Busqueda de contenidos
contexto
Hacia las nueve de la mañana del día 29 de diciembre de 1874, en un campo de olivos de las cercanías de Sagunto (Valencia), el general Arsenio Martínez Campos, ante una brigada del Ejército -1.800 hombres- proclamó rey de España al príncipe Alfonso de Borbón. A pesar de que el pronunciamiento de Martínez Campos no respondía a ningún plan en el que estuvieran comprometidos otros mandos destacados, de que él mismo fuera un general con poco prestigio profesional, de la escasa fuerza que controlaba directamente, y de lo secundario del lugar elegido para la proclamación, el golpe tuvo éxito. A ello contribuyeron la aceptación pasiva por la gran mayoría del Ejército, y el escaso apoyo civil que encontró el gobierno presidido por Sagasta. Martínez Campos había actuado sin el conocimiento del jefe político de la causa alfonsina, Antonio Cánovas del Castillo, quien condenó el golpe pero no pudo menos que recoger su fruto: la restauración de los Borbones en el trono de España. Se inicia así una nueva época en la historia de España: la Restauración. La Restauración ha sido una época valorada generalmente, hasta hace poco, de forma muy negativa. Muchos de sus contemporáneos fueron muy críticos con su sistema político, especialmente después del Desastre de 1898. Igualmente contrarias fueron las opiniones dominantes durante la Dictadura de Primo de Rivera y la II República, regímenes que afirmaron su legitimidad frente al sistema al que, sucesivamente, sustituyeron. Lógicamente, la derecha autoritaria o clerical y la izquierda marxista, predominantes durante el franquismo, descalificaron todo el pasado liberal y, con él, la Restauración. Sólo recientemente, a partir de los años 70, y en el marco de la recuperación de la democracia en España, ha comenzado una revisión historiográfica de la época de la Restauración, caracterizada no por la condena global, ni por una justificación acrítica, sino por el propósito de entender cómo fue posible el sistema más estable y duradero de la historia contemporánea de España.
contexto
Este rápido vuelco de la situación tiene, en el arte ateniense, un efecto inmediato: al ser prácticamente nulos los talleres beocios (si excluimos la divertida y caricaturesca escuela cerámica del Cabireo de Tebas, al fin y al cabo anecdótica), y al haber quedado asfixiadas durante décadas las escuelas peloponésicas (en Argos, Naucides y otros broncistas apenas mantienen el lejano prestigio de sus talleres), resulta que el ambiente ático es el mejor preparado para rehacerse y responder a las demandas de toda Grecia. Más lejos existen, sí, las limitadas escuelas escultóricas de Asia Menor, con una obra tan importante, pero tan aislada, como el Monumento de las Nereidas de Jantos, y también trabajan los talleres cerámicos del sur de Italia y Sicilia, pero se trata de fenómenos regionales, sin capacidad de proyección externa, y, al fin y al cabo, herederos de los maestros áticos de fines del siglo V. En Atenas, por tanto, a medida que avanza la década 380-370 a. C., los talleres van saliendo de su letargo. Una nueva burguesía comerciante se desarrolla al amparo de la evolución económica y se plantea necesidades de tipo cultural. Ya no se trata, como en la época de Pericles, de una clase galvanizada por el nacionalismo y el culto al Estado y a la pólis: protestará siempre por los elevados impuestos, tenderá a aislarse y a prescindir de las asambleas políticas, y descubrirá el gusto por la casa, por la vida doméstica y por un fenómeno nuevo que entonces se esboza: la literatura escrita, la lectura individualizada, la cultura personal. Poco a poco, junto al arte pagado con dinero público y a los exvotos expuestos en los santuarios, empezará a desarrollarse el arte privado, el adorno de jardines, la colección particular de pintura... Pero incluso antes de que esto se difunda, ya la sociedad ateniense se interesa por lo íntimo, por la nueva sensibilidad de lo inmediato y de los sentimientos individuales.
