Tratar de establecer aquí una periodización para el tiempo denominado la Edad de los Metales supone de forma inexcusable discutir las bases de esa periodización desde el punto de vista teórico y metodológico. Al tratarse de una síntesis de un amplio periodo de tiempo y que pretende englobar todo el Viejo Mundo, es imposible llegar a una generalización que sea capaz de comprender ese tiempo y ese espacio. En línea con los interesantes trabajos sobre periodización en Prehistoria de María Isabel Martínez Navarrete y J. M. Vicent García, las disponibles para Europa, que a veces se han hecho extensibles a zonas de Asia y Africa, pueden situarse en dos modelos diferentes, según la perspectiva epistemológica -consciente o inconsciente- de los investigadores que las han enunciado o adoptado. La primera serie, dependiendo de un positivismo clásico, establece una periodización realista en la que cada periodo tiene un contenido real, que es verificado en el registro arqueológico, única referencia capaz de ser observada y que es la que ha guiado la construcción del sistema de las Tres Edades, con un evidente contenido inicial descriptivo-tipológico, como vimos. El resultado es una periodización taxonómica, basada en el método tipológico, aplicado a objetos aislados o conjuntos (especialmente metálicos) que permiten establecer sincronías entre periodos o zonas. Esta periodización, en un grado de generalización superior, llega a tener un contenido histórico-cultural que permitiría superar la atomización que impone su contenido taxonómico pero que, por la heterogeneidad del propio registro, le hace perder su condición de verificable en el registro arqueológico, pasando a ser periodizaciones de tipo teórico imposible de ser contrastadas, por lo que adquieren el grado de conceptos dependientes de una opción teórica determinada. Esa contradicción ha hecho que, en última instancia, las periodizaciones dependientes de la opción teórica empirista, se hayan cargado de un alto contenido cronológico, cada vez más dependiente de fechaciones obtenidas mediante dataciones absolutas, pero que a la vez evidencien las contradicciones del método, ya que ese cuadro cronológico ha de adaptarse a períodos definidos a priori, y no a una contrastación empírica del nuevo contenido cronológico de los términos. Llegamos así, en palabras de Martínez Navarrete y Vicent, a un agotamiento del sistema realista, creándose una grave e insalvable confusión entre los términos culturales y cronológicos en la periodización. El segundo modelo es el convencionalista que, a diferencia del realista, no pretende que exista ninguna conexión entre la realidad misma y la periodización. Ésta se convierte en un marco de referencia interteórico, que intenta, a través de una sistemática interna establecida a priori, no verificable en si misma, servir de base para la construcción de modelos hipotéticos basados en interpretaciones teórico-empíricos. La búsqueda de la operatividad se hace por el convencionalismo de una ordenación con referencia a la contemporaneidad o sucesión de diferentes contextos. Al ser un sistema convencional establecido a priori, es necesario establecer el ámbito de aplicación que puede ser cultural, geográfico, cronológico, etc., lo que impide la posibilidad de una excesiva generalización, convirtiéndose en un sistema de periodización de validez restringida. De nuevo, el recurso a la cronología absoluta de fechas radiocarbónicas ha sido usado para romper el restrictivo marco de aplicación, sin que ello haya supuesto una mejora en las expectativas de generalización del sistema, puesto que las referencias cronológicas no imponen un sistema de contrastación de las series convencionales, en esencia neutrales, sin posibilidad de discusión desde fuera de sus mismas sistemáticas, lo que podría hacerse si se dotara de un contenido teórico-cronológico a las series en cuestión, convirtiéndolas en un modelo a contrastar, es decir, con una proyección científica. Ambos esquemas de periodización han sido aplicados a la Edad del Bronce en Europa. El ejemplo más claro de una periodización basada en el método tipológico, que da lugar a una división tripartita, es la de V. G. Childe que, por las razones expuestas al explicitar los criterios que sustenta esta periodización de carácter positivista, permite ponerla como prototipo de realismo antiteórico. Su aceptación ha sido muy general de forma que, aún hoy, continúa siendo la más aceptada con carácter general por parte de los investigadores que sustentan la actitud más tradicional en la Prehistoria europea. De otro lado, entre las periodizaciones convencionales, que pone como ejemplo Martínez Navarrete, están las propuestas por Evans para el área egea a base de divisiones y subdivisiones tripartitas, caracterizadas por numerales, y que han servido durante bastante tiempo para intentar establecer un sincronismo entre la Europa mediterránea oriental y la Europa templada o la de Reinecke para Europa central, también con una formulación tripartita, aunque con mucho menor