La "espada de la jineta" o "espada jineta" a secas es un arma característica del período granadino nazarí. No se conocen precedentes norteafricanos u orientales claros, por lo que su origen es incierto, aunque se citan precedentes orientales para la decoración del puño. Se caracteriza por una hoja recta de doble filo, bastante estrecha y ligera y una compleja empuñadura tripartita. Con todo, parece que muchas de las hojas conservadas no son las originales, sino posteriores, añadidas incluso en Toledo con la marca del perrillo, atribuida a Julián del Rey, espadero granadino convertido al cristianismo. Lo más característico de estas espadas, sin embargo, y que les dota de individualidad, son sus empuñaduras, en general de magnífica decoración; lo que ha llevado a considerar la mayoría de los ejemplares como armas de corte o parada, cosa que consideramos discutible. En todo caso, estas empuñaduras constan de una guarda con un arriaz muy curvo que abraza el arranque de la hoja, y cuyos lados se decoran con calados o cabezas de animales -elefantes, animales fantásticos con fauces abiertas y otros-. El puño propiamente dicho consta de tres partes y se remata en un pomo discoidal (de tradición cristiana) o esférico, a su vez rematado con un botón alargado. La vaina es de madera recubierta de cuero con una guarnición compuesta de embocadura, dos abrazaderas para una tradicional suspensión mediante tahalí colgado del hombro (según muestran las pinturas de la Alhambra), y contera. La embocadura de la vaina y el arriaz hacen juego, de modo que la espada envainada aumenta el efecto decorativo disimulando la unión. En la decoración de empuñadura y vaina abundan el bronce dorado, la plata, la filigrana de oro, las incrustaciones de marfil, así como esmaltes en cloisonné. A menudo aparecen breves inscripciones grabadas en caracteres cúficos con ternas como "Sólo Dios es vencedor". La jineta existía ya hacia mediados del s. XIV pues, aunque no se conocen ejemplares auténticos de esa fecha, este tipo de espada, muy característico por su empuñadura, aparece representado en las pinturas de la Alhambra, en concreto en las del Partal y en la sala de las Reyes. En las primeras parecen colgar del arzón de la silla, aunque ello no es seguro; en las segundas, aparecen en un contexto cortesano más que bélico. No sabemos el origen de la denominación, pues aunque Ferrandis consideró a principios de los años cuarenta que derivaría de nuevas técnicas de esgrima derivadas de la monta "a la jineta" (caracterizada por un estribo corto que obligaba a flexionar la pierna, frente al estribo largo y pierna estirada característicos de la caballería pesada de choque), trabajos posteriores han puesto en duda, con fundamento, esta hipótesis: la monta a "la jineta" se conocía mucho antes del s. XIV. En todo caso, la documentación escrita bajomedieval muestra claramente que ya entonces se empleaba el término "espadas moriscas" o "espadas a la gineta" para designarlas. No mucho después de la caída de Granada, época de Carlos V, parece, sin embargo, que la voz 'jineta' ya no se usaba para denominar espadas, sino un tipo de corta alabarda de hierro sobredorado y decorada con un borlón, empleada por los capitanes de infantería como insignia de mando. Así se recoge en la Historia de Carlos V de Fray Prudencio de Sandoval y aparece ya como acepción en el Tesoro de la Lengua Castellana de Covarrubias, de 1611. De ahí pasaría finalmente a designar una charretera de rango para sargentos. No conocemos, pues, ni el origen del término para el tipo de espada, ni si tiene alguna relación con el arma inmediatamente posterior de igual nombre.
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La jineta fue una de las armas utilizadas por los soldados españoles durante la Edad Moderna. Consistía en una lanza corta, con el hierro dorado y una borla por guarnición. Era la insignia de los capitanes de infantería.