contexto
De todos modos, la época de Cambises, que, por una parte, representa un período expansivo, es también, por otra, un período de convulsiones internas, posiblemente porque los nuevos contactos con pueblos que sostienen relaciones de cambio y tienen acceso a las mercancías que se mueven por todo el Mediterráneo pudieron afectar a las estructuras internas de poder y crear reacciones positivas y negativas. En el episodio que llevó a la revuelta contra Cambises están implicadas las relaciones familiares de la dinastía reinante, pues el usurpador, según Heródoto, trataba de presentarse como Esmerdis, hermano de Cambises, a quien éste había mandado eliminar. El usurpador era, por otro lado, un mago, de la casta sacerdotal de los medos, en lo que puede haber implicaciones, tanto de carácter territorial y étnico, signo de supervivencia de la primitiva rivalidad entre medos y persas, no superada, como otras que afectaron directamente a la forma de poder y a la capacidad de influencia de la casta sacerdotal, en un tipo de enfrentamiento, frecuente en el Próximo Oriente, entre el poder regio y los sacerdotes, que constituyen en otras ocasiones las dos caras del ejercicio del control por las armas y la ideología, tendentes a la colaboración y las alianzas. Los magos suprimieron el tributo y el reclutamiento y destruyeron lugares de culto, señal de que, de alguna manera, representaban fuerzas insatisfechas con las tendencias dominantes en el imperio, cuyas conquistas afirman el sistema tributario y fortalecen los signos del poder divino, modo de consolidar a su vez ese poder conquistador. Parecería, sin embargo, que esta mecánica tendiera a crear rechazos en sectores no bien determinados. La inscripción de Behistún se refiere a revueltas coincidentes con la usurpación en distintos lugares del imperio, lo que lleva a pensar que la rebelión de Esmerdis pudo tener su fundamento en un movimiento centrifugo. La revuelta tuvo, sin embargo, un éxito efímero, pues la configuración imperial y el expansionismo habían dado la fuerza suficiente al rey y a la nobleza colaboradora para que, manejando los hijos del sistema organizativo, la aristocracia pudiera restablecer la unidad y acabar con la rebelión. Heródoto habla de siete nobles persas como los protagonistas de la acción restauradora. Uno de ellos, Darío, se vinculaba genealógicamente a la familia de los Aqueménidas y, en las inscripciones citadas, se atribuye el mérito principal en el aplastamiento de todas las acciones que resonaran a lo largo del territorio imperial. Según Heródoto, tras la victoria, los nobles persas se planteaban el problema de cuál pudiera ser el régimen adecuado para la nueva situación creada y participan tres en el debate, a favor de la democracia, de la oligarquía y de la monarquía. A pesar de que el debate contiene todas las características para considerarlo dentro de un género propio de la Grecia o, mas bien, de la Atenas de la época, puede resultar igualmente significativo de la situación persa misma, que se debate entre las formas de organizar políticamente un imperio en crecimiento, dentro del que surgen problemas como resultado de la integración de realidades sociales y económicas tan sumamente diferentes entre sí.
