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Para abordar un conflicto como el que tuvo lugar en 1948 en Palestina y que habría de durar hasta el presente es preciso tratar brevemente de sus antecedentes remotos. Tanto los judíos como los palestinos se sentían pueblos elegidos por Dios que, después de atravesar una larga época de decadencia que duró siglos, llegado el siglo XIX experimentaron un renacimiento. En ambos casos, puede decirse que no se trataba de grupos religiosos en el sentido moderno del término sino de comunidades nacionales de creyentes. Los dos empezaron a articular plataformas de contenido nacionalista en fechas semejantes. Theodor Herzl era un judío muy asimilado de Viena que reaccionó creando el sionismo, a partir del momento en que nació en Austria el antisemitismo y el 1896 publicó El Estado judío, cuya tesis principal es que resultaba inútil combatir el antisemitismo y que, al mismo tiempo, era imposible pretender la asimilación. Al final del XIX, apenas había veinte asentamientos agrícolas en Palestina, poblados por unos 5.000 judíos. En la segunda "aliya", o emigración en los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial, se llegó a alcanzar ya la masa crítica de las 85.000 personas asentadas. Además, en ella llegaron muchos judíos dotados de una educación moderna y con una ideología socialista. De ahí la aparición de los "kibbutzim" o colectividades agrarias y la expansión del hebreo como signo de identidad colectiva. Pero, como han señalado los historiadores judíos más autocríticos, también a estos inmigrantes, procedentes del Este de Europa les caracterizó un nacionalismo tribal y exclusivista característico de las sociedades de donde procedían. Los árabes, por su parte, adquirieron conciencia propia algo después. Palestina había sido una región muy poco poblada y sujeta a una inestabilidad política endémica: apenas tenía 560.000 habitantes (18.000 en Jerusalén en 1880) y sufría frecuentes "raids" por parte de los beduinos. La conciencia de identidad se agudizó a partir de la revolución de los Jóvenes Turcos en la primera década de siglo, pero por el momento no se produjeron conflictos entre ambas comunidades. A pesar de ello, durante la Primera Guerra Mundial, los turcos prohibieron el nacionalismo de ambos signos; el líder judío Ben Gurion, por ejemplo, fue obligado a exiliarse. La Declaración Balfour, de noviembre de 1917, destinada por el Gobierno británico a mostrar su aceptación de la llegada de los judíos, tuvo como consecuencia la multiplicación de la inmigración. Así llegó la tercera "aliya", cuya ideología era semejante a la de la inmigración anterior. Con ella, se llegó a alcanzar el 17% de la población (175.000 personas). Fueron quienes participaron en ella los que ejercieron el poder a partir de la independencia. La cuarta "aliya", a partir de 1924, fue ya más cosmopolita y, por tanto, aumentó la heterogeneidad de Israel. Durante estos años, aparecieron instituciones como el Haganah, instrumento de defensa pero también destinado a favorecer la llegada de la inmigración, y el Histadrut, es decir, el sindicalismo. Frente a una idea que se popularizaría con posterioridad, el sionismo tuvo un contenido popular y socializante, mientras que los grandes magnates y potentados judíos eran más bien reticentes al mismo. Al tiempo que crecía la inmigración judía también se incrementaba la población árabe, que pasó en 1917-1947 de 600.000 a 1.200.000 habitantes. La violencia empezó a predominar en las relaciones entre las dos partes en 1929. En 1931, Mac Donald declaró el propósito del Gobierno británico de no restringir la inmigración judía y, como consecuencia inmediata, las agresiones entre las dos comunidades se incrementaron de manera notable. A partir de 1939, es decir, en el mismo momento de la generalización de la persecución nazi, los británicos empezaron a equilibrar su apoyo a los israelíes con el otorgado a los árabes. La clara mayoría de la población seguía siendo árabe: suponía el 80% en 1930 y el 70% en 1940, pero probablemente el cambio en las proporciones fue visto por los árabes como un peligro. En 1945 los judíos de Palestina eran unos 554.000 y 136.000 de ellos habían combatido como voluntarios con los británicos. Aun así, uno de sus líderes, Ben Gurion, aseguró que se debía combatir a Hitler como si no existiera el "libro blanco" británico -que les imponía restricciones- y al libro blanco como si Hitler no existiera. El Holocausto, sin duda, contribuyó a ratificar el deseo de tener una patria propia: hay que tener en cuenta que hasta los años ochenta el pueblo judío fue el único que no consiguió recuperarse de las pérdidas demográficas producidas durante la Segunda Guerra Mundial. 70.000 judíos inmigraron de forma ilegal desde el final de la guerra hasta 1948 y fue precisamente este hecho el que explica principalmente el enfrentamiento con las autoridades británicas. A partir de 1944, minoritarias organizaciones terroristas judías -Irgún, dirigida por Menahem Beguin, y Lejí- atentaron contra los intereses británicos. Llegaron, por ejemplo, a asesinar a un ministro británico y volaron el Hotel King David de Jerusalén, cuando las autoridades coloniales detuvieron a varios centenares de inmigrantes ilegales. A lo largo de 1947, la situación de los soldados británicos en Palestina se hizo insoportable. Los enfrentamientos entre las dos comunidades eran diarios y los intentos de imponer el orden concluían en atentados contra ellos. En los combates sucesivos que tuvieron lugar antes de la independencia murieron unos 1.200 judíos. Se explica así la decisión tomada por Gran Bretaña de retirar sus tropas y poner fin a la Administración colonial el primer día de agosto de 1948. Mientras tanto, la ONU había intentado ofrecer una solución. En abril de 1947, se celebró en Flushing Meadows la primera sesión del comité especial de las Naciones Unidas acerca del problema palestino. La población árabe suponía los dos tercios del total y no estuvo dispuesta en ningún momento a aceptar ningún propósito judío de basar en un pasado histórico cualquier reivindicación de cambio en el status de la región, porque lo consideraba el producto y la consecuencia de una "nostalgia místico-religiosa". Las soluciones propuestas variaron mucho, pero en realidad estaban fundamentalmente configuradas en forma de un Estado federal, como se había planeado en el pasado desde los años treinta. En noviembre de 1947, el comité propuso la creación de dos Estados y una zona internacional en Jerusalén y Belén puesta bajo control de las Naciones Unidas. El Estado israelí contaría con tres zonas, con una extensión próxima a los 144.000 kilómetros. En este momento, existía todavía un consenso profundo entre las dos superpotencias sobre este problema; era casi el único acuerdo que subsistía entre los antiguos aliados. Pero la respuesta del mundo árabe fue inmediata e indignada, proclamando la guerra santa -jihad- en contra de la resolución y, por parte israelí, se produjo una idéntica negativa a aceptar una solución transaccional. El Irgún, por boca de Menahem Beguin, afirmó que consideraba el reparto como "una catástrofe nacional e histórica" y prometió que llegaría un día en que el conjunto de Palestina -Eretz Israel- sería devuelto al pueblo judío. A comienzos de 1948, iba a iniciarse la intervención bélica de los árabes, con unidades militares de los países limítrofes, mientras que se reagrupaban las diversas milicias judías. Desde los años veinte, existía -como se ha apuntado- una fuerza defensiva llamada Haganah, a la que ahora se sumaron los grupos terroristas ya citados. En el último día del mandato británico, las fuerzas israelíes controlaban con ayuda de armas procedentes de lugares inesperados, como Checoslovaquia, el conjunto del territorio que se había previsto entregar al Estado judío, a excepción del Neguev. Tan sólo unos minutos después de su proclamación, el Estado de Israel fue reconocido por los Estados Unidos, a los que siguió de forma inmediata la URSS. Al mismo tiempo, sin embargo, se iniciaba la primera Guerra árabe-israelí que daría lugar al más persistente conflicto de la Historia del mundo actual. La situación militar de partida puede ser descrita de una manera que podría hacer pensar en la inevitable victoria de los árabes. En efecto, las milicias judías disponían de tan sólo unos 70.000 hombres sin otra capacidad que la de una guerrilla y sin medios pesados ni aviación, mientras que los árabes tenían una cifra muy difícil de calcular de unidades militares de los países del entorno y unos veinte mil palestinos en unidades irregulares. Pero la realidad es que el armamento árabe estaba envejecido, la coordinación entre las acciones militares fue prácticamente nula y resultó de la máxima importancia el tipo de combatiente que actuó, en realidad, occidental en el caso de los judíos. Éstos tuvieron en Ben Gurion un liderazgo firme y decidido y emplearon mucho mejor sus recursos (cuando hubo aviones realizaron cinco veces más salidas que sus adversarios). La batalla decisiva tuvo lugar en la