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España vivió en el último tercio del siglo XIX una agitada situación político-social, en la que las algaradas callejeras, las cargas de la fuerza pública y los atentados fueron el pan nuestro de cada día. Los museos no escaparon a esa conflictividad. Un ejemplo singular es de el la jineta de san Marcelo. Las espadas jinetas -o ginetas, como también aparecen en la documentación antigua- son la herencia más directa, clara y rica de la panoplia hispanoárabe. El origen de su nombre hay que buscarlo, según la Crónica de Alfonso X, en la tribu berberisca de los benimerín, conocidos también como zenetes, que entraron en la Península Ibérica en el siglo XIII para combatir al servicio de Mohamed I de Granada. Con ellos habrían traído este tipo de arma, de menor peso y longitud y parecida anchura que la espada cristiana de la época. Los brazos del arriaz se inclinan hacia la hoja hasta colocarse paralelos a su filo. El puño es estrecho y el pomo, esférico, a veces achatado. La guarnición y la vaina se encuentran profusamente decoradas. Debido a su calidad y rareza -no llegan a la decena en total- son universalmente estimadas y admiradas. El Museo de Cassel, el Metropolitan de Nueva York y la Sala de Medallas de la Biblioteca Nacional de París, son algunas de las instituciones que conservan ejemplares de jinetas. En España, son tres los museos que tienen la fortuna de albergarlas entre sus fondos: el del Ejército -el único que posee dos ejemplares-, el de San Telmo de San Sebastián y el Arqueológico Nacional. La jineta del Museo Arqueológico Nacional, además de pertenecer a esta escogida selección de espadas hispanoárabes, tiene una historia apasionante. Su origen es una incógnita. Algunos investigadores suponen que pudo llegar a León como una ofrenda del Rey Católico a san Marcelo con ocasión del trasladado de su cuerpo desde África a la Península, el 29 de marzo de 1493. Desde comienzos del siglo XVIII, la lució la imagen del santo, tallada por Gregorio Fernández y emplazada en su iglesia de León. Son muchos los santos que portan una espada, bien por haber sido guerreros antes que santos o porque la iconografía los representa con ese atributo debido a que fueron martirizados con él. En este caso, la condición de centurión romano y su indumentaria militar (media armadura, típica de la época), explicaría la presencia de la espada en su atuendo. José Amador de los Ríos, en uno de los viajes que realizó a la capital leonesa en busca de piezas para el nuevo Museo Arqueológico Nacional, localizó la pieza y realizó las gestiones necesarias para conseguir que el cabildo de San Marcelo la donara al Museo. Tuvo éxito en sus propósitos y la consiguió en 1868. Tras haber combatido cinco siglos antes en manos de algún alto personaje árabe y de haber colgado de la cintura de un santo cristiano, le llegaba la hora de ser admirada, valorada y estimada en su nueva ubicación. Pero le esperaban nuevas andanzas. Dentro del convulso panorama político español del final del reinado de Amadeo de Saboya, estuvo en el centro de un curioso suceso. Corrían unos momentos en los que, como dice uno de los protagonistas de nuestra historia, era frecuente oír por las calles de Madrid el grito de "¡Ya está armada!" El 11 de diciembre de 1872 se registró uno de esos motines populares, en los que uno de los objetivos de los revoltosos fue el Museo Arqueológico Nacional, que se hallaba instalado en el Casino de la Reina, en la Glorieta de Embajadores. Pérez Galdós relata esos acontecimientos en sus Episodios Nacionales (Amadeo de Saboya): "Entrado ya diciembre, el buen pueblo republicano de Madrid, agregó al interés de los teatros un motincillo callejero, nuevo síntoma de la grave dolencia hispana. Hallándose una noche deliberando la Junta Suprema del Concejo de la Federación Española cuando sonaron tiros en la Puerta del Sol ¿Qué ocurría? Que los comités de los distritos habían acordado por sí y ante sí, lanzarse a la calle. Corrióse la trifulca a la plaza de Antón Martín, tradicional baluarte republicano y allí fue sofocada por las tropas que llevó el General Pavía. Entre los revolucionarios figuraban el famoso Espiga, el Comandante Decref (...). Hubo bastantes heridos y un solo muerto: el lacayo del coche de Ruiz Zorrilla, víctima inocente del celo de un diputado, Señor Boceta, que se empeñó en reconocer el "campo de batalla" en el propio carruaje oficial del Presidente del Gobierno". No se trataba de una acción política contra el Museo, sino de equiparse con las armas antiguas que allí se exhibían. La entrada en el Museo la relató su propio director, Antonio García: "Entraron en el denominado Salón Árabe, sin que se les pudiera oponer resistencia. Los cinco individuos del cuerpo de orden público que guardaban el establecimiento no tenían otras armas que tres revólveres por lo que, notando la insistencia con que los amotinados les buscaban, creyeron prudente ocultarse. El conserje de Museo trató de calmar la violencia de los amotinados, ebrios en su mayor parte, haciéndoles algunas concesiones, como un revólver de su propiedad y una carabina del jardinero. No pudo impedir que otros se apropiaran de unas armas antiguas de poco valor, salvo una espada granadina que es la única pérdida importante a lamentar". El toque de corneta que precedía a la llegada de los soldados provocó la huida de los alborotadores que, tras saltar las tapias del jardín, se dispersaron por las oscuras calles adyacentes. Uno de ellos se llevaba la jineta. Éste