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La primera época iconoclasta fue especialmente violenta tras las medidas tomadas por el Concilio del año 754, y la represión de los iconódulos más notables culminó en el 766, pero Constantino V (741-775) podía sentirse satisfecho de los apoyos conseguidos: la caída de los omeyas le permitió restaurar la frontera en Siria del Norte después de algunas campañas victoriosas (752) y, mas adelante, vencía a los búlgaros (años 762 y 773) y ponía las bases para la restauración del poder griego en los Balcanes mediante campañas victoriosas contra diversas formaciones políticas eslavas o sklavinias. La tendencia se invirtió en época de Irene, primero regente de Constantino VI y luego emperatriz ella misma (780/797-802), que restauró el culto a las imágenes en el Concilio de Nicea del año 787, y durante el reinado de Nicéforo I (802-811): las treguas se mantuvieron pagando tributo a árabes (781) y búlgaros (792), pero la gran ofensiva lanzada por estos últimos, al mando de Krum, desde 809, los llevó a las mismas puertas de Constantinopla en 813. León V el armenio se hizo con el trono imperial en aquel momento crítico y consiguió una tregua de treinta años que consolidaba el espacio búlgaro pero que permitía también la seguridad de la totalidad de Grecia, en la que se habían recuperado regiones muy eslavizadas en tiempos anteriores como Macedonia del Este, Tracia, la misma región de Tesalónica y zonas de Hélade y Peloponeso. En aquellas difíciles circunstancias, la restauración del título imperial en Occidente, año 800, no fue considerada como hecho importante y, desde luego, para Constantinopla no tenía valor legal. En el 812, Miguel I aceptó denominar basileus a Carlomagno a título personal pero nunca Imperator romanorum, ni a él ni a sus sucesores.
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El periodo que va desde el final del primer gobierno Russell (febrero de 1852) hasta la reforma electoral de 1867 marca el punto de apogeo de lo que se ha denominado primera época victoriana. Durante esos años el Reino Unido vive en plenitud un sistema liberal en el que participa un número creciente de personas, a través de partidos cada vez más consolidados.La preponderancia política corresponde a los whigs, que vencen en todas las elecciones y gobiernan durante la mayor parte del periodo bajo la dirección de Palmerston y Russell. Los conservadores, debilitados por la escisión de los peelitas, sólo acceden al poder en dos breves periodos, bajo la dirección del conde Derby.Es una época, por otra parte, de manifiesta inestabilidad ministerial ya que, en los dieciséis años que van desde la caída del primer gobierno Russell, en febrero de 1852, hasta la formación del primer Gobierno Disraeli, en el mismo mes del año 1868, se suceden hasta siete Gobiernos, aunque las dos administraciones más duraderas sean las de Palmerston (1855-1858 y 1859-1865). Palmerston se convierte así en figura central del periodo, hasta su muerte en 1865. Su larga trayectoria como secretario del Foreign Office (1830-1841 y 1846-1851) le habían acreditado como un político fogoso, lo que provocó el disgusto de la reina y su caída en 1851. Desde el fin del Gobierno Aberdeen, en 1855, se erigió en líder del partido liberal, aunque se le haya criticado como hombre aferrado al pasado y hostil a las reformas democratizadoras. Disraeli intentó descalificarlo, haciendo un paralelo con la diferencia entre la cerveza y el champán, pero la historiografía más reciente (E. D. Steele, P. Smit) ha modificado algo esta imagen tradicional, insistiendo en su fuerte apoyo electoral, a pesar de cierto despego de la clase dirigente hacia él. A su muerte, Gladstone se convertiría en el líder indiscutible del partido liberal, como había demostrado ya con sus iniciativas presupuestarias y sus proyectos de reforma electoral.