repercusión que la de Childe. Otros muchos ejemplos podrían aportarse para toda Europa o para cada una de las áreas en que se hayan podido dividir según las líneas de investigación, pero, como veíamos más arriba, una de las limitaciones de las periodizaciones convencionales era la imposibilidad de su generalización a amplias zonas, lo que no ha sido obstáculo para que ello se haya realizado por buena parte de la investigación, en muchos casos transfiriendo a estas periodizaciones convencionales características propias de las clasificaciones realistas. Ello ha provocado una gran confusión que hace muy difícil discernir el contenido teórico del empleo de cualquier tipo de periodización, máxime cuando muy raramente se hacen explícitas las posiciones teóricas que dirigen su adopción, obligando a un necesario estudio critico de sus aplicaciones, lo que siempre nos permitirá desentrañar las posturas teóricas aunque éstas sean implícitas. La adopción de un esquema general tripartito, consagrado en la mayor parte de las periodizaciones al uso, ya sean desde una perspectiva positivista clásica, que da lugar a periodizaciones claramente teóricas, o desde las clasificaciones convencionales de carácter metodológico, ha creado la necesidad de adaptarlas a los diferentes lugares donde se han pretendido aplicar; ello ha provocado un aumento considerable de la confusión al rellenarse estos periodos con multitud de culturas, con evoluciones basadas en las comparaciones tipológicas, en la aparición o desaparición de rasgos aislados, cuando no en tipos simples de útiles, de forma que el estudio de la Edad del Bronce europea, en muchos manuales resulta una intrincada maraña de nombres de yacimientos epónimos que dan nombre a períodos y subperiodos, de fechas y de variaciones tipológicas que afectan a útiles o estructuras, de muy difícil asimilación y de una nula capacidad para ofrecer un cuadro comprensible de la evolución social en cada zona, ni siquiera de las características, pretendidamente culturales, de cada periodo en cada zona. Nosotros aquí renunciamos a tratar de reflejar esa situación en aras de la claridad de la exposición y poder resaltar o centrarnos en aquellas cuestiones que nos parecen más relevantes para una comprensión, aunque sea a grandes rasgos, de las cuestiones sociales, económicas e ideológicas que nos parecen las esenciales para interpretar el pasado y los cambios ocurridos en las formaciones sociales humanas.
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En el escenario de la historia helénica mejor definida, en la parte sur de la península balcánica y en las islas del Egeo, existe un período donde hay que referirse a la historia de las sociedades prehelénicas. Es, en líneas generales, el primero de los períodos en que suele dividirse la Edad del Bronce en el Egeo. Esta Edad del Bronce suele dividirse, en la historia de Grecia, en tres períodos, Bronce Antiguo, Bronce Medio y Bronce Reciente. Por otra parte, de acuerdo con los datos tipológicos de la arqueología y según una distribución geográfica, en cada uno de los mencionados períodos se distingue Heládico, Cicládico y Minoico. El tercero de los períodos o Bronce Reciente coincide en líneas generales con el período Micénico, determinante principalmente en la península, pero con capacidad para informar la historia griega y egea en general. En los dos períodos anteriores, las distintas zonas señaladas muestran mayores diferencias entre sí y una mas definida personalidad cultural. Se suele admitir como fecha redonda que la Edad del Bronce se inicia en Grecia hacia el ano 3000 a.C., con el desarrollo de las nuevas técnicas que influyeron en la evolución de los métodos productivos aplicados a la agricultura y a la ganadería. Al parecer, tales desarrollos permiten la ocupación de nuevas tierras y la concentración de poblaciones en algunos lugares que garantizaban los suministros y permitían la protección. Tales poblaciones, de identificación difícil en el plano étnico y lingüístico, se definen simplemente como prehelénicas, o como pueblos mediterráneos, términos que, al no dar una identificación propiamente dicha, responden de una manera bastante realista a la indefinición que debía de existir en esos tiempos en la zona. Los griegos identificaban a sus antepasados como pelasgos, en quienes suelen encontrarse rasgos que los asimilan a otras poblaciones igualmente misteriosas, como los etruscos, pero también se hallan en los escritores antiguos nombres de pueblos egeos que pueden identificarse como prehelénicos, los careos, los léleges, los licios, habitantes de las islas o de Asia Menor todavía en época histórica. Sin embargo, las teorías más recientes sobre movimientos de pueblos, en épocas pasadas consideradas como invasiones, tienden a buscar explicaciones alternativas a las que consideran que los cambios llegan gracias a masas de poblaciones que se presentan y suplantan a las anteriores, con lo que se buscan formas de inflexión en lo histórico donde lo importante se encaje en procesos evolutivos internos.
