Busqueda de contenidos

contexto
La Revolución islámica, que en 1979 supuso el final del régimen del sha y estableció un nuevo régimen en Irán, fue un acontecimiento inédito y sorprendente en la Historia del siglo XX. En primer lugar, verdaderamente fue una revolución, en el sentido de un movimiento subversivo popular que fue capaz de derribar un régimen establecido, a diferencia de tantos golpes militares que, en naciones subdesarrolladas o semidesarrolladas, tuvieron un resultado semejante pero sin la participación de las masas ni consecuencias tan radicales. Por otro lado, fue la primera ocasión en que el uso político del Islam desempeñó un papel absolutamente primordial y aun exclusivo superando con mucho al que pudo tener en otro tiempo el nacionalismo de los países que habían superado el colonialismo. Para entender lo acontecido en ese momento es necesario partir de algunas explicaciones previas. El chiismo es, ante todo, un legitimismo que juzga que la comunidad de los creyentes en el Islam sólo puede ser dirigida por los descendientes del profeta. Sin embargo, también en otro aspecto, los chiítas difieren de los sunnitas, la otra gran tendencia en el seno de unas mismas creencias. Para éstos el sucesor de Mahoma lo representa en su calidad política de jefe de la comunidad mientras que para los chiítas lo debe suceder en su autoridad religiosa, incluso prolongando la misión profética de Mahoma. Para el chiismo es obligada la necesidad de presencia de los "hombres de religión" en la vida política: aunque en el Islam no exista un clero son los versados en teología o ciencias sagradas quienes tienen que cumplir una misión de supervisión controlando e inspirando al menos la vida pública. Para los sunnitas, en cambio, las autoridades religiosas nacidas de la política desempeñan un papel conformista y de sumisión al orden establecido. El chiismo, convertido en fórmula religiosa en Irán desde el siglo XV, constituye, dados sus planteamientos, un potencial contrapoder frente al mundo oficial. Eso no excluyó que la Monarquía iraní pretendiera desde los años veinte una laicización, semejante a la producida en la Turquía de Kemal Attaturk, y, al mismo tiempo, una alianza. En tiempos de Mohamed Reza Pahlevi la laicización prosiguió pero siempre manteniendo una personal vinculación religiosa del monarca que así procuraba de forma indirecta la estabilidad del país y la propia. Se puede decir, además, que el éxito de la Revolución islámica que derrocó al sha estuvo en su propio origen. Desde 1963 puso en marcha una llamada "revolución blanca" que supuso la redistribución de las tierras (un tercio era del clero), la nacionalización de los bosques, la participación de los asalariados en los beneficios de la empresa y la liberación de la mujer, incluyendo la concesión del voto. La clave de esta "revolución" fue la redistribución de la tierra y, por tanto, enfrentarse con los religiosos: en 1964 fue expulsado Jomeini por su actitud opositora. Pero, además, la aplicación de la reforma causó inmediatos problemas, en especial cuando al propósito inicial le sucedió una voluntad de crear grandes explotaciones de tipo agro-industrial a partir de 1968. La elevación de los precios de los productos petrolíferos significó quintuplicar el PIB iraní en 1972-1977 y permitió al sha, en pleno optimismo, lanzarse a un proceso de modernización desbocado pero también megalómano pues pretendía convertir a Irán en quinta potencia mundial en tan sólo un cuarto de siglo. Así se explica que Irán encargara centrales nucleares o que viviera de forma creciente de las importaciones de productos extranjeros. Mientras tanto, la sociedad sufría una profunda conmoción; la riqueza derivada del petróleo se repartió muy mal y, sobre todo, se demostró efímera puesto que la inflación, provocada por la gigantesca inyección de capitales, acabó por deglutirla. Además, la introducción de modas y de formas de vida occidentales produjo un cambio importante en la sociedad iraní que, sin embargo, no llegó a ser completo. El sha acabó perdiendo, en estas condiciones, cualquier legitimidad. No tenía la tradicional pues se había enfrentado con los religiosos chiítas pero tampoco la nacional y patriótica puesto que durante la Segunda Guerra Mundial y también en el período de Mossadegh había estado demasiado implicado con los occidentales; tampoco adquirió la democrática y perdió la derivada de la prosperidad aunque durante algún tiempo pudo parecer que ése era su mejor activo. En realidad, sólo le quedó el apoyo del Ejército pero esto parecía suficiente hasta tal punto que tan sólo unos meses antes de la caída del régimen nadie podía pensar que estuviera condenado a desaparecer. La Monarquía había celebrado en 1967 el 2.500 aniversario del Imperio persa dotándose de un prestigio de la antigüedad más remota. Mantuvo un partido único durante mucho tiempo, a pesar de que una parte de los no permitidos eran compatibles con la forma monárquica tradicional. Cuando inició a partir de 1976 una liberalización fue demasiado rápida, contradictoria e incoherente. En agosto de 1978 se radicalizó este proceso pero en noviembre un militar era designado como primer ministro para detenerlo. A mediados de enero de 1979 pareció haberse iniciado un proceso hacia una Monarquía constitucional cuando ya lo escaso del tiempo hacía pensar que se podía descarrilar en ese camino. Muy pronto se demostró que así iba a suceder: las masivas manifestaciones públicas lo dejaron claro. Al final, el sha abandonó Irán confiando el Gobierno a un dirigente en teoría occidentalista y socialdemócrata, Chapur Bakhtiar, cuyo poder se volatilizó en apenas diez días; entonces, sin embargo, los propósitos del sha parecieron sinceros puesto que llegó a abandonar el país. El 11 de febrero de 1979, después de dos días enteros de motines y combates, la población sublevada junto con militares y guerrilleros favorables tomó por completo Teherán. Dos años antes, sin embargo, no existía ninguna fuerza de oposición organizada en Irán. El vencedor no fue ni la subversión de izquierdas ni ningún movimiento nacionalista ni tampoco los partidarios de la democratización. Un incidente sin importancia, un artículo contra Jomeini, tuvo como consecuencia la aparición de los elementos religiosos en la lucha política. En septiembre de 1978 se había proclamado la ley marcial en la mayor parte de las ciudades iraníes pero el Ejército, que fue la esperanza de un sector de la Administración norteamericana -el consejero de seguridad Brzezinski- se demostró incapaz de proponer cualquier tipo de programa político. A comienzos de febrero de 1979 llegó Jomeini y pronto dejó claro que lo de menos, para él, era derribar la Monarquía pues los propósitos de los sublevados debían ser crear una república de inspiración divina. La contestación contra el sha fue exclusivamente urbana y espontánea más que organizada. En un principio, el propio Jomeini no tuvo inconveniente en que se hiciera cargo del Gobierno Bazargan, representante del nacionalismo liberal. Tres grandes grupos podían, en efecto, considerarse como triunfantes como consecuencia de la revolución: los liberales, intelectuales occidentalizados y socialdemócratas que estaban emparentados con la herencia de Mossadeqh, los izquierdistas, pertenecientes al Partido Comunista Tudeh o a grupos más radicales y, en fin, los religiosos chiítas. De todos ellos, fue el tercero el que predominó, aunque el primero ocupara un poder restringido a tan sólo la ordinaria administración o la gestión económica. Por otro lado, en algún momento dio la sensación de que en el contexto de una estrategia mundial la Revolución islámica podía favorecer los intereses de la URSS; muchos izquierdistas occidentales la juzgaron progresista. Muy pronto, sin embargo, se prohibieron las huelgas por cualquier tipo de causas, en otro tiempo promovidas por los izquierdistas, la URSS fue designada como "pequeño Satán" por Jomeini (el "gran Satán" serían los Estados Unidos) y, en vez de encargar la redacción de una nueva Constitución a una Asamblea constituyente, se decidió que la llevara a cabo una reunión de expertos islámicos, la mayor parte de ellos muy próximos al Partido de la Revolución Islámica, que los seguidores del líder espiritual organizaron después de la expulsión del sha. En otoño se había producido ya la desaparición de cualquier signo de liberalismo y en este ambiente se produjo la ocupación de la Embajada norteamericana por los estudiantes islámicos y el secuestro de un puñado de personas de esta nacionalidad ante la impotencia del Gobierno Carter (diciembre de 1979). Después de la desaparición de Bazargan fue el Consejo de la Revolución quien se hizo cargo de los asuntos corrientes de Administración sin que existiera una efectiva presidencia del Gobierno. La nueva Constitución señaló en su prólogo como objetivo del Irán "la expansión de la soberanía divina en el mundo". Irán se alineó con entusiasmo al lado de la causa palestina y Arafat visitó el país ya en 1979. En enero de 1980 Bani Sadr, un liberal, fue elegido como presidente pero en las elecciones posteriores ganó el Partido de la Revolución Islámica y de hecho se produjo una absoluta dualidad de poderes que tuvo como consecuencia que la más radical confusión se instalara en la política iraní. Hay que tener en cuenta que las propias características del chiismo contribuían de forma poderosa a provocar un insureccionalismo de cualquier sector que se inspirara en un profeta religioso. Además, la invasión por parte de Irak en septiembre de 1980 tuvo como consecuencia que el sector más integrista de la revolución acrecentara poderosamente su influencia. Al final, en junio de 1981, Bani Sadr fue destituido, como lo había sido Bazargan, pero la inestabilidad persistió: su sucesor fue objeto de un atentado mortal mientras que también hubo otros que causaron un elevado número de víctimas. Sólo a finales de 1982 Jomeini criticó los excesos cometidos por algunos de los guardianes de la revolución como si quisiera conducir a la revolución hacia un cierto orden. En mayo de 1983 hubo dos mil detenciones de miembros del Partido prosoviético Tudeh y una ruptura de relaciones con los países de este área ideológica de modo que la ortodoxia revolucionaria se centró tan sólo en los integristas. Conviene resumir brevemente cómo se tradujo su victoria. Los "hombres religiosos", unas 150.000-200.000 personas, siempre han tenido en Irán un papel que supera el estrictamente religioso pero en los últimos tiempos su papel creció de forma muy considerable: encuadraron la población, dirigieron bancos, ejercieron como poder judicial y llevaron a cabo buena parte de la asistencia social. Desde la revolución el papel de los sindicatos desapareció. La clase obrera era de formación reciente: en 1976 aún el 34% de la población activa estaba dedicada a la agricultura. El medio campesino y rural no participó en la revolución ni dio tampoco la sensación de que se había alejado del régimen monárquico. La mujer, en cambio, participó en la revolución de un modo y en una proporción desmesurada hasta el punto de que un 20% de los prisioneros en las cárceles del sha eran mujeres. En marzo de 1979 se declaró obligatorio el velo. Según Jomeini, la mujer debía ocultar al hombre, e incluso a los jóvenes impúberes, su cabellera y su cuerpo. De hecho, el Corán parte de la superioridad biológica del hombre sobre la mujer. Jomeini afirmaba que uno de los motivos de felicidad del hombre es que sus hijas tengan las primeras reglas ya en casa de su marido. En el terreno económico la revolución tuvo una primera etapa muy socializadora: nacionalización de los bancos, seguros, sectores industriales, etc., en gran parte motivada por el deseo de controlar la situación económica, pero a partir de 1982 se produjo una cierta normalización. Al mismo tiempo, resultaba manifiesta la dependencia de la Hacienda pública del petróleo hasta el punto de que en los años ochenta producía el 80% de los ingresos. El resto de las exportaciones descendió a unos niveles prácticamente despreciables. La Revolución islámica acabó por poner en marcha una parte de las propuestas industriales de la época del sha, como la construcción de acerías y centrales nucleares, esto último mucho más discutible que lo primero. Jomeini había criticado la actitud de las autoridades turcas prohibiendo el uso del velo en la Universidad, lo que indica una voluntad de convertirse en una especie de inspirador de la pureza islamista en el conjunto del mundo. Sin embargo, la persecución al escritor Salman Rushdie no se originó en Irán sino, por el contrario en Bradford, una población británica en la que la población pakistaní era muy numerosa. Sólo el hecho de que la protesta se hubiera iniciado provocó la condena a muerte por parte de las autoridades iraníes. En junio de 1989 murió Jomeini dejando una herencia importante a la Humanidad de la que, a pesar del tiempo transcurrido, todavía no se ha librado.
