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Personaje Escultor
Su primer trabajo fue como adornista, pero su interés por la escultura le animó a dejar este oficio y a solicitar su ingreso en el taller de David d'Angers. Sus creaciones quedan inscritas en la corriente romántica, por lo que durante años sus obras fueron rechazadas en distintas exposiciones. Entre estas hay que citar Gilberto moribundo, Dos pobres mujeres o La reina de Saba. También fue el autor del Monumento de Arístides Ollivier y La Paz.
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El clima intelectual existente en el Brasil de finales del siglo XVIII estaba caracterizado por la importante influencia de la Ilustración. El clima de debate intelectual que se vivía entre la elite brasileña propició la creación de la Academia Científica y de la Sociedade Litéraria y facilitó la discusión y difusión de las ideas renovadoras procedentes de los Estados Unidos y de la Revolución Francesa. Pero al igual que ocurrió en las colonias españolas, sólo algunos grupos reducidos y cultos pudieron acceder directamente a las fuentes de las nuevas ideas y, por lo tanto, sólo ellos fueron afectados por esta profunda renovación ideológica. Estos grupos estaban localizados fundamentalmente en Bahía y Río de Janeiro, que eran los principales centros de poder del Brasil colonial. Pese a sus aparentes contradicciones, los plantadores bahianos y la burocracia carioca funcionaban como grupos complementarios, especialmente frente a los intentos de otros sectores regionales, como el desarrollado en Minas Gerais a la sombra de la expansión de la minería del oro. Al igual que en la América española, en Brasil se produjeron en los últimos años del siglo XVIII y principios del XIX una serie de rebeliones, tratadas por muchos historiadores como precedentes de la independencia, pero que en numerosos casos tienen una lógica propia sin contactos con la emancipación y muchas veces de un claro contenido antifiscal. La primera de estas rebeliones es la conocida como "conspiración mineira" y por su propia condición es la que ha merecido mayor atención por parte de los estudiosos. La conspiración se produjo en Ouro Preto, un centro minero en decadencia en la región de Minas Gerais, y fue encabezada por un pequeño grupo de intelectuales locales y otros provenientes de Sáo Paulo. El movimiento tuvo una clara influencia de las ideas independentistas provenientes de América del Norte y también del liberalismo de raíz europea. Entre los líderes de la asonada se encontraban algunos clérigos, un notorio terrateniente local y dos oficiales de dragones, uno de los cuales era el famoso Tiradentes. El principal objetivo de los conspiradores, que no llegaban a veinte, era el establecimiento de una república democrática en Minas Gerais, que derogaría las restricciones que dificultaban las exportaciones de oro y diamantes, estimularía la producción manufacturera y condonaría la deuda con Portugal. El golpe había sido meticulosamente planeado y debería estallar cuando el gobernador anunciara el cobro de la derrama, un impuesto muy gravoso e impopular. Este hecho nos pone sobre aviso del contenido antifiscal del movimiento. Los conspiradores contaban con la existencia de un fuerte sentimiento de rechazo hacia el impuesto entre los sectores populares, de modo que pensaban incorporar a la causa republicana a los numerosos descontentos con la política tributaria. Gracias a algunas filtraciones el gobernador pudo conocer perfectamente lo que se estaba tramando y tras suspender el cobro de la derrama se dedicó a reprimir a los complotados, que habían hecho gala de una gran ingenuidad e inexperiencia. Cinco de los principales líderes fueron expulsados a Angola y el máximo cabecilla, Tiradentes, fue ejecutado, convirtiéndose así en el primer mártir de la emancipación brasileña. En los años siguientes se produjeron otros conatos de rebelión, que fueron igualmente frustrados. Esto ocurrió con el movimiento de 1794 en Río de Janeiro, de marcada influencia ilustrada, o con la "conjura de los sastres" que tuvo lugar en Bahía en 1798. Este último fue severamente reprimido debido a las órdenes emanadas de la corte, ya que se temía que entre los esclavos negros y los mulatos se propagaran las ideas revolucionarias, conduciendo a procesos de una violencia similar a la desencadenada en Haití. El trágico ejemplo caribeño había escarmentado a los gobernantes coloniales portugueses y la prueba de que los temores no eran infundados fue el levantamiento de los esclavos urbanos y rurales, que en 1807 asoló la región de Bahía. Este movimiento fue castigado con numerosas ejecuciones y una dura represión.
