En 1815 Constable pintó dos vistas de las posesiones de su padre, Golding Constable, que pronto heredaría el pintor. La visión de este Jardín y la del Huerto de Golding Constable nos hablan de una intención diferente a la que encontrábamos en los cuadros previos, como la Iglesia de East Bergholt o la Vista de Dedham. Aquí la mirada del artista recorre con primor topográfico los elementos del paisaje, con la recreación del propietario que siente amor por sus propiedades. En el caso de este cuadro, el artista está pintando directamente desde la casa de su padre, desde una de las ventanas del piso superior: podemos apreciar la sombra del edificio en la parte inferior del lienzo. El jardincito del primer plano, las granjas, las alquerías del fondo, son un repaso a las posesiones de la familia.
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Originalmente la tabla sólo mostraba el jardín de la casa de Fortuny en Granada pero a la muerte del artista en 1874 su cuñado, Raimundo de Madrazo, añadió las figuras del perro y Cecilia, personalizando de alguna manera la escena y firmando el trabajo. Las colaboraciones entre ambos cuñados se dieron en más de una ocasión - el Museo del Prado guarda dos pequeños cuadros que certifican este asunto - aunque desconocemos si esta obra fue fruto de colaboración o Madrazo añadió las figuras por gusto. Independientemente de este tema, la escena goza de todas las características típicas de Fortuny, interesándose por la luz, enlazando con el Impresionismo incluso al aplicar la sombra de colores. A pesar de primar la iluminación en la composición, no se olvida el artista de presentar todos los elementos del jardín con una minuciosidad casi caligráfica como se observa en las piedras, la textura de las plantas, los árboles o los tiestos, conjugando dos estilos aparentemente opuestos para crear una fórmula particular de trabajar. El color es captado en su máximo esplendor, resaltando sus brillos y su viveza gracias a la luz mediterránea que más tarde popularizará Sorolla. La verticalidad de la escena viene determinada por los árboles, que tienden a crear un efecto ascendente, contrastando su colorido con la tapia y el cielo. El resultado es una pequeña obra maestra.
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En otoño de 1871 Monet alquila una pequeña casa en Argenteuil con un amplio y frondoso jardín. En este lugar pasará unos seis años, siendo un periodo muy fecundo donde empieza a desarrollar con fuerza su estilo impresionista. Esta bella escena presenta el jardín lleno de flores, con la casita al fondo; dos figuritas completan el conjunto, pudiendo ser una referencia al propio pintor y a su esposa, Camille. Pero los protagonistas no son ellos sino las flores, entre las que abundan las de color rojo pero también amarillo, blanco o rosa, en una prodigiosa sinfonía. Las nubes toman un aspecto plomizo, coloreándose de tonalidades malvas ya que el interés del pintor se centra en ofrecer la sensación lumínica de una tarde primaveral en la que el cielo amenaza lluvia. Las formas pierden importancia, anticipando en varias décadas el arte abstracto.
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Una gran avenida de tierra introduce al espectador hacia los últimos planos de profundidad, donde se sitúa la vivienda. La presencia de ese camino condiciona el aspecto general del cuadro, que tiende enormemente a la geometrización, ya que las líneas de flores se convierten en direcciones paralelas. Frente a esa zona terrenal, los árboles son tratados de manera distinta, como masas informes de color y luz, en la mejor tradición del Impresionismo. Sin embargo, este cuadro presenta un aspecto general contradictorio, ya que la selección de los colores remite de manera directa a otros códigos de la pintura de paisaje, sobre todo al simbolismo o al modernismo. En efecto, ante esta obra podemos recordar de inmediato el arte de pintores españoles como Santiago Rusiñol, Darío de Regoyos, Joaquín Mir o Muñoz Degrain. Todos ellos optan por colores en la gama de los malvas, naranjas, violetas, lo que produce una sensación de paisaje sentido o soñado más que experimentado objetivamente.
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En diciembre de 1630 Rubens vuelve a contraer matrimonio -había enviudado en 1626- con Hélène Fourment, joven de 16 años, hija de un próspero comerciante de sedas amigo del pintor. Su matrimonio será un tónico para el ya maduro pintor y la felicidad conyugal que vivirá la pareja se pone de manifiesto en el Jardín del Amor. En este lienzo, Rubens parece presentar a su bella esposa al conjunto de damas y caballeros que participan en una fiesta junto a un palacete barroco, que supuestamente se trata de la casa de campo que tenía el maestro a las afueras de Amberes. Pero esa escena amorosa, totalmente real, con figuras ricamente vestidas y en posturas muy forzadas, se anima con la presencia de varios amorcillos, mezclando así lo real con lo fantástico, en un claro precedente de las escenas galantes tan famosas en el siglo XVIII. Resulta una obra de gran encanto por la riqueza y belleza del colorido, la gracia de los amorcillos, las calidades de las telas de los vestidos y la expresividad de los personajes.