Durante el siglo XIX la minería española se basará en la riqueza de los yacimientos, la mano de obra barata y la llegada en cantidades considerables de capital extranjero. Esta última circunstancia tardará en darse. La imagen de una España cuyo subsuelo se explotó masivamente con capital extranjero corresponde más al último tercio del XIX que al resto del siglo. La falta de inversiones adecuadas, la relativa escasa demanda de estos minerales en la industria y una legislación demasiado regalista pueden explicar la situación hasta los años cincuenta. En estos años las leyes de 1849 y 1859 fueron más favorables a la iniciativa privada, lo que, efectivamente, estimuló la minería. Según el Censo de 1860 había en España 23.358 mineros concentrados especialmente en algunas provincias, prueba de su mayor actividad. Por entonces hacía furor la búsqueda de oro en Almería, actividad a la que se dedicaban casi siete mil familias. La minería del carbón estaba localizada en Asturias. Hay que sumarles las minas tradicionales en Huelva (cobre de Río Tinto), Ciudad Real (mercurio de Almadén), Murcia (plomo de Cartagena) y Jaén (plomo de La Carolina). Las vetas de hierro de la cordillera cantábrica (Cantabria y Vizcaya) tendrán su momento de mayor expansión en décadas siguientes. Hay que insistir en que la producción minera a gran escala será más tardía. En relación con 1860-1864, en 1880-1884 se producía algo más de plomo, el doble de mercurio, tres veces más de carbón y veinte veces más de hierro. Además, si en el primer quinquenio de referencia sólo se exportaba el 25% del hierro extraído, en el segundo lo era el 90%. La inversión de capital extranjero, como ha estudiado Rafael Anes, se facilitó con la Ley de Minas de marzo de 1868 que permitía la concesión de la explotación a perpetuidad (a cambio de un canon al Estado), y con los aranceles librecambistas de 1869.
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Aunque con un cierto retraso con respecto a otros países, España experimenta una fuerte industrialización a finales del siglo XIX, fruto básicamente del impulso dado por la expansión del ferrocarril. Esta industria en crecimiento hará necesario abrir nuevas explotaciones mineras, que complementen la producción de las ya existentes. Las minas asturianas y del norte de León, entre otras, aportarán grandes cantidades de antracita y hulla. Lignito y azogue se producirán principalmente en Almadén, Utrillas y algunas comarcas catalanas. La localidad de Libros, en Teruel, y otras en Murcia y Albacete se especializan en la minería del azufre. La producción de plomo se extiende por la cordillera Bética, principalmente en Córdoba y Jaén, aunque cuenta también con otros puntos menores en el resto de España. El cobre se concentra en la provincia de Huelva y en Linares, además de la costa sur mediterránea. La producción de estaño aparece muy localizada en las provincias de Orense y Cáceres. Más extendidos están los yacimientos de los que se extraen el hierro y las piritas de hierro, aunque las áreas básicas serán la cornisa cantábrica y el sur peninsular. La minería del cinc se halla representada por algunos puntos en Cáceres, el Cantábrico, Huesca y el sureste peninsular. La sal común se produce en Cádiz, Alicante, Baleares y Cataluña, fundamentalmente. Por último, plata y plomo argentíferos se extraen en algunas áreas de las provincias de Almería y Murcia, así como en Guadalajara.
