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Es difícil conocer las realidades sociales del mundo rural en los primeros siglos del Islam. Los textos jurídicos y los contratos agrarios facilitan datos interesantes pero parciales. La tierra de plena propiedad privada o mulk era escasa, debido a las prescripciones islámicas, salvo en Arabia y Mesopotamia, pero la tierra de la comunidad o umma casi nunca era cultivada por aparceros contratados por los agentes del poder político, sino que se cedía en usufructo perpetuo o qati'a (plural qatai) a musulmanes que se obligaban a cultivarla y a pagar la limosna legal. Otras tierras seguían en manos, a título de usufructo, de antiguos propietarios no musulmanes, que debían pagar siempre el impuesto territorial o jaray: posteriormente, si tales tierras pasaban a ser cultivadas por musulmanes, no por ello dejarían de pagar tal impuesto. Porque, en efecto, las transmisiones de usufructo de tierra entre particulares eran continuas, por herencia o por venta de dominio útil. Por el contrario, en las tierras cuya renta pertenecía a instituciones religiosas o asistenciales o se aplicaba a obras publicas, la movilidad era mínima: aquellos bienes waqf o habus eran una especie de manos muertas cuya importancia aumentó especialmente desde el siglo XI. Los grandes propietarios o, en muchas ocasiones, dueños de dominio útil, solían tener residencia urbana, salvo en Irán, donde los dihqan vivían con frecuencia en sus tierras, así como otros propietarios de origen no musulmán. El empleo de esclavos no era especialmente abundante, salvo en el caso de los zany de la baja Mesopotamia, porque se prefería utilizar su trabajo en las ciudades, de modo que el régimen de trabajo más frecuente fue la aparcería bajo diversas formas: con entrega del quinto de la cosecha al aparcero (muzara'a); con entrega de la mitad en tierras de huerta, donde el trabajo era más intenso (musaqat); con reparto de la propiedad o dominio útil mediante contrato de complantación (mugarasa). La sunna recomendaba a los dueños de tierra que la cultivaran directamente, pero esto sólo tuvo un efecto general: el de dificultar los contratos de aparcería de larga duración e impedir los equivalentes a los censos enfitéuticos europeos. Los contratos de arrendamiento también fueron muy escasos, salvo en algunas regiones del Irán. Sin duda, aquel régimen de usufructo de la tierra tuvo consecuencias poco positivas pues, por una parte, desincentivaba cualquier intento del campesino para mejorar la explotación de una tierra en la que no tenía arraigo duradero, y por otra, al hacer del dueño un mero rentista, que a menudo vivía lejos, también desanimaba su interés por innovar o por mejorar rendimientos. Pero aquella esclerosis no debió ocurrir siempre ni ser tan general: las fuertes inversiones para crear y mantener redes de regadío así lo demuestran. Sin embargo, con la decadencia del califato abbasí y, en otras regiones, con los desórdenes políticos y la entrada de poblaciones nómadas, hubo fenómenos de regresión y deterioro que fueron con frecuencia irreversibles. La adscripción al suelo del impuesto territorial, con independencia de la religión del dueño, hizo más gravosas las exacciones que pesaban sobre los campesinos e impulsó a que pequeños propietarios se sometieran a talyi´a, himaya o encomienda de gentes poderosas que podían esquivar mejor la presión fiscal. Los califas cedieron a menudo en el siglo X la percepción de impuestos en las tierras sujetas a jaray, de forma temporal, en el régimen llamado iqta, que guarda cierta semejanza con el beneficium europeo contemporáneo, aunque pocas veces era hereditario pero producía una subrogación comparable pues, además, el beneficiario de la iqta tomaba a su cargo la defensa del territorio. Aquellos poderosos, encomenderos y beneficiarios de iqta dejaban con facilidad de pagar el diezmo o zakat al fisco califal, de modo que su crecimiento mermaba las posibilidades a la vez del poder político público y de los campesinos cultivadores de la tierra: su proliferación inició una época nueva en la historia social del Próximo Oriente a partir de los siglos X y XI.
