, les corresponden. Posición defendida también por otras escritoras, tal es el caso de la española Josefa Amar y Borbón, defensora de las capacidades intelectuales de su sexo, y de la británica Mary Wollstonecraft, precursora del movimiento feminista del siglo XIX y en cuyas Vindicación de los derechos de las mujeres (1792) defiende el derecho femenino a ejercer un trabajo remunerado fundamentándolo en la necesidad que tienen muchas de sus miembros de hacer frente al mantenimiento propio y de los hijos. Para algunas investigadoras tal contención de peticiones ha de verse sólo en tanto que estrategia de quienes las defienden para obtener una más fácil aquiescencia social que facilite su consecución. Es difícil saber con exactitud si fue realmente así o si fue que las propias protagonistas mayoritariamente tampoco podían ir más lejos en sus demandas, toda vez que, no lo olvidemos, todos somos hijos de nuestro tiempo, y ellas también lo eran. En cualquier caso, un largo camino empezaba a andarse.
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No obstante, la guerra se inició en Polonia, con un balance local de fuerzas que no parecía augurar una derrota inmediata: si se sumaban las divisiones polacas y las francesas eran superiores en un 30% a las alemanas y, además, Polonia tenía tras de sí una larga tradición de lucha por la independencia propia. Pero éstas eran tan sólo unas apariencias que la realidad desmintió en un corto plazo de tiempo. En la práctica, Polonia adolecía de muy graves desventajas bélicas y proporcionaba un excelente campo a los alemanes para el aprendizaje de la "Guerra relámpago". Un envejecido Ejército disponía de enormes masas de caballería, que constituían un motivo de orgullo nacional, pero cuya operatividad resultaba dudosa. Un especialista británico así lo advirtió poco antes de la guerra y lo único que consiguió fue la emisión de una nota diplomática de protesta de la embajada polaca. La larguísima frontera con el Reich, todavía ampliada tras la desmembración y ocupación de Checoslovaquía -octubre, 1938-marzo, 1939-, y el hecho de que el terreno no presentara alturas que pudieran servir como barrera permitían la fácil penetración del enemigo. La disposición de las tropas polacas, con un tercio de sus efectivos dispuesto en torno al Corredor de Dantzig, parecía incitar a que fuesen rodeadas. El desconocimiento de los designios del adversario hizo que la movilización fuera lenta. Para un ataque relámpago, el único inconveniente de Polonia desde el punto de vista alemán era la carencia de buenas carreteras, pero la estación del año era la propicia para el lanzamiento de la ofensiva. Hizo de esta manera su aparición en la Historia una nueva manera de hacer la guerra. Las denominadas "divisiones panzer" -o las tan sólo motorizadas- de la Wehrmacht, pequeños ejércitos en miniatura capaces de llevar a cabo una penetración a fondo en las líneas adversarias y de desarticularlas, resultaron enormemente efectivas y en tan sólo dos semanas habían reducido el Ejército polaco a trizas. En cumplimiento de su pacto con Alemania, la URSS completó la liquidación de Polonia cuando ya la cuestión estaba decidida, atacando por retaguardia. Varsovia prolongó su resistencia hasta fines del mes de septiembre. Las bajas polacas cuadruplicaron las alemanas, mientras que las rusas fueron insignificantes. Decenas de miles de polacos consiguieron huir de su país y acabaron incorporándose en unidades voluntarias a las fuerzas aliadas. Sin embargo, quizá la contribución más importante de Polonia a la victoria aliada fue haber iniciado el desciframiento de los códigos secretos alemanes, completado después por los británicos. El país que había sido la primera víctima de la guerra acabó resultando también el más afectado por ella. Pocos meses después de la derrota polaca, alemanes y soviéticos comenzaban a suprimir sistemáticamente a parte de la población. Stalin ordenó la liquidación de la oficialidad del Ejército, mientras que Hitler aceptaba recibir a unas decenas de miles de alemanes étnicos procedentes del Este e iniciaba la persecución de los judíos. De hecho, la existencia de una importante minoría bielorrusa y ucraniana en el interior de Polonia había contribuido a