Desde el reinado de Luis XI hasta el de Francisco I se fue desarrollando el complejo aparato de poder que implicaba la deseada construcción estatal. Fortalecimiento del Gobierno central, aspiración a dejar sentir su presencia por todos los rincones de la geografía nacional, delimitación de competencias en los organismos estatales y potenciación de éstos, decidida atención a las cuestiones financieras, militares y de justicia, control de los grupos sociales..., éstas podrían ser las líneas de actuación que empezaron a operar desde la maquinaria gubernativa dirigida por la Monarquía, titular de la soberanía y portadora de poder absoluto. Directamente vinculado con esta autoridad suprema representada por la majestad del rey, se encontraba el Consejo Real, cuerpo asesor del que formaban parte los principales personajes del Reino y que venía a constituir una especie de Consejo de Estado, máximo organismo del Gobierno central, aunque debido al elevado número de sus componentes se formó otro más reducido, el Consejo secreto o "des Afaires", integrado por individuos fieles al monarca de procedencia social muy variada. Cargo sobresaliente era el de canciller, que actuaba como vicario y lugarteniente general del rey, disponiendo para desarrollar sus funciones de gobierno y control político del amplio y selecto personal de la cancillería, principalmente de los notarios y secretarios reales, piezas básicas de la alta burocracia centralista. De entre estos últimos salieron los cuatro secretarios de Finanzas, que poco a poco fueron abarcando mayores atribuciones gubernativas, pasando de ser los elementos de enlace entre el rey y sus Consejos a recibir, ya hacia mediados del Quinientos, la administración de las cuatro partes en que fue dividido el Reino, quedando dotados además con poderes de representación en los territorios próximos a cada una de sus jurisdicciones. Para hacer valer su autoridad por las distintas circunscripciones del Reino, el soberano solía designar a sus delegados, los gobernadores de provincia, grandes señores a los que se les concedían competencias que tocaban aspectos militares, de policía, de supervisión política, etc. Más numerosos y de menor rango social fueron los oficiales del rey, funcionarios que se solían nombrar mediante cartas reales y que se distribuían por la geografía nacional con asignaciones administrativas y judiciales. Éstos llegaron a formar un influyente colectivo con tendencia al funcionamiento autónomo a medida que iba siendo frecuente la adquisición por compra del puesto, patrimonialización de los oficios que sería una fuente continua de problemas y de entorpecimiento para la correcta aplicación de las decisiones del Gobierno central. Queriendo combatir en parte estos defectos del sistema burocrático en lugares más o menos alejados de la Corte, cuando interesaba llevar a buen fin determinados asuntos era frecuente la designación por el rey de enviados especiales con misiones específicas, temporales y con destinos precisos, utilizándose para ello a miembros cortesanos o a funcionarios que recibían estos poderes extraordinarios volviendo posteriormente, una vez finalizada la misión, a su situación anterior. En el terreno militar la máxima autoridad efectiva recaía en el condestable, quien dirigía el Ejército en ausencia o por delegación del rey. Por debajo estaban los dos mariscales de campo y el almirante de la flota, responsables de las fuerzas de tierra y de la marina, respectivamente. También los gobernadores y lugartenientes generales tenían atribuciones militares en sus marcos de actuación. El aparato judicial se extendía asimismo por varios niveles. En el plano inferior, actuando de primera instancia, se encontraban las "prévotés royales", denominados en ocasiones veguerías o vizcondados; en el siguiente estrato se hallaban las "bailías" y los "senescalatos", aproximadamente un centenar, que tenían además funciones de administración pública y militares; como tribunales superiores aparecían los Parlamentos, ocho para mediados del siglo XVI, a saber, los de París, Toulouse, Grenoble, Burdeos, Dijon, Rouen, Aix y Rennes. Constituido cada uno por varias cámaras, contaban con abundante y especializado personal, teniendo una significación política y legislativa muy relevante, sobre todo por ser los encargados de registrar las actas reales, dándoles así fuerza de ley, y de vigilar su aplicación. De entre ellos sobresalía el de París por su extensa jurisdicción, por sus atribuciones especiales respecto a la nobleza, por su larga tradición al ser el más antiguo y por arrogarse la representación del Reino, lo que fue motivo de enfrentamientos con la realeza, aunque durante el reinado de Francisco I ésta lo mantuviese a raya, menoscabando incluso su destacado papel en la vida nacional. La intervención de la Corona se hizo notar también a través de la formación del Gran Consejo, especie de tribunal de última instancia, reflejo del Consejo del rey, sin olvidar las trabas impuestas a las jurisdicciones especiales de los tribunales señoriales y eclesiásticos para así potenciar la justicia real. Todavía, superada la mitad de la centuria, se crearían otros organismos judiciales, los "présidiaux", que se situarían en un nivel intermedio entre parlamentos y bailías, completándose de esta manera la estratificada administración de justicia. Las finanzas de la Monarquía exigieron igualmente la formación de un complejo aparato de fiscalización y de gestión económica. Las contribuciones ordinarias, procedentes de los bienes patrimoniales de la Corona, de sus derechos señoriales y de regalía, eran administradas por el Tesoro. Cobradas por los recaudadores en las jurisdicciones de base, pasaban luego a ser ordenadas por los cuatro tesoreros de Francia, uno por cada generalidad. Los asuntos conflictivos que surgían en relación con ellas se remitían a la denominada Corte del Tesoro. Para la administración de las contribuciones extraordinarias, que eran las más importantes, entre ellas los impuestos, estaban nombrados otros cuatro ministros, los generales de Finanzas, al frente cada uno de su correspondiente generalidad, existiendo también unos recaudadores ordinarios por los respectivos territorios. Durante un tiempo, los responsables de ambas administraciones se habían llegado a reunir para establecer los que vendrían a ser presupuestos del Reino, pero a partir del segundo cuarto del siglo XVI esta junta financiera fue suprimida, depositándose en el Consejo Real la dirección suprema de las finanzas del Estado, reformándose por lo demás otros organismos económicos en un intento de simplificar y agilizar la maquinaria recaudatoria y por los deseos de la Monarquía de tener un mayor control sobre ella. El fisco se sustentaba sobre los impuestos directos e indirectos. Entre los primeros, el más importante era la "taille", que pagaban los pecheros en general, mayormente los campesinos, cobrándose por parroquia. En el transcurso de la primera mitad del Quinientos, esta imposición personal sobre los plebeyos llegó a triplicarse en cuanto al volumen total de lo recaudado por ella, lo que ponía de manifiesto el destacado papel que jugaba en los ingresos de la Hacienda real. De los impuestos indirectos, sobresalían las ayudas y la gabela, aquéllas grabando los intercambios y ésta el consumo de la sal. Precisamente por el aumento de la carga que suponía la gabela, se registraron los únicos incidentes importantes de protesta social antifiscal, los acaecidos en el sudoeste francés entre 1543 y 1548, a los que tuvo que hacer frente el Gobierno de la Monarquía siendo sofocados sin grandes dificultades. Desde el final de la guerra de los Cien Años hasta los comienzos de las guerras de religión no se produjeron, pues, graves alteraciones políticas ni sociales, lo que unido a los efectos de una buena coyuntura económica hicieron que este largo período se caracterizara por la estabilidad política, el orden social, el relanzamiento económico y la paz interior, que permitieron el fortalecimiento del poder soberano, el engrandecimiento de la maquinaria estatal y la potenciación de la Monarquía con tendencia absolutista, contribuyendo también a ello la propia personalidad de los reyes, sobre todo de Luis XI y Francisco I, por la capacidad de obrar con astucia e inteligencia y por las cualidades como gobernantes que tuvieron, resaltando los reinados de ambos sobre los menos afortunados de Carlos VIII y Luis XII, aunque todos ellos, sin excepción, siguieron una línea de actuación coherente respecto a la afirmación de la autoridad real sobre las instancias más o menos representativas del Reino y sobre los distintos estamentos sociales, como lo prueban la disminución que sufrieron en sus funciones opositoras los Estados provinciales y los Parlamentos (especialmente el de París), la no convocatoria de los Estados Generales desde 1486 hasta 1560, la vigilancia que se tuvo sobre las asambleas de notables reunidas en 1506, 1526 y 1558, la firma del Concordato de Bolonia (1516) (que suponía mantener el control sobre el clero francés), y, en fin, el dominio ejercido sobre los grupos sociales que logró impedir cualquier subversión del orden establecido que pudiera amenazar el equilibrio conseguido en el seno de la organización social y en sus relaciones con la Monarquía soberana. Por todo lo expuesto, la Francia de Francisco I se había convertido en una gran potencia occidental, con un Estado bien organizado, un poderoso ejército y unas finanzas suficientes para soportar los costes del aparato de poder centralizado y la política exterior de grandeza que éste quiso llevar a cabo. La etapa de Enrique II (1547-1559) sería en muchos sentidos una continuación de la anterior, truncándose esta positiva evolución en los siguientes reinados a consecuencia de los graves problemas que se abatirían sobre Francia en la segunda mitad de la centuria.