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No tenemos una imagen precisa y fundada acerca del sistema económico que predominaba en Egipto en las distintas épocas históricas, porque desconocemos la distribución exacta de la tierra y el régimen de propiedad a que estuvo sujeta. La documentación que poseemos es escasa, y aunque aumentara considerablemente, lo que no es probable, seguiríamos entre oscuridades. Parece cierto que el trabajador directo de la tierra siempre fue una especie de siervo de la gleba, que podía depender de muy diferentes instancias. No debió faltar, no obstante, el modesto campesino de una pequeña parcela, cultivada por él mismo, por lo menos entre los soldados asentados a finales del Imperio Nuevo, pero tampoco lo sabemos a ciencia cierta. En principio, es sabido que todo el suelo de Egipto pertenecía al faraón. Esta afirmación, como todas las generales, es una mera expresión retórica. Sabemos que desde el Imperio Antiguo hubo propiedad privada, en el sentido propio del término. Suelen decir los tratadistas que el concepto de propiedad egipcia no tiene nada que ver con el concepto romano. Eso es cierto, pero tampoco aclararía nada el que se pareciera en cuanto al concepto teórico. No sabemos hasta qué punto tiene razón Tycho Mrsich cuando afirma que "la interpretación jurídica de las propiedades, nos autoriza a sacar la conclusión de que el Estado del Imperio Antiguo no se organiza desde arriba, de manera puramente absolutista (...) antes bien parece que al mismo tiempo crece de abajo hacia arriba desde células jurídico-políticas". Nos encontraríamos con una especie de propiedad familiar o de clan, previa a la constitución del Estado religioso-político del Imperio Antiguo, y que en cierto modo dejaría sus huellas en la propiedad de los particulares. El hecho es que Meten, entre la III y IV dinastías, posee unas tierras que rondan las 50 hectáreas. En estas tierras hay caseríos con siervos que trabajan y que deben estar vinculados al suelo de alguna manera. El problema es qué parte de estas propiedades son donaciones reales y no hay acuerdo entre los especialistas sobre si todas las donaciones eran revocables o no. Teóricamente el faraón siempre puede disponer de todo el país, pero interesaría saber si lo hacía alguna vez, o si, por el contrario, el uso hacía que estas donaciones pasaran a formar parte permanente del patrimonio, y fueran transmisibles por testamento. Esto último parece cierto en casos corrientes, como el caso de Ni-ka ankh, quien reparte sus sacerdocios entre sus hijos e hijas. En una escala superior, los templos eran propietarios de extensas parcelas y eso no podemos perderlo de vista para enjuiciar la estructura socioeconómica de Egipto en cada una de sus etapas históricas. Y en la cumbre de la estructura, el faraón y la familia real, dueños teóricos de todo Egipto y de facto de extensas regiones. Toda una política de asentamiento y de colonización está en marcha durante el Imperio Antiguo. Ahora bien, es muy difícil distinguir los bienes propios del faraón y los del Estado. Las relaciones de propiedad y de explotación debieron variar durante el I Período Intermedio. Tenemos muy poca documentación sobre esta época, pero las biografías acerca de los señores del momento parecen apuntar a una extensión de la propiedad señorial, a una disminución de las tierras reales y tal vez a una potenciación de la propiedad del hombre corriente. Pero todo ello es mera hipótesis. El Imperio Medio en su primera parte fue una continuación de la etapa anterior, pero a continuación se emprendió una reforma de la administración destinada a reforzar la posición de la monarquía según modelos actualizados del Imperio Antiguo. Nos imaginamos que el incremento de funcionariado acarrearía el aumento de la propiedad fundiaria de estos servidores del Estado. A ello podían apuntar los ambiciosos planes económicos sobre el Fayum donde se hicieron obras de gran envergadura para aumentar la extensión de tierra regada.
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La creación de la polis viene a ser un efecto del proceso de transformación cualitativa y cuantitativa por el que atraviesan las relaciones entre los hombres y la tierra. En Hesíodo resultaba evidente la trayectoria de la acumulación llevada a cabo por los basilei, creadora de conflictos y de situaciones precarias para el campesinado. A través del sinecismo se reforzaba la solidaridad de los propietarios de las unidades económicas conocidas como oikoi que así controlaban el poder en una escala mayor. Sin embargo, de este modo la polis se continua como el marco de las nuevas luchas, pues también el demos resulta así capaz de actuar de modo solidario. El nuevo sistema productivo, consolidado en el oikos, permite, al mismo tiempo, el aumento de la capacidad colectiva para colonizar nuevas tierras en zonas baldías, de modo que aumenta el territorio que adquiere la naturaleza de chora y se amplían los cultivos. Paralelamente, el final de la época oscura se caracteriza por un notable crecimiento demográfico, factor que a su vez permite aumentar la producción, pero también resulta fuente de conflictos al no ser siempre coordinados ambos elementos, sobre todo en su engranaje con los cambios cualitativos, creadores de formas de explotación y de profundas diferencias en la obtención de los beneficios. Por otro lado, los procesos expansivos necesarios, paralelos al crecimiento demográfico, chocan con los mismos procesos en las ciudades vecinas, sobre todo en las zonas más pobladas, lo que produce conquistas y conflictos, sumisiones o pactos, pero también internamente fomenta la solidaridad y la concordia, consolida un cuerpo ciudadano que unitariamente sea capaz de defender el territorio colectivo. La ciudad pasó a ser, por tanto, marco de solidaridad social al mismo tiempo que marco de la conflictividad. Los caminos seguidos fueron variados y se manifiestan de modo entremezclado.
