Busqueda de contenidos

obra
escuela
contexto
La división creciente de los mogoles desde la partición de su extenso Imperio entre los hijos de Gengis Khan, permitió la restauración de imperios que habían tenido su esplendor en el pasado. La dinastía muzafárida dominaba el Sudeste; en el Nordeste los serbedars tenían en Korazán un principado muy fuerte; en Mesopotamia, los djelairidas. En Azerbaidján, Armenia y el norte de Mesopotamia las tribus turcomanas del Carnero Negro (Kara Koyunlu), chiíes, se habían ido extendiendo, mientras sus parientes sunníes del Carnero Blanco (Akk Koyunlu) lo hacían a su Oeste, hasta imponerse sobre toda la Persia occidental sometiendo a los timúridas. En este marco surge en las montañas de Azerbaidjan la dinastía turcomana de los sefévidas, que extrae su nombre de Safiy al-din, muerto en 1334, célebre sufí, que había convertido al misticismo a la región de Ardebil, a orillas del Caspio. Los musulmanes chiíes persas, que recogían muchos de los elementos de las antiguas religiones iraníes, se encontraban en permanente enfrentamiento con los sunníes, ortodoxos, que eran dominantes en el Imperio otomano y entre los musulmanes de la India. La tradición descentralizadora chií agradará a las diferentes tribus turcomanas entre las cuales se fue extendiendo con facilidad. La nueva dinastía Sefévida, que aseguraba descender de Alí, yerno de Mahoma, era considerada la única legítima por los doctores sufíes persas y, por tanto, su empresa era tanto religiosa como política. Ismail fue el creador de la nueva unidad persa, perdida en el siglo VII tras la conquista islámica. En 1501 tomó el título de Rey de Reyes, "shahan sha", tras conquistar Bakú y Gulistán a los turcomanos, y Tabriz a la horda del Carnero Blanco, con lo que controló el Cáucaso oriental. Luego invadió Irak y el Irán oriental (1510). A la unión territorial siguió la religiosa, obligando a la población sunní a adoptar el chiísmo. Pese a los éxitos iniciales, el mantenimiento de la independencia persa no fue tarea fácil. En el Este los uzbekos serán una constante amenaza, con continuos bailes de territorios en los terrenos fronterizos, y en cualquier caso supusieron un freno a la expansión hacia el Asia Central. En el Oeste, el sultán otomano Selim I, preocupado por la expansión del chiísmo en el interior del Imperio, inició a su vez las persecuciones religiosas contra esta corriente, al tiempo que invadió el Azerbaidján (1514). Aunque Selim no pudo retener el territorio, la derrota infligida a Ismail supuso el fin de su política expansionista en dirección al Oeste, que sólo encontró el corolario de la ocupación del Cáucaso oriental en 1517. A pesar del éxito en la reunión de los territorios del Gran Irán, siempre fue un problema la vertebración administrativa de las distintas regiones y de poblaciones tan diferentes como las tribus turcomanas nómadas y los sedentarios persas. Mientras fue victorioso, Ismail fue respetado como un dios por sus súbditos, que le obedecían sin discusión como descendiente de Alí. El tiempo y las derrotas pusieron de manifiesto la debilidad que implicaba esta falta de organización, tanto más cuanto que los turcomanos, que habían sido los originarios conquistadores, se sintieron desplazados frente al acaparamiento del poder y de la administración por parte de los persas, debido a la mejor adecuación de su cultura y forma de vida. Además, estaban los problemas generados por la creciente intolerancia religiosa del chiísmo y su cada vez mayor conservadurismo, pese al igualitarismo y el pacifismo de sus orígenes. Las clases religiosas fueron favorecidas con mercedes y subvenciones por los shah, como pilares básicos de su poder, pero la situación privilegiada cada vez más consolidada los convirtió en competidores frente al poder político sefévida. Los problemas internos se pusieron de manifiesto con el shah Tahmasp (1524-1576), hijo y sucesor de Ismail, que hubo de enfrentarse con numerosos problemas de orden interno, que agravaron la difícil situación en política exterior. La dependencia respecto del ejército aportado por las distintas tribus limitaba la autoridad que el shah pudiese ejercer sobre éstas, tanto más cuanto que las tierras concedidas como recompensa a los servicios militares prestados tendían a convertirse en feudos hereditarios. Esto le creó innumerables dificultades para mantener el territorio unido, e incluso se vio obligado a trasladar la capital de Tabriz a Qazvin, al sur del Caspio, más a resguardo de las levantiscas tribus caucásicas. En 1534 hubo de ceder Mesopotamia, con Bagdad, al ejército triunfante de Solimán el Magnífico, y la inestabilidad de su frontera nordeste, amenazada por los uzbekos, le hizo abandonar definitivamente por el tratado de Amaria (1555) cualquier pretensión de recuperar los territorios perdidos. En los años siguientes, las luchas intestinas en la familia real y el desgobierno resultante dificultarán la defensa ante los enemigos exteriores. Los turcos otomanos consiguieron de este modo dominar Georgia y el mar Caspio, y controlar así las rutas de la seda, cuyo acceso por el Norte les había cortado Iván el Terrible con la ocupación de Astrakán.
