La Iglesia Católica está organizada y gobernada especialmente sobre la base de jurisdicciones correspondientes al Papa y a los obispos. El Papa es la cabeza suprema de la Iglesia, siendo la persona que tiene la primacía de jurisdicción así como el honor sobre toda la Iglesia. Se considera a los obispos, conjuntamente y subordinados al Papa, como los Sucesores de los Apóstoles, responsables por tanto del sostenimiento de la Iglesia y continuadores con la labor pastoral de Jesucristo. Repartidos por el territorio católico, están al frente de diócesis o iglesias particulares, teniendo autoridad ordinaria y jurisdicción. Un tipo diferente de obispos son los llamados de estatus especial, patriarcas del Rito Pascual, quienes dependen sólo del Papa, y son cabezas de los fieles que pertenecen a estos ritos alrededor del mundo. Los obispos responden directamente ante el Papa, y entre ellos pueden distinguirse varios tipos, como Arzobispos residentes y Metropolitanos (cabezas de arquidiócesis), Obispos diocesanos (cabezas de diócesis), Vicarios y Prefectos Apostólicos (cabezas de vicarías apostólicas y prefecturas apostólicas), Prelados (cabezas de una Prelatura) y Administradores Apostólicos (responsables temporales de un jurisdicción). Cada uno de ellos gobierna sus respectivos territorios siguiendo la ley canónica, teniendo a su cargo a los párrocos, sacerdotes, religiosos y laicos. Del Papa también dependen directamente los Arzobispos y Obispos titulares, las órdenes religiosas y congregaciones de Derecho Pontificio, los institutos y facultades Pontificias, los Nuncios del Papa y los Delegados Apostólicos. Por último, los cardenales de la Curia Romana son los encargados de asistir al Papa y actuar en su nombre en el gobierno central y administración de la Iglesia.
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Para los ortodoxos no debe haber ninguna jerarquía en el seno de la Iglesia, considerando al obispo de Roma como un puesto honorífico. En el mismo sentido, a la caída del Imperio romano Constantinopla fue llamada la segunda Roma y, tras la creación de la Iglesia de Ortodoxa rusa (1488), Moscú fue denominada la tercera Roma. Los ortodoxos piensan que no es necesario ninguna jerarquía en el seno de la Iglesia, apostando por una estructura democrática de la misma y buscando el equilibrio administrativo. En este sentido, para ellos el obispo de Roma o el Patriarca de Constantinopla son uno más de entre los obispos.
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Cuando Atalo I accedió al poder, podía, por tanto, empezarse a sentir la renovación de la escultura en la costa de Asia Menor. En la propia Pérgamo, incluso, sabemos que ya trabajaban en ese momento al menos tres artistas de interés, que merecen ser recordados. El de más edad, sin duda, era Nicérato, que había venido de Atenas y que realizó, entre otras obras, estatuas de Filetero y Eumenes como vencedores de los galos. Suyo por tanto debe de ser el retrato de Filetero, conocido a través de una copia de Herculano, que nos revela un artista un tanto frío dentro de sus deseos de grandiosidad. También sabemos que hizo un grupo de Asclepio e Higía que después pasó al templo de la Concordia en Roma; si el Asclepio es, como se ha supuesto, el prototipo del llamado Asclepio Pitti, una de cuyas copias se ha hallado, curiosamente, en la villa romana de Valdetorres, cerca de Madrid, podemos considerar a Nicérato como uno de los últimos autores eclécticos basados en los ritmos del siglo IV a. C. -curva praxitélica incluida-, pero, eso sí, con una particular afición por el realismo muscular. Su compañero Firómaco, que firma junto a él algunas obras, era también ateniense, pero tenía planteamientos más avanzados. Esto podemos afirmarlo porque, a raíz de la aparición de una firma suya en Ostia, conocemos con seguridad una de sus obras: el retrato ideal del filósofo cínico Antístenes. La cabeza, de la que nos han llegado varias copias -las mejores en el Vaticano-, muestra la evolución en sentido dinámico, abarrocado, del realismo del Demóstenes de Polieucto: la cabellera blanda y agitada, el trazado amplio y movido de las cejas y la frente, nos muestran la conformación de lo que ya puede sentirse como "estilo pergaménico". En cuanto al tercer escultor, era Epígono, hijo de un ciudadano de Pérgamo y por tanto súbdito de sus reyes. Poco sabemos de él, y por tanto ignoramos si, en el momento de subir al trono Atalo I, era ya un escultor acreditado. Sea como fuere, cuando llegó la decisión de erigir los monumentos a las victorias sobre los celtas, parece que fue él quien se encargó de dirigir las obras. Por entonces, es probable que ya hubiese muerto Nicérato, pero Firómaco quedó incluido en el proyecto, y, para completar el equipo, llegaron otros artistas atraídos por el regio mecenazgo. Uno sería el ya anciano Antígono de Caristo, que además de escultor era historiador del arte (continuó la obra crítica de Jenócrates), y había seguido años atrás las lecciones del filósofo Menedemo de Eretria (muerto hacia el 275 a. C.); y otro fue Estratónico, procedente de Cízico, que debía de ser retratista, puesto que Plinio nos dice que representó a los filósofos (NH, XXXIV, 90), aunque sin mayor concreción. Reunidos estos autores, su objetivo sería dar un lenguaje nuevo a la idea de la victoria. Frente a las imágenes de generales coronados por Níkes aladas, o montados en carros -temas que, pese a todo, no desaparecen por completo-, lo que ahora se imagina es una iconografía donde el protagonista es, paradójicamente, el vencido. La importancia del éxito se mide por la corpulencia y ferocidad del enemigo doblegado, y éste aparece en el exvoto igual que la víctima de un sacrificio a los dioses. No se excluye que, en ocasiones, se represente también al monarca o al general vencedor, pero lo cierto es que, con el paso del tiempo, lo que más impacto causó en los historiadores del arte, e incluso en los copistas, fueron las dramáticas esculturas de los caídos.