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Primera escaramuza dentro de México Quiso Cortés un día entrar en México por la calzada y tomar cuanto pudiese de la ciudad y ver qué ánimo ponían los vecinos; mandó decir a Pedro de Albarado y a Gonzalo de Sandoval que cada uno acometiese por su estancia, y a Cristóbal de Olid que le enviase algunos peones y unos cuantos de a caballo, y que con los demás guardase la entrada de la calzada de Culuacan de los de Xochmilco, Culuacan, Iztacpalapan, Vitcilopuchtli, Mexicalcinco, Guitlabac y otras ciudades de alrededor, aliadas y sujetas, no le entrasen por detrás. Mando asimismo que los bergantines fuesen a raíz de la calzada, guardándole la espalda por entrambos lados. Salió, pues, de su real muy de mañana con más de doscientos españoles y hasta ochenta mil amigos, y a poco trecho hallaron a los enemigos bien armados y puestos en defensa de lo que tenían roto de la calzada, que sería cuanto una lanza en largo y otra en hondo. Peleó con ellos, y se defendieron un gran rato detrás de un baluarte; al fin les ganó aquello y los siguió hasta la entrada de la ciudad, donde había una torre, y al pie de ella alzado un gran puente, con muy buena trinchera, por debajo del cual corría gran cantidad de agua. Era tan fuerte de combatir y tan temible de pasar, que sólo su vista espantaba, y tiraban tantas piedras y flechas, que no dejaban llegar a los nuestros; pues aun así lo combatió, y como hizo llegar junto a sí a los bergantines por una parte y por la otra, lo ganó con menor trabajo y peligro del que pensaba; lo cual hubiese sido imposible sin ayuda de ellos. Cuando los contrarios comenzaron a dejar la trinchera, saltaron a tierra los de los bergantines y luego pasó por ellos y a nado el ejército. Los de Tlaxcallan, Huexocinco, Chololla y Tezcuco cegaron con piedra y adobes aquel puente. Los españoles pasaron adelante y ganaron otra trinchera que estaba en la principal y más ancha calle de la ciudad; y como no tenía agua, pasaron fácilmente y siguieron a los enemigos hasta otro puente, el cual estaba alzado y no tenía más que una sola viga; los contrarios, no pudiendo pasar todos por él, pasaron por el agua a todo correr, para ponerse a salvo. Quitaron la viga y se pusieron a la defensa; llegaron los nuestros y estancaron, porque no podían pasar sin echarse al agua, lo cual era muy peligroso sin tener bergantines; y como desde la calle y baluarte y de las azoteas peleaban con mucho corazón y les hacían daño, hizo Cortés asestar dos tiros a la calle y que tirasen a menudo las ballestas y escopetas. Recibían con esto mucho daño los de la ciudad y aflojaban algo de la valentía que al principio tenían; los nuestros lo comprendieron y se arrojaron algunos españoles al agua, y la pasaron. Cuando los enemigos vieron que pasaban, abandonaron las azoteas y la trinchera, que habían defendido durante dos horas, y huyeron. Pasó el ejército, y luego hizo Cortes a sus indios cegar aquel puente con los materiales de la trinchera y con otras cosas; los españoles, con algunos amigos, prosiguieron el alcance, y a dos tiros de ballesta hallaron otro puente, pero sin trinchera, que estaba junto a una de las principales plazas de la ciudad; asentaron allí un tiro con que hacían mucho mal a los de la plaza; no se atrevían a entrar dentro, por los muchos que en ella había. Mas al cabo, como no tenían agua que pasar, se decidieron a entrar; viendo los enemigos la determinación puesta en obra, vuelven las espaldas y cada uno echó por su lado, aunque la mayoría fueron al templo mayor; los españoles y sus amigos corrieron en pos de ellos. Entraron dentro, y a las pocas vueltas los arrojaron fuera, que con el miedo no salían de sí. Subieron a las torres, derribaron muchos ídolos y anduvieron un rato por el patio. Cuahutimoccín reprendió mucho a los suyos porque así huyeron; ellos volvieron en sí, reconocieron su cobardía y, como no había caballos, revolvieron sobre los españoles y por la fuerza los echaron de las torres y de todo el circuito del templo, y les hicieron huir graciosamente. Cortés y otros cuantos capitanes los detuvieron y les hicieron hacerles frente debajo de los portales del patio, diciendo cuánta vergüenza era huir. Mas al fin no pudieron esperar viendo el peligro y aprieto en que estaban, pues los impelían duramente. Se retiraron a la plaza, donde hubiesen querido rehacerse, mas también fueron echados de allí; abandonaron el tiro que poco antes dije, no pudiendo sufrir la furia y fuerza del enemigo. Llegaron a esta sazón tres de a caballo, y entraron por la plaza alanceando indios; cuando los vecinos vieron caballos comenzaron a huir, y los nuestros a cobrar ánimo y a revolver sobre ellos con tanto ímpetu, que les volvieron a tomar el templo grande, y cinco españoles subieron las gradas y entraron en las capillas