contexto
Persia, después de haber sido un mero nombre en Occidente, se había convertido en la segunda mitad del período islámico en una realidad geográfica cada vez mejor conocida a medida que los contactos se fueron haciendo más estrechos y frecuentes. No obstante, el concepto que Persia merecía a los europeos variaba en los diferentes casos, considerándola algunos sólo como un país con el que se podía comerciar, otros como una tierra para evangelizar, y otros como una potencia a la que se debía de ganar para la causa común contra los turcos. Andando el tiempo, Europa llegó a darse cuenta de que Persia significaba más que todo eso, que poseía su cultura y su propia literatura, y que su pueblo tenía un gusto extraordinariamente delicado para la poesía, con marcada tendencia al misticismo y a la especulación religiosa. El Imperio persa, rival de los otomanos, comenzaba en el Cáucaso y la parte oriental de Georgia. Al Sudoeste, desde la pérdida de Bagdad en 1639, la frontera pasaba por el delta del Tigris y el Eufrates. Al Sur, aunque era neta a lo largo del golfo Pérsico y el océano índico, la frontera estaba sometida a las incursiones de los emiratos árabes de la costa opuesta. Al Norte estaba la imprecisión de los desiertos del Asia media. Al Este, en fin, una línea aproximativa separaba a Persia de otro Imperio en decadencia, el de los mogoles. Vasto territorio de poblamiento desigual -quizá unos 10 millones de hombres- repartidos, sobre todo, por la periferia en función de los diversos tipos de actividad agrícola: cultivos permanentes no irrigados de Georgia y Azerbaiján, grandes oásis de las mesetas occidentales hasta Ispahan, asociación de cultivos irrigados y ganadería en las montañas del Noroeste y en el Centro y Sur grandes llanuras y mesetas áridas, tierras de paso de los nómadas. Territorio heterogéneo pero bien situado sobre las rutas terrestres y marítimas de Asia, lo cual no dejó de interesar, desde el siglo XVII, a las Provincias Unidas y a Inglaterra, cuyas Compañías de Indias Orientales instalaron representantes; después a Francia, a principios del siglo XVIII, y, finalmente, a la Rusia vecina y conquistadora de Pedro el Grande. Estado de conquista, el Imperio persa estaba en manos de la dinastía safaví desde principios del siglo XVI. La Persia de los sefévidas, tan brillante en el siglo XVII por su extensión y poderío, el esplendor de su civilización y el auge de su comercio, a principios del siglo XVIII, está amenazada por la debilidad de una dinastía incapaz de dominar provincias tan heterogéneas, y por ambiciones renovadas de los turcos en el Oeste, los turcomanos en el Norte y los afganos en el Este. Dos de los tres sucesores de Abbas el Grande, Safi I y Safi II, fueron notables por su crueldad e incompetencia, tan sólo Abbas II mostró enero y competencia, pero sus intentos en pro de una centralización del Imperio acabaron con él. La falta de ataques externos mantuvo al Irán casi intacto territorialmente durante estos reinados, pero el poder efectivo del shah decayó a finales del siglo XVII. En el curso de estos reinados el poder y pretensiones de los ulama, personas doctas que formaban parte de la clase dominante, aumentaron considerablemente. Los ulama habían dependido originariamente de sus gobernantes safavíes en cuanto a su riqueza y posición, pero cuando su riqueza personal y su influencia crecieron a la par que decaían las de los soberanos, muchos de ellos empezaron a hacerse eco abiertamente de la doctrina ortodoxa del chiísmo duodecimano, según