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El éxito obtenido por Pradilla con el lienzo de Juana la Loca motivará que el Senado le encargue esta obra que contemplamos. Al tener el pintor noticia del encargo no dudó en trasladarse desde Roma a Granada para tomar apuntes de la ciudad, durando su estancia varios meses. A su regreso a Roma se dedicó en exclusiva a esta obra, enviando la tela al Senado en 1882. Pradilla representa el momento en que el rey granadino Boabdil el Chico hace entrega de las llaves de la ciudad a los Reyes Católicos, el 2 de enero de 1492. El pintor quiso impactar a la opinión pública de la época por lo que no dudó en pintar un cuadro poblado por un buen puñado de personajes. En la zona derecha se sitúan los Reyes Católicos presidiendo un amplio cortejo en el que se identifican al conde de Tendilla, el Gran Capitán, la infanta Isabel y el príncipe Juan. La zona del fondo está ocupada por el ejército español mientras que en la izquierda se sitúan el rey Boabdil acompañado de un grupo de fieles cortesanos. Las almenas de la ciudadela de la Alhambra y las blancas casas del Albaicín sirven de fondo a la escena. La composición se estructura a través de una diagonal de derecha a izquierda, quedando el espacio central libre para poder contemplar al ejército. La perspectiva está conseguida gracias a las ruedas de los carruajes. Para resaltar la figura de doña Isabel, el pintor ha colocado detrás un ciprés, demostrando su virtuosismo a la hora de reproducir todos y cada uno de los detalles de las indumentarias y accesorios, especialmente el manto de la reina, la corona o el cetro. El realismo define esta escena, tanto en el color como en el dibujo o la estructura compositiva, empleando una factura suelta de gran belleza. Alfonso XII otorgó a Pradilla la gran cruz de la Orden de Isabel la Católica y el Senado pagó al pintor 50.000 pesetas.
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La renovación artística iniciada en los años centrales del siglo XVI, se asienta en la propia evolución de la escultura española, en particular en la figura de Juan de Juni y, principalmente, en las nuevas influencias del arte italiano, propiciadas por la presencia en Italia de algunos escultores y por la llegada de renovados repertorios de estampas y modelos. El manierismo florentino y la tradición expresivista que caracteriza la escultura del segundo tercio del siglo XVI, se empieza a abandonar a partir de los años sesenta. La escultura hispana se adhiere entonces al manierismo romano de carácter más clasista y monumental. Ya en la obra de Juni se advierte este nuevo rumbo en el ordenamiento equilibrado de sus esquemas y a él debemos la incorporación de exitosos modelos como la Piedad o la Asunción. La contribución definitiva a la renovación artística va a nacer de la obra de Gaspar Becerra y de los nuevos repertorios de estampas y grabados. La estancia en Italia del escultor del retablo de Astorga y su colaboración con Volterra y Vasari le permiten conocer de primera mano las obras de Miguel Angel y su círculo de seguidores, cuya maniera se convierte en la esencia del Romanismo. La influencia poderosa del escultor florentino, interpretado por nuestros mejores escultores en clave monumental e idealista, no impidió a otros artistas italianos dejar su huella en la nueva dirección de la escultura hispana. Giovan Francesco Rustici, Baccio Bandinelli, Jacopo Sansovino, Sebastiano del Piombo o Fontana entre otros, se sumaron a través de sus escultores, pinturas y dibujos, a la influencia de Miguel Angel para configurar el estilo del último tercio del siglo XVI. Conocemos referencias de posesión por parte de los artistas de estampas de maestros italianos, aunque también se citan a Alberto Durero y otros autores antiguos, Jerónimo Hernández tenía 350 y López de Gámiz dejó a su muerte dos libros de estampas. Fue sin duda la obra de Miguel Angel la más reproducida, tanto a través de grabados, como de dibujos realizados ante sus propias pinturas e imágenes. Conocidos son los dibujos del Juicio Final realizados de mano de Becerra que pasaron a Esteban Jordán y no cabe duda que los Bolduque también los tuvieron, lo mismo que el pintor riojano Pedro Ruiz de Cenzano que al fallecer en 1598, dejaba una "estampa pequeña del Juicio de Miguel Angelo en papel y un juicio del Miguel Angelo yluminado y no acabado". Si el altar de la Sixtina fue ampliamente reproducido para servir de modelo, también lo fueron otras obras como el Cristo de Sopra Minerva, en manos de Francisco Pacheco, o las Sibilas que formaban parte de un libro que poseía Juan Bautista Celma. Es lógico pensar que obras o dibujos como los de Bandinelli, grabados con profusión por su calidad, estuvieron también en poder de nuestros escultores. Que había conciencia de la presencia de unas nuevas formas era evidente, así lo prueban las palabras tantas veces reproducidas de Juan de Arfe en su "De Varia commensuración..." (1585): "Gaspar Becerra... trazo de Italia la manera que ahora está introducida entre las más artífices, que son las figuras compuestas, de más carne que las de Berruguete". Pero no sólo en la imagen se aprecia el cambio, sino también en el marco que la cobija: el retablo.