contexto
En las provincias del Imperio, lo más corriente será la fusión de las sencillas trazas locales, a veces pobremente construidas, con una espléndida decoración relacionada estrechamente con Constantinopla. La iglesia de la Virgen del Monte Sinaí ofrece un buen ejemplo de ello. Fue construida dentro de un recinto monástico y contenía lo que se suponía era la zarza ardiente descrita en el Exodo y antetipo de la Virgen María, por lo que le fue dedicada la iglesia. La nave tiene todavía las vigas originales, talladas en relieve y con las inscripciones dedicatorias de Justiniano, Teodora y el gobernador. Como en Constantinopla, los muros están decorados con paneles de mármol, mientras los mosaicos ocupan el arco triunfal y el ábside. Allí se extiende un conjunto relevante, donde brilla especialmente la escena de la Transfiguración. Sobre un fondo plateado, Cristo se eleva dentro de una mandorla azul entre Moisés y Elías; a sus pies están representados los tres apóstoles, postrados o elevando sus brazos. Treinta medallones con los profetas, apóstoles y evangelistas, junto con los retratos de los fundadores del convento, forman una aureola en torno a la escena mencionada, la principal. Más arriba, dos ángeles sostienen una cruz encerrada en un círculo. Por último, a ambos lados de la ventana, dos paneles recogen episodios de la vida de Moisés relacionados con el emplazamiento del monasterio: Moisés aflojando las tiras de sus sandalias y Moisés recibiendo las Tablas de la Ley. Se trata de un programa iconográfico en proceso de formalización, individualizado, que hace gala de un estilo riguroso y austero que induce a la reverencia ante la proximidad de Dios. Una obra maestra, que contrasta claramente con los capiteles, de modesta ejecución local, o los pilares rechonchos y toscos. El convento fue concebido como un recinto fortificado para proteger a los monjes de las incursiones de las tribus vecinas; dentro de su núcleo trapezoidal se ubicó la iglesia, de planta basilical y con torres en la fachada occidental. Resulta curioso, que el objeto principal de culto, la zarza ardiente, se dejase crecer tras el ábside de la basílica, sin recibir ningún tipo de encuadre arquitectónico. El mismo contraste entre construcción local y decoración importada caracteriza a las iglesias construidas o completadas en Rávena e Istria después de la reconquista bizantina el año 540. Teodorico había estado durante diez años en Constantinopla, pero su proyecto más ambicioso, la iglesia palatina de San Apolinar Nuevo, fue construida de acuerdo con el tipo de planta basilical, revestida de mármoles a la manera romana y capiteles presumiblemente importados de Constantinopla. Cabría suponer, que con el advenimiento del dominio directo de Bizancio, se produciría un influjo más directo de los supuestos técnicos y tipológicos característicos de lo bizantino, y hasta cierto punto éste fue el caso, como puede verse en la iglesia de San Vital. Pero si se observan los ejemplos posteriores, San Vital no fue sino una excepción en Rávena, siendo la basílica italiana la norma. San Apolinar in Classe, consagrada el año 549 por el arzobispo Maximiano, lo expresa muy bien. Sin embargo, estas iglesias nos ayudan a comprender, mejor que en ningún otro caso, el carácter de la pintura monumental bizantina en la época de Justiniano.
contexto
Paralelamente al teórico reinado de Carlos II, y con muy distinto sino, se fue desarrollando en el país vecino el largo mandato de Pedro de Portugal. Primero, como regente desde 1667, año en el que su hermano Alfonso VI (1656-1683), que había sido a su vez el sucesor de su padre, Juan IV de Braganza, el protagonista de la restauración tras la larga guerra contra España, fue apartado del trono y alejado del país dado su desequilibrio personal y su incapacidad política para actuar como gobernante; luego, tras la muerte de Alfonso, con el título real de Pedro II (1683-1706). Su figura afirmaría, por un lado, el linaje de los Braganza como dinastía real, y por otro, potenciaría de nuevo el Estado portugués en busca de recuperar el pasado esplendor, ya definitivamente perdido. Si bien Pedro II pudo conseguir ciertos logros en su política interior de corte absolutista, robusteciendo el aparato gubernativo y menoscabando los poderes de los organismos representativos (las Cortes dejarían de convocarse desde 1697), ayudado en su tarea por los acontecimientos favorables que venían desde Brasil y por el importante aporte económico que supuso para las arcas portuguesas el posterior descubrimiento de las minas de oro brasileñas, no pudo impedir sin embargo caer finalmente bajo la tutela de los ingleses, hasta el punto de que, a partir de los años iniciales del siglo XVIII, Portugal pasó a convertirse en una especie de apéndice, económico y político, de Inglaterra y en una avanzadilla del poderío inglés en el occidente atlántico, perdiendo así de nuevo una buena parte de la autonomía que había logrado recuperar medio siglo antes a raíz de su separación de la Monarquía hispana. De este modo, a la desde entonces no querida dominación española vino a sustituirla otra, la inglesa, no menos ávida de aprovecharse de lo que quedaba del ya muy mermado poderío comercial portugués.
