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A poco de desembarcar en España el nuevo rey Carlos I, arribó a ella otro extranjero, un hidalgo portugués llamado Fernán de Magalhaes, que se dirigió a Sevilla donde se entrevistó con Juan de Aranda, Factor de la Casa de Contratación. Magalhaes expuso su teoría de que las islas de la Especiería caían dentro de la demarcación española de Tordesillas (su antimeridiano en el Pacífico) y sería fácil llegar a ellas. No hablaba sin conocimiento, pues había ido a la India en la flota del virrey Almeida y participado en la conquista de Malaca. Enemistado luego con don Manuel el Afortunado por no apoyar su proyecto de descubrir la Especiería, solicitó y obtuvo permiso para servir a otro monarca. El Factor Aranda informó al Gran Canciller sobre los planes del portugués y finalmente le acompañó a la Corte, donde el 22 de marzo de 1518 se firmó la capitulación para ir a descubrir las islas especieras. Lógicamente, para ello debían primero hallar un estrecho en América y al sur del río de Solís. La primera cláusula de dicha capitulación dejaba bien claro que la Corona no enviaría descubridores por dicha ruta durante un período de diez años, pero se reservaba el derecho de seguir enviando viajes en busca del estrecho que podía hallarse por el Golfo de México: "pero entiéndase que, si Nos quisíéremos mandar descubrir o dar licencia para ello a otras personas por la vía del Oeste en las partes de las islas y tierras firmes e todas las otras partes que están descubiertas hacia la parte que quisiéremos para buscar el estrecho de aquellos mares, lo podamos mandar hacer o dar licencia para que otras personas lo hagan". El viaje se proyectó a las Indias para encontrar el paso interoceánico y navegar luego por la Mar del Sur hasta las islas Molucas, regresando por el mismo camino. De aquí la recomendación de llevar cuenta puntual de las provisiones que se gastaban a la ida, para que no faltaran a la vuelta. Juan Sebastián Elcano cambió luego este itinerario y transformó este viaje en la primera vuelta al mundo. La expedición costó 8.346.379 maravedises: una verdadera fortuna. Se aprestaron cinco buques: San Antonio (120 toneles), Trinidad (110), Concepción (90), Victoria (85) y Santiago (75). En ellas embarcaron unos 240 hombres (las fuentes difieren en el número exacto), principalmente andaluces y vascos, así como muchos extranjeros. Partieron de Sanlúcar de Barrameda el 20 de septiembre del año 1519. El viaje a Canarias no tuvo dificultad. Después, Magallanes ordenó poner rumbo suroeste sin hacer junta de capitanes y pilotos, como todos esperaban, con lo que empezaron las desavenencias. Los españoles terminarían acusando a Magallanes de autoritarismo. El 13 de diciembre arribaron a la bahía de Guanabara (donde luego estaría Río de Janeiro) y permanecieron allí 13 días. Siguieron más tarde rumbo sur. Pasaron frente a Montevideo, alcanzaron el Río de Solís o de la Plata y después la inhóspita y desconocida costa patagónica. El 31 de marzo arribaron al puerto de San Julián, donde Magallanes ordenó invernar. Allí estalló un motín contra el capitán de la flota. Lo dirigió el capitán de la Victoria y en él tomaron parte más de 40 hombres, entre ellos el propio Elcano. Estuvo a punto de triunfar, pues se rebelaron tres de las naos, pero Magallanes logró controlar la situación. Condenó a muerte a Quesada, capitán de la Concepción y ordenó dejar en tierra a Cartagena y al clérigo Pedro Sánchez. No se atrevió a seguir haciendo justicia, ante el temor de quedarse sin gente. En San Julián también mandó Magallanes que el navío Santiago explorase hacia el sur. Naufragó, aunque pudo salvarse su tripulación. El 21 ó 24 de agosto abandonaron, al fin, este puerto y siguieron rumbo al sur. Magallanes estaba dispuesto a llegar hasta los 75° de latitud S., si era necesario. El 21 de octubre divisaron el Cabo de las Once Mil Vírgenes. El Capitán mandó en descubierta dos naves, la Concepción y la San Antonio. Esteban Gómez, piloto de la última, decidió desertar y regresar a España, al comprobar que había paso interoceánico. Las tres naos restantes, Trinidad, Concepción y Victoria, franquearon el estrecho y salieron a la Mar del Sur. Era el 27 de noviembre de 1520 y el océano, cosa rara, estaba en calma, por lo que recibió el nombre de Pacífico. La flotilla subió por la costa chilena y