contexto
Literatura, fotografía, teatro y cine acertaron, pues, a plasmar con verismo y eficacia la gravedad de la situación creada por la crisis económica. Esa fue, además, la principal contribución de la izquierda intelectual a su solución. Pues, salvo por lo ocurrido en Suecia donde un gobierno socialdemócrata aplicó con gran éxito a partir de 1932 las ideas económicas heterodoxas de Ernst Wigforss -aumentar el gasto público como forma de reducir el desempleo-, por lo demás la copiosísima literatura económica o pseudoeconómica que a raíz de la crisis de 1929 producirían los intelectuales de la izquierda -socialistas, comunistas, trotskistas- fue completamente inútil. Los numerosos folletos, por ejemplo, que Trotsky escribió a propósito de aquélla -centrados sobre todo en los casos de Alemania y España- eran panfletos brillantes, interesantes para construir una teoría del fascismo, o para definir una estrategia revolucionaria frente a él, pero que respecto a la crisis económica no pasaban de ser tópicas y apocalípticas advertencias sobre el inevitable colapso del capitalismo. No mucho más fueron, en Inglaterra, los muy abundantes escritos de John Strachey y Harold Laski, "maitres à penser" del laborismo de la década. En Francia, Problemas de la paz (1931), el principal libro del líder del partido socialista, Léon Blum (1872-1950), un intelectual culto y brillante que concebía el socialismo ante todo como una moral, era un alegato pacifista en favor del desarme colectivo, pero nada tenía que decir sobre la crisis económica. Las propuestas económicas más originales dentro del socialismo europeo no nacieron de la izquierda, sino de la derecha socialista. En 1933, el socialista belga Henri De Man (1871-1947) presentó su Plan du Travail, una de las ideas más influyentes en la evolución del socialismo europeo de los años 30 y tal vez el intento más coherente de formular una respuesta socialista no catastrofista y viable a la crisis económica. El Plan era desde luego una obra revisionista, en línea con las tesis que De Man había expuesto ya en 1927, en Más allá del marxismo. En éste, De Man había negado la lucha de clases y defendido la planificación económica como medio para evitar el hundimiento del sistema económico y mejorar la condición de los trabajadores. En el Plan, ampliamente discutido en Bélgica, Holanda, Inglaterra, Suiza y Francia, iba más lejos: De Man negaba que la Depresión significara el colapso del capitalismo y creía en la posibilidad de superar la crisis a través de un sistema de economía mixta, que respetase la empresa privada -aunque dentro de planes económicos trazados por el Estado- pero que nacionalizase el crédito, a fin de que el Estado impulsase la recuperación de la economía mediante medidas de apoyo a la inversión privada y una política de expansión del sector público. Las ideas de De Man tuvieron amplio eco en Francia. Primero, en 1930 Marcel Dèat había expuesto ya, en Perspectivas socialistas, ideas muy parecidas, al defender la coexistencia en una economía socialista de un sector socializado y un sector privado. Luego, tras la aparición del Plan, diversos grupúsculos socialistas como los llamados neosocialistas, un grupo formado en torno a Dèat, Marquet y Renaudel, defensores de un reforzamiento del poder del Estado al servicio de una vigorosa política de orden y autoridad, o como Revolución constructiva de André Philip, asumirían abiertamente la idea de planificación. Las tesis neosocialistas fueron rechazadas oficialmente por la SFIO, el partido socialista, en 1933; los neosocialistas abandonaron el partido (algunos, para terminar de colaboradores del régimen criptofascista de Vichy). Pero sus tesis contenían indudablemente ideas interesantes para fundamentar una respuesta socialista a la crisis. La dirección socialista no supo verlo. Optó por el estéril fatalismo de esperar al hundimiento del capitalismo, como reprochó Dèat a Blum. Así, el Frente Popular, cuando llegó al poder en 1936 bajo el liderazgo de Blum, careció de una verdadera alternativa económica: las medidas que tomó -todas bien intencionadas- llevaron la economía francesa al fracaso. Tampoco el laborismo británico fue receptivo a nuevas ideas económicas. El gobierno laborista de 1929-31 no tuvo más respuesta a la Depresión que la ortodoxia deflacionista de reducciones salariales y limitación del gasto público. Como el socialismo europeo, el laborismo británico, educado en clichés y fórmulas utópicas, no tenía un programa económico relevante; es más, carecía incluso de las bases intelectuales para elaborarlo. En la década de 1920, sólo G. D. H. Cole (1889-1959) había estudiado con algún rigor la cuestión del desempleo en la economía capitalista, con la idea de proporcionar al partido laborista los elementos teóricos para trazar sus respuestas políticas al paro. Desde un análisis protokeynesiano, inspirado en las ideas de J. A. Hobson, Cole había defendido la necesidad de una activa intervención del Estado -reorganización industrial, reforma fiscal, seguridad social- como medio de provocar la drástica redistribución de la renta y consiguientes aumentos del consumo y demanda que creía necesarios para lograr la estabilización de la economía y con ello, la creación de empleo, que es lo que sostuvo en su obra de 1929 Los próximos diez años en la política social y económica británica. La depresión de los años 30 ratificó a Cole en su tesis de que la labor del Estado debía aspirar a estimular la demanda. Sólo añadiría ahora, bajo la influencia de Keynes, la conveniencia para lograrlo de adoptar políticas de déficit presupuestario. Aunque Cole dudase de las posibilidades de supervivencia del capitalismo y abogase por su superación a largo plazo, sus ideas, expuestas en libros, folletos e innumerables artículos, constituían de hecho un programa para la reconstrucción económica, una política expansionista basada en el aumento de la demanda. De ahí las críticas que recibió tanto desde la izquierda -de Strachey, por ejemplo- como de los economistas ortodoxos. Cole no era keynesiano. A diferencia de Keynes, Cole creía en el socialismo y en la planificación económica, que entendía como control por el Estado de la producción, de las decisiones de inversión y consumo, del crédito y de las dimensiones y orientación del gasto financiero. Pero Cole fue probablemente el único laborista británico que percibió de inmediato la importancia de las teorías de Keynes. El Partido Laborista, destrozado por la experiencia en el poder de 1929-31 y por la defección de su líder MacDonald, no se percató de ello. Absorbido por preocupaciones pacifistas y por la propaganda contra el fascismo, en cuestiones económicas cayó en una especie de fatalismo próximo al de Blum en Francia, salvo por alguna concesión a la idea de planificación introducida en la retórica oficial por elementos de la izquierda laborista seducidos por los planes quinquenales soviéticos (con un sentido distinto, por tanto, a como lo entendía un socialista democrático como Cole). La respuesta teórica a la crisis de las economías occidentales no vino, pues, de la izquierda sino que la elaboró un economista, John Maynard Keynes (1883-1946), que militó siempre en el liberalismo, un hombre educado en Cambridge, culto, rico, unido por lazos de íntima amistad con la elite intelectual británica del grupo de Bloomsbury (Virginia Wolf, Lytton Strachey, Duncan Grant, Clive Bell, Roger Fry...), un hombre, pues, que parecía la antítesis del radicalismo. Pero Keynes era radical, no en política, sino en el pensamiento. Sus tesis básicas, resumidas en su Teoría general del empleo, interés y dinero (1936), rompían con los principios de la economía clásica. Así, mientras los economistas ortodoxos pensaban que el libre juego de las fuerzas del mercado aseguraría el reajuste de la economía y el retorno del empleo, Keynes creía que sólo la intervención del gobierno estimulando la inversión y la demanda pondría fin a la situación de recesión y desempleo. Para los economistas ortodoxos, las depresiones eran provocadas por desajustes creados en los períodos de expansión, y la única solución era que la economía procediera a corregir "naturalmente" aquellos desajustes. Puesto que en toda depresión, los salarios y las tasas de interés caían hasta alcanzar un punto tan bajo que la inversión volvía a ser rentable, la economía clásica -un A. C. Pigou en Teoría del desempleo (1933) o un Lionel Robbins en La gran Depresión (1935)- recomendaba que se aceptasen reducciones salariales en la confianza de que ello provocaría el aumento inmediato de las inversiones privadas. Keynes entendía que esa política reduciría el consumo, la renta y la demanda agregada y que, por tanto, generaría más desempleo. Entendía, en cambio, que se necesitaba una acción directa del gobierno encaminada a favorecer las inversiones mediante una regulación adecuada de la demanda agregada a través del triple mecanismo de la política presupuestaria, de la política monetaria y de la política fiscal, estimulando directamente la inversión y el empleo y aumentando para ello el gasto público. Esas fueron las ideas que permitirían la reconstrucción de todas las economías europeas occidentales después de 1945 y que propiciarían sus espectaculares niveles de crecimiento. La izquierda y los partidos obreros de los años treinta -no obstante su obsesión por la naturaleza y funcionamiento del capitalismo- las ignoraron, salvo por la ya mencionada excepción sueca que tuvo mucho que ver con la influencia que allí tuvieron las ideas de otro economista, Knut Wicksell (1851-1926), que anticipó algunas de las tesis de la "teoría general" keynesiana. Keynes mismo estaba convencido de que el simplismo dogmático de los líderes laboristas de su país les impedía ver el potencial reformista de una política económica basada en sus ideas. Llevaba razón. Por lo menos, aquella politización hacia la izquierda de que hablara el poeta Stephen Spender había llevado a muchos intelectuales de esa significación al dogmatismo. Para muchos -para John Strachey, por ejemplo- el pacto nazi-soviético de 1939 fue el revulsivo que les hizo recuperar su conciencia democrática (y en el caso de Strachey, también la lectura de Keynes). Otros tuvieron que esperar más tiempo. La I Guerra Mundial había hecho, como hemos visto, de una mayoría de intelectuales europeos (y de bastantes norteamericanos) unos verdaderos profesionales del desastre y del pesimismo. Sin embargo, esa extraordinaria capacidad crítica de sus intelectuales era precisamente la mejor prueba de la vitalidad de la cultura occidental. Esa sería una de las causas de que no se cumpliera aquel apocalíptico augurio que Bertrand Russell formulara en la navidad de 1915 y que, por tanto, la civilización europea no pereciese como Roma ante los bárbaros. El empirismo de Keynes, hombre al que sólo preocupaban las soluciones a corto plazo porque, decía, "a largo plazo, todos muertos", había logrado algo más: elaborar una "esperanza de futuro" (por seguir parafraseando a Russell) para el mundo.