y mataron a diez o doce mexicanos que se hacían fuertes allí y se volvieron a salir. Vinieron otros seis de a caballo, se juntaron con los tres, y prepararon todos una celada, en la que mataron más de treinta mexicanos. Cortés, entonces, como era tarde y estaban los suyos cansados, hizo señal de recoger. Cargó tanta multitud de contrarios a la retirada, que si no fuera por los de a caballo, peligraran muchos españoles, porque arremetían como perros rabiosos, sin temor ninguno, y los caballos no aprovecharan si Cortés no tuviera aviso de allanar los malos pasos de la calle y calzada. Todos huyeron y pelearon muy bien; que la guerra lo lleva. Los nuestros quemaron algunas casas de aquella calle, para que cuando entrasen otra vez no recibiesen tanto daño con piedras que de las azoteas les tiraban. Gonzalo de Sandoval y Pedro de Albarado pelearon muy bien por sus cuarteles.
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La introducción de las nuevas normas renacentistas se debe al impulso de los principales promotores del arte, la realeza o miembros de la nobleza y el clero que por su situación social y económica pudieron decidirlo. A su través llegan a España las primeras obras del arte italiano, de encargo en su mayoría, o facilitan la venida a nuestras tierras de sus artistas al tiempo que otros extranjeros conocedores del nuevo arte trabajan en Castilla y a los muy pocos años vuelven de Italia los mejores intérpretes españoles del renacimiento italiano. Prácticamente hacia el año 1525 habían llegado a Sevilla los sepulcros genoveses de los Aprile y los Gazzini, se habían encargado los sepulcros reales al florentino Fancelli, el Torrigiano trabaja en Sevilla y Jacopo Torni Florentino en Granada, Bigarny introducía en Castilla su versión de lo italiano y tres de nuestras Aguilas, que eran escultores, Berruguete, Ordóñez y Diego de Siloe, impulsaban con su finísimo arte la implantación del Cinquecento en la escultura castellana. Aunque conviene no olvidar que todos estos hechos se producen casi al mismo tiempo, representan facetas distintas de la introducción del Renacimiento en Castilla, que tuvo su paralelo menos esplendoroso en otras regiones españolas a las que en casos llegaron también los ecos castellanos. Las importaciones de obras italianas, en general genovesas, de un renacimiento en cierto modo industrializado aunque muy correcto, se realizan de hecho en un área externa a los centros castellanos y, desde otro punto de vista, su influjo es tangencial en la progresiva asimilación del nuevo gusto. Muchas de ellas, monumentos sepulcrales o elementos arquitectónicos, llegaron a Andalucía, como por ejemplo los citados de don Fadrique Enríquez y su esposa doña Catalina de Rivera, se erige el sorprendente castillo de La Calahorra, con elementos importados, o el de Vélez Blanco, para el que artistas italianos trabajaron con materiales españoles. Llegan puertas, fuentes, ventanas, columnas, figuras y otros elementos que divulgan el nuevo lenguaje artístico y, a la larga, la propia emigración de los artistas para la instalación en sus respectivos edificios que inicia una nueva corriente de difusión del nuevo arte. La perfecta organización de los talleres ligures atiende estos encargos en asociaciones de artistas, como la de los Della Porta, uno de cuyos miembros, Nicolo da Corte, intervendrá en una de las más depuradas representaciones del arte italiano, el palacio de Carlos V en Granada, encomendado a otro de nuestras Aguilas, el pintor y arquitecto Pedro Machuca. La corriente de estas importaciones hacia Castilla es menos intensa aunque posiblemente mayor de lo que se conoce. Bello ejemplo de ello fue el sepulcro del obispo Ruiz en San Juan de la Penitencia de Toledo, destruido hace pocos años. Esta corriente de arte genovés se mantendrá durante toda la centuria y se reavivará en el siglo XVII. Pero ya por estos años se ha emprendido la gran empresa de los sepulcros reales, que se encomiendan al florentino Doménico Fancelli, iniciando otra vía de expansión más auténtica y depurada del Renacimiento italiano en España, fortalecida por la obra de otros dos florentinos, Jacopo Florentino y Pietro Torrigiano, instalados en España por las mismas fechas de hacia 1520. Aunque la obra de estos dos últimos tiene menos incidencia en la escultura castellana, el carácter itinerante del arte del siglo XVI facilita interrelaciones y, además, aunque la actividad del Torrigiano se desarrolla en Sevilla, la del Florentino tiene su asiento en Granada por el tiempo que llegan a ella Bigarny, Siloe y Berruguete. En efecto, si el San Jerónimo y la Virgen con el Niño del Torrigiano fueron sin duda obras conocidas y admiradas por nuestros artistas, es aún más segura la influencia que en ellos pudo ejercer, por ejemplo, el Entierro atribuido a Jacopo Florentino.
