Toulouse-Lautrec realizó en estos años finales de la década de 1880 algunos retratos de personajes de la "Comedie Française" a pesar de preferir la temática del "Moulin de la Galette" o los cabarets de Montmartre. El protagonista es Henry Samary interpretado en el papel de Raoul de Vaubert en la comedia "Mademoiselle de la Seiglière" de Jules Sandeau. La figura está recortada ante un extraño decorado de verdes y azules que posiblemente quiera sugerir un aspecto irreal. Henri emplea una doble perspectiva muy utilizada por su admirado Degas al mostrar la escena desde arriba y el rostro de frente, mientras que la planitud recuerda la influencia de la estampa japonesa, tan habitual entre los impresionistas. Lo más destacable del retrato es el aspecto caricaturesco con que Lautrec presenta al actor, siendo un elemento común en la mayor parte de sus retratos.
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Tras la última recaída en julio de 1889 en la que se intentó suicidar tragándose la pintura, Vincent vuelve a pintar pero no se atreve a abandonar el sanatorio así que elige como modelos a las personas más cercanas a su entorno. Este hombre que contemplamos es el inspector general del hospital de Saint-Paul-de-Mausole, Charles-Elzéard Trabuc quien acompañó a Van Gogh a Arles en el mes de julio para recoger unas pinturas allí olvidadas. Su mirada dura es significativa de su cargo, mostrando una expresión severa, interesándose Van Gogh por captar su personalidad a través de su rostro. La figura se recorta sobre un fondo neutro obtenido con largas pinceladas y viste una americana de rayas y un corbatín negro. La cabeza ha sido esculpida a través de rápidos y precisos toques de pincel mientras que en la chaqueta encontramos un entramado de líneas en diferentes direcciones y formas. Este es el último retrato de la serie elaborada por Vincent en el hospital durante el mes de septiembre.
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Los Berheim de Velliers fueron una de las familias que apoyaron desde el primer momento -junto a los Durand-Ruel y los Vollard- al grupo de pintores impresionistas. Su amplia fortuna -Jean Renoir nos dice que poseían un maravilloso castillo, una exquisita mansión y media docena de coches- les permitió encargar un buen número de retratos, tanto de manera individual -véase el retrato de madame Berheim- como en pareja, composición que aquí podemos contemplar. Los Berheim aparecen con sus mejores galas, sentados en un recoleto sillón tapizado con flores, pasando Gaston la mano por detrás de su esposa, Suzanne Adler, en un gesto de cariño. Madame Berheim se convierte en el centro de la composición -lo que indica su importante papel en la familia- mientras que Monsieur Berheim queda relegado a un segundo plano. Sus gestos reflejan su personalidad ya que Renoir será un auténtico especialista a la hora de conseguir captar el alma de sus modelos, de la misma manera que hicieron sus admirados Tiziano y Velázquez. A pesar de encontrarnos con un acertado dibujo y un correcto modelado, característicos de la década de 1910, la aplicación de las tonalidades, los colores en sí y la sensación atmosférica creada nos recuerdan al estilo impresionista. Y es que en los últimos años Renoir trabaja de una manera arbitraria, adecuando el estilo a la obra en sí, sin seguir unos parámetros determinados.