contexto
Los planteamientos de Francisco Madero, recogidos en su Plan de San Luis Potosí, que señalaba el inicio de la insurrección general para el 20 de noviembre de 1910, dieron comienzo a la Revolución Mexicana, un poderoso y violento estallido social que no sólo acabaría con el porfiriato sino también propiciaría la integración a la vida política nacional de vastos grupos sociales, hasta entonces marginados por el implacable proceso de centralización impulsado por Porfirio Díaz. Desde una perspectiva histórica se podría señalar que el triunfo revolucionario no fue total, lo que llevó a que la revolución no pudiera recoger las aspiraciones de todos los grupos que la apoyaron, como los campesinos sin tierras. Las explicaciones que se han dado sobre las causas de la revolución son muy variadas, y así se la presenta como un movimiento político que intentó romper la situación de bloqueo a la que había conducido el porfiriato; o como un movimiento social, que intentó dar respuesta a las reclamaciones de los campesinos sin tierras; o como un movimiento regional, que intentó equilibrar el papel de las nuevas zonas en ascenso beneficiadas por la expansión económica, como la frontera norte, en detrimento de la Ciudad de México. De todas formas, buena parte de estas explicaciones se mueven en el plano de la especulación, dada la falta de trabajos cuantitativos sobre la economía del porfiriato y, especialmente, sobre los diversos comportamientos regionales. En los inicios de la revolución, el principal foco insurgente se encontraba en el norte del país, la región mexicana que había conocido el mayor crecimiento de toda la nación y que en su momento se había opuesto a las maniobras reeleccionistas del porfiriato, que cerraban el camino al poder a las élites norteñas. Eran numerosos los agravios comparativos que tenían en su haber, dado el maltrato del gobierno central, lo que terminó impulsándolos a la insurrección. Para impulsar el movimiento, Madero y sus seguidores no se limitaron a enumerar las reivindicaciones de mayor participación política propias de la élite norteña, sino que supieron incorporar ciertas reclamaciones del campesinado. Por ello fue que Pascual Orozco y Pancho Villa, convertidos en importantes caudillos de las masas campesinas del norte del país, muy pronto se sumaron a las fuerzas maderistas. Al levantar las banderas campesinas, los alzados del Norte convergieron con el potente movimiento agrarista del Sur, especialmente con los rebeldes del estado de Morelos, liderados por Emiliano Zapata. En esa región, de ricas explotaciones azucareras, la ofensiva de los hacendados sobre las tierras de las comunidades indígenas había sido contundente. El crecimiento demográfico que había conocido el país, notable en las regiones del centro y del sur, habían aumentado la presión de los campesinos sobre la tierra, que el proceso de formación de grandes latifundios tendía a neutralizar y sólo servía para aumentar el malestar entre las masas rurales. La victoria de los maderistas fue rápida. En poco tiempo conquistaron Chihuahua, Baja California y Veracruz y en marzo de 1911 tomaron Ciudad Juárez. El 21 de mayo los maderistas llegaron a un acuerdo con los representantes de Díaz para acabar con el conflicto. A los pocos días renunció el dictador, que partió hacia Francia, y el gobierno provisional convocó elecciones generales. La descomposición del régimen porfirista fue fulminante, lo que permitió el acceso de Madero a la presidencia. Sin embargo, el rápido derrumbe del régimen y la salida negociada permitieron dejar intactas algunas de las bases de poder del porfirismo, como la administración o el ejército federal. La constitución del primer gobierno revolucionario supuso la posibilidad para todos los grupos postergados de presentar su particular lista de agravios. La imposibilidad de atender satisfactoriamente tantas, y tan contradictorias, demandas condujo al inicio de las disenciones entre los distintos grupos revolucionarios. Los enfrentamientos entre las distintas fracciones serían constantes a lo largo de todo el proceso y se mantendrían hasta la primera institucionalización de la revolución bajo el "maximato", aportando una gran dosis de inestabilidad y de ingobernabilidad a México. Uno de los máximos conflictos se produjo con Zapata, que se negó a desarmar a los campesinos alistados en sus filas. Madero, con su vocación constitucionalista, era contrario a la violencia y a la profundización de la revolución a través de medidas expropiatorias. Las contradicciones aumentaron en el plano político cuando el presidente, falto de cuadros con los que hacer funcionar la Administración incorporó a porfiristas y liberales a su gabinete, en el que había sólo dos revolucionarios. Para colmo, tras disolver el Partido Antirreeleccionista que le permitió acabar con el porfiriato, creó el Partido Constitucional Progresista, de planteamientos más moderados. La revolución comenzó a verse de muy diversas maneras según cual fuera el punto de referencia regional desde donde se interpretaba la marcha de la misma. Junto con aquellos que nos hablan de una revolución agraria o de una revolución social, están los que prefieren presentar los sucesos revolucionarios como una revolución indígena, una revolución obrera o incluso una revolución burguesa. Las cosas no quedan demasiado claras cuando se habla de revolución agraria, ya que las reivindicaciones de los trabajadores de las grandes haciendas norteñas no eran similares a las de los campesinos del centro y del sur del país, caracterizados por una mayor densidad de población y una mayor presión sobre las tierras cultivables. Las diferencias regionales que han permitido hablar de muchos "Méxicos" son las que también permiten hablar de varias revoluciones a la vez. Y quien habla de varias revoluciones habla de distintos proyectos revolucionarios, cuya sola existencia explica la virulencia y la larga duración de los enfrentamientos armados que siguieron al triunfo de la revolución, así como de las grandes contradicciones que opusieron entre sí a los principales líderes y caudillos revolucionarios y sus seguidores. Madero tuvo que hacer frente a una creciente conflictividad. Ante la timidez de las medidas adoptadas por el gobierno en materia agraria, Zapata se enfrentó al presidente y posteriormente la situación se agravó con el alzamiento de Orozco en Chihuahua. Se llegaba así al conflicto armado. El 28 de noviembre de 1911 Zapata lanzó el Plan de Ayala, que reconocía las reivindicaciones de los campesinos y preveía la expropiación, previa indemnización, de la tercera parte de los grandes latifundios. Simultáneamente Zapata reconoció a Orozco como jefe de la revolución, ante lo cual Madero decidió reprimir a los rebeldes, destacando para tal fin a un ejército al mando del general Victoriano Huerta, un militar proveniente del ejército porfirista. Cumplido su cometido, Huerta fue enviado a la Ciudad de México a someter un alzamiento de Félix Díaz, un sobrino del ex dictador. Tras un enfrentamiento algo teatral en el centro de México, Huerta y Díaz, con la bendición del representante norteamericano, se pusieron de acuerdo para derrocar a Madero. El presidente fue "hecho prisionero" y luego fue rápidamente asesinado. El atentado contra Madero mostró de una manera descarnada las ambiciones presidencialistas de un Huerta caracterizado como traidor o usurpador y conocido por el ejercicio tiránico del gobierno. El terrible magnicidio abrió las puertas para la profundización de la revolución, aunque antes sería necesario remover algunos obstáculos considerables que se interponían en el camino. El nuevo presidente tuvo que hacer frente a importantes disenciones, como la oposición de Pancho Villa, que tenía su base de actuación en el estado de Chihuahua y la de Venustiano Carranza, un rico hacendado que había sido senador porfirista y gobernador maderista del estado de Coahuila. Este último lanzó el plan de Guadalupe, donde planteaba la Revolución Constitucionalista contra el usurpador Huerta, al que terminaría desplazando de la dirección del movimiento revolucionario. El presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, no reconoció al gobierno de Huerta, pese a que el apoyo del representante diplomático norteamericano, Henry Lane Wilson, fue lo que le permitió llegar a la presidencia. El presidente Wilson intentó infructuosamente apoyar a los constitucionalistas, y con el pretexto de un incidente armado entre fuerzas huertistas y otras norteamericanas que vigilaban la zona petrolera de Tampico, ordenó la ocupación norteamericana del puerto de Veracruz, consumada el 21 de abril de 1914, privando a Huerta de las vitales rentas aduaneras. Pese a las numerosas interpretaciones que insisten en la importancia del petróleo y de las presiones de los Estados Unidos sobre la marcha de los sucesos revolucionarios, la principal explicación de las caídas de Huerta y de Madero debe buscarse en la evolución de los sucesos internos y en la correlación de fuerzas entre los grupos participantes en el conflicto. Mientras Pancho Villa y su División del Norte incrementaban sus acciones armadas, el agrarismo de Zapata seguía vivo en Morelos, al no haber sido doblegado por la represión organizada por el poder central. La acción convergente de ambas fuerzas arrinconó al gobierno de Huerta, quien terminó huyendo el 14 de julio de 1914. El 20 de agosto los constitucionalistas ocupaban la Ciudad de México y abrían una nueva etapa en el proceso revolucionario. La derrota de Huerta y la disolución del gobierno central supuso un duro golpe a la gobernabilidad del estado revolucionario mexicano. La fragmentación amenazó al país y los principales caudillos rurales (que carecían de experiencia política) y sus bandas armadas se hicieron con el poder en las regiones y comenzaron a tomar decisiones políticas de cierta relevancia. Con el objetivo de acabar con la anarquía, ampliar el consenso social y facilitar la gobernabilidad del país los principales líderes constitucionalistas comenzaron a esgrimir con mayor determinación las promesas de reforma agraria. Se trataba de pacificar a los campesinos y de ganarse su favor. Dadas las enormes contradicciones existentes entre los distintos grupos y el personalismo y las ambiciones personales de los líderes más destacados, las alianzas que se pactaban eran sumamente débiles. Esto fue lo que también ocurrió con la unión forjada en la oposición a Huerta, que tras la ocupación de la capital, tuvo serios problemas para mantenerse. Carranza intentó hacerse con la Jefatura Suprema, pero tanto Villa como Zapata se opusieron a sus propósitos y en noviembre lo expulsaron de la capital, recomenzando con los enfrentamientos armados. Carranza se refugió en Veracruz, desde donde controlaba la principal fuente de recursos fiscales del país: las rentas aduaneras. Con el apoyo de Alvaro Obregón, líder de los revolucionarios de Sonora, y de los Estados Unidos, Carranza reconquistó el poder, tras acabar con los agraristas, cada vez más divididos. Obregón se mostró como el verdadero hombre fuerte del régimen y aumentó su influencia en el entorno de Carranza, cuyo gobierno fue reconocido por los Estados Unidos en octubre de 1916. Uno de sus principales objetivos era la progresiva institucionalización y consolidación de la revolución. Estando en Veracruz incluyó entre los objetivos constitucionalistas la reforma agraria, la sindicalización de los obreros y el derecho de huelga. Su actuación posterior sobre varios flancos sería decisiva en la pacificación del país. Si por un lado derrotó en 1915 a Pancho Villa, en Celaya, lo que permitió que la conflictividad impulsada por Villa y Zapata comenzara a remitir, por el otro disolvió al ejército federal y eliminó una de las escasas bases de poder que le quedaban a la oligarquía porfirista.