puso luego rumbo NO. Al llegar a los 32°, se cambió a O-NO. El viaje fue terrible: cuatro meses continuos de navegación. El hambre y la sed hicieron estragos. Apareció además una enfermedad nueva, el escorbuto, por falta de vitamina C. Pigaffeta, que hizo un diario del viaje, anotó: "la galleta que comíamos no era ya pan, sino un polvo mezclado con gusanos, que habían devorado toda la substancia, y tenía un hedor insoportable, por estar empapado en orines de rata. El agua que nos veíamos obligados a beber era igualmente pútrida y hedionda. Frecuentemente quedó reducida nuestra alimentación a serrín de madera como única comida, pues hasta las ratas, tan repugnantes al hombre, llegaron a ser un manjar tan caro que se pagaba cada una a medio ducado". El 6 de marzo de 1521 arribaron a las islas de los Ladrones (donde los indígenas les robaron un esquife), que años después los jesuitas bautizarían como Marianas. Allí pudieron coger agua, alimentos frescos y leña. Zarparon el 9 de marzo y el 16 del mismo mes arribaron a otras islas que llamaron San Lázaro, por la festividad religiosa. Serán luego las Filipinas. Magallanes se dedicó a recorrer el archipiélago (Samar, Leyte. Cebú) con objeto de establecer una absurda política de alianzas con jefes indígenas, cosa que nada tenía que ver con el objetivo de su expedición. El 27 de abril murió en Mactán por el ataque de uno de ellos. El mando recayó en Duarte de Barbosa y luego en Juan Serrano, pero ambos murieron también el 1 de mayo, engañados por los indígenas de Cebú, que les habían convidado a un banquete. Las tres naos abandonaron aquel lugar y pasaron a Bohol, isla del archipiélago de las Visayas. Aquí se decidió quemar la Concepción, que estaba muy averiada, y trasladar su tripulación y carga a las otras dos. La Trinidad y la Victoria, únicas que quedaban, arribaron a Borneo para carenar el 8 de julio. Luego regresaron a Filipinas. Aquí se destituyó al nuevo jefe Carvalho y se le sustituyó por un mando bicéfalo detentado por Gonzalo Gómez y Elcano. A partir de este momento la expedición recobró su objetivo perdido. Las dos naos se dirigieron al sureste y el 7 de noviembre de 1521 arribaron a la isla Tidore, perteneciente al archipiélago de las Molucas. !Al fin pisaban las islas de la Especiería! El júbilo de los españoles fue enorme. Allí estaban las tan anheladas especias, que podían comprarse por casi nada. A los seis días, el 13 de noviembre, arribó a Tidore una embarcación portuguesa mandada por Alfonso de Lorosa con la noticia de que el rey de Portugal había mandado varios barcos al cabo de Buena Esperanza para interceptar a Magallanes (había supuesto que no encontraría el paso por América) y luego una carabela y varios juncos desde Malaca para localizarles en las islas especieras. Los españoles aceleraron la carga y el 18 de diciembre estaban listos para zarpar. Se celebró entonces junta de Capitanes, en la que se decidió algo trascendental: la Victoria, mandada por Elcano, trataría de llegar a España completando la vuelta al mundo y evitando tocar en tierras de Portugal, mientras que la Trinidad, que hacía mucha agua, intentaría regresar a América buscando el objetivo de Panamá. Juan Sebastián Elcano aligeró su nao descargando 50 quintales de clavo y dejó en tierra algunos hombres. Le quedaron sólo 47 tripulantes, con los que zarpó de Tidore el 21 de diciembre. Allí empezaba una travesía sin escalas por medio mundo. Elcano condujo la Victoria por el paralelo 42, fuera de las rutas portuguesas. Cruzó el Indico, África más abajo de Buena Esperanza y finalmente llegó a Cabo Verde, donde se vio obligado a recalar. El escorbuto se había cobrado ya cinco vidas y el hambre y sed amenazaban al resto. Allí descubrieron que habían ganado un día por navegar siempre en dirección al poniente. En Cabo Verde los portugueses apresaron algunos tripulantes. Elcano continuó con los supervivientes, sólo 22. El 6 de septiembre de 1522 arribó a Sanlúcar, el puerto del que había salido hacia tres años menos 14 días. En cuanto a la Trinidad no pudo encontrar vientos apropiados para regresar a América y tornó a las Molucas, donde fue apresada por los portugueses. El otro posible paso interoceánico, que se suponía podía encontrarse al norte de la Florida, fue buscado inútilmente en la costa norteamericana por Esteban Gómez (1525) y por Lucas Vázquez de Ayllón (1526).