contexto
Sea cual fuere la interpretación que se le quiera dar al Manifiesto de los Persas, lo cierto es que Fernando debió encontrar en él lo que buscaba para tomar la decisión de restablecer con todas sus consecuencias la Monarquía absoluta. De ahí, que el 4 de mayo firmase un decreto en el que, aun manifestando su rechazo de cualquier política de despotismo y de abuso de poder, anulaba todas las reformas aprobadas por las Cortes, incluida naturalmente la Constitución. A partir de ese momento se desató una acción contra los liberales que no siempre era achacable a una política represora organizada desde el poder, sino que muchas veces era producto de arrebatos radicales de personas incontroladas que actuaban en la impunidad, o incluso de venganzas personales de gente que había sufrido algún agravio durante la ausencia del Rey. Los excesos de unos y otros se reproducirían en cada cambio de situación. Esta vez, el golpe de Estado del 4 de mayo desató una caza de liberales y la destrucción de todos los signos que hiciesen referencia a las reformas. En muchas ciudades fueron borradas o destruidas las placas que daban nombre a las Plazas de la Constitución, que volvieron a denominarse Plazas Mayores. Las Cortes fueron disueltas por el recién nombrado Capitán General de Castilla la Nueva y Gobernador de Madrid, Francisco Eguía y algunos diputados a Cortes fueron arrestados, así como muchos reformistas. Entre ellos, Argüelles, Calatrava, Muñoz Torrero y Quintana, mientras que otros tuvieron que marchar al exilio para escapar a estas persecuciones, como el conde de Toreno. Este exilio liberal de la primera restauración se unió a la expatriación de los afrancesados que tuvieron que salir de España a raíz de la derrota napoleónica. Pero la salida de éstos respondía no sólo a las medidas que las autoridades -incluso antes del regreso de Fernando VII- habían emitido contra ellos, sino al odio que les profesaba la mayor parte de la población. Por eso, ante el peligro que corrían si optaban por quedarse, prefirieron emigrar a Francia a la espera de que un cambio de situación les permitiese volver a su país. Según Artola, el número de expatriados que se establecieron en Francia se calcula alrededor de 12.000 familias. Para su sustento tuvieron que depender en su mayor parte de los subsidios que para ellos decretó el gobierno francés, subsidios que disminuyeron considerablemente cuando fue restaurada en Francia la monarquía de Luis XVIII. El 5 de mayo, el rey Fernando VII dejó Valencia para marchar a Madrid, donde entró solemnemente el día 13 de ese mes. Los detalles del recibimiento que le depararon los madrileños fueron recogidos por Mesonero Romanos, quien nos ha dejado ilustrativas referencias del entusiasmo que se desbordó por ese motivo. Basten como muestra unos versos que se publicaron en el Diario de Madrid y que reproduce Mesonero: "España triste por su Rey ausente En horrores de fuego, sangre y llanto Sufrió seis años el mayor quebranto, Pues no hay historia que un igual nos cuente. ¡Oh vil Napoleón! ¡Voraz serpiente! ¡Oh fiero monstruo de infernal espanto! El móvil eres de trastorno tanto, Y el orbe entero tus rigores siente. El hispano valor y su constancia, Por Religión y Patria peleando, Humillaron ¡tirano! tu arrogancia. Dios a tan justa causa prosperando, Libró del cautiverio de la Francia A nuestro amado Rey. ¡Viva Fernando!"