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La captación del rostro humano por medio de una interpretación artística se remonta a las primeras grandes civilizaciones de la tierra. Después de un momento inicial, la Prehistoria, en el que no hay apenas retratos, es a partir de culturas como Egipto (por ejemplo, en los tardíos retratos de El-Fayum) o las de Mesopotamia (Sumer, Acad, Babilonia, Persia) cuando surge la necesidad de captar la imagen de los personajes más destacados de esos territorios. En un principio, el arte se muestra al servicio de las clases dirigentes (reyes, faraones, alto clero) que empiezan a comprender el enorme poder que tiene la imagen como vehículo transmisor de mensajes de poder o riqueza. A todos los efectos, la imagen de un dirigente le representa enteramente, es él mismo, por lo que se imponen lenguajes con tendencia a la simplificación, a la abstracción de perfiles y volúmenes. Pero al mismo tiempo surge la otra gran opción estilística que va a perdurar en los siglos posteriores: el naturalismo, la recreación más o menos fidedigna de los rasgos del ser humano, de lo que le diferencia del resto. A este respecto, el periodo "amarniano" del Imperio Nuevo egipcio - hacia el s. XIV a.C. - supone una verdadera revolución, una lección para el arte de otras culturas, como la griega o la romana. Allí aparecen hombres y mujeres alejados de cualquier idealización: ancianos, feos, decrépitos... y, sin embargo, se están plantando las bases del arte como testimonio fundamental de la historia de la Humanidad. Egipto ejerció una influencia decisiva en las culturas del Egeo, en el Mediterráneo Oriental, especialmente en la griega. Así, por ejemplo, en los frescos del palacio cretense de Cnosos vemos desfilar a mujeres coquetas y hombres musculosos, cuya imagen está destinada a reflejar el sofisticado nivel de vida alcanzado. En las fases posteriores del arte griego, el retrato se convirtió en el testimonio perfecto de que se había alcanzado un nuevo grado de civilización. Los valores de libertad y democracia tuvieron que concretarse en una imagen renovada del ser humano, en unos retratos a medio camino entre la idealización y el naturalismo, como en el retrato de Pericles (s. V a.C.) en el periodo clásico o, ya en el helenístico, el de algunos filósofos. Pero aún faltaba un paso más para entrar en la concepción plenamente occidental del retrato. Ese protagonismo le correspondería a Roma, primero en su período republicano, más tarde en el imperial. Existían numerosas razones para ello: la copia de esculturas griegas, un sentimiento exacerbado del individualismo, el orgullo de saberse los dueños de casi todo el mundo conocido, etc. Frente a las concepciones previas del retrato, en Roma se impone el valor exclusivo de documento de época: veremos aparecer senadores, cónsules, emperadores, pero también la narración de las batallas y de los triunfos cosechados en todos los lugares. Esa preeminencia del naturalismo en el retrato romano vendría a ser reprimida por la llegada de una nueva religión, el cristianismo, que valoró la belleza espiritual sobre la física. Éste es el rasgo decisivo en la evolución del retrato en el milenio siguiente, y a través de periodos como el prerrománico, el románico o el gótico los retratos descriptivos son minoría, arrinconados ante la temática religiosa, que consideraba la imagen en términos de educación moral y no de narración. A finales de la Edad Media, una serie de acontecimientos permite iniciar una nueva etapa para la Humanidad: de manera progresiva el hombre sustituye a Dios como centro del universo. Cada uno ocupa su propia parcela y la del hombre es el conocimiento del medio natural, del mundo físico. Como siempre había sucedido, otra vez será el retrato el género artístico encargado de mostrar con toda nitidez el alcance de esas transformaciones. Pronto surgen dos núcleos geográficos donde irradian las nuevas imágenes: los Países Bajos e Italia.