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Después del Concilio de Trento, de las guerras de religión en Francia, de la consolidación del protestantismo en el Imperio, se produjo en el orbe católico un dinámico clima de renovación que tuvo los efectos deseados, sobre todo en Francia. Al morir Enrique IV, Francia se convirtió de nuevo en una gran Monarquía católica muy vinculada a la Iglesia de Roma y cuya sociedad se sentía hostil a cualquier intento de avance del protestantismo. La pertenencia al catolicismo era una condición ineludible para obtener cargos en la Administración. El ministro Sully, protestante, hubo de retirarse a la muerte de Enrique IV y esa era una buena prueba de la victoria de los católicos. Sin embargo, a pesar de ello, la vida eclesiástica no había mejorado. Los obispos reformadores constituían una excepción, numerosos obispos seguían al servicio de la Corte o de la diplomacia y no residían en sus diócesis. Y la situación del clero parroquial tampoco había cambiado desde el final de las guerras de religión debido a su falta de formación doctrinal, moral y teológica, consecuencia, a su vez, de la escasa implantación de las disposiciones del Concilio de Trento. Apenas eran mejores, por su parte, las condiciones en las cuales vivía el clero regular, aunque a finales del siglo XVI se produjeron tímidos y aislados movimientos de reforma. A pesar de estos aspectos nada optimistas, el catolicismo francés había iniciado ya, a comienzos del reinado de Luis XIII, su renovación dando muestras de su fortaleza, como la que manifestó el "Milieu dévot", un grupo católico celoso y activo durante todo el reinado de Enrique IV, al que pertenecían personas de procedencia eclesiástica muy diversa: desde mujeres hasta cartujos, profesores de la Sorbona u obispos, como Francisco de Sales, confesores reales o jesuitas y también sacerdotes diocesanos. El grupo se preocupó de la reforma conventual por la introducción de nuevas órdenes religiosas, como las carmelitas españolas de Santa Teresa que, establecidas en 1604, consiguieron mantener en Francia más de 40 conventos en 1630, o las ursulinas, fundadas en 1596 para la enseñanza de muchachas y que consiguieron una amplísima difusión. De las congregaciones masculinas, los jesuitas y capuchinos vivieron una época floreciente, se fundaron otras con funciones educativas, como la Visitación (1610) o las "Filles de Notre-Dame" de Juana de Lestonac (1606) y otras dedicadas al cuidado de los enfermos. Todas, sin excepción, contaron con el apoyo de la Monarquía. Respecto de la reforma del clero parroquial, ya que se desconfiaba de su eficacia, el "Milieu dévot" planteó la necesidad de partir de cero y formar un clero secular nuevo digno de su función. La inexistencia de seminarios tal como prescribía Trento no desalentó a un miembro del "Milieu", Pierre de Berulle, a crear en 1611 una congregación nacional de sacerdotes seculares sin votos especiales, el Oratorio de Jesús, bajo la autoridad de un superior general, con casas autónomas, y pese a la resistencia de los jesuitas, a los que se trataba de imitar. Sin embargo, en 1631, poseía ya 71 casas, lo que demuestra su rápida expansión y cómo su aparición respondía a las necesidades espirituales de la sociedad francesa. Los sacerdotes del Oratorio, reclutados cuidadosamente, eran piadosos, cultos, generosos y de vida digna. El movimiento de reforma produjo también otras fundaciones preocupadas por la formación del clero secular. Una de las más importantes fue la congregación de Sacerdotes de Misión, fundada en 1625, bajo la influencia de Berulle, por san Vicente de Paúl (1581-1660) y consagrada al apostolado en el mundo rural. Los Sacerdotes de Misión conocieron un desarrollo tan rápido y extraordinario, que desde 1641 pudieron dedicarse a la creación de seminarios diocesanos. A la muerte de san Vicente la congregación sacerdotal contaba con 12 casas. Todos estos esfuerzos, y otros menores, condujeron a la elevación del nivel del clero parroquial y a una auténtica reforma de la mentalidad clerical y en la religiosidad. Los intentos de renovación católica no llegaron a tierras del Imperio hasta mediados del siglo XVII, con resultados desiguales y menos contundentes que en Francia. La política dinástica de la Iglesia imperial contribuyó a la concentración de poder y a la reducción del proceso de secularización y fue también un medio para asegurar la posición temporal de los hijos de las familias de los príncipes. Todo ello acarreó peligros a la Iglesia y puso impedimentos a la reforma dirigida por parte de la jerarquía. Sin embargo, los prelados con formación teológica, con vocación apostólica y de vida piadosa fueron creciendo en número. La mayoría de los obispos auxiliares, pues los titulares presentaban los viejos defectos pretridentinos, protagonizaron el cuidado pastoral, la tarea reformadora, los intentos de reunificación confesional, la propagación de la fe y la restauración de la vida eclesiástica en sus diócesis. La primera etapa, la que siguió a la guerra de los Treinta Años, fue la más dura. La situación económica del clero secular y parroquial era muy difícil, su formación doctrinal y teológica dejaba mucho que desear, aparte de que la miseria, el hambre y la penuria de la posguerra provocaron una decadencia espiritual, moral y pastoral sin precedentes. Es explicable, por tanto, que sin la labor auxiliar de las órdenes religiosas (capuchinos, carmelitas y jesuitas), que sustituyeron en las parroquias, con mucha frecuencia, la labor pastoral y la cura de almas del clero secular, la restauración de la vida eclesiástica no hubiera sido posible dada la escasez de vocaciones. Sólo a finales del siglo XVII se produjo un considerable aumento de éstas. Las fundaciones de seminarios, que mejoraron la formación teológica y disciplinar eclesiástica, fueron muchas, siguiendo los dictados de Trento, pero la mayoría de ellos estuvieron sometidos, con la excepción del de Salzburgo, a las difíciles circunstancias de la guerra de los Treinta Años y a la falta de recursos económicos y financieros para mantenerse.
