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Personaje
Militar
Nombrado almirante en 1939, cuando se desencadena el conflicto se encuentra al mando de la Flota británica, ubicada en China. En 1941 fue el principal responsable de la "Western Appoaches", una operación militar llevada a cabo en el Atlántico. Más tarde estuvo al frente de la delegación naval británica establecida en Washington. En este puesto permaneció hasta 1944.
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De la misma forma que ser cortesano no admite reglas que aprender, ser capaz para el gobierno de una monarquía tampoco las precisa. Lo que debe definir al que compartirá con el rey las tareas de gobernación son esas "virtudes del alma y del ánimo" que se poseen naturalmente, pero que no se adquieren "por más leyes ni libros que hayan visto ni estudiado". He aquí cómo la ética cortesana se convierte en práctica política: el gobierno de la Monarquía debía ser dirigido con caballeros, no con letrados. Parece claro, también, que la recurrente insistencia en la superioridad de lo caballeresco era una forma de convertir la práctica política, o el disgusto ante el rumbo que tomaba, en cultura y ética -recuérdese ese dicho de resonancias moralizantes que Gondomar nos trasladaba, "quen perde a onra polo negocio perde a onra e o negoçio". Sin embargo, es innegable que los cortesanos, pese a sus muchas críticas y protestas, en modo alguno podrían pasarse, valga la expresión, sin la Corona, de cuyo servicio dependen en parte y de cuyas mercedes se benefician social y económicamente, desde la provisión de encomiendas al nombramiento para cargos y oficios. La importancia de la Monarquía como la fuente principal de gracia y patronazgo hace que hasta los más disgustados caballeros de la corte terminen por adaptarse a los cambios, aceptando, por ejemplo, disimular con los privados si es preciso para, como escribía Portalegre, "subir" a los puestos mayores y más ambicionados. En materia de gracia real, la nobleza cortesana recurre a una interpretación de cuáles son sus fundamentos que difiere de la que parece quiere acabar adoptando el Príncipe. La cuestión del beneficio regio estaba plenamente abierta en el siglo XVI y encontramos su eco muy presente en los textos de corte, pero también en la literatura en general, por ejemplo, en esas vidas de pícaro dominadas por el continuo servir a distintos amos y por las recompensas a las que sus méritos les hacen o no acreedores. La polémica del beneficio se movía entre dos posturas, la de quienes consideraban que las gracias reales eran la recompensa obligatoria a los servicios prestados y los que defendían que la gracia era sólo el fruto de la liberalidad regia que elegía a quien deseaba para agraciarlo. La teoría del mérito que presenta la mayoría de los cortesanos se inclina hacia la primera de estas dos interpretaciones, insistiendo no sólo en que la recompensa de los servicios prestados es necesaria y obligatoria, sino también en que entre éstos debían contarse los propios y los de sus antepasados. Sin embargo, reconociendo que el ius graciandi, el derecho a hacer gracias, es más que una mera prerrogativa real, el Príncipe tiende a repartir sus mercedes y gracias más como expresión de su gusto y voluntad que como el producto de una obligación contraída. En cualquier caso, lo cierto es que el rey concede los beneficios de su patronazgo a quien elige para que le sirva. A medida que avanza la Edad Moderna, va siendo evidente que para gobernar la Monarquía no se cuenta sólo ya con la pretendida exclusividad nobiliaria. Durante la segunda mitad del siglo XVI, las quejas que esto provocaba se unieron a las que suscitaron la introducción de la etiqueta borgoñona, las nuevas formas de despacho o la práctica de retraimiento seguida por el monarca. Sin embargo, los caballeros no