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Esa revuelta origina un corto período de confusión, mostrando de nuevo la debilidad del sultanato, pero permite también el acceso del sultán Mahmud I (1730-1754), que desplazó del poder a los jenízaros restaurando el orden tradicional. Encaminó la acción gubernamental en dos direcciones: la renovación del aparato militar y el reforzamiento del sistema defensivo del Imperio. Dada la desconfianza ante los jenízaros, Mahmud encargó la primera tarea a un francés afincado en Turquía que acabó convirtiéndose al Islam, el conde de Bonneval. Éste quería, ante todo, introducir en el ejército turco las innovaciones realizadas en los ejércitos europeos, así creó en 1734 una escuela de ingenieros, dirigida especialmente a la formación de una artillería moderna. Respecto a los jenízaros se hizo una política de actualización salarial que contentase a estos soldados y, por último, las defensas se redoblaron construyendo numerosas fortalezas y guarniciones en puntos estratégicos o fronterizos. La segunda orientación de la política de Mahmud era lograr la paz restaurando la confianza de las provincias de Anatolia en la organización imperial otomana y para ello aumentó los poderes de los notables al tiempo que los asimilaba a la estructura central. En otro orden de cosas, impulsó la economía mejorando la producción a todos los niveles y saneando la hacienda pública; continuó la obra de su antecesor en la construcción de palacios, bibliotecas y otros edificios públicos, embelleciendo de manera especial Estambul, la capital, cuyo ejemplo urbanístico seria imitado en provincias. Aprovechando los reveses militares turcos en la zona oriental del Imperio, los rusos deciden retomar su iniciativa alrededor del Caspio y toman Azov en 1736, convirtiendo la zona ribereña de este mar en nuevo escenario de lucha. Austria, al mismo tiempo, entra en la guerra apoyando a Rusia y ataca Bosnia y Bulgaria. Los turcos contestan con un contraataque rápido y contundente y toman Belgrado. Gracias a la mediación francesa el conflicto no se prolongó y se firma la Paz de Belgrado (1739), que supone la recuperación del prestigio militar otomano y su restablecimiento como potencia poderosa. En ella Austria sería la gran perdedora ya que tuvo que devolver todos los territorios que se había anexionado en Passarowitz; Rusia debería observar el statu quo anterior y se comprometía a no llevar ningún barco militar o mercante al mar Negro. En esa época el único foco de conflicto sería Irán donde motivos religiosos y políticos se combinaron para desencadenar una revuelta contra la decadente dinastía sefévida, que fue sofocada fácilmente. La muerte de Mahmud da paso al sultanato de su hermano Osman III (1754-1757), hombre débil y sin carácter, cuyo corto reinado se caracteriza por la secuencia de visires anodinos y la creciente hostilidad que despiertan sus medidas entre la población al significar un afianzamiento del elemento musulmán integrista frente a la tolerancia. Le sucede el hijo de Ahmed III, Mustafá III (1757-1773), que aparece como la gran alternativa al anterior, firme partidario de una política pacifista con Europa como medida indispensable para la solución de los problemas internos. Mantuvo en el cargo al último visir, Raghilo Pachá, con ideas pacifistas en el exterior y reformistas en el interior, y se aprestaron a la adopción de reformas por doquier. La principal atención se centró en el funcionamiento de la Administración, en especial de la justicia, promulgando leyes que impedían la arbitrariedad y los abusos de notables y agentes del gobierno en el ejercicio de sus funciones y reforzando el poder de los caídes como agentes del sultán. También la hacienda fue reorganizada y se exigió a los propietarios de bienes muebles el pago de los impuestos sin más dilaciones, pero la presión fiscal sobre los campesinos no disminuyó, incluso, muchos impuestos extraordinarios se convirtieron en ordinarios, desencadenando algunas revueltas sin importancia con un marcado carácter antifiscal. Estrechó los lazos con las potencias europeas: mantuvo excelentes relaciones con Inglaterra y Francia, cuyos respectivos embajadores, J. Porter y Vergennes, desempeñaron una labor de europeización fundamental. Igualmente se renuevan tratados de comercio con Nápoles y Dinamarca, y se establece otro por primera vez con Persia (1761). En estos años no hubo ningún conato de revuelta autonomista en las provincias dada la aceptación de la soberanía turca y las buenas relaciones entre el poder central y las autoridades provinciales y locales. Sin embargo, y a pesar de sus intenciones, como antes adelantábamos, aparecen de nuevo problemas exteriores en 1764 cuando las tropas rusas invaden Polonia. Al ser Turquía garante de la integridad territorial polaca, pronto se inicia otra guerra ruso-turca (1768-1774). El Imperio no estaba preparado aún para iniciar una ofensiva, mientras que los rusos habían organizado un plan de ataque sistemático y simultáneo en varios frentes, desde Podolia a Georgia, animando a las poblaciones ortodoxas a levantarse. De esta manera, Besarabia, Crimea, Valaquia, Dobrudja y Ranstock caen en manos rusas; este avance parece imparable a pesar de la derrota en Morea. La paz se firma en julio de 1774 en Kutchuk-Kaynardja y es una de las más desfavorables para los otomanos, a partir de la cual se desarrolla la llamada cuestión de Oriente; en ella Rusia obtiene Azov, algunas tierras entre el Dnieper y el Bug, y los distritos de Konban y Terek, libre navegación en el mar Negro y autorización para que su flota mercante franquee los estrechos. A cambio, Turquía recupera su control sobre los países rumanos y Besarabia aunque otorgando a sus habitantes ciertos derechos políticos, y debe pagar a Rusia una indemnización de 2 millones de rublos. Austria, en ella, recibe Bukovina como compensación a su intervención del lado turco desde 1771. Esto sería el gran aviso a sus dirigentes para, efectivamente y sin demora, acometer una labor reformadora que detuviera la decadencia.