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La prisa que tuvieron en bautizarse Fue principal causa y medio para que los indios se convirtiesen, deshacer los ídolos y los templos en cada pueblo. Dicen que les dolía mucho la destrucción de sus templos grandes, perdiendo esperanza de poderlos rehacer, y como eran religiosísimos y oraban mucho en el templo, no se hallaban sin casa de oración y sacrificios; y así, visitaban las iglesias a menudo. Oían de buena gana a los predicadores, miraban las ceremonias de la misa, deseando saber sus misterios, como novedad grandísima; de manera que, con la gracia del Espíritu Santo, y con la solicitud de los predicadores, y con su mansedumbre, cargaban tantos a bautizarse, que ni cabían en las iglesias ni bastaban a bautizarlos; y así, bautizaron dos sacerdotes en Xochmilco quince mil personas en un día; y fraile francisco hubo, que bautizó él solo, aunque en muchos años, cuatrocientos mil hombres; y en verdad los frailes franciscos han bautizado, según dicen ellos mismos, más que nadie. También aconteció en muchas ciudades velarse mil novios en un solo día; prisa grandísima. Dicen que un tal Calisto, de Huexocinco, criado en la doctrina, fue el primero que se veló a puerta de iglesia. La confesión, como cosa más entretenida, tuvo más quehacer. Aun así la procuraron muchos; y así, cuentan como cosa grande que hubo en Teouacan, el año 40, doce diferencias de naciones y lenguajes a oír los oficios de la Samana Santa y a confesarse, y algunos vinieron de sesenta leguas. Quien primero se comulgó fue Juan de Cuauhquecholla, caballero, y le comulgaron con gran recelo. La disciplina y penitencia de azotes la tomaron pronto y mucho, con la costumbre que tenían de sangrarse a menudo por devoción, para ofrecer su sangre a los ídolos; y así, acontece ir en una procesión diez mil, cincuenta mil, y hasta cien mil disciplinantes. Todos, en fin, se disciplinan de buena gana, y mueren por ello, porque les come y crece la sangre cada año por el mismo tiempo que se suelen azotar en las espaldas, cosa muy natural; bueno está que se disciplinen en remembranza de los muchos azotes que dieron a nuestro buen Jesús, pero no que parezcan recaer en sus viejas sangrías, y por eso algunos se lo querrían quitar, o al menos templar.