carretera entre Tel Aviv y Jerusalén y acabó con la división de esta ciudad en dos y con la ocupación del territorio previsto por parte de los israelíes, con la excepción tan sólo del desierto del Neguev. En junio de 1948, el conde Bernadotte, intermediario nombrado por las Naciones Unidas, consiguió una primera tregua entre los combatientes y propuso una nueva fórmula que hubiera supuesto la división del territorio de Jordania entre los Estados palestino y judío. Pero los combates se reanudaron en julio y a partir de este momento las victorias judías se sucedieron una tras otra. En el desierto del Neguev, por ejemplo, hasta tres mil egipcios fueron hechos prisioneros; uno de ellos era el futuro presidente egipcio Nasser. Allí, las ofensivas israelíes le proporcionaron victorias que hubieran podido suponer la destrucción del Ejército egipcio y la llegada hasta el Canal de Suez de no ser por las advertencias británicas de llegar a una intervención como consecuencia del pacto suscrito con este país. En estas circunstancias, asesinado el conde Bernardotte por un grupo radical israelí, su sucesor Ralph Bunche consiguió un cese el fuego en enero de 1949. Entre febrero y julio, toda una serie de armisticios fue suscrita en la isla de Rodas entre Israel y los distintos Estados árabes, con la excepción de Iraq. Se trató de acuerdos exclusivamente militares que, por lo tanto, no significaban la determinación de fronteras permanentes, por más que diera la sensación de que los árabes reconocían al Estado de Israel. Si antes la política mantenida por los países árabes había consistido en repudiar el reparto ahora pasó a defenderlo cuando tuvo lugar la derrota. Pero el Estado de Israel había sido gestado en el combate y ya no quiso volver atrás. Habían muerto 6.000 judíos, el 1% de la población, una proporción semejante al número de franceses caídos en la Primera Guerra Mundial. En las zonas controladas por los árabes no quedó un solo judío pero, en cambio, unos 200.000 árabes se mantuvieron en zona controlada por los judíos. A partir de este momento, se inició el inacabable proceso para intentar llegar a la paz. Las conversaciones, a veces llevadas a través de intermediarios por la negativa de los contendientes a aceptar incluso sentarse con el adversario, se celebraron en Suiza y más tarde en París, pero el acuerdo fue imposible. Una parte de las razones derivó de la conmoción que en el mundo árabe se había producido como consecuencia de la derrota con asesinatos de dirigentes o sustitución de los regímenes. En julio de 1952, por ejemplo, la derrota supuso la sustitución de la Monarquía y la aparición del régimen de los Oficiales Libres en Egipto, pero ya antes el rey Abdallah de Transjordania, que se había mostrado dispuesto a unificar a los palestinos bajo su mandato, había sido asesinado -en el mes de julio anterior- cuando entraba en la mezquita Al Aqsa de Jerusalén. A mediados de los años cincuenta, en un momento en que se hacía presente en Medio Oriente una evidente voluntad de intervención soviética y la aparición de un neutralismo activo, la confrontación entre árabes e israelíes aparecía de forma semejante o peor que la de 1948.
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El carlismo es un movimiento político que tuvo su momento más espectacular durante el reinado de Isabel II, pero hay que buscar sus orígenes en el siglo XVIII y sobre todo a partir de 1820, con la Regencia de Urgel, y la revuelta de los Agraviados de 1827. Su lema Dios, patria, Rey y Jueces, resumido en el binomio Trono y Altar, articula toda la teoría oficial política. A estos elementos se suma la defensa del foralismo particular de cada uno de los territorios, aspecto que va tomando fuerza a medida que avanza la guerra, así como la defensa de la religión. Las intenciones centralizadoras y los ataques de los liberales al clero, sobre todo a partir de 1835 con la exclaustración y la desamortización, activaron la lucha. Los carlistas pretendían, además, restaurar la legitimidad, puesto que no reconocían valor jurídico a la Pragmática Sanción de 1830, ateniéndose a la Ley Sálica tradicional en la dinastía borbónica, por la que don Carlos tendría que ser rey. El matrimonio con María Josefa de Sajonia no había tenido descendencia, Carlos, el hermano del Rey, pensaba heredar el trono en su momento. Sin embargo, la muerte de María Josefa y el nuevo enlace de Fernando con María Cristina de Borbón, así como el nacimiento de dos hijas -Isabel y Luisa Fernanda- complican la situación. La Ley Sálica no permitía reinar a las mujeres. Ahora bien, dicha ley ya había sido revocada en 1789, pero sin que el decreto se promulgara. En 1830, concretamente el 29 de marzo, Fernando VII, mediante una pragmática, eleva a ley el decreto de 1789. Los últimos años de este reinado se caracterizan por la indecisión de Fernando respecto a esta sanción, que derogó y puso de nuevo en vigor según las presiones de las distintas camarillas de la Corte sobre el ánimo regio. A la muerte de Fernando VII la Pragmática Sanción estaba vigente. Su hija primogénita, todavía una niña, fue nombrada reina con el nombre de Isabel II y su madre, reina gobernadora en funciones de regente, nombró gobierno. D. Carlos, apoyado por gran número de legitimistas, no aceptó la situación, lo que dio origen a una guerra civil. En cualquier caso, conviene insistir en la idea de que la sucesión de Fernando VII no era sólo un problema dinástico. Ya antes se había planteado la división ideológica por el tímido acercamiento del monarca a los planteamientos liberales a partir de 1826, una de las razones que provocó, en 1827, la rebelión de carácter absolutista (Agraviados o Malcontens). La masa fundamental de seguidores del carlismo eran campesinos, especialmente de la región vasconavarra, de Cataluña y de la montaña levantina y del Bajo Aragón, aunque también se encuentran, en menor proporción, en el resto de la fachada cantábrica, hasta Galicia, y en Castilla. Carr opone campo-ciudad y, efectivamente, parece que es un movimiento campesino que tiende a dominar las ciudades, sin lograrlo. Algunos de los últimos estudios, como los de Alfonso Bullón de Mendoza, insisten en la idea de que en las zonas de dominio carlista también la población urbana era predominantemente carlista. Entre otras pruebas aducen la persistencia del carlismo en estas mismas ciudades de tal manera que, cuando por primera vez hay unas elecciones, con sufragio universal masculino según la legislación derivada de la Constitución de 1869, en Pamplona o Bilbao una mayoría muy clara de los votos fueron a parar a los candidatos carlistas. Según esta interpretación, si estas ciudades no pudieron ser tomadas por el ejército carlista durante la guerra se debió a que en ellas estaban las principales fuerzas cristinas que las defendieron. En el proceso bélico se pueden distinguir cuatro fases: a) Desde el 1 de octubre de 1833, en que el Infante D. Carlos toma el título de Rey de España, comienza el enfrentamiento. En principio, son partidas rebeldes, con escasa estructura militar que Zumalacárregui organizará en un verdadero ejército, frente al ejército regular cristino. Además, se produce una relativa delimitación de zonas de influencia que tienden a ser limpiadas de los enemigos. Esta fase finaliza con la muerte del General Zumalacárregui en el asedio de Bilbao el 23 de julio de 1835. b) Desde el verano de 1835 hasta octubre de 1837, la guerra sale del ámbito regional al nacional. Luis Fernández de Córdoba toma el mando del ejército cristino -posteriormente lo hará Espartero. En estos años tienen lugar las principales acciones del carlismo fuera de su zona de influencia. El general Gómez atraviesa España desde el País Vasco hasta Cádiz y Don Carlos dirige la expedición real hasta las puertas de Madrid. Espartero rompe el sitio de Bilbao, que se inició en junio de 1835 y que se mantuvo mucho tiempo por el afán de ocupar una ciudad y la necesidad de prestigio internacional del carlismo por razones financieras. Las guerrillas carlistas no son fáciles de reducir y éstas obtienen una clara victoria en el Maestrazgo. c) Desde octubre de 1837 al mes de agosto de 1839 la contienda se decanta a favor de los gubernamentales. El 15 de octubre de 1837, D. Carlos se repliega, pasa el Ebro, frontera del carlismo, y se produce una disensión interna en el carlismo entre los partidarios del pacto, dirigidos por el general Maroto, y los Apostólicos del general Cabrera. El cansancio y el incierto final de la guerra lleva a los primeros a firmar el Convenio de Vergara (29 de agosto de 1839). Sellado por Espartero y Maroto, en él se reconocen los empleos y grados del ejército carlista y se recomienda al gobierno que proponga a las Cortes la modificación de los fueros. d) D. Carlos no reconoce el acuerdo y la guerra continúa desde agosto de 1839 a julio de 1840, en los focos de resistencia de Lérida y Navarra. Los últimos leales carlistas, acaudillados por el General Cabrera llevan a cabo una guerra brutal, con escenas y acontecimientos terribles. Al fin, éstos serán derrotados.