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En el período comprendido entre 1856 y 1868 intervendrán tres grupos políticos: moderados, Unión Liberal (que predominó sobre los otros dos) y progresistas, quedando al margen dos partidos extremos: carlistas y demócratas. El objetivo político de este período podría definirse como el intento de conciliar libertad y orden, al mismo tiempo que procedía a completar la uniformidad jurídica con leyes como las de notariado de 1862 y la hipotecaria de 1863. De los tres partidos que están dentro del sistema, sólo los unionistas y moderados lograron el gobierno de la nación, del que se sienten excluidos los autodefinidos como progresistas puros, así como los demócratas y carlistas que les flanquean a izquierda y derecha. Por su parte, los progresistas apenas si participan del poder local. Situación que comparten con los neocatólicos, aunque éstos lograron varios ministerios. Los neocatólicos no llegarán a organizarse como partido pero constituyen un sector de opinión con cierta coherencia doctrinal expresada a través de una prensa confesional. Participan en política apoyando a los moderados a los que tratan de inspirar la necesidad de llegar a establecer un régimen más conservador que el de 1845. La reconciliación del Vaticano con el régimen liberal, a través del Concordato de 1851, favorece su integración en el sistema, y su colaboración con los moderados en el bienio progresista fue recompensada a partir de 1856 con algunos ministerios: Nocedal, Marqués de Pidal y el acceso a las diputaciones, municipios y Cortes donde constituirán un grupo cuya principal utilidad, según Artola, era crear la ilusión de que Narváez era un gobernante centrista. Tras los motines que tuvieron lugar en algunas localidades españolas en julio de 1856, O'Donnell y la reina forzarán la dimisión de Espartero. El primero, al frente del ejército regular, se opondrá a las milicias progresistas, que habrán de abandonar la lucha. Apenas dos años después del pronunciamiento de Vicálvaro, O'Donnell se convertía en el restaurador del régimen que destruyera entonces: el moderado de la Constitución de 1845. La primera disposición del nuevo gobierno fue disolver y reorganizar las diputaciones y ayuntamientos, a la que siguió, el 15 de agosto de 1856, la disolución de la Milicia Nacional. En septiembre se ponía fin a la existencia legal de las Constituyentes y restablecía la Constitución de 1845, a la que se acompañaba un acta adicional que sólo estará vigente un mes y será símbolo del eclecticismo político, siempre dentro del liberalismo, que predomina desde 1856 a 1868. Por ejemplo, se incluían fórmulas transaccionales, como el nombramiento de alcaldes por la Corona sólo en las poblaciones de más de 40.000 habitantes, al tiempo que reflejaba una cierta preocupación por conservar algunas de las conquistas logradas en la inmediata etapa progresista, como los jurados para los delitos de imprenta y la permanencia de las Cortes durante un mínimo de cuatro meses. En octubre de 1856, O'Donnell dejó el gobierno debido a la oposición de los moderados. La reina lo sustituyó por Narváez, que presidió el Consejo de Ministros hasta octubre de 1857. Al gobierno Narváez siguieron dos cortos gabinetes también moderados presididos por Francisco Armero (X/1857/1-1858) y Francisco Javier Istúriz (I/VI/1858). Se trata de un bienio que en muchos aspectos fue una continuación de la década moderada. Concretamente, completó el proceso restaurador hasta volver totalmente al régimen creado en 1845 con algunas reformas que limitaban el poder de las cámaras. En el mismo mes de octubre derogó el acta adicional y restableció la Ley de Ayuntamientos, en noviembre la de imprenta y en enero de 1857 se convocaron elecciones de acuerdo con la Ley Electoral de 1846. El moderantismo ni era fuerte ni satisfacía las necesidades del momento. Por ello en junio de 1858 comenzó lo que se ha llamado el gobierno largo de Unión Liberal, el más prolongado del siglo, que duró hasta 1863. Al frente estaba el gran ecléctico, como ha denominado José María Jover a O'Donnell. La política de Unión Liberal se desenvolvió sin excesivas dificultades, favorecida por una expansión económica y de cierta paz social. En cuanto a la política exterior, que se desarrolla más adelante, hay que destacar la guerra de África (1859-1860) en la que se van a distinguir el General Prim y el propio O'Donnell. Fue guerra de prestigio que tuvo éxito. Sin embargo, el fracaso de la intervención en México (1861-1862) es una de las explicaciones de la dimisión de O'Donnell en 1863. La oposición moderada no perdió la oportunidad para presionar a la reina forzando un cambio de gobierno. A partir de 1863, con la caída de O'Donnell, la situación se complicó. Tras la actitud