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Josep Puig i Cadafalch publicó en 1930 "La geografia i orígens del primer art romànic". En este libro define el arte románico del siglo XI como el románico de influencia lombarda que se extiende por Europa a partir de unos orígenes arquitectónicos en la zona del Adriático y desde el siglo V. Esta arquitectura tiene como base estructural el arte romano provincial al que se añade una decoración de arcuaciones ciegas y hornacinas, de origen oriental, transmitido a Occidente a través de Bizancio. Estos estratos arquitectónicos, que irán definiendo unos modelos tanto estructurales (presencia muy temprana de la cúpula) como decorativos y que se irán extendiendo progresivamente por Europa, constituirán, en su cuarto momento, el primer románico que a partir de 1020 se extiende ya por Europa. Pierre Francastel en 1942 publicó, en su libro "L'Humanisme roman", su concepto de Primer Románico opuesto al de Puig i Cadafalch: contrapone a la influencia lombarda un primer románico derivado del arte carolingio. Algo así como una tercera renovatio carolingia, después de la del 800 y la otónida del siglo X. Evidentemente se estaban definiendo las dos grandes corrientes del románico del siglo XI, dos de los primeros románicos. Estilos ambos que a veces se mezclan en zonas de Europa donde los caminos se cruzan. Así, en la Borgoña, en Saint-Philibert de Tournus, junto a unos métodos constructivos claramente lombardos en las bóvedas y en la decoración de arcuaciones ciegas, aparece la westwerk o cuerpo occidental, una de las características fundamentales de la arquitectura de derivación carolingia. Al margen, existen lo que podríamos llamar arquitecturas autóctonas en la cronología románica, basadas en las tradiciones e influencias anteriores en la historia de la arquitectura de cada país. Así, la arquitectura de la Inglaterra anterior a la conquista normanda de 1066, la fuerte impronta paleocristiana en la arquitectura romana, el fuerte bizantinismo del sur de Italia y la tradición de la arquitectura asturiana de los siglos IX y X en época románica. son ejemplos de la diversidad de la arquitectura del siglo XI; es decir, son ejemplos de primeros románicos. Y ya hemos visto el caso de Cataluña, donde elementos de los lenguajes estructurales arquitectónicos propios de las tradiciones anteriores entran con fuerza en época románica culminando en conjuntos extraordinarios como Sant Pere de Rodes.
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Genio solitario, demasiado grande para su época, proyectándose en un exceso de creatividad en el futuro, Rembrandt no podía constituirse en modelo inmediato para sus coetáneos, ni tuvo discípulos a la altura de su obra. Pero, por muy gloriosas que sean la figura y la obra de Rembrandt, ni una ni otra constituyen la pintura neerlandesa. En efecto, entre sus numerosos aprendices, colaboradores o seguidores los hubo muy dotados y preciso es recordar a los dos pintores que, durante su etapa en Leyden (1625-31), colaboraron estrechamente con él. En primer lugar, a su compañero y socio en el taller, Jan Lievens, un buen paisajista, que -tocado por su genial colega, atento entonces en reproducir los detalles- grabó y pintó historias en una manera muy cercana a la de Rembrandt, nacida de su común formación con Lastman. Con todo, después de su estancia en Inglaterra, acabaría por alejarse de su estilo y aproximarse al de Van Dyck, tendiendo a su regreso a Amsterdam hacia un arte decorativo que halló su consagración en la Huis ten Bosch (1648) y en el Ayuntamiento de Amsterdam.Junto a éste, Gerrit Dou (Leyden, 1613-1675), el primer discípulo que tuvo Rembrandt, imitó la manera del maestro, adoptando sus modelos y traduciendo los temas y motivos de su repertorio, incluido ese gusto por los vestidos orientales y los accesorios estrafalarios, destacando por las escenas bíblicas y los retratos. Aun así, al quedar sólo en Leyden tendió hacia una factura cuidadosa y en exceso meticulosa, tan artificial que se pierde