La proclamación del califato de Córdoba en el 929 y su derrumbamiento entre los años 1009 al 1031 fueron, evidentemente, dos de los acontecimientos de mayor importancia en la evolución histórica de al-Andalus. Su caída provocó la formación de los reinos de taifas, que iban a constituir un marco en el que la cultura andalusí -cuyas bases se habían asentado principalmente durante la época califal- alcanzará su mayor florecimiento. A la vez, en este marco, se iban a revelar las profundas debilidades de un complejo sociedad-Estado que no permitirá a la civilización andalusí resistir el empuje reconquistador de los reinos cristianos del norte, que representaban un Occidente en expansión. Conviene observar que, como ocurrió en Sicilia en la misma época, esta especie de implosión del sistema sociopolítico musulmán fue anterior a la intensificación de la amenaza cristiana y se produjo en el momento en que la potencia del califato parecía estar en su apogeo. Sin pretender llegar a una explicación definitiva del estallido político del poder y de la fragmentación de la comunidad que se produjeron a lo largo de unos veinte años de crisis de poder, podemos intentar dar una visión rápida de la desorganización del poder central, así como del conjunto del Estado y de la sociedad, y de sus relaciones en al-Andalus en el momento en el que se desarrollaba el proceso de derrumbamiento del califato. Los acontecimientos han sido bien expuestos en varias obras, desde la historia clásica de Levi-Provençal hasta el reciente estudio de David Wasserstein, pasando por diversas síntesis como las redactadas o dirigidas recientemente por María Jesús Viguera. Nos limitaremos a hacer un rápido resumen analizando, en lo que respecta a la historia política, el punto de vista del poder central, ya que un tomo de esta colección versará sobre la evolución de los reinos de taifas en fase de formación y desplazará el interés hacia los centros provinciales. Nos esforzaremos por destacar los factores determinantes de la crisis en Córdoba y en el Estado. Sin embargo, es preciso señalar que es muy difícil distinguir radicalmente entre los dos puntos de vista, dado que los poderes que surgieron por todas partes lejos de Córdoba sólo se conciben y se explican en relación con el poder cordobés: surgieron a causa de su debilitamiento y sacando partido de él, al tiempo que sólo se consolidaron apoyándose en el prestigio histórico del califato del que nunca lograron separarse realmente. La muerte de Abd al-Malik al-Muzaffar en octubre de 1008 en circunstancias dudosas dejó el poder en manos de su hermano Abd al-Rahman Sanyul o Sanchuelo. El personaje tenía la misma ambición o determinación de gobernar que los dos que le precedieron, pero sin la perspicacia política que había permitido a aquellos hacerse con el poder efectivo en al-Andalus y conservarlo sin rebasar los límites que les recomendaba la situación política y las relaciones del poder con la sociedad andalusí. En efecto, al acaparar el verdadero poder en detrimento del califato, que conservaba la legitimidad teórica, habían creado un equilibrio inestable cuya fragilidad se iba a demostrar tanto en la Revolución de Córdoba como en los acontecimientos de los veinte años siguientes. En noviembre de 1008, accediendo a la petición del nuevo dueño del poder, el califa Hisham II, que no tenía descendencia, reconoció al gobernador amirí como su heredero (wali al-ahd). Poseemos este documento en el que Abd al-Rahman Sanyul lleva el sobrenombre de al-Ma'mun -título casi califal- que se adjudicó nada más acceder al poder. A pesar de las justificaciones enrevesadas que se dieron a esta actuación, ésta chocaba con el legitimismo de los andalusíes. No sólo era impopular sino que era inaceptable en la concepción sunní del califato ya que los amiríes, a pesar de ser árabes, no pertenecían a la tribu del Profeta -la de Quraysh- a la que tradicionalmente, debían pertenecer los califas. La aristocracia omeya, desposeída ya del poder y preocupada por sus privilegios -recordamos que al-Muzaffar había desmantelado un complot pro-omeya en el 1006- tuvo así la ocasión de sublevar a la población de Córdoba contra el régimen. Aprovechando la absurda campaña militar de Abd al-Rahman en la frontera en pleno invierno, grupos de las antiguas clases dirigentes, del pueblo y de los fugaha' -el cadí de Córdoba Ibn Dhakwan aprobó la revuelta- se unieron para llevar a cabo la Revolución de Córdoba el 15 de febrero de 1009. Esta provocó la abdicación del califa Hisham II y más tarde la ejecución de Abd al-Rahman Sanyul, que había vuelto a Córdoba de una manera igual de absurda que cuando se marchó. La ciudad gubernamental amirí de Madinat al-Zahra' fue entonces saqueada y destruida. La profunda desestabilización del poder que resultó de estos acontecimientos es difícil de explicar. La mediocridad del sucesor de Hisham II, uno de los numerosos omeyas disponibles, que tomó el sobrenombre de al-Mahdi bi-Llah, probablemente tuvo mucho que ver con la situación creada: las divisiones se produjeron inmediatamente. Hay que tener en cuenta los efectos que tuvieron estas divisiones sobre una opinión que podríamos juzgar como desorientada por la dualización del poder que se había producido con los amiríes a causa de los conflictos entre los aspirantes al califato y la consiguiente aparición de poderes locales. Todo prueba que ideológicamente la opinión andalusí siguió estando más vinculada a la idea de comunidad (Yamaa) religiosa y política fuertemente unida bajo un poder único que en el resto de Dar al-Islam. El geógrafo al-Muqaddasi, que escribió su obra en los últimos decenios del siglo X, durante el apogeo del califato de Córdoba, describe este ambiente unitario cuando explica que en la Península sólo se seguían las doctrinas de Malik y la lectura coránica de Nafi, y que los andalusíes sólo pretendían adherirse al Corán y a al-Muwatta'. Si algún hanafí o shafií caía en manos de los andalusíes, lo expulsaban de su territorio y si descubrían a un mutazilí o a un shií eran capaces de matarlo. En la concepción canónica del califato, esta unidad se expresaba y se concretaba en la cumbre con el poder único del califa. Probablemente, esta noción de unidad del poder fue decayendo por el desarrollo de los acontecimientos históricos que llevarían a la fragmentación que había comenzado en tiempo de los abasíes. El mismo al-Andalus había participado activamente en este desmembramiento al organizarse como emirato independiente a mediados del siglo VIII y por primera vez en la historia del Islam. Pero el derecho público musulmán no había asimilado fácilmente esta transformación política. En Oriente, los poderes independientes o ajenos a los abasíes habían intentado apoyarse en la legitimidad del califato obteniendo sobrenombres reales o laqabs que llevaban el término Dawla (como sayf al-Dawla, Espada de la dinastía), hecho que mostraba claramente que los hamdaníes o los buyíes -que habían adquirido este tratamiento en el siglo X- sólo pretendían ser los representantes del poder califal a pesar del hecho paradójico de que ambos eran shiíes. En un sistema político-jurídico conservador como es el Islam, hubo que esperar hasta mediados del XI para que el gran jurista al-Mawardi, en su obra al-Ahkam al-sultaniya, sacase la conclusión de la evolución política efectiva elaborando la noción de delegación de soberanía. Es decir, el califa, que seguía siendo el poseedor de la legitimidad teórica, podía delegar el poder político fáctico a un emir que ejerciera la verdadera soberanía en un país determinado. Los andalusíes, a comienzos del mismo siglo, no habían recorrido mentalmente el mismo camino. Pasaron más bruscamente que los orientales de la unidad a la dualidad y luego a la diversidad de poderes. Todo ello sin conocer la diversidad de las escuelas jurídicas ni las sectas religiosas que caracterizaban Oriente. El régimen califal fuertemente unitario que existía en al-Andalus se había opuesto siempre a la fitna que se había producido a finales del IX y comienzos del X, antes de la restauración del califato por Abd al-Rahman III. El propio Islam oriental había terminado por aceptar la legitimidad de este califato de Occidente por su alejamiento y por la amenaza que el imperio fatimí -instalado entre el extremo Occidental sunní y un Oriente desgastado por el shiísmo- representaba para la ortodoxia. Podemos entender que este desfase que descubrieron de repente entre la teoría jurídico-religiosa -fundamento del poder- a la que se adherían sin formularla siquiera y la realidad y práctica del poder -para cuya reconstitución no existían reglas- les hiciera entrar en un proceso de degradación que nadie fue capaz de detener. La trayectoria política y el pensamiento de Ibn Hazm, que vivió este momento con especial intensidad -era hijo de un visir del gobierno y tenía quince años cuando estalló la Revolución de Córdoba- ilustran muy bien este desfase y la angustia que podía provocar. Sabemos que se adhirió apasionadamente a las tentativas de restauración del poder omeya en el 1018, luego en el 1023 y tal vez en el 1027. Hemos conservado un juicio suyo sobre la caída del califato omeya de Damasco, en el que podemos apreciar su concepción sobre la evolución histórica del mundo musulmán. Vale la pena citarlo tal como lo reprodujo Ibn Idhari en Bayan: "El año 132/749-750 fue el año en el que los abasíes se hicieron con el poder. Ibn Hazm hizo de su gobierno esta observación de conjunto: Con esta dinastía extranjera (ayamiyya), las oficinas dejaron de ser árabes: los extranjeros del Jurasan fueron los que se hicieron dueños y vimos resurgir la injusta administración de los cosroes (...) La discordia aumentó entre los musulmanes y en el interior del imperio se vio a los jareyíes, los shiíes y los mutazlíes obtener éxitos: Idris y Sulayman, ambos hijos de Abd Allah b. al-Hasan b. al-Hasan b- Ali b. Abi Talib, se metieron en el Magreb y se hicieron dueños; los omeyas se hicieron con el poder de al-Andalus, y así sucesivamente para muchos otros, mientras que los infieles, aprovechándose de los disturbios, se apoderaron de la mayor parte de al-Andalus y del Sind". El gran autor cordobés no podía juzgar de otra forma su propio tiempo y obró en la medida de sus posibilidades para restaurar la unidad omeya. Los mismos jefes políticos que se hicieron con el poder en las diferentes ciudades provinciales y sus opiniones públicas, sólo podían concebir el poder local asentado sobre una legitimidad califal.