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La dinastía nacional sasánida actuó como aglutinadora entre las diversas fuerzas actuantes en la sociedad irania y persa a base de entroncar con la grandeza y esplendor de la época aqueménida, y sobre todo con el respaldo de la religión oficial del mazdeísmo o zoroastrismo, que surgida de una reforma del antiguo politeísmo indoeuropeo llevada a cabo por Zoroastro en el siglo V antes de J.C., no fue nunca reconocida como religión oficial hasta esta época. La doctrina dualista del zoroastrismo se basaba en una divinidad creadora del espíritu y de la luz, Ormuz, en pugna con un principio del mal, llamado Arimán. Esta religión veneraba elementos naturales como el agua (purificadora), el fuego y la tierra; pero el fuego era esencial en la religión, y se le adoraba en templos (pyrés) en que ardía en una sala cubierta por una cúpula. El culto comportaba la alimentación del fuego con madera purificada ritualmente, la ofrenda de ramas de determinada planta, y ciertas oraciones. El clero, reclutado en principio en una tribu meda, aseguraba el culto, la dirección moral y la enseñanza del pueblo. Estrictamente jerarquizado, estaba formado por sacerdotes o magos; algunos de gran jerarquía, los mobedan, estaban al frente de los distritos eclesiásticos. En la cumbre de la jerarquía eclesiástica estaba el mobedan-mobed (jefe de los magos), que era consejero del rey y llevaba la suprema dirección de los asuntos religiosos. En el siglo V se fijó en 21 divisiones el canón del libro sagrado o "Avesta", verdadera compilación que pretendió dar cuenta de todo el saber y toda la tradición irania, escrita en una lengua muerta que únicamente era comprendida por los sacerdotes o magos. Para que el "Avesta" resultase mas inteligible, fue traducido al persa vulgar, resumido y glosado, siendo su parte mas conocida el "Denkart" o "Libro de la buena religión". El mazdeísmo, como verdadera y única fuente religiosa del imperio sasánida, aspiraba a dominar por entero todos los actos públicos y oficiales, considerando enemigos a todos los seguidores de otros credos, especialmente a los cristianos y a los maniqueos. Los cristianos fueron considerados como enemigos políticos mientras dependieron del patriarca de Constantinopla, pero su situación se dulcificó cuando la iglesia persa adoptó el nestorianismo en el 466 y se separó definitivamente de la jerarquía eclesiástica bizantina. En tiempos del primer soberano sasaní, Ardeshir, Mani, llamado el profeta del Dios de la verdad, predicó una doctrina sincretista, el maniqueísmo, mezcla, entre otros, de elementos cristianos, zoroastristas y babilónicos. Mani fue considerado como hereje por el clero mazdeista, que lo hizo ajusticiar, y también por los cristianos. A pesar de todo sus ideas se extendieron por Irán y tuvieron cierta preponderancia durante el reinado de Kavad I e influyeron también en diversos sectores del Cristianismo oriental. La organización del imperio sasánida se basó en una fuerte centralización que contó con el apoyo de la alta nobleza de los vaspuhrs, que a pesar de todo no renunció a sus prerrogativas, por eso en realidad el sistema tuvo como base fundamental a los medianos propietarios de tierras entre los que reclutó una burocracia estable que hizo de estrecho ligamen entre la provincia o el campo y la capital. El poder real, a pesar de su ostentación y parafernalia tradicional, no tuvo nunca una tradición definitiva en materia sucesoria lo que permitió a la nobleza y al clero controlarlo, gracias a la debilidad mostrada por los sucesores de Sapor II a partir de finales del siglo IV. El imperio se convirtió en una Monarquía electiva dentro de la familia sasánida. La elección del nuevo soberano la realizaban los altos dignatarios del Estado y en última instancia dependía del sumo sacerdote (mobedan-mobed). La sociedad estaba jerarquizada social y admnistrativamente en cuatro clases sociales: 1, los sacerdotes o magos; 2, los nobles o guerreros; 3, los burócratas; 4, los agricultores y artesanos libres. Los esclavos no formaban parte de la escala social oficial detentadora de todos los posibles derechos. La organización del Estado comprendía numerosos grandes dignatarios. El sumo sacerdote, probablemente nombrado por el rey, seria el principal consejero regio y en definitiva quien inspiraría la línea político-religiosa a seguir. También existía la figura del gran visir (Vuzurg-framadhar, mas tarde copiada por los abbasíes) de poder muy amplio pero mal conocido, era en realidad la persona de total confianza del rey de reyes, a quien sustituía en su ausencia. Por su parte cada clase tenía un jefe con unas funciones precisas. Así, el jefe de los guerreros (Eran-Spahbadh) tenía la triple función de ministro de la guerra, general en jefe y negociador de la paz; el jefe de los burócratas (Eran-Dibherbadh) tenía que conocer perfectamente el derecho tradicional y ser un experimentado político, controlaba los diversos ministerios o secretarías de Estado, excepto el de hacienda, que eran seis: justicia, hacienda, tesoro del rey, caballerizas reales, rentas de los templos del fuego y obras pías; el jefe de los agricultores y de los artesanos (Vatrioshbadh) controlaba la hacienda del Imperio y era el responsable del cobro de los impuestos sobre las propiedades y las personas. Los sasánidas se preocuparon por mantener estrechamente unidas las provincias con la capital a base de una buen servicio de comunicaciones y de correos siguiendo la tradición aqueménida. También como aquélla, mantuvieron en la administración provincial algunos príncipes vasallos con el título de reyes o shahs pero siempre en territorios fronterizos, como los príncipes árabes lakhmidas de Hira o los propios reyes de Armenia (hasta 430). Normalmente el imperio estaba dividido en provincias mandadas por los marzbans, salidos de las filas de la alta nobleza. Por debajo de las provincias la célula vital socio-económica y de la administración civil eran los cantones o territorios que tenían como centro una ciudad y que eran gobernados por un funcionario elegido entre los jefes de pueblos o dekanes. La capital del Imperio era Ctesifonte, un conjunto de poblaciones a una y otra orilla del Tigris, rodeadas de un único recinto amurallado y unidas por dos puentes sobre el río, con el inmenso palacio real de Taq-E-Kesra en la árida izquierda. En la otra orilla la reconstruida Seleucia era un importante y activo centro de comercio.
