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En el panorama de la pintura francesa durante la segunda mitad de siglo y entre la multitud de seguidores de Boucher, que en ocasiones desvirtúan su pintura, nace Jean-Honoré Fragonard, genial maestro del arte dieciochesco. Nace en Grasse, un pueblo de la meridional Provenza, hijo de un humilde aprendiz de guantero. El leit motiv de la obra de Fragonard se centra en las escenas galantes y amorosas, tan admirablemente adaptadas para decorar las folies de los alrededores de París. Pero sus fiestas galantes se alejan del teatro y del carácter misterioso de Watteau y se convierten en escenas campestres, idílicas, en las que se respira una poesía por otro lado bien ajena a la de Boucher. Como es habitual en este arte del siglo XVIII vuelve a ser la mujer la protagonista que, al decir de los Goncourt, ofrece un recuerdo de Rubens a través del brillo de Boucher, apariencias voluptuosas, a la vez confusas y radiantes, no parecen vivir más que de un soplo de deseo.
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La villa como mansión campestre de placer y recreo tuvo desde Rafael un cultivo notable en todo el Cinquecento, pero pocos arquitectos tuvieron tan numerosas oportunidades de plasmarlas, y con tanta variedad, como Palladio. La más famosa de todas es la Villa Capra, también conocida como Villa Rotonda, en las afueras de Vicenza, de planta de cruz griega gracias a los cuatro pórticos de orden jónico, alzados sobre elevado estereobato, como los antiguos templos romanos, que dan acceso a la planta principal donde se aloja, tras las ventanas de alta luz manierista, una sala central circular con cúpula enjoyada con frescos, como un más reducido Panteón augústeo. Sobre los vértices de los cuatro frontones, las estatuas recortan sobre el cielo su constante coronación plástica.
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Aunque la mayor parte de su obra está constituida por interiores claustrofóbicas en los cuales aparecen figuras -muchacha- en posturas abandonadas sólo para los ojos de un voyeur, Balthus ha pintado también exteriores, que no resultan por eso menos opresivos: dos versiones de La calle (ésta y la de 1929) y el Passage du Commerce de Saint André de París, de 1952-54. Estos, como ha escrito Camus, nos permiten contemplar a través de un espejo algunos personajes petrificados por algún tipo de encantamiento, no para siempre, sólo para una fracción de segundo, después del cual reanudarán el movimiento.
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La protagonista de este espectacular baile es Loïe Fuller, bailarina norteamericana nacida en Illinois. Fue una niña prodigio ya que a los cinco años tocaba el piano y cantaba en público, pronunciaba conferencias a los trece, representando obras de Shakespeare a los dieciocho. Triunfó en Nueva York y Londres, probando fortuna en París en 1892 cosechando un éxito sin precedentes en sus actuaciones del "Folies Bergère". Su espectáculo se caracterizaba por el vestido formado por grandes velos que agitaba mientras bailaba, siendo iluminados por los reflectores de diferentes colores. Toulouse-Lautrec admiró profundamente a la bailarina pero ésta no le correspondió, negándose a conocerlo. A pesar de ese desprecio se convierte en protagonista de varias composiciones como ésta que contemplamos donde encontramos un sensacional recuerdo a Degas al mostrarnos el espectáculo desde los bastidores. La orquesta, la concha del apuntador y los espectadores completan la escena en la que destaca la iluminación artificial imperante además del movimiento obtenido con la danza. Como es habitual en la producción de Henri es el dibujo el elemento principal de la composición, quedando el color en un lugar secundario al ser aplicado de manera rápida. La influencia de la fotografía al cortar los planos también está presente, tratándose el propio Lautrec de un fotógrafo de su tiempo.
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LA RUINA DEFINITIVA DE TULA Y DE LOS TOLTECAS Aquí están las poblaciones que pertenecían a los toltecas, aquellas de las que ellos se habían adueñado, en la gran Tollan. Veinte eran las poblaciones que constituían sus manos y sus pies. Del tolteca eran sus aguas y sus montes. Solamente cuando sucumbió Tollan, entonces obtuvieron de nuevo sus señoríos (los antiguos pobladores de ellas): Pantécatl, Itzcuitzóncatl, Tlematepehua, Tlecuaztepehua, Tezcatepehua, Tecolotépec, Tochpanecam, Cempohualteca, Cuatlachteca, Cozcateca, Nonohualca, Cuitlapiltzinca, Aztateca, Tzanatepehua, Tetetzíncatl, Teuhxílcatl, Tzacanca, Cuixcoca, Cuauhchichinolca, Chiuhnauhteca. En el año 1-Pedernal 1116 d.C., según la correlación generalmente aceptada, vinieron a acercarse a Tollan, de allá salieron, de Colhuatépec, los toltecas-chichimecas Icxicóhuatl, Quetzaltehuéyac, Tezcahuitzil, Tololohuitzin y los nonohualcas-chichimecas, Xelhuan, Huehuetzin, Cuauhtzin, Citlalmacuetzin. Todavía por un año estuvieron juntos en paz los toltecas-chichimecas y los nonohualcas-chichimecas. En el año 2-Caña se disgustaron, se irritaron y fueron a enfrentarse al llamado Huémac. Los toltecas lo habían encontrado siendo niño, lo habían tomado y lo habían criado y educado. Seguramente era la ofrenda del dios Tezcatlipoca, su hechura y su vestigio, para que los toltecas-chichimecas y los nonohualcas-chichimecas se destruyeran y se enfrentaran. Y cuando era ya un joven Huémac ordenó que su casa la custodiaran los nonohualcas. Y luego los nonohualcas le dijeron: --Así será, oh mi príncipe, haremos lo que tú deseas. Así los nonohualcas custodiaron la casa de Huémac. En seguida Huémac pidió mujeres, dijo a los nonohualcas: --Dadme una mujer, yo ordeno que ella tenga las caderas gruesas de cuatro