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Anteriormente, se ha examinado la profunda transformación producida en la Europa del Este como consecuencia del proceso de estalinización. Probablemente, ninguno de los Gobiernos anticomunistas de esta parte del mundo encarceló y ejecutó a tantos comunistas como los ejecutivos de inspiración estaliniana entre 1949 y 1953. Pero no sólo fue la represión el rasgo definitorio de esta situación política. También la transformación de la economía nacional se sujetó a las exigencias de la URSS de Stalin. En Checoslovaquia, por ejemplo, el porcentaje del comercio con la URSS creció del 6 al 38% del total. En todos estos países se produjo una industrialización masiva y rápida, incluso en aquellos que carecían de materias primas esenciales como el carbón y el hierro, como fue el caso de Hungría. Y, en fin, el culto a la personalidad de Stalin pobló de estatuas del líder soviético las plazas y calles de la Europa del Este: "La luz estaliniana alumbra la tierra albanesa", aseguró el líder de este país, Enver Hoxha. La excepción estuvo constituida por Yugoslavia. A lo largo de los años del estalinismo, se había visto sometida a fuertes presiones por parte de la URSS y de la Kominform. En numerosísimas ocasiones, hubo vuelos soviéticos que pasaron por encima el territorio yugoslavo hasta Albania sin que se produjera una reacción semejante a la que había tenido lugar cuando se habían producido hechos parecidos protagonizados por la Aviación norteamericana al final de la guerra. Tito, por su parte, mantuvo un estricto control policial del país, muy semejante al del estalinismo y, en septiembre de 1949, para aliviar sus dificultades en este terreno, aceptó ayuda norteamericana. En cuanto a la política exterior, en un principio trató de aproximarse a Grecia y Turquía, formando una especie de pacto balcánico, pero al final se decidió por un acuerdo con los países del Tercer Mundo y, de esta manera, Belgrado se convirtió en una de los centros inspiradores de la política de no alineamiento. En general, los cincuenta fueron años pacíficos en las relaciones entre las diversas entidades nacionales de Yugoslavia, por la necesidad de enfrentarse con el estalinismo; de esta manera, el motivo de una posible debilidad se convirtió en un factor importante de unidad y resistencia frente al exterior. El partido recibió el nombre de la Liga de los Comunistas de Yugoslavia, denominación que no hubiera sido posible en otro país de esta región del mundo y que revela la tolerancia con el carácter plural de Yugoslavia. La creación de los Consejos obreros en las empresas permitió considerar que existía un tipo de socialismo especial, una especie de vía propia lejana, al mismo tiempo, de la socialdemocracia y del comunismo en versión estaliniana. Esta vía fue teorizada por Kardelj y tuvo repercusiones constitucionales, al estar una de las Cámaras compuesta por representantes de los Consejos. Tras la muerte de Stalin, en todos los países de Europa del Este se produjeron cambios de mayor o menor importancia. Desde el primer momento, se apreció en la Kominform una propensión a modificar la política hasta entonces vigente en tres sentidos complementarios: aceptar, al menos en parte, la peculiaridad yugoslava, criticar a Stalin y exportar la dirección colectiva que se había impuesto en la URSS renovando en buena medida los equipos que desempeñaban el poder. Como los estalinianos de las democracias populares no aceptaron siempre estos cambios, este conflicto latente tendió a menudo a multiplicar las tensiones e incluso favoreció un cierto grado de "desatelización" respecto a Moscú. La situación se complicó, porque la muerte del dictador soviético fue seguida en toda la Europa del Este por protestas de la clase obrera industrial, dispuesta a reivindicar mejores niveles de vida en cuanto se aflojara la presión sobre ella. Estas manifestaciones tuvieron lugar, por ejemplo, en Bulgaria, Checoslovaquia y Hungría, pero la protesta fue especialmente dura en Alemania Oriental. En julio de 1952, el Partido Socialista Unificado había optado por la "sistemática construcción del socialismo", es decir el fomento de la producción mediante la militarización de los trabajadores. Con ello, en el año siguiente el número de los emigrados a la zona occidental alcanzó la cifra de unas 297.000 personas. En junio de 1953, la política del partido pareció girar de rumbo ante las nuevas circunstancias en la URSS y admitió las "aberraciones del pasado", al tiempo que prometía menos presión sobre las iglesias, más preocupación por las industrias de consumo y menor control sobre la cultura. Pero perduró otra característica definitoria del pasado. La industrialización masiva y compulsiva llevó al incremento de un 10% en las normas de trabajo, lo que implicaba mayor esfuerzo sin la contrapartida de una retribución complementaria. A mediados de junio de 1953, se produjeron en Berlín y en otras partes protestas obreras urbanas e inicialmente dirigidas en ocasiones por las propias autoridades sindicales. El movimiento fue socialista y, por lo tanto, ortodoxo, aunque acabó degenerando en ataques a edificios públicos y saqueo de tiendas. Como es habitual aun después de la caída del comunismo, es difícil hacer un balance del resultado de los incidentes. Un cálculo reciente asegura que la intervención de las tropas soviéticas pudo causar unos 3.000 muertos y 25.000 detenciones. El número de condenados a muerte en juicios posteriores parece haber sido reducido, unos cincuenta. A continuación de los acontecimientos, el Partido Socialista Unificado hizo una profunda purga que supuso la renovación de un tercio del Comité Central, suprimió la exigencia de multiplicar el esfuerzo de trabajo y consiguió el abandono de las fuertes reparaciones de guerra por parte de los soviéticos que recaían sobre las espaldas de los alemanes orientales. Por el contrario, hubo, además, préstamos soviéticos y se establecieron nuevas bases más igualitarias para relaciones entre la URSS y la Alemania oriental que, en adelante, ya no volvió a ser tratada como un objeto de intercambio en la política exterior de la URSS. Lo sucedido en Berlín tuvo una profunda repercusión en la política interna soviética, pues sus compañeros de dirección acusaron a Beria de haber mantenido una política excesivamente liberal con las consecuencias ya descritas. A pesar de la aparición de esta conflictividad, los relevos en la dirección política de la Europa del Este fueron produciéndose desde junio a octubre de 1953. En Checoslovaquia, se vieron facilitados por la muerte de Gottwald pero la dirección, no obstante, siguió siendo estalinista, aunque de carácter colegiado; la presidió un dirigente de esta significación, Novotny. En Hungría, el estalinista Rakosi tuvo que compartir con Imre Nagy como presidente del Consejo una situación complicada y conflictiva que, al poco tiempo, acabó con la marginación del segundo. En Rumania, Gheorgiu Dej mantuvo el estalinismo, pero, al mismo tiempo, inició una vía nacional que se consolidaría con el transcurso del tiempo. En Bulgaria, Chervenkov perdió el poder sobre el partido, lo que fue el antecedente de su posterior marginación. Hoxha lo mantuvo y este hecho estuvo en el origen de la opción por una senda específica dentro del mundo comunista europeo. Una vez la nueva dirección soviética se concentró en Kruschev, se dibujó ya una política soviética más precisa con respecto al conjunto de los países de la Europa del Este. El nuevo dirigente supuso de entrada un relajamiento de la presión política, pero también una mayor insistencia en la política de industrialización y defensa. Un rasgo muy característico suyo fue, en efecto, que, al mismo tiempo, propició una coordinación económica y también militar entre los países de la Europa Oriental a través del COMECON y del Pacto de Varsovia. El primero de estos organismos, de carácter económico, en realidad no se había puesto en funcionamiento hasta el momento, mientras que el segundo, nacido de un acuerdo suscrito en mayo de 1955, implicó el mantenimiento de la presencia del Ejército soviético en países como Hungría, que hubieran debido estar libres de ella después de la firma del Tratado de Paz con Austria. Para el cumplimiento de su política respecto a Europa del Este, Kruschev necesitaba líderes más populares y una relajación general del antititismo. En junio de 1955, acompañado de Bulganin y de Mikoyan, visitó Belgrado y se firmó una declaración señalando el deseo de mantener una política de no interferencia en los asuntos de otros países. En realidad, Kruschev sólo estaba dispuesto a reconocer la independencia de los países que hubieran conquistado por ellos mismos y hubiera deseado que Tito siguiera mucho más puntualmente la evolución que quería la URSS. Los yugoslavos, por su parte, interpretaron que los soviéticos admitían el policentrismo y, por tanto, que ellos habían triunfado tras su dura resistencia frente a Stalin. El teórico oficial Kardelj siguió, sin embargo, atacando a los soviéticos, pero eso no implicó en absoluto una actitud liberalizadora. Cuando uno de los dirigentes comunistas yugoslavos, Milovan Djilas, atacó en un libro publicado en Estados Unidos a la Nueva clase dirigente en los países comunistas, se emplearon contra él procedimientos represivos semejantes a los estalinistas. En realidad, el paso definitivo hacia la desestalinización no se produjo hasta el XX Congreso del PCUS y la intervención de Kruschev en contra de Stalin. Fue tan sólo la dirección política de Yugoslavia la que recibió con satisfacción estas noticias, que confirmó cuando en una visita a la URSS -en junio de 1956- de nuevo quedó ratificada la tesis del policentrismo. Tito, al mismo tiempo, siguió atacando a los "pequeños Stalin" de la Europa del Este mientras que, en el momento decisivo, no estuvo por la ruptura con el sistema estalinista ni con la dependencia de Moscú. Para todos estos países, el cambio de la política soviética respecto a Yugoslavia implicaba un giro político de primera magnitud, porque su legitimidad en buena medida se fundamentaba en el repudio de Tito. Pero, además, a ello se añadió la denuncia de Stalin y la posibilidad de la coexistencia pacífica. Incluso, como para señalar la ruptura con el pasado, la Kominform fue abolida en 1956. Todo este nuevo panorama dio lugar a un situación muy peculiar, que produjo una profunda conmoción en dos países del área -Polonia y Hungría- con un resultado final distinto en cada una de ellos. No obstante los ingredientes que la causaron en estos dos países se dieron, en mayor o menor grado, en el conjunto de la región. El reverdecer del nacionalismo, una "intelliguentsia" insatisfecha, los problemas por el nivel de vida, la desorientación del liderazgo ante los cambios soviéticos y la existencia de una clase dirigente alternativa fueron otros tantos factores de importancia en la aparición de tensiones políticas. Todos estos factores se combinaron de diferentes formas, según los países, predominando unos u otros. Sólo en Hungría y Polonia se dieron todos a la vez, quizá porque en estos dos países se daban condiciones muy peculiares. En Hungría las purgas habían sido especialmente brutales durante la etapa estalinista y tenía cerca a Yugoslavia y Austria como posibles modelos alternativos. Polonia disponía a su favor de un peso demográfico y una tradición de resistencia que disuadía de intervenciones exteriores pero, al mismo tiempo, dependía más de los soviéticos para mantener sus fronteras respecto a Alemania. Los acontecimientos más importantes se produjeron en Hungría, pero no pueden entenderse sin los previos antecedentes polacos. En los acontecimientos de octubre de 1956 en Polonia jugó un papel decisivo el nacionalismo, una fuerza omnipresente en la Historia polaca: el propio ministro de Defensa era un mariscal soviético que hablaba muy mal la lengua del país. Pero no era ése el único problema que tenía el comunismo polaco. El nivel de vida no sólo no mejoraba sino que, por el contrario, tendía a empeorar: en 1955, la renta real estaba un 36% por debajo de la de 1949. Los intelectuales defendían un socialismo diferente, con vuelta a las fuentes del marxismo-leninismo, hostilidad a la censura y al realismo socialista y con un rostro inequívocamente polaco. Esto último les pudo hacer confiar en Gomulka como dirigente nacional-comunista que había sido condenado a tres años de cárcel en la época estaliniana. Al mismo tiempo la Polonia de esta época parece haber estado más abierta a influencias occidentalizantes que otros países del área: lo prueba el éxito de la novela americana, del jazz, de los blue jeans y del teatro satírico. En abril de 1956 un nuevo líder, Ochab, representante de una línea parecida a la de Kruschev, puso en marcha una amnistía que supuso liberar de la cárcel a unas treinta o cuarenta mil personas. Al poco tiempo, por vez primera en un Parlamento de un país del área soviética, se produjo una discusión a fondo en el Parlamento (en esta ocasión sobre el aborto). La difusión de la intervención de Kruschev en el Congreso del PCUS tuvo una especialísima importancia. difundiéndose más copias de las permitidas, lo que permitió que la noticia de lo ocurrido en Moscú llegara hasta Occidente. Todo cuanto antecede debe considerarse como el caldo de cultivo del estallido posterior que, como en el caso de Berlín, estuvo motivado en las duras condiciones de vida de la clase trabajadora. Los incidentes se produjeron, a partir de junio de 1956, en Poznan con manifestaciones que pedían, aparte de las reivindicaciones sociales, "paz y libertad", la expulsión de los rusos y la liberación del cardenal Wyszinski. Pronto una marcha de protesta degeneró en violencia y en el asalto a una prisión con un total de cincuenta y cuatro muertos. Los soviéticos parecen haber optado en un primer momento por medidas puramente represivas, pero una parte de la dirección del partido optó por una solución de apertura que, de hecho, consiguió encauzar más plenamente que la violencia una situación potencialmente explosiva. Readmitiendo a Gomulka en el Partido Comunista y tolerando que pudiera llevar a cabo el programa que con anterioridad había intentado se evitó un estallido semejante al que luego se produjo en Hungría. Pero todo esto no sucedió sin dificultades graves. Los soviéticos llegaron a estar tan preocupados que Kruschev pidió que se interrumpieran las reuniones de la dirección del partido polaco. Una importante delegación presidida por el propio secretario general del PCUS visitó Varsovia. Tras unas tensas conversaciones con la dirección polaca, al mismo tiempo que las tropas soviéticas se movían en la frontera, Kruschev acabó aceptando que Gomulka se hiciera cargo de la dirección del partido. Las rápidas concesiones que éste hizo en materia religiosa -liberación del cardenal primado, por ejemplo- le permitieron controlar la situación al mismo tiempo que testimoniaban que existía una cierta capacidad de maniobra en el caso del comunismo polaco, siempre que tuviera un mínimo de especificidad. Gomulka parece haber pensado que era mejor un reformismo suave que la invasión soviética y consiguió convencer de ello al partido. En consecuencia, durante su etapa de