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La enorme distancia entre Portugal y el teatro de estas nuevas operaciones impedía la supervisión directa del rey, lo que obligó a implantar el sistema del virreinato. En 1505 se nombró a Francisco de Almeida primer virrey de la India y se le dotó de una armada capaz de conseguir y defender las factorías, fortificadas, de los portugueses en la costa de Malabar, así como también en la africana oriental. Durante su gobierno, se aseguró la supremacía portuguesa en la costa oriental africana con la construcción de los fuertes de Sofala (1505) y Mozambique (1507). Poco después la flota portuguesa derrotó en 1509 frente a Diu a la egipcia-gudjaratí, eliminando así a la única fuerza naval musulmana capaz de enfrentársele. Ello posibilitó los avances conseguidos por el segundo virrey, Alfonso de Alburquerque (1509-1515), cuyo gobierno se considera el verdadero arranque del Imperio portugués en Asia. Durante el mismo se adquirió prácticamente todo el área que se llegará a controlar, se aseguraron las plazas obtenidas y se organizó la "Carreira da India". En 1510 se tomó Goa, que desde entonces se convertirá en el principal enclave del imperio índico, con un espectacular despliegue de fuerza militar, y un año después se conquistó Malaca, centro de toda la red comercial existente en el sudeste asiático. Con ello, Portugal controlará el comercio de las islas de las especias y contactará con los mercados chino y nipón. El intento de control del Mar Rojo se había iniciado en 1507, con el intento fallido de conquistar Adén y la toma efímera de Ormuz. La ocupación de la isla de Socotora (1509), fue la antesala para la conquista definitiva en 1515 de Ormuz, desde donde se controlaba el mercado persa y armenio. A los sucesores de Alburquerque corresponderá el control paulatino de las islas de las especias, primero Ternate, en las Molucas, y más tarde Sumatra, Java y las demás islas de Indonesia. El acceso a los mundos chino y japonés fue mucho más difícil. En primer lugar, su potencia militar descartaba la conquista, como en otros casos. En segundo, eran mundos voluntariamente herméticos, sobre todo China, cerrada a cualquier comunicación con todos los extranjeros, no sólo europeos. En 1513 los portugueses desembarcaron por primera vez en China, pero estos primeros contactos no dieron ningún fruto. Sólo en 1550 consiguieron las autoridades de Malaca licencia para celebrar una feria anual en las afueras de Macao. En 1543 llegaron los primeros portugueses al Japón, a Kiushiu. Mientras tanto, se había continuado avanzando por la costa brasileña desde la arribada de Cabral. Durante muchos años la única intención de tales expediciones parece ser la búsqueda de un paso hacia Oriente. La existencia de un imperio comercial que ya era una realidad, y no sólo una promesa, motivó que se prestase poca atención a unas tierras habitadas por poblaciones muy primitivas y que sólo parecían ofrecer productos tintóreos. Sólo el interés demostrado por franceses, desde 1503, y más tarde por holandeses, provocó la ocupación de toda la zona concedida por el Tratado de Tordesillas. Acción descubridora y formación del Estado moderno van unidos, permitiendo las nuevas riquezas crear una administración que englobe todo el imperio y lo defienda de enemigos exteriores. La Corona portuguesa, que se veía libre de la lucha con el musulmán y no tenía los problemas externos e internos que sus coetáneas europeas, pudo permitirse organizar el imperio y el comercio colonial en su propio beneficio. Por medio de barreras arancelarias e impuestos encauzaba la mercadería procedente de sus colonias y la trocaba por los productos exteriores que le interesaban. A través de una cadena de factorías costeras el comercio portugués accedía a los mercados locales. Una serie de grandes mercados intermedios coordinaban el tráfico de sus áreas respectivas y servían de conexión con las otras. San Jorge da Mina cumplía ese papel en la costa occidental africana, de la misma forma que Ormuz enlazaba el índico con los mercados persas, armenios y árabes, Calicut hacía lo propio con la india y Malaca con las islas de las especias. En Goa estaba asentado un gobernador general, a cuyo cargo tenía una flota de dos escuadrones -uno para el Mar Rojo y otro para la costa de Malabar- con la misión de defender una serie de fuertes situados estratégicamente. Para organizar los asuntos ultramarinos se crearon varias instituciones. La "Casa da Guiné" fue fundada por don Enrique el Navegante en Lagos, y más tarde se trasladó a Lisboa con el nombre de "Casa da Guiné e Mina". La "Casa da India" se creó al regreso del viaje de Vasco da Gama, con el objeto de coordinar el embarque y desembarque de las mercancías, recaudar impuestos de los comerciantes, preparar las flotas, negociar la construcción de barcos y registrar las personas que pasaban a Oriente. El Arsenal por su parte se encargaba de proporcionar las tripulaciones con los pertrechos, marinos o militares necesarios. El Alto Tribunal de Apelación, el "Desembargo do Paço", decidía los nombramientos judiciales y las reglamentaciones ultramarinas. A la Junta de Conciencia y las órdenes militares le concernían los asuntos religiosos. El Consejo privado del rey llevó los asuntos ultramarinos hasta que en 1569 se creó una secretaría para la India. La organización del comercio desde Oriente hasta Lisboa, desde Lisboa a Amberes y desde allí a toda Europa, era una tarea excesivamente compleja para las posibilidades portuguesas del momento. Dos veces al año se enviaba la pimienta a la factoría real de Amberes, desde donde se distribuía por toda Europa. A partir de los años treinta del siglo se incrementaron los problemas para el comercio portugués: los asaltos franceses a los barcos obligaron a los portugueses a utilizar barcos extranjeros, sobre todo holandeses; los comerciantes alemanes compradores, arruinados por las guerras religiosas del Imperio, estaban siendo desbordados por los holandeses; y la plata, desvalorizada por el metal americano. Consecuencia de estos inconvenientes fue el cierre, en 1548, de la factoría de Amberes, lo que obligó a los compradores a ir a Lisboa, con pérdida de beneficios para la Corona. Para agravar la situación, resurgió el comercio mediterráneo de la pimienta, por la amistad turco-francesa y la paz con Venecia, hasta el punto de que hacia 1560 parece que la mitad de la pimienta llegaba por Levante. Los turcos llegaron en 1538 a Aden y en 1546 a Basora, y por tanto al Indico. En 1569 la Corona portuguesa se vio obligada a suspender pagos en Amberes. En 1570 se abandonó el monopolio del comercio de la pimienta y otras especias y se permitió a los súbditos comerciar libremente, siempre que remitiesen las especias a Lisboa y pagasen los impuestos a la "Casa da India". Las dificultades para controlar y defender una red colonial tan extensa habían fomentado la autonomía de las administraciones locales y el contrabando. Don Sebastián y después Felipe II recompusieron la situación y se aprovecharon de la situación desordenada en Turquía a fines del siglo XVI, pero los problemas con ingleses y holandeses, tras la unión con España en 1580, perjudicaron el comercio de las especias. Siguiendo el modelo polisinodial de la Monarquía hispánica, Portugal mantuvo su autonomía, gestionada por el recién creado Consejo de Portugal, con un secretario para asuntos indios, a los que daba el visto bueno el virrey y después el rey. Este régimen acabó poniendo trabas al comercio, entre la lentitud y las dilaciones, y competirá difícilmente con el sistema más ágil de las compañías privilegiadas europeas del siglo siguiente. El "Estado da India", tenía objetivos fundamentalmente comerciales, aun cuando no pudiesen absolutamente abandonarse motivaciones colaterales como la evangelización, que por otro lado facilitó en muchos casos el entendimiento con los pueblos indígenas. El Imperio portugués ejemplifica como pocos el paso de la Cruzada al beneficio comercial, de los ideales caballerescos a los intereses burgueses. Sin embargo, los deseos misioneros perdurarán durante toda la aventura colonial, y en muchos casos los comerciantes vieron abierto el camino por los misioneros, como fue el caso de los jesuitas en el Japón y la China.
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El Imperio babilónico estaba dividido en provincias o pikhatu, a cuyo frente estaban situados gobernadores (shakkanakku, bel pikhati o shaknu) y prefectos (shakin temi). En los momentos finales del Imperio la administración se fue haciendo cada vez más compleja, a juzgar por las numerosas listas de nombres de funcionarios con los que contó la dinastía caldea. El principal cargo fue el de Canciller imperial, que en los textos aparece como Rab nukhatimnu -Gran Panadero-. También los babilonios contaron con servicios policiales, encargados de mantener el orden en las ciudades, y servicio de correos, para asegurar las comunicaciones. En los pueblos la máxima autoridad era el alcalde o rabianu. Además cargos civiles provinciales y locales, existían otros para controlar la milicia o el sacerdocio.