palmos. Le respondieron los nonohualcas: --Así se hará, iremos a buscar a una de caderas de a cuatro palmos de ancho. Y luego le dan la mujer de caderas de cuatro palmos. Pero Huémac no se contentó. Dijo a los nonohualcas: --No son tan anchas como yo quiero. Sus caderas no tienen cuatro palmos. Luego con esto se enojaron mucho los nonohualcas. Se marcharon irritados. Los nonohualcas luego fijan sus navajas de obsidiana en trozos de madera. Así, llenos de disgusto, dijeron los nonohualcas: --¿Quién se está burlando de nosotros? ¿Acaso quiere hacernos sucumbir el tolteca? ¡En verdad nos aprestamos para la guerra, iremos a adueñarnos del que nos da órdenes! Con presteza los nonohualcas dispusieron sus escudos, sus macanas, sus flechas. Ya luego se hace la guerra al tolteca. Unos y otros se matan. Irritados, los nonohualcas, hacen sufrir al tolteca, a Huémac. Dicen entonces Icxicóhuatl y Quetzaltehuéyac, --¿Por qué con esto se alegran, por qué perecerá el tolteca? ¿Acaso fui yo quien comenzó, acaso fui yo quien pidió una mujer para que luego nos enfrentáramos, nos hiciéramos la guerra? ¡Muera Huémac por causa del cual nos hemos enfrentado...! Cuando Huémac oyó esto, que se ponían de acuerdo los toltecas y los nonohualcas, ya en seguida se va, ya huye. Pronto fueron a perseguirlo los nonohualcas, le dispararon flechas, gritaban detrás de él como si fueran coyotes. En su persecución hicieron que fuera a esconderse en la cueva de Cincalco. Después de que allí se metió, por arriba se apoderaron de él, lo hicieron salir, allí sobre la cueva le dieron muerte. Cuando murió Huémac, regresaron a Tollan los nonohualcas Xelhua y Huehuetzin y los toltecas Icxicóhuatl y Quetzaltehuéyac. Y cuando hubieron llegado a Tollan, se convocaron, se reunieron los nonohualcas dijeron: --Venid y oíd qué clase de gente somos. Quizás hemos hecho una transgresión. Ojalá que por causa de ella no sean dañados nuestros hijos y nietos. ¡Vayámonos, dejemos esta tierra! ¿Cómo habremos de vivir? Ya que Huémac nos ha hecho enemigos, nos ha hecho enfrentarnos, abandonemos a los toltecas. En seguida, en la noche ocultaron todas las pertenencias, lo que corresponde a Quetzalcóatl, todo lo guardaron. Luego empezaron a salir de Tollan...
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El humanista Vives, como Erasmo y Moro eran espíritus profundamente religiosos. Todos los que integraban este mundo de intelectuales, eruditos, filósofos, latinistas, constituían también un universo de hombres preocupados por la renovación de las relaciones entre Dios y el hombre. Como premisa de partida es necesario afirmar que el Dios de los humanistas es ante todo amor, de tal manera que era preciso abandonar la imagen que el cristiano tenía de un Dios airado y terrible, divulgada desde los púlpitos medievales. Para lograrlo los humanistas pensaron que había que cambiar las ideas y las palabras. La primera consecuencia fue la preocupación, aparentemente erudita, por revisar las versiones oficiales de las Sagradas Escrituras. Las nuevas ediciones modificaban notablemente los textos medievales. Una vez conseguido, era preciso dirigir las críticas hacia los que oscurecían las palabras: hacia los teólogos, "hierba pestilente" en palabras de Erasmo, más empeñados en los debates sobre los misterios divinos y sobre los dogmas que en acercar a Dios a los hombres. Frente a sus "sutilezas sutilísimas" los humanistas propusieron una teología, una fe y unos ritos sencillos. Bastarían unos pocos dogmas; establecida la libertad del hombre, la religión sería una cuestión individual ajena a normas; la Iglesia sería una institución que serviría sólo para ayudar a los hombres en su camino de salvación; lo verdaderamente importante sería vivir según el mensaje evangélico, liberado de las formas y fórmulas eclesiásticas, tal como lo habían hecho los apóstoles y los primeros cristianos. La religión resultante era tan ecléctica, individualista y subjetiva que se reducía a un moralismo basado en el seguimiento del mensaje evangélico de Cristo, dejando la salvación a merced sólo de la fe que vive del amor. Esta inquietud religiosa de los humanistas no era ajena a los ambientes menos intelectualizados. Constituía una nota más del clima que preludió la Reforma. Pero en modo alguno puede atribuírsele causalidad en las conmociones religiosas y espirituales que vivió Europa a comienzos del siglo XVI. Se suele asociar la Reforma a un hombre, Lutero, y a una fecha, el 31 de octubre de 1517, cuando el fraile agustino publicó las 95 tesis sobre las indulgencias. Pero antes de que eso sucediera se propagaron ideas, como las humanistas, y se despertaron sentimientos religiosos, como los de la "devotio moderna", que fomentaron, provocaron e hicieron posible un clima de escisión de la Iglesia católica, apenas deseada ni siquiera por los que exigían reformas. Es decir, antes de Lutero existía ambiente de reforma. Antes de Lutero existían críticas (la de Wycliff, la de Huss, la de Erasmo) sobre los modos de vivir la religión en el seno de la Iglesia. A partir de Lutero y gracias a él se discute la doctrina, la religión misma. En el origen de todo ese proceso, que conduce desde la mera crítica hasta la elaboración por parte de los reformadores de una nueva doctrina, se encuentran tres causas. En primer lugar, en el origen de la reforma protestante está la disolución del orden medieval, es decir, la ruptura de la unidad política, espiritual y religiosa que lo caracterizaban: la Iglesia, una en la Cristiandad, representada en la unidad de "sacerdotium e imperium". Los cismas medievales y la aparición del sistema de iglesias nacionales dependientes de los poderes seculares representan el preludio de esa quiebra. Al mismo tiempo, el orden medieval favoreció socialmente