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Sus mejores representantes fueron Quevedo y Gracián. El pensamiento de Quevedo evoluciona desde sus primeras obras (Los Sueños) a las últimas (La hora de todos), de la intención satírica a la mayor abstracción moral. En Los Sueños es bien patente su propósito de rebajar valores de la vida humana, presentando todas sus imperfecciones y defectos. La obra despertó los recelos de los censores, que vieron con disgusto la mezcla de cosas sagradas y grotescas, y exigieron del autor que sustituyera los nombres sacro-cristianos por otros pagano-mitológicos. Quevedo quería publicar sus Sueños en 1610; pero el censor dictaminó en contra de su publicación, considerando irreverentes algunas de las citas que había en ellos de las Sagradas Escrituras. Tras un cierto forcejeo, la censura aprobó finalmente su publicación en 1612, y entonces aparecieron sendas ediciones en los reinos que componían la Corona de Aragón (Aragón, Cataluña y Valencia). En Castilla no se publicaron, sin embargo, hasta quince años más tarde, en 1627, por el tiempo en que se vio metido en la apasionada polémica por el patronazgo único de Santiago. Esta obra alcanzó gran divulgación y renombre; pero Quevedo, presionado por el Santo Oficio, tuvo que hacer una edición expurgada de Los Sueños (Madrid, 1631), en que éstos cambiaron el título y además iban acompañados de otros trabajos. Esta edición llevaba el título de Juguetes de la niñez. En La Política de Dios y Gobierno de Cristo, la obra que en vida del autor tuvo más ediciones, formula Quevedo su ideario político, muy inspirado en Vitoria y Suárez, defendiendo la doctrina de que tanto el Estado como el individuo deben someterse en su conducta a las normas morales. En fantasías morales como El entremetodo, la dueña y el soplón y, sobre todo, La hora de la locura, Quevedo acentúa los elementos monstruosos y deformes de su arte convirtiendo la burla en violenta caricatura. La prosa de ideas alcanza su mejor expresión en el moralismo escéptico de [Baltasar Gracián#PINTOR#6285]. Gracián tuvo problemas con la censura. Cuando empezó a publicar lo hizo bajo el seudónimo de Lorenzo Gracián y sin permiso de sus superiores. Le fue tolerado, incluso cuando publicó de la misma manera El político D. Fernando el Católico (Zaragoza, 1640); Arte de ingenio (Madrid, 1642) y su versión revisada con nuevo título Agudeza y arte de ingenio (Huesca, 1647). Sin embargo, cuando a despecho de las advertencias publicó las tres partes de El criticón (Zaragoza, 1651; Huesca, 1653; Madrid, 1667) sin permiso y bajo el antiguo seudónimo -aunque, quizás con la esperanza de ablandar a sus superiores, tuvo el cuidado de someter a su aprobación su obra devota El comulgatorio antes de ser publicada en 1655 (Zaragoza}-, fue reprendido severamente, privado de su cátedra de Escritura y enviado a cumplir penitencia a Graus en 1658. Aunque su posterior traslado a Tarazona significó cierta rehabilitación, su disgusto fue tal que intentó abandonar la orden. Le fue negado el permiso y murió en diciembre de 1658. Las obras de Gracián están presentes en Europa desde muy pronto. Apenas se publican en el siglo XVII, empiezan a traducirse y poco a poco van apareciendo en todas las lenguas del continente. En la vanguardia de esas traducciones aparece Francia, donde ya en 1645 se publicó una traducción de El Héroe; más tarde, en 1684, se publicó en París con el título de L'Homme de coeur una traducción del Oráculo manual y arte de prudencia. A partir de ahí Gracián va a ser conocido en Inglaterra, Italia y Alemania, hasta convertirse hoy -después de Cervantes y Galdós en uno de los tres escritores españoles más leídos y traducidos de todo el mundo.