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En 1833 muere Fernando VII y, en virtud de la Pragmática Sanción, disposición que deroga la Ley Sálica y permite reinar a una mujer, es nombrada reina de España su hija Isabel. La negativa a aceptar esta situación por parte de D. Carlos, hermano de Fernando VII, dio origen a la Guerra Carlista. En la primera fase de la Guerra se produce el levantamiento carlista de zonas como en el País Vasco, Navarra, la región pirenáica y el Maestrazgo. Otras áreas de predominio carlista son Galicia; buena parte de la Meseta norte, la región cantábrica, Aragón y Cataluña; sur de Cáceres y algunas comarcas andaluzas. Ciudades carlistas son Santiago de Compostela, Estella, Berga, Morella, Cantavieja. En esta fase, el hecho más significativo es el asedio carlista de Bilbao y la muerte del general sublevado Zumalacárregui. Durante la segunda fase, entre el verano de 1835 y octubre de 1837, el carlista general Gómez atraviesa España desde el País Vasco hasta Cádiz, mientras que Don Carlos dirige la llamada "expedición real" hasta las puertas de Madrid. En junio de 1835 Espartero, en nombre de los ejércitos de Isabel, rompe el cerco de Bilbao. Mientras, los carlistas obtienen una fácil victoria en el Maestrazgo. El 15 de octubre de 1837 D. Carlos se repliega y se ve obligado a pasar el Ebro. El cansancio y las disensiones internas llevan a parte de los carlistas a firmar el Convenio de Vergara, el 29 de agosto de 1838. D. Carlos no reconoce el acuerdo y la guerra continúa hasta julio de 1840, cuando caen los últimos focos de resistencia en Lérida y Navarra.
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Independientemente de su cosmopolitismo, la milenaria civilización egipcia presenta rasgos que ponen de manifiesto sus raíces africanas y que se entrevén -pese a la actual investigación aún hoy ardua e incompleta- en ciertas relaciones. Así, es sabido que numerosos soberanos africanos, siguiendo las pautas impuestas por la institución faraónica, habrán de ser considerados por sus vasallos como portadores o vicarios de Lo Sagrado, lo que les hace poseedores de un poder en cierto modo omnipotente que se suponía extensivo al clima, ritmo estacional y diversos meteoros, hasta el punto de lograr la lluvia a su antojo. Asimismo, si el faraón siempre demuestra su virilidad y vigor con el ejercicio de la caza, el rey africano será casi siempre presentado como un rey cazador. Grandes animales de temible poderío, como el león o el toro, serán asociados a la realeza... Cabe recordar asimismo -aunque se desconozca su auténtico simbolismo- la utilización por los faraones de plumas de avestruz, que pasarían a constituir, junto con otros trofeos y figuraciones animales de la fauna africana enseñas ya heráldicas, ya clánicas que algunos egiptólogos han asociado a los signos y enseñas -cuando no totems- que diferenciaron en nomos a los grupos territoriales o tribales que conoció el Egipto predinástico. La africanidad del Egipto faraónico se pone asimismo en evidencia en el terreno religioso, donde indudablemente se aprecia un origen autóctono de cultos, mitos y ritos. Ahí están los nombres dados al Dios-Carnero y su culto como Amon, cuyo origen libio parece hoy incontrovertible. En el terreno ergológico podrían asimismo aducirse diversos ejemplos no sólo de la vida cotidiana, sino también de la vida colectiva y del ceremonial. Desde la utilización de taburetes y reposacabezas de inspiración ergonómica común, hasta el empleo de concretos productos vegetales aromáticos, que se queman en rituales particulares. Es notable también que el soberano egipcio asuma concretos tocados que pudieron ser imitados por otros pueblos africanos; el uso de cetros / fustas por ciertas jerarquías; la difusión alcanzada por algunas armas arrojadizas (desde proyectiles lanzados por propulsor, a multipuntas y el mismo boomerang y armas asimiladas, de amplia utilización no sólo en Egipto, sino en concretas regiones del continente negro).
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Pese a las exigencias de algunos teóricos del socialismo (Flora Tristán, La unión obrera, 1843) y los contactos del tradeunionismo inglés con los movimientos sindicales europeos, la posibilidad de llegar a un organismo internacional de coordinación pareció, durante mucho tiempo, remota y cuando se consiguió el acuerdo pareció coyuntural, y su carácter obrerista ofrecía serias reservas.La Exposición Internacional de Londres de 1862 había dado lugar al encuentro de obreros de diversos países y, en septiembre de 1864, una reunión celebrada en Saint Martin's Hall desembocó en la constitución de la Asociación Internacional de Trabajadores o Primera Internacional. El Consejo general tenía su sede en Londres y reuniría congresos anuales. Estaba formado por una amplia mayoría de representantes ingleses, a los que se añadían algunos franceses, italianos y alemanes (entre ellos el propio Marx).Marx, que redactó el llamamiento inaugural, prefirió por eso rehuir las definiciones doctrinales, y se limitó a subrayar las tareas de coordinación del nuevo organismo. En todo caso, quiso dejar claro que el nuevo organismo pretendía la conquista del Estado, ya que la redención del proletariado tenía que ser obra de los propios obreros. El objetivo de la Asociación tendría que ser la abolición completa de cualquier gobierno de clase.Sin embargo, la Internacional había surgido con ocasión de una reunión para apoyar el movimiento revolucionario de los independentistas polacos y, junto a los delegados específicamente obreros, participaron nacionalistas mazzinianos, demócratas franceses y nacionalistas húngaros.Las cifras de afiliación (50.000 en Inglaterra, frente a los 800.000 afiliados con que contaban las Trade Union; 20.000 en Francia; algo menos en España) permiten concluir que se trató de un movimiento minoritario. En el congreso de Ginebra, de septiembre de 1866, se aprobarían unos Estatutos en los que se señalaban que los fines de la Asociación eran "la ayuda mutua, el progreso y la completa liberación de la clase obrera".En los momentos iniciales adquirieron mucha importancia en la orientación de la Internacional los elementos proudhonianos (pacíficos), lo que provocó tensiones con los marxistas (revolucionarios) en los congresos de Ginebra y Lausana (1867), que no se resolvieron hasta que, en el congreso de Bruselas de 1868, Marx consiguió el respaldo de los delegados belgas. Para entonces, sin embargo, cobró fuerza el enfrentamiento con Bakunin que trataba de obtener el control de la Internacional a través de la Alianza Internacional de la Democracia Socialista, fundada por él. El Consejo General de la Internacional rechazó la incorporación de los bakuninistas en bloque, pero las tensiones se prolongarían en los comienzos de los años setenta.Aunque la Internacional resultó bastante inoperante, sus proclamaciones de que los trabajadores tenían que tomar el poder para implantar el colectivismo, así como la impresión causada por la Comuna de París, de la que se hizo responsables a los internacionalistas, llevaron a que los comités nacionales de diversos países fueran perseguidos por la policía.Por lo demás, la Internacional se encontraba ya debilitada por las tensiones entre los seguidores de Marx y los de Bakunin, que fueron expulsados en el congreso de La Haya, de 1872. La disolución de la Internacional, en 1876, sólo sirvió para levantar acta de lo que ya era un completo fracaso.