el clericalismo fundamentado sobre privilegios estamentales y sobre el monopolio cultural de los clérigos, lo cual les confería una superioridad subjetiva sobre los laicos. Cuando el monopolio y la superioridad se rompieron, por la aparición de los círculos humanistas ajenos al clero, se creó una atmósfera antiescolástica y anticlerical que favoreció, como hemos dicho en el epígrafe anterior, el desarrollo de las ideas reformistas. En segundo lugar, en el origen de la Reforma están los abusos morales de algunos Pontífices y del clero. Por abusos se entiende: la negligencia en el cumplimiento de los deberes apostólicos, el afán de placer y la mundanización en las conductas clericales, la excesiva fiscalidad sobre los fieles cuyo único fin era precisamente costear la vida ociosa de los clérigos, el sentido patrimonialista que gran parte del clero tenía de la iglesia, hasta el punto de que muchos clérigos no se sentían como titulares de un oficio, sino como propietarios de una prebenda, en el sentido del derecho feudal, al que iban ligadas algunas obligaciones, no siempre bien observadas. Y por último, estaba muy extendida la concentración de cargos eclesiásticos (obispados, curatos, capellanías que llevaban aparejada la cura de almas) en una sola mano. Este conjunto de abusos produjo un extenso descontento contra la Iglesia mucho tiempo antes de que estallase la Reforma, pero constituyó un arma eficaz, empleada por los reformadores del siglo XVI, para conquistar las adhesiones populares contra Roma. En tercer lugar, en el origen de la Reforma estaban también algunos factores netamente religiosos, entre los cuales cabe destacar: la falta general de claridad dogmática que afectaba no sólo al pueblo sino a los propios eclesiásticos y la extremada sensibilidad religiosa del creyente que hacía angustiosa la tarea de asegurarse la salvación eterna, más valorada incluso que la existencia terrena. Toda la vida del hombre, desde su nacimiento a su muerte, desde la mañana a la noche, estaba dominada por percepciones y referencias sagradas: aquellos hombres apenas podían definir la frontera entre lo natural y lo sobrenatural, tendían a asegurarse la salvación mediante un sistema abigarrado de protecciones, de abogados celestiales, mediadores de todo tipo y para todas las circunstancias, tan criticado por los humanistas, por supersticioso. La salvación eterna era un asunto tan primordial que el cristiano vivía preparándose cotidianamente para morir, de tal manera que la vida constituía un valor subordinado a la forma de morir. Dicho de otro modo, la vida tendría sentido si se conseguía una buena muerte. En aquel ambiente la comunicación entre vivos y difuntos era continua. Los que vivían lo hacían pendientes de generar recursos salvadores. Los difuntos que no hubiesen obtenido la gracia del cielo directamente se beneficiaban de las misas y sufragios encargados por los vivos, que les ayudarían a abreviar la cita previa al cielo, el purgatorio. Las indulgencias, que concedía la Iglesia, eran para quien las conseguía y las acumulaba una manera de remisión de penas en el purgatorio. Eso explica la demanda (espiritual y material) de ese tesoro administrado por el Papa, quien lo explotaba a través de las órdenes religiosas, los párrocos, etc., pues las indulgencias las compraba el cristiano. Se facilitaban ganancias de indulgencias a cambio de un donativo. Eso generó la avidez de algunos, más atentos en financiar sus lujos, y la obsesión de otros, empeñados en acumular días, meses o años de perdón para asegurarse el tránsito hacia el cielo. La Curia romana, insaciable en obtener dinero para la hacienda pontificia, se atrajo con este sistema la antipatía y el odio hacia el Papado, un factor nada despreciable si deseamos explicar el clima reformista de principios del siglo XVI. Este desprestigio del Pontífice de Roma se había ido fraguando con el tiempo. A lo largo de la Baja Edad Media hubo momentos en los cuales los cristianos asistían atónitos y perplejos a la presencia simultánea al frente de la Iglesia de dos Papas (uno en Roma, otro en Aviñón) lo que producía un desconcierto sobre la legitimidad, la autoridad y la infalibilidad de uno o de otro, al mismo tiempo que las ponía en entredicho. Su consecuencia fue el fortalecimiento de la teología conciliar y de las opiniones conciliaristas, la convicción de que la interpretación de la verdad, la emisión de las normas y la capacidad suprema de decisión correspondían a los concilios generales, verdaderos representantes de la Iglesia y capacitados para juzgar al Pontífice falible. Sólo el Concilio V de Letrán (1512-1517) sometió tales teorías, pero no cabe duda de que éstas contribuyeron decisivamente a la ruptura de la Cristiandad. El ambiente en el que triunfó la Reforma estaba dominado de un fuerte sentimiento apocalíptico. Todos en Alemania y en gran parte de Europa estaban convencidos de que el fin de los tiempos estaba inmediato. El fin del mundo vendría acompañado de la visión del Anticristo y de su breve reinado, del triunfo de Cristo y del juicio final. El conjunto se convirtió en arma de combate y en instrumento de propaganda eficaz de los predicadores y reformadores, para quienes el Anticristo estaba encarnado en el Papado y reinaba en Roma. Lutero y los alemanes se sintieron dominados por la obsesión del último día, por la obsesión de la necesidad de instauración de una Iglesia nueva. Para obtener la certidumbre necesaria había que dirigirse a la suprema fuente de revelación, la Sagrada Escritura, evitando intérpretes falibles y poco autorizados. La imprenta, los humanistas, los predicadores y los catequistas del pueblo analfabeto multiplicaron la necesidad de recurrir a la Biblia, inspiradora de todos los reformadores.