mandato fue posible introducir una cierta autonomía en los contactos con Occidente, alguna tolerancia en materia cultural, liberalización en la Dieta o Parlamento y reformas económicas que suponían una cierta descolectivización en el campo. En Polonia, por tanto, el Partido Comunista mantuvo una línea propia al mismo tiempo que evitaba romper con la URSS, la cual garantizaba su seguridad exterior. La clase obrera, por otra parte, no tuvo una estrategia o una dirección que hicieran posible su triunfo o, por lo menos, la conquista de una cierta autonomía. Pero, con el paso del tiempo, Gomulka se descubrió mucho menos prometedor que lo que se había pensado. A comienzos de los sesenta habían desaparecido gran parte de los cambios revisionistas. Nunca, sin embargo, hubo un nuevo ataque al mundo católico y de hecho se permitió una Universidad de esta significación, hecho inimaginable en otro país. Tampoco se volvió a intentar la colectivización rural como en el pasado. De esa manera se puede decir que, al menos en algún grado, Polonia ya había conquistado un principio de autonomía. En la evolución de Hungría es posible percibir una especie de relajación de la presión del estalinismo que luego se frustró volviendo al punto originario. Como en Polonia, existían quejas fundamentadas en contra de la presencia rusa y de la explotación de sus recursos económicos: la bauxita que, en teoría, se extraía en sus minas para ser exportada a la URSS era, en realidad, uranio del que se podía haber logrado una venta mucho mejor en el mercado internacional. La agricultura dependía también de los intereses soviéticos y los campesinos obtenían escasos beneficios individuales por sus cosechas. En un principio la desestalinización pareció obtener un rápido éxito que luego se demostró ficticio. Rakosi, siguiendo los deseos de Moscú, aceptó dejar el puesto de primer ministro a Nagy que era un comunista irreprochable que había pasado la Guerra Mundial en Moscú y no había criticado la etapa estalinista. No era judío como la mayor parte de la dirección comunista húngara y su talante era más bien el de un intelectual que el de un político. Nagy prometió una relajación general de los controles y una economía orientada hacia el consumo y pronto desplazó de la dirección política a los más estalinistas. Pero los acontecimientos de Berlín hicieron que Rakosi recuperara el poder mientras Nagy trató de ampliar sus apoyos a base de proponer la creación de una especie de frente popular, es decir, una fórmula de colaboración de los comunistas con otras fuerzas políticas. En principio, sin embargo, fue derrotado. Rakosi triunfó en 1955 y logró la sustitución de Nagy por Hegedus. En realidad, Nagy sufrió el mismo destino que Malenkov pero no se retractó nunca de la política que había defendido y quedó, por tanto, en la reserva, como una especie de Gomulka húngaro. Tras su victoria, la política que siguió Rakosi, a pesar de las instrucciones de Moscú, fue por otra parte de pura y simple vuelta al estalinismo con el principal apoyo de la policía política. Pero todo iba en su contra en el propio mundo soviético donde parecían predominar las vías nacionales hacia el socialismo o la idea de la coexistencia. Además, los húngaros guardaban el recuerdo de la fase en que Nagy había estado en el poder, más como una promesa que por ser capaz de proponer una alternativa precisa. También Tito, el nuevo amigo de Kruschev, se expresó en términos muy duros acerca de Rakosi. Éste tuvo que mostrar una apariencia distinta del estalinismo aunque tan sólo fuera por motivos tácticos. Una pequeña concesión en el campo cultural, la creación del círculo Petofi, se convirtió en el preludio intelectual de la revolución, llevando a cabo importantes debates políticos con reivindicación de la autonomía de los centros de producción y protestas contra la policía y el estalinismo. Otra, la admisión de la inocencia de Rajk, acusado en otro tiempo por Rakosi, acabó por liquidar la legitimidad política de éste. La presión de otros medios intelectuales sirvió para deteriorarle pero la expulsión definitiva, tras haber intentado una purga de Nagy y sus seguidores, se produjo finalmente como consecuencia de la directa intervención política soviética. De momento el liderazgo pasó de Rakosi a Gerö, que había sido coronel del Ejército soviético, lo que hería los sentimientos nacionalistas. En realidad, por tanto, el cambio tuvo lugar en un sentido contrario al deseado por la población, que lo interpretó como un empeoramiento. Pero de nuevo la intelectualidad jugó un papel decisivo. En septiembre de 1956 una manifestación, que auspiciaron esos círculos culturales, para conmemorar la ejecución de generales húngaros por los rusos en 1848, reunió a un cuarto de millón de personas. Los restos de Rajk fueron objeto de un homenaje después de ser vueltos a enterrar de forma solemne y Nagy fue readmitido en el partido, del que había sido expulsado en octubre. Ese mismo mes, como sucede en tantas otras ocasiones cuando una protesta ha sido iniciada por los intelectuales, los estudiantes tomaron su relevo. El 23 de octubre, una manifestación pacífica organizada por una asociación estudiantil creada de forma espontánea, se dirigió a la estatua del general polaco Bem que había combatido a los rusos en favor de los húngaros. Como se puede constatar, lo que ocurría en la nación vecina jugó un papel de primera importancia en los acontecimientos. La manifestación ni había sido organizada por los seguidores de Nagy ni iba dirigida contra el partido pero de forma espontánea aparecieron banderas nacionales a las que se le había quitado el símbolo identificativo de la democracia popular de inspiración soviética y se produjo el derribo de una estatua de Stalin que había sido fundida con otras de reyes húngaros. Rakosi fue insultado y Nagy trató vanamente de calmar a los manifestantes que se indignaron de que les tratara como "camaradas". La indecisión de las autoridades contribuyó a que la protesta creciera en envergadura. A ella se sumó un juicio por completo errado de la situación. Gerö hizo una declaración por radio que multiplicó la exasperación popular. Las protestas ante el edificio que la alojaba acabaron con la toma de la emisora. El 24 de octubre Budapest estaba en una situación de completo descontrol agravada por el hecho de que ni el Ejército ni las fuerzas del orden húngaras parecían dispuestas a intervenir; cuando lo hizo la policía política el resultado fue todavía peor. Gerö y el embajador Andropov llamaron a los soviéticos que ese mismo día actuaron en las calles de Budapest pero con efectivos insuficientes. Conscientes de la gravedad del momento los soviéticos entonces colocaron al frente del Gobierno y el partido a Nagy y Kádar, respectivamente. Quienes tomaron las armas pudieron haber sido originariamente unas dos mil personas tan sólo y, como máximo, se debió llegar a unas doce o quince mil en días posteriores. Los peores incidentes se produjeron cuando los manifestantes pidieron armas delante de determinados cuarteles o protestaron ante edificios públicos singulares como el Parlamento. Una delegación de la dirección soviética en la que figuraban Mikoyan y Suslov vino entonces desde Moscú para tratar de encauzar la situación. Nagy, en quien estuvo durante unos días la posibilidad de tener la iniciativa política, fue prisionero de su propia indecisión y de su propia confianza en las posibilidades de un comunismo reformista. Tras alabar a los manifestantes y combatientes pidió la retirada de los soviéticos pero, con parte de sus declaraciones, quizá presionado, hizo desaparecer su imagen de un Gomulka húngaro, al mismo tiempo que creaba una profunda desconfianza en los rusos. Trató de ampliar el Gobierno hacia una fórmula de Frente Popular y admitió el multipartidismo pero no dejó claro, siquiera, que fueran a producirse unas elecciones completamente libres. Mientras tanto, se había producido una erupción de Consejos obreros por todo el país pidiendo un sistema multipartidista, la liberación del cardenal Mindszenty y la retirada del Ejército soviético. El ideario de estos Consejos no parece haber sido en absoluto contrario al socialismo a pesar de todas estas demandas, aunque siempre optaran por una vía democrática. El número de granjas colectivas se redujo drásticamente pero no hubo propuestas inmediatas de que retornara el capitalismo. El 25 de octubre hubo una dura lucha en Budapest en la que participó el Ejército húngaro, que se había pasado en buena parte a los sublevados. Nagy anunció que negociaría con los soviéticos y aprobó los Consejos. El 28 consiguió la retirada de los soviéticos pero el verdadero poder estaba en los Consejos o en las fuerzas militares que habían combatido a los soviéticos, como Pal Maleter en Budapest. En la capital aparecieron muchos periódicos nuevos en una temprana y espontánea eclosión de la libertad de prensa. El 31 de octubre los soviéticos decidieron intervenir presionados por su propio Ejército, por la posición de la China de Mao y por la actitud de los sectores más conservadores en Hungría o en la URSS. La acción de Suez parece haber contribuido a hacer desaparecer cualquier duda al respecto. El 1 de noviembre se formó un nuevo Gobierno, Nagy anunció la retirada de Hungría del Pacto de Varsovia declarando la neutralidad de la nación y pidió ayuda a la ONU. Si adoptó esta actitud fue probablemente porque ya era consciente de que una nueva invasión soviética era inminente. De hecho Kádar, un hombre del aparato comunista que había sufrido tanto o más que Nagy en la peor época estalinista, se había pasado ya a los soviéticos. Andropov pidió dos delegados para preparar la definitiva retirada soviética y fueron detenidos; uno de ellos fue Maleter. El 3 de noviembre 6.000 tanques invadieron Hungría y en pocas horas dejaron aislada Budapest. La resistencia duró hasta el diez de noviembre en la isla de Csepel, en el entorno industrial de Budapest, pero las posibilidades de enfrentarse a los soviéticos eran realmente nulas. Nagy y sus seguidores se encerraron en la Embajada yugoslava el día 4; se le prometió poder salir, pero cuando lo hizo fue enviado a Rumania donde fue detenido y, a los dos años, tras un largo juicio, fue ejecutado. Los yugoslavos protestaron luego por lo sucedido pero Tito, que condenó la primera intervención soviética, no puso reparos a la segunda. Ni Nagy ni ninguno de sus seguidores admitió culpabilidad alguna como consecuencia de los acontecimientos. Al menos eso se ganó con respecto a la etapa estaliniana. El caso de los dirigentes no fue, como es lógico, el único en lo que atañe a la represión. Se ha calculado que unas 350 personas fueron ejecutadas, lo que, con los muertos en combate, sumaría unos 3.000 muertos húngaros. La mayor parte de los primeros eran obreros jóvenes sin particular significación política. Unas 200.000 personas huyeron al extranjero al permanecer la frontera prácticamente abierta durante los días de los acontecimientos. La magnitud de la cifra se aprecia teniendo en cuenta que equivalía al 2% de la población total del país. Entre los que emigraron había muchas personas preparadas e incluso el 40% de los mineros; las consecuencias económicas de la revolución fueron, pues, importantes. La labor policial posterior fue exhaustiva. Unas 35.000 personas fueron investigadas, 26.000 procesadas y 22.000 condenadas; 13.000 fueron enviadas a campos de concentración. Por más que los tiempos de Stalin hubieran pasado, la magnitud de la represión prueba que los métodos eran parecidos. Hasta 1962 en la agenda de la ONU estuvo el debate sobre los acontecimientos y la represión de los mismos. Al margen de la liquidación del proceso revolucionario conviene llegar a algunas conclusiones acerca de su contenido. La revolución fue completamente espontánea, imprevisible y carente de preparación. Los sentimientos que la animaron fueron, sobre todo, nacionales pero también democráticos pero, como ya se ha dicho, y no pareció existir ningún deseo de vuelta al capitalismo aunque sí a la propiedad privada agraria. Incluso los sectores movidos por intereses predominantemente religiosos no parecieron desear la ruptura con el socialismo. La revuelta -quizá está denominación parece más oportuna que "revolución"- puede ser considerada como la primera de carácter antitotalitario de toda la Historia. Si Polonia había demostrado que una sociedad podía permanecer viva a pesar del comunismo, Hungría, con su revolución, testimonió que el comunismo podía ser derribado, al menos durante algunos días. Su destino final resulta muy difícil de adivinar teniendo en cuenta que no pudo consolidarse. Pero situada desde el punto de vista cronológico, en el punto medio entre 1917 y 1989, de haberlo conseguido mínimamente, hubiera permitido que lo sucedido en esta última fecha tuviera lugar con antelación. Una consecuencia indirecta de la revolución fue que, en adelante, el policentrismo de forma más o menos larvada se convirtió en la doctrina oficial del comunismo, lo que implicaba admitir, en la práctica, diferentes vías hacia el socialismo. Aunque los polacos no pudieron hacerlo presente de un modo muy claro, simpatizaron con el movimiento por más que oficialmente Gomulka lo condenara. Pero lo que produjo la proliferación de posturas diversas fue, en realidad, la pluralidad de reacciones adoptadas por las direcciones políticas de los diversos partidos. Ya conocemos la de Tito. La de los partidos de Europa del Este, embarcados en vías nacionales, fue parecida y, en cambio, muy distinta la de Mao, como tendremos la ocasión de comprobar. En este sentido puede decirse que los acontecimientos de 1956 resultaron un hito en la Historia del comunismo. En la política exterior mundial se produjeron pocos cambios como consecuencia de los acontecimientos húngaros. Se creó, por el contrario, la conciencia de que Occidente no intervendría en Europa del Este y de que los soviéticos sí lo harían. En ese sentido puede decirse que los acuerdos de Yalta quedaron solemnemente ratificados por la práctica en este año. Pero otra cosa fue lo sucedido en la opinión pública del mundo occidental. Los partidos comunistas de Gran Bretaña, Suiza y Dinamarca sufrieron una grave crisis: un tercio de los militantes del primero se dieron de baja. En Francia, quizá una cuarta parte del mundo intelectual que apoyaba de forma más o menos implícita al Partido Comunista, se desvinculó de él. Entre quienes protestaron por la invasión figuraron personas tan significadas como Picasso, Camus y Sartre. El Partido Comunista italiano perdió una décima parte de su afiliación. Finalmente, es necesario también referirse a las consecuencias de los acontecimientos en la propia Hungría. Kádar, como sucesor de Nagy, intentó llevar a cabo dos políticas distintas que parecían incompatibles, pero que le dieron resultado: la represión de los recalcitrantes y la negociación con los elementos considerados como recuperables para incorporarlos a su equipo. Conseguido lo segundo -lo primero se llevó a cabo con la directa intervención soviética- Kádar protagonizó una política revisionista en lo económico que permitió la diferenciación respecto al resto de los países de Europa del Este y establecer un cierto socialismo de consumo.