la cual todos los gobernantes temporales eran ilegítimos, y a predicar que el gobierno legítimo pertenece únicamente a aquellos mejor educados para comprender la voluntad del duodécimo y escondido Imán, de quien los duodecimanos decían, que no había muerto sino que se había ocultado varios siglos antes y que volvería a la tierra como mesías o madhi. A comienzos del siglo XVIII, la dinastía sefévida asistía a una incontestable disminución de su poder. Si en la centuria precedente había reconstruido el antiguo Imperio sasánida, iniciado la europeización y florecido el clasicismo persa, las fuerzas de la dinastía se iban desgastando en los harenes. Y fueron los afganos, derrotados en el siglo anterior, por el fundador de la dinastía, Shah Abbas, los que se rebelaron. Pueblo del mismo origen que los persas, había conservado su individualidad en las montañas gracias a la profundidad de sus valles y la estrechez de los pasos que los ponían en comunicación. Eran musulmanes ortodoxos o sunnitas, que odiaban a los persas, musulmanes chiítas; rudos montañeses, seminómadas, que vivían de la crianza de ganado trashumante, menospreciaban a los persas por ser ciudadanos civilizados, agricultores sedentarios, comerciantes. Este tiempo de los disturbios estuvo dominado por las intervenciones extranjeras tanto como por las luchas internas. La acción de las potencias extranjeras revistió dos aspectos contradictorios y complementarios: la utilización de los safavíes contra los otomanos, más próximos y considerados más peligrosos, y una tentativa de desmembrar el Imperio persa. Desde el Cáucaso, al Norte, hasta el golfo Pérsico, al Sur, las mesetas de Armenia y las llanuras de Georgia y Mesopotamia, constituían una marca fronteriza en la que chocaban persas y otomanos. Ningún odio de raza o religión los enfrentaba. Pero de la posesión de estos bastiones dependían la seguridad de uno y otro imperio y su expansión económica. En cuanto a la Rusia de Pedro I y sus sucesores, pretendía controlar el Caspio y desviar así en su beneficio una parte del comercio terrestre procedente de Asia. Desde 1697 una embajada rusa proponía a Persia la reanudación de la guerra contra los otomanos, ofreciendo ayuda financiera. La derrota rusa ante los turcos en 1711 hizo más apremiantes las exigencias de Pedro. En 1717, una nueva embajada obtuvo para los comerciantes rusos la libertad de comercio en todo el Imperio persa. El final de la Guerra del Norte en 1721 y la crisis abierta en Persia dieron a Pedro la ocasión esperada. Los rusos que, desde su factoría de Astrakán, tenían la vista fija en la ruta mercantil que iba de la India a Europa, pertrecharon un ejército que, bajo la dirección del zar en persona, ocupó Derbent en 1722, Bakú en 1723 y, por el Tratado de San Petersburgo, obtuvieron toda la orilla sur del Caspio. Las operaciones prosiguieron con dificultad tras la muerte del zar en 1725. Entonces de todas partes, nómadas y Estados vecinos, se abalanzaron sobre Persia. Los turcomanos del emir Bukhara invadieron el Korasán. Rusia no tenía los medios necesarios para ampliar ni siquiera mantener sus conquistas. Negociaciones entabladas de 1723 a 1724 con Estambul terminaron por implicar a los otomanos en la guerra. Ocupadas Irak y Armenia, la invasión turca se desplegó en dirección a Georgia, Azerbaiján y hacia Hamadan, que cayó en 1724. Pero tanto la resistencia georgiana, armenia y persa como las dificultades internas del Imperio otomano obligaron a los adversarios a una tregua: la paz de 