Roma había imitado y adaptado la organización de las ciudades griegas. El modelo de colonias y de municipios terminó imponiéndose en el Occidente del Imperio. La época de los Antoninos se corresponde con el auge de la municipalización de África y en otras provincias como Hispania, con los resultados de la labor municipalizadora iniciada con César-Augusto e impulsada definitivamente con los Flavios. El Occidente latinizado se sirve de la terminología de las ciudades de Italia para mencionar a sus magistrados; en Oriente, sigue utilizándose la lengua griega. En ambos casos, la ciudad se organiza de modo que haya unos magistrados anuales elegidos, un senado y una asamblea. Un municipio del siglo II contaba con los siguientes magistrados civiles: dos dunviros que tenían la máxima responsabilidad en la gestión de la vida municipal; convocaban y presidían el Senado, tenían competencias jurídicas en juicios de cuantía no superior a los 5.000 sestercios, eran los responsables de dirigir la defensa del territorio ante incursiones de bandidos y debían someter a la consideración del Senado cuantas propuestas surgieran sobre alquiler de tierras públicas de la ciudad, sobre contrata de obras, sobre elección de patronos o concesión de títulos honoríficos o de honras a particulares. Los dos magistrados siguientes, los ediles, se encargaban del cuidado y vigilancia de la ciudad, del control de pesas y medidas en los mercados, del orden público, etc. Los cuestores tenían el encargo de llevar las finanzas públicas. El ámbito jurisdiccional de los magistrados municipales era el de la ciudad y de su territorio. Por lo mismo, eran responsables ante la autoridad central de la realización de los censos y del cobro de impuestos del Estado para toda la población residente en el ámbito del territorio. Ello suponía un gran ahorro de funcionarios a la administración central, por más que sus operaciones estuvieran sometidas a posterior control. En el territorio de la ciudad, podían realizarse vías públicas, canalizaciones, puentes..., sobre cuyo uso percibía los beneficios la caja pública de cada ciudad. Incluso podían aplicar impuestos indirectos siempre que contaran con autorización del gobierno central. Cada municipio tenía su propia caja pública y sus propias finanzas. Los ingresos de esa caja procedían del arriendo de fincas urbanas y rústicas propiedad del común, de multas y, en ocasiones, del cobro de impuestos por mercados o por peajes. Los escasos fondos de esa caja no alcanzaban a sufragar todos los gastos públicos de la ciudad. Para ello, las ciudades contaban con otras fuentes de ingresos de los particulares. Así, las leyes municipales contemplan la exigencia de operae, equivalente a horas de trabajo que cada ciudadano debía aportar para la reparación de calles, caminos o vías, así como para la construcción de una obra pública decretada por el senado municipal. La supervisión del cumplimiento de estas obligaciones era competencia de los ediles. La normativa judicial en las diversas ciudades del imperio se fue adecuando al derecho romano, aunque pervivieron formas de derecho local hasta épocas muy avanzadas. Tal tendencia produjo una paulatina igualación entre ciudades con estatuto jurídico distinto: durante el siglo II, se fue borrando la diferencia entre municipios de derecho romano y de derecho latino, pero también las ciudades con estatuto peregrino, sin estar obligadas, fueron adecuándose a la normativa jurídica romana. La intervención de los curatores de ciudades contribuyó a esta igualación. La elección de magistrados municipales estaba sometida a unas normas que debieron ser pronto adaptadas a las condiciones reales de cada ciudad. Acceder a una magistratura, cuyo desempeño era gratuito y además privaba a quienes la ocupaban de la capacidad de arrendar propiedades de la ciudad, exigía costosos gastos; por lo mismo, los magistrados de las ciudades pertenecían siempre a las oligarquías locales. Por la ley de la colonia de Urso (Osuna, provincia de Sevilla), sabemos que los dunviros y los ediles estaban obligados a costear los juegos públicos, de tres días de duración. A tenor del contenido de la plancha de bronce de Italica sobre la disminución del gasto de los juegos gladiatorios, los notables de las Galias y de Hispania encontraban serias dificultades, a mediados del siglo II, para desempeñar magistraturas municipales por las cargas que conllevaban. En todo caso, la realidad no cambió: en las ciudades de Occidente, los magistrados pagaban una cantidad llamada munus, que se asemejaba a las liturgias pagadas en las ciudades de Oriente. Por todo ello, fue muy importante para las ciudades el contar con patronos que cumplieran la función de benefactores de las mismas. Nos consta que en el siglo II siguió vigente con mucha fuerza la figura del patronato sobre ciudades. El patrono era elegido por la curia municipal a propuesta de los dunviros; la aceptación del honor por el patrono convertía esta relación en estable. El patronato era hereditario; de ahí, la fórmula habitual en las planchas de bronce conservadas con textos sobre pactos de patronato que obligan al patrono, a sus hijos y a sus descendientes. Y, para obtener mayor protección, algunas ciudades no dudaron en elegir a dos o más patronos. Estos eran generalmente miembros del orden senatorial o ecuestre y, además de ayudas económicas a su ciudad-cliente, defendían los intereses de la misma ante la administración central (conseguir determinados privilegios, lograr exenciones fiscales en años difíciles, defender a un ciudadano ante los tribunales superiores, etc.). Aunque en la lista de los notables de la ciudad eran incluidos también los patronos, éstos no formaban parte del senado municipal. Cada ciudad podía contar con un equipo de subalternos, pagados por la caja municipal, para cumplir funciones de pregoneros, escribientes, carteros, etc. Y era igualmente habitual el disponer de una cuadrilla de esclavos públicos encargados de tareas de limpieza, atención a los baños u otros edificios públicos, así como de la reparación de las calles. En ciudades de mayor volumen de población que no podían costear el mantenimiento de grandes cuadrillas de esclavos para atender todas las necesidades que les surgían, se fue imponiendo el obligar a algunas asociaciones privadas a prestar sus servicios a la comunidad: tales eran los conocidos como tria collegia principalia (bomberos, artesanos y trabajadores de la madera). Los magistrados municipales estaban obligados a hacer declaración de bienes antes de ocupar su cargo. Al final de su mandato, debían rendir cuentas al senado municipal y, con especial atención, hacer una nueva declaración de su fortuna particular. Podían estar sometidos a inspección durante los cinco años siguientes al ejercicio de su cargo.