en los detalles más nimios; dedicado a pintar escenas de género (filósofos, personajes leyendo, mujeres al balcón o en las tareas domésticas, encuadrados por el motivo rembrandtiano del nicho), con asuntos tan peregrinos como aquel de la Mujer hidrópica (París, Louvre), interesante pintura que cae en la anécdota. De él partirá la tardía pintura fina de Leyden, que gusta de las superficies satinadas, de la ejecución preciosista y del esfumado cromático, tan identificada con el ser y el sentir artísticos de Holanda como ajena del todo a la concepción y al tratamiento de Rembrandt. Precisamente, aprovechándose de esa manera leydense sacaron partido F. Mieris el Viejo, G. Metsu, discípulo de Dou, y, durante algún tiempo, J. Steen.Con todo, sin Rembrandt sería poco menos que imposible explicar una gran parte de la producción de los maestros de Amsterdam, y aun de toda Holanda. Y es que numerosos fueron los aprendices y discípulos que tuvo en Amsterdam, muchos de ellos estrechamente asociados a su producción, hasta el extremo de que el propio Rembrandt retocó a veces los trabajos de sus pupilos, vendiéndolos después en su beneficio. A pesar del cambio estilístico resultante de su posterior independencia profesional, pero también de su acomodación al estilo y al gusto preponderantes, la dominante rembrandtiana se dejó sentir, sobre todo, en la obra de retratista de Ferdinand Bol, Jacob A. Backer y Govaert Flinck, Samuel van Hoogstraaten, Barent y Carel Fabritius (luego maestro de Vermeer, e influido por él), Nicolaes Maes, etc. Pero sólo dos de sus pupilos permanecieron más ligados a la factura del maestro, y en especial a su manera más tardía, Gerbrandt Van den Eeckhout y Aert de Gelder, aunque siempre distantes de su amplitud espacial y de su alquimia lumínica. Cabe, en fin, destacar a Philips Koninck que siguió con timbre rembrandtiano y cierto éxito los modelos del maestro, en particular en el campo del paisaje. El valor de la presencia y la obra de estos epígonos reside en el hecho de haber servido de puente entre Rembrandt y la generación siguiente, aquella de Hobbema, de Potter, de Vermeer, o sea, la de los pequeños maestros activos en el campo del género popular, de las naturalezas muertas, de la pintura de interiores, de paisajes, de animales, etc., tan particularmente gratas a la clientela y la comitencia burguesas, poco dadas a los asuntos que no se circunscribieran al campo de sus propias experiencias y escasamente inclinadas a la introspección.
obra
El interés de Rodríguez Guzmán por los asuntos populares le lleva a realizar escenas procesionales como ésta que contemplamos. Observamos un buen número de figuras en una disposición serpenteante para dar aspecto de caravana, apreciándose en la procesión carretas, jinetes a caballo y personas andando. En el fondo encontramos abruptas montañas, con un cielo de tornasoladas nubes, con las que el pintor otorga mayor dramatismo a la composición. Gracias a las diagonales que organizan el espacio, relaciona los diferentes episodios y crea la caravana serpenteante. El fondo de la tela se viene hacia primer plano para atraer y centrar lo que al pintor interesa, que es la carroza que porta a la Virgen y las figuras que llevan los estandartes. El colorido es muy variado, jugando Rodríguez con la iluminación ya que deja parte de la zona izquierda en penumbra e ilumina el centro de la escena. Resulta destacable el firme y seguro dibujo y los gestos de los personajes, especialmente el grupo de muchachitos de primer plano que nos refleja la vocación popular hacia la Virgen del Rocio. El hombre que toca la flauta y el tamborín también llama nuestra atención así como el efecto de polvo que se consigue con las carretas circulando. Existen algunas desproporciones pero en suma es un cuadro bien hecho con el que el pintor alcanzó un importante éxito.