contexto
La que iba a ser la más profunda alteración conceptual de esa visión fue hecha pública de forma casi inadvertida, cuando Max Planck (1858-1947) expuso ante la Sociedad Alemana de Física su ensayo Sobre la distribución de la energía en un espectro normal, que leyó el 14 de diciembre de 1900, como si hubiese querido hacer coincidir el cambio de siglo con el comienzo de una nueva era. En su formulación esquemática, la tesis de Planck - que arrancaba de estudios anteriores sobre las leyes de la radiación de los cuerpos debidos a Kirchoff, Wien y Rayleigh, principalmente- probaba que la energía irradiada por los cuerpos no procedía a través de una corriente continua, sino que se emitía y absorbía en unidades o paquetes (quanta) y que era, por tanto, intermitente y discontinua. Al margen de la importancia práctica que el descubrimiento tendría -pues permitiría clarificar cuestiones como la frecuencia de las emisiones de rayos, el calor específico de los sólidos, los efectos fotoquímicos de las radiaciones y similares-, la tesis de la discontinuidad en las radiaciones energéticas de Planck destruía el principio mismo de continuidad en toda relación causa-efecto, y ponía en entredicho, por tanto, la idea de causalidad y aun de certidumbre en la descripción de los hechos físicos. Con ser ello importante -y la teoría cuántica era la revolución más decisiva que se producía en la Física desde el siglo XVII-, al público (al público culto y al gran público) impresionaron más otras revelaciones de la nueva Física: en el campo de la Física teórica, los trabajos de Einstein; en el campo de la ciencia experimental, los estudios sobre la estructura del átomo. Albert Einstein (1879-1955), judío de origen modesto, nacido en la ciudad alemana de Ulm, educado en Munich y Zurich, empleado desde 1901 en la agencia de patentes del gobierno suizo en Berna (luego, una vez conocidas sus teorías sería profesor en las universidades de Zurich, Praga y Berlín hasta que tuvo que abandonar Alemania en 1933), Einstein publicó en 1905 en la revista alemana Annalen der Physik tres artículos verdaderamente memorables. El primero, aplicando la teoría de Planck a la luz demostraba que la energía de ésta se concentraba en pequeñas cargas de radiación compuestas de cuantos; el segundo aclaraba aspectos previamente no resueltos sobre el movimiento de las moléculas; y el tercero, titulado La electrodinámica de los cuerpos en movimiento, era un estudio sobre la conducta de la luz y sus propiedades en el que desarrollaba la que sería la teoría especial de la relatividad. Con ser los otros dos importantísimos, fue el tercer artículo -que enlazaba con trabajos de Henri Poincaré y H. A. Lorentz- el que revolucionó el mundo de la física, como supo advertir de inmediato Max Planck. En síntesis, Einstein demostró que el tiempo y el espacio no eran valores absolutos sino que variaban en relación a la velocidad del observador, y que la misma masa de un cuerpo se modificaba con la velocidad. Demostró igualmente que la masa y la energía de un cuerpo estaban íntimamente relacionadas -a un aumento en la energía de un cuerpo correspondía un aumento equivalente en su masa- y que la masa se convertía en energía. En 1916, Einstein aplicó sus tesis al fenómeno de la gravitación, a la Astronomía, para proponer una teoría general de la relatividad, convencido de que toda la mecánica de Newton debía ser revisada. Y en efecto, frente a las tesis newtonianas sobre el carácter lineal de las fuerzas de la gravedad y de la inercia, Einstein probó que la geometría del espacio era curva y demostró las numerosas consecuencias que se derivaban de la influencia que los campos electromagnéticos que rodea a las estrellas ejercen sobre los cuerpos. Cuando en 1919 un grupo de científicos británicos probó una de sus predicciones -que los rayos de luz se desvían en una medida determinada cuando pasan cerca del sol-, Einstein alcanzó un prestigio científico y popular incomparable y sin precedentes. Sin duda, había creado la teoría científica más original que hombre alguno había elaborado hasta entonces: había cambiado la comprensión del tiempo, del espacio y del movimiento, y revisado toda la concepción mecanicista de la física. Pero probablemente el gran público sólo se quedó con una palabra, relatividad, y además, entendida no en su sentido científico sino en su significado más inmediato, como sinónimo de falta de verdades absolutas y universales, relativismo al que Einstein, un hombre de aspecto desaliñado, bondadoso y gentil, ingenioso, carente de toda vanidad, apasionado por la música, internacionalista y pacifista convencido, y que creía en un vago teísmo en el que Dios aparecía como el orden matemático del Universo, fue siempre ajeno. Partiendo de los trabajos que sobre la naturaleza electromagnética de la luz y sobre la velocidad de las ondas electromagnéticas habían hecho en su día James Clerk-Maxwell y Heinrich Hertz, en 1895 Wilhelm Röntgen descubrió, como se ha indicado, los rayos X. Al año siguiente, Henri Becquerel (1852-1909) observó que el uranio emitía radiaciones similares, y, al hilo de su descubrimiento, Marie y Pierre Curie llegaron a aislar dos nuevos elementos, el polonio (1898) y el radio (1902), y a perfeccionar así el conocimiento sobre la radiactividad de determinados cuerpos (lo que tendría formidables aplicaciones en campos como la radioterapia, las comunicaciones y la conservación y uso de la energía). Por caminos distintos -Marie Curie era química- pero partiendo también del descubrimiento de Röntgen, el físico británico J. J. Thomson, de la Universidad de Cambridge, descubrió en 1897 el electrón, la primera partícula subatómica, descubrimiento extraordinario que haría ver que los electrones -partículas cargadas negativamente de electricidad- eran componentes del átomo de cualquier materia, y que las propiedades de esta última dependían de y se explicaban por la masa y carga de sus electrones. Poco después, en 1902, Ernest Rutherford (1871-1937), un neozelandés formado en Cambridge con Thomson y F. Roddy, demostró que la causa de la radiactividad era atómica -y no química, como creían Becquerel o los Curie-, y se debía precisamente a cambios (desintegración) en la estructura del átomo de los elementos radiactivos. En 1911, Rutherford pudo ya proponer un primer esquema de estructura del átomo, que describió como un modelo solar: un núcleo cargado positivamente, rodeado de electrones que giraban alrededor de aquél en órbitas circulares, como planetas alrededor del sol. Dos años después, su discípulo, el físico danés Niels Bohr (1885-1962), aplicando la teoría cuántica al átomo de Rutherford, perfeccionó el modelo, precisando que cada electrón tiene su propia órbita y que la emisión de energía o luz se produce únicamente cuando un electrón pasa de una órbita de mayor energía a otra de energía menor. Como las teorías de Einstein, el átomo Rutherford-Bohr, que era un sistema fácilmente comprensible, tuvo un impacto social extraordinario. Pero fue un impacto de nuevo inquietante y perturbador, en la medida en que también erosionaba la seguridad que el hombre pudiera tener en su percepción de la realidad física. Porque el átomo, la unidad más pequeña de la materia, que durante siglos apareció como indivisible, resultaba ser una entidad divisible y compuesta de múltiples y distintas partículas (Rutherford mismo descubrió el protón en 1919); y la materia parecía no ser otra cosa que mera energía. Cuando poco después, en 1926, otro físico, el alemán Werner Heisenberg (1901-1976), uno de los principales exponentes de la mecánica cuántica u ondulatoria, formuló lo que llamó principio de indeterminación (o de incertidumbre) -que se refería a la imposibilidad de medir con precisión la posición y momento de una partícula- dio con la expresión esperada. Porque, por más que Einstein dijera que Dios "no juega a los dados" y creyera, por tanto, que el Universo es un conjunto determinado y ordenado, lo que pareció extenderse, vista la discusión que las tesis de Heisenberg suscitaron entre científicos y filósofos, era la idea de que el Universo se regía por la incertidumbre y la probabilidad. El grito de Munch -o la inquietante y enigmática pintura metafísica de De Chirico, a la que habrá ocasión de referirse- parecían pues plenamente justificadas: eran como metáforas, conscientes o no, del miedo y de la perplejidad que el hombre experimentaba ante un mundo que, hasta en su realidad física, se le había vuelto incierto, inseguro e incomprensible.
contexto
El oro africano llevado a Lisboa por los portugueses y, sobre todo, los metales preciosos americanos importados por los españoles contribuyeron de forma muy importante a la transformación económica de Europa y al proceso de desarrollo del capitalismo inicial. La razón de esta realidad fue la dilatación del stock metálico del Continente y la intensificación de los circuitos de circulación monetaria. El efecto más evidente de esta nueva situación en el plano de la coyuntura fue un incremento generalizado del nivel de los precios, lo suficientemente importante como para ser nítidamente percibido por los observadores coetáneos, que se manifestaron con preocupación acerca del fenómeno. En 1934 un historiador-economista norteamericano, Earl J. Hamilton, daba a la luz una obra capital que ha oficiado desde entonces como eje de los estudios sobre la coyuntura europea del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII, titulada "El tesoro americano y la revolución de los precios en España, 1501-1650". En esta obra Hamilton parte de los presupuestos de la teoría cuantitativa de la moneda, que pone en relación el índice de precios con el volumen de moneda circulante y la velocidad de circulación. Hamilton estudió la evolución de las remesas de oro y plata americanos arribadas a España anualmente a través de los registros de la Casa de Contratación de Sevilla, organismo oficial encargado de la organización del monopolio comercial castellano de las Indias, estableciendo que el ritmo de arribadas mantuvo una tendencia constante al crecimiento a lo largo de todo el siglo XVI. Este crecimiento fue más lento en la primera mitad del siglo, aunque luego se aceleró de forma importante a partir de 1550-1560. Durante el período 1590-1620, la llegada de metal precioso americano alcanzó su cenit, para luego comenzar una fase de fuerte contracción. En estas importaciones la plata, extraída en los grandes yacimientos de Zacatecas y Potosí, predominó de forma absoluta sobre el oro. Los efectos de esta avalancha sobre el stock monetario europeo fueron fulminantes. Durante las primeras décadas del siglo XVI desde el África occidental portuguesa llegaba a una media tonelada anual de oro, cantidad aún pequeña. Las cifras se vuelven sin embargo espectaculares cuando se refieren al metal americano. Según los cálculos de Hamilton, entre 1500 y 1650 llegaron oficialmente a España 181 toneladas de oro y 16.886 toneladas de plata. Europa aumentó de manera decisiva por esta vía sus reservas argentíferas respecto al punto de partida. Unas cifras así no pudieron por menos que influir en el comportamiento de los precios. He aquí el segundo vector de la obra de Hamilton. En efecto, este autor se propuso comprobar la correspondencia existente entre la llegada a España del metal americano a través del puerto de Sevilla -ciudad que oficiaba como cabecera del monopolio de la Carrera de Indias- y el nivel de los precios. Estudió para ello series correspondientes a productos diversos en diferentes ciudades y trazó una curva evolutiva que se correspondía sustancialmente con la de arribadas de remesas de metal precioso. A partir de esta obra muchos autores que se han referido posteriormente a la coyuntura del siglo XVI han explicado la revolución de los precios en función fundamentalmente del impacto del tesoro americano. En el conjunto del siglo, según los datos ofrecidos por Hamilton, los precios se multiplicaron en España por cuatro (1500 = 100; 1600 = 412). Ello representa unos índices medios de crecimiento anual moderados desde el punto de vista de un observador de nuestros días, pero bastante apreciables referidos a la situación del siglo XVI, ya que el siglo anterior, el XV, había asistido a un período de estancamiento de precios e, incluso, de tendencias deflacionarias. La plata americana no limitó sus repercusiones al ámbito estricto de la economía española. En teoría hubiera podido suponerse así, ya que legalmente sólo los españoles podían comerciar con las colonias americanas, y además leyes proteccionistas impedían la salida de metal precioso del reino. Pero lo cierto es que las exportaciones de moneda española alcanzaron un fuerte volumen. Este drenaje de metal se produjo por diversas vías. En primer lugar, el pago de la deuda de los monarcas españoles con los banqueros extranjeros que libraban jugosos empréstitos para subvenir a los altos costos económicos de la política imperial de la Monarquía hispánica en Europa. La mejor garantía de tales préstamos la constituían con frecuencia las propias remesas anuales de oro y plata americanos, en las que los monarcas tenían una fuerte participación a través de la fiscalidad real sobre los colonos americanos, sobre el comercio de Indias y sobre la propia producción de las minas (el llamado quinto real o quinta parte del metal precioso producido en sus posesiones coloniales). En segundo lugar, la plata salía de la Península como medio de pago del contravalor de las mercancías extranjeras remitidas a América. La infiltración de las compañías mercantiles foráneas en el ámbito de la Carrera de Indias constituyó un hecho consumado, a pesar de las limitaciones del monopolio. Los problemas legales quedaron fácilmente soslayados mediante la utilización de testaferros españoles que actuaban a menudo como meros agentes comisionistas de las casas de comercio extranjeras. La producción nacional de manufacturas (que fueron ocupando cada vez un mayor porcentaje de las mercancías remitidas a Indias, superando a los productos agrarios) resultó cada vez menos competitiva frente a las manufacturas extranjeras (especialmente los textiles), en buena medida como efecto del desfase al alza de los precios españoles resultado del propio proceso inflacionista que caracterizó la economía del siglo. La balanza de pagos española fue, en este sentido, claramente deficitaria, por lo que hubo de equilibrarse con exportaciones de moneda. En tercer lugar, los fenómenos del fraude, el comercio ilegal directo de extranjeros con las colonias y las capturas de galeones españoles por corsarios de otros países influyeron, aunque en mucha menor medida, en la llegada de metal precioso a Europa. Finalmente, no carece de importancia la cantidad de moneda que sacaron del país los muchos trabajadores extranjeros que llegaron atraídos por los mejores salarios que en España se ofrecían. La inflación rebasó, de esta forma, las fronteras españolas y alcanzó al resto del Continente. Su impacto, según Hamilton, fue no obstante mayor en el epicentro del monopolio, es decir, en Sevilla y Andalucía, para ir diluyendo su intensidad conforme nos alejamos del mismo. La subida del nivel de los precios en Francia, en Italia y en otros diversos países se ha explicado en función de la concurrencia del metal precioso americano en los circuitos internacionales de circulación monetaria. Todo el sistema financiero de Europa -se ha llegado a afirmar- reposaba en último extremo sobre las importaciones periódicas de plata procedentes de los virreinatos de México y Perú.