contexto
Para la oligarquía resultó verdaderamente más perjudicial el hecho de enajenarse la voluntad de los miembros de la propia clase que pretendía restaurar en el poder. La oligarquía, decía Platón, produce la violencia dentro de la propia clase. De este modo, comienza a agruparse un sector de los exiliados, encabezados por Trasibulo y Ánito, que se manifiestan defensores del sistema hoplítico. Varias de las ciudades aliadas de los espartanos les prestaron ayuda, lo que indicaba cómo la radicalización de posturas subsiguiente a la guerra permitió paralelamente la desintegración de la coherencia de cada bando. Los grupos más extremados de Atenas necesitan el apoyo espartano, pero los aliados de Esparta no se identifican con esos grupos en el momento de definirse en relación con la política interior ateniense. Están dispuestos a admitir la inclusión de tres mil en la ciudadanía activa, pero Terámenes ataca el esquematismo, en la idea de que todos los buenos deben integrarse con pleno derecho. Critias utiliza el apoyo de bandas armadas representantes de los grupos secretos aristocráticos que se convirtieron en su verdadero apoyo. Terámenes parecía próximo a una figura como la de Sócrates, que se quejaba de la violencia de los Treinta, pero Critias critica sus contradicciones, sobre la base de que no es posible la oligarquía sin tiranía. Terámenes, por su parte, tampoco admitía la democracia en la que tenían parte los que necesitan una dracma, es decir, los que reciben el misthós, los thetes. La restauración democrática vino de la mano de Trasibulo y sus colaboradores, que pasaron de Tebas a File y luego al Pireo, donde se sitúan en Muniquia. Los Tres Mil deponen a los Treinta y nombran a los Diez para negociar. Los Treinta se refugiaron en Eleusis hasta el ano 401-400. La resistencia se hizo más difícil cuando entre los propios espartanos surgieron diferencias que enfrentaban a Lisandro y a Pausanias, este último contrario a apoyar el régimen tiránico que había recibido la ayuda del primero. Trasibulo se presenta como abanderado del discurso de la concordia, lo que llevó a que posteriormente se declarara la amnistía, unida a la restauración datada en el año ático 403-02, el del arcontado de Euclides, específicamente alabada por Aristóteles como moderada. Algunas medidas pueden ser significativas, como la instauración de los nomótetas, encargados de redactar leyes, que se encontrarían por encima de cualquier decreto que hubiera sido votado en la asamblea. También se plantearon reformas sobre el estatuto de la ciudadanía, algunas tendentes a la ampliación, incluyendo metecos y esclavos por méritos de guerra, otras tendentes a la reducción, como la de Formisio, del grupo de Terámenes, que pretende que se reduzca a los que tienen tierras, pero que fue rechazada. Su aprobación habría significado, según Dionisio de Halicarnaso, la exclusión de cinco mil ciudadanos, lo que quiere decir que la medida no se refería al estatuto del hoplita, sino que admitía como ciudadano a propietarios de pequeñas parcelas de los que se incluían entre los thetes. El síntoma más significativo de que los conflictos continuaron fue la condena de Sócrates, el año 399, donde siguen presentes los efectos de los anteriores enfrentamientos, como el de Terámenes con Critias, pero también el proceso de las Arginusas y las actuaciones conflictivas de Alcibíades y Critias, de cuya formación se acusaba a Sócrates. La presencia entre los acusadores de Ánito, participante en el proceso de restauración, enemigo de los sofistas, admirador despreciado de Alcibíades, es uno de los síntomas, en definitiva, de la pervivencia de la conflictividad interior en la ciudad.
