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Los ciudadanos atenienses con posibles contaban con un buen número de concubinas con las que mantener relaciones sexuales a su antojo. Algunas de ellas vivían en su propia casa, bajo el techo conyugal que compartían el marido y la esposa legítima. Pero también podía acudir a las numerosas prostitutas que vivían en la ciudad. La mayoría eran extranjeras, ya que Solón en el siglo VI a. C. reclutó un buen número de mujeres y las introdujo en burdeles (llamados dicteria) dirigidos por un funcionario público, regulando de esa manera la prostitución. En el exterior de los burdeles se colocaban símbolos fálicos para indicar la actividad del negocio. El precio solía rondar el óbolo, la sexta parte de la dracma de plata. Estos establecimientos incluían en sus servicios masajes, baños y comida, la mayoría de carácter afrodisíaco e incluso algunos productos para estimular la virilidad, como los testículos de asno salvaje. Para atraer al público, las mujeres solían vestir atuendos llamativos y llevar el cabello más largo que las atenienses, incluso algunas caminaban con un seno descubierto. Con el paso del tiempo las atenienses imitaron las modas de las prostitutas, proceso que se repetirá en numerosos momentos de la Historia. Así las prostitutas se maquillaban de manera ligeramente escandalosa con vistosos coloretes, utilizaban zapatos que elevasen su altura, se teñían el cabello de rubio y se depilaban, utilizando navajas de afeitar, cremas u otros útiles. Utilizaban todo tipo de postizos y pelucas. Estas modas serán rápidamente adaptadas por el resto de las mujeres, provocando continuas equivocaciones, según nos cuentan algunos cronistas. Las prostitutas de lujo recibían el nombre de hetairas. Eran una mezcla entre compañera espiritual, poetisa, artista y mercancía sexual. Solían vestir con una ligera gasa que permitía contemplar sus encantos e incluso llevar un pecho descubierto. Los más importantes políticos, artistas y filósofos gozaban de su compañía. El escultor Praxíteles estuvo locamente enamorado de Friné, quien sirvió de modelo para algunas estatuas. La encantadora Friné vivía con cierta discreción, acudiendo a tertulias literarias y artísticas, aunque fue acusada de impiedad y condenada a muerte, salvándose al mostrarse desnuda al tribunal por indicación de su abogado. En un momento de su vida, Friné acumuló tal fortuna que decidió reconstruir las murallas de su ciudad natal, Tebas. Aspasia fue la amante y esposa de Pericles, siendo también acusada de impiedad y salvada tras las lágrimas derramadas por su marido. Aspasia colaboraba estrechamente con Pericles, según nos cuentan los poetas cómicos, quienes la acusan de ser la promotora de la mayoría de las guerras que vivió Atenas en aquellos momentos. Otra de las más famosas hetairas será Lais de Corinto, considerada la mujer más bella que se haya visto jamás. El escultor Mirón ofreció a la dama todas sus posesiones a cambio de una noche, pero Lais lo rechazó. Sin embargo, no tuvo inconveniente de entregarse a Diógenes por un óbolo, ya que tenía ilusión de acostarse con un filósofo. Targelia será la amante del persa Jerjes I.