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La pintura española de la primera mitad del siglo XVIII responde todavía a los postulados estéticos del pleno barroco decorativo conformados en la segunda mitad de la centuria anterior (Rizzi, Carreño, Coello...), actualizados con nuevos bríos a finales de siglo con las aportaciones decorativistas de Luca Giordano. Esa pintura barroca castiza, representada por Antonio de Palomino, se va a prolongar, con escasa capacidad innovadora, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XVIII. Sólo el ámbito cortesano se vio afectado estéticamente con la llegada de pintores de Corte franceses (Houasse, Ranc, L. M. van Loo) o italianos (Procaccini, Bonavia, Rusca, Sani), llamados por Felipe V para atender las necesidades de retratos oficiales o para decorar con frescos y lienzos los Reales Sitios. Serán algunos de estos pintores italianos, llegados en las décadas de 1720 y 1730, los primeros que aporten en sus pinturas españolas la nueva sensibilidad rococó que estaba comenzando a triunfar en Roma, Nápoles y Venecia. Si en la escasa producción de Andrea Procaccini, residente en España entre 1720 y 1730, se atisba un aire prerrococó, será en las alegorías pintadas al fresco por Bartolomeo Rusca, residente en la Corte desde 1734 hasta su muerte en 1750, en los techos de diversas estancias y salas del palacio de La Granja -La Gloria de los príncipes coronando a un guerrero conducido por la Victoria, 1744-, en las que ya encontremos puestas de manifiesto la gracia y la delicadeza rococós. Por lo que se refiere a pintores españoles se observan una atmósfera y una delicadeza cromática que anuncian la sensibilidad rococó, especialmente en algunas obras de Miguel Jacinto Meléndez (1675-1734), como la Anunciación (1718) de colección particular madrileña. Asimismo, los jóvenes pintores de cámara Juan Bautista Peña (1710-73) y, de forma más acusada, el aragonés Pablo Pernicharo (hacia 1705-60), pensionados en Roma, discípulos de Agostino Masucci, muestran en sus obras de la década de 1740 una simbiosis entre lo barroco académico de filiación maratiana y lo rococó. En el Sacrificio de Elías de Pernicharo, firmado y fechado en 1743 (iglesia de San José, Madrid), se detectan dentro de su academicismo formal una cromatura y unos toques de pincel que denotan las relaciones que en Roma había tenido con Giaquinto. Fuera del ámbito cortesano hay que destacar entre los primeros iniciadores de la pintura rococó en España a dos jóvenes pintores formados también en Italia. Uno de ellos, el valenciano Hipólito Rovira y Brocandel (1693-1765), discípulo de Sebastiano Conca en Roma y amigo de Giaquinto, fue una de las figuras malogradas para la pintura rococó, debido a su temperamento depresivo que acabaría en locura, lo que le impidió desarrollar una carrera pictórica regular. En sus momentos de lucidez, aparte de diseños decorativos pintó retratos y temas religiosos, como el techo del camarín de San Luis Beltrán en la iglesia de Santo Domingo, o lienzos para la ermita de San Valero, todo en la ciudad del Turia. El otro pintor pionero del Rococó fue el zaragozano José Luzán Martínez (1710-85), formado entre 1730 y 1735 en Nápoles con Giuseppe Mastroleo, y conocedor y admirador de la obra de Sebastiano Conca. A su vuelta a Zaragoza, tras ser nombrado Pintor Supernumerario de la Real Casa (1741) por Felipe V, pinta al temple la cúpula de la capilla de San Antonio (iglesia de Alagón, Zaragoza, hacia 1740) y los lienzos de la capilla de Santa María Magdalena (iglesia de La Asunción de Ricla, Zaragoza, hacia 1745-50), que suponen la irrupción de la sensibilidad rococó en Aragón.
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Las leyes judías sobre la impureza son sumamente precisas, considerando que lo impuro es contaminante y debe ser eliminado mediante baños y rituales. Estas leyes son especialmente rígidas con los alimentos. Las leyes judías sobre la alimentación reciben el nombre genérico de kashrut, de la palabra hebrea kasher (apto) o kosher, según la pronunciación ashkenazí y yiddish. Para los judíos, los seres humanos primitivos eran vegetarianos, siendo el consumo de carne una concesión de Dios tras el Diluvio. Sin embargo, no todos los animales pueden ser comidos y, aquéllos que sí lo son, deben ser tratados de una manera específica. De las aves y mamíferos aptos para el consumo debe ser extraída toda la sangre, pues ésta es tenida por la fuerza de la vida y no adecuada para el consumo humano. Los animales deben ser sacrificados del modo (shechita) más rápido e indoloro posible. Con un cuchillo muy afilado, el matarife (sochet) -que para poder serlo debe observar una intachable conducta religiosa- debe seccionar las venas del cuello con un golpe seco, evitando sufrimiento al animal y facilitando su sangrado completo. La carne debe ser lavada varias veces antes de ser consumida, eliminando los restos de sangre. Las leyes judías citan una serie de animales impuros, como el cerdo. Además, son impuros e inaptos para el consumo humano los mamíferos que tienen la uña hendida y rumian; entre los peces, los que tienen espinas y escamas; y entre las aves, las rapaces, las gallináceas, la paloma, la tórtola, la codorniz y los ánades. También está prohibido tomar alimentos manipulados por un no judío o mezclar la carne con la leche, debiendo esperarse un tiempo antes de consumir leche después de haber comido carne.