conciliadora que representa el gabinete presidido por el Marqués de Miraflores (marzo de 1863 a enero de 1864), la reina llamó al moderado Arrazola a formar un breve gobierno (apenas duró un mes) que no prosperó por la intención de disolver las Cortes, a lo que Isabel II no accedió. Entre marzo y septiembre de 1864, el unionista Alejandro Mon intentó mitigar la legislación moderada pero no logró un acuerdo sobre política exterior y ello llevó a su caída. El gobierno Narváez, entre septiembre de 1864 y junio de 1865, provocó la denominada primera cuestión universitaria por la que, entre otros hechos, Castelar fue expulsado de su cátedra, hecho que provocó el enfrentamiento armado de la noche de San Daniel (10 de abril de 1865) en el que participaron estudiantes y fuerzas heterogéneas, como ha demostrado Paloma Rupérez.
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En 1603 un daimyo (príncipes hereditarios japoneses), Tokugawa Iyeyasu, se impuso a los rivales políticos del momento instaurándose en Edo como Shogun hereditario (jefe militar que gobernaba paralelamente a la dinastía imperial) convirtiendo a esta ciudad, la actual Tokio, en sede del gobierno. Período que también se ha denominado Tokugawa por ocupar el gobierno esta familia. Tanto este Shogun como sus sucesores ejercieron una dictadura que redujo el poder de los daimyo en incluso de la corte imperial. Creó un aislamiento exterior cerrando el país a los extranjeros y prohibiendo la salida de los japoneses. Por el contrarios la evolución interior permitió la ascensión de la clase comerciante urbana en detrimento de la rural, lo que provocó el malestar social. Esta transformación de la sociedad se dejó traslucir también el arte ya que cambió los gustos elegantes y aristocráticos del período anterior por unos más plebeyos y mundanos de la nueva clase predominante, los comerciantes burgueses., muestra de ello son los temas tratados en la pintura y en los famosos grabados Ukiyo-e, todos ellos pasajes de la vida cotidiana, sus tareas y sus diversiones. Mediado el s. XIX las presiones eran tanto internas, disensiones sociales, como externas, por la apertura del país económicamente y comercialmente con el resto del mundo. Ello produjo que a partir de 1853 EEUU consiguiera reducir la hegemonía de los Shogunes y abrir los puertos japoneses al comercio exterior culminando esta presión con la cesión de poderes del último Shogun Tokugawa, Yoshinobu, al emperador Mutsu-Hito, de la dinastía Meiji y llevando a Japón a constituirse en una nación moderna económica y socialmente.
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A fines del 332 Alejandro ocupa Egipto. Tras su muerte, un general macedonio, Ptolomeo, sátrapa de Egipto, se hace coronar faraón bajo el nombre de Ptolomeo I Sóter I. La ciudad de Alejandría, fundada en el extremo occidental del Delta, casi fuera de Egipto, se convertirá en todo un síntoma de la inviabilidad de la fusión de lo griego con lo egipcio. Grecia había adoptado muchas ideas y formas de Egipto, pero nada de su mentalidad. El egipcio pensaba en imágenes; el griego en conceptos. La escritura jeroglífica y la escritura alfabética eran exponentes de esas mentalidades; la primera podía simplificarse en la hierática y la demótica, pero no alfabetizarse. En la piedra de Rosetta y en cuantos otros bilingües poseemos, las escrituras pueden yuxtaponerse, pero no fusionarse. Maneton tuvo que dotar a los faraones de nombres griegos que un egipcio no hubiese entendido fácilmente, como un sueco no sabe que cuando Quevedo dice Belestán se refiere a Wellenstein. Cuando Ptolomeo se percató de la dificultad de la fusión grecoegipcia, trasladó su residencia a Alejandría y selló el destino de la ciudad como polis griega, abierta al mar y muy pronto la más rica del mundo. Esa decisión no impidió que los Ptolomeos se presentasen ante sus súbditos como herederos y continuadores de los faraones y que, para uso interno, adoptasen nombres muy similares a los tradicionales en ellos, y supieron ganarse la buena voluntad de las elites sacerdotales mediante generosas obras y donaciones a los templos. Hacia el año 163 a.C. comienza la influencia romana, que acaba de definirse cuando, en el año 48 a.C., Julio César desembarca en Egipto para defender a Cleopatra VII, que había sido depuesta por su hermano y esposo Ptolomeo XIII Filopátor. Muy poco después, en 31 a.C., llega a Egipto Octaviano para combatir contra Antonio, declarado por el Senado romano enemigo del pueblo. Tras vencerle en la batalla de Actium, toma Alejandría. Definitivamente, el país de los faraones deja de existir como unidad independiente, pasando a ser provincia romana. El acto final ocurrirá en el año 395, fecha en la que Egipto se integra en el Imperio Romano de Oriente.