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También la articulación interna de la ciudadanía de los centros hispanorromanos se ordenan conforme a otro principio que está presente originariamente en la ciudad de Roma y con posterioridad en las colonias y municipios itálicos. Se trata de la organización censitaria que, obedeciendo a una concepción geométrica de la comunidad ciudadana, distribuye las obligaciones (munera) y los derechos (honores) en función de la capacidad económica de los individuos reflejada en el censo, revisado periódicamente cada cinco años por los magistrados de cada ciudad y conservado en su archivo (tabularium). Tales principios se proyectan en el ordenamiento administrativo de las ciudades hispanas que se documenta fundamentalmente en sus correspondientes leyes municipales y que puntualmente reflejan el conjunto de epígrafes en los que se conmemoran sus más diversas manifestaciones; en su organización destacan tres elementos esenciales como son el populus, el senatus y las magistraturas. El populus define a la comunidad de cada municipio o colonia; su importancia se encuentra condicionada por el carácter censitario de la constitución ciudadana, que limita su funcionalidad a dos ámbitos de la vida colectiva como son el de las elecciones y el de la sanción de determinadas decisiones de carácter honorífico adoptadas por el senado local. Tanto en la ley de la Colonia Julia Genetiva Urso (Osuna), cuya fundación fue proyectada por César, como en la Lex Flavia Irnitana se regula la organización del populus en diversas unidades electorales que en Urso reciben el nombre de tribus y en Irni/Irnium el de curias. En las urnas de cada una de estas circunscripciones electorales, el populus y los ciudadanos domiciliados de otras ciudades (incolae) eligen mediante voto secreto emitido en tablillas a los candidatos a las diversas magistraturas y al ordo decurional. En el caso de las magistraturas el proceso electoral se realiza anualmente en los meses de septiembre-octubre para que los magistrados electos puedan tomar posesión a principio de cada año; en cambio, las elecciones al senatus se efectúan cuando se produce la correspondiente vacante. La pertenencia al populus de una comunidad concreta implica individualmente determinadas obligaciones (munera) que están vinculadas a la realización de determinadas obras de interés colectivo; concretamente, la legislación de las ciudades estipulan que los ciudadanos, entre los 14 y los 60 años según la Lex Ursonensis y entre los 15 y los 60 en la Lex Irnitana, deben de contribuir forzosamente a tales trabajos bajo la dirección de los magistrados durante cinco días al año en Irni/Irnium y durante tres jornadas en Urso, debiendo poner a disposición de los magistrados los animales de tiro y carga durante idéntico período. En contraste con las limitadas prerrogativas del populus, el senatus constituye la institución esencial en la dirección y gestión de la ciudad; su actuación se extiende sobre los más diversos ámbitos administrativos, entre los que la Lex Ursonensis especifica los relacionados con remodelaciones urbanísticas tanto en lo referente a edificios como a fortificaciones y defensa de la ciudad, el cuidado del abastecimiento de agua, la fijación del calendario de fiestas, la organización de actos religiosos, la celebración de juegos o la asignación de asientos en el teatro. También posee prerrogativas jurídicas como órgano de apelación frente a las decisiones de los magistrados o como consilium en las manumisiones de esclavos por un menor; decide el nombramiento de legaciones de la ciudad ante el emperador o ante el gobernador provincial y el de patronos que la protejan ante los posibles abusos de la administración imperial; finalmente, la concesión de honores específicos a determinados individuos ha de contar con la aprobación del senado local. Sus reuniones se efectúan en la curia, edificio que se encuentra ubicado en el foro de la ciudad en las proximidades de la basílica en la que se administra justicia y junto al tabularium, es decir, al archivo donde se conservan toda la documentación relativa a la ciudad. Administrativamente, el senatus está constituido por los decuriones, que formalmente representan al populus y socialmente proceden de las aristocracias locales; su organización responde al modelo de ordines mediante el que se configuran en el mundo romano los grupos privilegiados de la sociedad; en consecuencia, el ordo decurionalis constituye, conjuntamente con el ordo senatorial y el ecuestre, uno de los tres estamentos, definidos por el derecho público, que configuran la elite social del mundo romano a escala local, provincial y central. Precisamente, las leyes municipales regulan los requisitos que son necesarios para ser decurión y en consecuencia para formar parte del senado local; entre éstos unos son de claro contenido social y se relacionan con la necesaria condición de ciudadano que determina la pertenencia al populus; la Lex Flavia Malacitana estipula explícitamente que los decuriones han de poseer la ingenuidad, es decir, ser hijos de padres que gozan a la vez de la ciudadanía local y romana en la dimensión que lo estipule el estatuto del municipio o de la colonia; como excepción, explicable en el contexto de la profunda movilidad social que se produce durante las guerras civiles de fines de la República, debe considerarse la posibilidad contemplada por la Lex Ursonensis de que los libertos pudieran acceder al ordo decurional. Otros