contexto
"Al día siguiente del alzamiento militar -escribió Azaña cuando la guerra civil hubo terminado- el Gobierno republicano se encontró en esta situación: por un lado tenía que hacer frente al movimiento... que tomaba la ofensiva contra Madrid; y por otro a la insurrección de las masas proletarias que, sin atacar directamente al Gobierno, no le obedecían. Para combatir el fascismo querían hacer una revolución sindical. La amenaza más fuerte era, sin duda, el alzamiento militar, pero su fuerza principal venía por el momento de que las masas desmandadas dejaban inermes al Gobierno frente a los enemigos de la República". Por eso, añadía el presidente de la República, la principal misión del Gobierno a lo largo de toda la guerra civil debió ser, precisamente, "reducir aquellas masas a la disciplina". Nunca una frase ha resumido tan bien un proceso tan complicado como el que tuvo lugar a partir de julio de 1936; en definitiva, si la República fue derrotada parte de las razones residen en el hecho de que no se hubiera conseguido concluir el proceso de normalización. Dentro de nuestros conocimientos parece evidente que en la España de 1936 "la revolución real fue la respuesta a una contrarrevolución emprendida frente a una revolución supuesta" (Aróstegui). Los propios testigos presenciales así lo vieron claramente y, por ejemplo, Federica Montseny dijo que "la rebelión tuvo como consecuencia adelantar la revolución que todos ansiaban pero que nadie esperaba tan pronto". En adelante guerra y revolución jugaron un papel antagónico o complementario según la ideología de cada uno. Lo que importa es recalcar que en los primeros momentos no fueron tan sólo los anarquistas quienes defendieron la primacía de la revolución sino que este sentimiento estaba mucho más extendido. Claridad, el diario de Largo Caballero, que acabaría siendo presidente del Consejo, lo decía textualmente: "La guerra y la revolución son una y la misma cosa, aspectos de un único fenómeno; no sólo no se excluyen y perturban mutuamente sino que se complementan y conjugan". Precisamente la evidencia y también el espectáculo de algo tan poco habitual en Europa como una revolución, fue lo que atrajo a tantos extranjeros (intelectuales, escritores, sindicalistas, políticos...) a visitar España, de la que dieron a menudo una impresión colorista pero no siempre acertada. Dos de ellos, quizá los mejores, ofrecen una visión inigualable de Barcelona de las primeras semanas de la guerra. "Parecía, escribe el primero, como si hubiéramos desembarcado en un continente diferente a todo lo que hubiéramos visto hasta el momento". En efecto, "a juzgar por su apariencia exterior (Barcelona) era una ciudad en que las clases adineradas habían dejado de existir". Todo el mundo vestía como si fuera proletario porque el sombrero o la corbata eran considerados como prendas fascistas, hasta el punto de que el sindicato de sombrereros debió protestar por esta identificación. El tratamiento de usted había desaparecido y se respiraba una atmósfera de entusiasmo y alegría, aunque la existencia de una guerra civil se apreciara en la frecuente presencia de grupos armados, probablemente mucho más necesarios en el frente que en esa retaguardia. En las descripciones de esos dos extranjeros brilla ante todo un interés entusiasta por la novedad. Sin embargo, la realidad es que a menudo los viajeros extranjeros, amantes de las emociones fuertes, no tuvieron en cuenta los graves inconvenientes que una situación revolucionaria como ésta tuvo para los intereses del Frente Popular. Es obvio que una vez que estalló la revolución como reacción frente a la sublevación adversaria era difícilmente reversible; como también escribió Azaña, ante la revolución el Gobierno "menos que adoptarla podía reprimirla". Los organismos revolucionarios es cierto que recortaron el poder del Estado pero también lo suplieron en unos momentos difíciles. En cualquier caso lo sucedido en España poco tuvo que ver con lo acontecido en Rusia en 1917 o en Alemania en 1918. Allí la revolución engendró unos soviets o unos consejos que permitieron sustituir por completo, aunque fuera sólo temporalmente en el segundo de los casos, a la organización estatal. En España existía una pluralidad de opciones que impidió el monopolio de una sola fórmula, obligó al prorrateo del poder político y lo fragmentó gravemente; por si fuera poco no creó un único entusiasmo y menos una disciplina como la que Trotski impuso al Ejército bolchevique, sino que los entusiasmos de las diferentes opciones eran en buena medida incompatibles. En palabras de Madariaga, el Frente Popular era "una verdadera hidra revolucionaria con una cabeza sindicalista, otra anarquista, dos comunistas y tres socialistas (amén de las cabezuelas) mordiéndose furiosamente la una a la otra". No siempre fue así, pero, como veremos, no faltaron las ocasiones en que fue literalmente cierto. También el ensayista citado ha señalado cómo la causa que representaba la República, es decir, la tradición de Francisco Giner, fue sepultada entre las Españas que representaban otros dos Franciscos, Franco y Largo Caballero. El Gobierno Giral se vio obligado a una parálisis radical motivada por una situación de la que él mismo no era culpable ni podía enfrentarse a ella. Cuando, en julio, prohibió los registros y detenciones irregulares no fue atendido, y cuando ordenó, al mes siguiente, la clausura de los edificios religiosos no hizo sino levantar acta de algo que ya sucedía. Formado el Gabinete de modo exclusivo por republicanos de izquierda, no representaba la relación de fuerzas verdaderamente existente en el Frente Popular, pero esa situación de impotencia no sólo es atribuible a ese Gabinete sino también al siguiente. Cuando el Gobierno de Largo Caballero quiso abandonar Madrid ante la amenaza de las tropas de Franco, algunos ministros fueron obligados a retroceder en Tarancón por la imperiosa fuerza de las armas; sucedía, así, que "a un tiro de fusil" de la capital su autoridad "se extinguía y la suplantaban los jefes de columna y los sargentos de piquete" (Zugazagoitia). Lo sucedido era que frente a un Gobierno cuyo mayor mérito era impedir la existencia de un poder paralelo en Madrid y mantener ante el exterior la fachada de las instituciones republicanas, se había producido, en primer lugar, "una oleada de consejismo" que pulverizó el poder político. El "orden republicano antiguo -escribió melancólicamente Azaña- pudo ser reemplazado por otro, revolucionario (pero) no lo fue y no hubo así más que impotencia y barullo". Siguiendo una larga tradición histórica española que se remonta hasta la guerra de la Independencia, cada región (o incluso cada provincia y cada localidad) presenció la constitución de juntas y consejos que, a modo de cantones, actuaron de manera virtualmente autónoma. Un recorrido por la geografía controlada por el Frente Popular demuestra que no hay exageración en estas palabras. En el mismo Madrid la salida del Gobierno provocó la creación de una junta. En Valencia, destinataria de aquél, hubo en los primeros momentos dos poderes, el Comité Ejecutivo Popular, formado con representaciones políticas y sindicales, y la junta delegada del Gobierno, nombrada por éste. En Barcelona las armas logradas por la CNT provocaron que el Comité de Milicias Antifascistas redujera a la Generalitat, en los primeros momentos, a la condición de mera sancionadora de decisiones que no tomaba; a su vez la Generalitat pretendió hacer crecer su poder a expensas de la Administración central, asumiendo, por ejemplo, las aduanas y el comercio exterior y pretendiendo que sólo fueran válidas las medidas que ella misma ratificara. En Asturias hubo inicialmente dos Comités, el de Gijón, anarquista, y el de Sama de Langreo, socialista. El Consejo de Aragón, formado gracias a las columnas anarquistas procedentes de Cataluña, tuvo una especie de consejo de ministros propio. Incluso en un medio más reducido que éste de carácter regional hay testimonios de esta fragmentación del poder político. Hubo un momento en que en la provincia de Guipúzcoa hubo tres juntas. En cada población las autoridades municipales fueron sustituidas por otras que eran el resultado del reparto de influencias, más o menos fiel a la realidad, de los grupos pertenecientes al Frente Popular: en Castellón, por ejemplo, las labores municipales fueron asumidas por un comité con 14 miembros de CNT, siete de UGT, siete del POUM y siete republicanos. "Nunca se conocerá con seguridad la magnitud de nuestras pérdidas durante aquellos días, dada nuestra gran inexperiencia y lo poco versados que estamos en el arte de la guerra", ha escrito Tagüeña, uno de los mejores militares republicanos. En efecto, la revolución supuso la ineficacia militar en los primeros meses de la guerra, de modo que de nada sirvió que las fuerzas fueran equilibradas el 18 de julio, porque la realidad es que en la zona del Frente Popular no sólo se descompuso la maquinaria del Estado sino que incluso desapareció el Ejército organizado, siendo sustituido por una mezcolanza de milicias políticas y sindicales junto a unidades del Ejército que ya no conservaban sus mandos naturales. Azaña cuenta, indignado, como prueba de que "las masas alucinadas destruían los últimos restos de la maquinaria militar que iba a hacer tanta falta", lo sucedido en Valencia donde se vendieron a los gitanos los caballos de un regimiento. La indisciplina hizo frecuente que los milicianos madrileños combatieran unas horas para luego volver a dormir a sus hogares. Las columnas anarquistas tenían nombres sonoros que correspondían poco con su eficacia. Se puede calcular la indignación con la que el general Rojo, principal inspirador de las operaciones militares en el Frente Popular, denuncia hechos como haber encontrado a soldados del frente de Aragón que jugaban al fútbol con el adversario mientras que los oficiales llevaban su graduación pintada a pecho descubierto sobre la tetilla; se entiende que los describiera más como cazadores que como combatientes regulares. En esas circunstancias, cuando ni siquiera Rojo era capaz de saber qué efectivos tenía en el frente y menos aún dónde estaban, necesariamente la