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Se podría pensar que las relaciones sociales o socio-económicas y socio-políticas, más que con sus implicaciones ideológicas y religiosas, jugaron un papel esencial en la evolución del Estado y la sociedad en al-Andalus en la época del emirato y del califato. Pero nuestro conocimiento del sistema socio-económico sigue siendo muy deficiente. Mientras que los archivos de la Europa occidental son ricos en documentos que permiten aproximarnos a este tipo de realidades, las fuentes árabes son muy poco explícitas a este respecto, abordan poco los campos concretos y nos dejan entrever con dificultad los hechos que permitirían trazar un cuadro de la organización económica y social en la España musulmana en general y bajo el califato en particular. Las fuentes más útiles a este respecto, las consultas jurídicas o fatwas, han empezado a ser objeto de estudio sistemático hace unos cuantos años y están todavía lejos de habernos dado todo la información que potencialmente nos pueden proporcionar y de haber impulsado los estudios que permitirían interpretarlos. Es posible hacerse una idea del tipo de relaciones socio-económicas que prevalecían en el mundo urbano, sobre el cual las fuentes conocidas desde hace mucho tiempo, como los manuales de hisba -tenemos uno de época califal- arrojan alguna luz interesante. Tanto en Córdoba como en cualquier otro lugar de al-Andalus en el siglo X, los pequeños artesanos libres, muy diversificados como en todos los ambientes tradicionales islámicos, debían predominar y la esclavitud debía tener un papel económico menor o, en todo caso, se insertaba en los circuitos de producción a nivel doméstico, en el marco de pequeñas unidades o talleres individuales o familiares, de una forma que difería fundamentalmente de lo que había existido en la Antigüedad. Los problemas relativos a la sociedad rural son más arduos, discutibles y polémicos. Hace varias décadas se admitía que los campesinos de al-Andalus vivían precariamente, liberados jurídicamente de la condición casi servil o cercana a la esclavitud que buena parte de las poblaciones rurales habían conocido en época visigoda, pero sometidos a la dura dominación económica de los grandes propietarios de tierras, por un lado y de la opresión fiscal del Estado, por otro. Desde entonces, varios trabajos criticaron esta visión de las cosas que, hay que admitirlo, sólo se basaba en unos párrafos muy raros de las fuentes árabes históricas o literarias, tal vez interpretados apresuradamente y se nutría sobre todo de la vaga creencia de que todas las sociedades tenían que pasar, obligatoriamente, por una fase de evolución de tipo feudal. Esta visión se basaba también en unas nociones generales con lagunas e imperfecciones y en la economía y sociedad del mundo musulmán en su conjunto o de países como Egipto, que no son forzosamente representativos del mundo musulmán en su totalidad. Los autores, entre los que me incluyo, que han contribuido a criticar esta visión tradicional de las cosas han podido dar, en alguna ocasión, la impresión de que iban demasiado lejos en el sentido contrario, al vincular, sin suficientes matices, la sociedad rural andalusí a un modelo tributario neo-marxista. Este punto de vista muestra un Estado musulmán pendiente, ante todo, de la legalidad coránica en la percepción de impuestos, y unas comunidades campesinas libres, propietarias de sus tierras y de sus fortificaciones y con capacidad de resistir los abusos del Estado. No se puede discutir la existencia de un sector de propiedades grandes y medianas que pertenecían a las clases dirigentes urbanas, sobre las que trabajaban arrendatarios u obreros agrícolas, sometidos a la fuerza a unas relaciones de producción desiguales. La sociedad rural de al-Andalus, en la misma medida que la sociedad magrebí vecina, no estaba en absoluto exenta de relaciones de explotación socioeconómica y deformaríamos probablemente la realidad al presentar un cuadro demasiado idílico de la condición del campesinado en esta parte del mundo musulmán. Sin embargo, no se puede negar la existencia de fuertes comunidades rurales (Yamaat) de las que existen varias pruebas para las épocas posteriores.
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En Australia, cada tribu se define en relación con su propio territorio de caza, y con una determinada mitología y creencia en seres ancestrales, lo que les confiere derechos de explotación -aunque no de propiedad-, inalienables, sobre dichos territorios. Todos los grupos son cazadores-recolectores nómadas que, a veces, se desplazan de 15 a 20 km al día en busca de alimento. Son de los pocos pueblos de la tierra que jamás han intentado la experiencia de la domesticación de animales y plantas, si bien es verdad que las especies indígenas se prestan poco a ello, y que la amplitud del territorio de caza disponible, si no rico, sí ha sido suficiente para mantener a su exigua población, la cual parecía haber encontrado un equilibrio perfecto con la Naturaleza hasta la llegada de los europeos.
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El grupo social más importante en las islas polinésicas era el formado por ciertos individuos unidos por lazos de consanguinidad cuyo origen se remontaba a un común antecesor emparentado, a su vez, con los dioses. La sociedad era regida según el principio de este status hereditario de sus jefes, con autoridad de origen divino. Es lo que se conoce con el nombre de grandes jefaturas polinésicas que constituyen sociedades extraordinariamente estratificadas y jerárquicas, y no se dan en otros lugares del mundo oceánico. Los grandes jefes tenían gran poder y prestigio (mana), y se les consideraba sagrados (tapu).