condicionantes son de tipo estrictamente económico y restringen el ordo decurional a los círculos de propietarios agrarios que poseen una determinada fortuna registrada en el censo que la ciudad conserva en el tabularium y una disponibilidad económica inmediata para hacer frente a las compensaciones al populus que deben realizarse por el honor de la inclusión en el ordo decurional. El patrimonio exigido, contrariamente a lo que se estipula para los otros dos ordines privilegiados del Imperio, no era homogéneo en todas las ciudades y depende de la entidad de las correspondientes colonias y municipios. En el municipio itálico de Como sabemos por la información que nos proporciona Plinio el Joven que era necesaria una cantidad de 100.000 ases, cifra que erróneamente se ha extrapolado al resto del Imperio; en contraste, en otras ciudades italianas la capacidad económica exigida no se estipula en moneda sino en especie y viene dada, como en Tarento, por la propiedad de un edificio de cobertura no inferior a 1.500 tejas en el municipio o en su territorio. En las leyes municipales hispanas tan sólo conservamos por su carácter fragmentario información al respecto en la Lex Irnitana que estipula un censo económico mínimo de 5.000 sextercios; dada la entidad del municipio irnitano, debe deducirse que tal limitación corresponde a los centros de menor relevancia. La integración en el ordo decurional exige también la compensación monetaria a los miembros del populus mediante la distribución de las llamadas summa honoraria, es decir, determinadas cantidades estipuladas en las correspondientes leyes de los municipios o colonias por el honor recibido al acceder a decurión. Los capítulos correspondientes a este apartado no se nos conservan en las fragmentarias leyes hispanas; los puntos de referencia están constituidos por lo que se aprecia en Italia, donde se estipulan diversas cantidades que oscilan entre los 1.000 y los 6.000 sextercios, y en las ciudades africanas donde las cantidades instituidas son inferiores a los 10.000 sextercios. El número de decuriones que configuran el senado local oscila en función de la importancia del municipio o de la colonia. También en este aspecto se han extrapolado erróneamente determinados datos procedentes de las ciudades itálicas en las que se estipula el numero de 100; en Hispania la Lex Ursonensis posiblemente estipula que serían 75, mientras que en el municipio de Irni/Irnium se fijan en 63. De cualquier forma, y además de los requisitos de ingenuidad y de patrimonio, todos los decuriones deben de poseer una determinada edad, que oscila entre los 25/30 años y los 60, y encontrarse domiciliados en el centro urbano o en el territorio del correspondiente municipio o colonia. En este aspecto, la Lex Ursonensis claramente especifica que han de residir en un radio de una milla (1.481 m.) del casco urbano. Tres procedimientos complementarios permiten la constitución y renovación del senatus y del correspondiente ordo decurionalis; se trata de la elección, la cooptación (adlectio) y el ejercicio de las magistraturas municipales. La Lex Irnitana regula concretamente el proceso electoral anual mediante el que se completan los puestos vacantes de decuriones que tras su elección tienen un carácter vitalicio; la cooptación por el senado permite reforzar su carácter oligárquico y el del ordo que lo conforma, ya que se realiza entre personas de especial riqueza y prestigio; finalmente, la integración de los magistrados salientes permite anualmente la inclusión de seis nuevos miembros. El tercer eslabón en el que se materializa la organización administrativa de las ciudades hispanorromanas está constituido por las magistraturas, que reproducen asimismo el funcionamiento específico de Roma como ciudad-estado. El elemento esencial que inspira todo el sistema de magistratura, al margen de su función específica de carácter administrativo, judicial o religioso, está constituido por su contenido cívico, lo que implica el que en su conjunto se proyecten los mismos valores ciudadanos y censitarios que están presentes en la definición de la comunidad. Reproducción o imitación de Roma, los magistrados de las colonias y municipios hispanos son elegidos por el populus por un período de un año, ejerciendo sus funciones con carácter gratuito y de forma colegiada, lo que implica tanto el que cada magistratura se configure como colegio formado por varios individuos como el derecho de veto de cada uno de ellos sobre las decisiones de sus colegas, aspectos éstos que se recogen en las tablas conservadas de las leyes municipales de Irni/Irnium y de Salpensa. El carácter honorífico de las magistraturas se proyecta en dos aspectos inherentes al sistema ciudadano en el mundo antiguo como es el de la gratuidad de la función y el de la compensación a los ciudadanos mediante determinadas obligaciones (munera) por el honor que se le concede al elegido. Precisamente, este último aspecto se encuentra recogido en la Lex Ursonensis, que estipula que los duunviros y ediles deben organizar durante el año de su magistratura espectáculos teatrales por importe de 2.000 sextercios; la propia colonia completa esta cantidad mediante la aportación de otros 2.000 sextercios en el caso de los duunviros y 1.000 en el de los ediles, lo que permite financiar 16 días festivos. Semejante concepción, que tiene también su complemento en el ordo decurionalis, imprime un fuerte carácter oligárquico al sistema de administración municipal, en el que con frecuencia y