debilitar la capacidad de resistencia del país. Mientras tanto, la actitud de las potencias occidentales que habían decidido entrar en guerra en favor de Polonia se demostraba pasiva y poco perspicaz. Sólo a mediados de septiembre, los franceses se decidieron a iniciar una ofensiva cuando ya era tarde, porque para entonces el Ejército polaco había sido ya liquidado. Contribuyeron a esa pasividad la existencia de los campos de minas del enemigo y la idea, heredada de la Primera Guerra Mundial, de que era imprescindible un bombardeo artillero masivo como preparación de cualquier ofensiva propia. Ello sólo sirvió en realidad para dilatar el ataque, sin proporcionarle mayor efectividad. Todavía fue peor el hecho de que, en la práctica, los aliados nada aprendieran de lo sucedido en Polonia. En Francia, tan sólo De Gaulle ratificó su idea de que los tanques tenían que ser utilizados como punta de ataque, pero la doctrina militar oficial siguió opinando que la defensiva estática era la mejor respuesta al ataque de movimiento adversario. Tampoco se extrajeron las consecuencias debidas del hecho de que un núcleo urbano como Varsovia resistiera tanto tiempo como todo el Ejército polaco. Sin embargo, la inteligencia política de Churchill le hizo ver en la nueva frontera soviético-alemana una potencial fuente de conflictos. Pero lo era de cara al futuro y no de forma inmediata. Stalin, en efecto, participó, directamente o a través de los partidos comunistas de todo el mundo, en la ofensiva de paz que Hitler llevó a cabo nada más obtener su primera victoria. Paralelamente, desde comienzos de 1940, la URSS se convirtió en un gigantesco aprovisionador de materias primas para el III Reich, que tenía acuciante necesidad de ellas. A cambio, Stalin había obtenido inmediatamente manos libres para organizar el área de influencia que Hitler le había concedido. En tan sólo unas semanas, convirtió a los Países Bálticos en satélites destinados a formar parte de su perímetro defensivo, aunque sin perder una teórica independencia. Las dificultades empezaron para él cuando, a mediados de octubre, intentó hacer algo parecido con Finlandia. Es posible que no pretendiera tanto una absoluta sumisión como la mejora de su posición defensiva. El hecho es que solicitó el control de una serie de pequeñas islas en el golfo de Botnia, rectificaciones territoriales en la costa ártica y en la frontera de Carelia y, en fin, una base en el extremo suroeste de Finlandia. Ésta, dispuesta a resistir, no estaba preparada para una guerra contra tan poderoso adversario. Con anterioridad, el héroe de la independencia, Mannerheim, había solicitado en vano del Gobierno tanto un incremento del presupuesto militar como una política de acercamiento al resto de los países escandinavos que de hecho, llegado el momento de la verdad, solamente prestaron a Finlandia un apoyo moral. A fines de noviembre, rotas ya las negociaciones, se inició la ofensiva rusa y de forma inmediata se produjo la sorpresa ante la fuerte resistencia que los fineses fueron capaces de ofrecer. En realidad, los soviéticos no habían hecho verdaderos preparativos para la ofensiva y emplearon tan sólo unidades de guarnición fronteriza, que fueron incrementándose de manera progresiva. Las condiciones para la resistencia de los finlandeses eran buenas, no sólo por la adaptación al propio medio sino también porque disponían de buenas comunicaciones, la estación del año era la menos propicia para un ataque y el frente, o estaba bien fortificado -Línea Mannerheim, en el istmo de Carelia- o era tan amplio que las unidades soviéticas se perdieron en él y, luego, atacadas y fragmentadas por el adversario, acabaron por rendirse. En suma, en Finlandia se dio un cúmulo de circunstancias pésimas, que acabó imposibilitando un victorioso ataque relámpago del Ejército Rojo. En esta guerra, era tan desmesurada la diferencia de fuerzas entre los dos contendientes que, de manera inmediata, Finlandia tuvo un apoyo claro de la opinión pública internacional. A mediados de diciembre, la Unión Soviética, condenada como agresora, fue expulsada de la Sociedad de Naciones. En Francia, a comienzos del nuevo año 1940, un centenar de diputados pidió que se rompieran las relaciones con Moscú y se