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Si bien es cierto que el reparto de tierras entre visigodos y romanos debió suponer un cierto enfrentamiento entre ambas poblaciones, también lo es que el romano, a pesar de haber cedido parte de sus tierras y de verse obligado al pago de los impuestos, recibía a cambio protección y seguridad. Según la información proporcionada por las fuentes textuales, aunque su lectura plantea serios problemas de interpretación, las grandes propiedades, tanto de visigodos como de romanos, tenían sistemas de seguridad basados en la presencia de ejércitos privados. Estos ejércitos deben ser entendidos como pequeñas tropas organizadas con el fin de proteger los bienes y las tierras de los propietarios, si bien es conocido que determinados individuos de la clase aristocráticomilitar, como fue Teudis, que llegó a ser coronado rey, tenía un ejército privado a su disposición de unos 2.000 hombres que había reclutado gracias a las grandes posesiones territoriales que había conseguido a través de su esposa romana. A nuestro juicio,. unas tropas tan numerosas debían ser poco habituales en la protección de los latifundios, pero ello no impide suponer su existencia restringida. Es muy posible que estos soldados estuviesen al mismo tiempo al servicio de la explotación de las tierras, tanto si tenían la condición de esclavos (servuli) como la de campesinos libres (rusticani). Si aceptamos por tanto que los possesores tenían soldados a su servicio, debemos también aceptar la existencia de una serie de dependencias donde albergarlos, los utensilios necesarios para una caballería montada, además de la manutención, cuadras, etcétera. La información proporcionada por los restos arqueológicos a este respecto es interesante, pues refleja una perpetuidad en las tradiciones romanas, aunque no habla directamente de ejércitos privados o cuerpos montados. La mentalidad y las necesidades de los grandes propietarios dedicados a las explotaciones agrícola y ganadera sigue siendo la misma que la del Bajo Imperio. Así, por ejemplo, los hallazgos de elementos de guarniciones de frenos de caballos, los instrumenta equorum, nos indican no sólo el aprecio que se tenía por los caballos, sino también una fuerte actividad dedicada a la cría y al adiestramiento caballar. Las guarniciones de frenos de plena época visigoda muestran la dedicación militar de estos caballos, puesto que se trata de bocados con desveno y camas largas de gran volumen que a veces presentan una embocadura articulada en vez de rígida, hecho que favorecía la guía del caballo y liberaba la boca. Los caballos de parada, aunque es posible que también los utilizasen la caballería ligera y los caballos de carreras, eran enjaezados con frenos de filete articulado compuestos por dos camas con enganche de montante, dos cañones y dos anillas portarriendas. La abundancia de hallazgos arqueológicos por toda la geografía peninsular permite suponer una utilización generalizada, a la vez que unos sistemas de producción y distribución bien organizados. Por otra parte, los textos literarios nos ilustran sobre los pastos de la Baetica y la Lusitania que eran idóneos para dicha cría y para la obtención de caballos. Los pavimentos musivos con escenas de caza y venationes, además de largas series de utensilios y bronces figurativos, dejan patente que los caballos eran destinados al otium y los placeres de la caza de los propietarios. Las representaciones pictóricas o musivas son inexistentes en lo que a la configuración de un cuerpo montado dedicado a la protección de la propiedad respecta, aunque como decíamos anteriormente, los textos sí hablan de ello y es posible que al tratarse de un fenómeno relativamente tardío, éste no haya quedado plasmado en los repertorios iconográficos de tradición clásica.
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En el verano de 2000, el presidente norteamericano Bill Clinton, trató de dejar la paz en el Próximo Oriente como herencia política, para lo que reunió en Camp David -la simbólica sede donde, en 1978 Beguin y Sadat llegaron a los acuerdos de paz entre Egipto e Israel- a Yasser Arafat y a Ehud Barak. Si eso se hubiera hecho el año anterior es posible que hubiera tenido éxito, pero en julio de 2000 resultó un fracaso. Y es que en el año transcurrido desde la llegada al poder de Barak a su reunión con Arafat en Camp David 2, habían pasado muchas cosas: el encadenamiento parlamentario del primero y la pérdida de peso político del segundo, sobre todo, tras la retirada israelí de Líbano, en marzo de 2000. El mundo árabe aplaudió el coraje mostrado por los chiís libaneses combatiendo a los israelíes en el sur de Líbano desde 1982 y se sacó la universal conclusión de que otro gallo les cantaría a los palestinos si, en vez de haber renunciado a la lucha armada a partir de la Conferencia de Argel, en 1988 y de negociar los acuerdos de Oslo, de 1993, hubieran seguido combatiendo. Era habitual este tipo de razonamiento: "Hezbola ha expulsado a los israelíes de Líbano, Arafat, por el contrario, es un juguete en manos de Israel: ¿Dónde está el Estado prometido en 1993? ¿Dónde la retirada de los asentamientos, que son más ahora que entonces?" De inmediato surgió una creciente resistencia popular a cualquier nueva concesión a Israel. El líder palestino había sido desgastado por las interminables fintas de la política israelí a lo largo de estériles negociaciones prolongadas durante siete años y su pueblo no le iba a permitir ni un solo retroceso más. Se estaba gestando el estallido de la nueva Intifada. Para ello bastó una provocación y de ella se encargó Sharon, que a finales de septiembre de 2000 subió a la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén -tercer lugar más santo del Islam- acompañado por dos millares de policías y soldados. Entonces comenzó la escalada de las piedras contra fusiles; fusiles contra cañones; personas-bomba contra el poderío militar de Israel... Las consecuencias hasta ahora han sido mil quinientos muertos, más de veinte mil heridos, la destrucción de gran parte de la infraestructura de los territorios ocupados y la interrupción de las negociaciones.