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La estructura de la sociedad inca estaba asentada fundamentalmente en el ayllu, si bien existía un nivel organizativo inferior, que era la familia. La familia era endogámica, patrilineal y monogámica, aunque en función de la riqueza adquirida por algunos individuos ésta podía ser poligínica. El pueblo inca, para ser propietario de la tierra, se organizó en clanes patrilineales endogámicos, áyllus, que en este sentido eran unidades de parentesco cuyos miembros se consideraban descendientes de un antepasado común. Este nivel organizativo afectaba a toda la sociedad, de manera que el Inca también tenía su grupo de parentesco, denominado panaca, que estaba formado por los descendientes varones del rey, salvo su heredero, que habría de formar su propia panaca. Así pues, era también un concepto que implicaba territorialidad. El complicado sistema administrativo inca generó un amplio nivel de funcionarios, cuyos miembros pertenecían, en un principio, a la panaca real, pero que a medida que se fue ampliando el imperio se complementó con la nobleza local -los curacas- de los territorios conquistados. De esta manera, cada asentamiento tenía su propio dirigente, que dependía de un curaca encargado del gobierno de un territorio. Varios nobles locales dependían a su vez de otro de rango superior, y éste de los funcionarios del Cuzco. Los incas dejaron intacta la jerarquía local de los pueblos conquistados, aunque los hijos de sus gobernantes fueron enviados al Cuzco donde, además de la fidelidad de su padre, sufrieron profundos cambios aculturativos. Estos nobles reales -orejones- y locales administraron el imperio inca por medio de quipus y principios que se basaban en la tripartición, el dualismo y la división decimal. El sistema se basa en una ideología compleja que dividía los espacios sagrados en torno al Cuzco y, por medio de ellos, de todo el imperio, quedando seccionado en cuatro grandes territorios que tenían su contrapartida en las direcciones del universo: Chinchasuyu al norte, Collasuyu al sur, Antisuyu al este y Contisuyu al oeste. Estos cuatro cuartos se organizan a su vez en el Cuzco en dos mitades: Hurin Cuzco (Contisuyu y Collasuyu, el Bajo Cuzco) y Hanan Cuzco (Chinchasuyu y Antisuyu, el Alto Cuzco). Por último, cada barrio se divide en tres secciones, y cada sección en tres ceques, cada uno con su propio nombre. La población en su conjunto estuvo organizada por un sistema decimal en grupos de 10, 500, 1.000, etc. familias, a cuyo cargo estaban personas de cada vez mayor prestigio hasta llegar al curaca. Entre el segmento dirigente y el plebeyo encargado de mantener el sistema productivo, hubo multitud de oficios que, en función del prestigio, estratificaron la sociedad inca; si bien siempre pertenecían a este segundo segmento. De ellos salían también los colonos mitmaquna, grupos de colonos que eran desplazados a otros territorios, bien para incanizarlos, bien para mantener el sistema productivo mediante la prestación en grupos del trabajo en mita. En lo alto de la pirámide social incaica se emplazó el emperador, que se hizo descender de Inti, el dios del sol y tuvo un carácter divino. Sin menoscabo de casarse con la nobleza de otras regiones conquistadas, el Inka se casó con una hermana, Colla, y tuvieron una herencia compartida; un rasgo que pueden haber heredado de las instituciones y organización Chimú.
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La casi totalidad de los datos utilizados para el análisis de la organización socio-política indígena prerromana no son de esta época, sino que han sido extraídos de las fuentes romanas, sobre todo de las epigráficas. Hoy todos los estudiosos están de acuerdo en que lo que ha llegado hasta nosotros reflejado en estas fuentes no es la realidad indígena prerromana, sino la realidad indígena-romana (galaico-romana, astur-romana, vasco-romana, etc.); de ahí la dificultad de analizar por separado estos dos mundos, pues, como dice G. Pereira, conocemos el primero, el indígena, gracias a las formas de expresión del segundo. Por otra parte, a pesar de que aparecen en testimonios de época romana, hoy nadie duda que las gentes, gentilitates y demás formas organizativas indígenas del área indoeuropea peninsular sean de época anterior a la conquista romana; el problema es interpretar el significado de la referencia a estos elementos en época romana. Dentro del conjunto de pueblos que habitaban la amplia zona peninsular de dominio de las lenguas indoeuropeas hay un grupo de ellos, los denominados galaicos por los romanos, que presentan una organización sociopolítica diferente a la de los restantes pueblos del área indoeuropea, tanto en época prerromana, como en los primeros tiempos de la época romana, como intuyó recientemente M.L. Albertos y han demostrado últimamente J. Santos y, sobre todo, G. Pereira. Apenas tenemos información en las fuentes literarias sobre la sociedad que habitaba en el territorio que los romanos denominaron Gallaecia, únicamente algunas menciones en el Periplo de Avieno y en otros autores grecolatinos, pero todas ellas de carácter muy fragmentario e inseguro. La arqueología ofrece una información interesante transmitiéndonos un panorama bastante unitario que hace pensar en una cierta uniformidad de todos los pueblos, al mismo tiempo que los identifica y los separa de los demás. A este panorama arqueológico se le conoce como cultura castreña; se trata de un hábitat concentrado en núcleos más o menos grandes, que son los castros, habitados por grupos de población que no eran completamente independientes entre sí, sino que habría una especie de comunidades más amplias, que incluían dentro de ellas a los habitantes de un grupo de castros. Estas comunidades aparecen en las fuentes literarias y en la epigrafia con los nombres de populi y civitates: Albiones, Cabarcos, Cilenos, Interamicos, Límicos, Seurros, Célticos Supertamaricos, etc. Por ello éstas que podríamos llamar subcomunidades aparecen en las fuentes con el nombre de castellum: expresamente sabemos que la subcomunidad que vive en el castro de Talabriga pertenece al populus o a la civitas de los Límicos. En toda la documentación epigráfica de Gallaecia no encontramos ni una sola mención a los términos del resto del área indoeuropea, sino un número importante de inscripciones en las que aparecen nombres personales acompañados del signo epigráfico "C invertida", seguido de un término que M.L. Albertos considera un topónimo en ablativo. Este signo aparece normalmente como expresión del lugar de origen de la persona, tanto referido a individuos con onomástica indígena como latina. Pero las referencias de este signo no son en todos los casos a personas, es decir a su origen personal, sino que en ocasiones hacen