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En los tres años comprendidos entre febrero de 1881 -llamada de los fusionistas al poder- y enero de 1884 -fin del gobierno de la Izquierda Dinástica- tuvo lugar algo fundamental para la monarquía de Alfonso XII: la incorporación a las funciones de gobierno de constitucionales y demócratas, ganados definitivamente para el sistema político de la Restauración. Con ello se hacía realidad el turno pacífico de los partidos -anterior, por tanto, en cuatro años, al supuesto Pacto de El Pardo de 1885- aunque todavía no estuviera definitivamente formado el partido liberal que había de alternar con el conservador en la gobernación del Estado. En el primer gobierno de Sagasta estaban representadas las principales fuerzas políticas que habían compuesto el año antes el partido fusionista: constitucionales -Albareda, Camacho, León y Castillo, Venancio González-, centralistas -Alonso Martínez y el marqués de la Vega de Armijo- y conservadores disidentes -Martínez Campos, Pavía y Pavía-. Posada Herrera llegaría más tarde a la presidencia del Congreso, quedando para el marqués de la Habana la del Senado. En el reparto de áreas de influencia, los altos puestos militares quedaron en manos de los amigos de Martínez Campos, mientras los centralistas se hicieron cargo de la diplomacia y la Justicia, y los centralistas del resto: Gobernación, Hacienda, Fomento y Ultramar. Los primeros actos del gobierno fueron consecuentes con su significación liberal. Así la autorización de manifestaciones y banquetes conmemorativos del 11 de febrero, aniversario de la República y, en especial un Real Decreto y una Circular de los ministros de Gracia y Justicia y Fomento sobre materias de prensa y enseñanza, respectivamente. Por el Real Decreto de Alonso Martínez -además de anunciar la presentación de una nueva ley de imprenta- se alzaba la pena de suspensión a los periódicos que estuvieran cumpliendo esta sanción; se ordenaba la retirada de las denuncias presentadas ante los tribunales especiales, y el sobreseimiento de las causas criminales pendientes ante los tribunales ordinarios por esta clase de delitos, a la vez que se relevaba de la pena que les hubiera sido impuesta a los periodistas. La Circular de Albareda a los rectores de Universidad derogaba la disposición del mismo orden del ministro Orovio, de 1875, sobre la necesidad de que los programas y textos de las cátedras se ajustasen a los preceptos constitucionales. La consecuencia inmediata fue que los profesores destituidos con ocasión de la anterior circular -Castelar, Montero Ríos, Moret, Salmerón, Azcárate y Francisco Giner, entre otros- se reintegraron a la Universidad, a pesar de las dificultades prácticas existentes al estar ocupadas las cátedras, en algunos casos. Según Vicente Cacho, "la libertad de la ciencia volvía a ser el norte de la actitud ministerial". "No tuvieron motivo para llamarse a engaño -escribió Juan Valera- los que fiaron en la sinceridad del gabinete, pues sus primeros actos acreditáronle de consecuente y leal". Una carta pública de Castelar al periodista francés Emile Girardin, testimoniaba la satisfacción de la opinión más liberal: "Hemos entrado en un nuevo período político (...) La nación, a pesar de sus desgracias históricas, ama los principios liberales. Y debo decirle que el señor Sagasta los aplica con sinceridad y con deseo de no asustarse de los inconvenientes que consigo traen. Ha colgado la ley de imprenta en el Museo Arqueológico de las leyes inútiles; ha abierto la Universidad a todas las ideas y a todas las escuelas; ha dejado un amplio derecho de reunión, que usa la democracia según le place, y ha entrado en un período tal de libertades prácticas y tangibles, que no podemos envidiar cosa alguna a los pueblos más liberales de la tierra". Otras medidas de gobierno del primer momento fueron la renovación de gran parte del personal administrativo. Eran muchas las necesidades a satisfacer después de seis años en la