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La organización de las colonias y de los municipios era muy semejante. Al frente de los mismos había un poder ejecutivo de dos dunviros y dos ediles; a veces mencionados indistintamente como cuatroviros, aunque dos de ellos cumplieran funciones de dunviros y dos de ediles. Un prefecto suplía a los dunviros en caso de obligada ausencia. Los dunviros como máximos magistrados eran responsables de la administración de la justicia, presidían el Senado y las Asambleas, representaban a la comunidad, e incluso organizaban la defensa del territorio al mando de tropas locales. Los ediles tenían asignada la vigilancia de los mercados y la conservación de calles y vías públicas. Cuando no se nombraba a un cuestor, los ediles se responsabilizaban de los asuntos financieros, lo mismo que los dunviros se encargaban del censo cuando no se nombró un censor. Todo el poder ejecutivo estaba en manos de esos cuatro magistrados, incluida la responsabilidad de vigilar las acuñaciones, como se demuestra por la presencia de sus nombres como magistrados monetales de las acuñaciones. La normativa jurídica preveía el nombramiento de tres pontífices y de tres augures para atender a todo lo relacionado con el culto a los dioses. La difusión del culto al emperadoR, cuyos sacerdotes tenían el nombre de flamen, condujo pronto a que se produjera la mezcla de funciones: así, hay casos de flamines que además lo eran de los rituales municipales, sacra publica. Las leyes preveían igualmente el nombramiento de adivinos, haruspices. La realidad fue mucho más compleja, ya que no siempre se llegó al nombramiento de todo ese conjunto de sacerdotes. Con excepción de los augures, que recibían un nombramiento vitalicio, que era compatible con otras magistraturas, los demás magistrados civiles o religiosos recibían un nombramiento anual. De ahí que la previsión de las leyes de que pasara un período de cinco años entre el desempeño de una a otra magistratura no pudiera llevarse a efecto. En la práctica, estos magistrados, que debían ser ciudadanos romanos y miembros de las oligarquías locales, pertenecían a unas pocas familias de cada colonia o municipio. No sólo no percibían ningún ingreso por el desempeño de sus cargos, sino que estaban obligados a contribuciones económicas destinadas a sufragar espectáculos públicos. La autoridad de los magistrados estaba limitada por el Senado local, compuesto por una cifra teórica de cien miembros. Estos senadores o decuriones pertenecían igualmente a las oligarquías. Toda decisión extraordinaria, como la propuesta de nombramiento de un patrono o un huésped, la solicitud de una reducción de impuestos, etcétera, era tomada por este Senado. La curia era el lugar habitual de reunión, pero es posible que, lo mismo que hacía el Senado romano, algunas reuniones tuvieran lugar en templos. El conjunto de los ciudadanos, populus, se organizaba en tribus o en curias para formar la asamblea local. Mientras que las asambleas del pueblo romano habían perdido todo el sentido, éstas seguían teniendo competencias para el nombramiento de magistrados y para hacer otro tipo de propuestas; el voto por curias o por tribus era el medio de expresar su voluntad. Una ciudad privilegiada imitaba el modelo de Roma, no sólo en su organización administrativa, sino también en su urbanística. El foro con sus templos, curia y basílica era fácil de establecer en una ciudad creada de nuevo; en los municipios, se llevó a cabo una profunda reorganización urbanística. No todas las ciudades disponían de teatros, anfiteatros y circo tan espléndidos como los de Mérida, Pompeya, Sabathra o Geresa, por citar sólo unos pocos ejemplos, pero sí celebraban con regularidad juegos o tenían representaciones teatrales. A nadie se le oculta que esas construcciones, así como los acueductos, las termas públicas... eran muy costosos. Para su construcción y mantenimiento, las ciudades contaban con parte de sus fondos públicos, siempre insuficientes, y, sobre todo, con otras fuentes de ingresos más sustanciosas: desgravaciones fiscales, aportaciones económicas de los patronos de la ciudad y múltiples liberalidades de particulares enriquecidos. Esta práctica permitía a muchos particulares hacer exhibición de sus riquezas y ganar a la vez prestigio y consideración social. Para muchos libertos enriquecidos fue una excelente vía de autopromoción. Durante el siglo III, muchos miembros de las oligarquías abandonan sus compromisos con la ciudad y pasan a residir en villas rústicas. Se modificaron los parámetros ideológicos que habían servido para mantener el esplendor urbanístico de las ciudades y muchas de éstas entran en una lenta decadencia de la que no se recuperarán.