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La primera manifestación de prosa humanística se da en Lo somni (1399). Las circunstancias que envuelven la redacción de esta obra, así como su destino y sus posteriores efectos son ciertamente singulares. Bernat Metge en su trayectoria como funcionario regio llegó a ser secretario privado del rey Juan I. La muerte de este monarca en 1396, repentina y en una atmósfera de sospecha, en un clima político y económico de enorme tensión, en el que los consejeros de las ciudades de Valencia y Barcelona efectuaron graves y al parecer fundadas acusaciones a los miembros del consejo real entre los que se encontraba Bernat Metge, originó un proceso de gran envergadura que llevó a nuestro personaje a la cárcel. Sobre él y sus compañeros pesaban cargos como apropiación indebida de fondos públicos, malversación, abuso de poder, conspiración política para derribar al rey, y hasta recaía sobre ellos, y muy especialmente sobre quien era su secretario privado, la sospecha de asesinato (la versión oficial hablaba con poca credibilidad de una caída de caballo) y de impedir, además, que el rey se fuera de este mundo sin recibir los últimos auxilios. Metge, que parece haber llevado a la práctica su propio precepto: "de natura d'anguila siats/ en quant farets" (sed de la naturaleza de las anguilas/ en cuanto hagáis), se defendió escribiendo una obra para demostrar la iniquidad de todas esas acusaciones: Lo somni (El sueño). Una obra que al parecer tiene un lector privilegiado: el nuevo rey, Martín I, hermano del que ha pasado a la historia como el amador de la gentileza. La obra, en la que el rey se le aparece en sueños acompañado de Orfeo y Tiresias, está dividida en cuatro libros muy distintos, ya que incluyen desde un diálogo filosófico y teológico sobre la inmortalidad del alma -en el que queda patente el escepticismo a ultranza de quien afirma "ço que veig crech e del pus no cur" (creo lo que veo y lo demás no me preocupa) y que después de la muerte no hay nada, a pesar de aparentes y muy irónicas concesiones a las creencias religiosas del rey- hasta una sátira misógina plagiada del Corbaccio, contradicha acto seguido a través de un elogio del sexo femenino con argumentos del mismo Boccaccio, pasando por la autodefensa de las acusaciones recibidas. La elección de los temas de debate no es casual, puesto que además de intervenir en su favor al asegurar que el rey se halla en vías de salvación o de elogiar con tino a la madre del nuevo monarca, sirve para demostrar, aunque sólo aparentemente -ante la figura del rey que dialoga- la correcta catadura moral de Metge. Sin embargo, las más que dudas sobre el alma, sobre la providencia divina, sobre el placer como máximo bien, sobre las mujeres como representación palpable de esta finalidad, la primacía de la razón filosófica y el descrédito de la fe y el dogma como fuente de conocimiento convencen al lector que Metge, diga lo que diga el rey, era un epicúreo convencido y pertinaz. En este capítulo dedicado a la prosa humanística no podemos olvidar la figura de fray Pere Martínez, autor también de una estimable obra lírica -quizá la más elevada poesía religiosa de su tiempo-. Martínez tuvo una existencia agitada y murió de forma cruel en Mallorca en 1463, como consecuencia de sus actitudes políticas contra Juan II. En la cárcel, sin el auxilio de libros, redactó un texto ejemplar, Mirall de divinals assots dedicado a la esposa de quien le encarceló y condenó a muerte. Escrito desde la certeza de una muerte próxima e irremediable, el libro admira por la elegancia y armónico ritmo de su prosa así como por la profundidad y elevación del sentimiento caritativo que comunica. La prosa de tipo humanista alcanza su punto más álgido en la obra de Joan Roís de Corella, nacido en Gandía hacia 1435 y muerto en Valencia en 1497. Este aristocrático escritor, que repudió la carrera de las armas por considerar su estilo y actos a todos razón contrarios, tiene ante la literatura una actitud que lo acerca a la del escritor profesional. Corella fue un autor de gran éxito, especialmente a partir de la difusión de la imprenta y con obras de carácter religioso, tal vez porque eran más asequibles para el público lector que las de tema profano. El Corella profano es básicamente un seguidor de Ovidio que aprovecha la materia de las fábulas mitológicas para ejecutar elegantes ejercicios de estilo, apurando al máximo las potencialidades expresivas de la lengua, sin caer nunca en los excesos barrocos de los que se ha llamado "valenciana prosa". Al lado de textos como las vidas de santa Ana o de santa María Magdalena, o la Història de Jason e Medea -bien plagiada por Martorell-, destacan prosas de origen más o menos anecdótico como la Tragèdia de Caldesa -una historia en primera persona de un engaño amoroso a manos de una mujer de inferior condición, que prefiere además la compañía de un amante menos cualificado-, y el Parlament o col-lació que s'esdevench en casa de Berenguer Mercader, donde Corella hace el papel de relator de historias de la Antigüedad -"historials poesies"- que van desgranando los distinguidos contertulianos del gobernador general de Valencia, "a la tempestosa mar de Venus la proa de ma escriptura endrecant" (a la tempestuosa mar de Venus la prosa de mi escritura dirigiendo). Corella se comporta en buena medida como un manierista, actitud que también se aprecia en su excelente obra poética, caracterizada por un tono solemne, frío, de una plasticidad y una sonoridad labradas con esmero de orfebre, tanto en lo profano como en lo religioso.