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Charles De Gaulle dijo en una ocasión que Kennedy era la máscara de Estados Unidos, pero que Lyndon Johnson era su cara real. Se puede reinterpretar esta sentencia diciendo que Gorbachov era la máscara de Rusia y que Yeltsin fue la cara real. Si Yeltsin fue necesario para que el sistema soviético se derrumbara, en el momento en que le tocó desempeñar el poder se descubrió que tenía mucho más de líder populista que de dirigente democrático. Su propia biografía oficial afirma que su estilo revolucionario, intuitivo, directo y abrupto le llevaba a "identificarse con el pueblo y no a adularlo". La forma en que se tradujo en la realidad esta descripción revela que Rusia no se encaminó hacia un sistema democrático normal, sino hacia una especie de régimen autoritario plebiscitario, sujeto a bruscas alternativas y con unas instituciones inesperables y a menudo en confrontación. En el momento de su victoria, Yeltsin pareció haber renunciado a modificar la composición del Parlamento ruso que había sido elegido antes del intento de golpe de Estado. Pero muy pronto se enfrentó con él y en este hecho es muy posible que un factor importante fuera el propio desconocimiento del funcionamiento de un sistema democrático. "En aquel período -cuenta Yeltsin en sus memorias- no estaba claro qué era un presidente ni qué era un vicepresidente ni la forma que habría de adoptar el Tribunal Constitucional ruso". Aparte de enfrentarse con esta institución, Yeltsin lo hizo también con el propio Rutskoi, su compañero de candidatura, porque criticaba la estrategia de la terapia de choque en el terreno económico. El aprendizaje de la democracia podría haberse producido por acuerdo: tras conversaciones con el Parlamento, Yeltsin propuso, para elegir un primer ministro, que la Cámara eligiera quince nombres; de ellos escogería cinco candidatos y los presentaría al Parlamento. Pero, cuando se llevó a cabo este procedimiento, no se llegó a una solución satisfactoria porque optó por la segunda persona en número de votos y no por la primera. No sólo fue patente esta muestra de predominio del ejecutivo sobre el legislativo, pues, mientras tanto, el Parlamento protestaba con dureza contra los medios públicos de comunicación utilizados al arbitrio de quien estaba en el poder. En septiembre de 1993, Yeltsin procedió a la disolución del Parlamento y a anunciar la presentación de una nueva Constitución que sería sometida a referéndum. Según sus memorias fueron sus adversarios quienes tomaron la iniciativa de la violencia, una vez fracasada la mediación del patriarca ruso. En Moscú, los incidentes de octubre acabaron con disparos de los tanques contra el edificio del Parlamento y un centenar de muertos. Pero la victoria de Yeltsin no proporcionó en absoluto estabilidad a Rusia. A partir de este momento, parece no haber sentido ningún interés en apoyar a Gaidar, su preferido anterior como primer ministro, a quien ahora sustituyó por Chernomirdin. En algo sí existió una marcada continuidad: el enfrentamiento con el Parlamento fuera éste el que fuera. La intervención en Chechenia, de la que se tratará más adelante, fue repudiada por el 90% de los diputados, pero esto no pareció causar impresión a Yeltsin que, en 1995, tenía menos del 10% de apoyo en la opinión pública. Contó, sin embargo, con la aprobación del mundo occidental tanto cuando se produjo el enfrentamiento de 1993 como con posterioridad, en el momento de las nuevas elecciones presidenciales. La insatisfacción que pudiera sentir Occidente se contraponía a la inexistencia de una alternativa mejor y a la capacidad de renovación de un populismo que acaba siendo efectivo en términos electorales. Pero eso no supone que el sistema político de la nueva Rusia resultara democrático. De acuerdo con la Constitución de 1993, el presidente de Rusia es elegido por dos períodos de cuatro años y tiene en sus manos decidir las "líneas básicas de la política interior y exterior". La Duma o Parlamento está compuesta por 450 diputados, la mitad de los cuales es elegida por sistema mayoritario. En realidad, es escaso el impacto de las elecciones legislativas en la determinación de la composición de los Ministerios, que dependen en exclusiva de la voluntad presidencial. El papel político del Ejército se configura a través de la existencia de un influyente Consejo de Seguridad. Existen hasta 137 Ministerios, unos 50 más que en la época en que existía la URSS. Quienes habían sido opositores del régimen soviético -una minoría formada principalmente por intelectuales- han desaparecido de la vida política. La política de Yeltsin se ha caracterizado siempre por permanentes vaivenes y no sólo por lo que respecta a sus decisiones sobre a quién elegir como primer ministro. Sus relaciones con el resto de los países de la CEI han sido frecuentemente conflictivas: así ha sucedido, por ejemplo, con Ucrania, debido a la pugna sobre la Flota rusa del Mar Negro. Pero también se han producido conflictos en unidades políticas menores. La Guerra de Chechenia, desde mediados de la década de los noventa hasta la actualidad, revela no sólo la permanencia de los problemas relacionados con la heterogeneidad de la antigua URSS sino también la incapacidad del Ejército para resolver una guerra de guerrillas. Hasta finales de los noventa, los rusos debieron aceptar una situación de independencia de hecho con las autoridades de Chechenia firmando tratados con los tártaros y por Bashkortán que presumían una especie de trato entre iguales. Ni siquiera con la mención a este conflicto se pueden declarar concluidas las referencias a los problemas de pluralidad interna de la Rusia actual. Resultan muy frecuentes las quejas de algunas unidades políticas menores debido al peso de los impuestos que recaen sobre ellas. Esto nos lleva a plantear la difícil situación económica en que Rusia ha permanecido durante la década de los noventa. En 1991, empezaba ya a ser desastrosa: ese año se produjo un descenso de la producción en un 10% en productos energéticos, químicos y alimentarios, pero lo peor estaba aún por venir. El PIB pudo haber bajado más del 40% entre 1991 y 1994, aunque las estadísticas parecen poco fiables, por estar sujetos los datos básicos a ocultación sistemática. En industria, el decrecimiento puede haber llegado a ser del 50%, mientras que en la agricultura los descensos han sido menores. Pero lo más grave no es esto, sino que la vida económica no parece sujeta a reglas. Lo que ha venido tras el régimen colectivista no ha sido el capitalismo ni tampoco el capitalismo salvaje, sino una especie de lucha tribal de grupos de interés económico al margen de la