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Toda la sociedad se hallaba implicada en la guerra. Pero de su conjunto entresacaron los Gobiernos los elementos más adecuados para cada tarea. Desde 1930 los nazis intentaron establecer un sistema riguroso de selección de su personal militar. Desde 1941, norteamericanos y rusos perfeccionaron sistemas especiales para aprovechar al máximo las capacidades profesionales de cada uno. Los hombres llamados a filas quedaban sometidos a un proceso de selección que incluía un test de inteligencia general y otro de inteligencia mecánica. En 1942, los británicos abrieron la era de la orientación dirigida, que tan pingües resultados proporcionaría a la industria cuando terminaron las hostilidades. No obstante este esfuerzo de clasificación psicológica, lo cierto es que el ciudadano medio llamado a filas no pareció responder del todo a las amplias expectativas del mando y los psicólogos militares: sólo un 15 por 100 de los combatientes -se observó a lo largo de la guerra- disparaban sobre el enemigo o sobre sus posiciones; sólo un 25 por 100 mostró cierta combatividad o iniciativa. Ante el asombro y el disgusto de los hombres que conducían la guerra, esta carencia de ofensividad permaneció constante, aunque cambiasen las circunstancias técnicas del enfrentamiento. Hablaron entonces, desesperados, de complejo de culpa, de la ansiedad mantenida por los soldados. Había que quitar ese miedo. Y sobre todo, evitar el contagio, aislando a los predispuestos a la psicosis o a la neurosis. Se devolvieron a casa, por las fuerzas armadas británicas, a 118.000 combatientes, y se pasó a "informar" a los restantes sobre el propio miedo, tratando de avisar y describir sorpresas y horrores de la guerra. El resultado no fue mejor. Era un esfuerzo por levantar la moral del combatiente, que, a distinto nivel, hallaba correspondencia en la propaganda dirigida a la población civil. Puesto que la nación que está en guerra es como un todo orgánico, los sondeos e incitaciones a la población iban ante todo dirigidos a evitar incertidumbres y vacilaciones que, proviniendo de la población civil, corriesen el riesgo de debilitar la moral del combatiente. El problema no fue, quizá, en ninguna parte tan claro como en Italia. Los italianos, que venían sufriendo serias dificultades en la alimentación (ya en el Diario de Ciano puede leerse, el 22 de septiembre de 1940, que "las dificultades que preocupan a nuestro pueblo son la falta de pan, de mantequilla y de huevos"), se sintieron desmoralizados con las primeras derrotas sufridas en Grecia y Libia y comenzaron a manifestar su descontento frente al Gobierno fascista, acusando a los dirigentes de acaparar los artículos a la venta en el mercado negro, y en ocasiones yendo a la huelga. A pesar de todo, a pesar del malestar que hacía a los italianos escuchar con preferencia las emisiones de la radio enemiga para saber algo de la propia situación, lo cierto es que hasta 1943, y salvo esporádicos bombardeos, Italia no se vio directamente afectada por la guerra. La población civil, no obstante, se sumió entonces en la penuria. Limitado el consumo de energía hasta el punto de que, desde 1942, Roma no iluminaba sus calles las noches de luna llena; los transportes públicos se redujeron al mínimo. En los bares, la leche se restringió a los "cappucini", y se frenó todo esfuerzo cultural o educativo. Cuando los aliados ocuparon Argelia, sus bombardeos sobre las ciudades italianas consiguieron, en este caso, quebrar la moral y la disciplina. En Turín, incluso, muchos empleados del Estado abandonaron sus puestos y, en marzo de 1943, los trabajadores de la Fiat llevaron a cabo la mayor huelga que había visto Italia desde veinte años atrás. El verano vio ya los primeros desembarcos aliados en Sicilia. Muchos entendieron, confundidamente, que era el final de la guerra y que Mussolini había caído, y salieron a las calles a recibir al libertador. Sin embargo, en la zona de ocupación nazi la población