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Los años de mediados de siglo, en el Reino Unido, contemplaron la consolidación de una sociedad urbana e industrial. El censo de 1851 arrojaba, por primera vez, el dato de que más de la mitad de la población vivía en ciudades, que eran vistas como la plasmación de la nueva época de prosperidad que disfrutaba el país.Esas transformaciones se habían producido dentro de un proceso de crecimiento general de la población que llevó al Reino Unido desde los 27,4 millones de habitantes en 1851, hasta 31,4 millones en 1871. Las cifras significaban, desde luego, una ralentización del crecimiento con respecto a las cifras de los censos anteriores, pero esta situación cabía achacarla, fundamentalmente, a la grave crisis demográfica experimentada en Irlanda a consecuencia del hambre de mediados de los cuarenta, con sus secuelas de muertes y emigración. La tendencia de esta última se atenuó un tanto durante la década de los sesenta.El crecimiento se debió, fundamentalmente, a una elevada tasa de natalidad que fue posible porque la favorable evolución de los salarios hizo posible que se rebajara la edad de los matrimonios y aumentara el periodo de fertilidad de los mismos. El índice de natalidad estuvo en Inglaterra y Gales, hasta comienzos de los ochenta, por encima del 35.000 por 1.000, mientras que el de mortalidad osciló en torno al 22 por 1.000 y no comenzó a disminuir significativamente hasta mediados de la década de los setenta. Ese crecimiento de la población, y su progresivo asentamiento en las ciudades, tuvo una lógica correlación. La población dedicada a la agricultura y a otras actividades primarias, que había sido ya desbordada por los trabajadores de la industria y las manufacturas en el censo de 1821, era ya triplicada por éstos en el censo de 1871, de acuerdo con las cifras proporcionadas por P. Deane y W. A. Cole. A esa hegemonía de los trabajadores industriales (44,2 por 100 de la población activa) había que sumar otro amplio grupo de los dedicados al comercio y al transporte. Ambos grupos habían ya establecido su hegemonía absoluta en el censo de 1861, confirmando al Reino Unido como un país de comerciantes y de industriales. Por esas fechas, de acuerdo con los cálculos de Paul Bairoch, todos los países de Europa contaban con más de un 40 por 100 de trabajadores agrícolas. De todas maneras, el crecimiento del sector industrial no estuvo en directa relación con el crecimiento de las grandes industrias. Lo normal siguió siendo el trabajo en pequeñas empresas, con escasas innovaciones tecnológicas y de maquinaria.El Reino Unido mantuvo durante aquellos años una situación hegemónica en cuanto a la producción minera e industrial, pero los avances fueron ya lentos, las innovaciones tecnológicas escasas y la competencia extranjera creciente. La crisis podía aparecer en cualquier momento en el horizonte. El crecimiento proporcional de Alemania fue mucho más considerable, en algunos de estos capítulos (carbón, hierro fundido) durante el periodo 1850-1870.La industria más tradicional, la textil, continuó su apabullante expansión, debida a las continuas innovaciones tecnológicas. La producción de algodón, que casi venía duplicándose cada década desde comienzos de siglo, atenuó su crecimiento desde sus años centrales, pero no alcanzaría su cenit hasta la segunda década del siguiente. El aumento de la producción industrial se manifestó también en el registro y construcción de barcos mercantes, indispensables para el comercio internacional y costero. Hacia 1870 el Reino Unido contaba con casi 28.500 barcos, de los que algo más de 2.500 eran ya barcos de vapor, construidos en hierro. La proporción de éstos era mayor en cuanto al tonelaje ya que representaba la séptima parte del total de más de 5.300.000 toneladas registradas. Esta flota estuvo en permanente renovación con la construcción de nuevos barcos. Las cifras se empiezan a incrementar desde la década de los treinta y, en la de los sesenta, los nuevos barcos de vapor representaban ya más de un tercio del nuevo tonelaje construido. Hacia 1870 el Reino Unido contaba con una capacidad de flete equivalente a la del conjunto de los demás países.También contribuyó a la mejor circulación de mercancías el aumento de la red ferroviaria. Entre 1850 y 1870 se pasó de 6.000 a 13.000 millas de tendido, lo que permitió multiplicar por más de tres el volumen de los productos transportados. Más significativo aún fue el crecimiento del número de pasajeros y de envíos postales, que disfrutaron ahora de un servicio regular y eficiente. Así se desarrolló también un mercado, cada vez más variado, en