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Ilustrísimos señores y señoras! Es éste un año de muertos. Casi a diario los periódicos derraman sus lágrimas por alguien que ha alcanzado prematuramente un mundo mejor que el nuestro. Cada día, el cuerpo seis (de los tipógrafos en los periódicos) rompe en sollozos por culpa de tantos nombres segados por la espada de Marte. Jamás tuvieron los periódicos un aire tan noble y tan monásticamente austero como hoy. Se revisten con el luto de las esquelas; tienen los ojos llenos de lágrimas necrológicas. Por eso, ha sido particularmente desagradable ver cómo esta prensa ennoblecida por el dolor se dejaba llevar de una indecorosa algazara con ocasión de una muerte que me toca muy de cerca.Cuando los críticos uncidos al coche fúnebre comenzaron a llevar el ataúd del futurismo por el largo camino suicida de la palabra impresa, los periódicos se desternillaron de risa durante semanas enteras: ¡Ja, ja, ja! ¡Les está bien! ¡Lleváoslo, lleváoslo! ¡Ya era hora! (Profunda emoción entre el público: "Pero, ¿realmente ha muerto? ¿Ha muerto el futurismo? ¿Va en serio?".) Sí, ha muerto".Esas líneas fueron escritas en 1915 por el poeta Vladimir Maiakovski. En esa "Cota de alquitrán" se transcribe con garra un estadio crítico del posicionamiento vanguardista del futurismo ruso, que, entregado a la aventura de la renovación en medio de la guerra, admite un certificado de defunción sobre su propio concepto, se desposee de él a la vez que se burla de sus críticos, precisamente para impulsar la regeneración, desquitarse de aporías muertas, y vitalizar, en definitiva, una propuesta artística sin nostalgias. Desestimaba, sobre todo, los ideales promovidos por el futurismo italiano.El término futurismo había sido acuñado en 1909 por otro poeta que, sin embargo, no guarda gran afinidad con Maiakovski. Era Filippo Tommaso Marinetti (1876-1944), sin duda el primer gestor panfletario de la vanguardia. La actividad de Marinetti para la promoción y propagación de los conceptos y las obras del futurismo fue ingente. No menos de 40 manifiestos básicos firmados por él o por sus acólitos entre 1909 y 1918, y otros tantos hasta 1938, un sinfín de viajes, conferencias, actos, lecturas e intervenciones públicas en teatros y cafés que solían acabar en pelea, y el afán de promover exposiciones de cuadros de los nuevos artistas italianos, lo convierten en el prototipo del propagandista del arte, del moderno belicoso que acabaría por integrarse en las filas del fascismo.Carlo Carrá (1881-1943), uno de los primeros pintores futuristas, lo retrató en 1910 con los rasgos del genio demoníaco, del propagandista subversivo, pesadilla de sus contemporáneos, como el célebre y terrorífico íncubo de H. Füssli. Era el maestro de ceremonias de un rito intimidador.Fue en el año 1912 cuando se dio a conocer el futurismo de golpe en toda Europa. A los manifiestos y actividades anteriores a esta fecha se añadió una frenética actividad pública internacional, auspiciada por Marinetti. Así, se organizó una gran Exposición futurista, inaugurada en la Galería Bernheim Jeune de París, y que se presentaría, a veces reducida o transformada, sucesivamente en Londres, Berlín, Bruselas, La Haya, Amsterdam, Viena, Hamburgo, Munich, Budapest, Zurich y otras ciudades. La presentación en las ciudades artísticamente más activas, como París o Berlín, iba acompañada de una gran actividad de promoción. Se repartían miles de invitaciones, se colocaban con letras luminosas los nombres de los artistas, se circulaba por las avenidas con altavoces gritando: "¡Viva el futurismo!". Se trataba, qué duda cabe, de la versión primigenia del marketing del arte de nuestro siglo, hoy en día mucho más sofisticado.Así, en 1912 escribía Marinetti desde Londres mientras se celebraba allí la exposición futurista: "¡En Londres crece el éxito de manera casi fantástica! ¡Más de 350 críticos han aparecido en un mes y cuatro días y la galería no quería descolgar los cuadros a causa de la gran avalancha de público dispuesto a pagar! ¡Las ventas superan ya los 11.000 francos!". En la correspondencia de Marinetti encontramos tantas referencias al dinero, que nos parece leer fragmentos de las novelas de Balzac.