tuvieron más remedio que adaptarse a todos estos cambios operados en la corte porque su responsable último no era otro que el rey. También el gran beneficiado de todas esas mudanzas del gobierno en la corte era el monarca, quien veía acrecentarse su condición de última instancia política cada vez un poco más por encima de la preeminencia que se le otorgaba en una sociedad de estados. Esto permite abrir una cuestión que no está resuelta definitivamente, la de los términos de la absolutización monárquica en el XVI. Teniendo en cuenta los límites que les imponían la sociedad de estados, ni Carlos I ni Felipe II fueron monarcas absolutos, pues, si definimos absolutismo, llanamente, como un régimen en el que la voluntad regia es la ley, su capacidad voluntaria de decisión se veía limitada, en la teoría y en la práctica, por el respeto a los privilegios de estados y reinos. Es cierto que se podía recurrir a la existencia de un principio de necesidad para, a la vista de un peligro inminente, poner en suspenso las trabas que esos privilegios suponían para la acción regia, pero, recuperada la normalidad, los límites volvían a alzarse. No obstante, si, por contra, se define monarquía absoluta como la realeza de un Príncipe que no reconoce la autoridad de ningún otro por encima de la suya, es evidente que sí es posible referirse a la monarquía del XVI como absoluta. Este parece ser el sentido que a absoluto se daba en la época cuando se empleaba el término. Sin embargo, no hay que olvidar que, en general, por absolutismo se entiende la situación descrita más arriba y no esta última. Aunque no se alcanzara el absolutismo, parece innegable, en cambio, que sí se estaba asistiendo a un proceso de creciente robustecimiento de la voluntad real, lo que algunos autores han denominado proceso de absolutización para distinguirlo del absolutismo pleno (voluntad = ley). Aquí, el momento determinante es el reinado de Felipe II y su escenario principal, la corte, donde, sin duda, la figura real logró una presencia mayor de su capacidad voluntaria de decisión. Fuera de la corte, en los distintos reinos de la Monarquía, las cosas no son tan evidentes, pues la necesidad de concertación de ese Rey Ausente que era el Rey Católico era muchísimo más grande.
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En la Época Moderna hubo un grupo especial de mujeres que tuvieron un estatuto particular privilegiado y que recibían y transmitían patrimonio y títulos, eran jefas de casa, mater familias, gestionaban, mandaban y gobernaban. (88) También en otros casos eran cultas, sobresalían por encima la población femenina en general, eran coleccionistas, dirigían salones, tocaban instrumentos musicales y también mantenían en algunas ocasiones magníficas bibliotecas. Un caso muy elocuente fue el de Francisca de Velasco, marquesa de Santa Cruz (1665). En su retrato pintado por Juan Carreño de Miranda (1614-1685) aparece de frente, imponente, casi desafiante, mostrando majestad, posando para la posteridad, expresando con sus ricos ropajes y joyas a qué estamento pertenecía sin más. Otros casos, ya a finales del siglo XVIII y principios del XIX, son los de las hijas de los duques de Osuna -Joaquina Téllez-Girón y Pimentel, marquesa de Santa Cruz y Manuela, duquesa de Abrantes-. Ambas fueron retratadas por el pincel de Goya. Gráfico En estos retratos existe una enorme diferencia de autopercepción de la mujer aristócrata del siglo XVII y la del siglo XVIII, ha señalado Ignacio Atienza. Si en el siglo XVII mostraban grandeza, magnificencia y suntuosidad, en los retratos de Goya, más de un siglo después, se observa un radical cambio de actitud. Sus damas retratadas se muestran insinuantes y seductoras, con poca ropa, amantes de la cultura, de la música y la literatura, enseñando e incluso, exhibiendo instrumentos musicales y partituras.