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El protestantismo no es una religión ni una doctrina única, sino un conjunto de iglesias que provienen de la Reforma del siglo XVI. Puesto que se trata de un conjunto bastante heterogéneo y con grandes diferencias doctrinales, sacramentales y de estructura eclesiástica, existen también muchas asociaciones de iglesias, no habiendo entre algunas de ellas ninguna comunicación ni reconocimiento. Así, no hay una iglesia luterana, sino una Confederación mundial de iglesias luteranas, que fue fundada en 1947 y a la que no pertenecen todas ellas. Para el protestantismo, además de no reconocer el papel del Papa de Roma, se rechaza a todo mediador posible entre Dios y el ser humano, pues nadie, ni siquiera un sacerdote, puede ejercer un monopolio sobre la fe. Así, entre el pastor y los laicos las diferencias son de función, y no de esencia, pudiendo cualquiera con la formación adecuada desempeñar el mismo papel. El pastor protestante es nombrado por la iglesia local y no por una jerarquía, existiendo iglesias en las que no hay sacerdote o pastor. Además, la dirección eclesiástica es ejercida de un modo más colegial que jerárquico, si bien alguna Iglesias aceptan alguna forma de episcopado. La autoridad del obispo es funcional y ejercida entre iguales. Por último, al no existir una máxima autoridad infalible, como el Papa de Roma en la Iglesia católica, se favorece la pluralidad de doctrinas e interpretaciones.
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No se sabe prácticamente nada de la evolución política interna del reinado del primer soberano omeya en Córdoba, salvo las indicaciones sobre las revueltas, aparentemente confusas, que se acaban de examinar. Aprovechando hábilmente su prestigio personal y la fidelidad de algunos cientos de clientes de su familia que habían entrado en la Península antes de su llegada, utilizando en su favor las rivalidades entre las grandes etnias árabes, trabando alianzas complementarias con los beréberes, el inmigrado logró, en primer lugar; mantenerse en el poder a pesar de las revueltas. Al parecer, hacia la mitad de su reinado desplegó esfuerzos importantes para hacerse independiente del yund, organizando una fuerza permanente de beréberes mercenarios y esclavos (para la que al-Maqrizi da la cifra, probablemente exagerada, de unos 40.000 hombres). En los últimos años, dotó a Córdoba de una gran mezquita y de un qasr principesco en lugar del dar al-imara de los primeros gobernadores. Con él se empiezan a organizar no ya simples oficinas administrativas dirigidas por secretarios o kuttab, sino un verdadero gobierno cuyos superiores eran los hayib/s y los visires. La organización y puesta en marcha de estas estructuras estatales suponen medios financieros. El nivel regularmente creciente de las emisiones monetarias atestiguan el éxito de una política que permitía un aprovisionamiento suficiente del tesoro público, probablemente a través del reforzamiento regular del control administrativo, especialmente el fiscal sobre el territorio de al-Andalus.
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A la hora de abordar el tema de la organización de las distintas dependencias conventuales, nos encontramos con serios problemas. Problemas que derivan, por un lado, de la notable ausencia de restos materiales conservados, por otro, por las múltiples ampliaciones, transformaciones y reutilizaciones que han sufrido estas estancias en el transcurso de los tiempos y, en última instancia, por la falta de normativa referente a la organización de los esquemas conventuales. En efecto, sobre este último punto es importante advertir, como hemos tenido ocasión de comentar con anterioridad, que ni santo Domingo ni san Francisco se plantearon nunca cómo debería ser la distribución del espacio interior. La consecuencia inmediata de este vacío legislativo, la ausencia en definitiva de un plano ideal mendicante, fue la aceptación de lo hasta entonces vigente y experimentado como válido, es decir, el prototipo monástico inaugurado por la abadía benedictina de San Gall, heredado con mínimas variantes por los monjes cistercienses. Ahora bien, aunque el esquema en términos generales seguía siendo útil, sin embargo resultaba embarazoso aplicarlo con tanta rigidez como lo habían hecho sus antecesores, los monjes bernardos. Esto se entiende perfectamente si se constata que la vida del fraile no estaba organizada o normalizada hasta sus últimos detalles por pautas de comportamiento tan severas como las del monje. En efecto, para benitos y cistercienses, el monasterio es el taller u oficina del cual se sirve para alcanzar la santidad, su meta deseada. El fraile, por el contrario, proyecta su vida religiosa fuera de los muros del convento, acudiendo a él sólo para cobijarse y para predicar, y ello no siempre, ya que muchas veces este acto tenía lugar en las plazas públicas o espacios abiertos. Ni tan siquiera para la realización del oficio coral los frailes necesitaban acudir a la iglesia, ya que ésta consistía simplemente en el rezo de unas oraciones a determinadas horas del día. El orden dentro del convento, en contraposición a la orden cisterciense, tiene para los mendicantes menos importancia que la trascendental misión espiritual a que están abocados en el mundo. Sea como fuere, todo ello trajo como consecuencia que los mendicantes gozaran de una mayor libertad a la hora de distribuir sus oficinas privadas y, sobre todo, la posibilidad de introducir ciertas variantes que, en la mayoría de los casos, no son sino producto de las necesidades de adaptación a las características físicas de un lugar determinado y al espacio disponible -no siempre demasiado amplio. El claustro, siguiendo la tradición monástica inaugurada por el plano de San Gall, sigue siendo el elemento neurálgico del edificio conventual. Se distribuye indistintamente al norte o sur de la iglesia y en su entorno se abren las distintas dependencias. La sala capitular, tradicionalmente instalada en la panda contigua a la iglesia, varía en ocasiones su habitual emplazamiento, pasando a ubicarse en otra panda del claustro, generalmente la septentrional. El dormitorio mantiene