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Los primeros síntomas de la crisis, detectados en las últimas décadas del siglo XIII, van de la mano de una serie de revueltas populares que se produjeron en diversas regiones de Europa, tanto de Italia, como de Francia, Flandes, el valle del Rin o Cataluña. Fijémonos en una de ellas, la que estalló en Barcelona en el año 1285, a cuyo frente se encontraba un tal Berenguer Oller. Del suceso tenemos las noticias que el cronista catalán Bertrán Desclot nos ha transmitido. Oigámosle: "En aquel tiempo había en la ciudad de Barcelona un hombre llamado Berenguer Oller. Era de condición vil, pero se había ganado a muchos de sus pares en esta ciudad; de grado o por fuerza había hecho jurar a casi todo el pueblo bajo de Barcelona seguir su voluntad. So pretexto del bien, hizo mucho mal en ese lugar, en perjuicio de sire rey y de los hombres probos de la ciudad. Así había juzgado y despojado a la Iglesia, al obispo y a gran número de burgueses de Barcelona de sus rentas y de sus censos, por su sola autoridad". El texto, como se ve, es rotundamente hostil a Oller, al que presenta como un hábil embaucador, que ocasionó graves daños a los grupos sociales dominantes, tanto laicos como eclesiásticos, y que había atraído a su causa, no siempre de buenas maneras, a los sectores populares. A lo sumo admite Desclot, en otro pasaje, que Oller era "muy buen hablador". Sus objetivos, dice más adelante el cronista, no eran otros sino atacar, el día de Pascua del mencionado año 1285, "a los clérigos, los judíos y todos los ricos de la ciudad que no quisieran reconocerlo", procediendo posteriormente a la eliminación de todos ellos y a la confiscación de sus bienes. Lo cierto es que, más allá de la clara hostilidad que rezuma Desclot, se percibe un conflicto social de hondas raíces. El grupo que siguió a Oller estaba integrado por modestos artesanos y mercaderes, los cuales se sentían explotados por los poderosos, la Iglesia y el patriciado barcelonés. Pero la revuelta, como era previsible, fue sofocada, gracias a la enérgica actuación del monarca Pedro III. El orden quedó restablecido pero Berenguer Oller y otros siete compañeros suyos pagaron con su vida, pereciendo en la horca. En el inicio de la decimocuarta centuria, año 1300, se detecta una revuelta popular en la ciudad flamenca de Brujas. Dirigida por el tejedor Pierre de Coninc, al que sus partidarios denominaban Pierre Le Roy, la revuelta estaba integrada por gentes de los oficios (tejedores, bataneros, tundidores de paños, tintoreros, etc.). Coninc poseía, al parecer, indudables condiciones para ejercer el liderazgo, particularmente en el terreno de la oratoria, a juzgar por lo que señalan las crónicas de la época: "Tenía él tantas palabras y sabía hablar tan bien que era una maravilla. Y por esto los tejedores, los bataneros, los tundidores le creyeron y amaron tanto que nada había que dijera o mandara que ellos no hiciesen". No obstante el principal mérito de Coninc fue poner en conexión su movimiento con la causa que defendía por las mismas fechas el conde de Flandes. Así se entiende que mientras las gentes de los oficios, lanzadas a la revuelta, se dedicaron al pillaje contra los patricios de Brujas, los artesanos en rebeldía lucharon junto al conde de Flandes en la memorable victoria de Courtrai (1302), en donde fue derrotada nada menos que la brillante caballería francesa. De todos modos las conquistas de los revoltosos no prosperaron. Ciertamente la revuelta se propagó a otras ciudades vecinas, como Ypres o Lieja. Pero a la larga el patriciado supo reaccionar. Por lo demás, las gentes de los oficios se escindieron en dos grupos, uno más conservador y otro más avanzado, lo que propició su derrota final. Flandes volvió a ser, unos años más tarde, escenario de la conflictividad social. Nos referimos a los sucesos de 1323, que afectaron a la región de Flandes marítimo y que tuvieron como protagonistas a los campesinos, por más que su eco llegara a algunas ciudades, como Brujas e Ypres. Se ha intentado conectar esta revuelta con las crisis de los años 1314-1317. De todos modos estaban más recientes los malos años de 1321 y 1322, en los cuales, a consecuencia de condiciones climatológicas adversas, prácticamente se perdieron las cosechas. Pero el motivo inmediato de la revuelta fue una protesta antifiscal: el rechazo de los labriegos a pagar tanto los impuestos debidos al conde de Flandes como el diezmo a la Iglesia. La revuelta se difundió con enorme rapidez. "Fue un tumulto tan grande y tan peligroso como desde hacía siglos no se veía", dice un cronista coetáneo. Ahora bien, nos equivocaríamos si consideráramos este movimiento como una simple explosión anárquica, causada por la miseria. Sin duda se sumaron a la revuelta muchos campesinos de condición modesta, pero todo parece indicar que el grupo más compacto de los sublevados procedía del campesinado de tipo medio. Por lo demás, al frente del movimiento figuraban gentes notables, como el señor de Sijsele, el burgomaestre de Brujas Guillaume de Deken o los campesinos acomodados Nicolas Zannekin y Jacques Peyte. La revuelta se prolongó durante casi cinco años, ocasionando, según las noticias que poseemos, un mínimo de 3.000 víctimas. Pero a la postre fue sofocada, dando lugar a una represión durísima. Merece la pena señalar, finalmente, hasta qué punto esta revuelta dejó su huella en Flandes. El folklore recogió la imagen de los rústicos en rebeldía, a los que se denominaba "karls". Escuchemos lo que decía una canción coetánea a propósito de estos "karls": "Son de un carácter mordaz y quieren someter a los caballeros. Todos tienen una larga barba; llevan vestidos raídos; sus capuchones están colocados completamente a través de sus cabezas y su calzado hecho jirones... Se colman de vino y embriagándose en seguida, suenan que el Universo entero, ciudades, burgos y dominios, les pertenecen... ¡Ah!, ¡quiera el Cielo maldecirlos para siempre!" La canción, a la vista está, expresa un absoluto desprecio hacia los rústicos, pero al mismo tiempo pone de manifiesto la aguda contradicción social que había en Flandes en aquella época entre los campesinos, por una parte, y los nobles y patricios de las ciudades, por otra. Si seguimos un orden estrictamente cronológico, el siguiente movimiento popular de cierto significado con que nos encontramos se sitúa en el año 1326. Se trata del movimiento campesino de los Armleder, desarrollado en tierras alemanas. Consta que los Armleder fueron violentamente antijudíos. No obstante, su revuelta, aunque en creciente debilitación, perduró hasta el año 1339. Flandes volvió a ser teatro de luchas sociales unos años más tarde. En 1338 estalló en Gante una insurrección popular, de la que formaban parte básicamente tejedores y bataneros. Al frente de dicha insurrección se hallaba un gran mercader, Jacobo van Artevelde, miembro de una de las más encumbradas familias patricias de la región. La revuelta, al parecer, tenía conexión con la prohibición de exportar lanas inglesas a Flandes, medida decretada en 1338. De todas formas, los amotinados se dividieron, lo que propició que la victoria sonriera finalmente a los tejedores. En el contexto de la revuelta se produjo, en 1345, el asesinato de Jacobo van Artevelde. El cronista francés J. Froissart recoge puntualmente dicho suceso: "Thomas Denis, decano de los tejedores, le asesto el primer golpe de hacha en la cabeza, y lo abatió". Es posible que Artevelde, que al fin y al cabo era un rico burgués, pretendiera gobernar de forma personal, lo que motivó las iras de los tejedores. Mas la consecuencia de aquellos sucesos fue el establecimiento en Gante, al menos hasta 1349, de la hegemonía indiscutible de los tejedores. Sin embargo, en 1349 los bataneros se tomaron la revancha, aunque un año más tarde, en un nuevo