dedicaciones a divinidades, lo que marca una clara diferencia con las unidades organizativas del resto del área indoeuropea, que, en ningún caso, aparecen como dedicantes en inscripciones votivas. Cuál sea el contenido del signo epigráfico mencionado, si una comunidad de tipo parental o una comunidad con carácter territorial, que habita un poblado, es el contenido fundamental del debate historiográfico en los últimos años. Como ya hemos expuesto anteriormente, se pensaba que el signo epigráfico "C invertida", que se hacía equivalente a centuria (Schulten, Tovar, M.L. Albertos en su primera época, Le Roux y Tranoy entre otros), reflejaba las mismas formas organizativas que para el resto del área indoeuropea las organizaciones suprafamiliares de que habla M.L. Albertos. Y es precisamente en la interpretación del significado de este signo donde se encuentra la diferencia entre organización socio-política del área de Gallaecia y del resto del área indoeuropea, aunque con ello no queramos decir que en el resto del área las formas organizativas y su grado de evolución sean uniformes. Schulten identifica este signo con centuria como forma organizativa característica de los pueblos indoeuropeos occidentales, la organización gentilicia decimal de que habla Rodríguez Adrados. Esta fue la interpretación admitida por todos hasta que en el año 1975 M.L. Albertos, a partir de una revisión exhaustiva de las inscripciones del área indoeuropea, llega a la conclusión de que el término que acompaña al signo "C invertida" es un topónimo en ablativo y propone la identificación con castellum con referencia a los núcleos habitados indígenas (castros). Hipótesis que ha sido reforzada con argumentos no sólo epigráficos, sino en su mayoría históricos, por J. Santos y, sobre todo, G. Pereira. En la actualidad se siguen manteniendo dos posturas: 1. Una defendida por Pereira y Santos, que parte, como he dicho, de la intuición de M.L. Albertos, según la cual este signo y el término que lo acompaña, que es un topónimo que hace referencia al nombre de una localidad o poblado, seguramente un castro, no se refieren a una unidad de tipo parental, sino a la comunidad que habita en cada uno de esos castros. 2. Otra que mantienen (o mejor, mantenían, pues recientemente han dado como válida la primera interpretación, aunque no está todavía publicado) entre otros Le Roux y Tranoy, en un primer momento como centuria, aunque posteriormente hayan cambiado su opinión, a pesar de seguir con su no aceptación de la identificación de este signo "C invertida" con castellum, pues piensan que no hay argumentos sólidos que lo permitan. Pero hay un argumento histórico de primera magnitud, ya resaltado por Pereira y Santos en 1979 y completado después por varios trabajos del propio Pereira y finalmente por la Tesis Doctoral de M.C. González. La mención del signo epigráfico de referencia se mantiene en la epigrafia romana de Gallaecia únicamente hasta finales del siglo I d C. o principios del siglo II, mientras que los términos que en el resto del área indoeuropea expresan unidades de tipo parental se mantienen hasta el siglo III d. C. y, en un caso excepcional, el siglo IV; lo que debe hacernos pensar en que el contenido de unas y otras formas organizativas era distinto, si tenemos en cuenta que la potencia colonizadora era la misma, Roma, y que los instrumentos romanizadores de ésta (implantación de la civitas, concesión del derecho de ciudadanía, explotación económica, reclutamiento de tropas, etc.) son iguales en ambas áreas. Por los datos de la epigrafia y los estudios de Pereira sabemos que a partir de fines del siglo I d. C. la expresión de la pertenencia del individuo a la comunidad, lo es únicamente a la civitas romana, expresada de dos formas: por medio de términos acabados en -ensis, formados en algunos casos sobre nombres de castella (Talabricensis, Valabricensis, Avobrigensis, etc.) y con los términos que aparecían ya anteriormente en las inscripciones precediendo al signo (Limicus, Interamicus, etc.), encontrándose a veces ambas fórmulas en una misma inscripción, como es el caso del denominado "Padrâo dos Povos" (CIL 112477) del Puente de Chaves, del año 79 d. C., inscripción dedicada a Vespasiano y su hijo Tito por diez comunidades que se denominan civitates. El cambio de forma de expresar la comunidad de la que es originario el individuo (el origo) es de tal importancia que podemos decir que, si ha cambiado la forma de expresar el origo, ha cambiado también la forma de organizarse las comunidades. Los datos que en este punto proporciona la arqueología son también de gran importancia. Las excavaciones llevadas a cabo por C.A. Ferreira de Almeida en el castro de Monte Mozinho (norte de Portugal) han puesto en evidencia que en época fiavia hay una reorganización dentro del poblado, con construcción de casas de planta cuadrada, fruto del influjo romano, así como la posible construcción de un templo al dios supremo romano Júpiter Optimo Máximo. La combinación de unas y otras fuentes nos llevan a pensar que en la segunda mitad del siglo I d. C. las comunidades indígenas de Gallaecia empiezan a transformarse en un nuevo modo de organización sociopolítica, abandonando el sistema indígena y adoptando las estructuras político-administrativas romanas. Resumiendo, a partir de los trabajos de G. Pereira, se puede afirmar que podemos distinguir dos momentos en la forma de organizarse la sociedad galaico-romana: 1. Dentro de un populus o civitas (posiblemente ya en época prerromana) existen una serie de asentamientos, sin duda no muy grandes, que deben responder a los abundantes castros conocidos por la arqueología. En cada uno de estos asentamientos vive una comunidad, autónoma frente a otras comunidades hermanas (por eso dentro del territorio del populus se, expresa la pertenencia del individuo a uno de esos núcleos), pero que junto con ellas compone el populus (por ejemplo el pueblo de los Límicos). Desde el exterior y en las relaciones de derecho público todos son límicos, grovios, etc. Para el exterior estas pequeñas comunidades no tienen entidad suficiente para definir la ciudadanía de las personas, aunque dentro del populus sean la unidad básica. 2. Se produce un cambio sustancial en la organización de las comunidades indígenas, cuando desaparece de la epigrafia la mención a los castros y, en su lugar, aparecen dos tipos de civitates, que son las que dan el origen de las personas, con términos de formación distinta, pero todas denominadas civitates. Esto quiere decir que en la reestructuración producida (en época flavia según todos los indicios) las nuevas comunidades se han organizado tanto a partir de alguno de los núcleos de población existentes en el interior de un populus o civitas, como a partir de la propia civitas indígena.