legalidad. Yeltsin mismo llegó a decir que el 40% de los empresarios estaba vinculado a la mafia. Las consecuencias afectaban, como resulta lógico, a la confianza del capital exterior. En 1984-1994, Rusia recibió tan sólo 7.000 millones de dólares de inversión extranjera, una cifra muy baja comparada con los 83.000 millones de China. La gravedad de la situación económica se aprecia también en el nivel de vida: se ha calculado que entre 1990 y 1994 murieron un millón y medio más de personas como consecuencia de su deterioro. En sanidad, por ejemplo, el gasto público viene a ser la mitad del mínimo imprescindible. La delincuencia, por otra parte, no se limita a planear sobre el mundo económico, sino que ha adquirido la condición de una plaga habitual: en tan sólo 1994 se contabilizaron 29.000 asesinatos. Una situación como la descrita no sólo no ha tenido como consecuencia hacer desaparecer las pretensiones imperiales del pasado sino que, por el contrario, ha existido la tentación de incrementarlas para compensar con la grandeza exterior los problemas del interior; en el fondo, de un modo no tan distinto a como sucedió en la época de Breznev. Así ha reaparecido una política nacionalista nacida de la oposición a la OTAN -en especial, a su extensión hacia el Este- y de una eslavofilia que lleva, por ejemplo, a ejercer una indudable actitud protectora respecto a Serbia. Esta actitud de creciente nacionalismo ha sido asumida por Yeltsin, incorporando las doctrinas nacionalistas de los liberal demócratas, la extrema derecha de la Duma rusa. Al menos en su caso, ha consistido en reivindicaciones ante los países occidentales que concluyen en la petición de ayuda económica o en la benevolencia de los occidentales a la hora de admitir en la práctica que buena parte de esos fondos no se emplea con los propósitos señalados a la hora de concederse los préstamos. En mayor o menor grado cuanto antecede, que se refiere primordialmente a Rusia, puede extenderse, en ocasiones con agravantes, al conjunto de los países actuales que en su día formaron parte de la URSS. Si en Rusia, por ejemplo, el 83% de quienes en 1993 ocupaban puestos de relieve habían sido militantes de Partidos Comunistas el porcentaje es todavía mayor en Asia Central. En realidad, las instituciones políticas se caracterizan en casi todos los casos por un presidencialismo desbocado y casi omnipotente frente al parlamentarismo que ha sido la fórmula habitual en la Europa central democrática y poscomunista. En consecuencia, se puede hablar en el mejor de los casos de una "democracia delegativa", sujeta, más que a control, a plebiscitos ocasionales. Esta situación suele estar acompañada, en el caso de las repúblicas asiáticas, por un centralismo extremado. Pero también hay otros casos, en los que la realidad política es una pura y simple dictadura: éste es el caso, no sólo del centro de Asia, sino también de Azerbaiyán en el Cáucaso y de Bielorrusia al Oeste. En cuanto a la situación económica, se caracteriza también por los problemas indicados, e incluso multiplicados. La reflexión que se impone ante este panorama remite a algunos clásicos del pensamiento político del pasado y también a lo que han escrito algunos intelectuales rusos en el presente. Ya Tocqueville afirmó que resulta sencillo hacer una revolución contra un sistema tiránico, pero lo es mucho menos construir luego una democracia viable. Quizá tuvo menos razón Montesquieu cuando aseguró que los regímenes eran como los climas y el ruso se caracteriza por su carácter extremado y sus cambios bruscos. En el actual, muchos occidentales ven reproducirse los rasgos de irresponsabilidad, confianza en la buena suerte, ignorancia y mala educación combinada con el servilismo hacia lo extranjero que tantas veces aparecieron en el pasado ruso. Toda esta actitud parece basada en estereotipos pero no parece por completo carente de justificación. Por su parte, Solzhenitsyn se ha convertido en el representante más caracterizado de ese patriotismo ruso receloso con respecto a Occidente y entusiasmado con el alma tradicional del propio país. Para él los reformadores se habrían comportado como "fanáticos que, obnubilados por una idea fija, empuñan sin la menor duda su escalpelo y se ponen a cortar y recortar el cuerpo de Rusia"; en este sentido han resultado más los herederos que los adversarios de los comunistas. En tono angustioso, se pregunta el escritor sobre la supervivencia de Rusia mientras que describe la transformación económica como un "pillaje perpetrado en las sombras y visto como algo irremediable". El juicio de Elena Bonner, la viuda de Sajarov, aun muy distinto en su fundamento, no resulta mucho más positivo: "Nunca hemos vivido en democracia, pero en los últimos años hemos conseguido desacreditar la idea misma de la democracia". De las incógnitas sobre el futuro que tiene la Humanidad al comienzo de un nuevo milenio, una de las más graves es, en definitiva, la que se refiere a la antigua URSS.
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La evolución del siglo XIX, con ciertos vaivenes, había ido acercando a la mayoría de los países independientes europeos hacia un Estado de derecho más o menos perfecto. Un Estado, por una parte, en el que las decisiones del gobierno y la burocracia tendían a estar sujetas al derecho objetivo y, por tanto, aseguraban la legalidad de las medidas de la autoridad y, por otra, en el que las libertades previamente fijadas dejaban claro cual era el ámbito donde cada individuo podía actuar según su decisión. Lo que caracteriza el régimen ruso, también en esta etapa finisecular, es el deseo de mantener a todo trance el dominio personal y arbitrario del zar sobre todo el Imperio. De este dominio, y en la medida en que el zar lo autorizaba, emanaba la autoridad que recaía sobre los rusos, como sociedad e individualmente. La arbitrariedad del zar se comunicaba a los grados inferiores de la jerarquía burocrática hasta llegar al último. A pesar de la etapa de reformas, que se van a dar en algunos años, lo que predomina sigue siendo esta idea y eso explica los retrocesos del sistema político que sufre Rusia en los años finales del siglo XIX y principios del XX. En las decisiones ilegales de un monarca o un funcionario, un europeo de la época lo que veía era una arbitrariedad. En Rusia, la ley. La arbitrariedad del zar, o de quien él permitía, era la única ley. El barón Nolde lo expresó así: "En realidad, no es la ley la que reina sobre el país, sino el zar sobre la ley". Rusia pudo utilizar del occidente europeo la técnica, el sistema económico, los avances administrativos o hasta las reformas sociales, pero la concepción del derecho y de la ley siguió