podía haber sido el final de la historia de una pieza, como tantas obras de arte cuyo rastro se pierde en los avatares de las instituciones a las que pertenecen. Pero la suerte quiso que dos miembros del 10° Batallón de Voluntarios de la Libertad -civiles militarizados- se encontraran cerca de allí: el teniente Pedro Martín y su sobrino Fermín García, que durante su ronda escucharon gritos y proclamas como: ¡Viva la República Federalista! Los voluntarios localizaron a dos alborotadores, que se acercaban a ellos por la calle Lavapiés; se apostaron en la esquina, entre la plaza del Progreso -hoy, Tirso de Molina- y la citada de Lavapiés y cuando llegaron a su altura les dieron el alto. El sobrino del teniente efectuó un disparo al aire. Los dos individuos huyeron calle abajo, soltando lo que llevaban en las manos. Los milicianos lo recogieron, identificando una espada antigua y una bayoneta. Se trataba de "la espada granadina" sustraída del Museo Arqueológico. La noticia del asalto y robo al Museo aparecieron en la prensa madrileña de la época y el teniente de la milicia acudió al Museo para asegurarse de que era la misma pieza que él había recuperado. Para ello y a falta de otra cosa, dibujó sobre la arena del jardín la silueta característica de la jineta, que el personal del Museo reconoció de inmediato. El director del Museo Arqueológico Nacional propuso al teniente para que le fuera concedida la Cruz de Caballero de la Real y Distinguida Orden de Isabel la Católica, condecoración que obtuvo junto con una carta de agradecimiento por los servicios prestados. A partir de ese incidente y a través de la petición que el director realizó, las tropas regulares se encargarían en adelante de velar y proteger el recinto del Casino de la Reina. Y, en cuanto a la espada, volvió a su emplazamiento en la Sala Árabe. Hoy se la puede contemplar, junto con otras piezas de origen hispanoárabe, en las salas dedicadas a la Edad Media, en el actual emplazamiento del Museo Arqueológico Nacional, en el Palacio de Museos y Bibliotecas de Madrid.
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El orientalismo se puso de moda en Francia gracias a Delacroix y a los creadores románticos, interesados por los asuntos exóticos. Fortuny se apartará de esta visión para mostrar la luz y el ambiente norteafricano, más como cronista, interesándose por la vida cotidiana. En los viajes que el pintor catalán realizó al norte de África captó un buen número de instantáneas protagonizadas por la potente luz del lugar, mostrando todos los detalles posibles gracias a su exquisito dibujo, como podemos admirar en esta composición protagonizada por un jinete subido en su jamelgo acompañado de dos hombres, desarrollándose la escena posiblemente en el zoco de Tánger. La pincelada de Fortuny es rápida y precisa, mostrando los detalles necesarios a pesar de lo pequeño del formato, creando un estilo que tendrá un absoluto éxito de ventas en Francia al ponerse de moda el cuadro llamado "tableautin" gracias a Meissonier.
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Como en su otro dibujo Cuatro jinetes pasan bajo un puente, Poussin vuelve a plasmar aquí una escena de caza, con un jinete en persecución de una pieza, exactamente en la misma actitud que el jinete del lado derecho del dibujo anteriormente mencionado. Por otra parte, tras el jinete se distingue un puente, al igual que en el dibujo conservado en Rusia, con la salvedad de que éste se sustenta sobre pilares y el del Ermitage es un amplio arco. Es, por tanto, evidente que no puede referirse el dibujo, a pesar de una atribución tradicional, a Mecio Curcio, héroe sabino que se precipitó en una laguna para escapar de los romanos. También es de notar la relación de esta figura con el pastor a caballo del Paisaje con Píramo y Tisbe, situado en segundo plano de la escena. Sin embargo, el pastor se encuentra huyendo y el jinete de este dibujo claramente acaba de cruzar un curso de agua.
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El mundo del circo servirá como punto de referencia para buena parte de los pintores de vanguardia. Signac, Picasso, Degas o el propio Toulouse-Lautrec se inspiran en este espectáculo para realizar numerosas escenas. Henri elaboró en los últimos años del siglo XIX una serie de dibujos de la que forman parte la Payaso en el circo y este jinete que contemplamos. Lautrec renuncia a cualquier referencia al público para interesarse en la función, concretamente las habilidades del jockey y el movimiento del caballo alrededor de la pista. La seguridad de la línea presente en todos los trabajos del maestro se pone claramente de manifiesto en esta composición, obteniendo el volumen, la perspectiva y el dinamismo a través de un dibujo firme y seguro que se aleja del estilo tradicional representado por Ingres.
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Internado en el sanatorio de la avenue de Madrid en Neuilly debido al consumo abusivo de alcohol, Toulouse-Lautrec realizará de memoria numerosas escenas del mundo del circo como Jinete de circo, Payaso, En el circo: caballo, mono y domador o esta composición que contemplamos elaboradas con lápices de colores. Henri desea evadirse del mundo que le rodea y busca su inspiración en uno de los espectáculos más admirados por él y que más repercusión tendrá entre los artistas de la época. La seguridad en el dibujo que exhibe Lautrec es un elemento común a toda su producción, pero parece reforzarse en esta serie obteniendo una calidad difícilmente superable.