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El tercer milenio y el final del cuarto se consideran las épocas en que las sociedades europeas evolucionan de niveles igualitarios de organización a estructuras más complejas que serán el preludio de la aparición, durante el segundo milenio, de los primeros estados europeos. Esta evolución es también perceptible en otros lugares del Viejo Mundo, aunque en épocas anteriores, en Mesopotamia y Egipto y, por las mismas épocas que en Europa, en el valle del Indo y en China. El estudio de los procesos sociales es uno de los terrenos donde la posición teórica que adopten los investigadores resulta más importante para comprender las distintas tipologías establecidas o qué factores resultan determinantes a la hora de comprender los procesos de evolución social. Al mismo tiempo esas tipologías, tomadas de la aplicación de posturas teóricas al estudio de sociedades primitivas actuales por parte de las distintas escuelas antropológicas, han hecho posible que se puedan establecer paralelismos con etapas prehistóricas de las que sólo nos queda el registro de la cultura material y sus relaciones. La escuela materialista histórica, basada en los trabajos de los antropólogos E. Terray, M. Sahlins, M. Godelier, etc., sobre sociedades precapitalistas, ha aportado un marco interpretativo para las cuestiones sociales que ha influenciado a historiadores materialistas históricos, e incluso a otras corrientes, como el materialismo cultural de M. Harris. Esta posición ha sido adoptada por parte de algunos de los arqueólogos que estudiaron la época que aquí abordamos, A. Gilman, S. Shennan, K. Kristiansen, C. Tilley, etc. En estas posturas se priman las relaciones hombre-hombre, que son las que a través de la contradicción y el conflicto, inherentes a toda sociedad humana, permiten abordar el estudio de los cambios ocurridos en las formaciones sociales. El paso de sociedades igualitarias a sociedades de clases, que caracteriza a la organización política de la sociedad encarnada por la aparición del Estado, se produce a través de un proceso en que van apareciendo desigualdades en el acceso a los recursos y el nacimiento de una serie de controles sociales que permiten la aparición de productores y no productores o, lo que es lo mismo, la explotación de unos seres humanos por otros. Ese proceso surge a partir de sociedades donde las relaciones de producción, y, por tanto, económicas, se basan en los lazos de parentesco que sirven para articular la sociedad y enmascarar las desigualdades. La toma de la capacidad de decisión económica y política por parte, primero de linajes o segmentos, aún unidos por lazos de parentesco, y más tarde, de individuos y élites próximas, rompen esas relaciones en favor del papel del individuo y cambian las relaciones sociales de producción. La otra postura mayoritaria en los estudios de las organizaciones sociales se basa en la antropología evolucionista americana, en su versión más moderna del neoevolucionismo, encarnada por E. Service y M. Fried. Esta postura intenta reducir la evolución social a una serie de tipos con un claro contenido evolucionista, muy en línea con las posturas del siglo XIX, consecuencia de la generalización de las teorías sobre la evolución de la vida en la tierra, enunciadas por Darwin. Esos tipos tienen un contenido no sólo social, sino también económico; así, dentro de las categorías que se han establecido para marcar los estadios evolutivos de la complejidad social, el nivel más simple correspondería a la banda de Service, propia de sociedades con base económica en las actividades de caza y recolección y que para Fried tienen como característica fundamental la igualdad en las relaciones sociales, destacándose los aspectos de integración social en el primer caso y las diferencias en el otro. Para un estadio evolutivo siguiente, que coincide con la instauración de la agricultura y la ganadería como formas económicas dominantes, se estableció la categoría de la tribu, donde la integración social es mayor y se asiste al comienzo de la diferenciación entre sus miembros estableciéndose, en palabras de Fried, una jerarquización que no llega a cristalizar en unas instituciones centralizadas que regulen la reciprocidad, forma fundamental de las relaciones sociales. La jefatura como forma previa a la instauración del Estado ha sido una de las categorías más discutidas de estas tipologías y la que mayor aceptación ha encontrado entre un buen número de investigadores, incluso entre los que se alinean en teorías muy diferentes a las de Service o Fried, como el materialismo. La jefatura se caracteriza por una diversificación social mayor, con grados de institucionalización crecientes que incluye la heredabilidad de la condición social, que ha sido caracterizada por Fried como estratificación. La forma normalizada de relación social es la redistribución. El éxito alcanzado por esta categorización social se puede comprobar por los diferentes usos que de ella se han hecho, aplicada a la Prehistoria Reciente europea o a zonas muy diferentes y tiempos diversos a lo largo del mundo. Renfrew acuñó el uso de unas jefaturas orientadas al grupo para sociedades europeas, con manifestaciones más destacadas en los grandes monumentos megalíticos de carácter colectivo, frente a formas de jefaturas individualizadas, manifestadas por enterramientos individuales, donde se puede detectar la situación personal en la escala social, expresada en los ajuares por la presencia de objetos considerados de prestigio. En época más reciente, se ha establecido una nueva división de las jefaturas entre simples y complejas, que pretenden establecer una seriación más matizada en el camino hacia la sociedad estatal. La diferencia se establece en el grado de institucionalización del poder político y en el acceso diferencial a los marcos económicos, estableciéndose distribuciones asimétricas. El último estadio de esta evolución y la última categoría de esta clasificación es el Estado, en el que las relaciones sociales ya no descansan sobre los lazos de sangre o los sistemas de parentesco, y en el que el poder institucionalizado se manifiesta en un corpus de derechos y obligaciones establecidos en forma de leyes sancionadas o impuestas por la autoridad de unos pocos sobre los demás, garantizado por el uso exclusivo de la fuerza.
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La dificultad de realizar la lectura de las características propias de los diferentes estadios en este apretado esquema de evolución de las sociedades prehistóricas, reside en la naturaleza del registro arqueológico y en la imposibilidad de contar con otras fuentes, como las literarias, haciéndose necesario especificar en qué variables del registro residen las posibilidades de leer las condiciones específicas de las relaciones sociales. Es la dimensión espacial el ámbito del registro arqueológico que mejor puede reflejar el sistema de organización de las formaciones sociales, de modo que es en el territorio, espacio organizado por el hombre, donde quedan registrados aspectos económicos y políticos. El establecimiento del patrón de asentamiento en su vertiente de territorialidad, la jerarquización, las diferencias de actividades de producción y residenciales, la reestructuración urbana y los registros funerarios, serán los indicadores que permitan establecer las correlaciones entre la dimensión espacial y la organización social. Al tratar el tema de la organización espacial entre asentamientos, vimos cómo la situación es diferente en amplias zonas de Europa. En la zona central y oriental (Alemania, Polonia, Eslovaquia, Bulgaria, Yugoslavia y Grecia) podía observarse una jerarquización de asentamientos, con algunos mayores, fruto de una concentración poblacional, que además se dotan de murallas defensivas o fosos de sección en V e incluso, en algún caso, se han identificado la existencia de espacios relacionados con la producción artesanal especializada, como el barrio alfarero de Zvanec, en Ucrania, o algún edificio destinado a actividades artesanales específicas, como el mégaron del poblado amurallado de Vucedol, con evidencias de actividades metalúrgicas, además de estar situado en la parte más destacada de la acrópolis del poblado, o los de Lerna en el Peloponeso, con su Casa de las Tejas o Cnosos, en la isla de Creta, por su mayor tamaño en relación con los asentamientos contemporáneos, o el caso de Troya II, en Anatolia, todos pertenecientes al tercer milenio. En Europa occidental, incluidas las islas Británicas, y septentrional, no ha podido establecerse un tipo de organización espacial similar al de Europa suroriental, con una serie muy limitada de poblados fortificados, a base de empalizadas y fosos, tales como Sarup y Toftum en Dinamarca, que constituyen excepciones en un panorama de pequeños poblados, aunque a veces muy numerosos, con un limitado número de cabañas en el interior de un espacio definido por unas empalizadas o terraplenes y fosos, modelo que se extiende por toda Francia, Bélgica, Suiza y las islas Británicas.