el mismo carácter que en los monasterios benitos y bernardos, si bien la autorización en 1419 por parte de Martín V a los benitos para utilizar celdas, se extendió también a los mendicantes, propiciando así un individualismo que se observa más acusado en los dominicos, más inclinados al estudio y a la vida intelectual que los frailes menores. Un aspecto que resulta de gran interés a la hora de abordar el caso de la topografía mendicante es el tema de la proliferación de claustros secundarios. En efecto, se ha llegado a decir, sin demasiado fundamento, que con la llegada de los mendicantes desaparece el claustro único como elemento totalizador en función de la aparición de sucesivos claustros. En efecto, si observamos el actual plano de un convento franciscano o dominico, comprobaremos que en la mayoría de los casos éstos presentan junto al claustro mayor dos, tres y hasta cuatro claustros secundarios. Ahora bien, es importante no confundir el plano primitivo del convento con el definitivo, después de las muchas transformaciones sufridas en época moderna. En efecto, la progresiva estabilización a que llega la Orden en la Baja Edad Media y el aumento del número de vocaciones, llevó a transformar los conventos en grandes estructuras autosuficientes con zonas destinadas a fines secundarios, en este caso, los estudios y los almacenes. Esto condujo a la ampliación del número de claustros, e incluso a establecer en ellos un doble piso, configurándose así las plantas de los grandes conjuntos conventuales que contemplamos en la actualidad. El fenómeno, por otro lado, es el mismo que se observa en los monasterios de otras órdenes monásticas, que en época moderna también se vieron sometidos a necesidades de ampliación. No conviene acabar este espacio destinado a la topografía claustral sin hablar del proceso de socialización de las distintas dependencias. En efecto, ya hemos tenido ocasión de comentar con anterioridad, cómo las iglesias franciscanas y dominicas se convirtieron poco a poco en espacios públicos o semipúblicos. No sólo ellas, sino también el resto de las estancias adquirieron esta condición. En este sentido es frecuente encontrar las salas capitulares convertidas en capillas privadas, las cuales proliferaron también por todo el recinto conventual. De igual modo, el refectorio no sólo era un espacio reservado para la predicación o el estudio, sino un lugar destinado a la convocatoria de todo tipo de reuniones sociales.
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Desde el reinado de Luis XI hasta el de Francisco I se fue desarrollando el complejo aparato de poder que implicaba la deseada construcción estatal. Fortalecimiento del Gobierno central, aspiración a dejar sentir su presencia por todos los rincones de la geografía nacional, delimitación de competencias en los organismos estatales y potenciación de éstos, decidida atención a las cuestiones financieras, militares y de justicia, control de los grupos sociales..., éstas podrían ser las líneas de actuación que empezaron a operar desde la maquinaria gubernativa dirigida por la Monarquía, titular de la soberanía y portadora de poder absoluto. Directamente vinculado con esta autoridad suprema representada por la majestad del rey, se encontraba el Consejo Real, cuerpo asesor del que formaban parte los principales personajes del Reino y que venía a constituir una especie de Consejo de Estado, máximo organismo del Gobierno central, aunque debido al elevado número de sus componentes se formó otro más reducido, el Consejo secreto o "des Afaires", integrado por individuos fieles al monarca de procedencia social muy variada. Cargo sobresaliente era el de canciller, que actuaba como vicario y lugarteniente general del rey, disponiendo para desarrollar sus funciones de gobierno y control político del amplio y selecto personal de la cancillería, principalmente de los notarios y secretarios reales, piezas básicas de la alta burocracia centralista. De entre estos últimos salieron los cuatro secretarios de Finanzas, que poco a poco fueron abarcando mayores atribuciones gubernativas, pasando de ser los elementos de enlace entre el rey y sus Consejos a recibir, ya hacia mediados del Quinientos, la administración de las cuatro partes en que fue dividido el Reino, quedando dotados además con poderes de representación en los territorios próximos a cada una de sus jurisdicciones. Para hacer valer su autoridad por las distintas circunscripciones del Reino, el soberano solía designar a sus delegados, los gobernadores de provincia, grandes señores a los que se les concedían competencias que tocaban aspectos militares, de policía, de supervisión política, etc. Más numerosos y de menor rango social fueron los oficiales del rey, funcionarios que se solían nombrar mediante cartas reales y que se distribuían por la geografía nacional con asignaciones administrativas y judiciales. Éstos llegaron a formar un influyente colectivo con tendencia al funcionamiento autónomo a medida que iba siendo frecuente la adquisición por compra del puesto, patrimonialización de los oficios que sería una fuente continua de problemas y de entorpecimiento para la correcta aplicación de las decisiones del Gobierno central. Queriendo combatir en parte estos defectos del sistema burocrático en lugares más o menos alejados de la Corte, cuando interesaba llevar a buen fin determinados asuntos era frecuente la designación por el rey de enviados especiales con misiones específicas, temporales y con destinos precisos, utilizándose para ello a miembros cortesanos o a funcionarios que recibían estos poderes extraordinarios volviendo posteriormente, una vez finalizada la misión, a su situación anterior. En el terreno militar la máxima autoridad efectiva recaía en el condestable, quien dirigía el Ejército en ausencia o por delegación del rey. Por debajo estaban los dos mariscales de campo y el almirante de la flota, responsables de las fuerzas de tierra y de la marina, respectivamente. También los gobernadores y lugartenientes generales tenían atribuciones militares en sus marcos de actuación. El aparato judicial se extendía asimismo por varios niveles. En el plano inferior, actuando de primera