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Hacia 1810 Friedrich realizó dos obras similares que comprendían un paisaje con arco iris y una figura masculina contemplándolo: ésta que nos ocupa y Paisaje de montaña con arcoiris. Sin embargo, las diferencias son también evidentes. Esta obra se halla hoy en paradero desconocido; su rastro se perdió en 1945. Representa un paisaje de Rügen, la vista de la Goor hacia el Gran y el Pequeño Vlim. Empleó para ello varios estudios del llamado Cuaderno de Dresde, iniciado en 1808. Es un caso excepcional en la obra de Friedrich, por cuanto fue ejecutado para ilustrar una poesía de Goethe, el "Lamento del pastor", según se recoge en varias menciones de la época. Goethe y Friedrich se hallaban unidos por una fuerte amistad a raíz del envío de dos sepias por parte del pintor al concurso de la asociación de Amigos del Arte de Weimar en 1805. En septiembre de 1810, Goethe se desplazaba hasta el estudio del artista en Dresde, a rendir visita a un pintor al que consideraba un genio. Esta obra fue adquirida por el duque Carlos Augusto de Sajonia-Weimar, por intercesión del escritor.
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Este prodigioso panel representa una escena tres veces más alta que ancha, lo que le presta un formato extremadamente vertical, casi como si miráramos el paisaje a través de la rendija de una puerta entornada. Los árboles recorren de arriba abajo la superficie pictórica, acentuando esta impresión. Arropado en el centro vemos un edificio, descubierto casi como un secreto en el camino del bosque. Parece un monasterio medieval, confundido entre los verdes y marrones de la foresta. Ante el edificio, un asno reposa tranquilamente. En el panel que hace pareja con este, encontraremos un buey. La presencia de ambos animales delata un trasfondo religioso: un buey y un asno fueron los asistentes del nacimiento de Jesús. Tal vez ambos cuadros flanqueaban un panel central con la Natividad o la Adoración de los Magos.
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El panel que contemplamos representa un minucioso retrato del bosque holandés en otoño, pleno de matices de luz y sombra que parecen hacer brillar el aire y la atmósfera misma. Gerard David, su autor, ha plasmado cada hoja del bosque con un afán agotador por el detalle y el amor a la realidad. Realidad, sin embargo, que no es tal, porque estos artistas no trabajaban directamente sobre el paisaje, sino que lo reelaboraban hasta convertirlo en perfecto en el seno de sus talleres, asistidos por ayudantes y oficiales. El paisaje representa lo más profundo del bosque, con las copas de los árboles iluminadas por el sol de otoño, y la húmeda penumbra del suelo, cruzada por un riachuelo donde encontramos un buey. El paisaje es la pareja de otra tabla en el mismo museo, esta vez animada por un asno, tal vez la pareja de animales del nacimiento de Jesús.
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El paisajista británico John Constable realizó a lo largo de su carrera numerosas copias de los artistas que admiraba. Éste sería el caso del paisaje que ahora contemplamos. El modelo original es un paisaje de Claudio de Lorena, conocido también por Claude Gellée, artista francés afincado en Roma durante el siglo XVIII. Sus paisajes de corte clásico tuvieron gran éxito entre los paisajistas británicos. Constable hace una copia y un homenaje a quien fue su maestro del paisaje, con una minuciosa labor preparatoria para conseguir el efecto detallista que hoy podemos admirar.
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Si bien durante su estancia en Italia Rubens se había interesado por el paisaje, será en sus últimos años -tras regresar de Londres, casarse con Helene Fourment y comprar el castillo de Steen- cuando se dedique especialmente a esta temática, para su propio disfrute personal, actitud bastante innovadora en su tiempo. La preocupación del artista será representar la naturaleza en todo su esplendor, interesándose especialmente por efectos de luz, sin llegar a las premisas del impresionismo porque no tomó las escenas directamente del natural. Sí encontramos en Rubens un claro precedente de la pintura de paisaje en el Romanticismo Británico, especialmente para John Constable.En esta ocasión la figura y el carro son elementos puramente anecdóticos, alcanzando la vista del paisaje un papel protagonista en la escena. La perspectiva se consigue gracias a diversas bandas de color que se alejan en profundidad, característica habitual en la pintura barroca de los Países Bajos. Las rápidas pinceladas empleadas por Rubens recuerdan a la escuela veneciana, una de sus fuentes favoritas, aunque la concepción del paisaje es puramente flamenca.