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Evidentemente, la diplomacia del siglo XVIII era la lógica continuación de la de la centuria anterior, donde se habían puesto las bases para el desarrollo posterior de embajadas, relaciones entre monarcas o procesos negociadores. Como ya hemos señalado, la especial concepción de las relaciones internacionales en el Setecientos dio lugar a una actividad sin precedentes, tanto por el número de convenciones y negociaciones como por el perfeccionamiento de los mecanismos. También en las épocas de paz las acciones diplomáticas se orientaban a objetivos muy variados, desde la consecución de empresas comerciales al estrechamiento de lazos cortesanos por muy distintos medios, para lo que se utilizaban las embajadas permanentes o los contactos particulares entre ministros y comisionados extranjeros. Mientras que en los tiempos bélicos, los fines consistían en influir sobre la conducta de los aliados, enemigos y neutrales y en conducir la guerra de acuerdo con unos intereses muy concretos. Se extendieron las legaciones permanentes por la mayoría de las grandes potencias, pero todavía no estaban generalizadas, y se prefería la formación de comisiones especiales en los momentos precisos. Algunos Estados, aunque disponían de representantes permanentes, mandaban delegados extraordinarios para las negociaciones cruciales o embajadores solemnes para las funciones ceremoniales, por ejemplo, matrimonios o nacimientos. Aún numerosos monarcas no tenían legaciones fijas nada más que en unas pocas capitales por su coste, la dificultad de encontrar personal adecuado o la ausencia o escasez de temas negociables. En las redes diplomáticas no figuraban los príncipes de menor categoría, carentes de representación regular en las principales capitales y obligados a valerse de miembros de la corte para las misiones, compartir un agente con otro soberano o fiarse de las cartas privadas o confidenciales. Existía una gran concentración de comisionados en las grandes ciudades, Viena, París, Londres o Berlín, porque eran centros políticos y culturales donde las conversaciones de cualquier tipo nunca quedaban interrumpidas por considerarse foros diplomáticos de negociación general y de fácil acceso para las partes implicadas. Aquí coincidían embajadores de todas las potencias, especialmente las de rango inferior por la necesidad de defender sus intereses frente a los Estados más poderosos, que no mantenían delegados en las cortes pequeñas. Sin embargo, no existía un lugar fijo de reunión, sobre todo cuando en las sesiones se trataban asuntos relativos a nuevas pretensiones de algunos de los participantes, ya que entonces la atmósfera de tensión aconsejaba el desarrollo en un punto neutral o poco comprometido. Puesto que los diplomáticos representaban a sus soberanos, que contaban con una categoría dentro de la jerarquía monárquica, debían elegir a sus delegados con mucho cuidado, con el fin de que estableciesen la gloria real -y estuvieran a la altura de las circunstancias-. La elección solía recaer en los aristócratas, ya que la costumbre asignaba al comisionado parte del costo de la embajada. El grado más alto dentro del cuerpo diplomático, el de embajador, sólo se mandaba a un reducido número de cortes, las de mayor consideración, donde el gobernante anfitrión se preocupaba de tratar a cada legación con el ceremonial preciso. Los otros agentes extraordinarios de la escala diplomática, incluyendo ministros residentes hasta secretarios de embajada, personal sin acreditar y secretarios, tenían diversas categorías que permitían realizar distinciones e intercambiarse los cargos. Aunque los puestos de nivel superior se ocupaban por aristócratas, había una amplía representación social en el resto de la organización; la corte versallesca hizo llamar a los hombres nuevos o nobleza de toga, relevantes en la vida político-social, que estaban cualificados y habían sido probados en los despachos de asuntos exteriores. El empleo de eclesiásticos, muy raro en la Europa protestante, era cada vez menos frecuente en los Estados católicos, con la excepción de las nunciaturas papales. Numerosos representantes de la aristocracia desempeñaban puestos militares en tiempos de guerra y, por tanto, servían a sus soberanos continuamente, ya como militares, ya como diplomáticos; otros llevaban una o dos misiones y volvían a sus países a ocuparse de cuestiones menos comprometidas, a veces en la corte o en el protocolo, e incluso se retiraban del servicio real directo. Los puestos consulares estaban monopolizados por los comerciantes, ya que contaban con la preparación adecuada en esa materia, considerada secundaria dentro del campo de las relaciones internacionales. Era muy difícil evaluar la cualificación de los diplomáticos, en especial si tenemos en cuenta la habilidad requerida para su trabajo. La influencia en la corte reflejaba, en múltiples ocasiones, su capacidad para causar una buena impresión mediante la participación en cacerías, fiestas o actividades cortesanas. Debido a su educación, los aristócratas parecían los más capacitados, aunque careciesen de ciertas aptitudes para la negociación, pero allí podían sustituirse por ministros o delegados, si bien estaban encargados de la transmisión de los mensajes especiales. La disposición y experiencia de los embajadores y demás cargos dependían de su trayectoria personal y, en consecuencia, variaba de unos a otros. Muchos directores de las relaciones internacionales eran diplomáticos experimentados, como Pombal o Kaunitz, mientras que otros provenían de las secretarías o habían pasado directamente al Ministerio de Asuntos Exteriores. De hecho, no faltaban las quejas de los delegados acreditados en una corte sobre incompetencia de los ministros responsables y la subjetividad de los resultados de las negociaciones en función del ánimo o puntos de vista particulares. Otras protestas provenían de la falta de poder y la incoherencia en los planteamientos de los ministros, derivada de la confusa política cortesana o de las opiniones contradictorias del monarca. Ciertos soberanos, como Felipe V o Federico Guillermo I, tuvieron fama de intratables y, con frecuencia, no era suficiente llegar a un acuerdo con sus ministros por el riesgo de una negativa real. También en Estados con instituciones representativas existía el peligro de la anulación de lo pactado por presiones internas inesperadas. Al mismo tiempo, los príncipes y sus ministros denunciaban que los embajadores y enviados excedían sus atribuciones, explicable porque las instrucciones recibidas no podían abarcar todas las eventualidades de una negociación y resultaba imposible, dada la situación de las comunicaciones, responder con rapidez a los cambios y mandar nuevas instrucciones. Por tanto, en los diplomáticos recaía toda la responsabilidad de las conversaciones y el acierto de los acuerdos en función de lo que entendían era la voluntad