instancia, se encontraban las "prévotés royales", denominados en ocasiones veguerías o vizcondados; en el siguiente estrato se hallaban las "bailías" y los "senescalatos", aproximadamente un centenar, que tenían además funciones de administración pública y militares; como tribunales superiores aparecían los Parlamentos, ocho para mediados del siglo XVI, a saber, los de París, Toulouse, Grenoble, Burdeos, Dijon, Rouen, Aix y Rennes. Constituido cada uno por varias cámaras, contaban con abundante y especializado personal, teniendo una significación política y legislativa muy relevante, sobre todo por ser los encargados de registrar las actas reales, dándoles así fuerza de ley, y de vigilar su aplicación. De entre ellos sobresalía el de París por su extensa jurisdicción, por sus atribuciones especiales respecto a la nobleza, por su larga tradición al ser el más antiguo y por arrogarse la representación del Reino, lo que fue motivo de enfrentamientos con la realeza, aunque durante el reinado de Francisco I ésta lo mantuviese a raya, menoscabando incluso su destacado papel en la vida nacional. La intervención de la Corona se hizo notar también a través de la formación del Gran Consejo, especie de tribunal de última instancia, reflejo del Consejo del rey, sin olvidar las trabas impuestas a las jurisdicciones especiales de los tribunales señoriales y eclesiásticos para así potenciar la justicia real. Todavía, superada la mitad de la centuria, se crearían otros organismos judiciales, los "présidiaux", que se situarían en un nivel intermedio entre parlamentos y bailías, completándose de esta manera la estratificada administración de justicia. Las finanzas de la Monarquía exigieron igualmente la formación de un complejo aparato de fiscalización y de gestión económica. Las contribuciones ordinarias, procedentes de los bienes patrimoniales de la Corona, de sus derechos señoriales y de regalía, eran administradas por el Tesoro. Cobradas por los recaudadores en las jurisdicciones de base, pasaban luego a ser ordenadas por los cuatro tesoreros de Francia, uno por cada generalidad. Los asuntos conflictivos que surgían en relación con ellas se remitían a la denominada Corte del Tesoro. Para la administración de las contribuciones extraordinarias, que eran las más importantes, entre ellas los impuestos, estaban nombrados otros cuatro ministros, los generales de Finanzas, al frente cada uno de su correspondiente generalidad, existiendo también unos recaudadores ordinarios por los respectivos territorios. Durante un tiempo, los responsables de ambas administraciones se habían llegado a reunir para establecer los que vendrían a ser presupuestos del Reino, pero a partir del segundo cuarto del siglo XVI esta junta financiera fue suprimida, depositándose en el Consejo Real la dirección suprema de las finanzas del Estado, reformándose por lo demás otros organismos económicos en un intento de simplificar y agilizar la maquinaria recaudatoria y por los deseos de la Monarquía de tener un mayor control sobre ella. El fisco se sustentaba sobre los impuestos directos e indirectos. Entre los primeros, el más importante era la "taille", que pagaban los pecheros en general, mayormente los campesinos, cobrándose por parroquia. En el transcurso de la primera mitad del Quinientos, esta imposición personal sobre los plebeyos llegó a triplicarse en cuanto al volumen total de lo recaudado por ella, lo que ponía de manifiesto el destacado papel que jugaba en los ingresos de la Hacienda real. De los impuestos indirectos, sobresalían las ayudas y la gabela, aquéllas grabando los intercambios y ésta el consumo de la sal. Precisamente por el aumento de la carga que suponía la gabela, se registraron los únicos incidentes importantes de protesta social antifiscal, los acaecidos en el sudoeste francés entre 1543 y 1548, a los que tuvo que hacer frente el Gobierno de la Monarquía siendo sofocados sin grandes dificultades. Desde el final de la guerra de los Cien Años hasta los comienzos de las guerras de religión no se produjeron, pues, graves alteraciones políticas ni sociales, lo que unido a los efectos de una buena coyuntura económica hicieron que este largo período se caracterizara por la estabilidad política, el orden social, el relanzamiento económico y la paz interior, que permitieron el fortalecimiento del poder soberano, el engrandecimiento de la maquinaria estatal y la potenciación de la Monarquía con tendencia absolutista, contribuyendo también a ello la propia personalidad de los reyes, sobre todo de Luis XI y Francisco I, por la capacidad de obrar con astucia e inteligencia y por las cualidades como gobernantes que tuvieron, resaltando los reinados de ambos sobre los menos afortunados de Carlos VIII y Luis XII, aunque todos ellos, sin excepción, siguieron una línea de actuación coherente respecto a la afirmación de la autoridad real sobre las instancias más o menos representativas del Reino y sobre los distintos estamentos sociales, como lo prueban la disminución que sufrieron en sus funciones opositoras los Estados provinciales y los Parlamentos (especialmente el de París), la no convocatoria de los Estados Generales desde 1486 hasta 1560, la vigilancia que se tuvo sobre las asambleas de notables reunidas en 1506, 1526 y 1558, la firma del Concordato de Bolonia (1516) (que suponía mantener el control sobre el clero francés), y, en fin, el dominio ejercido sobre los grupos sociales que logró impedir cualquier subversión del orden establecido que pudiera amenazar el equilibrio conseguido en el seno de la organización social y en sus relaciones con la Monarquía soberana. Por todo lo expuesto, la Francia de Francisco I se había convertido en una gran potencia occidental, con un Estado bien organizado, un poderoso ejército y unas finanzas suficientes para soportar los costes del aparato de poder centralizado y la política exterior de grandeza que éste quiso llevar a cabo. La etapa de Enrique II (1547-1559) sería en muchos sentidos una continuación de la anterior, truncándose esta positiva evolución en los siguientes reinados a consecuencia de los graves problemas que se abatirían sobre Francia en la segunda mitad de la centuria.