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A comienzos del siglo XIII, sin haber logrado la unificación, Rusia estaba dividida en numerosos territorios, cada vez más fragmentados a causa de las aspiraciones de todos los miembros de las diversas ramas de la dinastía. Las frecuentes luchas entre ellos no impidieron que se lograse un cierto auge económico, tanto en los campos de la agricultura como del comercio. Pero esta prosperidad se vería interrumpida por la llegada de los mongoles -conocidos en la Cristiandad como tártaros- que al romper las comunicaciones con el Mediterráneo oriental quebrarían el progreso comercial. Parece ser que los mongoles, desde hacia tiempo, tenían intención de conquistar las llanuras al norte del mar Negro, por ser excelentes tierras de pasto. De ahí que una primera expedición, en 1223, cruzara el sur de Rusia y, en su camino de regreso a Mongolia, hiciera frente y derrotara a un ejercito conjunto de príncipes rusos y caudillos cumanos. La batalla se libró a orillas del río Kalka, al norte del mar de Azov. Como los vencedores no tardaron mucho en retirarse, los príncipes, pensando que se trataba de otro pueblo estepario y no siendo realmente conscientes del peligro que representaban, siguieron envueltos en sus tradicionales contiendas. Sin embargo, la expedición de 1223 fue preludio de la gran ofensiva que se produciría en el invierno de 1237-1238. Al mando de Batu, los mongoles penetraron en Riazán, Vladímir y Súzdal, llegando incluso hasta la zona limítrofe de Nóvgorod, donde tuvieron que retroceder por problemas causados por el deshielo de primavera. A continuación, atacaron los principados del sudeste: Chernígov y Pereiáslav en 1239 y, en diciembre de 1240, destruyeron Kíev. La conquista en territorio ruso había concluido, pero el avance mongol por Europa proseguiría en una rápida ofensiva en dos frentes: uno hacia Polonia, donde vencieron a una confederación de polacos y caballeros teutónicos en Leignitz, en 1241, y el otro hacia Hungría. En la primavera de 1242, se retiraron a Asia para participar en la elección del nuevo gran jan por la muerte de Ogodei. Se cree que las destrucciones efectuadas por los mongoles en numerosas ciudades de la Europa oriental y central fueron muy graves, pero también que hubo en muchas de ellas una rápida restauración y recuperación. Para Polonia y Hungría, la campaña fue un acontecimiento terrible pero único y, en general, pronto olvidado. Sin embargo, para los principados rusos significó un cambio profundo en su trayectoria. Desde luego, tanto occidentales como rusos demostraron ser unos adversarios incapaces. En Occidente, el Papa y el emperador no interrumpieron sus pendencias y los rusos también pusieron de manifiesto su ineficacia para oponerse a los invasores, por sus incesantes tendencias divisionarias. La mayoría de los principados quedaron sometidos al dominio mongol, bajo el janato de la Horda de Oro, con capital en Sarai, en el curva del Volga inferior. La Horda de Oro -así denominada por la tienda de campana dorada del khan- dependía del Gran Imperio con centro en Karakorum. Rusia era periférica para la Horda, no sólo desde la óptica geográfica, sino también política y económicamente. Por eso, la historia rusa de este periodo debe entenderse como parte de la historia de la Horda, la cual a su vez queda integrada en la historia del Imperio mongol. Dicho dominio duraría más de dos siglos y ejercería una profunda influencia en el espacio ruso, inclusive en aquellos principados donde el yugo fue más suave, como Nóvgorod o Volinia-Galitzia. En una primera etapa, algunos principados lograron escapar a la totalidad de la influencia mongola. A ello contribuyo la retirada de Batu a Asia por un periodo de diez años, que ocupó en resolver sus desacuerdos con el gran jan y en afianzar su propio reino. En dicha década, Alexander Nevski, acosado por los agresivos occidentales, optó por subordinarse libremente a los mongoles -muy alejados de Nóvgorod y tolerantes en materia religiosa- y colaboró de forma activa con ellos en reprimir insurrecciones en el nordeste y sudeste del país. A su muerte, en 1263, había desaparecido la oposición organizada y estaba consolidado definitivamente el dominio mongol. Los mongoles permanecieron en el sur y dejaron que los rusos siguieran administrando sus propios asuntos a través de sus príncipes. Estos, para ratificar su autoridad, se vieron en la obligación de obtener el nombramiento del jan y por ello viajaron frecuentemente hasta Sarai o Karakorum, a fin de obtener una carta de confirmación llamada "yarlyk". A cambio del documento, se les exigía tropas ocasionales y tributos muy gravosos. De forma que los mongoles ejercieron su soberanía especialmente mediante el tributo de capitación, que al principio ellos mismos recaudaban por medio de una