giro de la rueda de la fortuna, los tejedores volvieran a dominar la situación. Algunos historiadores han hablado, a propósito de estos sucesos, de "la revolución de los oficios". Mas en verdad la revolución citada sólo condujo a acentuar las luchas fratricidas entre los propios miembros de los oficios, lo que sin duda llenaba de satisfacción a los patricios, teóricamente los enemigos de los artesanos. Poco antes de que mediara el siglo tuvo lugar en Roma una aventura sorprendente. Nos referimos a los sucesos del año 1347, protagonizados por Cola di Rienzo, un singular personaje, nacido en 1313 en el seno de una humilde familia. Por lo que sabemos de su vida, Rienzo alcanzó el notariado, tuvo amistad con Petrarca y adquirió un gran conocimiento de la historia antigua de Roma. Su vida pública se inició en 1343, año en el que le vemos como delegado del "popolo" de Roma en una embajada a la Corte pontificia de Avignon. Los estudiosos del personaje han puesto de manifiesto su excepcional elocuencia y su encanto personal. Partidario del igualitarismo mesiánico de Joachim de Fiore, parece que Rienzo odiaba profundamente a la alta nobleza. No obstante es posible ver en Cola di Rienzo, como han puesto de manifiesto M. Mollat y Ph. Wolff, "una mezcla de sinceridad e intriga, de violencia y seducción, de idealismo y pragmatismo, de rusticidad y cultura". Apoyado en el "popolo" y en la "gentilezza" (grupo integrado por la pequeña aristocracia y los comerciantes), Rienzo recibió el poder de la ciudad de Roma en 1347. Así se expresa, a propósito de estos acontecimientos, el cronista G. Villani: "Por aclamación fue elegido tribuno del pueblo e investido de la señoría en el Campidoglio". El 20 de junio del citado año Cola di Rienzo subió al Capitolio, recibiendo cuatro días después el título de tribuno, que le fue renovado unos meses más tarde con carácter vitalicio. Pero más allá de los solemnes fastos, celebrados al modo de la antigua historia de Roma, la principal obsesión de Cola di Rienzo era acabar con la alta nobleza, lo que explica la afirmación de Villani: "Algunos de los Orsini y los Colonna, así como otros de Roma, huyeron fuera de la ciudad a sus tierras y a sus castillos para escapar al furor del tribuno y del pueblo". Pero el tribuno estaba asimismo muy interesado en perseguir viejos males que estaban anidados en la sociedad romana, como el vicio y la corrupción. Claro que al mismo tiempo decidió organizar espectáculos aparatosísimos, como el que tuvo lugar el día 15 de agosto en la iglesia de Santa Maria la Mayor de Roma, acto en el que Rienzo fue coronado. El historiador Dupré-Theseider calificó al citado acto de "caricatura fantástica de la coronación imperial". Es posible, no obstante, que desde aquel momento comenzara el declive del tribuno. Excomulgado por el Papa, que le acusó de usurpación, Cola di Rienzo perdió el poder en diciembre de 1347. Su regreso, siete años después, fue un mero apéndice. Las aventuras de Cola di Rienzo concluyeron en el otoño de 1354 con su asesinato y el restablecimiento pleno de la administración pontificia en Roma. De todas formas, la odisea de Cola di Rienzo, en la que había simultáneamente tanto aspectos políticos como sociales, y en la que el elemento personal desempeñó un papel decisivo, fue de una originalidad indiscutible.
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En las primeras horas del día 7, el dragaminas norteamericano Condor avista el periscopio de un submarino durante el desarrollo de una misión rutinaria. A pesar de transmitir la información al destructor Ward, que se hallaba de servicio, ésta no se comunicó a la estación del puerto. En vano fue buscado el submarino durante dos horas, hasta que un hidroavión lo localizó y señaló su posición mediante bombas fumígenas. Finalmente, a las 6,45 horas, el Ward pudo destruir al enemigo, un submarino de bolsillo, mediante cargas de profundidad y disparos de cañón. Hasta las 7,12 el almirante Kimmel no fue informado del incidente, quien se dirigió a toda velocidad a la isla Ford, en Pearl Harbor. Otro incidente desvela la impericia norteamericana. Poco después del despegue de la primera oleada japonesa a las 6,15 horas, operarios que se están ejercitando en la estación de radar de Opana observan en sus pantallas la presencia de varios aviones, a 220 kilómetros de distancia. Calculan su origen y transmiten la información al Centro base en Pearl Harbor, quien les contesta que se espera la llegada de un contingente de aviones B-17 desde el continente. Saludados por la población local que habita junto a las playas, los aviones de Fuchida se conducen a lo largo de la costa occidental, confundidos con aviones propios. Inmediatamente, los aviones se disponen para el ataque, poniendo en la práctica una maniobra aprendida de memoria durante los entrenamientos. Los pilotos japoneses conocen Pearl Harbor, pues han estudiado el objetivo a través de mapas y maquetas, de tal manera que cada uno conoce de antemano cuál es su misión. Los escuadrones de bombarderos se agrupan en escuadrillas de ataque, cada una con la misión de realizar un ataque sobre los aeródromos. Los bombarderos horizontales adoptan las rutas de aproximación previstas, lo que permite a sus artilleros apuntar con gran precisión, al tiempo que los torpederos comienzan la maniobra de picado sobre los acorazados norteamericanos. A las 7,50 comienza el ataque sobre los aeródromos, destruyendo en tierra al grueso de los aparatos. La labor se ve facilitada por la concentración de los aviones americanos y su disposición ala con ala. Al mismo tiempo, la guardia de los acorazados se prepara para izar la bandera. Observan con estupor cómo los torpederos japoneses descienden en picado, lanzan su carga y la estela de los torpedos se dirige hacia ellos. Cinco acorazados -West Virginia, Arizona, Nevada, Oklahoma y California- reciben el impacto de los primeros torpedos. De momento, el buque insignia Pensylvania logra salvarse, por encontrarse en dique seco, así como el Tennessee y el Maryland, lejos de la primera descarga. Reciben impactos también el Utah y los cruceros ligeros Raleigh y Helena. Rápidamente las tripulaciones de los buques consiguen llegar a sus puestos de combate, al tiempo que las dotaciones auxiliares se afanan por apagar los incendios y reparar los daños. La tripulación del Nevada consigue ponerle en movimiento, encaminándose hacia la salida del puerto. Sin embargo, los atacantes pueden operar a placer y disparar con precisión sobre sus objetivos: el Tennessee recibe el impacto de una bomba que perfora los 13 cm. de blindaje de una de sus torres, estallando en su interior; el Arizona es alcanzado por otro proyectil que, tras atravesar su cubierta, explota en los depósitos de proa y parte el buque en dos. El Maryland y el California sufren también serios daños. Cuando cesa el primer ataque a las 8,25, la práctica totalidad de los aviones americanos ha sido destruida o puesta fuera de combate. El Arizona se ha hundido con más de un millar de los tripulantes; el West Virginia se está hundiendo, presa de las llamas; el Oklahoma ha volcado; el Tennessee arde, con una torre destrozada; el California acaba por hundirse, a pesar de los esfuerzos de su tripulación; otro tanto ocurre con el Utah; el Raleigh se mantiene a flote gracias a los amarres, a pesar de hallarse totalmente inundado. Al mismo tiempo, los submarinos enanos entran en acción, aunque sin demasiado éxito. Aprovechando que la red de protección se encuentra abierta, uno de ellos penetra en el puerto, siendo localizado mientras lanzaba un torpedo contra un buque de apoyo. El proyectil falló el blanco, si bien el submarino fue hundido mediante cargas de profundidad. Tres submarinos más desaparecieron sin dejar rastro, mientras que el último se encalló en la playa y su tripulación fue apresada.
