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La figura de Otón I ha pasado a ser casi tan mítica como la de Carlomagno. Los cirricula de ambos guardan, en efecto, grandes similitudes. La coronación imperial de Otón en el 962 por parte del papa Juan XII fue, al igual que la del gran carolingio, resultado de un crescendo de victorias militares, títulos y honores. Una vieja leyenda habla de cómo los soldados alemanes aclamaron ya como emperador a Otón tras su victoria sobre los magiares en el Lechfeld (955). En esa fecha era, en efecto, el primer poder de la Cristiandad y -dato importante- la solicitud de Adelaida unos años antes le podía convertir en árbitro de los destinos de Italia. La consagración imperial se dejó esperar unos años: la tradición habla de cómo los señores italianos reclamaron se diera este paso para acabar con los desmanes de Berenguer de Ivrea. Una opinión muy común habla del nacimiento en ese momento del Sacro Imperio Romano Germánico. Resulta inexacto, ya que la expresión completa (Heiliges Romisches Reich Deutscher Nation) es de fecha mucho más tardía. Lo que se hace en el 962 es, esencialmente, dar nueva vida a una tradición que se remontaba a Carlomagno y que ciertos círculos eclesiásticos y políticos temían se perdiera. En efecto: al igual que Carlomagno, Otón I ostentaba el título de Rex Francorarum desde su coronación como rey de Germania en el 936. Siguiendo el ejemplo de los primeros carolongios reconoció, al ser consagrado emperador, el llamado Privilegium Ottonis, conjunto de garantías para los dominios temporales que los pontífices poseían en Italia. Como contrapartida, los romanos jurarían fidelidad a Otón I y se comprometerían a no elegir papa sin la aprobación imperial. Algo que el monarca germano llevó hasta sus últimas consecuencias al deponer dos años más tarde a Juan XII bajo acusación de indignidad. Al arrogarse el emperador la misión de regenerar moralmente al Papado estaba extendiendo a la cúpula de la Iglesia la misma política implantada en el territorio alemán. En efecto, la reactivación de la diócesis de Hamburgo o la creación de nuevas sedes como Havelberg (946) o Brandeburgo (948) estaban sirviendo de apoyo a la expansión del germanismo y a la evangelización en los países del Este. El Concilio de Augsburgo a su vez (952) bajo la presidencia del propio Otón había dictado diversas medidas de reforma... Pero, por mucho que el modelo fuera Carlomagno, el imperio otónida tenía una base territorial mucho más reducida. E iniciaba su andadura precisamente cuando el otro Imperio -Bizancio- acometió su regeneración militar. En último término, las monarquías occidentales tenían en aquellos momentos una pobre disposición a aceptar hegemonías políticas que fueran más allá de lo puramente honorífico. Las limitaciones y contradicciones de un imperio restaurado sobre una base eminentemente germánica se pusieron de manifiesto a la muerte del primero de los Otones (973). Los diez años de gobierno de su heredero Otón II (973-983) mostraron al nuevo soberano lo que era el avispero italiano. Si Roma era una ciudad insegura para los papas y sus protectores imperiales, dados los enfrentamientos entre los clanes familiares de Teofilactos y Crescencios, el sur de la península itálica no era más acogedor. Señores locales, bizantinos y musulmanes pugnaban allí por ampliar sus esferas de influencia. Con los bizantinos, Otón I había llegado a un acuerdo materializado por el matrimonio de su heredero con una princesa de Constantinopla: Teófano. Pero el proyecto de Otón II de ocupar el sur de la península fracasó estrepitosamente al subir los alemanes una sangrienta derrota en Capocolonna (982). Los eslavos aprovecharon la coyuntura para presionar en las marcas del Elba y las desgracias aumentaron con la temprana muerte del soberano alemán. Una difícil regencia se abría al ascender al trono un menor: Otón III.
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La Resurrección también formaba parte - junto a La erección de la cruz y La deposición en el sepulcro - de la serie sobre la Pasión de Cristo realizada por Rembrandt entre 1632 y 1646 para el Príncipe Frederik Hendrik, Estatúder de los Países Bajos desde 1625 hasta su muerte en 1647.El momento elegido por el maestro resulta bastante novedoso ya que en otras escenas con esta temática aparece Cristo ascendiendo a los cielos mientras que aquí el ángel abre el sepulcro y Cristo, envuelto en un blanco sudario que le tapa la cabeza, sale del sepulcro donde fue sepultado. Ambas figuras son iluminadas por una potente luz sobrenatural que deja el resto de la escena en semipenumbra, aunque aun podemos apreciar los gestos de terror y violencia de los soldados que custodian el santo sepulcro o las actitudes de admiración de las dos mujeres que aparecen en la esquina derecha. El efecto milagroso ha sido perfectamente obtenido por Rembrandt, demostrando su conocimiento de la pintura renacentista italiana con Tintoretto y Tiziano a la cabeza, sin olvidar su dependencia de Caravaggio. Es interesante el contraste entre la figura serena y tranquila del ángel frente a la violencia y el dinamismo de las figuras de los soldados, dignos de ser pintados por Rubens.