el que proliferaron las pequeñas tiendas, junto a un sistema de cooperativas que se desarrolló, sobre todo, en los distritos mineros e industriales del Norte. A finales del periodo que ahora nos ocupa empezaban a perfilarse los grandes almacenes y las empresas especializadas en la comercialización de productos de uso generalizado (tabaco, leche, carne).La vida económica adquirió también estabilidad con las mejoras del sistema bancario, especialmente después de la crisis de 1857, provocada por las actividades especuladoras y fraudulentas de algunos Bancos provinciales, y con el afianzamiento del papel del Banco de Inglaterra. El sistema pudo así resistir mejor las quiebras que se produjeron en los años siguientes (1866, Overend & Gurney). Las actividades financieras y de seguros comenzaron a ser un capítulo decisivo en el equilibrio de la balanza de pagos británica. Las inversiones exteriores, capítulo central del llamado comercio invisible, se cuatriplicaron entre 1850 y 1870, a la vez que buscaban una diversificación geográfica en los territorios coloniales y en el continente americano. Desde la supresión de las leyes protectoras contra la importación de cereales, en 1846, el Reino Unido se había convertido en una potencia impulsora del libre comercio y la presencia de Gladstone como canciller del Exchequer se tradujo en una decidida política librecambista. En 1853 se suprimirían los derechos aduaneros sobre el jabón y al año siguiente se levantaron las restricciones sobre la importación de azúcar, mientras que la eliminación de los derechos de aduana sobre el papel, en 1861, se produjo después de una dura lucha política, en la que estuvo en juego la posibilidad de abaratar la prensa y otras publicaciones. En ese sentido, la firma de un tratado franco-británico de libre comercio (Cobden-Chevalier) en 1860 marcó el punto de arranque de la victoria del librecambismo, ya que brindó el modelo de otros acuerdos que se firmarían en los años siguientes. A corto plazo, el acuerdo sirvió para doblar el volumen de las exportaciones entre ambos países. En su conjunto, el producto nacional creció un 75 por 100 en los veinte años posteriores a 1850, con medias anuales superiores al 3 por 100. El Reino Unido aparecía como el verdadero taller del mundo y, para sus habitantes, un ejemplo de lo que se podía conseguir con trabajo duro, libre competencia y vida sobria.
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El afán reglamentarista del Siglo de Oro llevó a estructurar de manera concisa el oficio de la prostitución. La prostituta debía de ser mayor de doce años, abandonada por su familia, de padres desconocidos o huérfana, nunca de familia noble. Tiene que haber perdido la virginidad antes de iniciarse en las labores del sexo y el juez, antes de otorgar el oportuno permiso, tiene la obligación de persuadir a la muchacha. Tras este requisito, la joven recibe la pertinente autorización para ejercer el llamado oficio más antiguo del mundo. El médico de la corte destinado a estos menesteres tiene que revisar periódicamente su salud y una vez al año, el viernes de Cuaresma, las prostitutas son llevadas por los alguaciles a la iglesia de las Recogidas donde el predicador las amenaza con las penas del Infierno y las invita a abandonar su triste oficio. En las grandes ciudades existen lugares para las mujeres arrepentidas; en Madrid el convento de las Arrepentidas situado en la calle de Atocha. Las prostitutas se dividían en categorías. La más baja las "cantoneras", putas de encrucijada que reciben algún sueldo de la villa; el siguiente puesto en el escalafón lo integraban las mujeres que se protegían bajo la tutela de un rufián. Las había de categoría superior ya que vivían solas e independientes, recibiendo visitas de hombres adinerados y nobles. Las de mayor categoría recibían el nombre de "tusonas" y eran las más cotizadas. Las mancebías estaban autorizadas y reglamentadas por la autoridad municipal. En casi todas las poblaciones importantes se encontraba al menos un burdel pero abundaban en la Corte, en las ciudades con puerto y en los centro universitarios. A mediados del siglo XVI había en Madrid más de 80 mancebías en las que se practicaba la prostitución, ubicándose en la zona de las actuales calles Huertas, Santa María, San Juan y Amor de Dios, en Lavapies y en Antón Martín. En Sevilla a mediados de la siguiente centuria se contaban más de 3.000 prostitutas y el burdel de Valencia ocupaba todo el barrio de la Malvarrosa. Las ordenanzas de la mancebía cuidaban de la limpieza de los locales y de su seguridad, existiendo incluso guardias que cuidaban del orden en el interior. Se procuraba