del soberano. La lentitud e incertidumbre de las comunicaciones condicionaba de forma especial las deliberaciones. Con frecuencia, la formación de los diplomáticos era episódica, basada en la conversación y en los viajes, reflejo del carácter de las reformas administrativas del siglo. Las universidades instruían a los juristas, muy útiles para la redacción de los tratados y en las discusiones en su papel de asesores legales. No obstante, los secretarios de embajada y todo el cuerpo de diplomáticos necesitaban amplios conocimientos, entre otros, de historia, idiomas y geografía. En general, dicha cualificación era adquirida mediante la experiencia, al seguir a un embajador por el extranjero o al trabajar en los despachos de asuntos exteriores; por ejemplo, Vergennes fue aleccionado por su tío Chavigny. La Academia Política, fundada en 1712 por el ministro francés de Asuntos Exteriores, Torcy, para la instrucción de diplomáticos, desapareció en 1720 tras su caída. Los alumnos estudiaban la correspondencia y los archivos y hacían exposiciones en el marco de conferencias presididas por el director. Cátedras regias de Historia Moderna se fundaron en Oxford y Cambridge, en 1724, para ayudar en la formación de posibles estudiantes, pero salieron muy pocos diplomáticos eficaces. Con la misma preocupación, en 1752, en Göttingen, el historiador Shöpflin, catedrático de la Universidad de Estrasburgo, presentaba la historia de las casas soberanas de Alemania, grandes dinastías e importantes tratados de paz. Acudieron numerosos alumnos de toda Europa, incluida la alta nobleza, debido a la fama alcanzada por su selecta concurrencia, planes de estudio detallados, biblioteca especializada o profesorado cualificado; indiscutiblemente, constituía una excepción de buen funcionamiento por sus excelentes resultados.. Por otro lado, Pedro I envió a nobles rusos fuera del país para aumentar sus conocimientos, sobre todo de lenguas, pero esta circunstancia no impidió que la red rusa estuviera casi siempre compuesta por extranjeros. Tal situación no era excepcional, pues la mayoría de los servicios diplomáticos contaban con personas escogidas por los soberanos, al margen de su nacionalidad, o provenientes de otras esferas de la Administración. Carlos VI nombró consejeros españoles para los asuntos italianos y a medida que el príncipe Eugenio envejecía fue sustituido por Bartenstein, de Estrasburgo, secretario del Consejo Secreto, y muy pronto los principales embajadores en Versalles, Londres o La Haya pertenecían a su clientela. Sin embargo, hubo cierta preocupación en los departamentos de exteriores por contar con empleados preparados y fieles en puestos de extranjeros contratados por su talento, casi siempre alemanes o italianos. Pero, de hecho, a excepción de la Academia Eclesiástica Pontificia, fundada en Roma en 1701, las instituciones de enseñanza tuvieron una vida corta y llena de dificultades. Había que añadir, también, que los aristócratas se negaban, muy a menudo, a aceptar estudios regulares y la prevalencia del francés en la diplomacia ayudó a reducir la necesidad de conocimientos lingüísticos. La debilidad de España, seguida por la ascensión de un Borbón en 1700, la hegemonía de Francia con Luis XIV, el mayor papel de París como centro diplomático, el declive del prestigio papal y la importancia de los dialectos alemanes, contribuyeron a convertir el francés en básico para las relaciones internacionales de Europa occidental. En Oriente, el alemán, latín e italiano todavía se utilizaban, pero no desbancaron al francés. No sólo estaba presente en negociaciones, sino también en la correspondencia entre los príncipes, sus ministros y sus enviados. En Gran Bretaña se generalizó con Jorge I y en Austria con María Teresa. Indudablemente, la preeminencia del francés reflejaba el carácter internacional de la diplomacia y su interrelación con la sociedad monárquica y aristocrática. En las negociaciones se aceptaba la inmunidad y se superaron barreras confesionales y de procedencia, lo que ayudó a crear un mundo diplomático más homogéneo. La evolución de la vida política conducía, a veces, a un Estado a modificar sus redes y su organización en el Continente. Ahora bien, no faltaban las tensiones entre los entramados diplomáticos y los departamentos especializados del país creados para dirigir las relaciones internacionales. Aunque sería un error generalizar tales cambios administrativos, en numerosos países dichos organismos se desarrollaron hasta el punto de lograr una gran singularidad y contar con personal permanente cualificado: traductores, geógrafos o archiveros. Bastantes de estos altos cargos permanecieron durante años en sus puestos, por lo que se garantizaba la eficacia, ya que formaban un grupo cerrado y se sucedían de padres a hijos, a quienes transmitían los métodos de trabajo y la experiencia acumulada. El trabajo fue facilitado por los archivos, que servían de memoria para los acontecimientos, al tiempo que se multiplicaban las síntesis bien documentadas sobre relaciones internacionales. En ocasiones, se centralizaba la documentación y la actividad diplomática en un único edificio, con lo que aumentó la eficiencia por el envío de nuevos empleados especializados en la administración, la elaboración de colecciones de mapas, la contratación de jurisconsultos para los asuntos legales, la entrada de abogados encargados de la defensa de los derechos reales y la participación de geógrafos para estudiar los límites fronterizos tanto nacionales como locales. Todos juntos estudiaban la evolución de las políticas extranjeras para preparar iniciativas y proyectar su futura posición en Europa. Ahora, las directrices diplomáticas resultaban más coherentes, a pesar de las discrepancias internas, y se preparaban los sistemas y planes que debían obedecer los ministros, embajadores y agentes secretos. Un ejemplo significativo lo hallamos en el hecho de que una alianza con un país extranjero se integraba desde su origen en el seno de otras alianzas, pues, de lo contrario, no resultaba aconsejable. Las informaciones recibidas y las rígidas directrices procedían de las construcciones sistemáticas, mientras que la necesaria flexibilidad en ciertos asuntos estaba reservada para las diplomacias paralelas, como la del secreto del rey. Tales disposiciones marcaron la época de Chauvelin y del marqués De d'Argenson, pues la Revolución diplomática significó una nueva forma de comprender Europa. En 1719, en Rusia el antiguo Departamento de Embajadas era reemplazado por el Colegio de Asuntos Exteriores. Portugal abrió una oficina separada para los asuntos exteriores en 1736. En 1782, en Londres se fundaba la Oficina del Secretario de Estado para Asuntos Exteriores, con personal especializado permanente, acabando con el sistema antiguo de dos secretarios, entre cuyas funciones estaba la de dirigir la diplomacia, y que, en ocasiones, interferían entre sí. Por el