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La llegada de Van Gogh a Auvers en mayo de 1890 provocará un interesante cambio en su pintura. Precisamente él deseaba regresar al norte para plasmar el color y la luz septentrional en sus lienzos. Los amarillos de los campos de Arles dejan paso a los verdes trigales que apreciamos en esta composición. Vincent recurre a una perspectiva panorámica - como ya había hecho en la Llanura de La Crau aunque habitualmente emplee una visión más limitada como en Casas en Auvers - para mostrarnos la cosecha de los campos de la zona. Las bandas horizontales empleadas tienen dos puntos de referencia especiales para llamar nuestra atención: el camino con la carreta y el tren del fondo. Esas bandas horizontales que organizan el conjunto se ven a su vez relacionadas con las líneas verticales y diagonales de los campos sembrados, obteniendo un entramado de líneas con el que consigue un espectacular efecto de profundidad. Las pinceladas de Vincent son ahora más rápidas, más empastadas, como contemplamos en el primer plano o en la zona superior izquierda del cuadro. Ese toque de pincel en espiral que caracteriza buena parte de su producción de Auvers también está aquí presente, proyectándose hacia el espectador para buscar una relación con él, como hacía Degas. Respecto al color, recurre a tonos fríos - verdes, malvas - animados por el rojo de las casas o la carreta, recurso muy impresionista al aplicar los contrastes complementarios.
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Además de pintar escenas mitológicas y alegóricas, Giaquinto se vio influido por la poderosa escuela de paisajistas romanos que trabajaban en la órbita marcada por la obra de Claudio de Lorena y Nicolás Poussin. Este Paisaje con cascada que conserva el Museo del Prado es un excelente ejemplo de esta pintura naturalista realizada por el maestro italiano del Rococó, empleando una pincelada suelta que recuerda la pintura de F. Boucher. Las figurillas animan la composición paisajística en la que la luz se convierte en otro de los protagonistas de la escena.
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La burguesía holandesa demandaba cada vez con más fuerza cuadros con temática paisajística con los que decorar sus casas, por lo que surgirá una amplia escuela especializada en estos asuntos en la que destaca la figura de Jacob van Ruisdael. Una de sus especialidades serán los torrentes montañosos como podemos apreciar en el Torrente de montaña o en este paisaje donde una catarata de agua recorre una abrupta ladera con gran fuerza, ocupando el primer plano con el discurrir del río. Los especialistas consideran estas imágenes como una continuación de las obras realizadas por Allart van Everdingen, quien visitó Escandinavia en 1644 para después instalarse en Haarlem al año siguiente. Ruisdael aportará un mayor dramatismo, especialmente por los efectos del agua así como la iluminación y la perspectiva inclinada empleadas.
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Claudio de Lorena, más aún que Nicolas Poussin, es considerado habitualmente como el fundador del género paisajístico clásico, y su influencia es determinante en los paisajistas franceses y británicos de los siglos XVII y XIX. Como la mayoría de los pintores barrocos, buena parte de sus temas procedían de la mitología clásica, en especial de las "Metamorfosis" de Ovidio. Este es el caso de la historia de Céfalo y Procris, en el que el artista introduce ciertas modificaciones. El ateniense Céfalo se encontraba casado con la bella Procris, hija del rey Erecteo de Atenas. Sintiendo dudas de la fidelidad de su esposa, Céfalo la puso a prueba con una estratagema, cuyo resultado fue una aparente infidelidad. Procris huyó entonces al monte, en donde se reunió con la diosa Diana y sus cazadores. La diosa le entregó un perro de caza y una jabalina que nunca erraba el blanco. Céfalo, acosado por los remordimientos, fue a reunirse con ella, ofreciéndole el perdón. Claudio de Lorena sitúa esta reconciliación ante Diana, aunque no suceda de esta manera en el relato ovidiano. Como prueba de aceptación, Procris entregó la jabalina y el can a su marido. Sin embargo, poco después fue la esposa la asaltada por los celos. Siguió a su marido en una cacería, y se situó tras un matorral para espiarlo. Alarmado por el ruido en el follaje, y pensando que se trataba de un jabalí, Céfalo lanzó su arma y dio muerte a su amada esposa. Como sucederá en su amigo Poussin a partir de los años cincuenta, la narración, las figuras, se inscriben en un paisaje que lo domina todo, un paisaje apacible y, en cierta medida, ajeno a los avatares humanos. Claudio de Lorena inscribe las figuras no como elemento decorativo o añadido al paisaje, seguramente basado en sus dibujos y apuntes del natural, a pesar de su escaso interés y habilidad por el retrato y la representación humana; las figuras le sirven para plantear la relación entre lo humano y lo natural, o entre lo mortal y lo eterno.