1727 reconoció a los otomanos sus conquistas. La dominación afgana, hasta 1729, no llegó, sin embargo, a estabilizarse, dado que la organización nómada se adaptaba mal al aparato burocrático. Persia debió su salvación a un condottiere turcomano de la frontera del Korasán, Nadir. Nacido en 1688 en la tribu turca de los afcaros de Azerbaiján, Nadir hizo carrera primero como jefe de banda único hombre enérgico, en medio de una corte desamparada, reorganizó el ejército persa. El rey de los persas, Tahmâsp, esperaba de él que reconstruiría el Imperio y así en el curso de siete años de campañas ininterrumpidas arrebató a los afganos el Korasán y la provincia de Herat y los rechazó a sus montañas. Entró en Ispahan, obligó a los rusos a evacuar sus conquistas, expulsó a los otomanos de Azerbaiján y de Irak, tomó Erivan y Kars y obligó al sultán Mahmûd I, por el Tratado de Constantinopla (1736), a ceder a Persia la Armenia oriental y el protectorado de Georgia. La gloria militar de Nadir obligó a Tahmâsp a abdicar en 1732 en su hijo, de ocho meses de edad, del que Nadir se aseguró la regencia. A la muerte de este niño, en 1736, Nadir se proclamó shah. Es difícil caracterizar su reinado, tan ocupado por expediciones militares que a primera vista se podría pensar que nos encontramos ante el último de los grandes conquistadores de Asia. Y es que, en efecto, último de los reyes pan-iranios, extendió en todas direcciones la dominación persa por las grandes rutas comerciales de Asia. Liberado Irán, Nadir Shah reanudó, de la Transcaucasia a la India y el Turquestán, las tradiciones de conquista de los safavíes. Sus huestes ocuparon Qandahâr y Kabul, Bujara y Khiva y entraron victoriosas en Delhi en 1739. Lo más extraordinario fue esta campaña de 1738-1740 contra el Imperio mogol. Tras el pillaje de Delhi, Nadir confirmó al gran mogol en su soberanía, no sin llevarse su trono y hacerse reconocer la orilla occidental del Indo. Pensó europeizar esa Persia cuyas fronteras había asegurado, en realizar la misma labor que Pedro el Grande había intentado hacer en Rusia. La civilización irania, muy asiática, tiene, no obstante, una gran aptitud para fundir elementos dispares y formar con ellos una obra original. Pero a Nadir Shah le faltó tiempo para hacerlo pues, en 1747, murió asesinado. El poder central nunca estuvo sólidamente instalado -aunque Nadir había tratado de reforzarlo con medios políticos- pues los notables se resistieron a las tentativas de reforzamiento del poder central. Tras su asesinato, le sucedió su sobrino con el nombre de Ali Shah. Se reanudaron los disturbios y la lucha por el poder de las tribus. Salvado de la desmembración, el Imperio persa parecía incapaz de consolidarse. Finalmente, los lur impusieron a Karîm Khân Zand, cuyo reinado coincidió con un período de calina e incluso de prosperidad. En efecto, tras la muerte de Nadir Shah, surgió una refriega de tribus, que aprovecharon los afganos para independizarse. Los turcos-kachares, nómadas pastores y caravaneros, antiguos jefes bélicos de los sefévidas, organizados en colonias militares en la frontera septentrional, de Armenia a Afganistán, en Erivan, Asterabad y Qandahâr, se rebelaron y prácticamente consiguieron la independencia. Por último, al Sur y Oeste, algunos jefes de tribus bajtiaris y zend trataron de restaurar la autoridad de los iranios en el Imperio persa y así se formó una dinastía nacional zenda. Karîm Khân Zand (1750-1779) reconquistó a expensas de los turcos-kachares la ciudad de Ispahan y las