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Dueños o señores de los campesinos siervos y encomendados son los nobles y los eclesiásticos en cuyas manos se hallan la tierra, los censos y las prestaciones o trabajos personales debidos por los campesinos que cultivan la tierra. La acumulación de la propiedad en manos de nobles y eclesiásticos está directamente relacionada con la función que realizan los miembros de estos grupos: la defensa del territorio y de los hombres contra los enemigos es compensada mediante la entrega de tierras en propiedad o en beneficio, feudo o prestimonio a los milites o bellatores, y la búsqueda de protección ante la divinidad explica las donaciones a los clérigos u oratores, que ven cómo reyes y particulares dotan iglesias y monasterios mientras ellos incitan a los fieles a despojarse en vida de sus bienes como medio de obtener la salvación. El interés de los reyes y condes, que ven en la difusión del cristianismo y de los centros eclesiásticos un factor importante de expansión política y de puesta en cultivo de la tierra, les lleva a hacer continuas donaciones y a proteger los bienes eclesiásticos hasta hacer de la Iglesia el mayor propietario territorial de la Edad Media peninsular.Dentro del grupo nobiliario puede distinguirse entre alta nobleza, cuyos miembros reciben los calificativos de magnates, optimates, próceres, seniores y barones, y los nobles de segunda fila. Los primeros son los que han desempeñado funciones militares en los primeros tiempos o han estado al frente de cargos administrativos de importancia, y tienden a constituirse en grupos cerrados que transmiten su situación privilegiada a los herederos, poseen grandes propiedades, intervienen en las asambleas palatinas, gobiernan los distritos de los reinos y condados y se hallan unidos al rey o conde por vínculos especiales de vasallaje.Más numerosa y abierta es la segunda nobleza de la que pueden formar parte los descendientes de la alta nobleza (nobles de sangre o infanzones) y todos aquellos que tienen medios suficientes para combatir a caballo al servicio de un señor o guardan un castillo (castellanos). Ambos grupos se funden en una nobleza de linaje, la de los caballeros infanzones o nobles (claramente diferenciados de los caballeros villanos de los concejos) y suelen estar ligados a los reyes o magnates, de los que reciben beneficios o sueldos a cambio de ayuda militar. Todos los nobles están exentos del pago de tributos personales y territoriales y tienen ante la ley una categoría superior a la de los simples libres; sólo pueden ser juzgados por el rey y su comitiva, y su testimonio tiene en juicio más valor que el de un simple libre...Inicialmente la nobleza es un grupo abierto al que se accede por intervenir en la guerra, en la repoblación del territorio o en el gobierno y administración del reino, o por disponer de tierras y medios suficientes para adquirir vasallos campesinos que cultiven la tierra y vasallos militares que la defiendan; a medida que la tierra y cargos se hacen hereditarios, el nacimiento, el origen familiar, se convierte en un factor decisivo para pertenecer a la nobleza, al menos en la categoría de los ricoshombres, y simultáneamente comienzan a establecerse diferencias jurídicas entre los simples libres y los nobles, caracterizados éstos por el disfrute de privilegios fiscales y judiciales, que los nobles intentan consolidar dándoles carácter oficial, haciendo que se recojan en un texto legal, en un fuero nobiliario.Hasta nosotros ha llegado el fuero nobiliario castellano en versión del siglo XIV, pero sus orígenes son anteriores o, al menos, así lo pretenden los nobles cuando insistentemente reclaman en el siglo XIII que se respeten los buenos fueros de época del emperador Alfonso VII y de sus sucesores. Las primeras disposiciones son atribuidas a una reunión celebrada en Nájera por Alfonso VII y, aunque es dudoso que llegara a celebrarse, sus acuerdos fueron aceptados por los redactores del Ordenamiento de Alcalá de 1348. Junto a esta colección de fueros, costumbres y fazañas -hoy desaparecida- se redactaron otras atribuidas igualmente a unas pretendidas Cortes celebradas en Nájera o en León -con lo que su validez se extendía desde Castilla al reino leonés- o el tratado sobre las "Devysas que an los señores en sus vasallos", referente a los hombres de behetría y sus obligaciones. El contenido de estas recopilaciones pasaría al Fuero Viejo de Castilla y al Libro de los Fueros de Castilla.Si en los reinos occidentales los nobles -entre ellos hay que incluir desde muchos puntos de vista a los miembros de la jerarquía eclesiástica- hacen coincidir con sus intereses el bien de la tierra y utilizan las dificultades del rey para imponer sus puntos de vista, en Navarra los nobles aprovechan el cambio de dinastía para imponer la vigencia de un Fuero que limita considerablemente las atribuciones reales. El llamado Fuero Antiguo contiene disposiciones sobre la estructura de la monarquía y la sucesión del reino, y, desde el punto de vista que ahora nos interesa, sobre