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Esta escena está iconográficamente relacionada con el Sacrificio de Isaac, ya que se presenta una solución milagrosa ante una cruel situación, gracias a la intervención divina. En la mitad inferior de la composición, envuelta en penumbra, se encuentra la hermana de Lázaro, Marta, de espaldas, dirigiendo su incrédula mirada hacia Cristo que se sienta tranquilo, tras haber pronunciado la frase resucitadora. La parte supuerior de la composición está reservada para Lázaro, liberado del sudario, ante la atenta mirada de los curiosos que ocupan el fondo de la escena. Los colores y las luces vuelven a protagonizar una escena en la que Tintoretto pone de manifiesto su maestría compositiva.
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La escena, tomada del Evangelio de San Juan, que narra la resurrección de Lázaro de Betania, nunca fue llevada al lienzo por Poussin. Lázaro era hermano de María y Marta, personas por las que Jesús sentía un gran amor. Estando Jesús ausente, se produjo el fallecimiento de Lázaro en la pequeña aldea de Betania, cerca de Jerusalén. Jesús regresó a la aldea con los discípulos, pero Lázaro llevaba cuatro días muerto y sepultado en una cueva. Ante el gran amor que sentía por el difunto y su familia, Jesús se acercó al sepulcro y dijo:"¡Lázaro, sal fuera!", y salió el muerto, andando por su propio pie. La composición, además de por lo único del tema, destaca por su extraordinaria utilización del espacio. La escena se desarrolla en el interior de la cueva en que yacía sepultado Lázaro. El sarcófago está abierto, con la tapa caída en diagonal en primer plano, trazando una línea hacia la entrada de la cueva, en lo alto de la escalera, en la que hay dos espectadores. Este efecto de perspectiva refuerza el dramatismo de la escena, sin necesidad de recurrir a violentos claroscuros, al estilo de otros pintores barrocos, como Caravaggio o Ribera. A pesar de la diferencia de escala entre las figuras de la izquierda y las demás, el grupo de figuras posee una peculiar unidad.
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Entre desafiante y esperanzado, Alfred Nobel había lanzado un reto a las viejas formas de la política del XIX y a sus brotes de pacifismo diplomático. "Mis fábricas -dijo en 1892- pondrán término a la guerra quizá antes que vuestros congresos. El día en que dos Cuerpos de Ejército puedan aniquilarse recíprocamente en una hora, las naciones civilizadas retrocederán espantadas y licenciarán a sus tropas". Se equivocaba de lleno. Cuando la guerra vino, la industria dio vida a la guerra en lugar de impedirla. Y ello prolongadamente y con largueza, incluso en la que los contemporáneos denominaron Gran Guerra. Veinte años después de concluir ésta, la producción industrial se hallaba dispuesta a reactivar aquel cruel mecanismo por el que unos hombres obtenían de la máquina, febrilmente, los instrumentos mortíferos con los que otros desaparecían en los frentes. Las naciones pusieron en marcha los resortes del control económico de la situación, dejando en suspenso las normas acostumbradas bajo la paz. La guerra volvía a entenderse, con razón, como esencialmente económica. Y los hombres hubieron de entregar su fuerza de trabajo, antes incluso que su capacidad militar, a los gobiernos que lo exigían. Las especiales circunstancias en que el gobierno alemán se procuró aquella fuerza de trabajo, calculando criminal y rigurosamente la capacidad de una importante masa de grupos sociales (procedentes de los países de ocupación, judíos o miembros de la oposición) para producir a bajísimo coste, incidió en algo que, ya a primera vista, sorprende y horroriza al espectador. La guerra, en efecto, cambió mucho en menos de treinta años. Del total de víctimas entre 1914-18 (unos 10 millones), sólo un 20 por 100, aproximadamente, correspondía a la población civil. Ahora, en la nueva y terrible confrontación desencadenada por Hitler, los muertos sumaron más de cincuenta millones, y casi la mitad no murió empuñando las armas. En la primera guerra se enrolaron unos 60 millones de hombres, de los que murieron nueve millones. La segunda puso en movimiento 110 millones, de los que perecieron más de 26. La población civil sucumbió en medio millón durante la Gran Guerra, en tanto que a partir de 1939 cayeron casi 25 millones, seis de ellos no europeos. Otros cinco millones figuraron como desaparecidos, entre soldados y civiles. Muchos podían darse también por muertos. En una sola generación, la guerra había segado dos veces las vidas de los europeos. Sólo la URSS perdió unos siete millones de su población civil. Polonia se vio privada de un 93 