provincias de Azerbaiján y Manzanderán, y unificó el oeste de Persia, del Caspio al golfo. Instaló la capital en la ciudad de Shiraz, desde 1758 hasta su muerte en 1779. Los zand fueron los primeros gobernantes de origen persa después de siete siglos de dominio turco y mogol y su breve reinado se recuerda como un período de paz, benevolencia e intentos de restablecer la prosperidad mediante medidas de protección al comercio y a la agricultura. Además de sus esfuerzos por un restablecimiento económico, Khârim Khân embelleció la capital, Shiraz, con varios edificios excepcionales y le dio el aspecto que, en gran parte, aún hoy conserva. A su muerte, el turco Aga Muhammad Qayar consiguió huir hasta su provincia nativa de Mazanderán, en el Norte, y asumir la jefatura de su tribu. Con el creciente apoyo de los jefes tribales del Norte, comenzó entonces una carrera de conquistas. En 1785 ya había desalojado a los rusos que regresaban a la provincia de Mazanderán. En 1795 arrebató Ispahan y Shiraz a los zendas. El último de los zand, Alí Shah, fue traicionado por su propio gobernador de Shiraz, Hayyi Ibrahim, quien ofreció la ciudad a Aga Muhammad Qayar a cambio de que le nombrara su gran visir. Alí se mantuvo en Kirmán durante algún tiempo, pero Aga Muhammad tomó Kirmán por la fuerza e hizo cegar a Alí Shah y, según se relata, a toda la población masculina, unos 20.000 hombres, mientras las mujeres fueron hechas esclavas. El tratamiento brutal infligido a Kirmán fue recordado al sur de Irán a través de todo el período Qayar y fue la razón por la que Kirmán iba a ser el foco de resistencia frente a los Qayar. La victoria de los Qayar, fuerzas del Norte, hasta cierto punto reflejó la creciente importancia económica del Norte y la decadencia del Sur, debida en gran parte a los cambios de las condiciones del comercio internacional. Mientras que durante los siglos XVI y XVII los puertos del golfo Pérsico habían tenido una importancia considerable para el comercio de objetos de lujo y como tránsito hacia Europa occidental, en el siglo XVIII este comercio decayó, quedando reducido a su mínima expresión. En el Norte, sin embargo, la proximidad de Rusia desde las conquistas de Pedro el Grande y Catalina II en el siglo XVIII, condujo a un restablecimiento del comercio norteño. El Norte gozaba de un índice de pluviosidad mayor, y por tanto de una agricultura más productiva. La dinastía Qayar consiguió, ayudada por Rusia y Gran Bretaña, mantenerse en el poder durante más de un siglo. Aga Muhammad, aunque despiadado en sus acciones bélicas, tuvo la previsión de no abrumar a la población con impuestos y, bajo su gobierno, se empezó a fomentar el incremento de la producción agrícola; acumuló grandes dominios gracias, sobre todo, a la confiscación de los bienes de sus enemigos y tuvo el buen sentido de guardar estas tierras bajo su directa administración fiscal en vez de concederlas en feudos. Tras su muerte, su sobrino fue declarado shah, con el nombre de Fath Alí. Bajo su largo reinado, de treinta siete años, las potencias europeas comenzarán a mezclarse intensamente en los asuntos iraníes, hecho que habría de afectar profundamente el destino del Irán moderno.
obra
Magnífico ejemplo del Segundo Estilo de la pintura también llamado Estilo Arquitectónico hallado en la Villa de Boscoreale. Aparecen representadas dos figuras en un marco arquitectónico de gran lujo. Una de ellas armada, es contemplada fijamente por la otra figura. Se trata de la representación alegórica de Persia y Macedonia.