oposición. "Las clientelas liberales -ha escrito Varela Ortega- se abalanzaron sobre el botín del presupuesto". Por otra parte, la mitad de los componentes de los Ayuntamientos fue renovada, conforme a la ley de 1877; la máquina electoral quedaba así lista para funcionar. En las elecciones, la derecha del partido -centralistas y campistas- fue favorecida por el gobierno en contra de los constitucionales. Sagasta estaba decidido a que la fusión se mantuviera y solidificara. La misma tendencia manifestó el presidente en su programa de gobierno ante las Cortes; Sagasta quería demostrar "que los partidos liberales pueden gobernar España sin trastornos, sin temores y sin perturbaciones"; en contra de Moret, que había afirmado que los partidos liberales tenían necesidad de hacer pronto las cosas porque duraban poco en el gobierno, Sagasta afirmaba que "viven poco tiempo en el poder (...) porque quieren ir demasiado deprisa y porque producen alarmas (...) pero vayan los partidos liberales despacio y durarán lo que los partidos conservadores. A esto es a lo que yo aspiro". Indudablemente, la revolución había enseñado moderación al viejo progresista. En la obra del gobierno fusionista cabe distinguir una parte política y otra económica. Las principales medidas políticas aprobadas fueron la ley de imprenta y la ley provincial; además fueron presentados proyectos, que no llegaron a discutirse, sobre la administración local, el derecho de asociación, la jurisdicción contencioso administrativa y el juicio por jurados. Es decir, todo lo que terminó constituyendo el programa del partido liberal, excepto el sufragio universal. Entre las medidas económicas destacan dos de carácter librecambista -el levantamiento de la suspensión de la Base Quinta de la reforma arancelaria y el tratado de comercio con Francia- además de la importante reforma de la Hacienda del ministro Camacho. Sagasta remodeló su gobierno en enero de 1883 y terminó presentando su dimisión en octubre del mismo año. Aunque determinados sucesos públicos fueron invocados para justificar estos actos -en el segundo caso, sobre todo, dos acontecimientos importantes como la sublevación republicana de principios de agosto de 1883 en Badajoz, Santo Domingo de la Calzada y la Seo de Urgel, y el incidente con Francia a consecuencia de las manifestaciones progermanas de Alfonso XII en su viaje a este país- la verdadera causa de las crisis gubernamentales era la división del campo liberal. Concretamente, las dificultades que a Sagasta le creaba la existencia de otro partido liberal, la Izquierda Dinástica, fundada en diciembre de 1882. La Izquierda Dinástica había surgido de la unión de los antiguos radicales -un pequeño grupo que siguió a Moret, y el grueso del partido liderado por Cristino Martos- con los constitucionales descontentos por la política derechista de Sagasta y desplazados en el disfrute del presupuesto por las clientelas en torno a los centralistas -Alonso Martínez, Gamazo, Vega de Armijo- y los seguidores de Martínez Campos. El hecho de que los radicales se integraran en la monarquía no dejaba de ser un éxito para Cánovas y también para Sagasta, que era quien primero había mostrado el camino a los antiguos revolucionarios. Pero el general Serrano y Posada Herrera, que terminarían al frente de la Izquierda, se negaron absolutamente a formar una alianza con los constitucionales, bajo la dirección de Sagasta. José Varela Ortega ha explicado con toda claridad la lógica de la situación en las crisis de octubre de 1883 y enero de 1884. La crisis de octubre de 1883, como siempre, no era cuestión de álgebra parlamentaria. Votos los tuvo (Sagasta, en el Parlamento) y los seguía teniendo; para eso eran hechura suya. Ese no era el problema. El problema, para la Corona, era que las facciones que Sagasta era incapaz de unir en el poder intentarían conquistarlo organizando un pronunciamiento. Para Sagasta se presentaba además el problema de que la Corona, tratando de neutralizar la amenaza golpista, diera