estrecha vigilancia de funcionarios. Con el tiempo, los janes delegaron la recaudación de los tributos en el príncipe de Moscú, al que reconocieron como gran príncipe de Rusia, contribuyendo a crear el instrumento que sería la causa de la caída final del janato. En este tiempo, la Iglesia rusa fue la principal beneficiaria, pues se independizó de los príncipes al recibir sus "yarlyks" directamente de los janes y, además, estuvo exenta de tributación y libre en el gobierno de sus extensas posesiones. En resumen, la organización política de Rusia se mantuvo en su totalidad, pero la separación de Europa occidental, iniciada desde antes, concluyó definitivamente, sobre todo al debilitarse las relaciones en el noroeste por el avance de Suecia, la orden teutónica y Letonia. En época mongola, los nuevos centros de poder fueron Galitzia-Volinia en el sudoeste, la zona norte del Alto Volga y Moscú. El ascenso de Moscú a la primacía de los principados rusos fue el progreso político más importante para el futuro. Situado en el centro, se hallaba en una posición muy favorable para ser el aglutinante de un nuevo Estado ruso.
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En un momento que no se puede precisar -probablemente a comienzos del IV milenio- los sumerios irrumpieron en Mesopotamia encontrándose en ella con una avanzada civilización, a cuyo desarrollo material contribuyeron sin reservas de ninguna clase (épocas de Uruk y Jemdet Nasr). Muy pronto, el dinamismo civilizador de los recién llegados, llamados en las fuentes los "cabezas negras", se impuso sobre las gentes autóctonas de sustrato asiánico y semita. Se daba paso así a una estructura sociopolítica de ciudades-Estado, organizadas teocráticamente y controladas por una aristocracia de extracción religiosa, encabezada por el "en", y más tarde de origen civil, controlada por el "lugal", que se organizó en dinastías. De entre ellas, recogidas en su mayoría en "listas reales", cabe destacar las que gobernaron en Kish, Uruk, Ur, Lagash, Awan, Khamazi, Adab, Mari y Umma, ciudades constantemente enfrentadas entre sí. Un reyezuelo de esta última, llamado Lugalzagesi (2342-2318), logró unificar bajo su cetro a todo el país, extendiendo su poderío, aunque efímero, por toda Mesopotamia. El amplio período de tiempo que abre la historia de Sumer (2900-2334) recibe el nombre de Epoca dinástica arcaica, subdividida en tres fases, y también el de Epoca presargónica, porque precedió cronológicamente al gran Sargón, el fundador de la dinastía semita de Akkad. La época del Dinástico Arcaico está abundantemente documentada gracias a las excavaciones que han proporcionado inapreciable información escrita y numerosos restos materiales, muchos de ellos susceptibles de ser considerados de interés artístico, con la impronta de una notable personalidad que alcanzaría una gran proyección en el futuro. La Dinastía de Akkad, que sucedió en el tiempo a la larga fase del Dinástico Arcaico sumerio, desempeñó un importantísimo cometido político y cultural en la historia de Mesopotamia. Hasta tanto no se descubra su capital imperial, Akkadé, situada junto el Eufrates, debemos contentamos con conocer algo de tal Dinastía y de sus sucesores tomando como referencia restos arqueológicos y testimonios escritos de sus centros provinciales, así como tardíos textos literarios. La suerte de Akkad comenzó con Sargón (2334-2279), un aventurero semita que logró en poco tiempo, tras someter a Lugalzagesi de Umma, extender su dominio por toda Mesopotamia, desde el golfo Pérsico al mar Mediterráneo. Después de dos reinados caracterizados por la debilidad, Naram-Sin (2254-2218), nieto de Sargón, llevaría al Imperio a su máximo poderío en medio de constantes luchas. Unos años de anarquía, durante los cuales gobernaron reyes sin ninguna relevancia histórica, precedieron a la caída de Akkad, motivada según las fuentes históricas por el ataque de la feroz tribu montañesa de los qutu en el año 2154. Artísticamente, con los acadios se asistió a un mayor desarrollo de la fantasía y del gusto, tal vez motivado por el propio espíritu de los pastores nómadas semitas o quizá por los mayores medios financieros con que contó Mesopotamia en aquella época, lo que permitió la llegada de materias primas más abundantes, que habrían podido desarrollar vocaciones artísticas. De las formas estáticas sumerias se pasó a obras técnicamente más perfectas y mucho más vivaces; al propio tiempo se acometió la labra de la gran estatuaria, asentada en la búsqueda de la perfección anatómica y puesta al servicio de la ideología imperial. En la glíptica, con ejemplares de tamaño menor, pero de más calidad, se representó por primera vez a los dioses bajo formas humanas, novedad que hizo de los acadios los creadores del repertorio mitológico de la posterior Babilonia clásica.