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Se suele considerar cierta la historia que narra cómo se conocieron Degas y Manet. Ocurrió en 1862 cuando Degas estaba copiando al aguafuerte en el Louvre un cuadro de Velázquez, quedando tan impresionado Manet del resultado que eso les unió profundamente; a partir de ese momento surge una amistad que durará veinte años. También es cierto que se criticaban mutuamente con cierta asiduidad, pero tenían numerosas ideas en común, destacando su atracción por los maestros antiguos - Tiziano, Rembrandt o Velázquez - y contemporáneos - Delacroix o Ingres - así como por la ejecución de escenas plenas de realismo. Además, procedían de un ambiente social similar, la alta burguesía. Degas realizó este excelente retrato de su amigo casi con seguridad en el estudio de Manet en la rue Saint Pétersbourg. El pintor aparece recostado sobre un viejo sofá, cubierto con una tela blanca, en actitud de escuchar la música del piano que toca su señora, Suzanne Leenhoff, la figura que aparece en la zona derecha del lienzo. Curiosamente fue el propio Manet quien decidió eliminar esa parte del cuadro ya que decía que la figura de su esposa restaba valor al efecto general. Esto provocó un enfrentamiento entre ambos pintores, con la devolución por parte de Degas del bodegón por el que había intercambiado este excelente retrato. Sería en el año 1900 cuando el propio Degas añadió esa tira de lienzo que apreciamos en la derecha, sin llegar a restaurar la figura de Suzanne Manet. La figura del pintor recostado en el sofá es sorprendente por su actitud y su gesto, demostrando la capacidad para ejecutar retratos que posee Degas. Para impresionar a su amigo recurre al contraste de colores claros y oscuros, muy habitual en las obras de Manet en aquella década de 1860. Así, el color negro del traje provoca un fuerte contraste con el blanco del sofá y con el vestido de su esposa, adornado con cintas negras. Al fondo apreciamos una pincelada rápida, con la que se pretende crear el efecto atmosférico. El respeto y la admiración por el arte de Manet están presentes en esta maravillosa escena, por desgracia mutilada.
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Los dibujos de El Bosco carecen del misterio de sus grandes obras, con escenas infernales en las que podemos intuir trasfondos de significados ocultos. Sin embargo, no carecen del encanto de sus figuras llenas de fantasía e imaginación. Parece ser que el método de trabajo de El Bosco consistía en tomar objetos reales y unirlos, mezclarlos, colocarlos en situaciones absurdas. Este es el caso del monstruo hueco que ahora contemplamos. Se trata de un posible ensayo para el monstruo del Infierno Musical que flanquea el Jardín de las Delicias. Por su aspecto podemos ver que el cuerpo se trata de un tronco podrido, hueco por la carcoma, en cuyo interior se ha instalado una mesa de banquete con diversos comensales. El monstruo tiene unas extrañas piernas, nudosas, llenas de raíces, pero asentadas sobre barcas que podrían patinar o hundirse en el agua. En la cabeza tiene un enorme sombrero del que sale una jarra, con una escalera y un hombrecillo que trepa por ella. El hombre se estira desesperadamente, tratando de alcanzar un árbol que nace de la espalda del monstruo en el que está posada una lechuza: la herejía. El paisaje es hermoso, muy similar a aquéllos en los que El Bosco sitúa con frecuencia el Edén. Sin embargo, la presencia del monstruo altera por completo la apacibilidad del paisaje y nos habla de la inconstancia del hombre, del peligro del vicio y el pecado, así como la presencia continua de la herejía acechando nuestras debilidades.
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Alberto Durero aprovechó su visita a Venecia para recopilar información sobre la cultura clásica. Hizo copias de grabados italianos, de estatuas romanas y escuchó leyendas sobre mitología grecorromana. Fruto de este aprendizaje es este grabado sobre un Monstruo Marino, que probablemente tenga su origen en un cuento italiano de Poggio Bracciolini, un humanista y escritor. Durero realiza una composición muy impactante, basada en el protagonismo del cuerpo fantástico del monstruo sobre las olas del mar, que ha robado a una princesa durante su baño, ante la desesperación de sus acompañantes en la orilla.
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Escultura de bulto redondo, con cuerpo asexuado y cabeza de leona, en la que no encontramos aun pretensiones de belleza estética, que presenta similitudes con las figurillas encontradas en las capas más profundas de Ur.
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En varias ocasiones hemos tenido ocasión de disfrutar con pliegues de papel rellenados con multitud de personajillos fantásticos que se suponen obra de El Bosco. Así tenemos ante nosotros una serie de diversos diablos y animales, con algunos rostros humanos, que parecen un manual o repertorio del que podría echar mano el autor a la hora de rellenar sus imaginativas obras mayores, al óleo.