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La renovación de la cultura española hunde sus raíces en el siglo XVII y sus frutos perduran hasta los primeros decenios del siglo XIX. En tan dilatado espacio de tiempo, las formas culturales ilustradas sufren un proceso de creación, maduración, perfeccionamiento y disolución que ha movilizado a los historiadores sobre el tema académico de la cronología y las etapas de la Ilustración en España. Retomando otras clasificaciones anteriores, más imperfectas por no contar con los elementos alumbrados por la reciente investigación, la periodización propuesta por Antonio Domínguez Ortiz parece responder a grandes rasgos al estado actual de nuestros conocimientos, distinguiendo cuatro generaciones: los novatores, la generación filipina-fernandina, la Ilustración madura y la generación liberal que conoce la Revolución Francesa y las Cortes de Cádiz. En efecto, siguiendo este esquema podemos hablar, para subrayar mejor las líneas de continuidad, de una protoilustración, una Ilustración temprana, una Ilustración madura y una Ilustración en disolución. La protoilustración está representada por la obra de los novatores, el grupo de científicos que desde Sevilla, Madrid, Valencia o Zaragoza ponen las bases de la ciencia moderna. José María López Piñero ha señalado el año de 1687 como la fecha simbólica del nacimiento de la corriente, gracias a la confluencia simultánea de tres acontecimientos: la publicación de la Carta filosófica médico-química, de Juan de Cabriada, el viaje a París de Crisóstomo Martínez y la introducción de la doctrina de la circulación de la sangre en la Universidad de Zaragoza. El médico Andrés Piquer parece, como heredero de la tradición científica de los novatores, el eslabón que uniría la protoilustración con la etapa que comprendería la primera mitad de siglo. Sin embargo, Piquer es heredero también de uno de los máximos representantes de la Ilustración temprana, Gregorio Mayans, que junto con Benito Jerónimo Feijoo llenan casi por sí solos esta nueva etapa del movimiento ilustrado. También aquí los historiadores han encontrado una fecha simbólica, la de 1737, año en que se publica una de las obras cumbres de Mayans, los Orígenes de la lengua española, se edita la Poética de Ignacio de Luzán, que representa el acta de nacimiento de la estética neoclásica, y sale a la luz el primer número del que habrá de ser uno de los principales periódicos de la época, el Diario de los literatos de España. Tras un período de transición, que puede considerarse cerrado con el motín de Esquilache, el reinado de Carlos III asiste a la eclosión de la Ilustración plena. Esta edad de oro puede aceptar como fecha inaugural el año de 1767, cuando se produce la llegada al poder del conde de Aranda y la expulsión de los jesuitas, considerados como uno de los principales obstáculos a la expansión de las Luces, y la Corona acelera su programa de reformas en todos los campos. Del mismo modo, esta fase se cierra en torno a 1791, cuando se produce el pánico de Floridablanca, el miedo de los medios gubernamentales a la penetración de las ideas de la Revolución Francesa. El equilibrio buscado a lo largo de la centuria se rompe con la llegada a España de las noticias sobre la Revolución Francesa. La ilusión de la unanimidad se desvanece y los últimos decenios de la Ilustración se ven signados por el auge de la contestación política, por la trayectoria vacilante y contradictoria del reformismo y por la disolución final del movimiento ilustrado, que es despedazado por los impulsos contrapuestos de la reacción tradicionalista de los partidarios del Trono y el Altar y de la respuesta radical de los partidarios de la revolución liberal. El siglo XVIII protagonizó un gran esfuerzo de regeneración nacional. Como instrumentos teóricos para conseguir tal fin los ilustrados recabaron la ayuda de la tradición hispana de siglos anteriores, pero sobre todo pusieron su confianza en la adaptación del pensamiento europeo a las necesidades del país, de modo que la influencia extranjera se hizo muy patente en la configuración de la ideología de las Luces españolas. La introducción de las ideas foráneas en España se operó por diversos caminos: la estancia de españoles en Europa, la instalación de extranjeros en España, el paso de significados viajeros y la lectura de libros publicados allende los Pirineos. Por esas vías penetraron las novedades procedentes de los diversos países europeos. La influencia de Francia se ejerció desde el principio, con la llegada de los militares y funcionarios que acompañaron a Felipe V (que trajo también a sus artistas, como Jean Ranc, el retratista del joven monarca, Louis-Michel Van Loo, autor del conocido lienzo de La familia de Felipe V, o Michel-Ange Houasse, que nos ha dejado el mejor retrato de Luis I), hasta el final, con la permanente imitación de la moda en la decoración, en la vida de relación, en las fiestas y los juegos, en la compostura toda de los petimetres y madamitas que daban tono a las reuniones mundanas. El influjo de Italia se dio también tanto en el campo político (a través de la presencia de Alberoni, Grimaldi o Esquilache) como en el intelectual (a través de la recepción de Muratori, Galiani, Genovesi, Filangieri o Beccaria) o en el artístico, manifestado en la obra de destacados arquitectos y músicos puestos al servicio de la monarquía hispánica o en la universal admiración por el teatro o la ópera de un país vinculado por tantos lazos a España. La cultura inglesa también se transmitió ampliamente, tanto mediante la difusión de los grandes descubrimientos científicos del siglo anterior, como mediante la recepción del pensamiento económico y político, que sirvió de inspiración a algunos de los más conspicuos representantes del protoliberalismo español. Incomparablemente más débil fue finalmente la incidencia de Alemania, aunque tampoco hay que minusvalorar la presencia de técnicos industriales o el impacto causado por el viaje de Alexander von Humboldt por tierras americanas. Si la inspiración extranjera fue una necesidad reconocida, también, en sentido opuesto, la Ilustración se planteó en primer lugar el problema de España. El reformismo pretendió un mejor conocimiento de la realidad, para tratar de mejorarla a partir de soluciones que se buscaban tanto en los autores extranjeros como en la propia tradición hispana. El conocimiento de España se persiguió así a partir de los viajes, que permiten una observación directa de la realidad, a partir de las grandes empresas eruditas, que permiten rescatar el patrimonio literario, documental y artístico del pasado, y a partir del estudio de la historia, que permite llegar hasta las raíces de los males presentes. De este modo, a través de una perseverante peregrinación por la geografía y la historia patrias, la Ilustración española, por más que haya importado del extranjero parte de su utillaje intelectual, aparece como una creación original para abordar los problemas de España.