los derechos de los ricoshombres en relación con la corona, las garantías procesales de los infanzones, y el sistema hereditario de ricoshombres, caballeros, infanzones y dueñas de linaje... El rey no puede quitar tierra ni honor a los ricoshombres sin sentencia judicial previa, los infanzones sólo pueden ser juzgados en la corte del rey, en presencia del alcalde de la Corte y de tres a siete ricoshombres que sean de la misma tierra que el acusado... El Fuero regula la distribución de las conquistas que efectuaran el monarca y los ricoshombres: mientras los bienes heredados han de pasar al sucesor legítimo íntegramente, si se gana un reino o si los ricoshombres adquieren bienes el rey puede y los ricoshombres pueden repartirlos entre sus hijos legítimos...Los Usatges son el Fuero de Barcelona que se extiende a todos los dominios del conde y aunque en sentido estricto no pueden ser definidos como un fuero nobiliario, son mayoría en ellos las disposiciones referentes a los nobles, comenzando por las que regulan la compensación que se ha de pagar por la muerte o herida causada a un vizconde, a un caballero, un burgués o un campesino que no tiene otra dignidad que la de cristiano. Otras disposiciones regulan las relaciones entre los caballeros y sus señores, entre éstos y los campesinos que cultivan sus tierras...; pero donde verdaderamente puede verse el derecho feudal catalán es en las Commemoracions redactadas por el canónigo barcelonés Pere Albert a mediados del siglo XIII, subtituladas acertadamente Costumbres de Cataluña entre señores y vasallos.Los problemas de la nobleza aragonesa son los mismos que los de los demás nobles peninsulares: necesitan defender su posición económica, social y política frente a los intentos centralizadores del monarca y lo harán protestando contra la actuación del monarca y dando forma legal a sus derechos después de la asamblea celebrada en Huesca en 1247, de la que salió el proyecto de encargar al obispo Vidal de Canellas la recopilación-unificación de los fueros aragoneses para poner fin a las diferencias entre quienes se regían por el fuero de Jaca, el de Zaragoza o el de las zonas turolenses de frontera.Los oratores no se limitan a rezar; su función en cuanto intermediarios entre los cristianos y Dios es doble: interceder por aquellos mediante el rezo, simbolizado por antonomasia en la Santa Misa, y transmitir a los fieles las verdades de la fe mediante la predicación, una de cuyas formas es la enseñanza, monopolio eclesiástico hasta el punto de que los escolares, los universitarios medievales, se acogen al fuero clerical. Indisolublemente unida a la función religiosa de los clérigos se halla la institución eclesiástica, la organización de los creyentes en este mundo para lograr la salvación en el otro. Desde el punto de vista eclesial-organizativo y siempre bajo la dependencia de Roma, los clérigos hispanos se organizan en diócesis (clero secular, dependiente del obispo) y en órdenes cuyos miembros -hombres o mujeres- siguen una regla (clero regular); seculares y regulares tienen los mismos objetivos religiosos pero sus intereses no siempre coinciden puesto que unos y otros se disputan el control de los fieles y, en ocasiones, los beneficios económicos derivados de la administración de los sacramentos. A caballo entre el estamento clerical y el nobiliario se sitúan los miembros no clérigos de las órdenes militares, laicos sometidos parcialmente a la regla cisterciense o a la de San Agustín, cuya profesión es la guerra contra los infieles, contra los musulmanes. El mundo clerical se amplía con la incorporación de laicos que se declaran y son considerados familiares, miembros de la familia de un centro eclesiástico al que se dan o prometen parte o la totalidad de sus bienes para asegurar su salvación y, en ocasiones, para conseguir seguridad material cuando lleguen a la vejez, estén enfermos o sean incapaces de asegurar el sustento material.Las cambiantes situaciones políticas y la fidelidad a la tradición visigoda hacen que los límites metropolitanos y los políticos no coincidan de una forma total. De Toledo dependen los obispados de Palencia, Osma y Segovia; forman parte de la provincia bracarense Zamora y Astorga, que más tarde dependerían de Compostela; los obispos de León y de Burgos logran que se reconozca a sus iglesias el carácter de exentas, de no estar sometidas a ninguna metrópoli, quizá porque la restauración y continuidad de estas sedes trescientos años antes que cualquier metrópoli da fuerza a los argumentos de los obispos de las ciudades capitales de León y de Castilla; a Mérida-Compostela se adscriben Salamanca, Ávila y Ciudad Rodrigo así como los obispados portugueses de Faro, Lamego, Idanha, Lisboa y Evora que, tras graves conflictos se incorporarían a Braga. Conflictos semejantes a los planteados en la delimitación de los territorios metropolitanos se presentan entre las diócesis episcopales: Zamora tiene que discutir sus límites con Oviedo, Santiago y Astorga, Salamanca con Ciudad Rodrigo y Zamora, Osma con Burgos y Sigüenza...