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La primera parte de La crónica del Perú Llegamos ya al momento en que debemos hablar de la obra de Cieza que ahora se edita nuevamente, enriquecida por gran número de notas y observaciones, e introducida por este estudio preliminar, que si largo, creemos que ha cumplido el objetivo de situar a la Primera Parte en el conjunto de la importante obra de este único, primero y singular cronista-historiador. Analicemos ahora el valor de esta obra introductoria a la totalidad de un plan que sólo, como hemos ido considerando, se ha podido completar con el paso de los años y la incansable acción de beneméritos investigadores e historiógrafos. Contenido y redacción de la Primera Parte-El contenido en grandes líneas, es el resultado de su trajinar desde 1535 hasta 1550, en viajes, exploraciones y batallas, desde Cartagena a Lima, pasando por Popayán, Quito, Lima, el Collao, Cuzco y nuevamente Lima. Soldado -extraña que lo fuera a los trece años que dice tenía al salir de España, y aún a los quince que otros le calculamos- con Alonso de Cáceres (extremeño como él), Jorge Robledo y Belalcázar, pasa al Perú, acudiendo con este último capitán a la llamada del Pacificador. Visitó Cenú, conociendo sus fabulosas tumbas, repletas de tunjos de oro, y estuvo presente en las fundaciones de Ancerma y Cartago. Esta es la base del contenido de este libro, la materia prima: sus viajes, sus peripecias y... sus observaciones. Quien lea esta Primera Parte irá conociendo sus peripecias y no es cosa de hacer un resumen de ellas, aunque si se hiciera no se rompería el encanto inimitable de su estilo y la jugosidad de las noticias de primera mano que va proporcionando a cada paso. No es de este contenido del que queremos tratar en esta ocasión, sino analizar el contenido etnográfico, el descriptivo, la valoración de lo que luego se llamarían "antiguallas" y hoy Arqueología, y -finalmente- la referencia a lo prehispánico, en que Cieza tiene una primacía que nadie puede disputarle. Copiemos, una vez más, un texto de Jiménez de la Espada, en que define el valor de esta Primera Parte como eslabón indispensable para el desarrollo del plan total: Reputación la de Cieza que comenzó con un libro por ventura sin par e inimitable, especie de itinerario geográfico, o más bien animada y exacta pintura de la tierra y el cielo, de las razas, costumbres, monumentos y trajes del dilatado imperio de los incas y países del Norte, comarcanos, y de las poblaciones recién fundadas por los españoles, fondo maravilloso del gran cuadro de la conquista...75. Aunque ya hemos referido cuándo comenzó a escribir, conviene que recordemos que empezó en 1541, es decir, cuando llevaba seis en las Indias y apenas habría cumplido pocos más de veinte. Así lo afirma al final de esta Primera Parte. Leyendo su obra puede seguirse, por esa vertiente que ella tiene, sobre todo en este libro, de autobiografía o de memoria y relato de experiencias personales, el ritmo de su producción. En el capítulo XXVI dice este año de 47, aunque en el XXIV afirma escribir en 1548, el año pasado de 1547, que no es un pasado remoto, pues en castellano, aún hoy, el año pasado es el inmediatamente anterior. Pese a lo cual puede haber opiniones sobre esto, ya que en el capítulo LII dice en este año de 1550, y en el mismo vuelve a decir, año pasado de 1546. Quizá esto debe producirse porque, por una parte, tomaba notas o hacía una redacción provisional y luego corregía, aumentaba y reescribía, ya que de su acuciosidad en estar siempre con la pluma en la mano tenemos sobradas declaraciones propias. Es impresión generalizada entre los críticos y editores de la obra de Cieza, especialmente referente a esta Primera Parte, que al salir de Lima, en 1550, ya estaba totalmente redactado Y. dispuesto para la imprenta el original de ella, pero no cabe la menor duda de que hubo de retocarlo en Sevilla, porque en los capítulos XCVI y CIX hace referencia a hechos del 1551. Lo descriptivo en Cieza.-Entendemos por tal todo lo relativo a la geografía, al paisaje y a la que generalmente se llama Historia Natural. Copiemos nuevamente a Jiménez de la Espada, por dos razones: por lo acertado de sus palabras y por lo inasequible que es la consulta de La Guerra de Quito, desaparecida en alguna biblioteca en cuyos catálogos consta. Dice así D. Marcos76: Pedro Cieza de León reconoció en persona el país, teatro de la historia que proyectaba, desde el puerto de Panamá a la costa de Arica, y desde las salvajes y boscosas montañas de Abibe a los desnudos y argentíferos cerros de los Charcas (12o lat. N. 20o lat. S.), demarcando como experto geógrafo la variedad de sus regiones y clima; situando las fundaciones españolas y los pueblos indianos; observando como naturalista las especies más útiles y curiosas, bravías o domésticas, de animales y plantas...77, gozándose en pintar a grandes rasgos la fisonomía de la tierra y el cielo, en la magnificencia de los nevados y volcanes, la grandeza y multitud de los ríos, la espesura y misterio de las gigantes selvas y la yerma soledad de las xacllas y punas; en el humbroso y risueño frescor de los valles marítimos, y en la aridez de los quemados arenales que con ellos alternan a lo largo de la extensa comarca de los yuncas78. Fino espíritu observador, como dice el finlandés Karsten, Cieza, en su especie de itinerario geográfico, como lo calificara Jiménez de la Espada, fija los lugares, grados y leguas, costas, marcas y sus puertos (los bonancibles y los malos), los vientos y su aplicación a las navegaciones. Anota la calidad de los ríos, el clima, las estaciones, lluvias y sequías y la fertilidad y situación de las regiones. Como recorre las tierras del norte de Suramérica cuando ya han transcurrido algunos años de la conquista (aunque se sigue en las exploraciones y dominaciones de territorios aún no conocidos), y ya se han establecido las encomiendas y repartimientos, en su calidad de naturalista va anotando cómo son los vegetales y los animales, pero haciendo la observación, para que el lector no se confunda, cuáles son las fieras y las alimañas (que no fueron importadas, naturalmente) y cuáles son los animales domésticos, tanto indianos como procedentes de España. En cuanto a los vegetales, describe los cultivables y su explotación (antes y después de la Conquista), describiendo especies nuevas o desconocidas en España, con sus propiedades y anécdotas relacionadas con éstas, así como la preparación de ponzoñas. Habiendo visitado las regiones mineras del Collao, habla de los ríos auríferos, de la sal y de explotación, aguas termales, etc. Le impresionó especialmente Potosí (que visita entre 1548 y 1549) que, apenas fundado en 1545, ya tiene una explotación increíblemente grande del Cerro Rico, habiéndose perforado infinitas galerías. Su exposición de la visión nocturna del Cerro Rico, con las guayras encendidas, que son como los albahaqueros de mi tierra -dice Cieza- y que a las distancias parecen luciérnagas. Su descripción, no sólo es real y vivísima, sino hasta poética79. Descripciones como esta que hemos visto de Potosí, las multiplica, alabando lo que ve como paradisíaco, sin dejar de ser exacto, como podemos ver en los capítulos LXVI y LXVII de esta Primera Parte. Pero no siempre es así de laudatorio, pues como va dejando constancia, a modo de un acta notarial, también habla del despoblamiento y abandono de caminos y edificios (apenas dieciocho años después de la conquista), por causa de la llegada de los castellanos, la emigración de los indios y las ruinas producidas por las guerras personales. Lo etnográfico en la Crónica de Cieza.