contexto
Durante el período de la dinastía Shang, los bronces fueron hallados junto a los yacimientos en las provincias de Hubei, Hunan, Jiangxi, Henan, etc., donde habían existido fundiciones de bronce con una técnica desarrollada que producían piezas de gran calidad, decoradas con motivos zoomorfos y geométricos. Entre los motivos tratados, el más frecuente fue el de los animales fantásticos, junto a otros animales, insectos o pájaros grabados en formas estilizadas. Los tipos de recipientes eran de gran diversidad, tales como los denominados Ding, Xian, Yu, Gui'Li, etc., destinados a contener alimentos, y otros para bebidas alcohólicas, como los Jue, He, Zhi, You, Lei, Fang Yi, Hu, Guang, Gu y otros. Todos ellos poseen las formas diversas y originales que sirvieron como modelos a imitar por los artesanos de las épocas posteriores. A través de la variedad y la importancia de estos recipientes rituales queda reflejado el concepto filosófico de la veneración de los antepasados. El gran trípode, más bien un cuadrípode, el Simuwu, hallado en la aldea Wuguan de Anyang, en la provincia de Henan, es un ejemplo representativo del bronce de Shang. Este gran trípode rectangular tiene aproximadamente 130 centímetros de alto, 110 de largo y 78 de ancho, con un peso de más de 800 kilos. El molde de la fundición del bronce era de barro cocido de color rojo, bastante grueso y en forma de casco, que podía resistir elevadas temperaturas sin agrietarse. Para llevar a cabo la elaboración de estos bronces era necesario el trabajo de cientos de artesanos y moldeadores. En la dinastía Shang se inició la producción de las primeras porcelanas primitivas, hechas de caolín y sometidas a altas temperaturas durante su elaboración. Estas porcelanas de color gris blanco y esmalte de color verde o verde-amarillo, de una estructura compacta, fueron posiblemente las que dieron su primitiva forma a los posteriores celadones. Las sustancias empleadas para el esmalte y los colorantes eran iguales a las usadas en los celadones. Estas cerámicas y los recipientes de bronce fueron hallados cerca de los yacimientos de las antiguas ciudades, en los que se perciben las terrazas de tierra apisonada que servían de basamento a edificios de madera, como palacios de grandes dimensiones, residencias, templos y talleres. Son importantes los yacimientos de Erlitou, el más antiguo, y de Zhengzhou en la provincia de Henan, que algunos historiadores creen que fue la segunda capital de los Shang con el nombre de Ao, a mediados del segundo milenio. En Zhengzhou existió una ciudad fortificada con su centro ceremonial y su palacio, encontrándose las tumbas fuera del recinto fortificado. Los bronces del período de la dinastía Zhou del Oeste no varían mucho de los de Shang. Únicamente los motivos decorativos son más estilizados y más abstractos sobre la base de figuras de animales vistos de perfil. Las vasijas rituales llevan inscripciones que testimonian los hechos, acontecimientos y circunstancias del momento de su fundición, siendo así fuentes directas para conocer la correspondiente época. Sin embargo, en el período de la dinastía Zhou del Este, los bronces representan motivos más adaptados a la vida palaciega de la corte o de la nobleza, creados con ocasión de guerras o de algún hecho memorable antes que por motivos religiosos. Entonces aparecen los bronces con incrustaciones de oro, plata y piedras preciosas, que reflejan el gusto fastuoso de las pequeñas cortes durante el período de los Reinos Combatientes. Y las vasijas de bronce están decoradas con motivos florales o espirales junto a representaciones de escenas de la vida cotidiana de los nobles feudales como cacerías, banquetes o danzas rituales. Entre los objetos de bronce hallados destacan el trípode de Dayu, con inscripciones con caracteres chinos, del reinado de Kang, y los jarros de bronce con escenas de combate naval y terrestre, desenterrados en Chengdu, en la provincia de Sichuan. Y, sobre todo, un grupo de instrumentos musicales encontrados en Suixian, en la provincia de Hubei, del período de los Reinos Combatientes, y una figura de búfalo con incrustaciones de oro y plata también pertenecientes al período citado junto a otros objetos de bronce como armas, hebillas y otros adornos realizados con gran refinamiento.