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Desde los años de Alfonso X el ascenso nobiliario es evidente a pesar o quizás a causa de la crisis económica. Las guerras civiles de fines del siglo XIII y de los siglos posteriores permitieron a los nobles incrementar sus dominios y privilegios de forma extraordinaria; ni siquiera Alfonso XI pudo debilitar a la nobleza debido a que, como hemos indicado en otro lugar, sus victorias sobre los rebeldes fueron conseguidas con la ayuda de otros grupos nobiliarios cuyos servicios hubo que pagar. Una y otra vez, el monarca acepta el mantenimiento de las riquezas y derechos nobiliarios y su mérito principal consiste en recordar las obligaciones nobiliarias, fijar sus salarios y revisarlos con cierta periodicidad. La grave crisis de mediados del siglo XIV alteró el equilibrio entre gastos e ingresos nobiliarios y durante el reinado de Pedro I las exigencias económicas y políticas de los nobles se incrementaron considerablemente y, aunque el monarca desterró o mandó dar muerte a los grandes nobles, la fuerza de la nobleza permaneció intacta porque otros sustituyeron a los desaparecidos y prepararon el triunfo de Enrique de Trastámara, es decir, la victoria de la nobleza, cuyo poder se incrementa a través de las mercedes enriqueñas. La política nobiliaria del primer Trastámara se orientó hacia un entendimiento con la nobleza en una doble dirección: la alta nobleza recibirá grandes señoríos y propiedades, pero será alejada del gobierno; la segunda nobleza gobernará de acuerdo con el rey, que paga sus servicios espléndidamente hasta el punto de que de estos grupos saldrán muchos de los grandes títulos nobiliarios de los siglos XV y posteriores. El sistema probó su eficacia hasta la derrota de Juan I frente a los portugueses en Aljubarrota (1385); al producirse la crisis y debilitarse el poder monárquico, las ciudades recuperaron importancia política y exigieron una mayor participación en el gobierno a través del Consejo Real y la alta nobleza, alejada del poder por Enrique II pero confirmada en sus posesiones, utilizó sus medios económicos para organizar ejércitos y ejercer de hecho el poder. Amenazado por el auge de las ciudades y por la insubordinación de la alta nobleza, Enrique III logró anular a las primeras y derrotar a la segunda con la ayuda de la segunda nobleza, que pasó a primer plano en los últimos años del siglo XIV y sustituyó en muchos casos a los familiares del rey, a la alta nobleza. El control de los obispados y de las órdenes militares por medio de alianzas familiares o de acuerdo con el monarca reforzó aún más el poder de estos nobles, en cuyas manos quedará el gobierno de Castilla a la muerte de Fernando de Antequera a pesar de los intentos de los familiares del nuevo monarca (infantes de Aragón) o de Alvaro de Luna para impedirlo o, al menos, controlar a los nobles. A través de la sublevación contra el monarca o gracias al apoyo que le prestan contra los sublevados, los nobles aumentan su fuerza, y nada podrán hacer los Reyes Católicos (tampoco lo intentarán) para reducir la potencia económica de la nobleza, y de hecho la aumentan en sus intentos de pacificar Castilla: el acuerdo con los partidarios de Juana la Beltraneja supuso casi siempre el reconocimiento de los dominios nobiliarios, y quienes permanecieron fieles a Isabel y Fernando recibieron títulos y tierras en gran número. La enajenación de bienes de la Corona en favor de los nobles continuará en los años posteriores y sólo cuando los monarcas han pacificado el reino, a partir de 1480, pueden exigir la devolución de algunas plazas y compensar a sus dueños con la entrega de dinero en efectivo o en forma de rentas anuales. A fines del siglo XV puede afirmarse que más de la mitad de las tierras castellanas está en manos de los nobles laicos y eclesiásticos y que un alto porcentaje de los ingresos normales de la Corona se destina al pago de rentas o salarios de la nobleza, que dispone de señoríos desde