-Dejando para el estudio a realizar en la introducción a la Segunda Parte (Señorío de los Incas), en que veremos lo que Cieza significa para el conocimiento del Inkario, es evidente que Cieza supera a todos los otros cronistas en información etnográfica. Sólo quizá Gonzalo Fernández de Oviedo sea su mejor parangón, pero sólo -como en el caso del propio Cieza- de aquello que conoce por propia experiencia, que es lo relativo al Caribe y su zona circundante, hasta Panamá. Los indígenas le preocupan, habla de ellos continuamente, describe sus fiestas, etc., como veremos, pero en todo su escribir hay claramente dos aspectos interesantes, que no son contrapuestos: su afán descriptivo de cronista, que ha de informar de cómo son las gentes de los lugares por donde pasa, pero además un humanitario sentimiento de solidaridad de hombre con ellos, que no son culpables de su baja condición cultural, por ignorar el Evangelio, que no sólo se refleja en este libro, sino que culmina en los items de su postrer escrito, de su testamento. Respecto a esto que venimos ponderando, bien dice Porras Barrenechea80 que el espíritu predominante de Cieza, no obstante su españolismo o acaso por esto, que ser español es ser amigo y paladín de los débiles -díganlo Las Casas y Cieza-, es su sentimiento de simpatía y amistad para los indios. Etnógrafo o antropólogo sin saberlo (porque tales ciencias no existían como tales en el siglo XVI), como tantos otros en su tiempo -recordemos en México a Fr. Bernardino de Sahagún? describe la vida y costumbres de los indígenas con minuciosidad, distinguiendo las diferentes razas y lenguas, anotando el sistema social y de organización familiar -que nos documenta sobre sociedades matriarcales-, cuya noticia se hubiera perdido sin esta Primera Parte, como muy bien ha puesto de manifiesto el Prof. Trimborn en su estudio sobre el valle del Cauca, en Colombia. Es tan justo apreciador de la materia etnológica que su modo de trabajar, sus descripciones y a veces sus generalizaciones bien fundamentadas, recuerda a las obras de Frazer o Malinowsky. Que en esta curiosidad hay también amor o compasión, lo han notado sus editores y estudiosos. Jiménez de la Espada escribe81: El amor al prójimo indiano y un generoso sentimiento de conmiseración por la triste suerte a que le había reducido la Conquista, brillan en multitud de lugares de la Crónica de Cieza, y Prescott82 lanza el siguiente elogio: ... y mientras que hace completa justicia al mérito y capacidad de las razas conquistadas, habla con indignación de las atrocidades de los españoles y de la tendencia desmoralizadora de la Conquista. No era fanático, puesto que su corazón estaba lleno de benevolencia para el desgraciado indígena; y en su lenguaje, si no se descubre la llama abrasadora del misionero, se encuentra un rayo generoso de filantropía, que envuelve tanto al conquistador como al conquistado, considerándolos hermanos. No creo sea necesario ponderar más, como ya lo hicimos por nuestra cuenta, que en la obra de Cieza alienta lo mejor de una notable actitud hermanadora hacia el indio, años antes de que la legislación y los teólogos sancionaran la consideración de su naturaleza humana. Por ello no atribuye sus aberraciones (canibalismo, pecado nefando, supersticiones) a una naturaleza corrompida del indio, sino a su ignorancia, cayendo incluso en la ingenua creencia de que sus ritos y prácticas religiosas obedecían a que hablaban con el demonio, o éste con sus shamanes y brujos o sacerdotes. Incluso lógica y razonablemente quiere descubrir en sus tradiciones, entre tanta broza mítica, la verdad que ellas contenían sobre sus orígenes, queriendo encontrar para todas ellas explicaciones razonables, como hace en el capítulo XCV de esta Primera Parte. Su capacidad de etnólogo intuitivo aparece en esta Parte en cada capítulo en el que trate de los indígenas, cuyas costumbres describe no como un naturalista, sino como propias de sociedades humanas, cuyas reglas no se explica, como en el caso de los bárbaros pozos -aliados, sin embargo, de Belalcázar-, cuyos prisioneros se someten, como una norma admitida, a la masacre que sobre ellos se hace, atontándolos con un golpe en la nuca -para lo cual bajan la cabeza no con resignación, sino como algo fatal- para descuartizarlos luego y convertirlos en manjar de la fiesta83. Copiemos del trabajo de Maticorena un juicio muy concreto sobre su actitud, que este autor considera lascasiana indudablemente, por contacto con la doctrina del dominico84: En sus crónicas muchas veces se muestra severo enjuiciando los abusos derivados del contacto entre indios Y españoles. Mas insiste también en la necesidad de enmendarlos para bien de las repúblicas cristianas de Indias. Los párrafos citados coinciden en lo que tienen de afirmativo con la actitud apostólica de Las Casas. Pero distan mucho de la exageración desmesurada del famoso testamento del perulero Mancio Sierra de Legízamo. En ellos encontramos un testimonio más que de la prédica lascasiana trascendía e influía en el ánimo de soldados y encomenderos. La restitución en este caso será imperfecta, mientras no se concrete, pero es un ejemplo más del estado de conciencia creado por el indigenismo cristiano del siglo XVI, formulado especialmente por Las Casas, y propagado por la escuela dominicana. Recordemos, entre otras cosas, la vinculación de Cieza con el dominico y quechuista sevillano fray Domingo de Santo Tomás, cuya obra tiene tanta importancia en la Nueva Castilla. Lo arqueológico y lo monumental.-Cieza procede de un mundo, el español, que vive el pleno Renacimiento, en que se valora lo antiguo, se sacan estatuas de las ruinas romanas y se copian los modelos clásicos. Las ruinas entonces no se destruían, sino que se limpiaban, para conseguir ejemplos de cómo se construía en el brillante tiempo greco romano. Por ello, Cieza presta atención a las construcciones antiguas, a los monumentos que va encontrando en su peregrinar desde el norte de Suramérica hacia el Perú y el Collao. Su descripción en muchos casos -sin levantamiento de planos, como Squier, en el siglo XIX- se asemeja a la de los viajeros novecentistas o a la de los arqueólogos modernos. Indica cómo son, su estado ruinoso, asombrándose a veces de que en tan poco tiempo desde que fueron abandonados los edificios estén ya caducos, olvidada la función que desempeñaban antes de que la oleada española los convirtiera en obsoletos. Si noticioso es en lo que va viendo del modo de construir de los indígenas neogranadinos y ecuatorianos -con detalle de la disposición de sus casas, techumbres, etc-, su imaginación se excita más cuando, por el encargo de Gasca, hace su viaje al Collao, pasando por Cuzco y siguiendo la ruta meridional, que le permite visitar Cacha (con las agudas observaciones que hace sobre los grandes edificios que allí hay, así como el bulto de la estatura de un hombre), Ayaviri, varios centros importantes y Tiahuanaco, cuyo sistema constructivo distingue, porque tenía la vista crítica de que habla Karsten, del de los incas. Y cuando sólo halla ruinas, se informa por los indígenas de cómo eran antes las edificaciones y para qué uso estaban destinadas. Los arqueólogos -como ya se ha dicho- hemos hallado en las noticias de Cieza informaciones que nos sitúan en el estado de las construcciones cuatrocientos años antes de que se inicien excavaciones y estudios en nuestro tiempo. Lo prehispánico en la obra de Cieza.