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Al poco tiempo de su primera exposición en la Academia de Dresde, en 1816, Carus trabó amistad con Caspar David Friedrich, la cual habría de durar hasta la muerte del pintor de Greifswald. Entre 1817 y mediados de los años veinte, señaladamente 1823, Carus realizó numerosos paisajes bajo la influencia directa de los temas y la concepción de la pintura de Friedrich. Desde mediados de esta década, el realismo y la plasmación de temas más cotidianos, más cercanos, se hace más acentuada. Del tránsito entre estos dos periodos data esta 'Mujer en la terraza'. El tema se relaciona con el auge que la figura femenina experimentó en la obra de Friedrich a partir de su matrimonio con Caroline Bommer en 1818. Durante los años veinte Friedrich ejecutará numerosas obras con la mujer como figura destacada, como Mujer en la ventana o Mujer junto al mar. Carus siguió esta variación temática pero, como en el resto de sus creaciones, sin la tensión formal ni la profundidad intelectual del maestro. Sus características formales son muy similares a las de Friedrich: con el cuerpo de perfil y la cabeza girada, de forma que su rostro apenas es visible, una mujer contempla un paisaje inabarcable desde la terraza de un jardín. Ésta, al igual que en Terraza, separa el primer término del paisaje, a modo de barrera, eliminando toda transición. Para el fondo de montaña, Carus se inspiraba en los estudios del natural realizados durante sus visitas al Riesengebirge, alentadas por Friedrich.
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Esta obra de 1822 es el único interior de Friedrich. En ella aparece su mujer, Christiane Caroline Bommer (1797-1847), con quien el artista había contraído matrimonio en 1818, a la edad de cuarenta y cuatro años, de forma sorprendente, pues era conocido como el mayor amigo de la soledad. En agosto de 1820 el matrimonio se mudó a la calle An der Elbe 33, junto al Elba. Consigo llevó Friedrich los paneles con que regulaba la luz de las ventanas de su estudio, los cuales adaptó a sus nuevas ventanas, tal y como aparecen en este cuadro. Como era su costumbre, su estudio aparece desprovisto de la parafernalia propia de los de otros pintores; en su austera desnudez, Friedrich sólo permite la presencia de unos frascos en el alféizar. Su mujer ha abierto uno de los paneles y observa, relajada, el otro lado del río, donde asoman una hilera de álamos. Por el mástil se adivina la presencia de veleros, como los que abundaban en su época en el Elba. El cuadro fue expuesto en la Academia de Dresde en agosto de 1822. Puesto que, como de costumbre y dada su lentitud, Friedrich acabó esta obra tarde, sólo pudieron incluirse tres obras del artista en dicha exposición; una de ellas era El mar de hielo, hoy perdido, precedente del lienzo del mismo título de 1824. Lo que se reprochó, precisamente, fue la presencia de su mujer de espaldas en la ventana. Desde su matrimonio, la aparición de figuras femeninas se hizo abundante en su obra, contra su costumbre anterior. En casos como Mujer frente al sol poniente, expresaban un claro sentido religioso. El tema de la ventana tampoco era nuevo en Friedrich. Ya había tratado este motivo en sus sepias de 1805 sobre la ventana de su estudio, pero desde una perspectiva completamente diferente. La iconografía de este género procede del Renacimiento, en especial de los pintores flamencos y toscanos, y también del alemán Durero. Sin embargo, este óleo está más vinculado a los pintores holandeses de género del siglo XVII, en particular Vermeer de Delft y sus apacibles interiores burgueses con mujeres pensativas frente a la ventana. Con todo, esta obra tiene poco de costumbrista, sino que expresa una fuerte carga simbólica a través de su cuidada composición geométrica. Dicha composición se basa en un estricto entrecruzamiento de horizontales y verticales, señalado en la cruz simbólica que forma la parte superior de la ventana. Las líneas de las tablas del suelo acentúan la aproximación visual hacia el plano de la ventana y el exterior. Incluso los frascos del alféizar y los álamos del otro lado obedecen a este esquema de ángulos rectos. El vestido de Caroline acentúa este movimiento hacia el exterior, sostenido por la gradación de colores, desde lo más oscuro, la habitación, hasta lo más luminoso, el cielo. La simbología es también clara. El sombrío interior representa el mundo terreno, el mundo de los vivos. La ventana, como las puertas, es el ámbito de relación de ese mundo terreno con el celestial. Las barcas reflejan dicho tránsito. La mujer contempla el otro mundo, el celestial, bajo el que se alzan los álamos, símbolo de las fuerzas regresivas de la naturaleza, recuerdan el pasado. Sin embargo, esta obra se halla muy alejada del concepto, demasiado francés para Friedrich, de lo "trágico"; más bien se sirve de lo "pintoresco" para transmitir su mensaje estético y alegórico. El tema volverá a ser tratado de forma muy similar por Dalí, en esa conexión peculiar de los gustos del vanguardismo surrealista con Friedrich.
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Desgraciadamente no todos los retratos de Hals han podido ser identificados por lo que no podemos conocer los nombres de todos sus modelos, quedando buena parte de ellos en el anonimato. Esta mujer anónima es uno de los mejores retratos pintados por el maestro de Amberes, destacando -como en la mayoría de sus trabajos- la personalidad de la humilde dama, una simple burguesa más interesada en mostrar su bondadosa alma que en los ricos bordados y brocados de otros retratos. Así, viste un austero traje negro adornado con cuello y puños de encaje, sosteniendo entre sus manos unos guantes de piel, una nota de ligero color en un retrato casi monocromo. El iluminado rostro queda encajado entre el cuello y la cofia, resaltando así el atractivo gesto de la mujer, captando el alma de la dama. La figura se recorta ante un fondo neutro, en sintonía con los retratos pintados por Tiziano y Tintoretto, fórmula que también utilizará Rubens y Rembrandt.