contexto
Frente a las novedades tipológicas establecidas por Juni y sus colaboradores, los grandes retablos platerescos, complejos de estructura y prolijos en la decoración, se resisten a desaparecer en unas fechas donde en otros lugares se inicia una fuerte crítica a los excesos y desproporciones platerescos, que pronto afectaría al concepto mismo de la imagen sagrada. A ello contribuyó en gran medida el establecimiento en Madrid de Francisco Giralte, después de su. aprendizaje con Berruguete y de un período prolongado de trabajo en tierras de Palencia, contratado para realizar el retablo mayor y los sepulcros de la Capilla del Obispo contigua a la madrileña iglesia de San Andrés. Fuera porque hubiere contratado con anterioridad estas obras, o como consecuencia del adverso resultado del pleito entablado con Juni a propósito del retablo de la Antigua, el caso es que a mediados de 1550 era vecino y estante en la ciudad. El retablo, prolijo de decoración y abundante en relieves y esculturas, se compone de zócalo, banco, tres cuerpos y ático, con tres calles y sus correspondientes entrecalles, configurando así un conjunto complejo y extremadamente ornamentado, opuesto, por tanto, a los nuevos conceptos relacionados con la presentación de las imágenes, que se orientaban hacia estructuras y composiciones más sencillas en beneficio de una mayor claridad en la exposición de los asuntos sagrados. Por estos mismos años hizo Giralte el sepulcro de don Gutierre de Carvajal, obispo de Palencia y fundador de la capilla, y los de los progenitores del prelado, que repiten a ambos lados del retablo mayor y a escala reducida, unas trazas similares a las del monumento funerario del obispo. Es también suyo el retablo mayor de la iglesia parroquial de Colmenar Viejo (1560), comenzado el mismo año que fueron desestimadas sus trazas para el retablo mayor de las Descalzas Reales de Madrid, y en el que trabajaron sus colaboradores Francisco de Linares y Juan de Tovar en compañía de los pintores Alonso Sánchez Coello y Diego de Urbina. Con este último hizo Giralte el retablo mayor de la iglesia madrileña de Pozuelo del Rey y un colateral de la misma parroquia, hoy destruidos. A pesar de la resistencia a desaparecer de estas estructuras platerescas relacionadas con una forma convencional de presentación de la imagen religiosa, los valores formales del clasicismo se acabaron imponiendo por el influjo de los medios cortesanos en la obra de otros artistas contemporáneos como Gaspar Becerra, tracista del retablo mayor de las Descalzas Reales y autor del Cristo yacente, escultura-relicario del mismo convento, y el broncista toledano Nicolás de Vergara el mozo, artífice de la verja del sepulcro de Cisneros y autor de los facistoles de bronce del coro de la catedral primada, bellos ejemplos del manierismo clasicista. Dentro de este panorama, en el que los principios estéticos tradicionales se formulaban conforme a unos criterios que podemos definir como manieristas, las propuestas más clásicas procedentes de Italia no arraigaron adecuadamente en la sensibilidad española, quedando generalmente localizadas en el área específica de la pintura. La obra pictórica de Machuca, arquitecto del palacio imperial de Granada, aparece como una de las primeras propuestas interesadas en socavar los principios normativos del Clasicismo. En su Descendimiento del Museo del Prado, a pesar de su temprana fecha, plantea ya el problema del manierismo clasicista de filiación italiana, dado que su compleja composición, las actitudes rebuscadas de algunos de sus personajes y los efectos lumínicos elegidos rompen con el espacio unitario codificado por el Clasicismo. Similares recursos vuelve a utilizar Machuca en sus obras para la Capilla Real y en el Retablo de Santa Cruz (1521) de la catedral de Granada, abandonando la claridad y sencillez propia del Renacimiento Clásico para orientar su producción hacia soluciones manieristas que, como el Retablo de San Pedro de Osma (1547) de la catedral de Jaén, sintonizaban más con las múltiples posibilidades que ofrecía este género. En este sentido, uno de los ejemplos más sugerentes, donde se aprecia una hábil combinación de los modelos clásicos con los efectos emocionales propios del arte religioso en la época