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La organización del Imperio mogol se parecía mucho a la de un ejército acampado en territorio recién conquistado. En el sistema administrativo mogol prevalecía el principio de la división de la autoridad. Akbar había dividido, en el siglo XVI, el Imperio en doce subahs o provincias, que posteriormente aumentaron hasta dieciocho. Éstas, a su vez, se subdividieron en sarkars, los antepasados del distrito inglés, y, ulteriormente, en parganas o subdistritos. Desde la subah hacia abajo había dos series de funcionarios elegidos entre los fieles al emperador: los magistrados y los encargados del fisco. Los primeros, o sabadar, tenían autoridad sobre las fuerzas armadas y eran responsables de mantener la ley y el orden, en tanto que los últimos, diwanes, recaudaban los impuestos, calculaban las tierras y el producto y enviaban anualmente cierta cantidad al tesoro imperial. La interdependencia entre los hombres se basaba en lazos de fidelidad tan estrechos que primaban sobre una concepción centralizada del Estado. Mientras el sistema estuvo en servicio, el diwan no pudo rebelarse, porque disponía de los abastecimientos pero no de las tropas, en tanto que el sabadar tampoco podía levantarse en armas porque tenía las tropas pero no los abastecimientos. Así, pues, el buen funcionamiento del aparato del gobierno dependía en gran parte de la fuerza del emperador y de su habilidad para elegir funcionarios leales y con la capacidad necesaria para mantener bajo un efectivo control la administración provincial. Si el soberano flaqueaba y los sabadar y los diwanes se perpetuaban en sus funciones, la organización podía con suma facilidad convertirse en feudal, jerarquía de señores y vasallos, que poseían en feudo sus circunscripciones. Y esto fue lo que ocurrió en el siglo XVIII.
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La organización se parecía mucho a la de un ejército acampado en territorio recién conquistado. En el sistema administrativo mogol prevalecía el principio de la división de la autoridad. Akbar había dividido, en el siglo XVI, el Imperio en doce subahs o provincias, que posteriormente aumentaron hasta dieciocho. Éstas, a su vez, se subdividieron en sarkars, los antepasados del distrito inglés, y, ulteriormente, en parganas o subdistritos. Desde la subah hacia abajo había dos series de funcionarios elegidos entre los fieles al emperador: los magistrados y los encargados del fisco. Los primeros, o sabadar, tenían autoridad sobre las fuerzas armadas y eran responsables de mantener la ley y el orden, en tanto que los últimos, diwanes, recaudaban los impuestos, calculaban las tierras y el producto y enviaban anualmente cierta cantidad al tesoro imperial. La interdependencia entre los hombres se basaba en lazos de fidelidad tan estrechos que primaban sobre una concepción centralizada del Estado. Mientras el sistema estuvo en servicio, el diwan no pudo rebelarse porque disponía de los abastecimientos pero no de las tropas, en tanto que el sabadar tampoco podía levantarse en armas porque tenía las tropas pero no los abastecimientos. Así, pues, el buen funcionamiento del aparato del gobierno dependía en gran parte de la fuerza del emperador y de su habilidad para elegir funcionarios leales y con la capacidad necesaria para mantener bajo un efectivo control la administración provincial. Si el soberano flaqueaba y los sabadar y los diwanes se perpetuaban en sus funciones, la organización podía con suma facilidad convertirse en feudal, jerarquía de señores y vasallos, que poseían en feudo sus circunscripciones. Y esto fue lo que ocurrió en el siglo XVIII. El servicio imperial, obra también de Akbar, se convirtió en la estructura básica del edificio mogol. Continuó vigente hasta mediados del siglo XVIII y los grados, como títulos honoríficos, perduraron hasta que los indios ocuparon el territorio en 1948. Los oficiales eran conocidos como mansabdars o comandantes. El sistema abría la oportunidad de hacer carrera a cualquier joven con talento y de obtener distinciones al servicio constructivo del Estado. Los mogoles utilizaron el idioma indostaní en la administración y el persa en la corte, que se había convertido en centro de civilización persa. Siguieron una sabia política de consideraciones y de justicia en relación con los campesinos indios y trataron de establecer una verdadera colaboración con los indígenas; pero, con ello, habían contribuido a mantener la civilización india y las agrupaciones naturales indias. Los impuestos eran cobrados directamente por funcionarios del gobierno, denominados amiles, o por representantes como los mansabdars. Fuesen quienes fuesen los agentes, el trabajo real de cobranza adoptó la forma de un regateo entre los agentes y los contribuyentes; los unos alegaban pobreza, los otros afirmaban la necesidad del Estado. El rasgo distintivo del período mogol es que el impuesto fijado en general fue más justo y más exacto que lo acostumbrado desde hacia tiempo. El cobro era también, en conjunto, más constante y estaba mejor controlado que anteriormente. En general, la proporción del producto bruto o de su valor que el Estado tomaba para sí era la tercera parte. No existía un sistema elaborado de tribunales judiciales, como los que los ingleses introdujeron posteriormente. Los casos penales en las poblaciones eran resueltos por los qazis, musulmanes o funcionarios de la ley, designados por el gobierno, que aplicaban el código musulmán. Pero cada comunidad tenía su propia ley personal, que administraba por medio de sus mismos agentes. Los tribunales del gobierno existían solamente en la cabecera del distrito o en otras poblaciones pequeñas; a los funcionarios imperiales les correspondía sólo el delito en gran escala, tal como el robo ejecutado por bandas de delincuentes. En las aldeas eran los ancianos o los agentes de un terrateniente local los encargados del mantenimiento del orden. Así, la administración cotidiana estaba en manos de hindúes de las castas de empleados que respondían fácilmente a la dirección y a un trato cordial y que durante la mayor parte del período mogol fueron leales servidores del régimen.
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Bajo este epígrafe no incluimos sólo al reino sino también, como es lógico, al principado de Antioquia y a los condados de Edesa y Trípoli, que reconocían su supremacía feudal. Las condiciones de la defensa fueron, en principio, bastante sencillas pero precarias porque nunca se pudo dominar los puntos de partida de los ataques musulmanes: Damasco y Alepo, en Siria, el delta del Nilo en Egipto. Así fue como Zengi, atabeg de Alepo, consiguió conquistar Edesa y su condado en 1144, antes incluso de hacerse dueño de Damasco en 1154. Su proclamación como "mayahid" anunciaba una actitud nueva, más combativa e inspirada en la idea de "guerra santa" (yihad), que situaba el proyecto de recuperar Jerusalén en un plano de emocionalidad religiosa comparable, hasta cierto punto, al de la cruzada. La pérdida de Edesa produjo un nuevo impulso y predicación de cruzada en Europa protagonizado por el papa Eugenio III y, en especial, por Bernardo de Claraval. En aquella ocasión, año 1146, las expediciones fueron dirigidas por el emperador Conrado III y el rey de Francia Luis VII, que utilizaron la ruta del Danubio en 1147, aunque otros cruzados acudieron por mar y colaboraron a su paso en las conquistas de Lisboa, Almería y Tarragona. Pero aquella segunda cruzada fue un fracaso: el emperador y el rey sitiaron Damasco infructuosamente y regresaron a Europa sin haber conseguido ni recuperaciones territoriales ni aportar un apoyo sustancial al reino de Jerusalén, cuya situación fue cada vez más peligrosa en los decenios siguientes. Los intentos de Balduino III y Amalarico I, reyes sucesivamente de Jerusalén, se encaminaron a reforzar la alianza con Manuel I de Bizancio y a impedir que Nur al-Din invadiera e incorporara Egipto, pero ambos intentos resultaron fallidos. El emperador acabaría derrotado en Myliokephalon, y Salah al-Din uniría Egipto a Siria y sería sultán desde 1174. Balduino IV (1174-1186) no consiguió ayudas exteriores de importancia, ni tampoco coordinar suficientemente las prestaciones militares que le debían sus propios vasallos y las Ordenes Militares. Así las cosas, no fue de extrañar la decisiva derrota de su sucesor Guido de Lusignan frente a Salah al-Din en Hattin (julio de 1187), tras la cual cayeron Jerusalén, Acre, Beirut y el resto del territorio salvo algunos puertos -Tripoli, Antioquia, Tortosa-. Las pérdidas fueron en gran parte irrecuperables, a pesar de las sucesivas expediciones enviadas desde Europa. El reino de Jerusalén adquirió durante su escaso siglo de existencia una identidad institucional, económica y social que es preciso conocer pues presenta el primer caso de colonización por europeos fuera de su espacio geohistórico habitual. La organización política se basó en reglas feudales -se ha hablado de feudalismo