contexto
La coronación imperial de Carlomagno es uno de los grandes acontecimientos políticos del Medievo y uno de los mayores mitos político-religiosos del Occidente. Que un germano como Carlos, dotado de indudable capacidad pero con escasa sutileza para comprender muchos de los entresijos teóricos del poder, fuera elevado a tan alta dignidad era un hecho revolucionario. Tanto más cuanto el papa León III al depositar sobre sus sienes la corona estaba claramente ofendiendo los sentimientos de Constantinopla en donde, desde el 476, se había refugiado la dignidad imperial. En la restauración del 800 convergen (según R. Folz, uno de los mejores conocedores del tema) tres factores: la realeza prestigiosa de Carlos, rey de francos y lombardos, patricio de los romanos y brazo armado de la Cristiandad; el rango casi imperial que sus victorias le habían otorgado; y las tradiciones de tiempos de Constantino que el papa León III se esforzó en orientar hacia el monarca franco. Que Carlomagno era la máxima autoridad del mundo cristiano en aquellos momentos parecía fuera de duda... al menos para sus consejeros políticos. Así, Alcuino de York, en una carta redactada poco antes de la coronación, reconocía la existencia de tres poderes por encima de todos: el del Papa, el del emperador de Constantinopla y el del rey de los francos. El primero estaba en aquellos momentos atravesando graves dificultades domésticas. En Constantinopla gobernaba a la sazón una mujer (Irene) esforzada en restañar las heridas que años atrás había causado la querella iconoclasta. A Carlos, por tanto, le cabía ser considerado como el campeón de la Cristiandad. Los "Anales de Lorsch" nos hablan de cómo el papa León vio completamente lógico coronar emperador a Carlos que dominaba en todo el Occidente, incluida Roma en donde los antiguos césares habían tenido la costumbre de coronarse. El título imperial era, por tanto, la culminación de un conjunto de honores que la realeza franca había acumulado a lo largo de medio siglo. Mucho se ha discutido sobre el grado de protagonismo de los distintos actores. Carlos posiblemente no consideró la dignidad imperial más que como otro título -por muy prestigioso que fuera- a añadir a los que ya tenía y que le daban un poder más tangible. El Papa pudo verse arrastrado por los acontecimientos y desempeñó un papel superior al que su posición en aquellos momentos (al poco de ser sofocada una revuelta romana contra él) le otorgaba. Sin embargo, creaba un precedente: el de la coronación papal como condición sine qua non para que la dignidad imperial fuera efectiva. Los gobernantes bizantinos que vieron el gesto papal como una ofensa -un verdadero golpe de Estado- no se resignaron fácilmente a esta duplicidad de la autoridad imperial. Sólo en el 812, el emperador bizantino Miguel I consintió en reconocer a Carlomagno como su hermano dando así el primer paso para una futura coexistencia de dos emperadores dentro de los límites del antiguo Imperio romano. Sin duda a los intelectuales que rodeaban a Carlomagno habría que cargar la máxima responsabilidad de la restauración del Imperio en el Occidente. Pero ¿qué Imperio? El Imperio era -forzosamente- romano pero, distintos textos (caso de los "Libri Carolini") hablaban de la muerte del Imperio romano preconstantiniano. El único del que cabía hablar era del Imperio de Cristo. A través de la restauración del 800, los intelectuales carolingios trataban de que la imagen de Carlomagno enlazase más con la de Constantino, primer emperador cristiano, que con la de Augusto. El nuevo Imperio se benefició ideológicamente de toda una parafernalia en la que se mezclaban elementos bíblicos y patrísticos. Así, si Carlos Martel era equiparado a Josué y Pipino el Breve a Moisés, a Carlomagno se le compara con Josías y, sobre todo, con David. La unción de los monarcas (sobre cuyo origen se sigue especulando) concedía a éstos una suerte de poderes sobrenaturales. Las "Laudes regiae", pieza maestra de la liturgia galo-franca, dieron a los francos conciencia de su destino y de la excelencia de sus soberanos. El Imperium Christianum renovado en el Occidente era concebido como una comunidad de creyentes, una especie de nuevo Israel. Sus guerras no debían ser tanto para lograr conquistas puras y simples como para expandir la fe. De ahí la justificación por sus ideólogos de campañas como las de Sajonia. ¿Imperio carolingio como una suerte de transposición de la Ciudad de Dios en la tierra? ¿Se podría hablar de un agustinismo político en el sentido de que Carlos tomó la obra del santo de Hipona como una especie de manual político? Los ideólogos del Alto Medievo habían insistido en la compenetración de Iglesia y Estado como dos dimensiones de una misma realidad social. Carlomagno, en este sentido, había sido fiel a la tradición de sus mayores de proteger a la Iglesia y apoyar a los papas. Sin embargo, el monarca y sus mentores ideológicos eran también plenamente conscientes de su superioridad. Catulfo en el 775 y Alcuino algo más tarde no dudan en atribuir a Carlos -en función de esa similitud con David -las dos espadas: la temporal como soberano y la espiritual para predicar la palabra de Dios. El rey emperador -pese a sus limitaciones intelectuales- fue así capaz de actuar, emulando a sus colegas bizantinos, como un legislador religioso. Y no tuvo ningún recato en advertir al Papa en carta del 796 que no era misión del rey el defender y propagar la fe y misión del Papa, simplemente, elevar preces al Todopoderoso para que tales objetivos se alcanzasen. Veleidades cesaropapistas posibles mientras que el Estado franco se mantuvo unido. A partir del 814 la situación en las relaciones de poder iba a pegar un vuelco sensible.