especialmente en los centros de mediana y pequeña importancia se perpetúan grupos limitados de familias, cuyos miembros ejercen de forma reiterada magistraturas concretas y monopolizan durante varias generaciones el ejercicio de los honores del municipio y de las colonias durante los siglos I y II d.C. El conjunto de las magistraturas presentes en las colonias y municipios hispanos se vinculan a tres ámbitos de la vida colectiva de la comunidad como son el administrativo, el religioso y el jurídico; la diversidad de funciones a desempeñar en algunos de ellos da lugar a su vez a distintos colegios de magistrados. Concretamente, tres colegios de magistrados configuran el ámbito estrictamente administrativo de las ciudades. Se trata de los duunviros, ediles y cuestores, que se conciben ordenados jerárquicamente hasta el punto de constituir una carrera política (cursus honorum) de ámbito local, que se inicia por la función básica de la cuestura y se culmina con el ejercicio de la magistratura ejecutiva por antonomasia que está constituida por el duunvirato, susceptible a su vez de tener prolongación en las magistraturas religiosas locales y en otros ámbitos del ordenamiento imperial. El marco de competencias de los duunviros, como magistratura suprema, se proyecta en la gestión de las otras dos instituciones, los comicios que reúnen al populus y el senatus a los decuriones, cuyas reuniones presiden; pero también incluyen aspectos ejecutivos relacionados con la defensa de la ciudad, cuya milicia deben organizar, con la administración de las rentas (vectigalia) que genera el arrendamiento del patrimonio público de las colonias y municipios, con la imposición de multas presente en la Lex Malacitana, y aspectos jurisdiccionales relacionados con las manumisiones, tutorías o alegaciones. La revisión del censo de la comunidad cada cinco años también forma parte de su ámbito de competencias; por tal función reciben el nombre de duunviros quinquenales. En realidad, sus funciones son de tal relevancia que en las diversas leyes descubiertas en la Betica se prevé la existencia de un magistrado (praefectus), que le sustituye cuando su ausencia de la ciudad se prolonga durante un período superior a un día. Más restringidas resultan las competencias de los dos ediles, sobre los que nos informa específicamente la Lex Irnitana. Sus funciones son fundamentalmente de carácter urbanístico y se ciñen a la vigilancia de edificios y espacios públicos (templos, baños, mercados, vías, etc.) y de la red de abastecimiento y saneamiento; pero también abarca la vigilancia de pesos y medidas o la imposición de multas por una cuantía no superior a 5.000 sextercios. Ocasionalmente, en determinados municipios, como Salpensa, Valeria, Segobriga, etc., se observa, siguiendo precedentes documentados en el período republicano en Italia e Hispania, la fusión de los duunviros y de los ediles en la magistratura de los cuatorviros. La Lex Irnitana es también nuestra fuente de información fundamental sobre los cuestores, cuyas funciones se vinculan esencialmente a la administración de los fondos de las colonias o de los municipios; por ello, se les exige antes de la elección el juramento de salvaguardar los bienes de la comunidad y tras ser electos una garantía, normalmente constituida por propiedades agrarias, que avale la gestión. También en el ámbito religioso las magistraturas reproducen el ordenamiento originario de la ciudad de Roma, aunque adaptado a la nueva realidad del Imperio marcada esencialmente por la implantación del culto al emperador y por la difusión de las religiones orientales; en este aspecto nuestra información procede de la ley fundacional de Urso, que estipula la existencia de tres colegios sacerdotales, de los que el de los pontífices se vincula al culto oficial de la tríada capitolina cuyo templo preside el foro de la ciudad, mientras que el de los augures y arúspices se encarga de realizar los auspicios. Aunque en ocasiones el ejercicio de estas magistraturas religiosas puede revestir carácter perpetuo, la Lex Ursonensis prevé su elección por los comicios. La especificidad y relevancia de estas magistraturas queda subrayada mediante determinados privilegios, que les excluyen de obligaciones ciudadanas tales como el servicio militar o las contribuciones en trabajo. Finalmente, sobre las magistraturas de carácter judicial poseemos una información que fundamentalmente se contiene en la Lex Irnitana, que nos informa sobre la elección de los jueces tanto en la asamblea como en el senado local, del censo mínimo de 5.000 sextercios que deben tener los candidatos, de cuestiones procedimentales, o del restringido ámbito de su jurisdicción constituida en este pequeño municipio por asuntos privados cuya cuantía no supere los 1.000 sextercios, suma que debió ser superior en otras ciudades de mayor importancia, pues la Lex Malacitana estipula, por el contrario, esta misma cantidad como mínima. Aunque adaptado a las peculiaridades históricas de cada zona, el ordenamiento administrativo que se documenta en las ciudades hispanas y en gran medida en las provincias occidentales del Imperio posee una cierta homogeneidad, que facilita, dadas las atribuciones que recaen en la ciudad, el normal funcionamiento del imperio. A su vez, mediante tal organización, Roma proyecta sus propios valores sociales y políticos, propicia la romanización de las provincias hispanas y facilita la aceptación del Imperio con el que se identifican especialmente las aristocracias locales.