el decreto de disolución de Cortes a otro dirigente liberal, con lo cual perdía su liderazgo en la izquierda del sistema. Sagasta trató de resolver favorablemente para él la situación -y lo consiguió-: dimitió y se formó un nuevo gobierno presidido por Posada Herrera; pero el astuto político riojano decidió que puesto que no querían dejarle demostrar que la unidad del partido con él era posible, demostraría que sin él era imposible. Sagasta, que contaba con la mayoría parlamentaria -la cual, si no le bastaba para gobernar le sobraba para impedírselo a otro- derrotó al gobierno en la primera ocasión: la votación del discurso de contestación a la Corona, en enero de 1884, en relación con el tema del sufragio universal. Aquí el tema concreto era lo de menos: un gobierno Sagasta sacaría adelante, cinco años más tarde, el sufragio universal (masculino); lo que se estaba jugando, de hecho, era una cuestión de poder -y del presupuesto unido a él-. De la labor del efímero gobierno izquierdista es preciso destacar una medida que resulta significativa de un cambio de mentalidad respecto a la cuestión social: la creación de la Comisión de Reformas Sociales, por el ministro de la Gobernación, Moret. El primer presidente de la misma fue Antonio Cánovas del Castillo, sustituido por el mismo Moret al producirse el cambio de gobierno.
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Como ya se ha indicado, la Segunda Guerra Mundial transformó profundamente las relaciones entre las metrópolis y las colonias; de esta situación incluso quiso beneficiarse el Reich alemán, que era el mismo un proyecto de Imperio pero que utilizó para sus fines el anticolonialismo. Lo que habría de tener más trascendencia de cara al futuro es que en el transcurso de los años bélicos quedó sembrada una conciencia de la fragilidad de los Imperios coloniales y un poso de nacionalismo que habrían de tener una profunda repercusión en la futura Historia humana. De no menor importancia fue el hecho de que las dos superpotencias mundiales eran en realidad anticolonialistas. Los Estados Unidos eran, en definitiva, una antigua colonia y el presidente Roosevelt había tenido no pocos problemas con los británicos, por la tendencia de Churchill a querer que el Imperio no cambiara; en 1946 concedieron la independencia a Filipinas. En cuanto a la URSS, desde sus mismos orígenes también se había identificado con la liberación de las colonias; éste fue un eje decisivo de su política exterior a partir de la mitad de los años cincuenta. El gran movimiento que llevó a la independización de los países colonizados se desarrolló en dos sucesivos momentos históricos. En el primero, desde 1945 hasta 1955, afectó al Medio Oriente y al Sureste asiático mientras que a partir de esta fecha se centró en África. Ya en 1955 se celebró la Conferencia de Bandung, que organizó el movimiento de los países descolonizados, de acuerdo con un ideario de política exterior, al mismo tiempo que las superpotencias aceptaban no poner límites a la admisión en la ONU de nuevos países. La actitud de las potencias coloniales en relación con el proceso descolonizador fue muy cambiante, dependiendo de sus respectivas tradiciones históricas pero también de otros factores como, por ejemplo, la población procedente de la metrópolis o el papel que las colonias jugaban en la vida de ésta. Gran Bretaña, dirigida por un Gobierno laborista durante estos años, no tuvo inconveniente en llevar a cabo una descolonización voluntaria que hubiera sido difícil que aceptara un Gabinete conservador. Por otra parte, la existencia de la Commonwealth, nacida en los años veinte, sirvió ahora para mantener una relación estrecha entre la vieja metrópoli y sus antiguas colonias, una vez que sus principios se adaptaron a la nueva situación. Convertida en un conjunto multicultural, sólo mantuvo como vínculo de unión la figura del monarca británico, aunque conferencias periódicas de los Jefes de Estado y un secretariado emplazado en Londres