contrario, numerosos territorios carecían de semejantes instituciones y, cuando existían, contaban con pocos empleados, sin especializar y formados en el trabajo cotidiano. De cualquier forma, la maniobrabilidad de los departamentos de asuntos exteriores estaba muy mediatizada por la intervención directa de los monarcas y sus ministros. A finales de la centuria, todavía las instrucciones de los embajadores recogían cláusulas que reflejaban que sin el conocimiento de la política interna del país no se podía comprender la política internacional; a todo ello se unía el escaso correo entre la corte y sus enviados. Al lado de la diplomacia oficial existía en Francia una diplomacia paralela o secreta, resultado de la especial atención requerida por determinadas cuestiones, la confidencialidad o la discreción. Era una organización definida como el secreto del rey, por la que se mantuvo una correspondencia sin informar a los ministros y que seguía unas directrices políticas a veces contradictorias con los proyectos elaborados por el Consejo Real o el secretario de Estado para los Asuntos Extranjeros. Los diplomáticos no siempre gozaban de la total confianza de sus soberanos y al comunicar sus comisiones trataban de resaltar su labor; de hecho la correspondencia quería convencer y explicar al mismo tiempo. Incluso, se prefería negociar por medio de informes escritos y no mediante discusiones, ya que de esta manera no había forma de modificar lo expuesto. Ahora bien, era un sistema más propio de aliados, como Francia y Prusia en 1752, que para las ambigüedades características del intercambio diplomático. Bastantes gobernantes daban instrucciones muy precisas a los delegados para que fueran muy cautos a la hora de comprometerse por escrito. La correspondencia estaba orientada a causar buena impresión al receptor y se resaltaba el desinterés particular de los monarcas, sus benévolas intenciones, los propósitos defensivos en cualquier acción militar o diplomática, su preocupación por el bien público y la honradez de sus puntos de vista. Las denominadas contestaciones generales se encontraban por todo el correo, pero no son fáciles de identificar por el lenguaje empleado, muy complicado, dadas las intenciones de engañar o disimular. La incertidumbre de los acontecimientos y la precariedad de las alianzas fomentaban la tendencia a negociar con objetivos más amplios y desarrollar varios planes, a veces contradictorios, al mismo tiempo. Esto ayudó a mantener un sentimiento de inestabilidad y fluidez, tan destacado en la correspondencia diplomática, porque había una voluntad de maniobrar con el fin de conseguir los objetivos previstos.
contexto
Normalmente las universidades gozaron de una plena autonomía jurisdiccional gracias a su directa vinculación con Roma. Otros privilegios fueron el monopolio en la promoción de los puestos de enseñanza y los derechos de huelga y secesión. Pero quizá el privilegio más característico fue el de la "licentia ubique docendi", que posibilitaba al nuevo maestro pare ejercer en cualquier punto de la Cristiandad. A pesar de las protestas diocesanas, ejercidas por los cancilleres episcopales, la concesión de la "licentia" no podía ser vetada ni anulada si contaba con el voto favorable del tribunal competente. Como cualquier estructura gremial, las universidades distinguían hasta tres grados entre sus miembros: los estudiantes, equivalentes a los aprendices; los bachilleres, similares a los oficiales y finalmente los doctores o maestros. Por lo general eran estos últimos los que ejercían el papel director, hasta el punto de constituir una corporación aparte. Una excepción fue Bolonia, donde los estudiantes (Universitas scholarium) controlaban a los maestros, organizados a su vez en un colegio de doctores. Pero debe tenerse en cuenta que, por lo general, los estudiantes boloñeses eran de edad madura y desempeñaban cargos civiles o eclesiásticos extrauniversitarios. Un modelo típico de ordenamiento universitario fue el de los llamados "Estatutos" de Robert Courçon para la Universidad de París, confirmados por Inocencio III hacia 1215 y fuente de inspiración para otras muchas universidades. La de París se dividía en cuatro facultades, bajo la dirección de un decano (por lo general el maestro más antiguo o el de mayor edad), que agrupaban a estudiantes y maestros de la misma disciplina. Tales facultades eran las de artes, decretos (derecho), medicina y teología y cada una era en si una corporación autónoma. La más destacada sin duda era la facultad de artes, por ser la más numerosa y contar también con los mayores ingresos. Su decano era asimismo el rector de toda la universidad y resultaba elegido por cuatro procuradores que constituían su consejo permanente. Estos procuradores resultaban a su vez elegidos por cada una de las cuatro naciones en que se dividía la facultad de artes, según la procedencia geográfica de sus alumnos. Existían así las naciones picarda (Flandes y Países Bajos), francesa (Francia, Península Ibérica, Italia y Grecia), normanda e inglesa (Inglaterra, Alemania, Países Escandinavos y territorios de Europa Central). En cuanto al rector, ostentaba la representación institucional de todas las facultades, presidía el claustro general de los maestros, fuesen titulares de cátedra o no, y en general ejercía un poder arbitral en caso de conflicto. El ciclo de estudios, siempre referidos a París, se iniciaba hacia los 14 años en la facultad de artes y constaba de seis cursos -por lo general anuales- con otros tantos exámenes a superar ante un jurado de maestros de la nación correspondiente. En el segundo curso el alumno debía someterse a un tribunal especial y defender una "determinatio", tras lo cual alcanzaba el grado de bachiller. Tras el bachillerato el alumno comenzaba sus actividades docentes bajo la atenta vigilancia del maestro regente o titular de cátedra en que se hallase inscrito. Al culminar el sexto curso obtenía al fin el grado de "magister/doctor" en artes, con la consiguiente "licentia docendi". Sólo tras la obtención del titulo de "magister artium" podía comenzarse, hacia los 20 años, un segundo ciclo de estudios, también de seis cursos, en las facultades de decretos o medicina, o bien directamente en la de teología -sin duda la más prestigiosa- que constaba de 12 cursos. En el caso de decretos y medicina se alcanzaba en los cinco primeros años el grado de bachiller, obteniendo al sexto el de doctor, tras superar los correspondientes exámenes. El quinto año de teología suponía también el bachillerato, tras lo cual se dedicaban dos cursos al comentario y enseñanza de las Sagradas Escrituras (todavía bajo la supervisión del maestro titular), otros dos a las "Sentencias" de Pedro Lombardo (bachiller sentenciario) y finalmente dos más a la enseñanza de la teología en general. Los estudios culminaban en un examen de grado superior ante el conjunto de maestros de teología presididos por el canciller, que actuaba