Galicia hasta la cuenca del Guadalquivir. Más interesante que conocer la larga lista de nobles y señoríos es recordar que entre los nobles existen lazos de parentesco que les permiten aumentar su fuerza y actuar de común acuerdo en muchas ocasiones al organizarse en linajes, en clanes familiares como el de los Enríquez, asentados en las zonas de Burgos, Valladolid y Palencia, cuyo fundador Alfonso Enríquez recibirá el título de almirante de Castilla con carácter hereditario; los Dávalos, con propiedades en Jaén y Galicia, cuyo representante Ruy López Dávalos fue condestable de Enrique III; los Stúñiga, oriundos de Navarra igual que los anteriores, que extienden su acción por un lado sobre las tierras de La Rioja y por otro sobre Salamanca, Extremadura, Tierra de Campos y valle medio del Duero; los Mendoza, con dos ramas, derivada una de Juan Hurtado de Mendoza, mayordomo de Enrique III, con propiedades en Álava, Soria, Segovia..., y la rama de Diego Hurtado de Mendoza asentada en tierras de Guadalajara y en la zona de Torrelavega y Santillana; los Ayala, derivada del cronista y diplomático Pero López de Ayala, con dominios en Guipúzcoa y en las proximidades de Toledo; los Suárez de Figueroa, linaje fundado por el maestre de Santiago Lorenzo Suárez, cuyos señoríos se extienden por Extremadura y Andalucía; los Velasco, familia que adquiere importancia a partir de Juan Fernández de Velasco, uno de los personajes encargados por Enrique III de la custodia de su hijo Juan, con dominios en Zamora, Burgos, León y La Rioja; los Sarmiento, asentados en Galicia; los Manrique, familiares del arzobispo compostelano Juan García Manrique, uno de los miembros del Consejo de Regencia durante la minoría de Enrique III... Todas estas familias nobiliarias aparecen en la historia castellana durante el siglo XIV y son el resultado del encumbramiento de la segunda nobleza por los Trastámara, según ha demostrado Salvador de Moxó al estudiar el ascenso de uno de estos linajes y la ampliación de los dominios de los Albornoz de Cuenca. García Alvarez, señor de algunos pueblos en la serranía conquense, enriquecido sin duda por el aumento de la cabaña ganadera, aumentó sus riquezas y su importancia social mediante el matrimonio con Teresa de Luna, perteneciente a la nobleza aragonesa y vinculada con la jerarquía eclesiástica a través de uno de sus hermanos, Ximeno, que fue obispo de Zaragoza, arzobispo de Tarragona y, finalmente, arzobispo de Toledo, cargo en el que le sucederá su sobrino Gil de Albornoz al que, ya nombrado cardenal, encomendarán los pontífices años más tarde la pacificación de los Estados Pontificios. La vinculación con la jerarquía eclesiástica fue decisiva en éste como en muchos otros casos, pero los Albornoz debieron su ascenso fundamentalmente al apoyo dado en todo momento a Alfonso XI contra rebeldes como el infante don Juan Manuel o en la guerra con los musulmanes; como pago de estos servicios, Alfonso XI dio a los Albornoz cargos de confianza y señoríos como los de Torralba y Tragacete a los que Alvar García unió, mediante compra, el de Beteta, todos situados en la serranía de Cuenca, en zona ganadera. Durante los primeros años de Pedro I, los Albornoz salen de su reducto local y llevan a cabo importantes misiones diplomáticas, pero al igual que otros muchos nobles pronto se adhirieron al partido de Enrique de Trastámara, que nombrará a Alvar mayordomo mayor, cargo que ejercerá igualmente su hijo Gómez mientras que el hermano de éste será nombrado copero mayor por el segundo Trastámara. Junto a estos cargos cortesanos, no exentos de influencia y de beneficios económicos, los Albornoz reciben nuevos e importantes señoríos que los convierten de hecho en miembros de la alta nobleza. Sólo ahora se puede incluir a los Albornoz entre los ricoshombres, grupo caracterizado según Moxó por el "patrimonio, el linaje y la privanza, o lo que es semejante, la. fortuna o riquezas, la, calidad nobiliaria y el influjo disfrutado junto al rey". Enriquecido