por 100 de su población judía, exterminada en los campos de concentración. Hombres y mujeres de Yugoslavia, Grecia, Alemania (un 80 por 100 en el campo de batalla, en este caso), Italia, Francia y los Países Bajos sufrieron duro castigo. En las ciudades británicas, en cambio, no fueron elevadas las pérdidas civiles a pesar de los bombardeos. La recuperación resultó difícil, si bien los hombres de 1940 no parecieron experimentar aquel profundo bache existencial que hizo a sus predecesores protagonistas directos de un descenso sensible en la natalidad. La Segunda Guerra Mundial, por el contrario, no siempre interrumpió (a veces ni siquiera hizo oscilar) las curvas de crecimiento de la población. No obstante, y aunque luego volveremos sobre ello, muchos recién nacidos, o incluso sus hermanos mayores, no vieron el fin de la guerra. Las dificultades de alimentación y de higiene, la enfermedad y las crueldades de la guerra incidieron sobre la mortalidad infantil, agravándola.
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El rectángulo determinado por el trazado de la muralla encierra un espacio en el que se inscribe un conjunto de 63 insulae rectangulares orientadas de norte a sur que miden 35 x 70 m, lo que equivale a 1 x 2 actus o a 120 x 240 pies romanos. Por los tratadistas agrarios romanos sabemos que eran éstas las medidas del iugerum, o unidad de superficie utilizada por los agrimensores en lo concerniente a la centuriación del territorio. De estas ínsulas, 42 corresponden a los dos tercios meridionales de la ciudad, mientras que al tercio septentrional pertenecen las 21 restantes, pues sabemos que estos dos bloques urbanos en tiempos republicanos estuvieron separados por un gran muro pétreo, hoy muy arrasado, que lleva una dirección este-oeste y que en cierto momento, probablemente en época augustea, le fueron practicadas al menos seis aberturas para dar con ello paso a otras tantas vías urbanas (kardines) hasta entonces interrumpidas por él mismo. Las vías principales, denominadas, respectivamente, kardo maximus y decumanus maximus, convergían en el foro de la ciudad y junto a su intersección se levantaba el altar situado frente al templo capitolino. Las vías secundarias fueron trazadas de forma paralela tomando como ejes de referencia los de las dos vías principales, las cuales, a su vez, lo habían sido prolongando los del primitivo pretorio del antiguo praesidium.
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Era el final de la esperanza. El invierno, el hambre y la lucha estaban reduciendo a la nada al VI Ejército, que sufría cerca de 3.000 bajas diarias desde comienzos de los combates, las congelaciones y las enfermedades propiciadas por el hambre y el frío. En esos momentos, las tropas combatientes recibían 70 gramos de pan, 200 de carne de caballo (huesos incluidos) y 200 balas; los no combatientes, menos. Con esa alimentación, la capacidad de lucha disminuía a ojos vista y la munición era insuficiente para resistir en los sectores muy activos del frente (14). La bolsa iba reduciendo su tamaño. El 8 de enero el general Rokossovsky enviaba un ultimatum de rendición a Paulus. Fue rechazado. La disculpa oficial para no rendirse o para renunciar a una salida desesperada era que el VI Ejército estaba entreteniendo a grandes fuerzas soviéticas. Lo cual era cierto. Según Gehlen, uno de los jefes de la inteligencia alemana, la resistencia de Stalingrado fijó en el cerco a 107 divisiones y brigadas soviéticas, más 13 regimientos de tanques. Cifras sin duda muy abultadas, pero indicativas del esfuerzo soviético por rendir a los sitiados. El 10 de enero, pasado el plazo de la rendición, 7.000 piezas de artillería abrieron fuego sobre las líneas alemanas. El estruendo podía oírse a 100 kilómetros de distancia. Pese al infierno desatado por la lluvia de metralla, los alemanes resistieron las primeras embestidas de la infantería soviética. El 17 de enero, el mando soviético volvió a ofrecer la rendición en vano. Pero ya la moral alemana había comenzado a decaer a ojos vista. Los combatientes en su mayoría parecían espectros cubiertos de piojos. Los rumanos, privados de raciones, se rendían en masa. Los alemanes, faltos ya de toda esperanza, comenzaron a abandonar los frentes y a cobijarse entre las ruinas de la ciudad. Las insubordinaciones estaban a la orden del día, lo mismo que los sobornos a los aviadores -que cada vez en menor número aterrizaban en la bolsa- para que les sacasen del cerco. Los fusilamientos fueron numerosos por estos motivos. El 24 de enero, prácticamente todas las fuerzas de Von Paulus estaban embotelladas en las ruinas de la ciudad, removidas cada mañana por el saludo