contexto
Artífice en gran medida del regreso de la Monarquía fue la fracción del ejército realista liderada por el general Monk, que convocó para ello una reunión de parlamentarios de tendencias afines que rápidamente proclamaron el restablecimiento de la Corona, llamándose a continuación al exiliado Carlos II para que subiera al trono. Los excesos puritanos y el desorden generado tras la muerte del dictador propiciaron la llegada de un nuevo soberano, que durante las dos décadas y media que estuvo reinando volvería a tropezar con obstáculos similares a los que sufrieron sus antecesores inmediatos. Al igual que ellos, tuvo plena aceptación en los primeros momentos de su reinado; apoyo y simpatía que del mismo modo perdería al poco tiempo, teniendo que enfrentarse casi de inmediato a los problemas políticos, fiscales y religiosos no resueltos que, una vez más, iban a socavar las bases de una pretendida soberanía de corte absolutista. Frente al rigorismo impuesto por los puritanos en la etapa anterior, se desató una oleada de un mal entendido liberalismo y relajación en las costumbres que en la Corte se reflejaba en las prácticas aristocráticas tradicionales y en la prodigalidad de que hizo gala el monarca, circunstancia que tan negativamente iba a influir en las finanzas reales. Respecto a la espinosa cuestión religiosa, se volvió de nuevo al reconocimiento oficial de la iglesia anglicana (proclamación del "Bill de uniformidad" en 1662), decisión que perjudicó especialmente a los pastores puritanos y a los seguidores presbiterianos, que vieron cómo se les imponía otra vez el episcopalismo, incidiendo con menor agresividad en los católicos esta toma de posición real por la relativa tolerancia de que se beneficiarían en el transcurso del reinado, hecho vinculado a las simpatías del monarca por el credo católico, que se concretaría de forma pública, como va lo habían hecho los anteriores Estuardos, con su casamiento con una princesa católica, en este caso Catalina de Portugal. Otro factor que le retrajo muchos apoyos a Carlos II fue su política exterior, especialmente los acuerdos con la Francia de Luis XIV, que suponían a la vez el enfrentamiento con Holanda. No se aceptaban bien unas relaciones de amistad con una potencia católica que llevaban a luchar contra unos vecinos protestantes. Desde el Parlamento se frenó siempre que se pudo esta tendencia pro-francesa, todavía más por la amenaza que planteaba de un Posible predominio del catolicismo y por los apoyos económicos de Luis XIV a la Corte inglesa, que permitían en cierta medida una política autónoma de Carlos II respecto al control parlamentario de los recursos de la Hacienda real. La tensión entre el Parlamento y el monarca no dejó de crecer durante el reinado, poniéndose de manifiesto repetidas veces en forma de disposiciones parlamentarias que iban en contra de determinadas decisiones regias. Así ocurrió, por ejemplo, en las dos suspensiones de las hostilidades contra Holanda planteadas en 1666 y 1674; en la oposición de los diputados a aceptar la "Declaración de indulgencia" (1672) dada por Carlos II en favor de los católicos, a los que se les debía dar un trato especial en materia religiosa; en la aprobación del "Bill del Test" (1673), que obligaba a todos los funcionarios públicos al acatamiento de las directrices anglicanas y al rechazo de otros credos, medida que se llevaba hasta sus últimas consecuencias en 1679 al imponer la privación a Jacobo Estuardo, católico convencido, hermano y heredero del soberano, de todas sus prerrogativas y derechos como tal sucesor. Contrario al absolutismo monárquico de Carlos II, el Parlamento también aprobó en este mismo año de 1679 la normativa del "Habeas corpus" en defensa de las libertades individuales. Dos años después, en vista de la continua oposición parlamentaria y ante el triunfo electoral de los whigs, partidarios de dotar a la Asamblea con mayores poderes en perjuicio de la potestad