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El incremento de la conflictividad social durante el verano de 1934, la progresión constante de cedistas y agrarios hacia el control del Ejecutivo y el avance del proceso de rectificación de la República que ello implicaba, sirvieron para que madurase en la izquierda obrera la consigna de defensa de la legitimidad republicana frente a la "legalidad" detentada por el Gabinete cedo-radical, de insurrección defensiva destinada tanto a proteger a las masas trabajadoras del fascismo como a corregir el rumbo de la República burguesa hacia la orientación revolucionaria a la que nunca había renunciado el movimiento obrero español. El teórico eje organizativo de la revolución eran las Alianzas Obreras, que a finales del verano incluían prácticamente a todas las organizaciones proletarias, con exclusión de la CNT. No obstante, el sector caballerista, que llevaba muchos meses preparando el movimiento con la colaboración de los seguidores de Prieto, se negó a subordinar su propio Comité revolucionario, que coordinaba la actuación del PSOE, UGT y de las Juventudes Socialistas (JJ.SS.) a las heterogéneas Alianzas, en las que veía meros auxiliares insurreccionales, e insistió en asumir un protagonismo fundamental a través de una estrategia que combinaría la huelga general lanzada por los sindicatos ugetistas, la acción armada de las milicias socialistas y, en segundo término, la colaboración con otros grupos obreros. En cuanto al PCE, fue variando su frontal oposición a las Alianzas conforme sus dirigentes apreciaban el aislamiento a que conducía al partido el enfrentamiento con las restantes fuerzas de la izquierda obrera, y culminó la maniobra con su adhesión al bloque revolucionario, a finales de septiembre. El movimiento insurreccional se inició el 5 de octubre, a las pocas horas de la entrada de la CEDA en el Gobierno. Sus primeras manifestaciones tuvieron lugar en algunos puntos como las cuencas mineras asturianas o en determinados centros industriales de la provincia de Barcelona, donde se decretó la huelga general, pero rápidamente la consigna de poner en marcha la revolución se extendió por todo el país. Pese a ello, la insurrección careció de una auténtica planificación, política y militar. El voluntarismo, la falta de organización y la insuficiente definición de las tácticas de lucha armada y de huelga general, provocaron una discontinuidad en el movimiento que se hizo patente en la descoordinación y el aislamiento de los focos rebeldes, en los que la acción revolucionaria se manifestó en tres niveles de muy distinta intensidad: a) El llamamiento del Comité revolucionario socialista a la huelga encontró eco en ciudades como Sevilla, Córdoba, Valencia o Zaragoza y en numerosos pueblos de toda la geografía española, pero eran iniciativas aisladas. La falta de una planificación más concreta y de apoyos en los cuarteles, así como la inhibición de la CNT, incapacitó a los huelguistas para hacerse con el control de sus poblaciones. Cuando el Gobierno declaró el estado de guerra y movilizó al Ejército, los focos rebeldes fueron reducidos con bastante facilidad en casi todas partes. En algunas pequeñas poblaciones, donde los obreros ofrecieron alguna resistencia, como en Villena (Alicante) o Tauste y Uncastillo (Zaragoza), las fuerzas gubernamentales se emplearon a fondo. b) En Madrid, el País Vasco y Cataluña, los acontecimientos tuvieron mayor importancia, al incluir conatos formales de insurrección armada, fundamentalmente a cargo de las milicias socialistas. En la capital, donde los socialistas llevaron el peso del movimiento, fracasaron los intentos de ocupar el Ministerio de la Gobernación y algunas instalaciones militares y los enfrentamientos armados, algunos de cierta intensidad, se mantuvieron hasta el 8, en que fueron detenidos casi todos los miembros del Comité revolucionario. En cuanto a la huelga, se prolongó en algunos sectores laborales hasta el día 12, pero no llegó a paralizar la vida ciudadana. También en Vizcaya y Guipúzcoa, donde los nacionalistas se negaron a secundar el alzamiento, la huelga se mantuvo en algunos puntos hasta el 12, pero carecía de dirección. El Ejército y la Guardia Civil tuvieron que combatir contra los insurrectos que controlaban la zona minera al oeste de Bilbao. Perecieron al menos 40 personas, en su mayoría huelguistas abatidos por los guardias. Por lo que respecta a Cataluña, la falta de apoyo de la CNT y de la Generalidad rebelde, que se negó a armar a los revolucionarios e incluso actuó contra ellos, limitó la actividad de la Alianza Obrera al control de algunas poblaciones industriales del área de Barcelona, y a huelgas de apoyo en otros sitios. El día 7, las tropas de Batet habían terminado con la actividad revolucionaria en toda la región. c) El único movimiento armado de gran entidad lo protagonizaron los mineros de las cuencas de Asturias y del norte de León, donde la grave crisis laboral de la minería hullera había facilitado la entrada de los anarcosindicalistas en la Alianza Revolucionaria. En la madrugada del día 6, los mineros ocuparon los puestos de la Guardia Civil en las cuencas. Unos ocho mil insurrectos de la zona de Mieres se dirigieron ese mismo día hacia Oviedo, a la que sometieron a un sitio en toda regla, mientras caían en su poder Avilés y Gijón. El Comité regional de la Alianza, que dirigía el socialista González Peña, asumió el control de la situación, imponiendo su autoridad a los aproximadamente 20.000 trabajadores en armas y a los numerosos comités locales surgidos en los primeros momentos y estableciendo un eficaz "orden revolucionario". Pero la reacción del Gobierno, sorprendido por la magnitud de la sublevación asturiana, no se hizo esperar. El ministro Hidalgo encomendó al general Franco la planificación de las operaciones militares, lo que por algunos días le convirtió, de hecho, en el auténtico ministro de la Guerra. El día 10, un contingente de tropas coloniales, integrado por dos banderas de la Legión y dos tabores de Regulares (nativos marroquíes), desembarcó en Gijón. Al día siguiente, una columna militar procedente del sur, al mando del general López Ochoa, estableció contacto con los defensores de Oviedo, reducidos ya a escasos reductos. González Peña ordenó la retirada hacia las zonas montañosas, pero muchos mineros se negaron a obedecer y hasta el día 14, tras durísimos combates callejeros, no pudieron las tropas africanas del coronel Yagüe completar la limpieza de la capital. El 17, los militares recuperaban la fábrica de armas de Trubia, de la que se abastecían las fuerzas rebeldes. Al día siguiente, el nuevo presidente del Comité revolucionario, Belarmino Tomás, negociaba con López Ochoa la rendición, que se completó el 20 de octubre. El movimiento había adoptado en algunos sitios auténtico aire de guerra civil. Sólo en Asturias, las víctimas se acercaban a las cuatro mil -casi un millar de ellas eran muertos- y las destrucciones fueron enormes. Los asesinatos de 34 sacerdotes y de varios guardias civiles y paisanos de ideología conservadora conmovieron a la opinión derechista, que exigió enérgicas represalias a través de una intensa campaña de prensa. La respuesta patronal no se hizo esperar, y miles de obreros fueron despedidos por su participación en las huelgas. Las autoridades republicanas desarrollaron una represión implacable, efectuada en buena medida por los militares, especialmente en Asturias, donde el comandante de la Guardia Civil Lisardo Doval impuso un auténtico terror policíaco durante más de un mes, hasta que fue destituido por sus superiores. Se hicieron unos treinta mil prisioneros y en los primeros días abundaron las ejecuciones sobre el terreno y las torturas a los detenidos, a causa de las cuales murieron varios de ellos. Numerosos dirigentes políticos de la izquierda fueron apresados, entre ellos Largo Caballero y Azaña, quien había acudido a Barcelona a un entierro y no había tenido participación alguna en los hechos del 6 de octubre. Se dictaron veinte penas de muerte pero sólo se efectuaron dos, la de un obrero que había cometido varios asesinatos y la de un sargento del Ejército, pasado a las filas revolucionarias. Finalmente, las presiones de la opinión liberal española y europea facilitaron el levantamiento del estado de guerra en enero de 1935 y el indulto de la pena capital del comandante Pérez Farrás y de los capitanes Escofet y Ricart, colaboradores de la rebelión de la Generalidad, y de líderes sindicales como González Peña y Teodomiro Menéndez, contra el parecer de los grupos derechistas, partidarios de una represión mucho más dura. La Revolución de Octubre abrió una etapa disruptiva en la convivencia nacional y aceleró los procesos que desembocarían en la guerra civil de 1936-39. Fue un error en su planificación y un fracaso en su desarrollo. Los sindicatos no lograron coordinar la huelga general en casi ninguna ciudad y los dispersos levantamientos armados fueron sofocados rápidamente, salvo en Asturias. El retraimiento de la CNT, sin cuyo concurso era imposible alzar un frente sindical mínimamente eficaz, contribuyó a este resultado, igual que el hecho de que los sindicatos rurales, exhaustos y desorganizados tras las desastrosas movilizaciones de la primavera, no lograran volcar a las masas campesinas en apoyo del movimiento. El socialismo, que se dejó arrastrar por sus sectores más radicalizados, demostró su fuerza popular, pero también sus problemas organizativos y su incapacidad para alcanzar el Poder por la vía insurreccional, por lo menos sin la colaboración del anarcosindicalismo. Octubre fue para la derecha la confirmación de sus vaticinios sobre las potencialidades revolucionarias de una izquierda obrera en la que sólo veía designios bolchevizantes. La negativa de los partidos del centro republicano a adoptar las medidas de represión implacable que exigía la CEDA, reforzó en los conservadores la convicción de que la democracia republicana era intrínsecamente débil y que, por lo tanto, sería incapaz de arbitrar hasta sus últimas consecuencias los medios precisos para derrotar un nuevo embate de las fuerzas revolucionarias. Octubre reafirmó en la derecha, y especialmente en los monárquicos, la convicción de que si el Estado había reaccionado esta vez a tiempo, no había sido por la eficacia de las instituciones políticas, sino por la determinación de las Fuerzas Armadas de actuar rápida y contundentemente. El Ejército -columna vertebral de la Patria, le llamó entonces Calvo Sotelo- constituía así la última garantía, la reserva de las fuerzas tradicionales frente al cambio revolucionario, que el régimen parlamentario parecía incapaz de conjurar.