italiana aún sería sometida a un trato semejante a la de la Francia de Pétain y Laval. La República de Saló contaría, de este modo, con una amplia resistencia civil expresada a través de las huelgas o de las manifestaciones de protesta de las amas de casa ante la escasez de alimentos. Ni siquiera las detenciones masivas ni las deportaciones de huelguistas a Alemania (sólo de Génova fueron enviados 2.000 el 1 de julio de 1944) pudieron detener este grave malestar. Para las poblaciones liberadas, la alegría del saludo al vencedor se convirtió en la sumisión, al menos temporal, a un nuevo amo. Curzio Malaparte supo simbolizar en La peste esa lacra moral, "repugnante morbo que elegía a sus víctimas solamente entre la población civil, de la ciudad y del campo, extendiéndose como una mancha de aceite por el territorio liberado a medida que los ejércitos aliados iban rechazando a los alemanes hacia el Norte". Lacra que no era otra, a sus ojos, que la sumisión al vencedor, el precio de la libertad reconquistada. Ahora los pueblos de Europa no iban a luchar como hasta entonces, con dignidad, con orgullo, "para no morir". Ahora era preciso luchar "para vivir", y para ninguno de los supervivientes a la tragedia la paz estuvo lejos de la miseria o la desesperación.
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La Quarta Pars, desconocida Los descubrimientos portugueses venían a ratificar los conocimientos geográficos de Ptolomeo, puestos en entredicho, tras el descubrimiento del continente americano. Hasta para el mismo Colón la fe ciega en Ptolomeo tenía carácter de dogma. Los siguientes navegantes comprobaron que aquellas tierras no tenían nada que ver con las noticias geográficas ptolemaicas, que fueron definitivamente arrumbadas. Pero por otra parte los portugueses, con sus viajes a todo lo largo del indico, habían llegado al Quersoneso aureo (Malaca), a Cattigara, que Marino y Ptolomeo denominaron puerto de Sines (China), y que no es otro que Singapur. Y así se volvía a tener conocimiento de Sumatra y de las Javas, y de sus infinitos archipiélagos, ricos en especies. Y, ¡cómo no!, si por ensalmo Ptolomeo volvía a tener nuevamente vigencia, ¿por qué no se podía creer en la existencia de la Terra incognita que existía más al sur, y que se extendía desde África hasta el Quersoneso, o tal vez más allá? La posibilidad de ese cuarto continente inmenso, independientemente de Europa, Asia y África, fue creída también ciegamente por autores de la antigüedad, y hay alguno como el romano Claudio Bliano (siglo II) que llega a describirlo, como de extensión inmensa, poblado de infinitas clases de animales. Sus habitantes, extraordinariamente altos, gozaban de envidiable longevidad. Lo mejor del relato es lo que sigue: Unos hombres, llamados meropes, habitaban ese continente y sus innumerables islas. Esta comarca se terminaba en una especie de abismo llamado Anostos, de donde no se volvía. No era ni oscuro ni luminoso, sino lleno de un ambiente opaco, sombrío, rojizo. En la región, fluían dos ríos: uno se denominaba Voluptuosidad y el otro Tristeza. Ambos estaban bordeados de árboles que parecían grandes plátanos. Los frutos que producían los árboles del río Tristeza tenían la singularidad de que quienes los probaban prorrumpían en amargo lloro y morían de pena. Los frutos de las orillas del río Voluptuosidad causaban los efectos opuestos: el que los tomaba perdía el deseo de aquello que más había deseado; olvidaba cuanto había querido y paulatinamente se rejuvenecía, pasando de la ancianidad a la edad viril, de ésta a la juventud, y luego a la adolescencia a la niñez, hasta reducirse a la nada1. Como vemos, a los innumerables incentivos de lo desconocido no podía faltar el tema del rejuvenecimiento, también presente en el descubrimiento de América. La isla de Bimini y sus fuentes de la juventud habían atraído al primer colonizador de Puerto Rico, Ponce de León2. Si el mantenimiento de la ciencia en la existencia de esa Terra incognita era una pervivencia