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También el ritmo de la Ilustración americana guarda puntos de contactos con el de la metrópoli. Así, puede considerarse que el período de esa protoilustración emblematizada en el grupo de los novatores tiene su paralelo en el papel precursor que desempeñó una de las más extraordinarias personalidades de la cultura hispanoamericana, el mexicano Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), que con su obra prefigura a los enciclopedistas del XVIII, en palabras de Elías Trabulse. Carlos Sigüenza, en efecto, es un significado adalid del criollismo, en sus principales escritos, como Las glorias de Querétaro, La primavera indiana o Paraíso Occidental (1683), donde combina sentido cristiano, mitología clásica y una profunda vivencia de la historia americana, desde las viejas tradiciones amerindias hasta las creaciones de su época. Otras iniciativas intelectuales le vinculan aún más directamente con el mundo setecentista, especialmente sus escritos contra la astrología, redactados a raíz de la aparición del cometa de 1680, que partiendo del universo mental de la revolución científica pertenece ya a la época de una crisis de la conciencia que no fue sólo europea. La Ilustración temprana se caracteriza en América por la recepción de la obra de Feijoo (destinada a ejercer un gran influjo), la aparición de los primeros periódicos y el inicio de las grandes expediciones científicas, especialmente la de La Condamine, con su rama específicamente española encabezada por Jorge Juan y Antonio de Ulloa, y la de Límites al Orinoco, dirigida en su vertiente científica por Pehr Löfling. La Ilustración plena se inicia en América en los años setenta. Es el momento de las grandes obras, de las grandes expediciones, de las grandes figuras, de la conciencia clara de la Ilustración, que se manifiesta en el despliegue de las instituciones características, en la difícil reforma de los viejos centros de enseñanza, en la ebullición científica, en la proliferación de las expediciones botánicas o hidrográficas, en la aparición de los más importantes escritos de economía política, en la implantación del neoclasicismo academicista, en la expansión de la creación literaria, en la difusión de las Luces como vehículo de un cambio profundo de la sociedad. El criollismo presente en todos los estadios de la Ilustración americana termina por desembocar a fines de siglo en el pensamiento que sustenta intelectualmente la lucha por la independencia, de tal modo que la última generación ilustrada se pasa a las filas de los insurgentes. Incapaz de contenerse dentro de los límites del Antiguo Régimen, la crítica reformista se transforma ya decididamente en liberalismo político; y por ese camino, incapaz de contenerse en los límites del sistema colonial, en ideología independentista. Nacido todavía dentro de las murallas de la ciudadela reformista, el pensamiento de principios del XIX se instala ya en el extramuros liberal e independentista para ocuparse más específicamente de la teorización política de la emancipación. Son los integrantes de una nueva generación, la generación de Simón Bolívar, embarcada ya en otra empresa, viviendo en otro universo mental. Como en España, también en la América española, la época del reformismo ilustrado terminaba alumbrando la época del liberalismo, que en este caso implicaba la independencia política de los reinos de Indias. La Ilustración americana bebió en las mismas fuentes que la Ilustración española. Basta una somera visita a las bibliotecas de los principales ilustrados criollos para encontrar una selección de libros muy similar a la que podría hallarse en las bibliotecas de los ilustrados metropolitanos, incluyendo un cierto porcentaje de obras en francés y en inglés. Desde este punto de vista, las fuentes europeas fueron manejadas por los intelectuales americanos con la misma o incluso con mayor soltura que los metropolitanos, ya que si América opuso a las Luces el espesor de la distancia física (sobre todo en los centros situados en el interior del continente) y la sutilidad del tejido de su red cultural y educativa (con tramas demasiado ligeras), por el contrario pudo disfrutar de la práctica bien arraigada del tráfico de contrabando con los países europeos (potencias económicas y culturales, capaces de introducir tejidos baratos y lecturas prohibidas) y de una menor implantación inquisitorial. En resumidas cuentas, el principal elemento de diferenciación no fue, por tanto, la mayor o menor dificultad en abastecerse de libros prohibidos por la censura gubernamental o inquisitorial, ni tampoco la adopción de las nuevas ideas a partir de fuentes directas o a partir de fuentes indirectas, es decir filtradas por el tamiz de la versión metropolitana. El principal elemento de diferenciación provino del contraste de dichas ideas con la realidad americana. Una realidad que fue minuciosamente observada a lo largo del siglo, con un sentimiento de orgullo transmutado ahora en una apasionada captación de la naturaleza y de la historia del Nuevo Mundo. En este sentido, quizás la obra paradigmática, entre muchas otras que merecerían también recordarse, sea la del militar ecuatoriano Antonio Alcedo, quien incapaz de compendiar en un texto original toda la compleja realidad americana pasada y presente, se contentó con publicar una obra de ambiciones más reducidas pero no por ello menos vasta y emblemática, el famoso Diccionario geográfico histórico de las Indias, editado en cinco volúmenes en Madrid entre 1786 y 1789. Si la Ilustración americana y la Ilustración metropolitana se inspiraron en parecidas fuentes, del mismo modo ambas se mantuvieron durante el siglo XVIII en los límites marcados por el reformismo, sin cuestionar las bases económicas, políticas y por descontado religiosas del Antiguo Régimen. Tan sólo al final del período la confrontación con la realidad específicamente americana motivó la aparición de unos rasgos diferenciales que terminaron por plantear la necesidad de una revolución que significaba la independencia. Una necesidad que sólo se hizo patente a partir de la crisis desatada en la metrópoli en 1808.