que las mujeres no fueran maltratadas. El responsable de la mancebía recibía el nombre de "padre" o "tapador", siendo también regentadas en numerosos casos por mujeres denominadas "madres". Con Felipe IV se emitieron pragmáticas (1623, 1632, 1661) que prohibían las mancebías pero su efecto fue nulo. Las prostitutas fueron obligadas a distinguirse de las mujeres honradas vistiendo medios mantos negros. Los precios no eran muy altos, rondando el medio real. Los ingresos medios de una pupila de mancebía guapa y bien vestida rondaban los cuatro o cinco ducados diarios. Las feas, ajadas y de mal aspecto sólo ganaban 50 ó 60 cuartos. La Real Hacienda se llevaba, en concepto de impuestos, una buena parte de los dineros que en las mancebías ingresaban los clientes. El viajero Gramont escribe sobre la prostitución: "Después de las diez de la noche cada uno va allí solo, y se quedan todos hasta las cuatro de la mañana en las casas de las cortesanas públicas, que saben retenerlos por tantos atractivos, que son pocos o ninguno lo que se embarcan en un galanteo con una mujer de condición. El gasto que hacen en casa de esas cortesanas es excesivo (...); la mayor parte de los grandes se arruinan con las comediantas, y he visto a una muy fea y muy vieja, a la que el almirante de Castilla amaba furiosamente, y a la que había dado más de quinientos mil escudos, sin que ella por eso fuese más rica". Un caso bastante común en el Siglo de Oro era el de los maridos resignados, esposos que admitían que sus mujeres se prostituyeran. Como bien dice Deleito y Piñuela "y la verdad es que los tales maridos lo saben y disimulan, porque son las fincas que más les rinden y las dotes de que viven". En numerosas ocasiones se trataba de matrimonios concertados para que las prostitutas evitasen la persecución de la justicia. La nota del cinismo explotador marital llegaría al asesinato del esposo a la mujer en algunos casos porque se negara a cumplir su trabajo como un tal Joseph del Castillo que mató a su esposa de siete puñaladas porque ella había sentido escrúpulos de prostituirse en Cuaresma por la santidad de aquellos días. Los maridos resignados serán uno de los temas favoritos para los literatos.
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La presencia de esclavos y esclavas en los hogares sería uno de los motivos de la libertad sexual con los que se relaciona el mundo romano. Esta presunta libertad sexual estaría íntimamente relacionada con el amplio desarrollo de la prostitución. Como en buena parte de las épocas históricas, en Roma las prostitutas tenían que llevar vestimentas diferentes, teñirse el cabello o llevar peluca amarilla e inscribirse en un registro municipal. No en balde, Catón el Viejo dice que "es bueno que los jóvenes poseídos por la lujuria vayan a los burdeles en vez de tener que molestar a las esposas de otros hombres". En el año 1 existe un registro con 32.000 prostitutas que estaban recogidas, habitualmente, en burdeles llamados lupanares, lugares con licencia municipal cercanos a los circos y anfiteatros o aquellos lugares donde el sexo era un complemento de la actividad principal: tabernas, baños o posadas. Los distritos del Esquilino y el Circo Máximo tenían una mayor densidad de burdeles humildes mientras que los más elegantes se ubicaban en la cuarta región, habitualmente decorados con murales alusivos al sexo e identificados en la calle con un gran falo que era iluminado por la noche. Las prostitutas solían exhibir sus encantos en las afueras del prostíbulo y era habitual que en las puertas de las habitaciones existiera una lista de precios y de servicios. Las prostitutas se dividían en diversas clases: las llamadas meretrices estaban registradas en las listas públicas mientras que las prostibulae ejercían su profesión donde podían, librándose del impuesto. Las delicatae eran las prostitutas de alta categoría, teniendo entre sus clientes a senadores, negociantes o generales. Las famosae tenían la misma categoría pero pertenecían a la clase patricia, dedicándose a este oficio o por necesidades económicas o por placer. Entre ellas destaca la famosa Mesalina, Agripina la joven o Julia, la hija de Augusto. Las conocidas como ambulatarae recibían ese nombre por trabajar en la calle o en el circo mientras que las lupae trabajaban en los bosques cercanos a la ciudad y las bustuariae en los cementerios. El lugar favorito para las relaciones sexuales eran los baños, ofreciendo sus servicios tanto hombres como mujeres; incluso conocemos la existencia de algunos prostíbulos frecuentados por mujeres de la clase elevada donde podían utilizar los servicios de apuestos jóvenes.