de importación- que situaban al rey de Jerusalén en la cúspide de una pirámide vasallática cuyos escalones más altos eran el príncipe de Antioquia, los condes de Edesa y Trípoli, y grandes señores del mismo reino: príncipe de Galilea, conde de Jaffa, señores de Transjordania y de Sidón. Al margen, aunque con ciertas obligaciones militares, permanecían los dominios de la Iglesia y de las poderosas Ordenes Militares. El cuerpo legal estaba formado por los "Assises de Jerusalem" y el marco institucional del reino reprodujo muchas instituciones del gobierno monárquico francés, pero admitió fuertes herencias administrativas de tipo bizantino o musulmán en lo referente a la fiscalidad, pues la percepción de renta sobre la actividad agraria o mercantil se efectuaba sobre una masa de población que, aunque privada de sus cuadros políticos superiores, conservaba sus hábitos en estos otros aspectos. Porque, a decir verdad, el Ultramar latino nunca atrajo a grandes masas de inmigrantes, que, por el contrario, hallaban mejores ocasiones de colonización en el interior de Europa. La cúspide social nunca superaría el millar de caballeros en el reino de Jerusalén, a los que debemos sumar varios centenares de caballeros de las Ordenes Militares y otros más de clérigos. La organización eclesiástica latina se impuso rápidamente, lo que no dejó de generar roces con las otras Iglesias ya establecidas en Tierra Santa: patriarcas en Jerusalén y Antioquia, cuatro arzobispos y nueve obispos más. Aquellos grupos dirigentes no experimentaron mezcla con la población ni apenas con la cultura nativa. Por el contrario, los miles de escuderos de origen occidental -unos 5.000 hacia 1180- si contrajeron matrimonios mixtos, así como muchos de los colonos agricultores: no es que se estuviera formando una sociedad mestiza, pues su número era muy bajo, pero sí hubo cierta aculturación que en ocasiones extrañó a los peregrinos y cruzados recién venidos, cuya imagen del Islam incorporaba muchos prejuicios hostiles y carecía de sentido de la coexistencia. En la convivencia cotidiana jugaron un papel importante los cristianos de otros ritos -armenios, ortodoxos, maronitas- y algunos judíos, aunque la mayoría emigraron ante el mal trato recibido en 1099, y lo mismo hizo la mayoría de la población musulmana. La importancia de los establecimientos occidentales en Tierra Santa en el dialogo entre civilizaciones y en la transferencia de cultura intelectual y técnica fue, sin duda, menor que la de otras zonas de contacto como Sicilia o la España de la reconquista. Importa, por ejemplo, en el aprendizaje de técnicas de fortificación y arquitectura militar islámicas o bizantinas, desarrolladas por los cruzados pare asegurar mejor su defensa. Pero no hay transferencias apreciables en el ámbito literario o en el de la medicina; los inmigrantes importaron su cultura intelectual de las metrópolis occidentales y, en general, como escribe S. Runciman, "la sociedad de Ultramar, compuesta en su casi totalidad por soldados y mercaderes, no estaba en condiciones de crear o mantener un nivel intelectual elevado". Hubo, sin duda, relación entre las cruzadas y la expansión de las repúblicas mercantiles italianas en el Levante mediterráneo, pero son fenómenos con finalidades distintas. Los mercaderes venecianos, genoveses, pisanos y de otras ciudades obtuvieron en las de Palestina y Siria fondacos o barrios con privilegios y franquezas fiscales privativos, y dominaron el comercio de tránsito procedente de Egipto, el Mar Rojo y Siria, que también nutrió las áreas del rey de Jerusalén y de otros señores gracias a las rentas aduaneras. Pero los mercaderes traficaban también directamente con Egipto y Siria -Alejandría fue siempre su objetivo principal-, e incrementaron sus actividades en el siglo XIII, después de las conquistas de Chipre -fruto de la tercera cruzada- y de Constantinopla, de modo que para ellos los enclaves occidentales no eran indispensables, aunque tenían importancia. En cambio, los cruzados instalados en Tierra Santa, siempre necesitaron el concurso de las flotas mercantiles para asegurar sus comunicaciones y el desarrollo de muchas de sus empresas militares, y aquella dependencia constituyó un factor de debilidad. Porque, además, los territorios de Ultramar eran deficitarios en productos agrarios de primera necesidad como los cereales, el vino o el ganado mayor, y no compensaban aquella carencia el interés o valor de cultivos y producciones especializados como el olivo, la caña de azúcar, el lino, la seda o las maderas del Líbano.
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Organización del viaje a las islas Salomón Que el gobernador Castro (1564-1569) desposeyese a Pedro de Aedo del viaje, ya sabemos por qué causas oficiales lo hizo. Pero creemos que hubo más, sobre todo por la intervención del gallego nacido en Alcalá de Henares, Pedro Sarmiento de Gamboa12, de padre pontevedrés y de madre bilbaína. Este hombre, que se considera gallego, es un auténtico autodidacta, y llegó a ser uno de los grandes escritores de su época. Llevó su interés no sólo a la cosmografía, sino también al mundo indigenista y al latín, lo que le permitiría años después, en los días de su cautiverio con los indígenas, comunicarse con Walter Raleigh y conversar directamente con la mismísima reina Isabel de Inglaterra. Este hombre, que encontramos en el Perú, ha estado antes en Flandes y en el virreinato de Nueva España y, por su carácter inquieto, había sufrido un juicio de la Inquisición de Puebla y estaba pendiente de otro, incoado por el Santo Oficio de Lima, por prácticas hechiceras. En el Perú, aparte de estar al servicio del conde de Nieva, se preocupa por la cultura indígena, y fruto de este interés será la tan celebrada Historia de los Incas; y es por tanto, y a través de la realización de dicha obra, por lo que Sarmiento tendrá noticias de los viajes marítimos incaicos. Transcribimos a continuación sus palabras sobre el origen y presencia del hombre en América: ... Y esta tierra, es la que llaman los descriptores de mapas, Tierra incognita al Austro, desde la cual se pudo venir poblando basta el Estrecho de Magallanes, hasta el poniente de Catigara y hacia el levante de las Javas, y Nueva Guinea e Islas del archipiélago del Nombre de Jesús, que yo, mediante Nuestro Señor, descubrí en el mar del Sur el año 156813. Sarmiento de Gamboa, por sus conocimientos y simpatía, se pudo hacer con el ánimo del gobernador, y ya que estaba en marcha el viaje a las Salomón, aunque sin jefe, él bien pudo soñar en ser el Adelantado de aquellas islas. Pero el enojoso conflicto con la Inquisición hizo imposible que ostentara la más alta jefatura de la expedición. Él, Sarmiento de Gamboa, como persona entendida, sabedora de la localización de las islas Salomón, iría en calidad de cosmógrafo; y como Adelantado un sobrino del gobernador, un joven recién llegado al Perú, sin ninguna experiencia, lo que facilitaría la tutela de Sarmiento sobre su aparente superior jerárquico. El ocasional jefe de la expedición fue Álvaro de Mendaña de Neira, que aparece en diversos escritos como Álvaro Davendaña, o sea de Vendaña o Bendaña, parroquia de Santa María de Bendaña, ayuntamiento de Touro, en la provincia de La Coruña; otras veces como Álvaro de Vendaña y de Avendaña, y lo mismo que su segundo apellido, de Neira, tiene un carácter referencial toponímico, quizás por proceder de una de las cinco provincias que de este nombre figuran en los partidos lucenses de Sarria y Becerreá. Lo que está fuera de dudas es su origen gallego. No sabemos el año de su nacimiento, pero se puede deducir que fue hacie al año 1542, puesto que contaba 25 años de edad cuando en 1567 emprendió su primer viaje a las islas Salomón. Se puede aventurar que en 1564 llegó al Perú en compañía de su tío el gobernador, que como presidente de la Audiencia le metió en la comisión encargada de inquirir las causas de la muerte del último virrey, el Conde de Nieva, que al poco tiempo de gobernar fue hallado cadáver con evidentes muestras de haber sido asesinado. El nombramiento de este joven como general de la expedición, cuyo solo mérito era ser sobrino del gobernador, planteará constantes suspicacias y en algunas ocasiones trascendentales se recriminarán sus pocos conocimientos. Como el mismo Mendaña escribe, ninguna de las cosas les pareció convenía, diciendo que el que está, juzga, y el que está en el mar, navega, con lo que venía a reconocer que no tenía ninguna autoridad, como hombre de tierra adentro, sobre los veteranos navegantes que le rodeaban. El viaje, a pesar de las cartas optimistas del gobernador a Felipe II, encontró bastante oposición, tanto de los frailes, por la presencia de Sarmiento de Gamboa, como de la Audiencia, escandalizada del enorme costo: más de cien mil ducados. También la Audiencia de Chile reclama para sí la organización de la expedición, por entender que las islas que se van a descubrir están más cerca de Chile que del Perú14. Volviendo al costo de la