mantuvieran una mínima solidaridad entre los componentes. De cualquier modo, ni siquiera todas las antiguas colonias británicas se incorporaron a la Commonwealth. Por su parte, los Países Bajos tan sólo se limitaron a resignarse a aceptar la descolonización de su posesión de Indonesia. Italia, un país derrotado, estaba condenada a perder sus colonias. Hubo un acuerdo inicial respecto a ellas con Gran Bretaña pero finalmente fue la Asamblea de las Naciones Unidas quien decidió al respecto, de modo que Libia accedió a la independencia en 1951, mientras que Somalia lo haría diez años después, tras un período de tutela italiana, y, finalmente, Eritrea permaneció federada a Etiopía. El caso de Francia fue por completo diferente. La Conferencia de Brazzaville, convocada por el general De Gaulle, no dio pie más que a un mayor grado de autonomía y liberalización pero no a descolonización, e idéntico propósito se desprendió de la creación de la Unión Francesa prevista en la Constitución de la IV República francesa. Sólo después de muy penosas dificultades y como consecuencia de los previos conflictos violentos que tuvieron lugar en Marruecos y en Argelia, Francia optó por la descolonización de forma definitiva en 1958. Bélgica acabó siguiéndola con respecto al Congo.
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Las medidas para controlar la difusión de las ideas no impidieron, o tal vez ayudan a entender, que estos años fueran los de floración de una cultura específicamente rusa. Un papel destacado corresponde en esa tarea a Alexander Pushkin (1799-1837), que fue el forjador de la lengua rusa como vehículo de expresión literaria. Poeta ya conocido durante el reinado de Alejandro I, se vio expulsado de San Petersburgo aunque Nicolás I autorizó su regreso. Su temprana muerte, en un duelo, no impidió que dejara obras maestras como Eugenio Oneguin, Boris Godunov, o La hija del capitán. Esta última, en torno a la rebelión de Pugachev, es también un valioso testimonio histórico sobre la sociedad rusa, ya que es normal que en una sociedad como la rusa, en la que la libertad de información estaba tan restringida, los testimonios literarios se transformen en fuentes históricas de primer orden.Otro brillante poeta del momento, también muerto en duelo en plena juventud, fue Mijail Lermontov (1814-1841), que se dio a conocer a raíz de la muerte de Pushkin (La muerte de un poeta) y que, con Un héroe de nuestro tiempo, dejó una profunda huella en la literatura posterior. Pero fue Nikolai Gogol (1809-1852) el que dejó una imagen más variada e irónica de la sociedad rusa de su tiempo. El inspector general (1835), Las almas muertas (1842), o El capote son otros tantos cuadros de la vida rusa que, en algún caso, sólo se salvaron de las tijeras del censor por la intervención directa del zar, que apoyó la creación de esa nueva cultura nacional.También es de entonces la renovación en las artes (pintura del realismo crítico, de Venetsianov y Fedotov) y en la música, en donde Mijail Glinka (1804-1857) es figura destacada. A él se debe el estreno del himno nacional ruso en 1833.
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Entre los meses de julio y agosto de 1914 comenzaría lo que se ha definido como primer conflicto de ámbito mundial. Comenzó por un enfrentamiento entre los estados europeos que deseaban expansionar sus fronteras y territorios basándose en una política nacionalista como era la francesa y especialmente la alemana, llegando a implicar a naciones extraeuropeas como EEUU, Rusia, Japón, Turquía, etc, lo que le dio el calificativo de mundial. Concluyó en 1918 con la proclamación de los 14 puntos fundamentales para negociar la Paz (8 enero 1918), por el presidente Wilson. El 18 de enero del siguiente año comenzaría la conferencia de Paz en el Palacio de Versalles que iría detallando en sus 440 artículos todas las condiciones y tratados entre las naciones implicadas en la guerra. Entrando en vigor en 1920 el Estatuto de la Sociedad de Naciones.