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La parroquia era también el marco natural de la predicación cotidiana, cuyo mejor ejemplo es el sermón dominical. Durante la Alta Edad Media el sermón había tenido muy poca relevancia en el oficio eucarístico, pero este panorama comenzó a cambiar a mediados del siglo XI. Sin embargo, a pesar de la continua insistencia de sínodos y concilios por extender la práctica del sermón, aprovechando el auge del sistema parroquial, fue muy poco lo que de momento se pudo hacer. Aparte del deficiente grado de formación del clero estaba la propia pobreza de los medios y métodos empleados en la labor predicatoria. En los inventarios parroquiales de los siglos XI y XIII no suelen detectarse, en efecto, y junto a los libros litúrgicos, colecciones de sermones en latín destinados a ser traducidos o a servir de inspiración a los curas párrocos. Cuando tales sermones existen, presentan un carácter erudito tan claro que debían resultar poco o nada atrayentes para la masa de fieles. Mejor fortuna parece haber tenido en cambio la predicación fuera del ámbito parroquial durante estos dos primeros siglos. A partir de Gregorio VII, el Papado apoyó sin ambages la acción evangelizadora ambulante de monjes y ermitaños comprometidos con la reforma eclesiástica, como Pedro el Ermitaño, san Bernardo, Roberto de Abrisel y Norberto de Xanten. Conocemos, sin embargo, muy mal el concreto tipo de audiencia al que se dirigían estos personajes, incluso para el caso de un autor como san Bernardo, del que se conserva una enorme cantidad de sermones. Probablemente este tipo de predicación popular, desarrollado en calles, plazas y espacios abiertos, se dirigiría a un público heterogéneo, predispuesto y con muy escasa capacidad crítica, lo que le hacia extraordinariamente vulnerable a los recursos de la oratoria sagrada. Desconocemos sin embargo, dado el carácter itinerante de esta predicación y las enormes distancias recorridas, si los reformadores podían expresarse en varias lenguas a la vez. Tampoco está claro cómo conseguirían hacerse entender por una audiencia compuesta por miles de personas. Quizá lo que atrajera a las masas no fuera tanto la predicación en sí como la fama de santidad (y por lo tanto la capacidad de obrar milagros) que rodeaba a estos personajes. Si sus giras eran realmente espontáneas o bien obedecían a un riguroso plan, o si sus discursos brotaban de la exaltación del momento o por el contrario habían sido minuciosamente preparados, son cuestiones que probablemente jamás obtengan respuesta. El nacimiento de las órdenes mendicantes, para las que la predicación era ya no sólo un aspecto destacado sino el elemento fundamental de su labor evangélica, supuso una verdadera revolución en el campo de la oratoria sagrada. Es únicamente a partir de entonces que puede hablarse con rigor de una verdadera predicación popular. Al igual que había sucedido con la predicación ambulante, tanto Roma como los obispos apoyaron desde el principio el nuevo apostolado de franciscanos y dominicos. Se soluciono así la grave deficiencia que hasta entonces había impedido la aparición de una catequesis sermonaria estable en el ámbito parroquial. Pese a los conflictos de tipo jurisdiccional como económico que se entablaron entre la organización diocesana y las nuevas órdenes, el espíritu de colaboración se fue imponiendo hasta que el IV Concilio de Letrán lo organizó definitivamente. A partir de 1215 la Iglesia insistió en subrayar que la condición de cura párroco estuviera ligada indisolublemente a una mínima capacidad oratoria. La legislación recordaba asimismo a los titulares de parroquia su obligación de predicar al menos en todas las fiestas universales, o en su defecto, el deber de solicitar la presencia de clérigos "especialmente dotados para ello" (ad hoc specialiter deputati), es decir, los mendicantes. La aparición de un bajo clero secular dotado para la predicación (a menudo los curas procedían incluso de las nuevas órdenes) coincide pues con la eclosión del sistema parroquial vivido por aquellos años. A fines del XIII no son raros incluso los informes episcopales que se hacen eco de la satisfacción de la feligresía por contar con curas párrocos cultos y reputados como excelentes oradores. Esta mejora indudable supuso también un cambio de tipo cualitativo en el arte de la oratoria sagrada. El acuciante deseo de influir en la audiencia otorgo a los sermones un carácter utilitario que hizo modificar tanto el estilo como la técnica de difusión. Ya a fines del siglo XII los sermones eruditos dejan de cultivarse y aparecen nuevas formas que potencian ante todo la finalidad publicitaria. Surgen entonces los llamados sermones por categorías socioprofesionales (sermones ad status), elaborados para una audiencia determinada. Este cambio formal supuso también la aparición de una nueva técnica predicatoria, que incluso modifica en ocasiones la estructura de la misa. Así, en Francia, la lectura del Evangelio se hace a veces en lengua vulgar, a semejanza del sermón, utilizando versiones traducidas que, como el "Evangile des Domées" (Evangelio del domingo) transforman anacrónicamente la Palestina de Jesús en la Francia del siglo XIII, ganando así el interés de la audiencia. La nueva técnica sermonaria modifica asimismo la predicación parroquial que por lo común sigue inspirándose en el tema hagiográfico, de acuerdo con los martirologios que jalonan el año litúrgico. Ante el escándalo de los rigoristas y el deleite de los feligreses, los mendicantes y posteriormente también los simples párrocos, transforman el sermón en un relato maravilloso en el que parábolas, fábulas, anécdotas vividas o inventadas e incluso observaciones groseras tienen cabida. Aparecidos también a fines del XII, estos "exempla" o relatos anecdóticos que concluyen en una enseñanza moral, se recopilan pronto en colecciones. El creciente número de manuscritos conservados según avanza el siglo XIII, y su presencia en los escritorios parroquiales, demuestran el éxito alcanzado por estos verdaderos arsenales de anécdotas.