del Manierismo, lo constituye la obra de Luis de Vargas (1506-1568) el primero que, según Pacheco, llevó a Sevilla la manera italiana y las nuevas formas de pintar al fresco. Algunas de sus obras como la Generación temporal de Cristo -conocida popularmente como la Gamba- o el Retablo del Nacimiento, ambas en la catedral de Sevilla, recuerdan de algún modo el estilo de Vasari y de Salviati, manifestando una temprana inclinación del artista hacia el naturalismo que tanto éxito tuvo en la pintura posterior andaluza. En conjunto, su obra, como la de Fernando Sturmio y, parcialmente, la de Pedro de Campaña, suponen la elección de unas soluciones italianizantes que no lograron identificarse plenamente con los imperativos y requerimientos de la imagen religiosa. Salvo el caso excepcional de la pintura levantina con Fernando Llanos y Fernando Yáñez de la Almedina, cuyas obras suponen una formulación muy temprana del Clasicismo rafaelesco en nuestro país, esta identificación no se produjo hasta mucho más tarde, cuando las opciones clasicistas de procedencia italiana encontraron fácil acomodo en la nueva concepción de la imagen sagrada definida con el arte oficial durante el reinado de Felipe II. Mucha mayor aceptación tuvieron anteriormente otras propuestas que encajaban en la obra de algunos artistas extranjeros como Alejo Fernández (muerto en 1543) o Pedro de Campaña (1503-1580), que supieron articular una pintura emocional y expresiva de ascendencia flamenca al margen de las teorías clásicas. Baste como ejemplo el Descendimiento de la catedral de Sevilla de este último: aquí un hondo patetismo se ha sometido a unos principios reguladores de carácter clasicista, traduciendo tanto la experiencia flamenca del pintor como su formación italiana. Sin embargo, en este caso, son los efectos dramáticos, en sintonía con el papel asumido por la imagen religiosa en nuestro Renacimiento, los que predominan sobre cualquier planteamiento clasicista, más evidentes en otras obras de este artista como las realizadas más tarde para la iglesia de Santa Ana en el sevillano barrio de Triana. Sin embargo, como ya se ha puesto de manifiesto, este tipo de obras, por su carácter culto y sofisticado, contrastaban con las de otras opciones más moderadas dirigidas a configurar unas imágenes religiosas entendidas como instrumento sentimental de devoción. En este sentido, las numerosas obras de Juan Correa de Vivar (muerto en 1566) o las pinturas piadosas de Vicente Macip y su hijo Juan de Juanes (muerto en 1579), representan la adaptación de soluciones cultas a un lenguaje elemental orientado a satisfacer las necesidades devocionales de un gran número de fieles.
contexto
La decoración de las habitaciones destinadas a los miembros de la familia real española en el Palacio Real de Madrid y en el resto de los Reales Sitios exigió la realización de gran número de tapices, que los artesanos de la Real Fábrica de Santa Bárbara hacían a partir de los cartones pintados por una serie de pintores especializados. Durante el reinada de Fernando VI y primeros años del reinado de Carlos III, bajo la supervisión de Giaquinto, primero, y después de Mengs, se habían realizado tapices copiando pinturas de Luca Giordano que se guardaban en El Escorial, pinturas y grabados con escenas campestres de David Teniers y Philips Wouwerman, y cartones preparados por el propio Giaquinto. A partir de 1773 hubo un giro temático y estético radical en la Real Fábrica, dando entrada a temas de caza y de pesca, primero, en consonancia con las aficiones cinegéticas de Carlos III, y después a escenas de temática popular y costumbrista, temas campestres y asuntos populares madrileños en los que se reflejaba una vida alegre, desenfadada e idílica y en los que no tenían cabida las amarguras y dificultades del existir cotidiano de las clases populares españolas. En un ambiente estético decididamente clasicista y académico, resulta un tanto sorprendente que Mengs dejase una vía de escape a la sensibilidad rococó, que él y sus seguidores estaban criticando y relegando. La mejor explicación la encontramos, sin duda, en el destino de los tapices. Iban destinados a decorar los dormitorios, cámaras, solitas y comedores de los palacios Real de Madrid, de Aranjuez, de El