del grueso de la artillería soviética. Ese día de enero perdían el último aeropuerto Gumrak, y las fuerzas de Rokossovski partían en dos al VI Ejército, enlazando en la colina Mamaye con los hombres de Chuikov, para quien terminaron cinco meses de pesadilla con el ascenso al mariscalato. En los días siguientes la fragmentación alemana continuó. Von Paulus fue ascendido a mariscal, pues Hitler aseguraba que nunca se había rendido un mariscal alemán. El 1 de febrero, enfermo y hundido, Von Paulus se rindió, aunque alguna bolsa alemana resistió dos días más, hasta agotar la munición. Entre el 10 de enero y el 3 de febrero se rindieron unos 100.000 alemanes, que partieron hacia los campos de concentración, donde morirían como moscas (15). Al parecer no fueron ni 5.000 los que volvieron años después a Alemania.
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El éxito defensivo no deslumbró a Rommel, que apenas disponía de efectivos que oponer a otro asalto de Montgomery. Los italianos de las Divisiones Littorio y Trieste empezaban a retirarse del frente y la 164 División de infantería, perdido el saliente norte, escapaba del cerco a duras penas. Al acabarse ese día, le quedaban 187 tanques de los que sólo 35 eran alemanes y apenas contaba con combustible para otra jornada de operaciones. "Había llegado el momento de replegarse a la línea Fuka", escribió Rommel tras ordenar que minasen esa zona. Y en la madrugada del 3, envió a su ayudante a Berlín con una nota solicitando libertad para retirarse. Seguro de ser oído, ordenó el repliegue de la infantería y colocó al resto de sus tanques y anticarros como escudo para proteger la retirada. Entretanto, en el campo inglés cundía el nerviosismo. Pasados diez días, no se habían cumplido aún los objetivos previstos para el primero y las pérdidas eran enormes: más de 500 tanques y más de 12.000 hombres. Y, lo que es más grave, la confusión en sus líneas era tremenda. Sólo esto puede explicar que únicamente la RAF acosase al ejército del Eje en retirada. El desastre germano-italiano se produjo cuando Rommel recibió la respuesta de Hitler: resistir a ultranza, aguantar hasta que se hundiera el impulso enemigo. "En cuanto a sus tropas, demuéstreles que no existe otro camino que el de la victoria o la muerte", concluía el telegrama. Aunque furioso y desencantado con quien le ordenaba tal locura, Rommel obedeció y las consecuencias fueron tremendas: el XX Cuerpo de ejército italiano quedó pulverizado, los restos del Afrika Korps, desbordados y su jefe Von Thoma, capturado; las divisiones italianas Folgore, Pavía y Brescia, fueron cercadas y se rindieron. Las tropas inglesas penetraron a mediodía del día 4 en Sidi Abdel Rahman. Ese era el objetivo de Montgomery para el 24 de octubre. Rommel había perdido treinta y seis horas preciosas. Su ejército se retiró en desbandada. Unidades italianas y alemanas se mezclaban con los vehículos que, sin gasolina, eran empujados con la esperanza de hallar combustible más adelante. Los campos minados de Fuka no podían ser defendidos ya. Cualquier resistencia era inútil. Había terminado la batalla de El Alemein cuando llegó el segundo telegrama de Hítler autorizando la retirada. El balance era tremendo para ambas partes. Los británicos, en cifras del general Alexander, habían perdido 13.500 hombres, entre muertos y heridos y unos 600 tanques. Las tropas del Eje, en cifras de Rommel, 7.800 hombres (2.800 italianos) y 28.000 prisioneros (8.000 alemanes). Y sus fuerzas acorazadas apenas si salvaron 50 carros de combate. Según radio El Cairo, durante esos doce días se dispararon en El Alemein más de un millón de cañonazos y la RAF arrojó más de 100.000 bombas. De aquella batalla, que para muchos tratadistas supone un rotundo fracaso de la dirección militar británica, que sólo pudo imponerse por una inmensa superioridad en hombres y medios, surgió un mito efímero, Montgomery, premiado en Gran Bretaña con el vizcondado de El Alemein. Toda su imaginación como general podía resumirse en esta frase de sus Memorias: (Después de El Alemein), "la liquidación de las fuerzas del Eje de África era inminente, siempre que no volviéramos a cometer errores". Él, por si acaso, no se expuso a "cometer el error" de perseguir a las tropas de Rommel en retirada e impedir su consolidación más atrás. Probablemente, Montgomery tuvo la oportunidad de evitar la batalla de Túnez. En este caso, como en casi todas las situaciones controvertidas del pasado, el tiempo da la razón. El carisma del vencido se ha impuesto ampliamente al autobombo del vencedor. Hoy se sigue hablando de Rommel en todo el mundo, mientras que de Montgomery ya sólo se acuerdan en Inglaterra.