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Una de las consecuencias más espectaculares que aportó la gran depresióm de fines de la Edad Media fue el baile experimentado por los precios y por los salarios. Ello explica que los poderes públicos se vieran obligados a tomar decisiones drásticas en ese sentido, por más que resultaran de hecho inútiles en la práctica. Nos referimos, claro es, a los ordenamientos de precios y de salarios, tan abundantes en la Europa del siglo XIV. Dichos ordenamientos tenían como finalidad esencial fijar los topes máximos que debían alcanzar unos y otros. Lo habitual era que en los años malos los precios de los productos alimenticios subieran, a veces de forma aparatosa. "El pan e la carne encarescen de cada día", se dijo, muy expresivamente, en las Cortes de Castilla celebradas en Burgos en el año 1345. Sin duda ese encarecimiento obedecía, ante todo, a las catastróficas cosechas que acababa de padecer dicho Reino. Simultáneamente el descenso de la mano de obra, a consecuencia de las mortandades, derivó en un aumento de los salarios que cobraban los jornaleros. "Aquellos que yvan labrar demandavan tan grandes preçios e ssoldadas et jornales, quelos que avian las heredades non las podian complir", se dice en el preámbulo a uno de los ordenamientos de menestrales aprobados en las Cortes de Valladolid de 1351. No deja de ser altamente significativo que en esa misma fecha se hubiera aprobado en Inglaterra un texto de características similares, el "Statute of Labourers", elaborado pare hacer frente al alza de los salarios experimentada en aquel país. Sin embargo, sería erróneo sacar la conclusión de que la crisis bajomedieval provocó un incremento, sin más, de los precios y de los salarios. La cuestión fue, ciertamente, mucho más compleja. Los productos agrarios se encarecían en los momentos de dificultades. Veamos un ejemplo muy llamativo: el precio del trigo en París se multiplico por cinco entre mediados de 1314 y finales de 1315, y en Inglaterra se triplicó por las mismas fechas. Pero pasada la tormenta los precios citados no sólo volvieron a sus cotas iniciales, sino que evolucionaron a la baja. Los jornales, por el contrario, mantuvieron su línea ascendente. Así las cosas, la crisis del siglo XIV provocó, en última instancia, una profunda distorsión entre los precios de los productos agrarios, por una parte, y los salarios de los jornaleros del campo y de los artesanos, por otra. Los casos estudiados confirman claramente este aserto. En el obispado inglés de Winchester el precio del grano pasó de una base 100, en las dos primeras décadas del siglo XIV, a otra 79, a mediados del mismo siglo, y a una base 68 en los inicios de la decimoquinta centuria. Paralelamente los salarios de los jornaleros ascendían, en idénticas fechas, desde una base 100 a otras 117 y 130. Parecidas consideraciones pueden hacerse si nuestro punto de mira se centra en los datos procedentes de la comarca francesa de Ile-de-France, en donde el trigo valía, a mediados del siglo XV, un 30 por 100 menos que en los albores del siglo XIV, en tanto que los salarios de los jornaleros se hallaban en 1420 en una cota casi cuatro veces superior a la alcanzada cien años antes. Por su parte, el salario de los viñadores de Marsella, que oscilaba entre los 10 y los 15 denarios en los albores del siglo XIV, se situó en una banda de 48 a 60 denarios en el periodo 1349-1363, y alcanzó los 60-72 en las primeras décadas del siglo XV. Cambiemos de escenario. El estudio efectuado sobre los precios de los cereales en los Países Bajos, a partir de datos procedentes de las ciudades de Brujas y de Gante, revela asimismo bruscas oscilaciones, con elevaciones espectaculares en los malos años, pero posteriores caídas, hasta llegar a situarse en los valores de partida o aún inferiores. Así, por ejemplo, el precio del trigo, sobre una base 100 en el año 1364, había descendido a una base 80 en 1395, pero entre ambas fechas había subido en 1369 a una base 134. Puede afirmarse, por lo tanto, que la crisis afectó muy profundamente al medio rural, que fue su principal víctima. Pero incluso es posible matizar más esa afirmación, en el sentido de que la peor parte se la llevaron los cereales. W. Rosener lo ha dicho a propósito de Alemania: "la gran depresión fue básicamente una crisis del cultivo de cereales: la cría de ganado, la viticultura y los cultivos intensivos muestran incluso una tendencia ascendente". Esta idea, aunque con algunas matizaciones, creemos que puede predicarse para el conjunto de la Europa cristiana. En concreto, la caída del precio de los productos del campo afectó principalmente a los granos, siendo mucho menor su incidencia en el vino o en los productos de origen animal.