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La dinastía nacional sasánida actuó como aglutinadora entre las diversas fuerzas actuantes en la sociedad irania y persa a base de entroncar con la grandeza y esplendor de la época aqueménida, y sobre todo con el respaldo de la religión oficial del mazdeísmo o zoroastrismo, que surgida de una reforma del antiguo politeísmo indoeuropeo llevada a cabo por Zoroastro en el siglo V antes de J.C., no fue nunca reconocida como religión oficial hasta esta época. La doctrina dualista del zoroastrismo se basaba en una divinidad creadora del espíritu y de la luz, Ormuz, en pugna con un principio del mal, llamado Arimán. Esta religión veneraba elementos naturales como el agua (purificadora), el fuego y la tierra; pero el fuego era esencial en la religión, y se le adoraba en templos (pyrés) en que ardía en una sala cubierta por una cúpula. El culto comportaba la alimentación del fuego con madera purificada ritualmente, la ofrenda de ramas de determinada planta, y ciertas oraciones. El clero, reclutado en principio en una tribu meda, aseguraba el culto, la dirección moral y la enseñanza del pueblo. Estrictamente jerarquizado, estaba formado por sacerdotes o magos; algunos de gran jerarquía, los mobedan, estaban al frente de los distritos eclesiásticos. En la cumbre de la jerarquía eclesiástica estaba el mobedan-mobed (jefe de los magos), que era consejero del rey y llevaba la suprema dirección de los asuntos religiosos. En el siglo V se fijó en 21 divisiones el canón del libro sagrado o "Avesta", verdadera compilación que pretendió dar cuenta de todo el saber y toda la tradición irania, escrita en una lengua muerta que únicamente era comprendida por los sacerdotes o magos. Para que el "Avesta" resultase mas inteligible, fue traducido al persa vulgar, resumido y glosado, siendo su parte mas conocida el "Denkart" o "Libro de la buena religión". El mazdeísmo, como verdadera y única fuente religiosa del imperio sasánida, aspiraba a dominar por entero todos los actos públicos y oficiales, considerando enemigos a todos los seguidores de otros credos, especialmente a los cristianos y a los maniqueos. Los cristianos fueron considerados como enemigos políticos mientras dependieron del patriarca de Constantinopla, pero su situación se dulcificó cuando la iglesia persa adoptó el nestorianismo en el 466 y se separó definitivamente de la jerarquía eclesiástica bizantina. En tiempos del primer soberano sasaní, Ardeshir, Mani, llamado el profeta del Dios de la verdad, predicó una doctrina sincretista, el maniqueísmo, mezcla, entre otros, de elementos cristianos, zoroastristas y babilónicos. Mani fue considerado como hereje por el clero mazdeista, que lo hizo ajusticiar, y también por los cristianos. A pesar de todo sus ideas se extendieron por Irán y tuvieron cierta preponderancia durante el reinado de Kavad I e influyeron también en diversos sectores del Cristianismo oriental. La organización del imperio sasánida se basó en una fuerte centralización que contó con el apoyo de la alta nobleza de los vaspuhrs, que a pesar de todo no renunció a sus prerrogativas, por eso en realidad el sistema tuvo como base fundamental a los medianos propietarios de tierras entre los que reclutó una burocracia estable que hizo de estrecho ligamen entre la provincia o el campo y la capital. El poder real, a pesar de su ostentación y parafernalia tradicional, no tuvo nunca una tradición definitiva en materia sucesoria lo que permitió a la nobleza y al clero controlarlo, gracias a la debilidad mostrada por los sucesores de Sapor II a partir de finales del siglo IV. El imperio se convirtió en una Monarquía electiva dentro de la familia sasánida. La elección del nuevo soberano la realizaban los altos dignatarios del Estado y en última instancia dependía del sumo sacerdote (mobedan-mobed). La sociedad estaba jerarquizada social y admnistrativamente en cuatro clases sociales: 1, los sacerdotes o magos; 2, los nobles o guerreros; 3, los burócratas; 4, los agricultores y artesanos libres. Los esclavos no formaban parte de la escala social oficial detentadora de todos los posibles derechos. La organización del Estado comprendía numerosos grandes dignatarios. El sumo sacerdote, probablemente nombrado por el rey, seria el principal consejero regio y en definitiva quien inspiraría la línea político-religiosa a seguir. También existía la figura del gran visir (Vuzurg-framadhar, mas tarde copiada por los abbasíes) de poder muy amplio pero mal conocido, era en realidad la persona de total confianza del rey de reyes, a quien sustituía en su ausencia. Por su parte cada clase tenía un jefe con unas funciones precisas. Así, el jefe de los guerreros (Eran-Spahbadh) tenía la triple función de ministro de la guerra, general en jefe y negociador de la paz; el jefe de los burócratas (Eran-Dibherbadh) tenía que conocer perfectamente el derecho tradicional y