de la geografía clásica, no es menos cierto que vuelve a resurgir gracias a los más reputados geógrafos de la segunda mitad del XVI. La famosa línea ptolemaica austral tiene consistencia a partir del descubrimiento y exploración de la costa septrentrional de la isla de Nueva Guinea, que se cree parte de esa Quarta Pars Incognita, y que llegará hasta el mismo estrecho de Magallanes. Téngase presente que hasta 1614 no se descubrió el cabo de Hornos, la punta meridional americana. Si portugueses y españoles fueron sus primeros descubridores, en sus mapas iban reflejando las tierras que iban conociendo. Pero si en la cartografía portuguesa de la época encontramos una pervivencia de la tradición ptolemaica respecto a la terra australis, ésta es prácticamente inexistente en los patrones reales hispanos, más atentos a reflejar únicamente las tierras que los navegantes españoles van descubriendo. El famoso mapa-mundi de Ortelio de 1564, que anota todo cuanto se conoce hasta entonces, esboza a lo largo del Pacífico meridional la existencia de ese hipotético continente, que arrancaba de la Nueva Guinea e iba inclinándose insensiblemente hasta la Antártida, ocupando más de la mitad del Pacífico Austral3. Todo esto nos lleva al planteamiento y objetivo de los viajes de Mendaña y Quirós, que fueron motivados por la busca y localización de ese hipotético continente austral, fundamentado en la más rancia tradición clásica: la creencia científica de esa masa continental que fuera el contrapeso a las del hemisferio Norte, y en que se creyó definitivamente, tras el descubrimiento de Nueva Guinea. Ahora tan sólo faltaba delimitar su contorno, que tras los viajes de Magallanes y Loaysa debía estar más allá de los 30? de latitud Sur. Por esta razón, la nueva base exploradora será el Perú y no el virreinato de Nueva España, excesivamente alejado del objetivo propuesto. Además, aparte del interés científico del descubrimiento, existe un interés político estratégico. En la época de los viajes de Mendaña-Quirós, la rivalidad hispano-inglesa ha alcanzado su máxima virulencia; los navíos ingleses han atravesado el estrecho de Magallanes y han saqueado las poblaciones españolas desde el Perú hasta el virreinato mexicano. Drake parece ser que llevaba intención de recorrer el continente que llegaba hasta el estrecho de Magallanes, pero no lo encontró. Finalmente, diremos que a finales del siglo XVI llegarán los holandeses a los mares del Sur, atacando las factorías portuguesas que en ese momento tienen a Felipe II como monarca de la unidad ibérica. Hontman había llegado a Java en 1596, y en 1602 fue creada la famosa Compañía Holandesa de las indias Orientales. Vemos, pues, que la amenaza holandesa a la que antes hemos aludido no era hipotética sino real. Por todas estas razones, el interés geográfico queda desbordado por el político, y no deja de resultar curioso que el último viaje de Quirós vaya a ser organizado por el Consejo de Estado de Felipe III4, apartando al de indias, porque a través de su planificación vemos la voluntad de la Monarquía española de querer seguir controlando el Pacífico como un Mar Ibérico. Téngase presente que la unidad peninsular es un hecho, como lo demuestra el gran número de portugueses que participa en el último viaje de Quirós. Todo este interés por el Pacífico, la existencia de esa Quarta Pars, tenía, como hemos visto, distintas connotaciones, y de ahí que el interés se acrecentara cuando Quirós, al regreso de su último viaje, proclame que ha descubierto la Terra Australis, y se considera un nuevo Colón. La noticia tendrá una gran difusión, pero será Londres quien más se interesará Por las noticias sobre las nuevas tierras de Quirós. Que esa preocupación y ese interés por el descubrimiento español estuvo vigente lo demuestra el que, al cabo de los años, prácticamente cincuenta después, Byron (1764), Carteret, Bouganville y, sobre todo, Cook (1768) busquen infructuosamente el continente pretendidamente descubierto por Quirós en 16065.