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El tercer vector de la obra de Hamilton consistió en el estudio de la evolución de los salarios, de cuya correlación con la variable de precios extrajo importantes consecuencias de cara a la explicación de la coyuntura económica española en relación con la europea. En líneas generales, las conclusiones que extrajo el historiador norteamericano fueron las siguientes: a lo largo del siglo XVI los salarios siguieron en España la línea de evolución de los precios, lo que significó que el impacto de los efectos inflacionistas del tesoro americano quedó compensado con una situación de salarios altos y progresivos. La población, por tanto, no perdió capacidad adquisitiva; incluso en distintos momentos el índice de crecimiento de los salarios se situó por encima del de los precios. En los países de Europa occidental más avanzados desde el punto de vista del desarrollo económico la correlación de precios y salarios fue, sin embargo, diferente. En ellos los precios se mantuvieron siempre por encima de los salarios, cuyo crecimiento no bastó para compensar el crecimiento de aquéllos. Tal situación resultaba ventajosa para los empresarios, que lograban mayores beneficios de la venta de sus productos sin tener que hacer frente paralelamente a un aumento proporcional de los costos de producción. El resultado sería lo que se denomina una inflación de beneficios o acumulación de capital susceptible de inversión en actividades reproductivas, es decir, un fortalecimiento de la orientación capitalista de la economía de estas zonas más desarrolladas. En España, en cambio, la situación de salarios altos difuminó las posibilidades de una capitalización similar de la economía. Ello explicaría la paradoja que entraña el hecho de que el país que controló las mayores áreas coloniales productoras de metales preciosos -al mismo tiempo inmensos mercados potenciales para su producción nacional- quedara a la postre rezagado y en último extremo descolgado del proceso de desarrollo que caracterizó a otros países de Europa cuya economía demostró ser más dinámica y eficaz.
termino
acepcion
Banco del retablo.
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La parroquia es también el marco natural de la predicación cotidiana, cuyo mejor ejemplo es el sermón dominical. Durante la Alta Edad Media el sermón había tenido muy poca relevancia en el oficio eucarístico, pero este panorama comenzó a cambiar a mediados del siglo XI. Sin embargo, a pesar de la continua insistencia de sínodos y concilios por extender la práctica del sermón, aprovechando el auge del sistema parroquial, fue muy poco lo que de momento se pudo hacer. Aparte del deficiente grado de formación del clero estaba la propia pobreza de los medios y métodos empleados en la labor predicatoria. En los inventarios parroquiales de los siglos XI y XIII no suelen detectarse, en efecto, y junto a los libros litúrgicos, colecciones de sermones en latín destinados a ser traducidos o a servir de inspiración a los curas párrocos. Cuando tales sermones existen, presentan un carácter erudito tan claro que debían resultar poco o nada atrayentes para la masa de fieles. Mejor fortuna parece haber tenido en cambio la predicación fuera del ámbito parroquial durante estos dos primeros siglos. A partir de Gregorio VII, el Papado apoyó sin ambages la acción evangelizadora ambulante de monjes y ermitaños comprometidos con la reforma eclesiástica, como Pedro el Ermitaño, san Bernardo, Roberto de Abrisel y Norberto de Xanten. Conocemos, sin embargo, muy mal el concreto tipo de audiencia al que se dirigían estos personajes, incluso para el caso de un autor como san Bernardo, del que se conserva una enorme cantidad de sermones. Probablemente este tipo de predicación popular, desarrollado en calles, plazas y espacios abiertos, se dirigiría a un público heterogéneo, predispuesto y con muy escasa capacidad crítica, lo que le hacia extraordinariamente vulnerable a los recursos de la oratoria sagrada. Desconocemos sin embargo, dado el carácter itinerante de esta predicación y las enormes distancias recorridas, si