ventaja o la igualdad de partida lograda por el Frente Popular estaba condenada a disiparse. Así se entiende también que no existiera ni unidad en los propósitos, ni selección de prioridades en el bando frentepopulista, que atendiendo al desarrollo de las operaciones iniciales de la guerra pareció más interesado en conquistar pequeños pueblos aragoneses que en evitar que Franco cruzara el Estrecho de Gibraltar. La importancia de la revolución acontecida en la zona controlada por el Frente Popular rebasa este aspecto militar y político de directa e inmediata influencia sobre el desarrollo de las operaciones. Hay otro aspecto que en el pasado inmediato y en el momento del desarrollo de los acontecimientos despertó el interés de los extranjeros que visitaron España para solidarizarse con la revolución aquí existente: el económico-social. Además, en una época muy posterior, durante los años sesenta y setenta, fue muy habitual considerar que en España se había dado el primer y único caso de revolución anarquista llevada a la práctica con la posible excepción de la Ucrania de la etapa bolchevique. Incluso quienes defendieron fórmulas de "socialismo autogestionario y descentralizado" no relacionadas propiamente con el anarquismo pensaron que el caso español revestía un interés ejemplar. Sin embargo, lo cierto es que hasta fechas recientes no se ha iniciado una labor de investigación monográfica e incluso la realizada ahora tampoco permite ofrecer un balance completo de lo sucedido. La razón estriba en que la literatura propagandística de la revolución realizada es poco proclive a ofrecer datos concretos. Sin embargo, cabe establecer algunas conclusiones generales que pueden precisarse para aquellas zonas de las que tenemos un conocimiento más detallado. En primer lugar, ha de partirse del hecho de que la colectivización no fue un fenómeno impuesto por una organización política o sindical en la mayor parte de los casos, sino espontáneo. La excepción podría estar constituida por el campo aragonés, donde no existía un sindicalismo organizado y fueron las columnas anarquistas procedentes de Cataluña las que impusieron la revolución. Por otro lado, no se puede decir que la revolución, es decir, las colectivizaciones, partieran por completo de cero: aparte de la experiencia del intento revolucionario asturiano había también la de los arrendamientos colectivos de la tierra, que en algunas provincias (Jaén) habían tenido una importancia destacada. Tampoco cabe identificar la revolución exclusivamente con los anarquistas, puesto que en ella colaboró con entusiasmo la UGT. Por lo demás fue muy característico del proceso revolucionario una enorme variedad de fórmulas, incluso en distancias cortas. En todo caso, la tendencia fue que la espontaneidad revolucionaria se fuera sustituyendo por el centralismo y la autoridad estatal. El volumen del proceso colectivizador es muy difícil de calcular entre otros motivos porque el número de colectivizaciones oscila entre 1.300 y 2.300 según los cómputos. De todas maneras es difícil exagerar la importancia del proceso y para demostrarlo basta con citar dos datos fiables: según fuentes anarquistas 3.000.000 de personas habrían participado en el proceso colectivizador agrario, y según cifras oficiales de 1938, relativas a sólo una parte de la zona controlada por el Frente Popular, habrían sido expropiadas 5.500.000 hectáreas, que suponían el 40 por 100 de la superficie útil, aunque no todas ellas fueron colectivizadas. De ser así, resultaría que el cambio de propiedad de la tierra durante la revolución española habría sido superior a la primera etapa de la revolución soviética. Con todo, la impresión de variedad resulta predominante, del tal manera que ese porcentaje global significa muy poco. En Cataluña y Valencia la colectivización agraria parece haber sido un fenómeno marginal: en la primera región habría afectado tan sólo a 66 de más de 1.000 municipios, y en la segunda, el porcentaje fue del 13 por 100 en Valencia y del 5 por 100 en Castellón. La forma de propiedad y la propia ansia del campesino de tenerla y explotarla individualmente impidieron o dificultaron las colectivizaciones. En cambio, en otras regiones los porcentajes de tierra que cambiaron de dueño fueron muy superiores. La tierra expropiada en Ciudad Real fue el 56 por 100 del total y en Albacete el 33 por 100, pero el porcentaje resultó todavía mayor (65 por 100) en Jaén donde, además, el 90 por 100 fue colectivizado. El ritmo de la revolución agraria varió también, pues si fue rápido en Málaga, Córdoba y Jaén, resultó mucho más lento en Granada y Almería. Idéntica sensación de variedad da la significación política de las colectivizaciones. Aragón fue la única región en que, siendo importante la colectivización, parece haber tenido un claro predominio la CNT que dominaba el doble de ayuntamientos que la UGT. Aunque la colectivización pudiera ser espontánea en algunos casos, fue generalmente impuesta en una región donde el electorado mayoritariamente era republicano o católico. Durruti, el principal dirigente anarquista, no ocultaba esta realidad cuando afirmó que "es ley de vida que los ejércitos vivan sobre el terreno que han conquistado", y alguno de sus colaboradores no tuvo inconveniente en justificar la "justicia instintiva", como si de esta manera quisiera mostrar su aceptación de la violencia. Caspe, capital del Consejo de Aragón, tenía antes de la llegada de las columnas anarquistas una significación netamente conservadora; en cambio, el 75 por 100 de la población pudo llegar a vivir en esas colectividades. En Valencia hubo una enorme diferencia entre las poblaciones que tenían una larga tradición anarquista, como Alcoy y Elda, y aquellas que no la tenían. La mayor parte de las colectividades fueron de la CNT (cuatro veces más que las de UGT), pero, como se ha dicho, el fenómeno tuvo unos efectos restringidos. Frente a lo que en principio podría pensarse, en Andalucía la UGT tuvo tanta importancia en las colectivizaciones como los anarquistas. En Jaén un tercio de las mismas eran exclusivamente de la central socialista, mientras que de la CNT fueron el 18 por 100 y un 17 por 100 eran mixtas UGT-CNT, una fórmula muy habitual. En el resto de Andalucía había mayor equilibrio entre las dos centrales sindicales. Si la composición política variaba, también lo hacía la forma de explotación. De ello pueden haber sido culpables principalmente los anarquistas, que no en vano habían declarado que en el momento de llegar la revolución "cada cual propiciará la forma de convivencia social que más le agrade". Algún viajero extranjero, como Borkenau, describe casos en que el anarquismo organizó unas comunas primitivas autosuficientes, gobernadas por una especie de soviet campesino, que cuando necesitaban un producto recurrían al simple trueque con un pueblo de la vecindad. Fue bastante frecuente la supresión del dinero o incluso la prohibición de bebidas alcohólicas y el cierre del bar. Sin embargo estas fórmulas no se dieron siempre. También hubo casos en que la tierra era en parte explotada individualmente y en parte de modo colectivo. Parece haber sido bastante habitual la existencia de dos organismos de gobierno, una asamblea general y un consejo o comité más reducido. Idéntica variedad parece haberse dado no sólo en el ámbito rural sino también en el urbano. Es muy posible que tres cuartas partes de la población obrera barcelonesa trabajara en centros colectivizados, mientras que la mitad lo hacía en Valencia y un tercio en Madrid; en Asturias la colectivización industrial fue muy importante, pero no tanto en el País Vasco. De la forma concreta de trabajo en las fábricas no tenemos noticias precisas y generalizables. Hubo, por supuesto, una práctica desaparición de los patronos y una mediatización evidente por parte de los sindicatos, pero las fórmulas precisas de explotación sólo pueden ser adivinadas, teniendo en cuenta que las autoridades (en este caso, la Generalitat) fueron imponiendo progresivamente fórmulas jurídicas más concretas que facilitaban su control. En octubre de 1936 fueron colectivizadas todas las fábricas de más de 100 trabajadores, las que hubieran sido abandonadas por sus dueños o aquellas en donde éste fuera partidario de los rebeldes, pero siguieron subsistiendo empresas privadas de menor tamaño y con control sindical. En realidad, por esta misma fecha, esta tendencia rectificadora del proceso revolucionario se producía también en el resto de la Península. Uribe, el ministro de Agricultura comunista en el Gabinete de Largo Caballero, denunció que en los primeros meses no se había trabajado la tierra y trató de reducir las expropiaciones a tan sólo aquellas tierras cuyo dueño fuera "fascista"; aunque resultó imposible dar marcha atrás, en adelante las autoridades mantuvieron una actitud claramente proclive a los pequeños propietarios La importancia de la revolución económica y social que tuvo lugar en zona controlada por el Frente Popular durante las primeras semanas de la guerra civil difícilmente puede ser exagerada. No se trata aquí de hacer una descripción de la evolución económica, pues a ella nos referiremos más adelante, pero sí de adelantar, que siendo en este caso mucho más difícil hacer un balance que el esbozado líneas atrás, acerca de la revolución política, hay indicios de que el efecto pudo ser parecido. El propio interés de los responsables del Gobierno central o de la Generalitat por controlar la agricultura y la industria lo demuestran y es obvio que la pretendida autosuficiencia de las colectivizaciones no ayudaba al esfuerzo bélico. Sin duda pudo haber un número más o menos alto de ellas que fueron bien administradas, incluso a pesar de las dificultades gravísimas impuestas por la guerra, pero en las industrias clave, como la de armamento, acabó por producirse una rigurosa centralización. Aunque su ideología puede haber influido en la dureza de su juicio, conviene recordar que un testigo tan cualificado como Azaña escribió que "después de los italianos y los alemanes no han tenido los nacionalistas mejor auxiliar que todos aquellos creadores de una economía dirigida o, más bien, secuestrada por los sindicatos".