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La vuelta a la ortodoxia coincide con el inicio de una etapa de apogeo en muchos terrenos. Bizancio ya no es el gran imperio mediterráneo de la época de Justiniano, pues ha quedado notablemente reducido en sus dominios; se trata de un Estado rural con una gran ciudad, Constantinopla, que ha perdido una buena parte de su población tras la peste del año 747, pero que todavía mantiene el monopolio exclusivo del arte y de la cultura. En adelante, va a ser un Imperio griego por el origen étnico de la inmensa mayoría de su población, por su lengua y sus tradiciones, un Imperio griego unido en el culto de la fe ortodoxa. Con la llegada de Basilio I y sus sucesores, Bizancio iba a tomar la ofensiva, a reconquistar una parte de los territorios que había perdido y a extender su esfera de acción más allá de sus fronteras. En el terreno religioso, la negativa de Focio, patriarca de Constantinopla, a reconocer la supremacía de Roma, no supuso una ruptura definitiva con Occidente: el cisma definitivo no se produciría hasta la segunda mitad del siglo XI. Pero afianzó a Constantinopla como suprema autoridad espiritual de Oriente. En los asuntos temporales, las reformas en las áreas administrativa y legislativa van a ir a la par de las nuevas actividades en las ciencias aplicadas, las humanidades y las artes. Bajo Basilio I y León VI se reorganizó el código de Justiniano, se puso al día y se tradujo, adaptándose así al uso contemporáneo. La Universidad de Constantinopla, cerrada por León III en el período anterior, se reorganizó con el objetivo fundamental de formar una administración civil y militar eficaz. Su educación se basaba en una concienzuda lectura de los clásicos griegos, los filósofos, dramaturgos, poetas, historiadores, retóricos, matemáticos, geógrafos y médicos. El programa de lectura de Focio da una idea de la amplitud y profundidad del saber bizantino, igual que sus sermones ponen de manifiesto la sofisticación del lenguaje y el pensamiento bizantinos. Los escritos de Constantino VII Porfirogéneta, no sólo ilustran el enrevesado ceremonial cortesano del siglo X, también muestran un cabal conocimiento de otros países extranjeros, especialmente del mundo eslavo, adquirido mediante hábiles informes diplomáticos. Bajo la influencia y dirección de Constantino VII, sabios de todas clases elaboraron amplias enciclopedias que resumen los conocimientos legados por el pasado; es lo que se dio en llamar segundo helenismo. Al lado de estos grandes trabajos, para los que había que encontrar y reunir un número considerable de manuscritos antiguos, contribuyeron otros, igualmente, al conocimiento y a la transmisión de las obras de la Antigüedad clásica. Desde mediados del siglo IX hasta el año 1000 se dedicaron a copiar en escritura minúscula los manuscritos en nuncial, acompañados de rigurosos estudios filológicos; la mayoría de los textos clásicos que poseemos corresponden a esta época. Los efectos de la búsqueda y del estudio de los manuscritos antiguos -textos profanos de la Antigüedad clásica, obras religiosas de los primeros siglos cristianos y libros sagrados- se dejan sentir tanto en el terreno artístico como en el literario. Los manuscritos ilustrados de las obras científicas como la "Theriaca", de Nicandro, el "Tratado sobre las luxaciones", de Apolonio de Citium, y las "Cinegéticas", de Opiano, conservan las composiciones de los modelos antiguos. Las escenas mitológicas que adornan los manuscritos de los mitógrafos o de otras obras se difundieron, sirvieron para decorar objetos de lujo e incluso se introdujeron en las ilustraciones de escritos religiosos como las "Homilías", de Gregorio Nacianceno. La arqueta Veroli, del siglo X, con sus putti, podría haber sido hecha en época helenística. La taza de cristal rojo oscuro del tesoro de San Marcos de Venecia, probablemente de la misma fecha, responde plenamente al gusto de la época: las figuras parecen sacadas de algún vaso griego antiguo. El popular poema épico de Digenes Akrites -hacia 900- describe la decoración de una residencia aristocrática ideal. Los dos últimos cantos -de los ocho en total- cuentan el empleo del ocio del héroe junto a su esposa, en el palacio que se había hecho construir a orillas del Eufrates. Se trataba de un edificio de salas abovedadas y columnas de mármol, estancias deslumbrantes de mosaicos dorados y escenas donde se establece una comparación entre los héroes clásicos y bíblicos, cuyo relato es como sigue: "También representó las fabulosas guerras de Aquiles, la belleza de Agamenón y la desastrosa huida de Elena; a la sabia Penélope y los muertos pretendientes; la maravillosa osadía de Odiseo frente a los Cíclopes; a Belerofonte matando a la fiera Quimera; las victorias de Alejandro y el desastre de Darío; el sabio Candace en su palacio; la llegada del sabio Alejandro junto a los brahmanes y otra vez entre amazonas y sus continuas hazañas, y muchas otras maravillas y valerosos hechos de todas clases". Aun siendo un relato imaginario, revela hasta qué punto había arraigado el ámbito clásico en la época macedónica. Claro que no todo fue beneficioso. En la literatura tuvo el efecto de impedir el desarrollo de un lenguaje literario vivo. Los hombres de letras trataron de reproducir el estilo e incluso el vocabulario y la sintaxis de los escritores de la Grecia clásica, pero con una profusión florida derivada de los oradores más que de los escritores. El resultado fue un estilo artificioso que pocos autores tuvieron talento para superar. En la música, la recuperación clásica no tuvo al parecer más efecto que el de estimular el estudio de la teoría musical como una rama de la filosofía, afín a las matemáticas, pero con escasa referencia a la composición y práctica musical. En las artes visuales los resultados fueron más prometedores. Los miniaturistas encargados de ilustrar los libros del Antiguo y Nuevo Testamento hallaron en los ejemplares de los primeros siglos cristianos las composiciones pintorescas en las que se desplegaban ricas arquitecturas y paisajes poblados de figuras alegóricas. Vuelven a hallar, también, las formas graciosas o animadas, y el modelado ligero y delicado que se aplica a reproducir con más o menos éxito. Manuscritos como el "Evangelio" del monasterio de Stavronikita en el Monte Athos, el "Rollo de Josué" de la Biblioteca Vaticana de Roma o el "Salterio" -griego 139- de la Biblioteca Nacional de París, presentan algunas de las propuestas más interesantes.