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Uno de los ejes del reformismo republicano era el desarrollo de un proceso de secularización política y social, que permitiera superar la tradicional identificación entre el Estado y la Iglesia católica, hasta entonces uno de los elementos fundamentales de legitimación de la Monarquía de Alfonso XIII. El nuevo orden constitucional debía amparar la libertad de conciencia y de cultos, y el clero católico perdería su carácter de cuerpo estatal y de guardián de una moral pública que se identificaba hasta entonces con los intereses y la ideología de las clases dirigentes. Pero ni la Iglesia se iba a resignar a perder unos derechos adquiridos que la garantizaban una privilegiada situación en el ordenamiento social y político, ni los gobernantes republicanos, herederos de una larga tradición laicista y obsesionados por restar poder a un colectivo que consideraban hostil a sus proyectos de modernización, acertarían a dosificar los ritmos y alcances de un proceso secularizador a todas luces imprescindible. El hundimiento de la Monarquía situó a la Iglesia ante la incertidumbre de un triunfo de sus adversarios. Al producirse el cambio de régimen, el Vaticano dio instrucciones a los obispos para que aceptasen a los nuevos poderes. La actitud de los eclesiásticos fue, en general, prudente, y los obispos publicaron pastorales acatando la República. Pero pronto surgieron algunos roces. El 1 de mayo, el cardenal primado, Pedro Segura, un fanático religioso y acérrimo monárquico, publicó una pastoral en la que alababa la figura de Alfonso XIII y agradecía los beneficios inmensos que la colaboración de la Iglesia con la Monarquía había procurado a la primera. Tras estas alusiones tan poco políticas, el cardenal ponía en guardia a los fieles contra el "daño a los derechos de la Iglesia" que implicaba la secularización del Estado y les animaba a actuar en "apretada falange" en las elecciones a Cortes Constituyentes para oponerse a "los que se esfuerzan en destruir la religión". La provocadora pastoral fue considerada una declaración de guerra por muchos republicanos. El domingo 10 de mayo se inauguró en Madrid un Círculo Monárquico, destinado a organizar a los leales a Alfonso XIII para la próxima campaña electoral. Realizada la elección del Comité ejecutivo de la entidad, alguien puso en marcha un gramófono y pronto sonaron los acordes de la Marcha Real. Abajo, en la concurrida calle de Alcalá, comenzaron a formarse corrillos de irritados republicanos. Encrespados los ánimos, algunos viandantes intentaron forzar las puertas del inmueble. La extensión del falso rumor de que los monárquicos habían matado a un taxista en el forcejeo aumentó la tensión y, finalmente, obligó a intervenir a la fuerza pública, que detuvo a varios de los directivos del Círculo. No contentos con ello, los republicanos se dirigieron en manifestación hacia el edificio del diario monárquico ABC, con intención de incendiarlo. La Guardia Civil logró evitar el asalto, pero en los violentos enfrentamientos murieron dos personas y varias más resultaron heridas, y ello contribuyó decisivamente a preparar