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En esta escena de la capilla Brancacci, Masolino recoge el gran discurso que san Pedro pronunció el día de Pentecostés, después de la llegada del Espíritu Santo, especialmente el momento de proclamar la conversión y el bautismo de todos los presentes. El santo aparece de perfil exhortando a los judíos a la conversión con el movimiento de su mano derecha y el gesto duro de su rostro, mientras que las multitudes se disponen en varios planos para crear profundidad, cerrada con unas montañas en las que se ha querido ver la mano de Masaccio. Los personajes gozan de una atractiva volumetría y de expresividad, empleando un cromatismo vivo que destaca aún más gracias a la luz.
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Sin duda, Fra Angelico se ayudó de colaboradores para el ciclo decorativo encargado por el Papa Nicolás V en su capilla privada de San Pedro. Esto rebajó, en cierta medida, el auténtico valor de su arte, muy alejado aquí del ideal de pureza con el que ha pasado a la historia de la pintura. La escena está dividida por el frente de una pilar decorado en toda su faja. A la izquierda de la misma se representa a San Esteban, sobre un pequeño pedestal, que dirige su sermón a un grupo de mujeres que se sientan en el suelo. Algunos hombres, por detrás de ellas, permanecen de pie. El efecto de profundidad viene dado por los edificios, cuyos muros, limpios de ornamentación y de tonalidades ocres, cierran por los lados y por el fondo la composición. En la zona de la derecha, en el interior de una arquitectura, se escenifica la explicación de los motivos de San Esteban ante el tribunal. Si la imagen del sermón se muestra mejor formada, la de la disputa aparece bastante poco creíble, como un postizo que chirría a los ojos del espectador. Además, su desconexión es tal que las figuras aparecen desproporcionadas con respecto a la arquitectura que los cubre. Incluso la gama cromática es mucho más fuerte en esta parte que en la escena al exterior. El único motivo que parece no distorsionar la imagen viene dado por la postura del santo, que gesticula de igual forma en los dos episodios.
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Esta Predicación del Bautista es la única tabla que se conserva de la predela del retablo Ansidei realizado por Rafael hacia 1506 para la capilla del mismo nombre en la iglesia de San Fiorenzo dei Serviti de Perugia. La figura del santo se convierte en la protagonista, situándose a mayor altura que sus compañeros vistiendo una llamativa capa roja. Tres filas de personas escuchan la palabra del Bautista, vestidos con elegantes trajes de variados y brillantes colores; las figuras se insertan en un paisaje de clara inspiración umbra, especialmente por los arbolitos característicos de esta escuela liderada por Perugino cuyos ecos son claramente apreciables en todo el conjunto. El estatismo de la composición se intenta romper con la ubicación de una figura de espaldas y dos niños que pelean a los pies del predicador. La introducción de contrastes lumínicos es una referencia a la escuela florentina, especialmente a Leonardo, cuya pintura admiró Rafael durante su estancia en la capital de la Toscana.
Personaje Pintor
Ambrogio da Preda, o de Predis, era hermano del también pintor Evangelista. Ambrogio fue nombrado pintor de corte de los Sforza, gobernantes de Milán. Los hermanos se asociaron y facilitaron los primeros encargos de Leonardo da Vinci en esta ciudad. Su primer trabajo juntos fue la Virgen de las Rocas, cuyo contrato es de 1483. La obra individual de Ambrogio están centrada sobre todo en el retrato y en la National Gallery de Londres pueden verse varias de sus obras, en un estilo que imita la obra de Leonardo.