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Durante la guerra civil española se había practicado la violencia apocalíptica del mismo modo que en otras guerras de revolución-contrarrevolución del siglo XX. Semejantes conflictos normalmente reflejaban que los extremos existían en la ideología y la civilización, que convertían al enemigo en un elemento intrínsecamente malévolo que había que aniquilar, y se legitimaba así, psicológica y emocionalmente, las medidas más atroces. El ritmo de ejecuciones políticas fue impresionante durante los seis primeros meses del conflicto. Durante 1937 y 1938 decayó, pero nunca dejó de haber ejecuciones tanto en un bando como en el otro. Debe tenerse en cuenta que la pérdida de vidas en la guerra civil española es casi exactamente proporcional a la que se dio en la guerra civil revolucionaria en Finlandia, de seis meses, entre los años 1917 y 1918, un país con un entorno étnico religioso y educativo muy diferente. En Finlandia, la mayor parte de las bajas fueron víctimas del Terror Blanco, que fue, en proporción, mucho más agudo que en España, aunque los ganadores en Finlandia establecieron una democracia estable después (J. Paavolainen, Poliittiset vakivaltaisundet Suomessa 1918, Helsinki, 1967, 2 vols.) Por lo tanto, de las casi 300.000 muertes causadas por la guerra, algo más de un tercio -al menos 100.000- fueron por el alto número de ejecuciones políticas que realizaron republicanos y nacionales. Técnicamente, las sentencias de muerte en la Zona Nacional se dictaron en los Tribunales Militares, aunque este sistema no se institucionalizó hasta marzo de 1937. La declaración jurídica de estado de guerra por la Junta de Defensa Nacional el 28 de julio de 1936 fue efectivo hasta el 7 de abril de 1948. Para sentar las bases de una purga de posguerra, se promulgó una nueva Ley de Responsabilidades Políticas el 9 de febrero de 1939. Cubría todas las formas de subversión y apoyo al bando republicano e, incluso, ejemplos de pasividad grave durante la guerra. La categoría de personas condenadas automáticamente por la ley, incluía a todos los miembros de partidos revolucionarios y de la izquierda liberal -aunque no a miembros ordinarios de los sindicatos- y cualquiera que hubiera participado en un Tribunal del Pueblo en la Zona Republicana. Pertenecer a una logia masónica también era motivo de condena. Se establecieron tribunales en todas las regiones más importantes de España y un Tribunal Nacional en Madrid. Se definieron tres tipos de castigo, que iban de seis meses a 15 años. La tendencia era imponer sentencias fuertes al principio y reducirlas después. Además del encarcelamiento existían otras penas, como restricciones parciales o totales sobre las actividades profesionales y diferentes niveles de limitación de residencia, como el exilio interior o en el extranjero, el destierro a una de las colonias de África o el arresto domiciliario. También existían diversas sanciones económicas, que podían ir desde multas específicas o impuestos, hasta la confiscación de la propiedad individual. En el momento de la rendición, la población de prisioneros en la Zona Nacional era de unos 100.292 -una cifra ocho veces mayor en proporción, que la que había antes de 1934-. Pero no incluía a los miembros de las tropas Republicanas -400.000 o más- que se tomaron como prisioneros en las últimas semanas del conflicto, a muchos de los cuales se les puso en libertad al poco tiempo. A pesar de todo, la incorporación de casi un tercio del país al nuevo Régimen en los primeros meses de 1939 supuso la ola más grande de detenciones en la Historia de España. Al final de 1939 la población de prisioneros llegó a ser de 270.719, aunque en el transcurso de un año disminuiría considerablemente. Lo único que puede decirse de la represión es que no fue un programa estalinista o hitleriano de liquidación masiva y que no se realizó categóricamente por raza o clase. Sin embargo, sí existía un criterio general en cuanto al nivel de responsabilidad que hubiera habido en partidos políticos republicanos y en movimientos sindicales. Los casos se decidían de forma individual siguiendo este criterio legal recién impuesto. Como ha dicho el investigador que más ha profundizado en una de las fases de esta purga: "La repressió és constant, periódica, metódica i regular. No té un carácter arbitrari, encara que souint ho sembli. Hom pot témer la repressió, peró aquesta és selectiva i racional" (J. M. Solé i Sabaté, La repressió franquista a Catalunya, 1938-1953, Barcelona, 1985). No existía la pena capital por crímenes políticos como tal, pero se dictó sentencia de muerte para todo el que detentara la máxima responsabilidad política o para el que estuviera condenado por crímenes políticos violentos -una categoría relativamente flexible en los años inmediatamente posteriores a la guerra-. El número total de ejecuciones políticas durante los seis primeros años de la posguerra, de 1939-1945, fue al menos de 28.000 y gran parte de ellas se realizaron entre 1939 y 1940, que fueron los años más sanguinarios de este periodo. En 1941 el ritmo empezó a decaer. Un decreto del 9 de junio de 1939 sentaba las bases para reducir un tercio del tiempo de las sentencias a cambio de hacer trabajo voluntario en ciertos proyectos. El 8 de septiembre empezaron los preparativos para crear varias colonias penitenciarias militarizados para ayudar a la reconstrucción. Este sistema de trabajo penal se dio en muchos proyectos, especialmente en Marruecos y Andalucía. El más importante, sin embargo, fue el monumento conmemorativo del Valle de los Caídos, que luego albergaría la tumba de Franco. Los planes para esta construcción se anunciaron el 1 de