contexto
Mientras que, hacia 1630, Bernini está ya consagrado como primer arquitecto papal, Borromini aún no había obtenido ningún encargo, lo que le conduce a ofrecer en 1634 sus servicios gratuitos a la iglesia de Santa Maria di Loreto. En 1632, es el propio Bernini quien -quizá, como finiquito- lo propone como arquitecto del Archiginnasio della Sapienza, donde comienza a trabajar completando tan sólo las obras de G. Della Porta. Esta dilatada y activa etapa, a medio camino entre lo formativo y lo operativo (junto, posiblemente, a su origen lombardo), le permitieron abordar el proceso dialéctico que, desde L. B. Alberti, enfrentaba a proyectistas con ejecutores. Aparte de lo molesto que pudo serle el éxito que siempre acompañó a Bernini, verosímilmente en sus excelentes capacidades artesanales y en el hondo conocimiento de las posibilidades más recónditas de los materiales es donde debe verse la razón última del injustificado desprecio de Borromini por su adversario (que, sea dicho, no le fue a la zaga, pero a la inversa), como diseñador genial, pero negligente como técnico.Por eso, cuando los trinitarios descalzos le encargaron (1634) su primer proyecto autónomo, fue su dilatada experiencia, su alto dominio de la técnica y su cuidadoso control de la praxis constructiva, lo que -además de su desbordante fantasía formal y su visión trágica de la vida- le facultaron para solucionar de manera impecable, lejos de las convenciones al uso, la erección del complejo religioso de San Carlo alle Quattro Fontane. Monasterio, claustro (1635-37) e iglesia (1638-41) fueron ubicados en un reducido y atenazado espacio irregular. Con su ingeniosa solución creó uno de los mayores hitos de la arquitectura barroca, inicio de la disgregación del código clásico. Aunque hubo que esperar para elevar la fachada del convento (1660-65) y la del templo (1667-68), Borromini logró en San Carlino crear un conjunto de enorme complejidad espacial al tiempo que de gran coherencia y funcionalidad arquitectónicas. Con respecto a los altísimos resultados coetáneos de Bernini o Pietro da Cortona, la primera prueba del genio de Borromini resulta explosiva y verdaderamente revolucionaria, puede afirmarse que es ella la que impone a la arquitectura un nuevo lenguaje formal.Su pequeño claustro es un perfecto ejemplo de la extrema libertad de Borromini en el tratamiento del concepto de orden arquitectónico, aplicando los elementos del lenguaje tradicional según una sintaxis que renueva la concepción del espacio, considerado como continuidad ininterrumpida y dinámica, que puede modelarse. Como los arquitectos medievales, proyectó la iglesia partiendo de la elaboración de una unidad o módulo geométrico. La flexibilidad y la complejidad de los desarrollos del módulo de base derivan de su concepto del edificio como un conjunto orgánico de fuerzas en tensión, por contracción o por dilatación. A partir del juego de fuerzas que se comprimen o expanden, transforma el módulo cruciforme originario de la planta en una pseudoelipse cuadrilobulada, orientada según el eje mayor longitudinal. Unas plásticas y descomunales columnas subrayan los cambios de dirección de las paredes y ordenan la articulación de su alzado, sosteniendo un robusto entablamento que funciona como basamento de las bóvedas, con las que se empalman, sin solución de continuidad, hasta la elipse central sobre la que se voltea la cúpula oval. Esta se decora por unos hondos casetones poligonales y cruciformes que, al ascender, decrecen en tamaño, aumentando el efecto de que el cascarón, aplastado en sus lados por la misma estructura, se abomba en altura. La coherencia entre planta, alzado y cubierta demuestran la continuidad orgánica de la obra borrominesca, que frente al fervor cromático de Bernini nos ofrece la limpieza monocromática brunelleschiana.La originalidad extraordinaria de San Carlino tuvo un inmediato reconocimiento en Roma, suscitando el interés de los arquitectos. Por desconcertantes que resultaran sus novedades, el número e importancia de los encargos aumentaron notablemente a partir de 1635: capilla Landi en Santa María in Selci (hacia 1636-39), realizando y enviando a Nápoles el altar Filornarino para los Santi Apostoli (1638-42). Como fuera, por entonces comenzaron sus relaciones con las familias Spada, Carpegna y Falconieri, pertenecientes a esa clase de comitentes sin prejuicios, abiertos de miras y pacientes, más interesados por ampliar sus horizontes culturales que por una política de imagen del poder. El cardenal Bernardino Spada le confió las obras de remodelación en su palacio (1635-37), entre las que destaca su singular Galería -retomada por Bernini en lo fundamental para proyectar su Scala Regia-. Se trata de un ingenio perspectivo construido en el jardín que convierte una longitud real de 8,60 m en una profundidad ilusoria de 37 m, gracias a la degradación que impone tanto a las columnas como a la bóveda de cañón acasetonada y al diseño del solado.Coetáneamente, Virgilio Spada, deudo del anterior y miembro de la congregación del Oratorio de San Felipe Neri, le procuró el encargo de construir el edificio del Oratorio (1637-40), anejo a su iglesia madre de Santa María in Vallicella, obra de empeño en la que trabajó hasta 1652, año en el que entró en conflicto con los religiosos. En general, a diferencia de los de Bernini -unido a la corte papal y a la nobleza de Roma, entregadas a una política de prestigio-, los comitentes de Borromini pertenecían a órdenes religosas que tenían una concepción simple y austera de la misión pastoral. Así, alejados de la tradición arquitectónica áulica, los filipenses, dados a las obras caritativas y asistenciales, amantes de la música, vieron en Borromini el artista ideal, vinculado con gran disciplina moral al ejercicio profesional. Sin tener que pensar en una contraposición polémica, es evidente que con su elección, los oratorianos expresaban una orientación cultural y estética del todo divergente a la representada por el papa y Bernini, o Da Cortona. Tal elección tiene su reflejo en el edificio, en el que Borromini distribuyó los distintos ambientes: sacristía, biblioteca, oratorio, basándose en los criterios experimentados de funcionalidad y de coherencia representativa. De ese modo, se revela áulico en los espacios colectivos, como en el aula destinada a la interpretación de los oratorios dramático-musicales, mientras que se presenta humilde y acogedor en aquellos destinados a residencia privada, organizados en torno a patios interiores, pensados según sus funciones como pequeñas ciudades ideales. De entre los espacios interiores merece subrayarse la solución que Borromini dio al aula de música, o sea, al Oratorio, donde emplea como elemento unificador la complejidad de la secuencia rítmica de las pilastras de orden gigante que prosiguen, prolongándose en fajas, definiendo los vanos de las ventanas y de las dos tribunas que se abren en los lados menores (la de las autoridades y la de los músicos y cantores), invadiendo el abovedamiento de la sala donde, entrelazándose elásticamente, definen un gran marco oval.Muy alterada la obra borrominesca, es en la espléndida fachada, independiente de la colocación del Oratorio, donde se resumen las novedades del estilo y la rigurosa técnica de artesano del arquitecto. Con una fina textura del paramento de ladrillos, se permitió reducir al máximo la concavidad del frontis y los valores de profundidad para exaltar la estructura en su conjunto, que está pensada y tratada como un todo orgánico elástico, capaz de estirarse. Con la imagen simbólica y antropomorfa de los brazos abiertos y protectores da una cumplida respuesta al espíritu caritativo de los filipenses.
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Hasta 1800 las cifras de la población del mundo que manejan los historiadores de la demografía son inciertas y especulativas. A partir de comienzos del siglo XIX podemos disponer ya de cifras más rigurosas, pues el primer censo verosímil apareció en Inglaterra en 1801, y desde entonces otros países formalizaron recuentos de población sobre unas bases más fiables que las existentes hasta entonces. No obstante, hay que seguir manejando con mucha prudencia las cifras de población mundial, ya que carecemos de fuentes demográficas para una buena parte de los países que se hallan fuera de la órbita del mundo occidental. Incluso, algunos de los países europeos presentan lagunas en sus datos que sólo la aplicación de sofisticados cálculos puede solventar sin el peligro de caer en errores de bulto.No obstante estas dificultades que todavía siguen presentando los estudios poblacionales en una época protoestadística, nos atrevemos a hacer algunas consideraciones de orden general para el primer tercio del siglo XIX. Parece que los especialistas están de acuerdo en admitir que la revolución demográfica es uno de los aspectos fundamentales de la revolución económica que el mundo entero conoció en este periodo. Y eso fue especialmente notable en el continente europeo. Durante todos los siglos anteriores la población de Europa había ido aumentando lentamente hasta alcanzar los 180.000.000 de habitantes. Desde entonces comenzó a crecer de una forma vertiginosa, de tal manera que a mediados de la centuria decimonónica había ya 266.000.000 de europeos. Aunque en África y Oceanía, las cifras de las que disponemos nos indican una estabilidad de sus poblaciones respectivas entre 1800 y 1850 -100.000.000 para África y 2.000.000 para Oceanía- en el continente asiático se experimentó un crecimiento demográfico considerable, al pasar de una población de 602.000.000 de habitantes a una de 749.000.000. Pero, sin duda, el continente que experimentó una mayor tasa de crecimiento entre estas dos fechas fue el continente americano, donde se pasó de los 24.600.000 a los 59.000.000.En total, y resumiendo las cifras que nos proporcionan especialistas en demografía histórica, como Carr Saunders, Ploetz, o los historiadores de la escuela de Berkeley, podemos decir que el mundo pasó de 908 millones de habitantes a 1.176.000.000.Para explicar este crecimiento demográfico se han sugerido varias razones, aunque resulta difícil determinar qué proporción le corresponde a cada una de ellas en el fenómeno. Lo primero que parece claro es que dicho crecimiento se debió más a la disminución de la tasa de mortandad que al incremento de la tasa de natalidad. Las poblaciones aumentaron, no tanto por el hecho de que naciesen más niños, sino porque sobrevivían en mayor número y porque permanecían vivos un mayor número de años. Entre las causas probables de una disminución de la mortandad, especialmente en Europa, hay que contar la del aumento de las condiciones de seguridad y de orden público establecidas en muchos países desde comienzos del siglo XVIII, con la consiguiente disminución del bandidaje, de la violencia e incluso los enfrentamientos religiosos. Pero una razón de peso que explica este descenso es la del avance de las ciencias médicas y de la higiene que se produjo en el Setecientos. El desarrollo de la medicina contribuyó a liberar a los países occidentales de las terribles epidemias, como la peste, que habían azotado sistemáticamente a su población durante siglos. De esa forma, enfermedades y males que habían afectado no solamente a los seres humanos, sino a los ganados y a las cosechas, comenzaron a ser dominados y con ello se remediaron problemas de abastecimiento a las poblaciones y se solucionaron en buena parte las crisis de subsistencias y la carencia de alimentos de primera necesidad. Por otra parte, la mejora de los transportes, primero a través de los caminos y los canales, y más tarde con la aparición del ferrocarril con todas sus ventajas de rapidez y de capacidad de carga, hizo posible la disminución de las hambrunas y de las carestías en lugares localizados.A partir de 1800 tuvo lugar una auténtica revolución agrícola en Europa que produjo un notable incremento de la producción. Eso hizo posible alimentar el creciente número de personas que poblaba el continente. En los Estados Unidos, aunque el crecimiento fue aún mayor, no existían problemas de alimentación, pues siempre había tierras abundantes en el Oeste capaces de producir más de lo necesario. Sin embargo, en Europa, donde las mejores tierras estaban ya siendo cultivadas, sólo existían dos medios para adaptar la producción a la creciente demanda de alimentos: o bien mediante la intensificación de los cultivos, o mediante la importación de productos desde el exterior. Ambos métodos se utilizaron. Mediante el cultivo de raíces en invierno, como el nabo y la remolacha, y de alfalfa y otros pastos, el viejo método de tres hojas mediante el que un tercio de la tierra se dejaba sin cultivar cada año, dio paso al sistema de rotación de cuatro hojas. Así se utilizaba la tierra todo el año y se obtenía alimentación para el ganado durante todo el invierno. A su vez, el aumento de la ganadería facilitaba mayor cantidad de carne y de leche para la alimentación humana y al mismo tiempo ofrecía mayores facilidades para el trabajo de la tierra. Por otra parte, la utilización de medios de transporte más baratos y más rápidos, hizo posible que los grandes productores de granos, como los Estados Unidos, Canadá y más tarde Australia, pudiesen actuar como depósitos de reserva para el siempre deficitario continente europeo.Naturalmente, el crecimiento de la población variaba mucho de un país a otro y de uno a otro continente. Gran Bretaña tenía una población de 18.500.000 habitantes en 1811, y dobló esta cifra a lo largo del siglo. Francia, al contrario que la mayor parte de los países del continente europeo, experimentó en el primer tercio del siglo XIX un