-Es evidente que lo que completó la fama de Pedro Cieza de León, después del éxito editorial (que estudiamos a continuación) de la Primera Parte de la Crónica del Perú, fue la publicación de la Segunda o Señorío de los Incas, en que por primera vez se hace una historia orgánica del Tahuantinsuyu, en época increíblemente temprana para haber tenido la conciencia y mente despierta suficientes para trazar una historia que nunca fue escrita, y que sólo se conservaba en la memoria de los amautas, orejones y quipucamayocs. Esta evidencia hizo pensar que sólo se le ocurrió hacer dicha historia cuando realizó su expedición al Collao, y estuvo especialmente en Cuzco, consultando a los viejos y a Cayu Tupac Yupanqui. Creerlo así es una equivocación. Es una equivocación porque, como comprobará el lector de esta edición de la Primera Parte, ya en la mente de Cieza, desde que tomó contacto con la tierra peruana, bulle la idea de desentrañar de las leyendas y tradiciones que le cuentan lo que haya de verdad histórica y no mero mito. Le preocupa el origen de los Incas, y también de la raza americana en general, especialmente porque -como hemos dicho- tiene conciencia de la diversidad de pueblos, grados de cultura y, sobre todo, de lenguas. Desde este punto de vista es evidente que Cieza es también el primer prehispanista peruanista de la historiografía. El se da cuenta de que aquella sólida armazón imperial que los españoles -acompañados por la fortuna o por la providencia divina- han debelado, por ser humana tuvo que tener una historia después de su mítico origen, y que aquellas calzadas, edificios, templos y huacas respondían a una organización, a una estructura político social y económica. Por lo dicho, cuando se le facilita -con recomendaciones y cartas patentes para oficiales reales, notarios, corregidores y mandos coloniales- el viaje al Collao, ve llegada la ocasión única (y en verdad lo fue) para ponerse en contacto con gentes bien informadas, que le dieran noticia de lo que había sido el Tahuantinsuyu. A ello dedicaría su Segunda Parte o Señorío de los Incas, pero en su mente ya estaba decidida la organización del libro y por ello el plan está definido desde el comienzo, como en el planteamiento de un puzzle, en el que sólo había que ir encajando las piezas que completaran la imagen prevista. Edición de la Primera Parte y éxito editorial.-Como sabemos, y hemos repetido en su biografía, Cieza tenía tal confianza en el valor de la obra que había concebido, que se atreve a solicitar audiencia con el Príncipe Felipe, quizá apoyado por su nombramiento de cronista, dado por Gasca, que entonces gozaba de una sólida fama, por su éxito en la pacificación del Perú. La audiencia fue concedida, quizá sin mucha urgencia, ya que sólo se efectúa en 1552, en Toledo, pero el Príncipe Felipe -luego Felipe II- debió quedar impresionado, ya que el Consejo de Indias, en el mismo año da la autorización para que sea impreso el libro. Gozoso con la noticia, Cieza se pone en contacto con el impresor Martín de Montes de Oca (en la impresión aparece Montesdoca), que terminaba su trabajo en 15 de marzo de 1553, lanzando a la venta un libro pulcro, con el gran escudo de España, rodeado por el imperial Toisson d'Or, heredado por Carlos V de su padre flamenco, Felipe "el Hermoso", y bajo él el ampuloso título e identificación del autor: PARTE PRIMERA / De la chronica del Peru. Que tracta la demarca / ción de sus provincias: la descripción dellas. Las / fundaciones de las nuevas ciudades. Los ritos / costumbres de los indios. Y otras cosas extrañas / dignas de ser sabidas. Fecha por Pedro de Ciega / de Leon vezino de Seuilla. / 1553 / Con priuilegio real. El éxito fue inmediato y Maticorena85 informa que en 1554 Juan Espinosa, en Medina del Campo, vendió 130 ejemplares; Juan Sánchez de Andrada, en Toledo, 30, y en Córdoba, Diego Gutiérrez de los Ríos, 8. En Sevilla, Villalón, situado cerca de la Magdalena, encargó 15 ejemplares; Rodrigo de Valles, 8; el editor Montes de Oca, otros 8, y Juan Canalla (¿Cazalla?) tomó 100. Ejemplares de esta edición fueron mandados a Santo Domingo y Honduras. Debemos suponer que también al Perú. Cerca de 300 ejemplares -más los que desconocemos?, en aquella época de los "góticos", era uno de los mayores éxitos editoriales. Pero sigamos. Sólo en el siglo XVI tuvo diez ediciones más, todas en Europa, aunque no exclusivamente en castellano, sino también en italiano86. En 1554, tres en Amberes (de lo que aún pudo tener noticia Cieza); en 1555, una en Venecia y otra en Roma; en 1557, nuevamente en Venecia en 1560, dos en Venecia, y otra en la misma ciudad en el año 1560. En el siglo XVII, nada. Esta ausencia de ediciones en este siglo puede explicarse por la aparición en 1609 de la obra de Garcilaso, que explicaba a los ojos de los lectores lo que Cieza había anunciado y no publicado (por las razones que ya conocemos) y por el comienzo de ediciones de la obra de Herrera. En 1709 aparecía la primera traducción inglesa en Londres, pero como relato de viajes, aunque sólo con 94 capítulos de los 121 de la Crónica. En el siglo XIX sólo dos ediciones: la de la Biblioteca de Autores Españoles de Vedia, en 1853, reproducción de la de Sevilla, y la traducción inglesa de Clemens R. Markham, de 1864. La de Vedia ha sido el texto que luego se ha reproducido en las ediciones de este siglo, iniciadas por Calpe en 1922, en el volumen XXIV de su colección de Los grandes viajes clásicos. Desde hace más de veinte años -pese al éxito de las ediciones de Espasa-Calpe en sus diversas colecciones- no hay edición importante de esta Primera Parte de la Crónica del Perú, y las que se han hecho, pese al progreso del conocimiento de la historia primitiva del Perú, no tienen un aparato crítico abundante, que esclarezca palabras indígenas, lugares y puntos de interés.
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Una vez que Napoleón se dio cuenta de que la derrota era inevitable, trató de negociar con Fernando VII los términos de la paz, sobre todo porque temía por la suerte de las tropas que todavía tenía acantonadas en la Península. Pero el monarca español, con esa ambigüedad que le caracterizaba y de la que ya había dado cumplidas muestras, trató de evitar la firma de cualquier documento. Por su parte, tanto la Regencia como las Cortes habían aprobado un decreto el 1 de enero de 1811 mediante el cual se habían comprometido a no reconocer ninguna decisión del rey hasta tanto éste no se hallase libre y en suelo español. No obstante, después de realizar algunas consultas, Fernando se decidió a firmar un tratado ante la posibilidad de darlo por nulo cuando estuviese en España. El tratado de Valençay se firmó, por tanto, el 11 de diciembre de 1813. Estipulaba la paz entre las dos naciones, y Napoleón reconocía a su prisionero como rey de España y disponía la evacuación de las tropas que quedaban al sur de los Pirineos. Establecía además que el ejército inglés debería abandonar también el territorio español. Con todo, Fernando podía regresar a España como rey.