la "quema de conventos" del día 11. En esa jornada, grupos de incontrolados incendiaron nueve iglesias, conventos y colegios en la capital sin que el Gobierno, desbordado por los acontecimientos, se atreviera a emplear la fuerza para detenerlos. Cuando por fin se proclamó el estado de guerra en Madrid, los disturbios se habían extendido. Durante tres días, en Málaga, Sevilla, Córdoba, Cádiz, Alicante, Valencia y otras ciudades ardieron más de un centenar de edificios religiosos, con los que desaparecieron verdaderos tesoros artísticos, y fueron asaltados periódicos y círculos recreativos relacionados con la derecha monárquica. Los incidentes del 11 de mayo agriaron las relaciones entre el Gobierno y el Episcopado. El día 13, el cardenal Segura abandonaba España con dirección a Roma y cinco días después, el católico ministro de la Gobernación expulsaba al obispo de Vitoria, Mateo Múgica, acusado de actividades antirrepublicanas en su diócesis. A finales de mayo se decretaba formalmente la libertad de creencias y de cultos, con lo que la Iglesia católica perdía su condición de oficial. El Vaticano respondió negando el placer al nuevo embajador de España, el republicano moderado Luis de Zulueta. El 11 de junio, coincidiendo con la publicación de una durísima declaración colectiva de los obispos, el cardenal Segura regresó en secreto al país. Pero las autoridades estaban al tanto y el ministro de la Gobernación le hizo detener tres días después en Guadalajara y decretó su extrañamiento. El primado se instaló en Francia y se negó reiteradamente a renunciar a su sede toledana, como solicitaba el Gobierno y aconsejaba en aras de la conciliación el nuncio vaticano. Finalmente, la detención en la frontera pirenaica, el 14 de agosto, del vicario general de la diócesis de Vitoria con cartas de Segura en las que daba instrucciones para la venta a testaferros de los bienes del clero y la colocación de sus beneficios en el extranjero, dio a la Santa Sede motivo para forzar su renuncia y la de Múgica a sus sedes episcopales. Pero, desde el exilio, ambos clérigos monárquicos continuarían su labor de oposición a la República.
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El resultado de todas las decisiones desamortizadoras no logró sacar de la situación desesperada a una Hacienda hundida y agotada. A partir de 1806, los titulares de vales reales cobraban sus intereses con mucho retraso, que llegaba a superar una anualidad en 1808, los funcionarios percibían sus sueldos con meses de demora y las pensiones de viudez y jubilación se encontraban atrasadas en más de un año. La situación de la Hacienda española en las fechas anteriores a la Guerra de la Independencia era realmente crítica. Sus ingresos ordinarios no alcanzaban los 500 millones de reales, mientras que los gastos estaban próximos a los 900 millones, a lo que había que sumar los 200 millones en réditos que devengaba la enorme deuda con interés acumulada. Josep Fontana es de la opinión de que el endeudamiento irreparable a que había llegado el Estado fue lo que decisivamente contribuyó a llevar a la monarquía absoluta por la senda de su quiebra definitiva.