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La organización de la Iglesia anglicana se asemeja mucho a la de la Iglesia Católica. En el momento del cisma Enrique VIII se proclamó cabeza de la Iglesia Anglicana; aunque la autoridad del soberano en materia de la Iglesia, aun dentro de su propio domino, fue grandemente reducida. Se reconoce cierta preeminencia honorífica al arzobispo de Canterbury. En la jerarquía de orden anglicana existen tres grados de institución Divina, episcopado, sacerdocio y el diaconado. La cabeza de la Iglesia la ocupan los arzobispos, entre los que hay algunos que tienen el título de primados, estando a la cabeza de la provincia eclesiástica y pudiendo convocar una asamblea provincial o convocatoria. Por debajo, los obispos dirigen una diócesis auxiliados por un canciller ó vicario general. Si la diócesis es suficientemente extensa existen sufraganeos u obispos auxiliares. También existen juntas y decanos de las catedrales, asambleas diocesanas, archidiáconos, decanos y pastores. Actualmente la Iglesia Anglicana cuenta con 15 provincias eclesiásticas, que integran 216 diócesis. 33 diócesis no pertenecen a ninguna provincia, de las cuales 24 reconocen hasta cierto punto al Arzobispo de Canterbury, dos al Arzobispo de York, tres al primado de Canadá, 4 al primado de Australia. También existen 42 obispos sufraganeos.
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La Iglesia Católica está organizada y gobernada especialmente sobre la base de jurisdicciones correspondientes al Papa y a los obispos. El Papa es la cabeza suprema de la Iglesia, siendo la persona que tiene la primacía de jurisdicción así como el honor sobre toda la Iglesia. Se considera a los obispos, conjuntamente y subordinados al Papa, como los Sucesores de los Apóstoles, responsables por tanto del sostenimiento de la Iglesia y continuadores con la labor pastoral de Jesucristo. Repartidos por el territorio católico, están al frente de diócesis o iglesias particulares, teniendo autoridad ordinaria y jurisdicción. Un tipo diferente de obispos son los llamados de estatus especial, patriarcas del Rito Pascual, quienes dependen sólo del Papa, y son cabezas de los fieles que pertenecen a estos ritos alrededor del mundo. Los obispos responden directamente ante el Papa, y entre ellos pueden distinguirse varios tipos, como Arzobispos residentes y Metropolitanos (cabezas de arquidiócesis), Obispos diocesanos (cabezas de diócesis), Vicarios y Prefectos Apostólicos (cabezas de vicarías apostólicas y prefecturas apostólicas), Prelados (cabezas de una Prelatura) y Administradores Apostólicos (responsables temporales de un jurisdicción). Cada uno de ellos gobierna sus respectivos territorios siguiendo la ley canónica, teniendo a su cargo a los párrocos, sacerdotes, religiosos y laicos. Del Papa también dependen directamente los Arzobispos y Obispos titulares, las órdenes religiosas y congregaciones de Derecho Pontificio, los institutos y facultades Pontificias, los Nuncios del Papa y los Delegados Apostólicos. Por último, los cardenales de la Curia Romana son los encargados de asistir al Papa y actuar en su nombre en el gobierno central y administración de la Iglesia.
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Para los ortodoxos no debe haber ninguna jerarquía en el seno de la Iglesia, considerando al obispo de Roma como un puesto honorífico. En el mismo sentido, a la caída del Imperio romano Constantinopla fue llamada la segunda Roma y, tras la creación de la Iglesia de Ortodoxa rusa (1488), Moscú fue denominada la tercera Roma. Los ortodoxos piensan que no es necesario ninguna jerarquía en el seno de la Iglesia, apostando por una estructura democrática de la misma y buscando el equilibrio administrativo. En este sentido, para ellos el obispo de Roma o el Patriarca de Constantinopla son uno más de entre los obispos.