contexto
El triunfo bolchevique en Rusia fue consecuencia de la guerra mundial, nació casi como un movimiento de revuelta contra la guerra, en palabras del propio Halévy. En efecto, ya vimos que no obstante sus numerosos problemas económicos, sociales y políticos, Rusia no estaba en 1914 en una situación revolucionaria. Todo hace pensar que, de no haber mediado un acontecimiento tan determinante como la I Guerra Mundial, el régimen zarista no habría caído. Al menos, es obvio que cayó porque no pudo sobrevivir a más de dos años de derrotas militares ininterrumpidas y a sus gravísimas consecuencias: pérdida de Polonia, Lituania y gran parte de Ucrania, dos millones de soldados muertos, desmoralización de las tropas, desorganización total de los servicios auxiliares del ejército, desabastecimiento, hambre, inflación. La "revolución de febrero" (2 de marzo de 1917, según el calendario ruso), que culminó con la caída de Nicolás II y la formación de un "gobierno provisional", fue una revolución popular, espontánea y prácticamente incruenta, provocada por las huelgas, movilizaciones y amotinamientos civiles y militares que -como quedó indicado- se produjeron a finales de aquel mes de febrero en la capital, Petrogrado. Fue una revolución con una dirección política plural y heterogénea, a cuyo frente se colocaron hombres (Lvov, Miliukov, Kerensky, Guchkov, Tereshenko, todos miembros del "gobierno provisional") de significación liberal, conservadora o socialista moderada, unidos por la idea de establecer en Rusia un régimen constitucional y democrático. Así, el programa que el "gobierno provisional" hizo público tras su formación incluía la amnistía para todos los presos políticos, el reconocimiento de los derechos de expresión, reunión y huelga, la disolución de la policía zarista y la abolición de todo tipo de privilegio o distinción en razón de religión o nacionalidad, y anunciaba la convocatoria de una asamblea constituyente por sufragio universal y elecciones democráticas para la formación de nuevos consejos municipales. La "revolución de febrero" fue, sin embargo, un fracaso. En octubre de 1917, tras varios meses de progresiva radicalización del proceso revolucionario, el partido bolchevique -nacido en 1903 por una escisión del Partido Social-Demócrata Ruso- tomó el poder y "desvió" la revolución hacia la dictadura y el totalitarismo. La "revolución de febrero" no pudo, pues, estabilizar la política y crear un nuevo orden democrático. El "gobierno provisional" cayó en mayo. El primer "ministerio de coalición" que le reemplazó -presidido por el mismo inútil príncipe Lvov pero con Kerensky como hombre fuerte y con ministros mencheviques y social-revolucionarios- dimitió en julio. El segundo "gobierno de coalición", presidido por Kerensky y de mayoría socialista, cayó a fines de agosto; el tercero, también presidido por Kerensky, fue derribado por el golpe de estado bolchevique de 25 de octubre de 1917 (7 de noviembre, según el calendario occidental). Dos circunstancias contribuyeron decisivamente al rápido agotamiento de las distintas soluciones -gobierno provisional, ministerios de coalición- ensayadas: la continuidad de Rusia en la guerra, y la situación de vacío de poder (mejor, de dualidad de poder gobierno-Soviets) en que el país vivió en todo aquel tiempo (febrero-octubre de 1917). Sin duda, la decisión del gobierno provisional y luego de Kerensky de continuar en la guerra decepcionó las expectativas populares, desacreditó al régimen de febrero y contribuyó decisivamente, por tanto, a impedir la estabilización de la revolución democrática. Pero los nuevos dirigentes rusos tuvieron razones de peso para obrar como lo hicieron. Miliukov, ministro de Asuntos Exteriores en el gobierno provisional y líder del liberalismo ruso, creyó que la continuidad de su país en la guerra era obligada tras el reconocimiento del nuevo régimen por los principales países aliados, y necesaria para impedir el triunfo de Alemania y Austria-Hungría. Kerensky (1881-1970), ministro de la Guerra entre mayo y julio y jefe del gobierno entre julio y octubre, estuvo igualmente convencido de que la supervivencia de la democracia en Rusia dependía del Ejército y de que éste recobrara la moral y la disciplina. Al estilo de los girondinos en 1793, quiso convertir la guerra en una guerra nacional-democrática. Como ministro de la guerra, nombró comisarios del pueblo, recorrió los frentes galvanizando a los soldados con sus discursos y diseñó para la segunda mitad de junio una gran contra-ofensiva en el frente austríaco al mando del general Brusilov, el héroe de la gran ofensiva rusa de 1916. Todos los hombres de la revolución de febrero pensaron, además, que los soldados y el pueblo rusos apoyarían una guerra que ya no se libraba en, nombre de un imperio autocrático y tradicional y de una Corte corrompida y distante, sino bajo la dirección de una democracia popular y revolucionaria. Ninguno estaba dispuesto a pagar el precio que sacar a Rusia de la guerra habría supuesto (y que fue el que pagaron los bolcheviques en marzo de 1918, tras la firma del durísimo tratado de Brest-Litovsk impuesto por Alemania): la renuncia a Polonia, Finlandia, Letonia, Estonia, Lituania, Ucrania y otros territorios. Fuese como fuese, continuar la guerra tuvo muy graves consecuencias políticas. Petrogrado y Moscú volvieron a ser escenario de manifestaciones y disturbios protagonizados por trabajadores y soldados tan pronto como el "gobierno provisional" hizo pública (el 12 de marzo) su decisión de continuar la guerra junto a los aliados y cumplir así todas las obligaciones internacionales contraídas por el régimen caído: las manifestaciones provocaron la dimisión de Miliukov y de otros ministros (4-5 de mayo) y la caída del gobierno provisional. Luego, como respuesta a la ofensiva de junio -que durante dos semanas progresó victoriosamente-, los bolcheviques desencadenaron, bajo los lemas "Abajo la guerra" y "Todo el poder para los Soviets", las llamadas "jornadas de julio" (los días 2,3 y 4 de ese mes), un verdadero ensayo de asalto insurreccional al poder: marineros de la base de Kronstadt, soldados de algunos regimientos de la capital, trabajadores de las factorías de ésta y guardias rojos (grupos armados del partido bolchevique), en total unos 30.000 hombres, protagonizaron manifestaciones, concentraciones y disturbios violentos en el centro de Petrogrado, de cara a la toma del poder por el Soviet. Aunque Kerensky pudo controlar la situación con el apoyo de fuerzas leales -los dirigentes bolcheviques fueron detenidos; Lenin huyó a Finlandia-, el deterioro de la situación era evidente. El fracaso de la ofensiva de junio, además, constituyó un grave revés para el gobierno. Fue sintomático que el gobierno de julio, encabezado desde el día 11 por Kerensky, no se decidiera a procesar a los bolcheviques. De hecho, la falta de gobiernos fuertes y decididos, la situación de vacío de poder en que Rusia quedó desde febrero de 1917 fue, como se apuntó más arriba, tan determinante como la continuidad en la guerra en el proceso que llevó al triunfo de los bolcheviques en octubre. Las disposiciones del "gobierno provisional" -disolución de la policía y de los gobiernos civiles regionales- dejaron a la revolución de febrero sin el aparato coercitivo esencial a la gobernación del Estado. El retraso en la convocatoria de elecciones constituyentes y en la elección de nuevos consejos municipales desmanteló la administración. El vacío de poder propició la aparición de "soviets", asambleas de obreros y soldados más o menos espontáneas y más o menos representativas que ejercían de hecho el poder local. El Soviet de Petrogrado, dominado inicialmente por mencheviques y social-revolucionarios, se constituyó casi al mismo tiempo en que se formó el "gobierno provisional" y ejerció en todo momento como un poder alternativo a éste. Los bolcheviques, y especialmente Lenin, que había regresado del exilio en abril de 1917 en el tren blindado que le facilitaron los alemanes, entendieron muy bien la potencialidad revolucionaria de aquella forma de contrapoder popular. Las tesis de abril en las que Lenin definió la política del partido y que incluían, entre otras reivindicaciones, la terminación inmediata de la guerra, apostaban precisamente por el reforzamiento del poder de los "soviets" y de la representación bolchevique dentro de ellos, como alternativa al gobierno provisional y a la futura representación parlamentaria del país. Los hechos le dieron la razón. En el I Congreso Pan-ruso de los Soviets, celebrado el 3 de junio, los bolcheviques eran minoría: tuvieron un total de 105 delegados, cifra muy inferior a las de los social-revolucionarios (285 delegados) y mencheviques (248). En el II Congreso, cuya convocatoria, 25 de octubre, los bolcheviques hicieron coincidir con el asalto al poder, ya eran mayoría: tenían 390 delegados de un total de 650, por 180 representantes social-revolucionarios y 80 mencheviques. Desde mediados de septiembre, los bolcheviques dominaban