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Uno de los principales objetivos de Basilio y León será la puesta en marcha de una profunda reorganización administrativa y la promulgación de nuevas compilaciones legislativas, a la vez que se restablecía la concordia con Roma, sellada en el Concilio de Constantinopla del año 869, octavo de los llamados universales. También hay que destacar el protagonismo que alcanzaron las relaciones con la Bulgaria del zar Simeón (893-927), que creó momentos de gran peligro para la independencia política del imperio aunque en los planos religioso y cultural aceptaba plenamente su modelo e influencia: después de su derrota frente a Simeón en Bulgarophygon (896), los griegos hubieron de soportar el aumento de la piratería musulmana en el Egeo, y un intento de asalto de Constantinopla en 907 por los ruso-varegos, que, en otras ocasiones, servían en su flota. Constantino VII Porfirogéneta (911-959) defendió su capital de un fuerte asedio búlgaro en el año 913. En la paz que siguió, Simeón, nombrado basileus de los búlgaros y futuro suegro del emperador, alcanzaba una posición política elevadísima desde el punto de vista bizantino, pero aquellos acuerdos pacificadores no se cumplieron y el zar búlgaro volvió a la guerra desde el año 917 (victoria de Anchialos), se hizo con el dominio de casi todo el espacio balcánico y asedió de nuevo Constantinopla en el año 924, sin éxito debido a la falta de medios navales. El rey Tomislav de Croacia (910-928) abrió un nuevo frente en ayuda del Imperio y Simeón murió antes de superar las dificultades. La situación económica y social de Bulgaria era muy mala después de aquellos años, y las tensiones sociales encontraron, una vez más, un vehículo religioso entre los adeptos a las predicaciones de Bogomil, de carácter maniqueo e inspiradas directamente por el paulicianismo, que eran contrarias al cristianismo ortodoxo y al control del poder y la riqueza por la aristocracia y los monjes. Los bogomilos, como los paulicianos, tenían adeptos, sobre todo, entre los campesinos y en cierto modo daban cauce a formas de lucha social, no sólo de disensión religiosa. Pedro (927-969), sucesor de Simeón, consiguió los principales objetivos políticos, sin embargo: la paz, el pago de un tributo, el reconocimiento del título de zar, el matrimonio con una princesa imperial hija de Romano Lecapeno, y la autocefalia para la iglesia búlgara. Pero el influjo bizantino se reanudó e incrementó desde entonces más al Oeste, en Serbia, e incluso en ciertos momentos en Croacia, aunque este último territorio era un reino independiente desde fines del siglo IX y adoptó el cristianismo latino.
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Preguntas que Cortés hizo a Tabasco Muchas cosas pasaron entre los nuestros y estos indios, que como no se entendían, eran cosas de mucho reír. Y después que conversaron y vieron que no les hacían mal, trajeron al lugar sus hijos y mujeres; que no fue así chiquito número, ni más aseado que de gitanos. Entre lo que Hernán Cortés trató y platicó con Tabasco por lengua y conducto de Jerónimo de Aguilar, había cinco cosas. La primera, si había en aquella tierra minas de oro y plata, y cómo tenían y de dónde aquello poco que traían. La segunda, cuál fue la causa de por qué le negaron su amistad, y no al otro capitán que vino allí el año antes con armada. La tercera, por qué razón, siendo ellos tantos, huían de tan poquitos. La cuarta, para darles a entender la grandeza y poderío del Emperador y rey de Castilla. Y la otra fue una predicación y declaración de la fe de Cristo. En cuanto a lo del oro y riquezas de la tierra, le respondió que ellos no se preocupaban mucho de vivir ricos, sino contentos y a placer, y que por eso no sabía decir qué cosa era mina, ni buscaban oro más de lo que se hallaban, y que aquello era poco; pero que en la tierra más adentro, y hacia donde el Sol se ponía, se hallaba mucho de ello, y los de allá se dedicaban más a ello que no ellos. A lo del capitán pasado, dijo que como habían sido aquellos hombres que traía, y los navíos, los primeros que de aquel talle y forma habían arribado a su tierra, les habló y preguntó qué querían; y como le dijeron que cambiar oro, y nada más, lo hicieron de grado; sin embargo, que ahora, viendo más y mayores naos, pensó que volvían a tomarte lo que les quedaba, y hasta también porque estaba afrentado de que alguien le hubiese burlado así, lo que no había hecho a otros señores más bajos que él. En lo demás que tocaba a la guerra, dijo que ellos se tenían por esforzados, y para con los de junto a su tierra valientes, porque nadie se apoderaba de su ropa por la fuerza, ni de las mujeres, ni aun de los hijos para sacrificar, y que lo mismo pensó de aquellos pocos extranjeros; pero que se habían visto engañados en su corazón después que se habían probado con ellos, pues no pudieron matar ninguno. Y que los cegaba el resplandor de las espadas, cuyo golpe y herida era grande, mortal y sin cura; y que el estruendo y fuego de la artillería los asombraba más que los truenos y relámpagos ni que lo rayos del cielo, por el destrozo y muerte que hacía donde daba; y que los caballos les pusieron grande admiración y miedo, así con la boca, que parecía que los iba a tragar, como con la presteza con que los alcanzaba siendo ellos ligeros y corredores; y que como era animal que nunca ellos vieron, les había puesto grandísimo temor el primero que con ellos peleó, aunque no era más que uno; y como al cabo de poco rato eran muchos, no pudieron sufrir el espanto ni la fuerza y furia de su correr, y pensaban que hombre y caballo todo era uno.