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Aunque se había conseguido un cierto éxito frenando el último ataque británico en las cercanías de Tel el Aqqaqir, Rommel era consciente de que existía una profunda desigualdad de fuerzas: muchos de sus carros, tras varios días de intensos combates, habían sido destruidos o se encontraban averiados -el Afrika Korps sólo tenía, a estas alturas, 35 carros-; los suministros de combustible, municiones y víveres apenas alcanzaban una cantidad mínima; la moral de las tropas, por último, se encontraba bajo mínimos, lo que se traducía en movimientos de retroceso y desplazamiento a posiciones de retaguardia. La posibilidad, estudiada anteriormente por Rommel, de resguardarse en la línea de Fuka, comienza a ser planteada en serio. Confiando en lograr el permiso de Hitler para retroceder, mandó el retroceso de parte de las divisiones italianas. Sin embargo, Hitler, por medio de Kesselring, denegó la posibilidad de que se produjese una retirada que ya se estaba empezando a realizar, lo que obligó a Rommel a paralizar la operación. Conocido por Montgomery el desplazamiento hacia el este de sus adversarios, éste ordenó a su aviación que comenzase a hostigar a las columnas en retirada, lo que se interpreta como un exceso de precaución, pues no ordenó a sus tropas en tierra que iniciasen el avance sino hasta las primeras horas de la noche del 3 de noviembre. El ataque de la 51 División y una brigada de la 4 División india se produjo a lo largo de un frente de 6,5 kilómetros, enfrentándose a los antitanque germanos. El éxito de la operación produjo una brecha en las defensas enemigas en la mañana del día 4, lo que permitió la entrada de tres divisiones blindadas. La entrada de los carros británicos produjo el descalabro de los blindados italianos del XX Cuerpo de Ejército y de la División Ariete. Más al norte, el Afrika Korps estaba siendo desbordada, cayendo apresado el mismo Von Thoma. El frente había quedado roto a lo largo de 20 kilómetros, y la ausencia de combustible y refuerzos hacía ya materialmente imposible obedecer la orden de Hitler de resistir a toda costa. Decidido a salvar la mayor cantidad de hombres posible, Rommel emprendió la retirada con los escasos medios a su disposición, cuando en la mañana del 5 de noviembre llegó el permiso del Führer para retroceder. En la noche del 4 al 5 se produjo la retirada alemana, facilitada por las excesivas precauciones de Montgomery -quien decidió reagrupar sus tropas, lo que dio una ventaja de 18 horas a las fuerzas del Eje- y la negativa de la RAF a castigar con vuelos rasantes y fuego de ametralladora a las columnas en retirada, en vez de los menos eficaces bombardeos a gran altura. Ya estaba claro que la diferencia de fuerzas, tras una larga batalla, permitía a los británicos emprender una operación de aniquilamiento de los restos del Ejército enemigo, pues el Octavo Ejército podía arrollar con sus 600 tanques a los 80 alemanes. La persecución del enemigo en retirada la encomendó Montgomery al X Cuerpo de Ejército, reorganizado ahora al integrar a las divisiones blindadas 1? y 7? y a la 2? neozelandesa. Por su parte, el XXX Cuerpo de Ejército quedaría en reserva entre El Alemein y Marsa Matruh y el XIII se mantendría sobre el campo de batalla para realizar labores de limpieza. A pesar del retraso con el que comenzó la persecución, las fuerzas del Eje a punto estuvieron de ser cercadas en Marsa Matruh, pero la operación finalmente no llegó a completarse debido a la detención de la 1? División blindada por falta de combustible. Este hecho permitió a Rommel organizar una retirada escalonada y bien defendida, facilitada por las excesivas precauciones de los británicos. A pesar de ello, cientos de vehículos y hombres a pie marchaban por la única carretera, dejando al lado vehículos averiados o sin combustible. Por si fuera poco, una fuerte lluvia producida el día 6 