los "soviets" de Moscú y Petrogrado. Trotsky, que también había regresado del exilio tarde, en mayo, y que había sido encarcelado tras las "jornadas de julio", presidía el Soviet de Petrogrado desde el 25 de septiembre. El ascenso de los bolcheviques se debió sin duda a la energía y determinación de Lenin y a su sentido para percibir la fragilidad de la situación salida de la revolución de febrero; y a la habilidad del partido y de sus principales dirigentes (Lenin, Trotsky, Stalin, Kamenev, Zinoviev y otros) para canalizar el descontento popular con un programa concretado en eslóganes simples y de extraordinaria eficacia: paz, tierra, pan y libertad. Pero la victoria de los bolcheviques distó mucho de ser inevitable. Un éxito, por ejemplo, en la ofensiva militar de junio -que durante bastantes días pareció posible- pudo haber cambiado el curso de los acontecimientos. Las mismas "jornadas de julio" fueron un desastre político para los bolcheviques; incluso el prestigio de Lenin, que en aquella ocasión mostró evidente confusionismo y falta palmaria de resolución, quedó claramente deteriorado. Además, Kerensky, un demócrata sincero, orador formidable aunque algo teatral, ambicioso, enérgico, pero errático y vacilante, pudo haber propiciado a partir de julio el giro termidoriano que la supervivencia del proceso democrático posiblemente exigía. Pareció, además, que estaba dispuesto a hacerlo sobre todo con el nombramiento (18 de julio) como comandante en jefe del ejército del general Kornilov (1870-1918), un militar rudo, obstinado, de gran valor y prestigio, que no había ocultado que deseaba el restablecimiento de la disciplina militar y la militarización de la industria y de la producción de cara al esfuerzo bélico y que creía preciso poner fin a la dualidad de poder gobierno-Soviet. Pero la asociación Kerensky-Kornilov resultó, contra las expectativas iniciales, desastrosa. Más aún, la fulminante ruptura entre los dos hombres abrió el camino hacia la revolución de octubre. Esa ruptura fue consecuencia de una serie de incomprensiones y malentendidos. Kornilov quería, efectivamente, un gobierno fuerte -tal vez, llegado el caso, presidido por él mismo- y con ello la eliminación de los "soviets" y la represión de los bolcheviques. Pero su principal preocupación en agosto de 1917 no era política sino militar: evitar a toda costa la derrota total ante Alemania (los alemanes habían roto nuevamente las líneas rusas y amenazaban Riga y la propia Petrogrado). Kerensky, a la vista de ciertos movimientos de tropas ordenados por Kornilov, de determinados gestos políticos de éste y de la campaña en su favor de la prensa y los círculos de la derecha, creyó que el general preparaba un golpe de Estado al servicio de una contrarrevolución zarista. Hubiese o no conspiración, Kornilov fue cesado el 26 de agosto, intentó luego sin éxito alguno sublevar tropas y marchar sobre Petrogrado -donde el Soviet y los partidos de izquierda movilizaron a la población y comenzaron la organización de unidades paramilitares de resistencia-, y fue finalmente arrestado por el gobierno días después. Kerensky había perdido más de un mes, atenazado entre el temor al supuesto golpe militar y su voluntad de no antagonizar ni al Soviet de Petrogrado -que le había facilitado algunos de sus ministros- ni a social-revolucionarios y mencheviques, base política de la "democracia revolucionaria" que quería configurar. El "affaire Kornilov" desacreditó totalmente a Kerensky, probó que el verdadero poder eran el Soviet y las masas, y provocó el reforzamiento de los bolcheviques. Lejos de procesarlos por su actuación en las jornadas de julio, el gobierno, presionado por el Soviet, excarceló a sus principales dirigentes (Kamenev, Trotsky, Kollontai, Antonov-Ovseenko, Lunacharsky y otros). Era lógico: los militantes de base del partido (unos 24.000 en marzo; cerca de 115.000 un año después) habían constituido el núcleo principal de las unidades y comités revolucionarios creados para combatir a Kornilov. Kerensky, que el 9 de agosto había convocado elecciones a una Asamblea Constituyente para el 12 de noviembre, aún intentó, pese a todo, relanzar el proceso político. El 1 de septiembre, proclamó la República. El 27, reunió una Conferencia Democrática de unos 1.200 delegados de "soviets", sindicatos, ayuntamientos y partidos (excluida la derecha) para que debatiese la democracia revolucionaria. Pero todo era ya en vano. La debilidad del gobierno era evidente. La desintegración de la autoridad era casi absoluta. Ni en Petrogrado, ni en Moscú, ni en las grandes ciudades, ni en las capitales de provincias, ni en pueblos ni aldeas parecía existir poder público alguno. El auge de los nacionalismos era visible no ya sólo en Finlandia y en los países bálticos, sino también en Ucrania, Georgia e incluso entre los pueblos musulmanes de la Rusia asiática. La disciplina militar sencillamente no existía. Las deserciones se contaban por centenares de miles; los soldados ignoraban las órdenes de sus superiores, cuando no los deponían, arrestaban o fusilaban. Los trabajadores habían impuesto en fábricas y talleres una especie de poder obrero asambleario. Una suerte de anarquía revolucionaria espontánea se había extendido a lo largo del verano de 1917 por el campo ruso: los campesinos se apropiaron, ante la impotencia de las autoridades, de millones de hectáreas de tierra de propiedad bien comunal, bien privada. En esas circunstancias, agravadas por el avance militar de los alemanes, la dirección del partido bolchevique optó por la organización de un movimiento insurreccional para la toma del poder. El 9 de octubre, el Soviet de Petrogrado -que, como se recordará, presidía Trotsky desde finales de septiembre- había acordado la creación de un Comité Militar-Revolucionario para la defensa de la ciudad frente a un posible ataque alemán: los bolcheviques lo controlaron desde el día 16. El día 10, por diez votos (los de Lenin, que había regresado clandestinamente de Finlandia, Trotsky, Sverdlov, Stalin, Uritzky, Sokolnikov, Dzerzhinsky, Kollontai, Lomov, Bubnov) contra dos (Kamenev, Zinoviev), el Comité Central del partido acordó ir de forma inmediata a la revolución. En días posteriores, se fijó la fecha (25 de octubre, para hacerla coincidir con el II Congreso de los Soviets de toda Rusia, a fin de que el Congreso, con mayoría bolchevique, aprobase y legitimase el golpe) y se nombró el comité encargado de organizar la insurrección. Trotsky, como presidente del Soviet de Petrogrado y de su Comité Militar Revolucionario, fue quien de hecho hizo la revolución: Podvoisky, Antonov-Ovseenko y Chudnovsky tuvieron un papel esencial en algunas de las operaciones. La revolución de octubre no fue ni una revolución de obreros y campesinos, ni una revolución de masas. Fue la obra de una minoría: la Guardia Roja bolchevique, grupos de soldados y marineros de regimientos simpatizantes, un total de unos 10.000 hombres. Bajo la dirección del Comité Militar Revolucionario de la capital, esas unidades fueron ocupando desde la tarde del día 24 y en la noche del 24 al 25 de octubre, sin apenas encontrar resistencia y sin que casi se alterase la normalidad, los puntos clave de la capital: estaciones, gasómetro, puentes, centrales de teléfonos y telégrafos, depósitos de carbón, bancos, edificios oficiales. El Palacio de Invierno, sede del gobierno, fue ocupado, no asaltado, el día 25 por la tarde (7 de noviembre según el calendario occidental); Kerensky había huido por la mañana. La revolución de octubre fue, pues, un golpe de Estado dado por un partido minoritario en una situación de vacío de poder y descomposición del Estado. Ni Kerensky ni sus colaboradores pudieron utilizar el Ejército, aunque lo intentaron. Había casi 150.000 soldados de guarnición en Petrogrado e importantes contingentes en los cercanos frentes del Báltico: pero la disciplina y la moral militares estaban literalmente rotas. En la misma noche del 25 al 26 de octubre, Lenin se presentó ante el II Congreso de los Soviets. Anunció ya la formación de un nuevo gobierno, el "Consejo de los Comisarios del Pueblo", integrado exclusivamente por bolcheviques (Trotsky, como encargado de Asuntos Exteriores; Stalin, de Nacionalidades; Lunacharsky, de Cultura; Antonov-Ovseenko, de Guerra; Rykov, de Interior, etcétera). Lenin presentó también los dos primeros decretos del nuevo régimen: un "decreto de la paz" que anunciaba una "paz inmediata sin anexiones ni indemnizaciones, y un decreto de la tierra" que proclamaba la confiscación de todas las tierras privadas y su transferencia a soviets y comités agrarios de distrito para su distribución entre los campesinos. Tras la ocupación de Petrogrado, los bolcheviques procedieron a la toma del poder en toda Rusia, a través de los soviets locales. Encontraron resistencia en Moscú, donde tropas leales al gobierno combatieron a la revolución durante unos 15 días, con un balance de unos mil muertos; en Georgia y Ucrania predominaron grupos locales de carácter nacionalista.