siendo en Rusia fundamentalmente distinta. Un observador extranjero, el marqués de Custine, lo señalaba en sus escritos sobre la Rusia de la segunda mitad del siglo XIX refiriéndose a lo que habían intentado los zares desde Pedro I: "gobernar ... según principios orientales y con todos los adelantos de la técnica administrativa europea". Ese Estado se podía mantener, entre otras cosas, por una administración y una policía extensas, numerosas y eficaces. Pese a todos sus errores la burocracia del Estado ruso realizó un trabajo ingente que consiguió abarcar económica y administrativamente la sexta parte de la Tierra, creó orden e introdujo durante el siglo XIX los avances del mundo occidental adaptándolos a Rusia. Un enorme Imperio que se extendía sobre más de 22.000.000 de km2, con una pequeña densidad de población que encuadraba pueblos diversos, los cuales esencialmente se dividían en eslavos (raza predominante que agrupaba a los grandes rusos, ucranianos, bielorrusos y polacos) y la raza amarilla situada en las estepas. Sin tener en cuenta el papel que ejerció la administración rusa, modernizada relativamente en el siglo XIX, no sería fácil comprender el imperio. La Tercera Sección, como era llamada la policía, se integró durante el reinado de Alejandro II en el Ministerio del Interior sin perder sus privilegios. Mantuvo su independencia frente a la justicia y siguió sin tener que dar cuenta de sus actos a nadie. La policía zarista detenía, desterraba y hacía desaparecer a las personas sin dejar huella. Podía condenar a la cárcel durante tres meses sin proceso regular, podía cerrar escuelas, periódicos. Podía, en definitiva, actuar sin ley ni derecho, con impunidad. La policía aterrorizaba a la población pero también era signo evidente del terror personal en que vivieron los zares de finales del siglo XIX. La revolución estaba en todas partes. Alejandro II vivió muchos años en constante temor por su vida y en el miedo a la revolución que veía en los que otros Estados vecinos estaban estableciendo sistemas de gobierno. En 1866, le preocupaba que Bismarck introdujera en Alemania un parlamento que adjetivó de revolucionario. El zar vivía en un mundo espiritual legitimista y absolutista. Sin embargo, no deben subestimarse sus decisivas reformas que, de hecho, cambiaron las condiciones de Rusia. Tras la derrota rusa en la guerra de Crimea (1853-1856), la petición de renovación se convierte en una necesidad. Alejandro II (1855-1881) va a iniciar una política de reformas. En 1858 va a emancipar a los siervos de la Corona (hasta entonces había servidumbre de la gleba) y en 1861 todos los rusos serán legalmente libres. Ésta fue, sin lugar a dudas, la principal y trascendental reforma que le valió el título de Zar libertador, pero no la única. Alejandro II interpretó el poder absoluto con una mayor condescendencia para las libertades fácticas de sus súbditos. Se impulsó la enseñanza y se concedieron derechos de administración autónoma a la Universidad. Se redujo la censura de prensa (1863), aunque ésta siguió sin ser libre. Sólo los periódicos de Moscú y San Petersburgo pudieron cambiar la censura previa por el riesgo al cierre indefinido en caso de violación de las instrucciones. Era una copia del sistema francés de la época. Por otra parte, los periódicos de provincias continuaban sometidos a la censura. El procedimiento judicial se modificó en 1862. El juicio secreto y sólo escrito, se sustituyó por el oral y público, se instituyó el jurado para los casos criminales y se introdujo la posibilidad del recurso. En las zonas rurales, nuevos juzgados sustituyeron a la justicia nobiliaria. De hecho, la justicia obtuvo un prestigio en Rusia inimaginable unos años antes. Sólo el poder del Estado se inmiscuía fundamentalmente en lo que rozaba con la política, hasta que en 1880 para estos casos se volvió a introducir el procedimiento secreto y administrativo. Con la creación del "Semstvo", organismo municipal que sustituyó al poder nobiliario, el zar dio un paso cargado de consecuencias. Tanto en las ciudades como en los pueblos el sistema fue electivo pero la representación de las clases bajas fue mucho menor que la de las clases medias y la nobleza. Su importancia fue decisiva al crear una escuela de políticos y al conceder cierta autonomía en asuntos como obras públicas, enseñanza, sanidad, policía local y otros asuntos propios de los municipios. Desde 1864 a los años anteriores a la Gran Guerra, se crearon por los "Semstvos" unas 50.000 escuelas con 80.000 maestros y 3.000.000 de alumnos. Pronto el poder de los municipios fue limitado. Los gobernadores podían considerar una ley contraria al Estado y suspender su aplicación. Igualmente el mando de la policía local quedó, de hecho, en sus manos. A pesar de estas importantes modificaciones, o quizás porque se hicieron estas reformas, la oposición no dejó de crecer en Rusia. Había un malestar en la nueva burguesía (especialmente la dedicada a actividades comerciales), que veía la imposibilidad de una vía occidental al liberalismo. La represión zarista a estos grupos hizo que muchos de ellos se integrasen en organizaciones en contra del sistema y otros adoptasen actitudes más radicales. Muchos campesinos se sentían insatisfechos, tanto por la insuficiencia de tierra, como por el pago de los plazos. El descontento tenía además de otros motivos como el aumento de impuestos, el reclutamiento de hombres para la guerra y el mal funcionamiento del "mir". Durante las décadas de 1860 a 1900 estuvo en vanguardia del movimiento revolucionario el grupo de los "populistas" o "narodniki". Con el lema "Tierra y Libertad" querían llevar la reforma agraria al mundo campesino y a todos la democracia del sufragio universal, una Constitución que respetase las libertades y un Parlamento. Muchos de los intelectuales y los profesionales liberales simpatizaron con los populistas o con otros grupos de oposición al zarismo y, en buena parte, actuaron a través de las posibilidades que ofrecían los nuevos poderes municipales. Los "narodniki" se dividieron en su Congreso de Voronech de 1879, entre quienes creían que la evolución del sistema era posible por métodos pacíficos y políticos y quienes creían que la violencia y el terrorismo serían el arma que cambiaría el zarismo. El último grupo, el activista con el nombre "Voluntad del Pueblo", fue el que condenó a muerte al zar Alejandro II. La acción terrorista impresionó al mundo. Fue asesinado en 1881 con una gran explosión de dinamita a su paso. Este acto cerró el paso a la vía evolucionista. La reacción del zarismo fue terrible, cayó como una losa sobre el país. Los revolucionarios, que llevaron una vida de catacumba, en