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Cuando Atalo I accedió al poder, podía, por tanto, empezarse a sentir la renovación de la escultura en la costa de Asia Menor. En la propia Pérgamo, incluso, sabemos que ya trabajaban en ese momento al menos tres artistas de interés, que merecen ser recordados. El de más edad, sin duda, era Nicérato, que había venido de Atenas y que realizó, entre otras obras, estatuas de Filetero y Eumenes como vencedores de los galos. Suyo por tanto debe de ser el retrato de Filetero, conocido a través de una copia de Herculano, que nos revela un artista un tanto frío dentro de sus deseos de grandiosidad. También sabemos que hizo un grupo de Asclepio e Higía que después pasó al templo de la Concordia en Roma; si el Asclepio es, como se ha supuesto, el prototipo del llamado Asclepio Pitti, una de cuyas copias se ha hallado, curiosamente, en la villa romana de Valdetorres, cerca de Madrid, podemos considerar a Nicérato como uno de los últimos autores eclécticos basados en los ritmos del siglo IV a. C. -curva praxitélica incluida-, pero, eso sí, con una particular afición por el realismo muscular. Su compañero Firómaco, que firma junto a él algunas obras, era también ateniense, pero tenía planteamientos más avanzados. Esto podemos afirmarlo porque, a raíz de la aparición de una firma suya en Ostia, conocemos con seguridad una de sus obras: el retrato ideal del filósofo cínico Antístenes. La cabeza, de la que nos han llegado varias copias -las mejores en el Vaticano-, muestra la evolución en sentido dinámico, abarrocado, del realismo del Demóstenes de Polieucto: la cabellera blanda y agitada, el trazado amplio y movido de las cejas y la frente, nos muestran la conformación de lo que ya puede sentirse como "estilo pergaménico". En cuanto al tercer escultor, era Epígono, hijo de un ciudadano de Pérgamo y por tanto súbdito de sus reyes. Poco sabemos de él, y por tanto ignoramos si, en el momento de subir al trono Atalo I, era ya un escultor acreditado. Sea como fuere, cuando llegó la decisión de erigir los monumentos a las victorias sobre los celtas, parece que fue él quien se encargó de dirigir las obras. Por entonces, es probable que ya hubiese muerto Nicérato, pero Firómaco quedó incluido en el proyecto, y, para completar el equipo, llegaron otros artistas atraídos por el regio mecenazgo. Uno sería el ya anciano Antígono de Caristo, que además de escultor era historiador del arte (continuó la obra crítica de Jenócrates), y había seguido años atrás las lecciones del filósofo Menedemo de Eretria (muerto hacia el 275 a. C.); y otro fue Estratónico, procedente de Cízico, que debía de ser retratista, puesto que Plinio nos dice que representó a los filósofos (NH, XXXIV, 90), aunque sin mayor concreción. Reunidos estos autores, su objetivo sería dar un lenguaje nuevo a la idea de la victoria. Frente a las imágenes de generales coronados por Níkes aladas, o montados en carros -temas que, pese a todo, no desaparecen por completo-, lo que ahora se imagina es una iconografía donde el protagonista es, paradójicamente, el vencido. La importancia del éxito se mide por la corpulencia y ferocidad del enemigo doblegado, y éste aparece en el exvoto igual que la víctima de un sacrificio a los dioses. No se excluye que, en ocasiones, se represente también al monarca o al general vencedor, pero lo cierto es que, con el paso del tiempo, lo que más impacto causó en los historiadores del arte, e incluso en los copistas, fueron las dramáticas esculturas de los caídos.
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La organización de las colonias y de los municipios era muy semejante. Al frente de los mismos había un poder ejecutivo de dos dunviros y dos ediles; a veces mencionados indistintamente como cuatroviros, aunque dos de ellos cumplieran funciones de dunviros y dos de ediles. Un prefecto suplía a los dunviros en caso de obligada ausencia. Los dunviros como máximos magistrados eran responsables de la administración de la justicia, presidían el Senado y las Asambleas, representaban a la comunidad, e incluso organizaban la defensa del territorio al mando de tropas locales. Los ediles tenían asignada la vigilancia de los mercados y la conservación de calles y vías públicas. Cuando no se nombraba a un cuestor, los ediles se responsabilizaban de los asuntos financieros, lo mismo que los dunviros se encargaban del censo cuando no se nombró un censor. Todo el poder ejecutivo estaba en manos de esos cuatro magistrados, incluida la responsabilidad de vigilar las acuñaciones, como se demuestra por la presencia de sus nombres como magistrados monetales de las acuñaciones. La normativa jurídica preveía el nombramiento de tres pontífices y de tres augures para atender a todo lo relacionado con el culto a los dioses. La difusión del culto al emperadoR, cuyos sacerdotes tenían el nombre de flamen, condujo pronto a que se produjera la mezcla de funciones: así, hay casos de flamines que además lo eran de los rituales municipales, sacra publica. Las leyes preveían igualmente el nombramiento de adivinos, haruspices. La realidad fue mucho más compleja, ya que no siempre se llegó al nombramiento de todo ese conjunto de sacerdotes. Con excepción de los augures, que recibían un nombramiento vitalicio, que era compatible con otras magistraturas, los demás magistrados civiles o religiosos recibían un nombramiento anual. De ahí que la previsión de las leyes de que pasara un período de cinco años entre el desempeño de una a otra magistratura no pudiera llevarse a efecto. En la práctica, estos magistrados, que debían ser ciudadanos romanos y miembros de las oligarquías locales, pertenecían