expedición, hay diferencias notables sobre el precio de los dos navíos, pues si según el gobernador uno de tres mil e tantas arrobas, y otra de siete mil de porte, que costaron diez mil pesos ensayados15; y el fiscal Monzón, dice que al tomarse los navíos a su propietario contra su voluntad, costaron sólo los cascos y aparejos para navegar treinta mil ducados16. Las dos naves que iban a emprender tan famosa aventura se llamaban Los Reyes y Todos los Santos. En la primera embarcación, el Capitán General Álvaro de Mendaña, el cosmógrafo Sarmiento de Gamboa, el piloto Juan Enríquez, y el tesorero Gómez; y en la segunda nao, el piloto mayor Hernán Gallego y el maestro de campo Pedro Ortega. Durante mucho tiempo se ha llamado al viaje de Mendaña la expedición de los Cuatro Gallegos17, es decir: Álvaro de Mendaña, Sarmiento de Gamboa, Hernán Gallego, y el licenciado García de Castro. Acompañaron a los tres primeros el Alférez General Fernández Enríquez, el capitán de artillería Pedro Xuarez, tres pilotos, cuatro franciscanos y unos 150 marineros y soldados18. De estos tripulantes, morirán a lo largo del viaje 40 hombres19. La Armada descubridora salía el 19 de noviembre de 1567 del puerto del Callao, y Pedro Sarmiento mandó aderezar la vuelta del Oes-Sudeste, que era la cierta derrota que convenía llevar conforme a la noticia dada20, y que se debía mantener hasta los 23?, que era la altura que el cosmógrafo marcaría nuevo rumbo. La relación de Hernán Gallego que publicamos omite cualquier referencia a la navegación, desde su salida del Callao hasta que llegan a la isla de Jesús el 10 de enero de 1568; y sin embargo, en ese intervalo se producirán graves decisiones: la primera, el 28 de noviembre, cuando este día mudó Hernán Gallego la derrota, y empezó la vía del oeste, quarta al sudeste, que es una quarta más baja del camino que habíamos traído desde que salimos de Lima, esta mudanza de la derrota sin consejo ni acuerdo de los pilotos ni de Pedro Sarmiento21. El cambio de rumbo, la sospecha por parte de Sarmiento de un entendimiento entre Mendaña y Hernán Gallego, provoca la ruptura total, y hace que las instrucciones sean totalmente olvidadas. Lo prueba no sólo el cambio de rumbo, sino que la flotilla va perdiendo altura, es decir, se acerca a la línea ecuatorial. Nada de estas discordias refleja la Relación de Hernán Gallego, ni el resumen que publicamos. Para demostrar el desdén del piloto mayor hacia el cosmógrafo, sólo lo citará ocasionalmente como hombre de guerra que tiene que desembarcar para hacer sentir la superioridad española sobre los indígenas. Ahora bien, solamente se puede explicar la decisión de Hernán Gallego contando de antemano con la conformidad de Mendoza, deseoso de protagonismo. Bien porque Hernán Gallego desconfiase del rumbo que seguían, bien porque Mendaña se sentía culpable de los reproches de Sarmiento y sus amigos, lo cierto es que el 8 de enero, general y piloto mayor, deciden restituir a Sarmiento el poder decisorio, conforme a las instrucciones, y de este modo, no mirando, pues, el Capitán Pedro Sarmiento a venganzas o intereses, dixo al general que este negocio estaba tan perdido que sería muy dificultoso cobrallo, porque la tierra quedaba atrás, y con el tiempo que bacía no se podía ir a ella, más que al oeste quarta del sudueste donde bahía tierra muy poblada, que yendo a ella se podían reformar y esperar tiempo, y hacer el bergantín que iba determinado hacerse, y así volverían a enmendar lo errado..., y tomó un padrón en el qual mostró el piloto el punto y derrota por donde habían venido hasta allí; a donde quedaba la tierra, y la que podían tomar: y así dixo que gobernasen el oeste y quarta del sudueste22. Con el cambio de rumbo resurgen las esperanzas, y más cuando el 15 de enero encuentran la isla de Jesús, que erróneamente Sarmiento cree próxima a la Nueva Guinea. Pero el rumbo marcado por el cosmógrafo no se puede mantener a causa de los sucesivos temporales y Hernán Gallego manda bajar hacia la equinoccial. Es curioso contrastar las Relaciones que enviaron Sarmiento, Mendaña y Hernán Gallego. Mientras la del cosmógrafo es tremendamente pasional, y la del piloto mayor exclusivamente técnica, la de Mendaña procura, sobre todo, dar un tono de naturalidad y religiosidad a todo lo que acaece. Las acusaciones que le hace Sarmiento en su Relación, que son constantes, Mendaña ni las recoge, y en todo caso, cuando hay que tomar decisiones, se apoya siempre en el consejo y veteranía de su piloto mayor. La discrepancia mayor de estas Relaciones posiblemente la tengamos en el momento que llegan a las islas Salomón, objetivo y finalidad del viaje. Mientras Mendaña y el piloto Hernán Gallego cree haber llegado felizmente a las islas paradisíacas, Sarmiento no creen que han llegado a las Salomón, y así, años después, cuando dedica al Rey su Historia Indica, escribe... Las islas del archipiélago de nombre Jesús, vulgarmente llamadas de las Salomón, aunque no lo son, de que yo di noticia y por mi persona, las descubrí el año 1567, aunque fue por General Álvaro de Mendaña. También, hay que decirlo, existen diferencias cronológicas entre las diversas Relaciones. Mínimas entre el general y el piloto mayor, y mayores con las de Sarmiento. Pero téngase en cuenta que al cosmógrafo le quitaron sus papeles a la terminación del viaje y, por tanto, lo tuvo que reconstruir de memoria. Desgraciadamente desaparecieron, entre otros, unos vocabularios de lenguas indígenas que Sarmiento estaba confeccionando, queriendo probar el parentesco de los melanesios con los indígenas americanos23. Ya hemos dicho anteriormente que el escrito de Gallego, la única referencia que encontramos a Sarmiento, la tenemos como hombre de armas y de la política dura que llevó. Sin embargo, es curioso leer las aprensiones del cosmógrafo para una misión que no era la suya y las condiciones con que las emprendía:... Y en todo el campo se murmuró la poca gente que llevaba el dicho capitán, que se creía que la tierra era muy grande, y muy poblada y áspera, y que era temeridad del que iba osar, ir con tan poca gente, y maldad el que le enviaba, que decretara le subcediera algún desastre24. También las discrepancias existen, y hondas, sobre los asuntos trascendentales: como decidir poblar las Salomón o qué rumbo se tomaba para regresar al Perú. Si Sarmiento acusa agriamente a Mendaña del abandono, el general, esto hay que reconocerlo, da más que abundantes razones, todas juiciosas, para ordenar la retirada: y en cuanto al derrotero de vuelta, leamos lo que dice el cosmógrafo: Dieron sus paresceres Pedro Sarmiento y los pilotos, sobre la derrota que se tomaría, y Pedro Sarmiento dio un derrotero de todos los rumbos, y dio por parescer que se siguiera la vuelta del sudoeste en demanda de la otra tierra que en principio él quiso descubrir, que está sobre Chile. Los tres pilotos fueron de su parescer; el Gallego, aunque también dixo que se hiciese, no lo cumplió; antes contra lo determinado, gobernó sobre Nueva España y fue milagro escapar25. Las relaciones de Mendaña y Hernán Gallego no coinciden en esa unanimidad en volver a descubrir, sino todo lo contrario: en regresar por la vuelta de Nueva España, aunque con las clásicas reservas del general. Lo cierto es que se impuso el criterio del piloto mayor, y Sarmiento quedó una vez más burlado, y sin descubrir aquella tierra incógnita que, según él, se deslizaba desde la Nueva Guinea hasta el estrecho de Magallanes. Melancólicamente terminará la relación de la Plata: No se puede saber mucho de esta tierra, porque no hubo lugar de tiempo, ni el general quiso buscarlo, ni procurarlo. La buena tierra de contratación de oro, se colixe de esta relación que está a la mano izquierda, sobre el mar, enfrente de Chile. En la relación que publicamos se hace especial hincapié en el gran temporal que estuvo a punto de engullir a la armadilla. Se dispersaron la capitana y su almirante Sarmiento, que había pasado a ésta, en la carta que escribe a Felipe II desde el Cuzco, afirma que Álvaro de Mendaña aprovechó deliberadamente la tempestad para abandonar a su suerte la nao Almirante26. La alegría de ambas tripulaciones fue indescriptible. Fue tanto el regocijo que teníamos de vernos los unos a los otros que llorábamos de placer. Venía Pedro Ortega tan malo, que entendí que al otro día lo enterramos, y por el contento de habernos visto volvió en sí muy en breve, porque también nos tenían a nosotros por perdidos27. El final del viaje vino a romper finalmente las relaciones entre Mendaña y Sarmiento, cuando, según éste, Mendaña, temeroso porque había una información ante nuestra real justicia, tomó los papeles, relaciones, cartas, y contratos, y los rompió28. A partir de entonces se abrirá una sorda lucha, hecha de acusaciones y calumnias entre ambos, llevándose la palma Sarmiento de Gamboa, que recurre a la insidia constante contra Mendaña, porque éste creyó, equivocadamente o no, más en la destreza de su piloto mayor que en la ciencia de su cosmógrafo.