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En términos generales puede hablarse, a propósito tanto de la minería como de las industrias metálicas, de una actividad económica en expansión en la Europa de los siglos XIV y XV. En algunos países, ante todo en el Imperio germánico, dichas actividades conocieron, en particular en el siglo XV, un autentico boom. Los productos que se buscaban eran muy variados. En primer lugar interesaba el hierro. Es posible que su extracción conociera, en el transcurso de los siglos XIV y XV, oscilaciones notables. Todo parece indicar, sin embargo, que la producción europea de hierro se multiplicó notablemente, quizá por cuatro, entre los años 1465 y 1530, alcanzando en esta última fecha en torno a las 100.000 toneladas. Lorena, Harz, Turingia, Champaña, Normandía o Vizcaya eran las principales zonas productoras de dicho metal. De suma importancia eran asimismo los metales preciosos, sobre todo por su utilización pare la acuñación de moneda. Ciertamente a fines de la Edad Media entraron en declive las mines de plata de Sajonia y del Poitou, que habían gozado de merecida fama en épocas anteriores. También bajó de forma drástica la producción de las minas de plata de Devon, en Inglaterra, pues las 900 libras anuales que proporcionaban a comienzos del siglo XIV cayeron a no más de 70 a mediados de dicha centuria. En cambio se pusieron en explotación unas nuevas minas, de excepcional riqueza, las de Kutna Hora, que se hallaban cerca de la localidad de Pilsen, en Bohemia. No sucedió lo mismo con el oro. Los filones descubiertos, hacia 1475, en Silesia y Moravia despertaron grandes expectativas, pero éstas pronto se derrumbaron al comprobarse que los filones en cuestión eran muy pobres. Por lo que se refiere al cobre fue de excepcional importancia la puesta en explotación de los yacimientos descubiertos en la región de Estiria. El mineral de cobre de dichos yacimientos superaba a los hasta entonces conocidos de la zona del Mosa o de las sierras hispánicas. Mencionemos, por último, el entusiasmo sin limites que despertó el descubrimiento, en el año 1461, de los yacimientos de alumbre existentes en Tolfa, Italia. Producto esencial en tintorería, el alumbre que se consumía en el occidente de Europa había tenido que ser importado de Oriente hasta esas fechas. De ahí que los hallazgos de Tolfa fueran considerados en la época poco menos que un milagro. El trabajo en las minas seguía realizándose en condiciones harto difíciles. No obstante en los últimos tiempos de la Edad Media se dieron pasos importantes para mejorarlo. La puesta en funcionamiento de sistemas de bombeo del agua que se infiltraba a través de las galerías, la construcción de pilares de sostenimiento en galerías de suelo frágil o las aberturas de aireación que permitían ventilar las zonas en donde trabajaban los picadores, fueron las principales novedades, conocidas cuando menos desde mediados del siglo XV. Con todo, seguía habiendo importantes limitaciones tecnológicas para la extracción de minerales. Paralelamente, los poderes principescos pusieron en marcha las concesiones de explotación de las zonas mineras, por las que se interesaron numerosos hombres de negocios, uno de ellos el francés Jacques Coeur. En ese contexto se explica la aparición de sociedades, surgidas precisamente para trabajar en explotaciones mineras. Todo lo señalado, sin embargo, no fue óbice para que el trabajo en las minas tuviera muy mala prensa, pues seguía siendo de una extrema dureza. También es comprensible que los mineros tuvieran la conciencia de estar sometidos a una explotación inicua. Desde el siglo XIV se registran, asimismo, importantes progresos en la siderurgia. Las demandas de la industria bélica, y en primer lugar de la artillería, la gran novedad de fines del Medievo, tienen mucho que ver en el despegue de la siderurgia y de las industrias metálicas. Centros destacados de la producción de armas eran, entre otros, Malinas, Lieja, Londres, París, Milán, Nuremberg o Brescia. En esta última ciudad italiana había, a finales del siglo XV, alrededor de 200 talleres de armeros. Por lo que se refiere a los instrumentos de producción de este sector, un puesto de honor ocupan en ese terreno la "farga" catalana, horno