prestara ayuda a la agredida Finlandia. Ésta recibió promesas, pero no colaboración efectiva, lo que se explica por el modo en que hasta el momento se había planteado la estrategia aliada. La guerra se había convertido en un conflicto bélico un tanto peregrino, que ni siquiera parecía tener verdadera existencia en el frente occidental y que la prensa interpretaba, alternativamente, bien como una prueba de que existían negociaciones secretas o, por el contrario, de que había planes muy misteriosos pero de efectividad arrolladora. La "drôle de guerre" o "the phoney war" consistía, en definitiva, en no combatir en Francia, esperando el ataque de un adversario frente al cual se habían recibido estrictas instrucciones de mantener la pasividad más absoluta. Sin embargo, mientras tanto los mandos aliados elaboraban fantasiosos planes, de dificilísimo cumplimiento y que, incluso si se hubieran llevado a cabo, habrían concluido en un espectacular fracaso. Empeñados en mantener una estrategia periférica, los aliados llegaron a considerar el bombardeo de los yacimientos petrolíferos del Cáucaso o de Rumania, el cierre de las bocas del Danubio, el minado de la zona del Rin, la intervención en los Balcanes o la formación de un Ejército para intervenir en Oriente Medio. El ataque soviético contra Finlandia había contribuido a excitar esta incoherente planificación. Se pensó en realizar un desembarco en Petsamo, para desde allí ocupar las minas de hierro suecas y ayudar a Finlandia. Pero cuando, en febrero de 1940, se reanudó la ofensiva soviética, todos esos planes habían quedado en nada. Incluso si se hubieran llevado a cabo, solamente habrían servido para aproximar todavía más a la URSS y a Alemania, además de tener un mínimo efecto sobre los acontecimientos. Finlandia, que sufrió un número de pérdidas especialmente elevado con respecto al total de su población, se vio obligada a mediados de marzo a ceder al conjunto de las peticiones soviéticas. Había, sin embargo, conservado su independencia -quizá porque Stalin no quería enfrentarse en exceso a los aliados- y creado un precedente para que los soviéticos la tuvieran muy en serio como adversario. En aquellos momentos y en una consideración general de la evolución de las operaciones del conflicto general, el principal significado de esta "Guerra de Invierno" fue el de producir en los alemanes la impresión de que el Ejército Rojo no era de temer. No es extraño que pensaran así, porque también los aliados opinaron de esa manera; de hecho, eso fue lo que les había hecho pensar en descabelladas operaciones como las citadas. El mantenimiento de esta tendencia de los aliados a pensar en operaciones periféricas, arriesgadas y poco resolutivas, acabaría por producir un impacto en el desarrollo de los acontecimientos, pero tan sólo para proporcionar una nueva victoria a Alemania. Hitler hubiera deseado, hasta el último momento, la neutralidad de Noruega, principalmente porque cualquier operación contra ella parecía demasiado arriesgada, dados los medios navales de que disponía el III Reich. Lo que le decidió a la invasión fue el conocimiento de que los aliados tenían poco ocultos planes para intervenir allí. Hitler no necesitaba ninguna provocación, pero los preparativos paralelos de los aliados tuvieron esa consecuencia. Fueron, en efecto, los aliados quienes empezaron por violar la neutralidad noruega, capturando en aguas territoriales de este país un barco que transportaba prisioneros británicos. Amenazaron, además, con minar las aguas territoriales noruegas para evitar el paso por ellas del mineral sueco con destino a Alemania y acariciaron incluso el improbable propósito, ya citado, de tomar Narvik, para amenazar los yacimientos de hierro suecos y ayudar a Finlandia. Fue esta amenazadora situación la que llevó a Hitler tomar la decisión de intervenir en Noruega, aunque en un primer momento había pensado que era suficiente con que el líder de los nazis noruegos -Vidkun Quisling- se hiciera con el poder mediante un golpe de Estado. El ataque alemán estuvo planeado con una extremada audacia, que bordeó incluso la imprudencia, pero que tuvo a su favor de manera especial el hecho de que el adversario consideraba sencillamente inconcebible el que