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El expansionismo militar turco no dejó de crecer desde el siglo XIV al XVII, formándose de esta manera un dilatado imperio, una potencia capaz de imponer su fuerza sobre tierras y pueblos diversos. El avance de la contundente maquinaria bélica otomana no se basó exclusivamente en su superioridad militar respecto a las comunidades sometidas; las agudas divisiones sociales, políticas y religiosas que éstas venían padeciendo desde tiempo atrás facilitaron muy mucho las conquistas de los turcos. Frente a la creciente concentración y unificación del poder soberano en la figura del sultán, afianzado por el credo musulmán, todavía más desde el momento en que asumió la dignidad califal, y ayudado por un eficaz cuerpo de funcionarios, administradores y otros colectivos sociales a su servicio, sus rivales presentaban una notable debilidad por su fragmentación política en múltiples unidades independientes que a su vez luchaban entre sí, por las profundas diferencias sociales que se daban dentro de cada colectividad, generadoras de tensiones y enfrentamientos de clases entre señores y campesinos, a lo que se unía en ciertos ámbitos los conflictos religiosos entre ortodoxos y católicos. Todo ello posibilitó sin duda el expansionismo otomano, aunque la capacidad bélica desplegada por su ejército fuera en última instancia la causa fundamental de sus triunfos. La superioridad militar turca resultó evidente en todos los cuerpos (caballería, infantería, artillería) y tanto por tierra como por mar, aunque más notable en el medio terrestre que en el marítimo dadas las limitaciones que mostraba como potencia naval. La caballería aportada por los señores en contrapartida a los extensos dominios que habían recibido del sultán, la abundante utilización de las armas pesadas de fuego y, sobre todo, la decisiva participación de los jenízaros, tropas altamente cualificadas y preparadas especialmente para el combate, integradas en buena parte por soldados formados como tales desde la edad infantil, muchos de ellos niños cautivos cristianos que eran convertidos al Islam y adiestrados como miembros de un cuerpo de élite al servicio personal del sultán, hicieron del ejército turco una fuerza muy difícil de frenar, explicándose así su avance arrollador y casi incontenible. Las conquistas militares se correspondían con la formación de un eficaz aparato de gobierno y administración, cuya cabeza suprema era el sultán. Jefe guerrero en su origen, a su autoridad emanada de las armas se unió su aureola de jefe religioso al entrar las tribus turcas a formar parte del Islam, su prestigio al convertirse en emperador tras la toma de Constantinopla y su dimensión de jefe de todos los creyentes musulmanes al obtener el título de califa. Dotado así de un poder absoluto, su capacidad de actuación sobrepasaba en mucho a la de cualquier monarca occidental, abarcando la supremacía religiosa además de la política o civil, no teniendo ningún organismo que mermase ni limitase mínimamente su soberanía, pudiendo incluso comportarse como déspota o tirano por las especiales prerrogativas que se reunían en su persona. Inmediatamente por debajo de esta autoridad suprema se encontraba el gran visir, especie de primer ministro, figura de gran prestigio que, junto a otros varios visires o ministros destacados, integraban el Consejo o Diwan, cuya función era la de asesorar al sultán. La mayoría de estos altos funcionarios no fueron turcos ni procedentes de antiguos linajes musulmanes. De orígenes diversos y de ámbitos geográficos distintos, muchos habían pasado por la esclavitud tras ser apresados, siendo posteriormente liberados, logrando ascender por sus méritos e intrigas a los máximos niveles de la organización estatal. No faltaron entre ellos renegados cristianos. En contacto directo con el sultán se hallaban también un responsable de asuntos exteriores, los comandantes de las tropas, el capitán superior de la flota, algún que otro secretario de Estado, reuniéndose así alrededor del soberano una no muy numerosa, aunque sí influyente, cámara, que se completaba con los representantes de los ulemas u hombres de leyes, expertos en el Corán y asesores en materia religiosa. Esta especie de gobierno central constituido por el sultán, el diwan y los demás asesores (políticos, militares, religiosos ...) se expandía gracias a una amplia red de poderes regionales y locales, que a su vez contaban con variadas atribuciones y en ciertos casos con bastante iniciativa como para poder actuar un tanto autónomamente, dada la gran extensión del Imperio, lo dilatado de sus fronteras y la lejanía de muchas zonas respecto a la corte califal. Por encima de los gobernadores provinciales aparecían los pachás, funcionarios de alto rango que intentaban controlar las primeras grandes circunscripciones en que se dividía el Imperio. Cada una de ellas se subdividía a su vez en provincias o "sandjaks" (casi un centenar para mediados del siglo XVI), al frente de las cuales estaban los "beys", con funciones de autoridad militar, judicial, hacendística y de policía. Abarcando un territorio mucho más amplio se encontraban los "beglerbeys", al estilo de supergobernadores, responsables de territorios específicos y de gran significación. En el transcurso del Quinientos aumentó de forma considerable el número de funcionarios encargados de supervisar a los poderes locales, de hacer que se cumplieran las disposiciones del gobierno central y que se respetasen las leyes. Paralelamente se fue desarrollando toda una burocracia financiera organizada de forma similar a la administrativa, es decir, en círculos concéntricos a partir de la capital imperial, capaz de hacer efectivas y de inspeccionar las cargas fiscales que iban destinadas a la Hacienda estatal, medio imprescindible para hacer frente a los cuantiosos gastos que las empresas guerreras demandaban. Durante toda la etapa de expansión las finanzas públicas respondieron bien a estas exigencias, lo que ayuda a explicar su prolongada duración. De todas formas no parece que la tributación que soportaban los súbditos fuera mayor que la del mundo cristiano, sino más bien lo contrario. Los fieles musulmanes estaban obligados a pagar el diezmo de sus rentas, los cristianos la capitación y todos el impuesto territorial que gravaba los bienes inmuebles. Otras fuentes de ingresos para las arcas del Estado fueron los derechos aduaneros, las multas y las confiscaciones, sin olvidar la importancia de los botines de guerra. El poder central hizo numerosas concesiones de feudos o zonas territoriales locales, los timars, a determinados señores. Fueron donaciones vitalicias que poco a poco se convirtieron en hereditarias, con la obligación por parte de los particulares que las recibían de contribuir con hombres armados, generalmente contingentes de caballería, para el ejército del sultán cada vez que éste lo requiriera. El número de caballeros que se aportaba desde cada uno de estos timars o señoríos territoriales estaba en proporción a la valoración de los dominios otorgados; en conjunto constituyeron una fuerza muy destacada dentro de la maquinaria bélica otomana. Los señores de los timars quedaron asimismo facultados para percibir las rentas y tributos de los campesinos de las tierras que se les donaban, pero ello tampoco produjo un hondo malestar ni movimientos declarados de protesta, ya que durante bastante tiempo predominó un clima de paz y orden dentro del imperio, a lo que contribuyó por otro lado la tolerancia que se aplicó desde los organismos gubernamentales hacia los pueblos sometidos y de otras creencias. Los turcos fueron en realidad minoritarios en el conjunto del Imperio que lograron levantar, pero supieron atraerse a los vencidos y conquistados hasta el punto de que muchos de éstos colaboraron decisivamente en la construcción de su poderosa maquinaria de guerra y de su organización administrativa, participaron activamente en su desarrollo económico y técnico y contribuyeron con su trabajo tanto en las zonas rurales como en las urbanas al mantenimiento de su grandeza, sustentando de esta manera entre todos el expansionismo del poder militar de los otomanos.