Pardo, de El Escorial, donde sólo los miembros de la familia real, allegados y servidumbre los contemplarían. En consonancia con los gustos del arte cortesano rococó, se deseaban unas habitaciones, unos espacios agradables, alegres, relajantes, llenos de luz y de color, donde los vistosos tapices se integrasen armónicamente con los muebles y el resto de la decoración. Es decir, se recreaba un mundo optimista e idílico. Tres pintores tuvieron un especial protagonismo en la ejecución de cartones para tapices: José del Castillo, Ramón Bayeu y Goya. José del Castillo, a quien ya nos hemos referido anteriormente en otras facetas pictóricas, ejecutó en 1773-74 una serie de cartones para tapices destinados a la pieza de cámara del Príncipe de Asturias en el palacio de El Escorial. Se trata de escenas de caza derivadas de las escenas campestres flamencas y holandesas, pero en ellas hay un sentido de lo español en el paisaje, al que se da mucha importancia, en la vestimenta de los cazadores, y en las actitudes, como se comprueba en los Cazadores merendando (1774, Prado). A partir de 1779 entregaría los cartones para los tapices del tocador de la Princesa de Asturias en El Pardo, en los que refleja el esparcimiento y recreo de la alta sociedad madrileña, como en su hermoso Paseo del Retiro (1780, Prado). Castillo manifiesta una sensibilidad rococó refinada y exquisita, con amplias pinceladas análogas a las del Goya de los primeros cartones, y una excepcional armonía de color. Sin duda, aquí encontramos al mejor Castillo, un pintor de gran categoría. Esa gracia y elegancia seguirá mostrando en La naranjera y el majo (1786, Prado), para el Dormitorio del Infante en El Pardo. Ramón Bayeu y Subías (1746-1793), fue también un prolífico cartonista, a más de decorador al fresco. Comenzó su actividad en la Real Fábrica de Tapices en 1765, introducido por su hermano y por Mengs, llegando a ser nombrado en 1786, en unión de su cuñado Goya, pintores de diseños para los tejidos de la Real Fábrica. Sus cartones, dentro de la misma temática costumbrista y madrileña, están ejecutados con dibujo preciso y ajustado y cierta frialdad cromática, en la que se detecta lo rococó de forma atemperada, como se aprecia en Abanicos y roscas (1778, Prado), El Choricero o El juego de bochas (1784-85, Prado), todos siguiendo ideas y borroncitos de su hermano Francisco Bayeu. En la producción pictórica de Goya, además de en pinturas juveniles, encontramos reflejada la sensibilidad rococó en bastantes de sus 45 cartones para tapices, tanto en los de primera época como en otros de los últimos que ejecutó. Si bien la temática a desarrollar venía marcada por los destinatarios, en la mayor parte de los casos los Príncipes de Asturias, Goya los pintó de su invención, salvo los primeros de 1775. De todos modos, no fue una actividad, la de cartonista, que le agradase a Goya, pues, como diría años después, ningún pintor de primera clase o de mérito conocido quiere emplearse por no ser pinturas que los acrediten. Los cartones de Goya son obras de gran belleza y resultaron medio de expresión plástica en las que proyectar sus inquietudes creativas. En ellos se aprecia el estudio por Goya de los grupos de medias figuras pintadas al pastel en los años anteriores por Lorenzo Tiépolo, de las escenitas campestres de Houasse, de las obras de Velázquez y también el conocimiento directo o a través de estampas de composiciones del rococó francés. Los cartones de Goya tienen una mayor espontaneidad y vida que los de otros cartonistas, y las figuras adquieren una gran plasticidad sobre los paisajes abiertos de filiación velazqueña, resueltas con pinceladas empastadas, colores audaces y al mismo tiempo armónicos, y acertadas matizaciones lumínicas. En Goya lo rococó no resulta nunca convencional, sino totalmente transformado por su genio. Lo podemos comprobar en su exquisito Quitasol (1777, Prado), en los vivaces y desenfadados cartones de niños, como los Niños jugando a soldados (1779, Prado); en El cacharrero (1778, Prado), de fulgurante cromatismo y gracia preciosista; hasta llegar al más tardío de La gallina ciega (1788-89, Prado), en el que los aristócratas disfrazados de majos juegan a hacerse populacheros, sin perder la compostura en una tarde primaveral.