muchos casos fueron deportados a Siberia o huyeron al extranjero. Alejandro III (1881-1894) se encerró en el castillo de Gachina, guardado militarmente día y noche. Aunque murió de muerte natural, vivió preso de pánico durante años y la involución política -pues otras reformas eran ya difíciles de modificar- en gran parte estuvo motivada por el temor al terrorismo. Según sus propias palabras, "tomo el cetro como un autócrata que obedece un mandato divino". El nuevo hombre fuerte del gobierno será el profesor Pebendonosezv, su antiguo tutor. La policía aumentó aún más su capacidad represiva a través de la "Ochrana". Después del asesinato de Alejandro II, la policía alcanzó su máximo. Durante los años ochenta y noventa se formó una densa red de vigilantes e informadores que dominaban la vida pública y privada. En cada casa había un responsable que debía informar a la policía de la vida de cada vecino. Ni una carta, ni una conversación eran ámbito privado. Allí podía llegar, y llegaba, la policía. Rusia se convirtió en un permanente estado de excepción. Se produjo la depuración de las bibliotecas públicas, se volvió a controlar férreamente la prensa y la enseñanza. Las universidades perdieron su autonomía. Una censura especial revisaba toda publicación que entraba por las fronteras. Se limitó el poder municipal: un funcionario de la administración central del Estado, nombrado para vigilar los organismos locales, quedó facultado desde 1889 para nombrar y deponer a los alcaldes de las aldeas. Los "Semstvos" perdieron el derecho a nombrar jueces locales. Este camino fue seguido por el sucesor Nicolás II (1894-1917), con el agravante de intentar una rusificación de los grupos nacionales, lo que provocó revueltas en Finlandia, Polonia, Ucrania y Países Bálticos (1896). El nacionalismo en el Imperio zarista había tenido especial virulencia hasta los años sesenta del siglo XIX y volverá a tenerla durante las primeras décadas del XX. Durante el período 1870-1900, estuvo soterrado y reprimido aunque, de formas diversas, se manifestó especialmente en algunas zonas del Imperio: Polonia, Lituania, Letonia, Estonia, Finlandia, Caucasia, Armenia, Tartaria y Georgia. Nos vamos a detener especialmente en dos de ellas, cuya importancia es mayor en el último tercio del siglo pasado: Polonia y Armenia. Ambos nacionalismos tienen en común que, además de afectar a Rusia, por tratarse de etnias dispersas entre varios Estados, implicarán a Prusia y Austria-Hungría en el caso de Polonia y a Turquía y Persia en el de los armenios. Así como, en expresión de Langer, el reparto de Polonia "ató durante cien años a los tres culpables de aquel crimen", los levantamientos armenios convirtieron en amigos a los enemigos: Turquía y Rusia. En 1870 aún humeaban los rescoldos de la sublevación polaca de 1863. La represión había afectado a todos los sectores de la sociedad, si bien algunos, como el clero, habían sufrido especialmente. Los obispos fueron encarcelados o enviados a Siberia. En 1870 todas las diócesis seguían vacantes y los monasterios clausurados. La rusificación tenía su reflejo más notorio en la prohibición de la lengua polaca en medios oficiales, que incluía la Universidad de Varsovia, y en el intento de imponer el ruso como idioma, como ocurrió en Lituania, Estonia, Letonia y Finlandia. A pesar de las prohibiciones, el idioma nacional -conservado y enseñado en el calor de los hogares- permaneció vivo, convertido no sólo en medio de comunicación, sino en arma política que había que salvaguardar. A principios de los años ochenta, la generación revolucionaria romántica había sido sustituida por una nueva de opositores vinculados a las nuevas clases surgidas de la industrialización. Sus reivindicaciones no eran sólo nacionalistas, sino sociales. El Partido Socialdemócrata de Polonia y Lituania, la Liga General de Trabajadores y el Partido Socialista Polaco fueron las tres organizaciones que, especialmente en la década de los noventa, consiguieron más adhesiones. En el último de ellos, el más importante, militaba José Pilsudski que vinculaba nacionalismo y reforma social y que llevó a cabo su lucha con el apoyo de los polacos de Galitzia. Las clases medias nacionalistas se organizaron políticamente en el Partido Nacional Demócrata, fundado en 1897, liderado por Juan Poplawski y Román Dmowski. Ambos, huyendo de la represión, hubieron de refugiarse en la Galitzia austríaca. Los armenios eran cristianos orientales con un patriarca propio, el gregoriano, que administraba muchos aspectos de la vida de la comunidad: matrimonio, familia, enseñanza, beneficencia y todo aquello relacionado con la cultura nacional. Su situación era muy parecida a los pueblos cristianos griegos de los Balcanes. Después del Congreso de Berlín de 1878, los territorios de Kars y Ardahan, habitados por armenios, habían sido anexionados a Rusia. Mientras vivió Alejandro II, los armenios disfrutaron de una libertad cultural y religiosa que no se modificó hasta 1883, bajo el gobierno de Pobedonoszev, en el reinado del zar Alejandro III. Otros armenios habitaban en Persia y en Turquía. Estos últimos, en número aproximado de 1.500.000 vivían mezclados con los kurdos o en ciudades. Como en el caso de Polonia, el nacionalismo adquirió una nueva cara cuando, en los años noventa, los estudiantes armenios, bajo la influencia de los círculos rusos, empezaron a fundir el ideal nacional con las ideas socialistas y revolucionarias. En 1890 se fundó la Federación Revolucionaria Armenia, cuyo programa hablaba de "independencia política y económica". El levantamiento de 1894 en la región de Sassun fue ahogado con sangre. Miles de armenios murieron asesinados. Las potencias occidentales quisieron conseguir la sumisión de los turcos para resolver el problema armenio, a lo que los rusos se opusieron por las implicaciones que tendría para su propia zona armenia. De esa manera, se dio la paradoja de que Rusia acudió en ayuda de Turquía para defenderlos de sus enemigos internos que le amenazaban igualmente a ella. Al tiempo, hay desórdenes en las zonas rurales y en las ciudades en las que ha ido creciendo la industria. La industrialización creó una clase obrera, no muy numerosa aún, que se encontraba concentrada en algunos puntos (San Petersburgo, Bakú y Moscú) e insatisfecha por la explotación de que era objeto, como consecuencia del interés del capital extranjero de obtener rápidos beneficios. Las huelgas de la década de los noventa tuvieron un carácter más profesional que político. La imagen del proletariado como portador de la ideología revolucionaria tal como la alimentaban los teóricos marxistas tardó en llegar. Esta imagen no encajaba con la decoración de