embarró la arena del desierto, circunstancia que, no obstante, favoreció a los perseguidos, pues paralizó durante un día entero los movimientos británicos. Llegado a Sollum bajo un constante hostigamiento aéreo, Rommel pudo hacerse con combustible suficiente para algo más de un centenar de kilómetros, dependiendo a partir de entonces de los suministros por aire. El 12 de noviembre pasó por Tobruk, mientras que el 19 lo hizo por Benghazi, encaminándose hacia Mersa el Brega. En plena retirada, Rommel tuvo conocimiento el 8 de noviembre de que se estaba produciendo la Operación Torch, el desembarco aliado en las costas norteafricanas. Aunque arrolladora, probablemente la ocupación aliada del norte de África hubiera sido mucho más fácil de haber aniquilado Montgomery al ejército de Rommel en retirada, lo que hubiera evitado los violentos combates que se producirán más tarde en Túnez y, con ello, miles de muertes. El fatal resultado de la batalla en cuanto a víctimas humanas difiere según las fuentes citadas (Fuller). Rommel afirma que, entre el 23 de octubre y el 19 de diciembre, las bajas del Eje se elevaron a 35.700 hombres, desglosados en 2.300 muertos (1.200 italianos), 3.900 heridos (1.600 italianos) y 27.900 prisioneros (20.000 italianos). Para Alexander, que ofrece cifras entre el 23 de octubre y el 7 de noviembre, en el Eje se produjeron 10.000 muertes, 15.000 heridos y más de 30.000 prisioneros. El mismo Alexander sitúa las bajas inglesas en 13.500, entre muertos, heridos y desaparecidos, y más de 500 tanques.
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Señala Blunt que "el gusto italiano lo barrió todo en la arquitectura, la escultura y la pintura decorativa durante el reinado de Francisco I, pero en el retrato perduraba una tradición distinta". Alude a la tradición flamenca, con las figuras de Jean Clouet (hacia 1475-1540 y su hijo François Clouet (hacia 1516-1572), cuyas producciones, en determinadas obras no discernible, representan la retratística de corte durante el siglo XVI en Francia. Con ellos, que expresamente ostentaban el título de pintores de cámara, parece haberse querido compensar, dado el creciente nacionalismo ya señalado, la presencia e influjo italianos dominantes en la corte; en el caso del sagaz Francisco I sería muy creíble. La razón básica parece similar a la que en España llevó a Felipe V, a inicios del siglo XVIII, a mantener una prudente política de formas, que no de fondo, hacia su casa española, frente a su casa francesa. Jean Clouet, flamenco de origen, mantiene los caracteres del retrato flamenco del siglo XV (realismo, minuciosidad detallista, empleo muy contrastado del claroscuro) en toda su producción, a la que incorpora algún rasgo de la retratística italiana -el retrato de Francisco I realizado por Tiziano, algo pudo sugerirle- en cuanto a valorar gestos y ademanes, así como el colorido y calidades de las vestimentas. Su versión de retrato ecuestre a lo italiano del mismo Francisco I, resulta algo rígida y pesada. Cotejada su producción con la de Jean Fouquet, del tercer tercio del cuatrocientos, nos evidencia que los avances y aportaciones son realmente escasos. La misma línea sigue su hijo François, casi sin otra variación que no sea la de insistir algo más, sin demasiado éxito, en el distanciamiento preconizado por el retrato manierista. El retrato de la reina Isabel de Austria, esposa de Carlos IX, realizado hacia 1560-65 y, por tanto, una de sus últimas obras, lo pone de manifiesto. Más interesante es la retratística -ahora fuera de los círculos cortesanos- de Corneille de Lyon (hacia 1500-hacia 1575), también oriundo de los Países Bajos, a base de cuadros de pequeño formato que asumen, de manera admirable, lo mejor de la tradición retratística flamenca. Sin los condicionamientos cortesanos y mediante una técnica que conoce, domina y emplea con libertad, sus retratados transmiten mediatez y veracidad.