que permitía obtener alrededor de 50 kilogramos de hierro por colada y, muy particularmente, el "stuckhofen", horno aparecido en Europa central que lograba unos rendimientos casi diez veces superiores a los de la citada "farga". Entre las zonas de Europa que se hallaban a la cabeza de la industria del hierro hay que mencionar a Estiria y a Lieja, pero también al territorio del actual País Vasco. Las ferrerías vascongadas, en claro auge en el transcurso de los siglos XIV y XV, alcanzaron una producción de 18.500 quintales en el año 1408, pero antes de concluir la centuria la habían más que duplicado, pues se acercaban a los 40.000 quintales. De todas formas la alimentación de los altos hornos exigía abundante madera, lo que a su vez podía repercutir en un descenso peligroso de las masas forestales contiguas a las ferrerías. En otro orden de cosas hay que recordar la industria del latón, cuyos principales centros productores se hallaban en el valle del Mosa y en la ciudad alemana de Nuremberg. Pero sería imperdonable cerrar este capítulo sin hacer mención de una de las más importantes novedades de toda la historia de la Humanidad, cuya génesis, estrechamente ligada al desarrollo de los metales, se sitúa precisamente en los años medios del siglo XV. Nos referimos a la creación, por el alemán Gutenberg, de los caracteres móviles de metal, punto de partida de la aparición de la imprenta. Desde ese momento la difusión de los textos escritos se liberaba de la vieja servidumbre de los escribas. Pero al mismo tiempo las ideas podían propagarse, con una rapidez hasta entonces desconocida, por cualquier rincón del globo.
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La riqueza en metales de la Península Ibérica fue una de las causas que motivaron la llegada de colonizadores mediterráneos y la fundación de los primeros asentamientos coloniales. Sin embargo, quienes desarrollaron la minería de manera más intensa fueron los romanos. A partir de la conquista romana de los pueblos del Norte por Augusto, el Noroeste se convierte en uno de los distritos mineros más activos del Imperio, con yacimientos de oro, plomo o estaño. Minas de menor entidad con producción de mercurio, plata, hierro y plomo, aparte de los citados, se distribuían fundamentalmente por otros lugares. Entre los territorios mineros, destacan Cantabria y Pirineos y diversos enclaves del Sistema Central, de los Montes de Toledo y de Sierra Morena. El interés del Estado romano por las minas de oro, plata y cobre de Hispania está relacionado con la necesidad de tales metales para el mantenimiento de las acuñaciones monetales. Las cecas hispanas de Toletum, Tarraco, Calagurris, Segobriga, Ilici, Carthago Nova, Emerita Augusta o Itálica acuñaron monedas con las efigies de Augusto, Tiberio o Calígula.
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Durante el siglo XIX la minería española se basará en la riqueza de los yacimientos, la mano de obra barata y la llegada en cantidades considerables de capital extranjero. Entre los yacimientos principales, destacaba la búsqueda de oro en Almería, actividad a la que se dedicaban casi siete mil familias. La minería del carbón estaba localizada fundamentalmente en Asturias. También seguían funcionando las minas tradicionales en Huelva -con el cobre de Río Tinto-, Ciudad Real -mercurio de Almadén-, Murcia -plomo de Cartagena- y Jaén -plomo de La Carolina-. Las vetas de hierro de la cordillera cantábrica, localizadas principalmente en Cantabria y Vizcaya, tendrán su momento de mayor expansión en las décadas de finales de siglo. Paralela al desarrollo minero, comienza a desarrollarse la siderurgia moderna. En 1832 se funda en Marbella (Málaga), el primer alto horno español. En Andalucía se montaron también algunos altos hornos en Huelva y Sevilla, que finalmente fracasaron. En Cataluña se desarrolló la compañía El Vapor, de los hermanos Bonaplata, y la Maquinista Terrestre y Marítima. En Mieres, Asturias, donde se había fundado un Alto Horno en 1848, se creó la Sociedad Duro y Compañía en La Felguera, en 1857. En Vizcaya, ya en 1849 se había instalado un Alto Horno de carbón vegetal en Bolueta. Por último, a partir de 1860, la compañía Ybarra impulsó la instalación de Altos Hornos en Baracaldo.