abril de 1940, primer aniversario del final de la guerra. La Ley de Responsabilidades Políticas se complementó el 1 de marzo de 1940 con una nueva Ley para la Supresión de la Masonería y el Comunismo. Se llamó así porque se consideraba que la masonería era el origen de la subversión espiritual y cultural de la sociedad contemporánea -se convirtió en una manía personal de Franco y de algunos de sus colaboradores más cercanos-; mientras que el comunismo -un término que se aplicaba de forma general a toda la izquierda radical y revolucionaria- era el enemigo político número uno. En la nueva ley se declaraba que: "Constituye figura de delito pertenecer a la masonería y al comunismo, y esto incluía a trotskistas, anarquistas o elementos similares". Con la puesta en libertad de 40.000 prisioneros el 1 de abril de 1941, la población de prisioneros empezó a disminuir rápidamente, pasando de 233.373 al final de 1940 a 54.072 al final de 1944. Sin embargo, el final de la guerra civil no trajo consigo la reconciliación ni el desarme político. El nuevo Estado español era una dictadura rigurosa y punitiva, decidida a llevar a cabo una contrarrevolución política y cultural, a anular cualquier signo de oposición y a establecer un dominio firme del bando victorioso.
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Después de Naxos, cuya capitulación total no tuvo lugar hasta el ano 467, se produjo la revuelta de Tasos, que, para algunos, obligó a los atenienses a prescindir de planes de mayor alcance en el control del Mediterráneo. Según Meiggs, en este caso, el origen del conflicto hay que buscarlo en la agresión de los mismos atenienses. Se trataría de una manifestación violenta de sus aspiraciones a controlar las riquezas minerales de la isla y del continente situado enfrente, a donde se habían enviado colonos que servirían de base para la posterior fundación de Anfípolis. Al parecer, en la revuelta de Tasos estuvo complicada Esparta, que prometía invadir el Ática para debilitar las posibilidades de acción de los atenienses, pero la situación se complicó con la revuelta de los hilotas en Mesenia, lo que no sólo repercutió en la capacidad de maniobra de Esparta, sino también en las relaciones con Atenas. Cimón, en efecto, acudió en ayuda de los espartiatas, lo que, a la larga, disminuyó su prestigio en la ciudad e hizo cambiar la orientación del rumbo de las acciones imperialistas. La actuación de Cimón fue considerada poco eficaz por los nuevos políticos en alza, Efialtes y Pericles, que lo acusaron de haberse dejado sobornar por el rey Alejandro de Macedonia para que no interviniera directamente en el continente. Ahora, los continuadores de Cimón en la dirección de la política ateniense tienen que dedicarse, a principios de los cincuenta, a dos actuaciones en lugares remotos. Por un lado, parecen renacer las intenciones de dominio en el Mediterráneo oriental, cuando la flota se dirigió a Chipre y se desvió hacia Egipto, porque aquí las expectativas parecían aún mayores. También en estos momentos Artajerjes pedía a los espartanos que prestaran su colaboración procediendo a la invasión del Ática. En efecto, por otro lado, las relaciones con la Hélade se deterioran. Ello llevó a un nuevo enfrentamiento con la isla de Egina que desembocó en victoria ateniense, con el establecimiento de clerucos. La formación y conservación del imperio empiezan así a chocar con los intereses espartanos, dando lugar a la llamada primera guerra del Peloponeso.
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La cuestión de la represión de las autoridades absolutistas sobre los liberales ha sido objeto de alguna controversia entre los historiadores, más que por el hecho de reconocer, o no, que hubo represión -pues nadie podría negar que la represión existió- por la naturaleza y la extensión de ésta. Para unos, la persecución de los liberales y las depuraciones en la administración fueron perfectamente organizadas de una forma sistemática desde el poder. El propio Fernando VII, quien mostraría una crueldad y un espíritu vengativo especialmente intensos, sería el incitador de esta política de represalias. Para otros historiadores, las más graves acciones tendrían su origen, no tanto en el poder absolutista restaurado, sino en las pasiones desatadas por los grupos de realistas que demandaban una reparación de los perjuicios y agravios sufridos durante los años de dominio liberal y que dieron lugar a venganzas de tipo personal y a actitudes de violencia incontrolada. Como suele ocurrir en este tipo de controversias historiográficas, ambos puntos de vista tienen parte de razón y no es posible decantarse hacia ningún lado si no se argumenta con datos precisos y con cifras concretas. Aunque es cierto que hubo represión incontrolada -y el fenómeno volvería a repetirse tristemente en los frecuentes cambios políticos de nuestra España contemporánea-, también lo es que muchos liberales tuvieron que buscar el camino del exilio para evitar la cárcel y que otros se vieron condenados por su forma de pensar, o simplemente desplazados de la administración por su falta de fidelidad al absolutismo. Entre los organismos que se pusieron en marcha para llevar a cabo una depuración de quienes habían colaborado con el liberalismo, hay que mencionar a las Comisiones Militares, creadas el 13 de enero de 1824 y que estuvieron funcionando hasta el 4 de agosto de 1825. Sobre 1.094 casos estudiados por Pedro Pegenaute, más de la mitad correspondían a delitos de carácter político y el resto a delitos comunes. Otros tribunales por delito de opinión -aunque no tenían carácter oficial- fueron las Juntas de la Fe, que retomaron competencias propias de la Inquisición. A