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Algunos expertos consideran que este retrato femenino sería "pendant" de un retrato masculino que también conserva la National Gallery de Londres. Se duda sobre la autoría ya que se baraja la posibilidad de que se trate de una obra de Frans Hals II. La dama se presenta con sus mejores galas, ataviada con un vestido negro profusamente adornado, con una mantilla de encaje y puños del mismo material, destacando las gruesas pulseras de oro que adornan sus muñecas y el cordón que muestra al espectador, elementos que indican su elevada posición económica. La mujer dirige su mirada hacia el espectador, orgullosa de su riqueza, mostrando el maestro holandés su capacidad para captar los gestos y las expresiones de sus modelos. El estilo corresponde a la década de 1640 ya que las pinceladas empiezan a ser rápidas y empastadas, omitiendo, en la medida de lo posible, los detalles al aplicar el color directamente sobre el lienzo. La ubicación de la figura en el espacio está tomada de Tiziano, al igual que la iluminación empleada, resaltando la volumetría del modelo y renunciando a cualquier elemento superfluo en el espacio pictórico.
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No era muy habitual que los impresionistas emplearan una iluminación de pleno sol por las dificultades que ésta entraña. En ocasiones como ésta se atreverán, protagonizada por una joven en su huerto, junto a una hilera de árboles que proyectan una sombra coloreada en tonos azulados. Los colores son muy vivos, aplicados de manera casi puntillista, como si se tratara de un mosaico. Pero lo que busca Pissarro es el ambiente soleado que contrasta con imágenes invernales como el Boulevard Montmartre o el Puente Boieldieu. Las construcciones del fondo aportan más color al conjunto, siendo una de las escasas referencias formales de este lienzo junto a los árboles.
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La sintonía de esta mujer en el jardín con algunas obras de Pissarro de la década de 1880 permiten advertir la importante influencia del anciano pintor sobre el joven holandés. La figura de la dama resalta sobre un entramado de líneas y toques de color, rompiendo así con la sensación de abstracción que se consigue si se suprime la figura. Preocupados por el color y la luz, los impresionistas - Monet y Pissarro especialmente - van a entrar en un callejón sin salida al abandonar las formas y las líneas. Contra esto reaccionarán los jóvenes creadores pero aun Vincent se siente atraído por ese estilo que cambió la concepción de la pintura.
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Durante su estancia en Italia, Degas conoció al pintor Gustave Moreau, algunos años mayor que él. Gracias a esta amistad, Degas inició su admiración hacia la Escuela Veneciana y Delacroix. Pero también tuvo algún ligero contacto con el Simbolismo, como podemos apreciar en esta escena, debido a la relación de Moreau y Puvis de Chavannes. Contemplamos una figura femenina vestida con una túnica azul, junto a dos pájaros de color rojo y una maceta de flores blancas. El color rojo es el símbolo de la pasión mientras que el blanco representaría la pureza. Podemos interpretar que se trata de una escena en la que se muestran los caminos contrapuestos de la virtud y el vicio, debate femenino muy usual en la pintura desde el Renacimiento hasta el español Julio Romero de Torres. En el fondo contemplamos la silueta de una ciudad oriental en la que destacan los minaretes de las mezquitas. Esto hace pensar a algunos especialistas que Degas se relaciona con la pintura francesa de su tiempo, en la que abundaban escenas de harén como se aprecia en buena parte de la producción de Ingres. Técnicamente, apreciamos un marcado contraste entre las mezquitas del fondo y los pliegues de la túnica - mucho más detallados - con el resto de la composición, donde la pincelada suelta se adueña de toda la escena. Quizá Degas podría haber tomado el camino simbolista, pero el Realismo le atraía tanto que esta obra es uno de sus pocos trabajos en los que tomó aquel estilo. De hecho, cuando falleció el pintor y apareció el lienzo en su estudio, algunos expertos dudaron de su autoría.
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Gerard Ter Borch, Gerard de la Notte como le apodaron sus contemporáneos, se caracteriza por la oscuridad de sus cuadros en contraste con las figuras fuertemente iluminadas. Es un rasgo del caravaggismo que el artista aprendió durante su viaje a Roma, donde tuvo ocasión de comprobar cómo era el arte de los barrocos italianos adeptos al tenebrismo. Ter Borch emplea con gran habilidad la luz y el color para realizar volúmenes y figuras que parecen estar hechas solamente de luz. El tema elegido era muy frecuente en la época, dedicada a los placeres físicos y a la alegría de vivir. Representa a una joven dama, vestida con un hermoso traje amarillo limón y con pendientes de perlas y lacitos azules. Evidentemente, disfruta de una posición acomodada. Sobre su mesa escritorio podemos ver una gruesa alfombra de lana turca, traída por los barcos holandeses y belgas a los puertos de Brujas o Amberes. La muchacha escribe afanosamente en su alcoba (se ve la cama con dosel al fondo), o bien por la noche, o bien con todas las ventanas cerradas. En cualquier caso, el ambiente es de secreto, por lo que bien podría tratarse de una carta de amores ilícitos. Este tema aparece con gran frecuencia tanto en la obra de este autor como en la de sus contemporáneos.