crecimiento muy lento. En efecto, en 1800, Francia tenía cerca de 28.000.000 de habitantes, es decir, casi 7.000.000 más que Alemania en su conjunto. A mediados del siglo, la superioridad de su población sobre la de Alemania era solamente de 700.000 habitantes. Se podrían dar muchas explicaciones al fenómeno, pero además de las guerras y de las campañas de principios de siglo, hay que tener en cuenta el descenso de la tasa de natalidad, que si en 1816 era del 33 por 1.000, en 1831 cayó al 30 por 1.000. También Italia y España crecieron menos rápidamente desde el punto de vista demográfico en los treinta primeros años del siglo, habiéndose señalado para el caso español como causas fundamentales las de las guerras con la Francia napoleónica y la crisis provocada por la independencia de sus colonias en América. Rusia dobló su población en la primera mitad del siglo, gracias a una tasa de natalidad importante, aunque también hay que señalar que conoció una mortalidad bastante fuerte durante esta época. Pero su crecimiento se debió sobre todo a la expansión que experimentó hacia el Este. Se ha señalado que la lentitud de Rusia en adoptar un sistema de agricultura más intensiva fue debido en gran parte a las posibilidades de colonización que ofrecían las tierras asiáticas de los bosques y de las estepas. Esta expansión sirvió para reforzar el poder de los zares y aumentar sus dominios, aunque se vieran obligados a defender unas difíciles y lejanas fronteras.Esta evolución demográfica de Europa tuvo unas importantes consecuencias. El considerable aumento de su población contribuyó a desestabilizar el orden político y social. Se buscaron continuamente nuevas formas y sistemas capaces de satisfacer las necesidades de unos nuevos tiempos para los que las viejas instituciones políticas y la antigua organización social ya no servían. En el orden económico, la necesidad de crear y distribuir nuevas riquezas dio lugar a la aparición de un constante espíritu de innovación y de inversiones en la explotación de nuevas formas de producción que desembocaron en la llamada "revolución industrial". Con todo, el crecimiento económico no fue paralelo al crecimiento demográfico y ello dio lugar también a la aparición del fenómeno de la emigración de la población excedente.En Iberoamérica, a pesar del aumento demográfico durante este periodo, la inmensidad del territorio hacía que la densidad de población fuese muy escasa. En la Argentina, la población llegaba escasamente a los 700.000 habitantes en 1830, mientras que en Brasil, un país en el que la emigración era ya en esta época considerable, existía una población de 5.000.000 de habitantes a mediados de la centuria. Aunque en Argentina apenas existía problema racial, en el resto de los países de la América hispana la población estaba compuesta por indios, mestizos, negros y descendientes de los españoles que habían colonizado aquellos territorios y que recibían el nombre de criollos.En África y en Asia, las cifras de población son mal conocidas en esta época. En el norte de África, Egipto, Libia, Argelia, Túnez y Marruecos no tenían a comienzos de siglo en su conjunto más allá de 10.000.000 de habitantes. En el África central se calcula una escasa población que no pasaba de los 100.000 habitantes, aunque sí se sabe que en esta época su población negra se hallaba en vías de recuperación después de las extraordinarias sangrías que había supuesto la trata de esclavos durante los siglos XVII y XVIII. Por otra parte, en África el régimen demográfico se hallaba perturbado por una escasa natalidad, por una extraordinaria incidencia de las endemias como la malaria o la enfermedad del sueño, y por una mortandad infantil muy elevada. En el sur del continente, la colonia del Cabo, Natal, el Transvaal y Rodesia comenzaban a conocer un cierto crecimiento a causa de la emigración de europeos, esencialmente de británicos y, a partir de mediados del siglo, de indios. De todas formas, todos ellos seguían formando una minoría de 500.000 personas, frente a los 2.000.000 de negros, fundamentalmente bantús.En lo que respecta al continente asiático, salvo en el caso del Japón, las estimaciones de cifras poblacionales son poco seguras. La China parece que dobló su población entre mediados del siglo XVIII y mediados del XIX. La prosperidad que alcanzó el país durante la dinastía Manchú favoreció la expansión demográfica y aunque se dictaron medidas prohibiendo la expatriación, la presión demográfica se hizo tan fuerte alrededor de 1800, que esas medidas dejaron de cumplirse. Los chinos se extendieron por todos los territorios del sudeste de Asia, donde crearon verdaderas colonias, pasando a partir de mediados de siglo a otros territorios de Oceanía y América.Frente al rápido crecimiento de la población china, el Japón conoció un estancamiento demográfico entre 1750 y 1850, pasando sólo de 26 a 27.000.000 de habitantes. Habría que esperar a la entrada del Japón en la era moderna con la dinastía Meiji para presenciar un crecimiento rápido de su población.En la India, la situación demográfica evolucionó de una manera parecida a como lo hizo en China durante el mismo periodo de tiempo. La tasa de natalidad en aquel país era extraordinariamente elevada, sobrepasando el 50 por 1.000 hasta más allá de los años centrales del siglo XIX. Sin embargo, la mortandad también era muy elevada y podía alcanzar una tasa del 60 por 1.000 en épocas de crisis económica. El régimen de lluvias era lo que establecía la posibilidad de una buena o una mala cosecha, pero incluso en el caso de buena cosecha, una parte importante de la población pasaba hambre. De otra parte, las epidemias resultaban catastróficas también en el plano demográfico y las víctimas alcanzaban a veces el número de los 10.000.000. Se calcula que a comienzos del siglo XIX había en la India alrededor de 150.000.000 de habitantes y que a mediados de la centuria esta cifra se había elevado hasta los 175.000.000.En las Indias neerlandesas, y especialmente en la isla de Java, se experimentó un crecimiento poblacional considerable, de tal manera que su población pasó de 4.500.000 en 1816 a 12.000.000 a mediados de siglo. En cuanto a Siam y a Indochina las estimaciones que poseemos para esta época son poco fiables y hasta la introducción de una administración de tipo europeo hacia 1870, no habrá cifras seguras.En Australia, hasta 1821 sólo podían contarse los 150.000 prisioneros que fueron allí deportados, pero a partir de esa fecha en que se autorizó la emigración libre, se asentaron en aquellas tierras muchos ingleses y alemanes. En 1841 en Australia había sólo 220.000 habitantes y desde entonces la emigración aumentó de forma considerable. En Nueva Zelanda, donde la población autóctona maori se calculaba a principios de siglo en 250.000, los europeos no pasaban de 2.000. Pero mientras éstos fueron creciendo en número a partir de entonces, los maoris disminuyeron sensiblemente a causa de las epidemias y de las guerras que mantuvieron con los blancos.
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A mediados de la época imperial, hacia los siglos X-XII, se produce en China la llamada "Revolución económica medieval" que, en mayor o menor medida, afectará a todos los sectores de la sociedad china. En el campo de la agricultura presentara cuatro características: mejor preparación de la tierra y perfeccionamiento de los métodos para su conservación; aumento de la calidad de las semillas, lo que conlleva mejores cosechas; mejor control del agua y extensión de los regadíos; especialización local derivada del incremento del comercio y del transporte. El origen de esta revolución agrícola tiene lugar en el valle inferior del río Yangzi, desde donde se extendieron los resultados a buena parte del país gracias al desplazamiento de burócratas y campesinos. El aumento de la circulación monetaria durante la época de los Tang y los Song será causa y efecto de la revolución económica. Otra de las causas será el progreso del transporte terrestre, motivado por la pavimentación de buena parte de las rutas con losas de piedra o ladrillos. No debemos olvidar el desarrollo del transporte fluvial como una de las causas que permitieron este despegue. Se constituyó una red de rutas fluviales en las que se realizaron interesantes mejoras como la creación de dobles esclusas o represas, institucionalización del trasbordo de mercancías o mejoras en la construcción de los barcos, lo que provocó una grave deforestación en el sur del país. En definitiva, las mejoras en la agricultura, el comercio, los transportes y la industria va a llevar aparejado este proceso de revolución económica que tan interesantes cambios provocará en la vida de la China clásica.
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Las noticias de París llegan a Alemania a finales de febrero de 1848, cuando ya se llevaba más de un año con tensiones sociales en las que se apuntaban exigencias de reformas políticas. Los trabajadores artesanos de las ciudades formaban el núcleo de los sectores descontentos, a los que había que sumar los campesinos que se encontraban en dificultades para liberarse de las viejas cargas feudales. Al fracaso de las cosechas de patata en 1845 y 1846 vino a sumarse una sequía que arruinó la cosecha de cereal. Las malas cosechas llevaron a la elevación de precios agrícolas y a la contracción de la demanda de productos industriales, que se tradujo en el cierre de factorías y el aumento de desempleados en ciudades que eran ya focos de protesta social.En ese clima de inquietud se recibieron tímidas ofertas de reforma política. Federico Guillermo IV de Prusia había convocado, en febrero de 1847, una Dieta Unitaria, con representantes de las ocho provincias, que fue disuelta cuatro meses más tarde, ante la negativa del monarca a aceptar una Constitución escrita. Los liberales de Baden se habían reunido en Offenburg, en septiembre de 1847, y habían reclamado inútilmente libertades políticas y la elección de un Parlamento panalemán. Los liberales moderados del sur y del oeste de Alemania se reunieron días más tarde (10 de octubre) en Heppenheim y se inclinaron por llegar a la unificación política a partir de la Unión Aduanera. También solicitaron la adopción de unas medidas de reforma de carácter liberal y la adopción de medidas para mejorar la condición de las clases pobres.Los liberales de Baden son los primeros que reaccionan ante las noticias que llegan de París, y establecen la pauta del resto de los movimientos revolucionarios alemanes. En una manifestación realizada en Mannheim (27 de febrero) se reclama la libertad de prensa, la formación de una milicia cívica, el juicio por jurado, gobierno políticamente responsable y la convocatoria de un Parlamento alemán. El movimiento se propaga hacia el norte sin necesidad de recurrir a la violencia porque los príncipes, atemorizados, hacen concesiones en Hannover, Würtemberg, Hesse-Darmstadt, Nassau, Bonn y Sajonia. No hubo otro príncipe derrocado que Luis I de Baviera, que abdicó en su hijo, Maximiliano II, como consecuencia de los escándalos provocados por el ennoblecimiento de la bailarina Lola Montes.Los revolucionarios incorporaron pronto el elemento nacionalista a sus reivindicaciones. Aunque la Dieta de la Confederación Germánica había aceptado a primeros de marzo la bandera negra, roja y oro, como símbolo, y había permitido la constitución de una comisión presidida por F. Dahlmann, para preparar una nueva Constitución, la mayoría de los liberales pensaban que la Dieta no era el órgano adecuado para sentar las bases de un nuevo Estado alemán unificado. El día 5 de marzo se reunió en Heidelberg un grupo de liberales del sur y del oeste, que decidieron constituir una comisión para preparar la convocatoria de una asamblea nacional alemana.Mientras tanto, en Viena, la capital del Imperio de los Habsburgo, se generalizaba un clima de agitación avivado por las noticias llegadas de Francia y las primeras reivindicaciones de los nacionalistas húngaros, dirigidos por L. Kossuth. También desde Praga se reclamaban reformas constitucionales el día 11 de marzo.La reunión de la Dieta de la Baja Austria, el 13 de marzo, dio la ocasión para una manifestación de estudiantes y obreros, que asaltaron el lugar de la asamblea e iniciaron una marcha sobre el palacio imperial, exigiendo la adopción de medidas liberales y la dimisión de Metternich. Ésta se produjo al día siguiente, y el emperador prometió el día 15 la formación de un gobierno liberal, la organización de la Guardia Nacional y la libertad de prensa. Ese mismo día estallaba la revolución en Hungría bajo la dirección de A. Petöfi y Kossuth. La caída de Metternich, con toda su carga simbólica, fue un bombazo en las restantes cancillerías europeas y una llamada de advertencia sobre el desbordamiento revolucionario. Federico Guillermo IV de Prusia promete, el 17 de marzo, la convocatoria de un Landtag (parlamento) único pero la manifestación, ese mismo día, de obreros y estudiantes deriva en un enfrentamiento con las tropas que se salda con 230 manifestantes muertos. El rey se ve obligado a rendir homenaje a los caídos, a la vez que promete (19 de marzo) libertades políticas y la reforma constitucional. Alentado por sus consejeros a tomar la iniciativa del impulso reformista, el rey asume también los objetivos nacionalistas y declara que "Prusia está fundida en Alemania". En realidad, el gobierno liberal que se forma a finales de marzo, presidido por el renano L. Camphausen, representa también la alianza entre la Monarquía y la burguesía asustada por las exigencias de socialistas y demócratas radicales. Los desórdenes sociales de esa primavera no hicieron sino fortalecer esa alianza.