por las donaciones de los señoríos de Utiel y Moya en los que tiene derechos jurisdiccionales y de gobierno, tributarios y de dominio solariego, Alvar García pudo comprar otro señorío, el Infantado de Cuenca, por el que pagó cerca de setecientos mil maravedís castellanos, cuya importancia podemos suponer si recordamos que durante estos años una fanega de trigo llega a valer quince maravedís y que con dos mil o dos mil quinientos se pueden comprar las armas de un caballero. En este señorío, los Albornoz tienen el monopolio del horno y del molino y la reserva exclusiva de los derechos de caza y pesca, que junto con los anteriormente mencionados (ejercicio de la justicia, nombramiento de los oficiales del concejo, cobro de los derechos de escribanía, autoridad sobre los vecinos, cobro del servicio, pedido, fonsadera, posada y yantar, martiniega y derechos sobre montes, pastos, prados y salinas... ) completan las atribuciones normalmente concedidas a los señores en Castilla. La influencia de los nobles, su importancia económico-militar, aumentó durante los turbulentos años del siglo XV aunque desaparecieran algunos linajes y en su lugar fueran encumbrados otros por el rey o por sus actividades militares o de saqueo. En época de Enrique IV, Castilla está dominada por una quincena de linajes cuya fuerza procede, en palabras de Suárez, "en primer término, de su enorme riqueza, de la muchedumbre de plazas fuertes que poseen... Sus miembros ocupan los puestos principales de la corte, como una consecuencia del influjo que les da su poder... no constituyen nobleza por ocupar los cargos, como había sucedido hasta el siglo XIV, sino que ocupa los cargos por ser nobleza..." Latifundistas, sienten por la ganadería -y por el cobro de impuestos al paso de los ganados- un interés primordial; ellos constituyen, dominan y gobiernan la Mesta, y la mayor parte de Castilla está en manos de los Velasco, condes de Haro, los condes de Medinaceli, los Manrique, los Quiñones, los Álvarez Osorio, Pimentel, Enríquez, Stúñiga, Mendoza, Álvarez de Toledo, Guzmán, Ponce de León, Fajardo... La situación se mantiene prácticamente invariable en la época de los Reyes Católicos y a lo largo de gran parte de la historia moderna y contemporánea de la Corona de Castilla. La creación de mayorazgos, favorecida por los monarcas, impidió la disgregación de los patrimonios, y los enlaces entre las diversas familias permitieron concentrar e incrementar sus dominios, en los que intentarán ampliar los derechos sobre los campesinos mediante la adscripción a la tierra de los cultivadores, medida que fue abolida en las Cortes de 1480. La institución del mayorazgo es de extraordinaria importancia para comprender la fuerza de los nobles. Por mayorazgo se entiende, según Clavero, aquella propiedad en la que "el titular dispone de la renta, pero no de los bienes que la producen, se beneficia tan sólo de todo tipo de fruto rendido por un determinado patrimonio sin poder disponer del valor constituido por el mismo; ello lleva, generalmente, a la existencia... (de un) orden de sucesión prefijado para esta propiedad de la que no puede disponer, ni siquiera para después de la muerte, su titular"; es decir, quienes crean un mayorazgo y sus sucesores no pueden, en teoría al menos, disminuir o enajenar sus bienes; disponen de la renta pero no del capital, que ha de pasar íntegramente al primogénito o a quien se designe en el documento de creación del mayorazgo. Aunque ya en el siglo XIII existen algunos documentos según los cuales el titular de unos bienes no podía enajenarlos sino que debía cederlos íntegramente al primogénito, la institución no aparece claramente definida hasta el triunfo Trastámara. Hasta 1369 el deseo de supervivencia familiar representado por el mayorazgo se hallaba en contradicción y sometido al derecho castellano que reconocía a todos los hijos una participación en la herencia; frente a este derecho, que lleva a la división y disgregación del patrimonio, se