tal operación se llevara a cabo. Dinamarca no fue problema alguno: su territorio fue ocupado en cuatro horas y con solamente una docena de muertos. Noruega, que estaba mucho más atenta a defenderse de los británicos que de los alemanes, fue cogida por sorpresa, pero su inmediata resistencia llegó a provocar numerosas bajas en el atacante. Los alemanes efectuaron la invasión con una fuerza muy reducida (apenas 2.000 soldados para cada una de las mayores ciudades del país), gracias a un apoyo naval en que figuraban en su mayoría unidades pequeñas (catorce destructores) o submarinos. Lo más novedoso de este nuevo ataque alemán consistió en el empleo de la aviación. Por vez primera, paracaidistas fueron empleados para ocupar puntos estratégicos, como el aeropuerto de Oslo, mientras que una fuerza de un millar de aviones ejercía un importante papel disuasorio para la intervención de la Flota británica. La reacción de los aliados se caracterizó por la incredulidad y la lentitud. Iniciado el ataque alemán el 7 de abril, tardaron una semana en responder con desembarcos en Narvik y en los alrededores de Trondheim. Los combates más importantes se produjeron en la primera de estas ciudades, donde los aliados tardaron demasiado tiempo en desplazar a un adversario muy inferior en número, para acabar encerrados en una difícil posición. Sin embargo, quince días antes de dar comienzo la gran ofensiva alemana sobre Francia, todavía seguían pensando que ésa era una posición clave para ellos. El reembarque de la fuerza expedicionaria tuvo lugar ya en junio, cuando la amenaza alemana se cernía nada menos que sobre el mismo París. En Noruega pareció confirmarse de nuevo la superioridad bélica alemana. Con una fuerza reducida había conseguido, aun con el inconveniente de ver destruida su flota, proteger su flanco más septentrional y asegurarse hasta el final del conflicto el mineral sueco. Los aliados, en especial los británicos, resultaron extremadamente incompetentes. Muy agresivos en términos verbales, erraron por completo en la medición del tiempo de cara al adversario e incluso fracasaron absolutamente a la hora de emplear aquel arma en que tenían clara superioridad, la Marina. Un resultado como el indicado debía tener un obvio impacto sobre la moral propia y enemiga.
obra
Esta obra responde al idealismo adoptado por Llimona corriente potenciada por el Cercle Artístic de Sant Lluc en cuya primera exposición colectiva figura el yeso de Blay. Síntesis entre el realismo, los sentimientos que inspiran los personajes más allá de la anécdota y elementos del arte de Rodin que Blay había tenido ocasión de conocer durante su estancia de formación en París. Contrastes entre el detallismo exagerado del rostro del anciano y la difuminación en la niña. Considerada por la crítica de la época como una obra que se alejaba de los cánones academicistas, Casellas se refiere a Blay como el escultor-poeta.
contexto
A partir de los años sesenta, los descubrimientos han sido constantes, suscitando además problemas en la determinación del árbol evolutivo. A finales de los años setenta se produce el descubrimiento en Hadar (Afar, Etiopía), de un esqueleto postcraneal - el más completo que se conoce de estos períodos, de un individuo femenino y conocido mundialmente por Lucy - en unas cenizas volcánicas que se dataron por K/Ar en unos 3,5 millones de años, los más antiguos conocidos, con unas características arcaizantes. Estos restos determinaron la introducción en la clasificación taxonómica de un nuevo taxón que se denominaría Australopithecus afarensis, por su descubridor D. Johanson, del cual hace descender tres ramificaciones, que llevarían al Australopithecus africanus, otra rama desgajada de éste que llevaría al Australopithecus robustus, y otra línea que iría a desembocar en el género Homo, con el Homo habilis como primer eslabón. En otra vertiente se encuentra la teoría defendida por los Leakey, especialmente Richard Leakey, para quien la rama del hombre no tiene como ancestro al australopiteco, sino que el Homo habilis se desgajo de otro homínido desconocido, que no tiene nada que ver con el afarensis. En la actualidad la discusión continúa, así como la referente a las dataciones obtenidas para algunos restos.