contexto
En 1917 se proclamó una nueva Constitución, con la intención de dar a la revolución el marco legal e institucional que hiciera posible un posterior desarrollo pacífico y con reglas de juego claras. La nueva Constitución era claramente intervencionista, tenía planteamientos nacionalistas y recogía algunas reivindicaciones de los obreros y campesinos. También se incluyeron ciertas propuestas agraristas, a pesar de que los partidarios de Villa y Zapata no participaron en el Congreso Constituyente. La Constitución asumía el anticlericalismo heredado de 1857 y recogía otras reivindicaciones sociales, como la protección a los trabajadores o el reconocimiento de los sindicatos y la nacionalización de las riquezas del subsuelo. El último punto era fundamental para el sector petrolífero y minero, aunque la Constitución se limitaba a recoger la tradición hispana en lo referente a que la Corona era la legítima propietaria del subsuelo. Sin embargo, un fallo de la Corte Suprema mexicana, de 1927, negaría carácter retroactivo al artículo de la Constitución correspondiente a la propiedad del subsuelo, tranquilizando a los inversores extranjeros con propiedades en la minería y en los campos petroleros. De este modo se facilitaba la normalización de las relaciones comerciales con los Estados Unidos, que muy pronto se convertiría en el principal mercado para las exportaciones mexicanas. Las posturas favorables a la normalización mostraban la creciente influencia política de Obregón, a quien Carranza intentó cortar su carrera presidencial. Para ello fue necesario dar un golpe militar, en cuyo desarrollo Carranza resultó muerto (el 15 de mayo de 1920), al intentar huir de la capital. El asesinato del presidente y la eliminación de Zapata, en 1919, y de Villa, en 1923, dejaban expedito el camino a la definitiva institucionalización de la revolución. Tras de un breve interinato ocupado por Adolfo Huerta, Obregón ganó las elecciones que le permitieron finalmente instalarse en el gobierno. Durante su mandato contó con el apoyo del Partido Liberal Constitucionalista; de los agraristas de Gildardo Magaña, de la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), de signo anarquista; de importantes sectores del ejército y de las clases medias urbanas y de algunos intelectuales, como José de Vasconcelos. Estos apoyos le permitieron gobernar sin grandes alteraciones del orden público ni complicaciones de tipo político. El petróleo, básicamente en manos de compañías norteamericanas y británicas, se convirtió en uno de los principales rubros de las exportaciones mexicanas, a tal punto que la producción nacional pasó a representar más del 20 por ciento del total mundial. La industria petrolera logró superar sin complicaciones los avatares revolucionarios, ya que a nadie le interesaba arrasar con una fuente de recursos tan importante para el fisco y porque su destrucción hubiera supuesto un enfrentamiento con los Estados Unidos, que tampoco convenía a ninguna de las partes. Prueba de ello fue el incremento constante de la producción petrolera en estos años. De los casi 4 millones de barriles extraídos en 1910 se pasó a casi 33 millones en 1915 y a más de 157 millones en 1920, cuando Obregón ascendió a la presidencia. Tanto Obregón como Plutarco Elías Calles, su sucesor a partir de 1924, intentaron limitar al máximo la restauración de las tierras a las comunidades indígenas, a través de los ejidos, y prefirieron repartir individualmente parte de las haciendas confiscadas. Otras fueron devueltas a sus propietarios prerrevolucionarios o se repartieron entre los líderes de la revolución y sus allegados. En este sentido, las variantes regionales fueron considerables, y fue muy distinto lo ocurrido en el norte del país, donde la mayor parte de los hacendados apoyó a la revolución y mantuvo sus propiedades, de lo sucedido en el centro y el Sur, donde la fuerza del movimiento campesino fue mucho mayor, y por lo tanto la presión por la reforma agraria más intensa. Así se pasó a repartir más de 1.500.000 hectáreas frente a las 173.000 de la época de Carranza. El intento de Calles de profundizar en las reformas anticlericales encontró una fuerte oposición en ciertos grupos sociales, especialmente en el arco noroccidental del Anahuac, desde el Bajío hasta Michoacán, donde en 1926 estalló el movimiento cristero. La dureza de la respuesta se explica, en parte, en la poca prudencia del gobierno federal para aplicar las leyes. El grito de los cristeros, ¡Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe!, fue el detonante que puso en graves aprietos al ejército mexicano hasta 1929. Las primeras víctimas se contaron entre los agraristas (los beneficiarios de la reforma agraria) y los maestros, encargados de difundir en las escuelas los postulados de la revolución. La represión posterior se cebaría en los rancheros y los campesinos. La mediación de los Estados Unidos permitió el acuerdo entre México y el Vaticano. Calles se comprometió a no barrer con el catolicismo ni con la Iglesia en México, pese a que siguió aplicando las leyes secularizadoras. La sucesión de Calles planteó nuevos problemas. En 1928 se derogó el principio de la no reelección, a fin de permitir el regreso de Obregón a la primera magistratura, pero su asesinato fue causa de nuevas inestabilidades. Para poner fin a una situación poco favorable a la tranquilidad pública, Calles creó el Partido Nacional Revolucionario (PNR), que nucleaba a los jefes militares y a los caudillos regionales partidarios del régimen. Calles se convirtió en el jefe máximo del nuevo partido (comenzaba el "maximato") y el puesto de presidente sería ocupado por figuras más irrelevantes, como Pascual Ortiz Rubio, que derrotó en las elecciones a Vasconcelos. El PNR fue capaz de unir bajo sus siglas a distintas organizaciones y grupos sociales de activa participación en el proceso revolucionario.
contexto
La batalla de Egospótamos constituye el final del acto tercero y último de la Guerra del Peloponeso, y marca la derrota definitiva de la flota ática. Las palabras de Jenofonte suenan como la evocación de un coro de tragedia: "En Atenas se anunció dé noche la desgracia, cuando llegó la (nave) Páralos, y un gemido se extendió desde El Pireo a la capital a través de los Muros Largos al comunicarlo unos a otros, de modo que nadie se acostó aquella noche, pues no lloraban sólo a los desaparecidos, sino mucho más aún por sí mismos..." (II, 2, 3; trad. de O. Guntiñas). Ya toda defensa sería inútil: unos meses después, en abril del año 404 a. C., la asamblea ateniense decidió capitular ante Esparta, aceptando todas sus condiciones. Este acontecimiento tiene un significado de enorme alcance y profundidad. Marca, en efecto, todo un hito en la marcha política y económica de Grecia, con un cambio completo de equilibrios de poder, pues rompe con la preeminencia ática, abre un período de terrible posguerra y, por encima de todo, supone un cambio de rumbo radical en la mentalidad y la cultura de los griegos, una diferencia de enfoque sin posible vuelta atrás. En efecto, la gran víctima del conflicto, la vencida, era Atenas, lugar de cita durante generaciones de cuantos pensadores, literatos y artistas habían nacido en toda Grecia; por tanto, la desgracia ateniense, trascendida al plano mental y teórico, se convertía en desgracia de toda la Hélade, incluso de los vencedores y de los Estados neutrales: lo que sintieron los atenienses asediados y derrotados había de ser, en unos años, lo que sintiesen en cada ciudad las élites cultivadas y sus círculos, incluidos los artistas que para ellos trabajaban. La guerra, la miseria y los fracasos habían supuesto en el Atica el fin de la creencia en muchos principios y valores adquiridos. Podía extenderse a toda una generación lo que Tucídides atribuye puntualmente a quienes vivieron la peste del 429 a. C.: "Empezaron a sentir menosprecio tanto por la religión como por la piedad... La peste introdujo en Atenas una mayor falta de respeto por las leyes... Pues cualquiera se atrevía con suma facilidad a entregarse a placeres que con anterioridad ocultaba... De suerte que buscaban el pronto disfrute de las cosas y lo agradable... Y nadie estaba dispuesto a sacrificarse por lo que se consideraba un noble ideal (II, 52-53; trad. de A. Guzmán). Efectivamente, se habían venido abajo todos los ideales que sustentaron el brillante siglo de Pericles, o que se vieron sustentados por sus éxitos: la confianza en los grandes dioses patrios y panhelénicos, el culto a la democracia y a las leyes, el ensalzamiento supremo de todo lo que perteneciese a la propia ciudad (héroes, soldados, naves, riquezas, poder...). ¿Cómo mantener la veneración al nacionalismo de la pólis después de comprobar en la propia carne sus devastadoras consecuencias? ¿Cómo no dudar de unos dioses que han recibido sacrificios, ante cada batalla, por parte de ambos ejércitos contendientes, y que han decidido la victoria a su capricho? Incluso a niveles más cotidianos hubo de alcanzar la rotura de los confortables valores del pasado: ¿cómo volver a convencer a las mujeres de que su sitio se halla en el gineceo doméstico, cuando -como en todas las guerras- muchas de ellas han tenido que asumir responsabilidades imprevistas? La puesta en duda de los principios consagrados alcanza a todos los campos, y entre ellos, claro está, al del arte y el pensamiento. Algunas mentes avanzadas venían, ya desde mediados del siglo va. C., minando los fundamentos del clasicismo. Al principio, fueron artistas, literatos o filósofos aislados, que se enfrascaban en problemas concretos de su propia especialidad; pero, con el paso del tiempo, y sobre todo a medida que se desarrollaba la Guerra del Peloponeso con sus grandes trastornos, se fue viendo crecer una cierta sensibilidad común en los distintos campos de la cultura, y esta sensibilidad, aun tachada a menudo de decadentista o de disolvente por quienes se empeñaban en el esfuerzo bélico, al concluir éste romperá todos los diques. Si hubiésemos de definir de un modo sencillo esta nueva mentalidad, diríamos que consistió en la búsqueda de lo inmediato. Frente a los grandes ideales, a las teorías estructuradas por la tradición, a los principios religiosos y divinos, a todo lo que se impone, en fin, por la lejanía de su prestigio y lo indiscutible de su altura, y que ya se ve como fuente de fanatismos y causa de infinitos desastres, los escritores, filósofos y artistas valoran ahora lo que se aprehende más directamente a través de los sentidos, sin ningún prejuicio intermedio, o lo que se siente con mayor intimidad, sin consulta previa alguna. Quizá los dos conceptos clave -verdaderas bases de lo más creativo del arte griego a partir de este momento- son los siguientes: percepción y representación de lo que se ve, y análisis de los sentimientos y de las pasiones.
obra
El famoso editor y mecenas Thadée Natanson encargó en 1895 este cartel a Toulouse-Lautrec para realizar la publicidad de su revista "La Revue Blanche" que servía como punto de referencia fundamental del simbolismo poético. La modelo utilizada por Henri fue la esposa del editor, Misia Godebska, musa del salón literario de vanguardia más importante del siglo XIX. El cartel que contemplamos recuerda al de May Belfort aunque en este caso la figura de Misia esté más inclinada y vista un traje azul. La influencia de la estampa japonesa es una constante en este tipo de trabajos, especialmente por la planitud de las figuras. El aspecto decorativo de la imagen es también herencia de la litografía nipona, sirviendo más adelante como modelo a los modernistas.
obra
Desde 1891 Bonnard realiza trabajos para la Revue Blanche. Apodado el nabi japonés por su dominio del dibujo y la capacidad de crear vida y movimiento alternando los siluetados con las superficies vacías. El fondo y la figura, el positivo y negativo de las zonas de color hacen que el dibujo crezca en la bidimensionalidad de la superficie que se reconoce, sin embargo, en un espacio sin llegar a esa subdivisión característica de Vuillard. No recurre a la escala monumental de sus cuadros domésticos -sus primeras obras Nabis-. Maestro en la integración de figuras y texto.
obra
En 1895 Toulouse-Lautrec recibe un importante encargo de sus amigos los hermanos Natanson: el diseño del cartel publicitario de su periódico "La Revue Blanche". Lautrec se pone a trabajar y toma como modelo a Misia Natanson, la esposa de Thadée, vestida como una burguesa parisina decimonónica. Esta imagen que contemplamos es un trabajo preparatorio para el cartel definitivo apreciándose escasas variaciones entre ambos. El dominio de la línea sobre el color se pone aquí claramente de manifiesto, enlazando con la reacción que se estaba produciendo entre los jóvenes artistas - Van Gogh, Cézanne, Gauguin, Bernard - contra la pérdida paulatina de la forma que observamos en los trabajos impresionistas, especialmente en Monet.