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Tradicionalmente las fuentes históricas que hablan de la decadencia y caída de Roma y su Imperio aluden a la excesiva relajación de las costumbres y la moralidad de sus ciudadanos. En este sentido, según los autores coetáneos, los romanos cayeron en todo tipo de vicios y depravaciones, se alejaron del esfuerzo y sentido del trabajo con el que habían construido su Imperio y desaparecieron de sus vidas el rigor y la formalidad. Sin embargo, hay que decir que estas fuentes están muy influidas o beben directamente de una nueva religión y moral, cuyo nacimiento y etapa inicial coincide a grandes rasgos con la decadencia de Roma: el cristianismo. Así, los autores cristianos se explayan en sus escritos cargando contra Roma y la forma de vida romana, según ellos origen de todos los vicios y germen de su propia decadencia y final. El grado de apertura moral depende del punto de vista del observador por lo que podríamos decir, desde una visión actual, que el mundo romano, como en tantas otras culturas de la antigüedad, gozó de cierta permisividad en cuanto a las costumbres sexuales. La presencia de esclavos y esclavas en los hogares sería uno de los motivos de la libertad sexual con la tradicionalmente se relaciona al mundo romano. Esta presunta liberalidad estaría íntimamente relacionada con el amplio desarrollo de la prostitución. Como en buena parte de las épocas históricas, en Roma las prostitutas tenían que llevar vestimentas diferentes, teñirse el cabello o llevar peluca amarilla e inscribirse en un registro municipal. No en balde, Catón el Viejo dice que "es bueno que los jóvenes poseídos por la lujuria vayan a los burdeles en vez de tener que molestar a las esposas de otros hombres". En el año 1 existe un registro con 32.000 prostitutas que estaban recogidas, habitualmente, en burdeles llamados lupanares, lugares con licencia municipal cercanos a los circos y anfiteatros o aquellos lugares donde el sexo era un complemento de la actividad principal: tabernas, baños o posadas. Los distritos del Esquilino y el Circo Máximo tenían una mayor densidad de burdeles humildes, mientras que los más elegantes se ubicaban en la cuarta región, habitualmente decorados con murales alusivos al sexo e identificados en la calle con un gran falo que era iluminado por la noche. Las prostitutas solían exhibir sus encantos en las afueras del prostíbulo y era habitual que en las puertas de las habitaciones existiera una lista de precios y de servicios. Las prostitutas se dividían en diversas clases: las llamadas meretrices estaban registradas en las listas públicas, mientras que las prostibulae ejercían su profesión donde podían, librándose del impuesto. Las delicatae eran las prostitutas de alta categoría, teniendo entre sus clientes a senadores, negociantes o generales. Las famosae tenían la misma categoría pero pertenecían a la clase patricia, dedicándose a este oficio o por necesidades económicas o por placer. Entre ellas destaca la famosa Mesalina, Agripina la joven o Julia, la hija de Augusto. Las conocidas como ambulatarae recibían ese nombre por trabajar en la calle o en el circo, mientras que las lupae trabajaban en los bosques cercanos a la ciudad y las bustuariae en los cementerios. El lugar favorito para las relaciones sexuales eran los baños, ofreciendo sus servicios tanto hombres como mujeres; incluso conocemos la existencia de algunos prostíbulos frecuentados por mujeres de la clase elevada, donde podían utilizar los servicios de apuestos jóvenes.
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Paralelamente a la exaltación del matrimonio y del amor cortés, la Iglesia inició durante el siglo XIII la persecución de la prostitución. Entre 1254 y 1269 Luis IX de Francia expulsó del reino -u ordenó su expulsión- a todas las prostitutas; en el año 1300 en la abadía de Saint-Germain-des-Pres se amenazaba con marcar y exponer en el rollo a aquellas prostitutas que no se sometieran. Sin embargo, a finales del siglo XIII se produce un cambio de mentalidad gracias al desarrollo de la filosofía naturalista inspirada en Aristóteles. Algunos clérigos incluso manifiestan que los pecados carnales eran menos graves "por venir de la naturaleza" lo que implicaba que el acto carnal de mutuo consenso entre hombre y mujer era un pecado venial. Otros eclesiásticos consideraban que como la prostituta no obtenía placer de su trabajo sino una mera recompensa económica, su actividad estaba exenta de pecado ya que "la mujer pública es en la sociedad lo que la sentina en el mar y la cloaca en el palacio. Quita esa cloaca y todo el palacio quedará infectado". Esta idea sintetiza con el temor a que la población desaparezca motivada por las epidemias de peste, las hambrunas y guerras de los siglos XIV y XV. Desde ese momento la prostitución cumple un papel social, incluso los moralistas ven en ella un seguro contra la homosexualidad y el onanismo. También se considera que es una manera de evitar las violencias sexuales que los hombres jóvenes someten a algunas mujeres por no poder contraer matrimonio al no disponer del dinero necesario. De esta manera la prostitución se hace pública y las ciudades abren mancebías a lo largo de los siglos XIV y XV. La prostituta abandona la marginación y ocupa un papel en la sociedad bien trabaje en las mancebías -a cambio del pago de una pensión recibe protección, techo y horario- o en las puertas de las tabernas, los baños o sus propias casas. Sin embargo, la crisis de finales del siglo XV afectará especialmente a las capas más debilitadas lo que motivará el aumento de las mujeres dedicadas a la prostitución. A esto debemos añadir las reformas que vive la Iglesia en las que se manifiesta un mayor control en el campo sexual y moral por lo que se condena a la alcahueta y promueve el cierre de los baños. Esta será la razón por la que las mancebías se rodearán de un muro que tiene como objetivo proteger a las prostitutas y evitar que perviertan a las demás mujeres.