ser un experimentado político, controlaba los diversos ministerios o secretarías de Estado, excepto el de hacienda, que eran seis: justicia, hacienda, tesoro del rey, caballerizas reales, rentas de los templos del fuego y obras pías; el jefe de los agricultores y de los artesanos (Vatrioshbadh) controlaba la hacienda del Imperio y era el responsable del cobro de los impuestos sobre las propiedades y las personas. Los sasánidas se preocuparon por mantener estrechamente unidas las provincias con la capital a base de una buen servicio de comunicaciones y de correos siguiendo la tradición aqueménida. También como aquélla, mantuvieron en la administración provincial algunos príncipes vasallos con el título de reyes o shahs pero siempre en territorios fronterizos, como los príncipes árabes lakhmidas de Hira o los propios reyes de Armenia (hasta 430). Normalmente el imperio estaba dividido en provincias mandadas por los marzbans, salidos de las filas de la alta nobleza. Por debajo de las provincias la célula vital socio-económica y de la administración civil eran los cantones o territorios que tenían como centro una ciudad y que eran gobernados por un funcionario elegido entre los jefes de pueblos o dekanes. La capital del Imperio era Ctesifonte, un conjunto de poblaciones a una y otra orilla del Tigris, rodeadas de un único recinto amurallado y unidas por dos puentes sobre el río, con el inmenso palacio real de Taq-E-Kesra en la árida izquierda. En la otra orilla la reconstruida Seleucia era un importante y activo centro de comercio.
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La enorme distancia entre Portugal y el teatro de estas nuevas operaciones impedía la supervisión directa del rey, lo que obligó a implantar el sistema del virreinato. En 1505 se nombró a Francisco de Almeida primer virrey de la India y se le dotó de una armada capaz de conseguir y defender las factorías, fortificadas, de los portugueses en la costa de Malabar, así como también en la africana oriental. Durante su gobierno, se aseguró la supremacía portuguesa en la costa oriental africana con la construcción de los fuertes de Sofala (1505) y Mozambique (1507). Poco después la flota portuguesa derrotó en 1509 frente a Diu a la egipcia-gudjaratí, eliminando así a la única fuerza naval musulmana capaz de enfrentársele. Ello posibilitó los avances conseguidos por el segundo virrey, Alfonso de Alburquerque (1509-1515), cuyo gobierno se considera el verdadero arranque del Imperio portugués en Asia. Durante el mismo se adquirió prácticamente todo el área que se llegará a controlar, se aseguraron las plazas obtenidas y se organizó la "Carreira da India". En 1510 se tomó Goa, que desde entonces se convertirá en el principal enclave del imperio índico, con un espectacular despliegue de fuerza militar, y un año después se conquistó Malaca, centro de toda la red comercial existente en el sudeste asiático. Con ello, Portugal controlará el comercio de las islas de las especias y contactará con los mercados chino y nipón. El intento de control del Mar Rojo se había iniciado en 1507, con el intento fallido de conquistar Adén y la toma efímera de Ormuz. La ocupación de la isla de Socotora (1509), fue la antesala para la conquista definitiva en 1515 de Ormuz, desde donde se controlaba el mercado persa y armenio. A los sucesores de Alburquerque corresponderá el control paulatino de las islas de las especias, primero Ternate, en las Molucas, y más tarde Sumatra, Java y las demás islas de Indonesia. El acceso a los mundos chino y japonés fue mucho más difícil. En primer lugar, su potencia militar descartaba la conquista, como en otros casos. En segundo, eran mundos voluntariamente herméticos, sobre todo China, cerrada a cualquier comunicación con todos los extranjeros, no sólo europeos. En 1513 los portugueses desembarcaron por primera vez en China, pero estos primeros contactos no dieron ningún fruto. Sólo en 1550 consiguieron las autoridades de Malaca licencia para celebrar una feria anual en las afueras de Macao. En 1543 llegaron los primeros portugueses al Japón, a Kiushiu. Mientras tanto, se había continuado avanzando por la costa brasileña desde la arribada de Cabral. Durante muchos años la única intención de tales expediciones parece ser la búsqueda de un paso hacia Oriente. La existencia de un imperio comercial que ya era una realidad, y no sólo una promesa, motivó que se prestase poca atención a unas tierras habitadas por poblaciones muy primitivas y que sólo parecían ofrecer productos tintóreos. Sólo el interés demostrado por franceses, desde 1503, y más tarde por holandeses, provocó la ocupación de toda la zona concedida por el Tratado de Tordesillas. Acción descubridora y formación del Estado moderno van unidos, permitiendo las nuevas riquezas crear una administración que englobe todo el imperio y lo defienda de enemigos exteriores. La Corona portuguesa, que se veía libre