a unas pocas familias de cada colonia o municipio. No sólo no percibían ningún ingreso por el desempeño de sus cargos, sino que estaban obligados a contribuciones económicas destinadas a sufragar espectáculos públicos. La autoridad de los magistrados estaba limitada por el Senado local, compuesto por una cifra teórica de cien miembros. Estos senadores o decuriones pertenecían igualmente a las oligarquías. Toda decisión extraordinaria, como la propuesta de nombramiento de un patrono o un huésped, la solicitud de una reducción de impuestos, etcétera, era tomada por este Senado. La curia era el lugar habitual de reunión, pero es posible que, lo mismo que hacía el Senado romano, algunas reuniones tuvieran lugar en templos. El conjunto de los ciudadanos, populus, se organizaba en tribus o en curias para formar la asamblea local. Mientras que las asambleas del pueblo romano habían perdido todo el sentido, éstas seguían teniendo competencias para el nombramiento de magistrados y para hacer otro tipo de propuestas; el voto por curias o por tribus era el medio de expresar su voluntad. Una ciudad privilegiada imitaba el modelo de Roma, no sólo en su organización administrativa, sino también en su urbanística. El foro con sus templos, curia y basílica era fácil de establecer en una ciudad creada de nuevo; en los municipios, se llevó a cabo una profunda reorganización urbanística. No todas las ciudades disponían de teatros, anfiteatros y circo tan espléndidos como los de Mérida, Pompeya, Sabathra o Geresa, por citar sólo unos pocos ejemplos, pero sí celebraban con regularidad juegos o tenían representaciones teatrales. A nadie se le oculta que esas construcciones, así como los acueductos, las termas públicas... eran muy costosos. Para su construcción y mantenimiento, las ciudades contaban con parte de sus fondos públicos, siempre insuficientes, y, sobre todo, con otras fuentes de ingresos más sustanciosas: desgravaciones fiscales, aportaciones económicas de los patronos de la ciudad y múltiples liberalidades de particulares enriquecidos. Esta práctica permitía a muchos particulares hacer exhibición de sus riquezas y ganar a la vez prestigio y consideración social. Para muchos libertos enriquecidos fue una excelente vía de autopromoción. Durante el siglo III, muchos miembros de las oligarquías abandonan sus compromisos con la ciudad y pasan a residir en villas rústicas. Se modificaron los parámetros ideológicos que habían servido para mantener el esplendor urbanístico de las ciudades y muchas de éstas entran en una lenta decadencia de la que no se recuperarán.
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El protestantismo no es una religión ni una doctrina única, sino un conjunto de iglesias que provienen de la Reforma del siglo XVI. Puesto que se trata de un conjunto bastante heterogéneo y con grandes diferencias doctrinales, sacramentales y de estructura eclesiástica, existen también muchas asociaciones de iglesias, no habiendo entre algunas de ellas ninguna comunicación ni reconocimiento. Así, no hay una iglesia luterana, sino una Confederación mundial de iglesias luteranas, que fue fundada en 1947 y a la que no pertenecen todas ellas. Para el protestantismo, además de no reconocer el papel del Papa de Roma, se rechaza a todo mediador posible entre Dios y el ser humano, pues nadie, ni siquiera un sacerdote, puede ejercer un monopolio sobre la fe. Así, entre el pastor y los laicos las diferencias son de función, y no de esencia, pudiendo cualquiera con la formación adecuada desempeñar el mismo papel. El pastor protestante es nombrado por la iglesia local y no por una jerarquía, existiendo iglesias en las que no hay sacerdote o pastor. Además, la dirección eclesiástica es ejercida de un modo más colegial que jerárquico, si bien alguna Iglesias aceptan alguna forma de episcopado. La autoridad del obispo es funcional y ejercida entre iguales. Por último, al no existir una máxima autoridad infalible, como el Papa de Roma en la Iglesia católica, se favorece la pluralidad de doctrinas e interpretaciones.
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No se sabe prácticamente nada de la evolución política interna del reinado del primer soberano omeya en Córdoba, salvo las indicaciones sobre las revueltas, aparentemente confusas, que se acaban de examinar. Aprovechando hábilmente su prestigio personal y la fidelidad de algunos cientos de clientes de su familia que habían entrado en la Península antes de su llegada, utilizando en su favor las rivalidades entre las grandes etnias árabes, trabando alianzas complementarias con los beréberes, el inmigrado logró, en primer lugar; mantenerse en el poder a pesar de las revueltas. Al parecer, hacia la mitad de su reinado desplegó esfuerzos importantes para hacerse independiente del yund, organizando una fuerza permanente de beréberes mercenarios y esclavos (para la que al-Maqrizi da la cifra, probablemente exagerada, de unos 40.000 hombres). En los últimos años, dotó a Córdoba de una gran mezquita y de un qasr principesco en lugar del dar al-imara de los primeros gobernadores. Con él se empiezan a organizar no ya simples oficinas administrativas dirigidas por secretarios o kuttab, sino un verdadero gobierno cuyos superiores eran los hayib/s y los visires. La organización y puesta en marcha de estas estructuras estatales suponen medios financieros. El nivel regularmente creciente de las emisiones monetarias atestiguan el éxito de una política que permitía un aprovisionamiento suficiente del tesoro público, probablemente a través del reforzamiento regular del control administrativo, especialmente el fiscal sobre el territorio de al-Andalus.