los reformadores podían expresarse en varias lenguas a la vez. Tampoco está claro cómo conseguirían hacerse entender por una audiencia compuesta por miles de personas. Quizá lo que atrajera a las masas no fuera tanto la predicación en sí como la fama de santidad (y por lo tanto la capacidad de obrar milagros) que rodeaba a estos personajes. Si sus giras eran realmente espontáneas o bien obedecían a un riguroso plan, o si sus discursos brotaban de la exaltación del momento o por el contrario habían sido minuciosamente preparados, son cuestiones que probablemente jamás obtengan respuesta. El nacimiento de las órdenes mendicantes, para las que la predicación era ya no sólo un aspecto destacado sino el elemento fundamental de su labor evangélica, supuso una verdadera revolución en el campo de la oratoria sagrada. Es únicamente a partir de entonces que puede hablarse con rigor de una verdadera predicación popular. Al igual que había sucedido con la predicación ambulante, tanto Roma como los obispos apoyaron desde el principio el nuevo apostolado de franciscanos y dominicos. Se soluciono así la grave deficiencia que hasta entonces había impedido la aparición de una catequesis sermonaria estable en el ámbito parroquial. Pese a los conflictos de tipo jurisdiccional como económico que se entablaron entre la organización diocesana y las nuevas órdenes, el espíritu de colaboración se fue imponiendo hasta que el IV Concilio de Letrán lo organizó definitivamente. A partir de 1215 la Iglesia insistió en subrayar que la condición de cura párroco estuviera ligada indisolublemente a una mínima capacidad oratoria. La legislación recordaba asimismo a los titulares de parroquia su obligación de predicar al menos en todas las fiestas universales, o en su defecto, el deber de solicitar la presencia de clérigos "especialmente dotados para ello" (ad hoc specialiter deputati), es decir, los mendicantes. La aparición de un bajo clero secular dotado para la predicación (a menudo los curas procedían incluso de las nuevas órdenes) coincide pues con la eclosión del sistema parroquial vivido por aquellos años. A fines del XIII no son raros incluso los informes episcopales que se hacen eco de la satisfacción de la feligresía por contar con curas párrocos cultos y reputados como excelentes oradores. Esta mejora indudable supuso también un cambio de tipo cualitativo en el arte de la oratoria sagrada. El acuciante deseo de influir en la audiencia otorgó a los sermones un carácter utilitario que hizo modificar tanto el estilo como la técnica de difusión. Ya a fines del siglo XII los sermones eruditos dejan de cultivarse y aparecen nuevas formas que potencian ante todo la finalidad publicitaria. Surgen entonces los llamados sermones por categorías socioprofesionales (sermones ad status), elaborados para una audiencia determinada. Este cambio formal supuso también la aparición de una nueva técnica predicatoria, que incluso modifica en ocasiones la estructura de la misa. Así, en Francia, la lectura del Evangelio se hace a veces en lengua vulgar, a semejanza del sermón, utilizando versiones traducidas que, como el "Evangile des Domées" (Evangelio del domingo) transforman anacrónicamente la Palestina de Jesús en la Francia del siglo XIII, ganando así el interés de la audiencia. La nueva técnica sermonaria modifica asimismo la predicación parroquial, que por lo común sigue inspirándose en el tema hagiográfico, de acuerdo con los martirologios que jalonan el año litúrgico. Ante el escándalo de los rigoristas y el deleite de los feligreses, los mendicantes y posteriormente también los simples párrocos, transforman el sermón en un relato maravilloso en el que parábolas, fábulas, anécdotas vividas o inventadas e incluso observaciones groseras tienen cabida. Aparecidos también a fines del XII, estos "exempla" o relatos anecdóticos que concluyen en una enseñanza moral, se recopilan pronto en colecciones. El creciente número de manuscritos conservados según avanza el siglo XIII, y su presencia en los escritorios parroquiales, demuestran el éxito alcanzado por estos verdaderos arsenales de anécdotas.