de la lucha con el musulmán y no tenía los problemas externos e internos que sus coetáneas europeas, pudo permitirse organizar el imperio y el comercio colonial en su propio beneficio. Por medio de barreras arancelarias e impuestos encauzaba la mercadería procedente de sus colonias y la trocaba por los productos exteriores que le interesaban. A través de una cadena de factorías costeras el comercio portugués accedía a los mercados locales. Una serie de grandes mercados intermedios coordinaban el tráfico de sus áreas respectivas y servían de conexión con las otras. San Jorge da Mina cumplía ese papel en la costa occidental africana, de la misma forma que Ormuz enlazaba el índico con los mercados persas, armenios y árabes, Calicut hacía lo propio con la india y Malaca con las islas de las especias. En Goa estaba asentado un gobernador general, a cuyo cargo tenía una flota de dos escuadrones -uno para el Mar Rojo y otro para la costa de Malabar- con la misión de defender una serie de fuertes situados estratégicamente. Para organizar los asuntos ultramarinos se crearon varias instituciones. La "Casa da Guiné" fue fundada por don Enrique el Navegante en Lagos, y más tarde se trasladó a Lisboa con el nombre de "Casa da Guiné e Mina". La "Casa da India" se creó al regreso del viaje de Vasco da Gama, con el objeto de coordinar el embarque y desembarque de las mercancías, recaudar impuestos de los comerciantes, preparar las flotas, negociar la construcción de barcos y registrar las personas que pasaban a Oriente. El Arsenal por su parte se encargaba de proporcionar las tripulaciones con los pertrechos, marinos o militares necesarios. El Alto Tribunal de Apelación, el "Desembargo do Paço", decidía los nombramientos judiciales y las reglamentaciones ultramarinas. A la Junta de Conciencia y las órdenes militares le concernían los asuntos religiosos. El Consejo privado del rey llevó los asuntos ultramarinos hasta que en 1569 se creó una secretaría para la India. La organización del comercio desde Oriente hasta Lisboa, desde Lisboa a Amberes y desde allí a toda Europa, era una tarea excesivamente compleja para las posibilidades portuguesas del momento. Dos veces al año se enviaba la pimienta a la factoría real de Amberes, desde donde se distribuía por toda Europa. A partir de los años treinta del siglo se incrementaron los problemas para el comercio portugués: los asaltos franceses a los barcos obligaron a los portugueses a utilizar barcos extranjeros, sobre todo holandeses; los comerciantes alemanes compradores, arruinados por las guerras religiosas del Imperio, estaban siendo desbordados por los holandeses; y la plata, desvalorizada por el metal americano. Consecuencia de estos inconvenientes fue el cierre, en 1548, de la factoría de Amberes, lo que obligó a los compradores a ir a Lisboa, con pérdida de beneficios para la Corona. Para agravar la situación, resurgió el comercio mediterráneo de la pimienta, por la amistad turco-francesa y la paz con Venecia, hasta el punto de que hacia 1560 parece que la mitad de la pimienta llegaba por Levante. Los turcos llegaron en 1538 a Aden y en 1546 a Basora, y por tanto al Indico. En 1569 la Corona portuguesa se vio obligada a suspender pagos en Amberes. En 1570 se abandonó el monopolio del comercio de la pimienta y otras especias y se permitió a los súbditos comerciar libremente, siempre que remitiesen las especias a Lisboa y pagasen los impuestos a la "Casa da India". Las dificultades para controlar y defender una red colonial tan extensa habían fomentado la autonomía de las administraciones locales y el contrabando. Don Sebastián y después Felipe II recompusieron la situación y se aprovecharon de la situación desordenada en Turquía a fines del siglo XVI, pero los problemas con ingleses y holandeses, tras la unión con España en 1580, perjudicaron el comercio de las especias. Siguiendo el modelo polisinodial de la Monarquía hispánica, Portugal mantuvo su autonomía, gestionada por el recién creado Consejo de Portugal, con un secretario para asuntos indios, a los que daba el visto bueno el virrey y después el rey. Este régimen acabó poniendo trabas al comercio, entre la lentitud y las dilaciones, y competirá difícilmente con el sistema más ágil de las compañías privilegiadas europeas del siglo siguiente. El "Estado da India", tenía objetivos fundamentalmente comerciales, aun cuando no pudiesen absolutamente abandonarse motivaciones colaterales como la evangelización, que por otro lado facilitó en muchos casos el entendimiento con los pueblos indígenas. El Imperio portugués ejemplifica como pocos el paso de la Cruzada al beneficio comercial, de los ideales caballerescos a los intereses burgueses. Sin embargo, los deseos misioneros perdurarán durante toda la aventura colonial, y en muchos casos los comerciantes vieron abierto el camino por los misioneros, como fue el caso de los jesuitas en el Japón y la China.