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Es muy difícil aventurar cifras de producción de los metales preciosos, ya que sólo contamos con datos de tipo fiscal procedentes de las cajas reales o de las acuñaciones realizadas en las Casas de Moneda, que representan un tanto por ciento muy discutido de lo que realmente se extrajo. Unos cálculos referenciales son los de Szaszdi, según los cuales Hispanoamérica produjo entre 1521 y 1610 unos 346.267.199 pesos ensayados, equivalentes a 157.500 millones de maravedises y a unas 15.000 toneladas de plata, lo que significa un promedio anual de casi 166 toneladas. Su distribución por períodos de treinta años sería: Treintenas Pesos ensayados Total kilos Promedio anual de kilos 1521-1559 20.622.807 889.538 29.651 1551-1580 104.639.392 4.513.484 150.449 1581-1610 221.005.000 9.532.764 317.758 Totales 346.267.199 14.935.786 165.953 Los promedios anuales revelan el aumento productivo, sobre todo en los últimos treinta años. En cuanto a la distribución entre los dos virreinatos, sería de 112.424.628 pesos (32,5%) para el de la Nueva España y 233.842.571 (67,5%) para el del Perú. En el primero destacó Zacatecas, que dio la tercera parte de toda la plata mexicana y en el segundo el Potosí, con el 77% de la peruana. Entre 1575 y 1600, Potosí produjo la mitad de la plata americana. La producción argentífera sufrió una contracción a lo largo del siglo XVII, pero con ritmos diferentes en México y Perú. En el primero empezó en 1630, como consecuencia de la falta de mercurio y del agotamiento de los filones de algunas minas, pero volvió a resurgir hacia 1670, gracias al auge de la fundición. La minería mexicana se distinguió por haber amparado un desarrollo regional de tipo agropecuario que le sirvió de soporte durante los años malos. En el Perú, se mantuvo hasta 1680 e inició su recuperación a fines de dicha centuria. Los cálculos sobre producción aurífera son aún más imprecisos, pues no contamos con estudios sobre las cajas neogranadinas, su zona principal (de su territorio salió entre el 46 y el 50% del oro de toda Hispanoamérica) y además circuló más oro ilegal (en valor) que plata. Algunos autores piensan que la producción registrada por el aparato fiscal no llegaba al 50% de la total. En términos generales, se supone que entre 1492 y 1545 se extrajeron unos 17 millones de pesos, equivalentes a casi 74 toneladas, y desde 1545 a 1610 otros 66.054.759 pesos de oro fino, equivalentes a unas 287 toneladas. El promedio serían unas tres toneladas anuales, que subió a casi cuatro y medio en los últimos 65 años anotados. Los principales productores eran el Nuevo Reino de Granada (46,7%), Chile (17,9%) y Quito (16,9%), seguidos de México (San Luis de Potosí) y Perú (Carabaya). En Nueva Granada se observa una crisis hacia 1620, que duró sesenta años y que afectó a las regiones de las cuencas del Magdalena y Cauca. Hacia 1680, los mineros payaneses lograron establecer comunicación con el Choco, iniciándose el segundo gran ciclo aurífero en el que se insertó luego la reciclada minería antioqueña. Desde luego hemos verificado que las cajas auríferas neogranadinas contabilizaron 2.593.860 pesos de oro producido entre 1651 y 1701, lo que significa promedios anuales de 50.860 pesos para los años de la supuesta crisis. Otra actividad minera la constituyeron las esmeraldas, que se extraían en varios centros neogranadinos y principalmente en Muzo. Entre 1564 y 1624 se produjeron un millón y medio de pesos, que bajaron a promedios anuales de 15.000 pesos desde 1630. Manuel Casado ha cuantificado la producción esmeraldífera de 1595 a 1709 en 217.612.477 maravedís, lo que determina promedios anuales de 1.892.282 maravedíes o 6.065 patacones en pesos de plata. Gran parte de los metales preciosos se acuñaron en las Indias, donde la Corona trató, paradójicamente, de implantar una economía monetaria a la vez que extraía de allí todo el dinero posible. En 1535 se creó la Casa de Moneda de México, a la que siguieron otras en Lima, Potosí y Santa Fe de Bogotá. El sistema monetario siguió al peninsular y estaba basado en una unidad de cuenta, que era el maravedí. La unidad monetaria era el escudo (1/68 de marco), que generalmente venía de España, y el peso de plata. Este último fue el verdadero monetario americano y era unidad de cuenta y real. Constaba de 450 maravedises y equivalía a un peso de 4,6 gramos de oro de 22 quilates. El peso tenía ocho reales y cada real en cuartillos u ochavos. Para los metales preciosos, la unidad de peso fue el marco, con distintos submúltiplos. El de oro tenía 27.200 