en nombre del obispo. Eran necesarios al menos dos tercios de los votos pare ser proclamado maestro en teología y obtener la correspondiente "licentia docendi". En una solemne ceremonia posterior, el flamante doctor recibía los atributos de su nuevo grado (cátedra, libro, anillo de oro, toga y birrete). Antes de los 35 años era imposible en cualquier caso obtener el título de maestro en teología. Pasando ya a los aspectos de la vida cotidiana, y en relación con los libros de consulta diaria, se trataba generalmente, como hoy en día, de manuales de carácter instrumental cuyo contenido era además materia obligada de estudio. Para los bachilleres de teología, y aparte de la Biblia o los Santos Padres, destacaron especialmente la "Historia scholastica" de Pedro el Comilón, destinada al comentario de textos y, sobre todo, las "Sentencias" de Pedro Lombardo, de la que se conservan más de 500 ejemplares, a menudo comentados, de los siglos XIII al XV. En medicina el monopolio correspondió a autores clásicos como Hipócrates y Galeno, si bien, según fue avanzando el siglo XIII, se fueron añadiendo otros de origen oriental como Averroes o Avicena. El "Decretum" de Graciano y las diversas colecciones de decretales pontificias eran obras de obligada lectura para los estudiantes de derecho canónico, mientras que los civilistas se basaban en el "Corpus Iuris" de Justiniano y en las recopilaciones de glosas, como la "Magna Glossa" de Accursio (muerto en 1240). Con ser importantes los manuales utilizados, quizá lo fueron aún más los nuevos sistemas de difusión del libro desarrollados al calor de la demanda estudiantil. Las universidades contaban, en efecto, con uno o varios talleres especializados en la reproducción de originales, según el sistema de cuadernillos sueltos o "pecias". El pergamino y, cada vez más también el papel, fueron utilizados para cubrir esta creciente demanda. Su carácter instrumental explica asimismo el uso creciente de la minúscula gótica y de las abreviaturas. Por lo general las copias debían ser previamente homologadas por los bibliotecarios (stationarii) de la universidad, que custodiaban al efecto los originales. Su número oscilaba entre los varios centenares y el millar para los grandes centros universitarios, en tanto que los maestros disponían de bibliotecas particulares que podían llegar a los dos centenares de volúmenes. En relación a los aspectos de la vida material, desconocemos ante todo un dato tan básico como el del número total de alumnos, si bien para universidades como París o Bolonia hablar para el siglo XIII de 2.000 a 4.000 individuos puede resultar plenamente verosímil. Por el contrario, los centros menores difícilmente alcanzarían el millar, como parece ser el caso de Salamanca, ya a principios del XV. Los estatutos universitarios nos dan en cambio muchos más datos sobre las medidas tendentes a facilitar la vida de los estudiantes. Así, Oxford y Bolonia intervinieron ante las autoridades locales para regular el precio de los alquileres de casas y habitaciones. La picaresca sin embargo resultaba difícil de erradicar. Uno de los problemas cotidianos que el escolar venido de fuera tenía que solucionar era, aparte del alojamiento, el de la elección del maestro en cuya cátedra se matricularía. Sabemos que -al menos para Bolonia- los guías más solicitados para determinar dicha elección eran los taberneros y las prostitutas, que al parecer conocían perfectamente quienes eran los doctores más prestigiosos. En parte para evitar abusos y en parte también para controlar a los estudiantes, tendentes por su juventud a cualquier exceso, surgieron a lo largo del siglo XIII numerosos colegios mayores dependientes de las universidades. Siguiendo el modelo de las residencias anexas a los conventos de mendicantes, y a menudo también inspirados por los ideales monásticos, estos colegios daban acogida a los estudiantes pobres y a los procedentes de ciertas naciones. Los más famosos fueron los parisinos, como el de San Honorato (c. 1208), el de Montmorency (c. 1202) y, sobre todo, el de la Sorbona, fundado en 1253 por Roberto de Sorbon. Oxford, Aviñón y Bolonia contaron también, desde mediados del siglo XIII, con centros similares a los parisinos. Un aspecto también importante fue el de las remuneraciones a los maestros. Al principio el método más utilizado fue el de la "collecta" o pago directo de los alumnos al profesor, ligados mediante contrato escrito. En Italia este sistema se mantuvo, pero en Francia y en otros lugares dio paso a otro basado en los beneficios eclesiásticos. Hay que tener en cuenta que, desde el punto de vista doctrinal, el cobro por un producto que como el saber, era de naturaleza inmaterial, y por lo mismo considerado un don del cielo, podía ser tachado de simoníaco. Dado que los universitarios eran jurídicamente clérigos, lo más natural es que se acudiese al sistema de beneficios, considerando al trabajo intelectual parte del oficio eclesiástico. Diversos porcentajes basados en el diezmo, asignados por los monarcas (así en Castilla-León), o simplemente la concesión de beneficios ordinarios ajenos al mundo académico (con el consiguiente riesgo de absentismo) fueron por ello los sistemas generalmente empleados. Junto a los aspectos materiales, resultaban también importantes los de tipo espiritual. Siquiera desde el punto de vista legal esto era lógico, puesto que todos los integrantes de la comunidad universitaria estaban tonsurados y sometidos al fuero eclesiástico. Aunque en las facultades de artes abundaban los estudiantes pendencieros y juerguistas, no tanto por vocación cuanto por edad (así los famosos goliardos), no dejaban de constituir una excepción. Los profesores, aunque no hubiesen sido ordenados, solían vivir al modo eclesiástico y ni siquiera era común que se casasen. Por otro lado, como toda corporación, la Universidad también se manifestaba mediante una religiosidad propia. Los actos religiosos colectivos estaban pormenorizadamente regulados en los estatutos, e incluían la misa y sermón dominicales, las fiestas en honor de los santos patronos y ciertas devociones que, aunque no privativas del ámbito universitario, si se consideraron muy pronto típicas de él. En ese apartado se incluían, por ejemplo, la devoción a la Virgen y la fiesta del "Corpus Christi".
obra
Evans parece -ha escrito Szarkowski- tan transparente y desinteresado como el fotógrafo de una compañía de seguros" o como un fotógrafo de la policía, podemos añadir. Evans parece no tocar nada. En Organo de iglesia, Alabama, de 1936, los papeles y las colillas siguen en el suelo -que nadie ha recogido para que la foto quede bien-, la pizarra está sin borrar y la cortina sin correr; ni preparación, ni sofisticación ni retórica. Como Dorothea Lange en la costa oeste, Evans retrató el sur más profundo, muchas veces sin personas, sólo sus objetos cotidianos y sus huellas, que resultan en estas imágenes más elocuentes que ellos mismos.