las paredes de las viviendas obreras, llenas de iconos y retratos del zar. El primer congreso clandestino de los socialdemócratas tuvo lugar en Minsk, ya al filo del siglo XX, en 1898. La represión, de momento, era más eficaz que la organización obrera y la dirección de los socialdemócratas estaba en la cárcel o en el exilio. La movilización proletaria y política, dirigida por los diversos sectores socialdemócratas, es un fenómeno en Rusia más propio del siglo XX que del siglo XIX. Hasta que estalló la guerra contra Japón no había ocurrido nada en Rusia -nada grave, se entiende-: el descontento de los campesinos, la oposición de los nacionalistas, la irritación de los intelectuales y de los liberales eran endémicas. Pero la fuerza de la costumbre y la inercia política dominaban la vida de la sociedad. Las frecuentes agitaciones campesinas mostraban una tendencia decreciente: en 1902 hubo 340 conflictos con los campesinos, 141 en 1903 y sólo 91 en 1904. Viva y perceptible era sólo la agitación política en las universidades, donde el ejército tuvo que intervenir varias veces. Los grupos políticos de oposición al zarismo seguían actuando en la clandestinidad y la represión policial, dirigida entonces por el ministro del Interior Plehve, que el 28 de julio de 1904 sufrió un atentado de muerte, seguía funcionando también con eficacia. El nuevo ministro (príncipe Sviatopolk-Mirski) puso fin a la política de pura represión y no ocultó al zar que el perseverar en los métodos absolutistas llevaba implícito un peligro de revolución. La guerra ruso japonesa (1904-1905) con la derrota rusa, la menor posibilidad de represión en el interior, las circunstancias coyunturales (que sé suman al malestar general) como malas cosechas, la actuación de los grupos revolucionarios en las masas... Todo ello provoca la revolución de 1905. Las explicaciones económicas y sociales han puesto de relieve algunos de los factores originales de la historia de la Rusia zarista de la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX. Pero éstas no arrumbaban las interpretaciones políticas y de los cambios o permanencias de las mentalidades. Seton-Watson habla de una modernización parcial de Rusia: existen unos cambios económicos, que se pueden denominar de desarrollo, considerados los índices de producción globalmente. Asimismo, hay una transformación evidente de ciertos elementos clave de la sociedad, como es la emancipación de los siervos y la pérdida de parte del poder de la nobleza. Se produce un cambio en la estructura del ejército en comparación de aquel que fue derrotado en la guerra de Crimea. Aumenta el nivel de instrucción de muchos rusos a través, fundamentalmente, de las escuelas parroquiales, se constata a partir de la revolución de 1905 una tímida reforma política a través de la Duma especialmente, sin que satisfaga a casi nadie. En resumen, se puede observar un proceso original de cambio, real en algunos aspectos y casi inexistente en otros, lo cual produce un desajuste notorio. Como señala Trotski, al responder al sociólogo historiador Pokrovski, la debilidad de la burguesía (que las transformaciones que hemos analizado apenas fomentó) fue lo que convirtió a Rusia en negocio para los capitales extranjeros y obligó al Estado a convertirse en superempresario. Por otra parte, como dice Seton-Watson, al tiempo de las transformaciones no se acomete una modernización global del Estado, entre otras cosas el paso de una autocracia a una democracia constitucional auténtica. La clave de las revoluciones del siglo XX debe buscarse en la paradoja de un país, como Rusia, que sólo cambia en algunos aspectos. La revolución que terminó con el zarismo para establecer una nueva autocracia, demostró que la modernización no podía acometerse sólo en ciertos campos.
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En 1519, Diego Velázquez, gobernador de la isla de Cuba, primera posesión española en América, decide organizar una expedición exploratoria de las costas del golfo de México. Se forma así una expedición bajo el mando de Hernán Cortés, que recorrerá la isla de Cuba para recabar provisiones y enrolar nuevos hombres. Finalmente de Carenas, la actual Habana, parten el 10 de febrero de ese año 11 navíos, 508 soldados, 110 marineros y 16 caballos. El primer contacto con tierra firme se produce en la isla de Cozumel, donde ya recibe noticia de la existencia de un reino poderoso y rico. De Cozumel parte Cortés reconociendo la costa del golfo de México y tocando puntos como Mérida, Campeche o Puerto Deseado. En el lugar en que después se funda la ciudad de Santa María de la Victoria tiene lugar la primera gran batalla entre españoles e indígenas. En San Juan de Ulúa se agregó a la expedición Malitzin, doña Marina, amante de Cortés e intérprete del grupo. En el mes de julio, Cortés funda la ciudad de Villa Rica de la Vera Cruz. El siguiente punto de la expedición será Cempoala, donde se le unirá la población local, enfrentada al poder azteca. Cortés y su hueste se encaminan entonces hacia Xalapa y Tlaxcala, donde nuevos guerreros pasan a engrosar sus filas. El emperador azteca, Moctezuma, decide enfrentarse al invasor en Cholula, donde la población prepara una emboscada. Sin embargo, Cortés se adelanta y ataca primero, realizando una gran matanza. El camino hacia la capital del Imperio azteca o mexica, Tenochtitlan, queda expedito, entrando en ella el 18 de noviembre de 1519. Con su caída, que se producirá algo más tarde, comienza la conquista del resto del territorio y pueblos indígenas.
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Durante siglos, la ruta de la seda fue una vía de conexión de los mundos occidental y oriental. La seda, conocida únicamente en China, pronto fue demandada por los extranjeros, lo que originó un activo intercambio comercial. La ruta de la seda clásica contaba con diferentes caminos y trazados que, partiendo de Chang-an, atravesaban el corredor de Gansu hacia los oasis de Dunhuang. Desde aquí, el camino proseguía hasta la ciudad-oasis de Kashgar. Más adelante se bifurcaba. Un camino norte llevaba por la meseta de Pamir y Samarcanda hasta Mashad. La ruta del sur rodeaba el desierto de Gobi por Bactra y Herat hasta concluir en Mashad. Ya unidos, los dos caminos continuaban atravesando Asia Central y Persia, llegando a la cuenca mediterránea por Ctesifonte y Palmira. Alejandría, en el sur, y Bizancio, en el Norte, eran sus puntos terminales. Cuando se divulgó el secreto de la fabricación de la seda, el comercio de ésta fue reemplazado por el de cerámica y especias. La ruta de la seda hizo llegar al mundo mediterráneo innovaciones como la brújula, el papel, la pólvora o la porcelana.