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El siglo ilustrado señala un momento de inflexión fundamental en el terreno de la química. A lo largo de él conseguirá nacer como ciencia independiente, emancipada definitivamente de la alquimia, uno de los saberes más antiguos y que aún conservará su prestigio. Beneficiándose de la preocupación que sienten los gobernantes por la salud de sus súbditos, la investigación química, sensu stricto, se va a ver impulsada y dentro de ella pueden distinguirse varias líneas. Una es ya tradicional, el estudio de la transformación de los sólidos, otras aparecen ahora: la de los gases y la de la combustión. El punto de vista del químico se mantiene bastante simple hasta los años cincuenta. Su mundo seguía constituido por cuatro elementos -aire, agua, fuego, tierra- y tres principios -sal, azufre, mercurio-; su pensamiento, dominado por la teoría del flogiston, enunciada por el alemán Stahl (1668-1734) nada más empezar el siglo y que suponía la existencia en todos los cuerpos combustibles de un principio inflamable liberado en forma de fuego o llama al quemarse. Principios y teoría no tardarán en conmoverse. Cruzado el meridiano del siglo ya no son médicos o profesores de medicina quienes monopolizan los estudios químicos, ahora son mayoritarios quienes trabajan en farmacia, tecnología o enseñan la propia materia. En la universidad de Upsala se crean sendas cátedras de Química y Física (1750); en 1778 aparece la primera revista especializada en el tema, y mientras tanto los descubrimientos se suceden. Black encontró el aire fijo, al que Lavoisier denominaría ácido carbónico; Cavendish habló de la existencia de tres aires: inflamable (hidrógeno), fijo y común o atmosférico. Priestley (1733-1804) reconoció siete aires nuevos o gases, de los que el más importante sería el que denominó desflogistizado, por carecer de flogistón, y al que Lavoisier renombró como oxígeno. Poco antes de su hallazgo, había descubierto que la purificación del aire se debe a las plantas, si bien no sospechó la acción del sol en el proceso, puesta de relieve ocho años después por Ingen-Housz (1730-1799). Junto a todos ellos, Rutherford (1749-1819) aisló el aire nocivo (nitrógeno) y Scheele (17421786), además de considerar que aquél compone el aire atmosférico al lado del aire fuego (oxigeno), descubrió el cloro, el glicerol y un gran número de ácidos. Gran parte de todos estos avances los encontraremos en la base de la obra de Lavoisier (1743-1794), considerado padre de la química moderna. Comenzó por refutar una antigua creencia química gracias a sus preocupaciones por la pureza del agua potable de París. Observó que nunca tal elemento podía convertirse en tierra. La aplicación de un método semejante al estudio del proceso de calcinación le llevó a contradecir la teoría del flogistón en sus principios y explicaciones, pues encontró que los metales calcinados aumentaban de peso en proporción igual a la cantidad de aire con que se combinaban. Tal punto de vista no sería aceptado en mucho tiempo. Se interesó también por la investigación sobre el aire. Siguiendo a Priestley, lo consideró mezcla de dos gases: uno respirable (oxígeno) y otro asfixiante (ácido carbónico), mientras que la continuación de los experimentos de Cavendish con el aire inflamable le llevaron a demostrar su teoría de que el agua era una combinación de aquél con el oxígeno. Por ello le dio el nombre de hidrógeno (formador de agua). Sus estudios sobre gases y combustión le hicieron adentrarse en el terreno de la fisiología, donde su labor fue, como veremos, trascendental. En 1789 aparecerá publicado su Tratado elemental de química, obra básica para el desarrollo posterior de esta ciencia y en la que expresa la ley de la indestructibilidad de la materia, introduce la ecuación química e incluye una lista de 33 elementos. No pararon aquí las aportaciones de Lavoisier. Como resultado de las investigaciones anteriores el mundo químico se había ampliado para finales de siglo. Los cuatro elementos tradicionales estaban desdoblados en sus componentes; el número de sustancias conocidas, multiplicado hasta el punto de hacer necesaria una denominación exacta. La tarea fue abordada por el sabio francés junto a Guyton, Berthollet y Fourcroy, quienes consideraron como el método más adecuado la designación de la sustancia por sus componentes. Los trabajos quedaron recogidos en el Método de nomenclatura química (1787). Según él, las sustancias se clasifican primero en simples, las que no pueden descomponerse, y compuestas, de gran número y variedad. Dentro de éstas, las hay con dos componentes: ácidos y óxidos, o con tres: sales. Aquéllos se clasifican atendiendo al nombre del segundo cuerpo que los integra; éstas, por el del ácido del que derivan y la sustancia con que se combinan. También se hicieron experimentos a fin de resolver el problema de la afinidad o atracciones químicas entre sustancias reactivas, buscándose una ley cuantitativa de la fuerza química. En este sentido, Fischer (1754-1831), siguiendo la obra de Richter, elabora una tabla fijando el peso de sustancias químicamente equivalentes.