maravedises y el de plata 2.278. El circulante americano fue siempre escaso, pues lo drenaban los europeos (mediante impuestos y contrabando) y hasta los asiáticos. En los reinos donde se producían los metales preciosos, existía una enorme presión fiscal para recoger todo el numerario posible y llevarlo a España, con lo que apenas quedaba para sus necesidades. En México, donde se acuñaban anualmente entre tres y cuatro millones de pesos, llegaron a utilizarse los granos de cacao como instrumento de cambio a fines del siglo XVII, según señala Gemelli Carreri y, en 1665, hubo necesidad de permitir la circulación de moneda peruana para aliviar la terrible situación existente. En los reinos que no producían plata ni oro, había verdaderas economías de trueque. Tal ocurrió por ejemplo en Venezuela, como ha anotado Arcila, hasta que se organizó el negocio exportador de cacao a Nueva España, o en el Río de la Plata hasta que se convirtió en soporte de la minería altoperuana. Lo precario del circulante revaluó el valor del dinero en efectivo (quienes cobraban sueldos tenían en realidad mayor poder adquisitivo) y activó el sistema crediticio. Las instituciones bancarias fueron, por tanto, innecesarias (operaron algunas en Lima y otras ciudades notables), suplidas por los prestamistas que sacaban de apuros a comerciantes y mineros mediante intereses usurarios, aunque en los papeles figura siempre el del 5%, que era el legal. Al préstamo recurrían los criollos más poderosos (en patrimonio) y hasta la Corona. Carlos II pidió al Virrey de México, en 1689, que negociara un empréstito de un millón y medio de pesos sobre la Caja de México, con interés del 5% anual, pagadero con los futuros ingresos del Derecho de Cobos y con los fondos que se cobrarían de la moderación y suspensión de mercedes.
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No es posible conocer con exactitud la producción agraria durante la Edad Moderna, lo que, por supuesto, ha de aplicarse al siglo XVIII. Su estudio, dejando al margen casos particulares y excepcionales, ha de hacerse normalmente a partir de fuentes indirectas y no siempre enteramente fiables, como la documentación relativa a la percepción de diezmos. Y su información, limitada casi siempre a los cereales (mayoritarios, pero ya se ha dicho que no únicos en la agricultura europea), se refiere no al volumen de la producción, sino a su evolución, siempre que se mantuvieran constantes en el tiempo el valor proporcional del diezmo y el universal cumplimiento del precepto por parte de los campesinos. Pese a todo, y con una rigurosa critica de fuentes, han podido establecerse algunas de las líneas maestras de la expansión que caracteriza al siglo XVIII. Sabemos, por ejemplo, que tras la depresión agraria del Seiscientos la inversión al alza de la tendencia se aprecia antes (en las últimas décadas del siglo) en las penínsulas mediterráneas que en la Europa central y septentrional, aunque hacia 1720 la expansión era ya general. Ahora bien, el aumento de la producción -que en muchos casos no pasó de ser una mera recuperación del bache del siglo XVII- no fue uniforme. En algunos países, como Inglaterra y los Países Bajos, el crecimiento se mantuvo a lo largo de toda la centuria, intensificándose incluso en el primer caso desde 1740, aproximadamente. Polonia conoció también un crecimiento sostenido, aunque todavía a finales del siglo no se habían alcanzado las elevadas cotas del Quinientos. Francia ofrecerá un fuerte contraste regional, con zonas relativamente estancadas (Bretaña, Auvernia, Anjou, por ejemplo) y otras en abierta expansión (Normandía, Alsacia, Cambrésis, o ciertas áreas de Aquitania). Y en Italia y España la temprana recuperación pareció alcanzar su techo en diversas regiones en la segunda mitad del siglo (la cronología concreta varía en cada caso). Al analizar cómo se realizó este crecimiento, parece claro que hubo más continuidad que cambios en la agricultura europea del Setecientos. El aumento de la producción se alcanzó, sobre todo, mediante la ampliación de la superficie cultivada, recuperándose tierras abandonadas durante la depresión del siglo XVII y roturándose otras nuevas, sin olvidar que las estructuras del Antiguo Régimen, como veremos, también permitían el crecimiento y no sólo por la vía extensiva. Pero, ciertamente, las transformaciones estructurales fueron en conjunto escasas. Aunque, eso sí, una pléyade de teóricos y expertos trataban de difundir, con insistencia y entusiasmo hasta entonces desconocidos, las excelencias y necesidad de innovaciones y transformaciones de todo tipo.