recurrirá al derecho feudal: el monarca, al conceder unos bienes en concepto de feudo a cambio de unos servicios, se halla interesado en que éstos sigan cumpliéndose y para ello es preciso que quien herede las obligaciones reciba íntegramente los medios que posibilitan su cumplimiento. Esta cláusula referida a las mercedes enriqueñas, auténticas concesiones feudales, se halla en el testamento de Enrique de Trastámara quien, además, dispuso que tales feudos volvieran a la Corona al extinguirse la línea directa. La vinculación fue protestada por los nobles en las Cortes de Guadalajara de 1390 por cuanto en muchas de las concesiones hechas por Enrique se les autorizaba a enajenar los feudos y porque se apartaba de la sucesión a los parientes laterales al exigir la devolución a la Corona cuando se extinguiera la línea directa. Esta cláusula será suprimida y el feudo podrá pasar a los hermanos, a otros parientes o a cualquier otra persona, pero en líneas generales se mantiene la vinculación de la propiedad y a través del mayorazgo los nobles, de acuerdo con la monarquía, ponen freno a la disgregación de sus bienes y aseguran la continuidad social de la familia (los segundones hallarán una salida en la corte, en el ejército o en la Iglesia). Su poder político les permite imponer a los campesinos contratos temporales en los que se actualizan las rentas. Conservación del capital y aumento periódico de las rentas permiten a los nobles mantener su categoría social frente a la burguesía y dan a la propiedad señorial una rentabilidad similar o superior a la del comercio y con menores riesgos. No es extraño, por tanto, que muchos prestamistas y mercaderes se decidan a comprar este tipo de bienes, por interés social y económico, y así, nada de particular tiene que toda la vida castellana esté organizada de acuerdo con los intereses de la nobleza. Según Suárez, "la economía, la sociedad, la cultura, la vida misma se organizan al servicio de esta clase dominante cuya influencia ha descendido hasta las últimas capas de la población. Es ahora cuando al imponer un tono de vida se fundamenta el hidalguismo, que será la característica de nuestra sociedad bajo los Austrias".
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Existe acuerdo general en considerar que la sociedad europea del siglo XVII experimentó un proceso de polarización como efecto del endurecimiento de la coyuntura económica. El impacto de la crisis alcanzó a la práctica totalidad de las clases y grupos sociales, aunque de manera desigual. El conjunto de la sociedad se empobreció, pero ciertos sectores sacaron provecho de las circunstancias y consiguieron medrar económicamente. Los malos tiempos trajeron consigo la crispación social y la agudización de los antagonismos. Los frecuentes motines y revueltas que afectaron tanto al ámbito urbano como al rural constituyeron la exteriorización visible del creciente malestar. Los pilares de la organización social salieron virtualmente incólumes, sin embargo, de estas convulsiones, que casi nunca alcanzaron carácter general. El reforzamiento de la autoridad absoluta de la Monarquía, unida por una misma comunidad de intereses a las elites aristocráticas, resultó un buen antídoto contra cualquier veleidad de cambio y, en general, contribuyó eficazmente al mantenimiento del orden establecido. Pero la crisis forzó adaptaciones y posicionamientos que, de algún modo, representaron una cierta discontinuidad con el período anterior.
Personaje
Religioso
En 1544 ingresó en la Compañía de Jesús, siendo destinado al Brasil cinco años después, dirigiendo una misión. Su papel en la expansión del movimiento jesuita en su territorio será crucial , siendo designado en 1553 provincial de la orden. Las bases de su trabajo serían la formación moral de los portugueses asentados en la zona, la evangelización de los nativos, evitar en todo momento el cautiverio injusto de los indígenas, desarrollo de la economía local y fundación de misiones educativas.