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El funcionamiento institucional de la Iglesia se hace a través de los obispados, que se van configurando en paralelo con la estructura administrativa y provincial. Ya en 1504 se crea la primera diócesis, la de Santo Domingo, y en 1513 la primera del continente, Santa María de la Antigua del Darién (luego trasladada a Panamá). A partir de ahí, un proceso similar en su rapidez al del avance de la conquista hace que en 1550 ya existan 22 obispados en las Indias -casi la mitad de los que llegará a haber en toda la época colonial-, estableciéndose todavía nueve más en la segunda mitad del siglo XVI. Al mismo tiempo, y con objeto de emancipar a la Iglesia americana de la tutela del arzobispado de Sevilla (del que dependían orgánicamente las primeras diócesis de Indias), se fundan en 1546 las archidiócesis de Santo Domingo, México y Lima, a las que se añadió la de Santa Fe de Bogotá en 1564 y Charcas en 1605. A fines del periodo colonial existían en la América española 45 obispados. Los obispos y arzobispos (la mayoría de los cuales fueron peninsulares) eran, de hecho, funcionarios que a sus atribuciones espirituales unían un considerable poder político y una importante actuación en materia ideológica. Constituían una poderosa elite, equiparable a las máximas jerarquías de la administración civil, a las que a veces sustituían en sus funciones de gobierno, y contribuyeron a la consolidación de una Iglesia profundamente conservadora. Dentro de la estructura político-religiosa indiana la Inquisición fue un importante instrumento de control ideológico, que inicialmente comprendió también a los indios, hasta que en 1571 fueron declarados fuera de su jurisdicción. Establecida en 1519, en los primeros años los poderes inquisitoriales correspondieron a los obispos o a provinciales de las órdenes religiosas, pero una real cédula de 1569 ordenó su implantación formal con una estructura propia a base de dos grandes tribunales creados en Lima (1570) y México (1571), a los que luego se añadirá el de Cartagena de Indias (1610), completándose la organización con una serie de comisarios delegados en las otras provincias, así como con los llamados familiares del Santo Oficio activos en todas las ciudades con población española. En México, entre 1571 y 1600 la Inquisición condenó a 600 personas, de ellas 13 a muerte. Casi todos los casos juzgados por la Inquisición se refieren a extranjeros, especialmente protestantes y portugueses acusados de judaizantes (25 de los 80 juzgados en el auto de fe de México en 1590 eran judaizantes). También vigiló casos de brujería y prácticas supersticiosas de los negros libres y esclavos. Las unidades básicas de la organización eclesiástica a nivel local eran la parroquia y la doctrina, ambas dependientes del obispo. La parroquia correspondía a lugares habitados por españoles y a su frente había un cura párroco (secular o regular), mientras la doctrina estaba en aldeas y pueblos de indios, pero dentro del área colonizada por los españoles, atendida por un cura doctrinero, casi siempre religioso, que dependía jerárquicamente del provincial de su orden. La situación cambiará al aplicarse en 1574 la disposición del Concilio de Trento de que ningún clérigo podía ejercer el sacerdocio si no dependía directamente de un obispo, lo que supuso transferir las doctrinas de indios al clero secular, transformándolas en parroquias como las de los españoles. Sin embargo, esto no significaba el reconocimiento práctico de la población indígena como plenamente cristiana, pues siguió estando fuera de la jurisdicción de la Inquisición debido a su condición de neófitos y nuevamente bautizados, como dice algún documento episcopal de fines del XVIII. Y si estaban exentos de la Inquisición, en la práctica los indios quedaron también excluidos del sacerdocio, aunque no hubo una declaración formal y expresa en ese sentido. Sí la hubo, en cambio, durante algún tiempo para los mestizos debido a su ilegitimidad, y aunque en 1576 el papa Gregorio XIII los exoneró de este impedimento, en la práctica continuó la exclusión. A fines del XVIII sí hubo algunos sacerdotes indios y mestizos, que constituían una especie de clero de segunda clase (Barnadas) relegado a remotas parroquias rurales. La mayor parte del clero secular, formado en los seminarios establecidos en las principales ciudades, fue predominantemente criollo, tanto de miembros de las elites (excluidos por el mayorazgo de la herencia familiar) como de los sectores medios. Las órdenes religiosas desempeñaron un papel fundamental en la Iglesia indiana, tanto desde el punto de vista evangelizador como asistencial y educativo. La acción misional fue llevada a cabo por un clero internacional perteneciente a las órdenes religiosas, al flexibilizar la corona en este caso los requisitos establecidos para pasar a Indias y permitir la entrada de religiosos procedentes de cualquiera de los dominios en algún momento asociados a la Corona de Castilla (flamencos, italianos, austríacos). Fueron sobre todo miembros de órdenes mendicantes, como franciscanos y mercedarios (los primeros en llegar, ya en 1493), dominicos (1510) y agustinos (1532), a los que se sumaron los jesuitas a partir de 1568. Para el año 1600 habían pasado a la América española 5.428 religiosos, en su mayoría pertenecientes a las cinco órdenes citadas, que son los que protagonizaron la evangelización de América en exclusiva durante el siglo XVI, y de forma mayoritaria durante toda la época colonial. A partir del siglo XVII será notable la actividad misional de los capuchinos, particularmente en Venezuela. Hubo también órdenes fundadas en la propia América y generalmente especializadas en la asistencia a enfermos en las ciudades, como los hermanos hospitalarios de San Juan de Dios (1602) o los betlemitas, desde 1655. Y hubo, en fin, presencia minoritaria, y normalmente reducida a las ciudades, de otra serie de órdenes como carmelitas, jerónimos, trinitarios, oratorianos y benedictinos (éstos dedicados a fomentar el culto a la Virgen negra de Montserrat). Las órdenes femeninas (clarisas, agustinas, carmelitas, franciscanas) tuvieron una función importante en la educación de las hijas de la elite criolla y como alternativa al matrimonio para muchas mujeres. El siglo XVII, denominado el siglo de la Iglesia en América significó la consolidación de las instituciones eclesiásticas y también la irrupción de la Iglesia como poder económico, fenómeno que no obedece a ninguna política planificada. Inicialmente, y además de la tradicional exención de impuestos reconocida al estamento eclesiástico, la Iglesia indiana cuenta con el producto de los diezmos y una serie de tierras concedidas gratuitamente por la Corona, así como la disponibilidad de la mano de obra indígena. A esto se sumarán las cuantiosas donaciones hechas a conventos y parroquias por particulares que desean así comprar misas y oraciones por la salvación de su alma. El capital obtenido se invertía principalmente en edificar templos y en comprar tierras e inmuebles, y dado que el proceso era siempre acumulativo porque las propiedades no se dividían, la Iglesia se convirtió en el primer terrateniente de las Indias, estimándose que el sector eclesiástico poseyó casi la tercera parte de las tierras cultivables, además de un enorme patrimonio en templos y casas. La alianza entre la Iglesia y el Estado fue sometida a prueba en 1767, cuando como manifestación de la política regalista y reafirmación del poder estatal sobre la Iglesia, Carlos III siguió el ejemplo de Portugal (1759) y decretó la expulsión de los jesuitas de sus dominios, tanto en Europa como en América. Unos 2.600 jesuitas americanos, muchos de ellos criollos, embarcaron para Italia en medio del estupor de las gentes, que quizá no sabían que "los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España nacieron para callar y obedecer y no para discurrir y opinar en los altos asuntos del gobierno", como decía el bando del virrey de Nueva España, marqués de Croix, al publicar el decreto de expulsión. La operación, rodeada de sigilo (incluso de nocturnidad) y de un buen dispositivo militar, apenas provocó disturbios de importancia, a excepción, precisamente, del virreinato novohispano, donde los motines fueron violentamente reprimidos por tropas dirigidas por el propio José de Gálvez, que mandó ejecutar a 86 personas.