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El segundo gran conflicto de los años 1378-1383 -tras la revuelta florentina de los ciompi- fue el que se desarrolló en Inglaterra en el año 1381. En líneas generales fue una gran sublevación campesina, que tuvo por dirigente a Wat Tyler. Su origen, como antes se dijo, está estrechamente conectado con la percepción de un tributo (el famoso "poll-tax"), aprobado por el Parlamento inglés, que tenía como finalidad arbitrar recursos para la guerra contra los franceses, guerra que en esas fechas había tomado un sesgo claramente negativo para Inglaterra. Pero además de la cuestión fiscal aludida actuaron otros muchos factores en la sublevación de 1381, tales como los efectos generales de la crisis del siglo, la utilización por parte de muchos señores territoriales de los malos usos y la animadversión que existía contra algunos hombres públicos, en primer lugar contra el poderoso Juan de Gante, duque de Lancaster. La sublevación tuvo su comienzo en el territorio de Essex, a fines de mayo, propagándose inmediatamente a Kent. Los rebeldes, envalentonados ante sus primeros éxitos, decidieron proseguir el avance hacia otros territorios vecinos. Después de ocupar las localidades de Dartford y Maidstone, el 10 de junio hacían su entrada triunfal en Canterbury. Debió de ser en esos momentos cuando apareció como líder de los sublevados Wat Tyler. En verdad es muy poco lo que sabemos de este líder, al que los cronistas de la época suelen presentar bajo los más negros tintes. Así, para el francés J. Froissart, Tyler era "un mal muchacho, lleno de veneno". En Canterbury precisamente fue liberado por los insurrectos el clérigo John Ball, que destacaba por sus ideas radicales y por su apoyo inequívoco a los sectores populares. No tiene por ello nada de extraño que su figura fuera asimismo atacada sin piedad por los cronistas de aquel tiempo. El ingles Henry Knighton, por ejemplo, dijo de él que "durante mucho tiempo había sembrado la palabra de Dios de manera insensata, mezclando la cizaña con el trigo, halagando a los laicos desmesuradamente y atacando la posición, ley y libertades de la Iglesia". Los rebeldes, mientras tanto, no se detenían en su avance. En Essex fueron atacados los dominios de los Hospitalarios, como muestra de protesta contra sir Robert Hales, el gran maestre de la Orden en Inglaterra, tesorero del rey y, al parecer, inspirador de la percepción del "poll-tax". Ahora bien, los rebeldes no sólo no manifestaban hostilidad al monarca inglés, Ricardo II, sino que pensaban que con su acción le ayudarían a desprenderse de los malos consejeros que le rodeaban. Al menos así respondieron al monarca cuando esté, el día 11 de junio, les envió un mensaje pidiéndoles que le explicaran los motivos por los que se habían sublevado. Los insurrectos, mientras tanto, proseguían su marcha. El día 13 de junio cruzaban el puente de Londres, entrando en la capital. El espectáculo, aclamado entusiásticamente por los menesterosos de la gran urbe, debió de ser realmente increíble. Una vez en Londres, los rebeldes decidieron perseguir sin piedad a sus enemigos. Los que fueron capturados, entre ellos el odiado Robert Hales, fueron inmediatamente decapitados. Simultáneamente se prendía fuego al palacio del duque de Lancaster y se atacaba a los juristas, hacia quienes los sublevados mostraban especial inquina, y a los extranjeros, en particular a los tejedores flamencos que trabajaban en Londres. Pero uno de sus objetivos esenciales continuaba siendo el contacto con el monarca, de quien los rebeldes esperaban mucho. ¿No había sido uno de los lemas de los rebeldes "con el rey Ricardo y el auténtico pueblo"? Así las cosas, el día 14 pudo celebrarse una entrevista entre el monarca inglés y una delegación de los amotinados. Los campesinos solicitaron de Ricardo II en primer lugar libertades, poniendo fin a los restos de servidumbre que aún quedaban en Inglaterra. Pero también le pidieron que promoviera el arrendamiento de tierras mediante el pago por los cultivadores de un censo anual, evaluado en diez peniques por hectárea. Casi al mismo tiempo, los rebeldes habían ocupado la torre de Londres. El rey inglés y sus oficiales redactaron las cartas de libertad que les habían pedido los campesinos, al tiempo que daban buenas palabras a los rebeldes. Pero en verdad aquello fue simplemente una treta, con la que esperaban ganar tiempo. El día 15, poco antes de que se reanudaran las conversaciones, tal como se había previsto, Wat Tyler fue ajusticiado por el alcalde de Londres. Descabezado, y engañado, el ejército de los rebeldes se dispersó con una facilidad asombrosa. La sublevación campesina prácticamente había sido yugulada. Ricardo II, traicionando las esperanzas que en él habían depositado los insurrectos, había tratado a los campesinos como rebeldes culpables de sedición. Esa era, al fin y al cabo, la opinión dominante entre los cronistas de la época. Th. Walsingham decía de los rebeldes que eran "no sólo campesinos, sino los más abyectos de los campesinos". El cronista de Bury St. Edmonds, por su parte, afirmaba que los sublevados eran "una abominable banda de campesinos y gente del campo". Otro escritor de aquellos años, J. Gower, aún cargaba más las tintas, pues consideraba que los insurrectos eran una turbamulta de "groseros, libertinos y pícaros holgazanes". Ahora bien, los estudiosos de la sublevación inglesa de 1381, entre los cuales ocupa un lugar de honor R. Hilton, han puesto de relieve cómo no sólo participaron en la revuelta labriegos. Sin duda los campesinos constituían el grupo más numeroso, pero también secundaron la sublevación gentes de las ciudades, tanto del mundo artesanal como del mercantil. Por lo demás, en la revuelta tuvieron un papel muy destacado diversos núcleos urbanos, entre los cuales pueden citarse a St. Albans, Bury St. Edmonds o Cambridge, aparte naturalmente de la propia ciudad de Londres. También contó la revuelta con el apoyo de algunos clérigos. El más significativo de todos fue el ya citado John Ball, pero asimismo hubo otros que se pusieron del lado de los rebeldes, como John Wrawe, que llegó a ser un destacado dirigente en la región de Suffolk; John Batisford, antiguo rector de Bucklesham, o el capellán de la catedral de Ely John Michel. Incluso personas de notable poder económico estuvieron en el bando de los sublevados, entre ellos Thomas Sampson, líder de los insurrectos en la región de Suffolk. Ahora bien, la heterogeneidad del bando rebelde, en cuanto a su composición social se refiere, no contradice el hecho cierto de que la sublevación iba dirigida, básicamente, contra los enemigos de clase de los sectores populares. En definitiva, como ha puesto de manifiesto R. Hilton, la sublevación inglesa de 1381 fue un "levantamiento de toda la gente que estaba por debajo de quienes tenían un señorío en el ámbito rural y autoridad reconocida en las ciudades". El mundo urbano flamenco fue asimismo escenario de luchas sociales a partir del año 1379. Las relaciones entre los artesanos y el patriciado eran una fuente permanente de tensiones, agudizadas si cabe por el impacto negativo en tantos aspectos que se derivaba de la crisis general. Pero al mismo tiempo seguía presente, como se había puesto de manifiesto años atrás, el enfrentamiento entre unos y otros oficios. Así aconteció en 1379, con motivo de una sublevación popular que estalló en Brujas, liderada por Jean Yoens, un banquero, y apoyada por los tejedores. La falta de solidaridad de los artesanos de otros oficios facilitó el aplastamiento de la rebelión. Dos años después, en 1381, la llama pasaba nuevamente a Gante. Felipe van Artevelde, nieto de Jacobo, el histórico dirigente revolucionario de los años treinta del siglo, se puso al frente de un amplio movimiento popular. A comienzos de 1382 se constituyó en la ciudad flamenca una comuna popular. Felipe van Artevelde fue designado capitán de la misma. El movimiento se propagó a la ciudad de Brujas, en donde encontró apoyos entre los sectores populares, sobre todo entre los tejedores. Un texto de la época, la "Istoire et Chronigue de Flandre", nos dice que cuando los artesanos de Brujas vieron a sus compañeros de Gante gritaron: "¡Todos uno! ¡Solidaridad de intereses, solidaridad también en el odio y la venganza!" Sin duda eran unas hermosas palabras, reveladoras, por lo demás, de un claro instinto de clase entre las gentes de los oficios de Flandes. En cualquier caso, ese apoyo de nada sirvió, pues la intervención del rey de Francia, Carlos VI, dio al traste con los sublevados, que fueron aplastados en la batalla de Roosebeke (1382). Felipe van Artevelde fue una de las víctimas de aquel encuentro, considerado por los franceses la otra cara de la moneda de Courtrai. Roosebeke fue una humillación para las milicias populares flamencas. Pero su influencia también se dejó sentir en el terreno de la conflictividad social, notablemente suavizada desde aquella fecha. Los conflictos sociales no faltaron tampoco en Francia: Nimes (1378), Montpellier (1379), Saint-Quintin, Laon y París (1380), Beziers (1381), Rouen y París (1382). Originados frecuentemente como protesta ante la punción fiscal de la Corona, los movimientos citados fueron, en general, de corto alcance. Pero los sucesos de 1382 revistieron mayor gravedad. La revuelta que estalló en Rouen en febrero del citado año, conocida con el nombre de "harelle", desembocó en un ataque indiscriminado contra los potentados de la ciudad. Por su parte, en el mes de marzo del citado año 1382 se produjo en París la insurrección llamada de los "maillotins", término que procede de la palabra "maillets", alusiva a las mazas que portaban los amotinados. El inicio de la revuelta tenía que ver, una vez más, con la cuestión fiscal. Por lo demás, las noticias llegadas de Rouen animaron a los revoltosos, lo que propició que en poco tiempo prácticamente todo el bajo pueblo parisino hubiera tomado cartas en el asunto. "Todo el pueblo se sublevo y corrió hacia las casas de los recaudadores de las gabelas, saqueándolas y matándolos", nos dice Buonaccorso Pitti, un italiano que fue testigo de aquellos acontecimientos. "Los buenos ciudadanos que se llamaban burgueses, temiendo que el dicho pueblo bajo, que se parecía a los ciompi de Florencia, los saqueara también, se armaron", dice en otros expresivos párrafos el mencionado Pitti. De todos modos el motín fue sofocado al poco tiempo, aunque dejó tras de sí una terrible estela, estimada en unos 30.000 muertos, de los cuales la mitad eran judíos. Todavía en la segunda mitad del año 1382 hubo agitación social, en ciudades como Caens, Reims, Orleans, Amiens y Lyon, e incluso en la propia París. Pero es un hecho cierto que desde comienzos de 1383 la oleada revolucionaria estaba en franco retroceso en suelo francés. En cierto modo conectado con la oleada popular revolucionaria que estamos analizando, aunque con características propias, se hallaba el movimiento denominado de los "tuchins". Originado a mediados del siglo XIV en tierras del Macizo Central francés, el movimiento citado, según las interpretaciones tradicionales, tenía más que ver con el clásico bandolerismo rural que con cualquiera de las insurrecciones campesinas o urbanas que hemos contemplado. El término con que se les conocía derivaba de la palabra "touche", que significa landa o maleza. Un cronista de aquel tiempo definía así a los "tuchins: multitud de hombres abyectos... (que) surgió inopinadamente como gusanos que se retuercen en la superficie del suelo". Hay noticias de estas gentes desde el año 1363. Pero su mayor actividad se desarrolló en los años ochenta del siglo XIV. En 1382 el movimiento, al parecer, había llegado hasta el Languedoc. La ciudad de Nimes en 1383 "tenía el partido de los tuchins", nos recuerda un texto de la época. Los historiadores Mollat y Wolff opinan que los "tuchins" eran simplemente "bandas de asociales hambrientos y sin otro programa que sobrevivir a expensas del orden establecido". Más recientemente, P. Charbonnier ha puesto de relieve que los "tuchins" no eran un grupo de bandoleros sino, esencialmente, una organización de carácter defensivo, estructurada en pequeños grupos, que practicaba golpes de mano contra los ingleses (esto sucedió, por ejemplo, en Auvernia) o simplemente contra las gentes de guerra. Integrado ante todo por ciudadanos y por antiguos soldados, aunque también hubiera campesinos, el movimiento "tuchin", que mantenía un carácter secreto, tenía, en opinión del último historiador citado, un sentido patriótico. Siempre se supuso que en 1384 les llegó su fin, después de que el ejército del duque de Berry los arrasara sin piedad. Pero la actividad de los "tuchins" se mantuvo, como mínimo, hasta el año 1389. La conflictividad social no perdonó al Imperio germánico. Recordemos las luchas que hubo en la ciudad de Dantzig en 1378 o en las de Brunswick y Lubeck en 1380. Quizá el más importante de todos esos conflictos fuera el de Lübeck. Allí las gentes de los oficios arremetieron contra los burgueses, logrando tener a éstos contra las cuerdas durante varios años. Pero en 1384 el movimiento popular fue aplastado y duramente reprimido. En los años siguientes pueden rastrearse nuevos conflictos, aunque de tono notablemente menor (casos de Stralsund, en 1391, y de Colonia, en 1394).