ellas hay que atribuirles la ejecución del maestro Antonio Ripoll, el último condenado en un auto de fe de la historia de España. Según el estudio que ha realizado recientemente Jean Philippe Luis sobre la labor de la Junta de Purificaciones destinada a depurar a los servidores del Estado, entre 1823 y 1832 se produjeron un total de 2.142 exclusiones de funcionarios de las administraciones central y provincial. El número es ciertamente elevado, pero si se tiene en cuenta que los funcionarios que fueron objeto de investigación fueron alrededor de 23.000, la cifra se relativiza. Sólo el 10 por ciento de la función pública que existía en 1820 fue rechazada a raíz de la segunda restauración. Las depuraciones fueron importantes, pero no fueron de la envergadura de la que a veces se ha estimado. Hubo también depuraciones de elementos ultraconservadores que fueron expulsados de la administración en una fase más tardía. Pero a diferencia de los liberales, que fueron depurados por un delito de opinión cometido en un periodo anterior, los ultras lo fueron por delitos de conspiración, como la que encabezó Bessiéres en 1825. Y en todo caso, estas últimas depuraciones nunca alcanzaron la sistematización de la que fueron objeto los liberales. De todas formas, parece claro que no fue exclusivamente el criterio de adscripción política lo que prevaleció entre 1823 y 1833 a la hora de buscar hombres capaces y válidos. Para Fernando VII existían también otros pareceres para contar con colaboradores en su administración. Por una parte la búsqueda de un personal que le fuese fiel por encima de cualquier consideración ideológica. Por otra, resulta evidente que el monarca buscaba la cohabitación de algunos absolutistas y liberales moderados con elementos ultras. En cuanto al exilio como recurso al que tuvieron que acogerse algunos liberales para escapar a la represión absolutista, fue también importante más por la calidad de los exiliados que por su cantidad, y afectó sobre todo a los elementos políticos que más se habían significado en la etapa del Trienio. Muchos de los que se hallaban en Cádiz, a donde habían acudido en su huida para evitar caer en manos de las tropas francesas, marcharon a Inglaterra, pasando primero por Gibraltar, que era el refugio que tenían más a mano dada su proximidad geográfica con la capital gaditana. Pero Gibraltar, donde hubiesen deseado quedarse muchos para no tener que salir de la Península, no ofrecía condiciones para acoger a tal cantidad de refugiados. Además, las autoridades absolutistas presionaron al Gobierno de Gran Bretaña para que los obligase a salir de la plaza, ya que podían constituir una amenaza para la Monarquía absoluta si desde allí comenzaban a organizar intentonas revolucionarias para destronar a Fernando VII. Así pues, Gibraltar fue sólo una plataforma desde donde estos exiliados se distribuirían por otros países europeos o americanos en los que permanecerían hasta que las condiciones políticas les permitiesen volver. Vicente Llorens estudió a los liberales españoles que se refugiaron en Gran Bretaña y ha puesto de manifiesto la importancia que llegaron a alcanzar en la capital inglesa que, según sus palabras, llegó a convertirse en el "verdadero centro político e intelectual de la emigración". En Londres se concentraron en el barrio de Sommers Town, donde hasta hacía poco tiempo habían vivido los "emigrés" franceses que habían huido de su país ante el temor de las persecuciones desatadas en Francia a raíz del estallido de la Revolución de 1789. Algunos de los liberales españoles desarrollaron una extraordinaria labor en el campo de las letras, publicando algún que otro periódico y participando en otras actividades culturales y, cómo no, también en no pocas intrigas políticas y conspiraciones para derrocar al régimen absolutista. Los militares Torrijos, Mina y Quiroga, los diputados Joaquín Lorenzo Villanueva, Javier Istúriz y el economista Alvaro Flórez Estrada, estuvieron entre ellos. Francia fue el otro país a donde acudió otro núcleo importante de refugiados españoles en este periodo. Sin embargo, hay que distinguir dos comunidades de emigrados políticos en el pais vecino a partir de 1823. En primer lugar, el grupo compuesto por lo que podríamos llamar la emigración de élite y constituido en general por personas de un cierto relieve en la vida política, económica o cultural de la España constitucional. El compromiso que estas personas adquirieron con el sistema liberal les obligó a buscar refugio en el extranjero y prefirieron pasar a Francia antes que a cualquier otro país. Muchos de ellos disfrutaban de una situación económica holgada que les permitió instalarse en ciudades no lejos de la frontera, como Burdeos o Toulouse, o en la misma capital. Su posición les facilitó la toma de contacto con los medios más distinguidos de la sociedad y la política francesas. Entre ellos, cabría citar al político y dramaturgo Martínez de la Rosa, al financiero Vicente Bertrán de Lis, o al duque de Rivas. El otro grupo, más numeroso, estaba formado por los soldados y oficiales del ejército liberal que, después de haber capitulado ante el ejército de los Cien Mil Hijos de San Luis, habían sido conducidos a Francia e internados en diferentes depósitos en los que fueron sometidos a un estrecho control por parte de la policía francesa. Según las estadísticas existentes, estos prisioneros alcanzaron la cifra de 12.459 entre oficiales, suboficiales y soldados. La mayor parte de ellos pudieron acogerse a la amnistía decretada por Fernando VII el 1 de mayo de 1824, y los que no lo hicieron, pasaron a engrosar las filas de los otros refugiados que permanecieron en Francia hasta el final del reinado.