del monarca, Carlos II decidió suprimir la actividad del Parlamento, gobernando en solitario a partir de entonces y hasta el momento de su muerte, que se produjo en 1685. A pesar de todos los inconvenientes que existían en su contra, Jacobo II (1685-1688) fue proclamado como nuevo soberano. Tuvo un corto reinado, cortado por el brote insurreccional de sus enemigos políticos, que le obligaron a tener que huir de Inglaterra y buscar refugio en la Corte francesa. Católico, absolutista y de edad avanzada cuando ocupó el trono, Jacobo II practicó unas formas de gobierno de acuerdo con sus ideas y convicciones que generaron en muy poco tiempo las semillas del levantamiento contra su persona. Fuertes protestas se oyeron rechazando sus "Declaraciones de indulgencia" favoreciendo a los católicos, pero el factor que resultó determinante para encauzar la revuelta institucional parlamentaria fue el nacimiento de un hijo varón, fruto de su matrimonio con la princesa católica María de Módena, que pronto fue bautizado, lo que echaba por tierra las esperanzas reformadas de que la Corona recayera en una persona de confesión no católica, posibilidad hasta entonces la más próxima, ya que las dos hijas herederas del monarca, María y Ana, protestantes ambas, se hallaban casadas también con protestantes. Planteados así los acontecimientos, la medida adoptada por los parlamentarios, de mutuo acuerdo en esta cuestión las dos agrupaciones partidistas (tory y whig), contando además con el beneplácito de la Iglesia anglicana y de sectores militares, fue la de solicitar la ayuda del estatúder de Holanda, Guillermo III de Orange, para que interviniera en defensa de la religión protestante y de la libertad del Parlamento, lemas que el mandatario holandés enarboló cuando, tras aceptar la petición que se le hacía de intervención en los asuntos ingleses, desembarcó en territorio inglés haciendo huir a las tropas reales de Jacobo II y obligando a éste a buscar refugio en la Corte francesa después de una doble tentativa de fuga. En los últimos días de 1688, el victorioso Guillermo III hacía su entrada triunfal en Londres. La situación creada de hecho planteaba serios problemas a la hora del reconocimiento de quién sería el nuevo titular de la Corona y sobre el mecanismo a seguir para su designación. Convocado un "Parlamento Convención" (enero de 1689), desde éste se decidió finalmente que Guillermo y su esposa María serían proclamados conjuntamente reyes, elaborándose al mismo tiempo una "Declaración de derechos" que recogía todas las prerrogativas históricas del Parlamento y que tuvo que ser aceptada por los nuevos monarcas para poder ocupar el trono. De esta forma se producía el triunfo de las tesis parlamentarias que imponían un tipo de Monarquía constitucional basada en la idea de contrato entre el rey y el Reino, quedando derrotadas definitivamente las aspiraciones de los Estuardo de constituir en Inglaterra una Monarquía absolutista de derecho divino. Estas transformaciones politico-institucionales fueron la base de lo que se suele denominar "Revolución de 1689", que se completaría en el terreno religioso con la aprobación del "Acta de tolerancia" (mayo de 1689), que suponía en la práctica, aunque con algunos condicionamientos para los no anglicanos, la libertad religiosa, que se concedía a los grupos protestantes, pero de la que fueron excluidos no obstante los católicos. El reinado de Guillermo y María abarcaría todo lo que restaba de la centuria, caracterizándose hacia el exterior por los enfrentamientos bélicos con Francia y en el interior por el reforzamiento del poder del Parlamento, que pudo sacar adelante una serie de disposiciones legislativas que le beneficiaban ampliamente, a la vez que excluían la posibilidad de que un católico volviera a ocupar el trono inglés ("Acta de establecimiento", de 1701). María murió sin descendencia en 1694, quedando Guillermo como único rey hasta su fallecimiento en 1702.