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A la hora de abordar el tema de la organización de las distintas dependencias conventuales, nos encontramos con serios problemas. Problemas que derivan, por un lado, de la notable ausencia de restos materiales conservados, por otro, por las múltiples ampliaciones, transformaciones y reutilizaciones que han sufrido estas estancias en el transcurso de los tiempos y, en última instancia, por la falta de normativa referente a la organización de los esquemas conventuales. En efecto, sobre este último punto es importante advertir, como hemos tenido ocasión de comentar con anterioridad, que ni santo Domingo ni san Francisco se plantearon nunca cómo debería ser la distribución del espacio interior. La consecuencia inmediata de este vacío legislativo, la ausencia en definitiva de un plano ideal mendicante, fue la aceptación de lo hasta entonces vigente y experimentado como válido, es decir, el prototipo monástico inaugurado por la abadía benedictina de San Gall, heredado con mínimas variantes por los monjes cistercienses. Ahora bien, aunque el esquema en términos generales seguía siendo útil, sin embargo resultaba embarazoso aplicarlo con tanta rigidez como lo habían hecho sus antecesores, los monjes bernardos. Esto se entiende perfectamente si se constata que la vida del fraile no estaba organizada o normalizada hasta sus últimos detalles por pautas de comportamiento tan severas como las del monje. En efecto, para benitos y cistercienses, el monasterio es el taller u oficina del cual se sirve para alcanzar la santidad, su meta deseada. El fraile, por el contrario, proyecta su vida religiosa fuera de los muros del convento, acudiendo a él sólo para cobijarse y para predicar, y ello no siempre, ya que muchas veces este acto tenía lugar en las plazas públicas o espacios abiertos. Ni tan siquiera para la realización del oficio coral los frailes necesitaban acudir a la iglesia, ya que ésta consistía simplemente en el rezo de unas oraciones a determinadas horas del día. El orden dentro del convento, en contraposición a la orden cisterciense, tiene para los mendicantes menos importancia que la trascendental misión espiritual a que están abocados en el mundo. Sea como fuere, todo ello trajo como consecuencia que los mendicantes gozaran de una mayor libertad a la hora de distribuir sus oficinas privadas y, sobre todo, la posibilidad de introducir ciertas variantes que, en la mayoría de los casos, no son sino producto de las necesidades de adaptación a las características físicas de un lugar determinado y al espacio disponible -no siempre demasiado amplio. El claustro, siguiendo la tradición monástica inaugurada por el plano de San Gall, sigue siendo el elemento neurálgico del edificio conventual. Se distribuye indistintamente al norte o sur de la iglesia y en su entorno se abren las distintas dependencias. La sala capitular, tradicionalmente instalada en la panda contigua a la iglesia, varía en ocasiones su habitual emplazamiento, pasando a ubicarse en otra panda del claustro, generalmente la septentrional. El dormitorio mantiene el mismo carácter que en los monasterios benitos y bernardos, si bien la autorización en 1419 por parte de Martín V a los benitos para utilizar celdas, se extendió también a los mendicantes, propiciando así un individualismo que se observa más acusado en los dominicos, más inclinados al estudio y a la vida intelectual que los frailes menores. Un aspecto que resulta de gran interés a la hora de abordar el caso de la topografía mendicante es el tema de la proliferación de claustros secundarios. En efecto, se ha llegado a decir, sin demasiado fundamento, que con la llegada de los mendicantes desaparece el claustro único como elemento totalizador en función de la aparición de sucesivos claustros. En efecto, si observamos el actual plano de un convento franciscano o dominico, comprobaremos que en la mayoría de los casos éstos presentan junto al claustro mayor dos, tres y hasta cuatro claustros secundarios. Ahora bien, es importante no confundir el plano primitivo del convento con el definitivo, después de las muchas transformaciones sufridas en época moderna. En efecto, la progresiva estabilización a que llega la Orden en la Baja Edad Media y el aumento del número de vocaciones, llevó a transformar los conventos en grandes estructuras autosuficientes con zonas destinadas a fines secundarios, en este caso, los estudios y los almacenes. Esto condujo a la ampliación del número de claustros, e incluso a establecer en ellos un doble piso, configurándose así las plantas de los grandes conjuntos conventuales que contemplamos en la actualidad. El fenómeno, por otro lado, es el mismo que se observa en los monasterios de otras órdenes monásticas, que en época moderna también se vieron sometidos a necesidades de ampliación. No conviene acabar este espacio destinado a la topografía claustral sin hablar del proceso de socialización de las distintas dependencias. En efecto, ya hemos tenido ocasión de comentar con anterioridad, cómo las iglesias franciscanas y dominicas se convirtieron poco a poco en espacios públicos o semipúblicos. No sólo ellas, sino también el resto de las estancias adquirieron esta condición. En este sentido es frecuente encontrar las salas capitulares convertidas en capillas privadas, las cuales proliferaron también por todo el recinto conventual. De igual modo, el refectorio no sólo era un espacio reservado para la predicación o el estudio, sino un lugar destinado a la convocatoria de todo tipo de reuniones sociales.