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El arte en Japón sigue las pautas que le llegan del continente. Normalmente se estudia siguiendo las divisiones periódicas que corresponden a los diferentes gobiernos, aunque una vez dentro de cada período observamos subdivisiones que corresponden a diversas escuelas o ramas de las bellas artes. También es muy frecuente que estas subdivisiones se rijan por cambios estilísticos del arte chino, al cual siguen rigurosamente. Aún así, el arte japonés disfruta de una personalidad única entre el arte extremo-oriental. Esta personal forma de entender el arte facilitó la influencia de sus creadores en Occidente, especialmente a partir del siglo XIX, cuando se acentúa el intercambio cultural y comercial con Europa y Estados Unidos. La división tradicional de los períodos japoneses es la siguiente: Kofun, Nara, Heian, Kamakura, Muromachi, Momoyama y Edo. A partir del sometimiento económico de Japón a Estados Unidos asistimos a la llamada occidentalización nipona, en un imperio títere de los occidentales, llamada época Meiji. La pintura japonesa a lo largo de toda su historia sigue, como se ha repetido, a la pintura china. Los materiales se repiten: arte del pincel, y en los últimos siglos, grabado sobre madera o xilografía. Los temas, asimismo, son iguales a los chinos pero tratados de manera personal, según las circunstancias nacionales en política, religión, sociedad, etc. Predominan, como es natural, los temas de paisaje, narraciones épicas, poesía, retrato tardío y en el período Edo, temas populares, casi plebeyos, de una maestría inigualable. De su relación con China proviene el gusto por el género continental de las flores y pájaros, muestra del cual es el Pájaro posado en un sauce, de Kano, en un rollo vertical de papel.
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Imperio insular asiático, situado en el Lejano Oriente, en la zona del Pacífico nordoccidental. El océano Pacífico baña las costas orientales de todo el archipiélago, mientras que las occidentales lo son por el mar del Japón y el de la China oriental. La historia del Japón había atravesado en la segunda mitad del siglo XVI una fase de profundas transformaciones que culminaron en 1600-1603 con la ascensión a shogun del daimio Tokugawa Ieyasu. Estas transformaciones rompían con la dinámica tradicional de fragmentación del poder en Japón y su consiguiente anarquía; los grandes daimios unificadores Nobunaga, Hideyoshi y Tokugawa Ieyasu lograron poner fin a una tendencia disgregadora que parecía inevitable. El período Tokugawa alcanzó gracias a ellos su madurez hacia 1650, y la culminación de un proceso de búsqueda del orden en el interior y defensa frente al exterior. Japón alcanza una gran estabilidad, la Taihee o Gran Paz, que permitió reconstruir un país asolado por una guerra civil y coadyuvó al progreso económico y al esplendor artístico. Si bien es innegable el carácter conservador y el dirigismo del que en casi todas las facetas hizo gala el régimen Tokugawa, su aislamiento se debió a una posición excéntrica del Imperio con respecto a las líneas comerciales extremo asiáticas que desde 1600 interesaban a los pueblos occidentales. A pesar de ello la época Tokugawa fue uno de los períodos más creativos de la historia japonesa. En efecto, Japón creó por primera vez una fuerte estructura burocrática y legal, una administración eficiente, pautas de control de los elementos disgregadores, un desarrollo económico tan poderoso que sin duda se puede calificar de protoindustrialización y un nivel cultural igual e incluso superior al de la Europa occidental. El predominio de las costumbres feudales se había plasmado en el protagonismo político y económico de la aristocracia militar provinciana: los samurais, quienes tendían a organizarse en grupos vinculados entre sí por pactos personales de armas, por los que el señor exigía lealtad del vasallo y le recompensaba con la entrega de un feudo. Los dominios de estos magnates locales, no obstante, no seguían el modelo de feudalismo europeo, sino que cada uno recaudaba impuestos de los cultivadores y los utilizaba para el pago a sus partidarios. Pero los samurais experimentaron un cambio radical en sus formas de vida y pensamiento, se transformaron en una elite burocrática, bajo cuyo mandato la administración del país fue mejorada, organizada y racionalizada. Se definió una filosofía de gobierno y se creó todo un corpus legislativo, ordenador del Estado y de la sociedad conforme a la premisa de un orden natural que, por primera vez en la historia japonesa, señalaba una decidida tendencia a la universalidad en cuanto a sus principios y aplicabilidad. Todo el proceso estuvo enmarcado por la autoridad del emperador, fuente de poder y figura que aseguraba la armonía del Estado y del shogun o jefe de los gobernadores civiles y militares. Es decir, hubo una pugna constante entre las tendencias centralistas y las manifestaciones autonómicas locales, que desembocó, a principios del siglo XVII, en el encumbramiento ya señalado de la familia Tokugawa. A partir de ese momento hace su aparición un nuevo tipo de autoridad local: el daimio, que ejerce su poder desde su castillo sobre los distintos feudos, monopolizando las funciones administrativas y políticas del territorio. La concentración de la autoridad en manos del daimio había elevado el nivel de participación del samurai, atraído desde entonces hacia el centro fortificado. El estado general del país evolucionará, a lo largo de esta centuria, hacia una progresiva depauperización, como consecuencia de las contradicciones inherentes a la política de los shogunes y de la fosilización que refleja el conjunto del tejido social. No obstante esto, se produjeron a lo largo del siglo serios intentos encaminados a conseguir la revitalización del país en todos los órdenes. Estos afanes reformistas se observan nítidamente en las políticas de determinados shogunes.
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En el verano de 1945, Japón estaba en ruinas. Más de dos millones de soldados y unos 700.000 civiles habían muerto durante la guerra. Los escombros cubrían un 40% de un país en que la mayor parte de las casas de madera había sido destruida por las bombas incendiarias y la población de las ciudades se había reducido a la mitad, para evitar la acción de la aviación adversaria. Seis millones de soldados habían sido desmovilizados y, al mismo tiempo, los colonos japoneses en Corea y Manchuria trataban de volver al archipiélago huyendo de la derrota. Pero había más: era necesario, según el emperador, artífice del armisticio, "soportar lo insoportable", es decir, enfrentarse al hecho de que un Imperio que había llevado una vida totalmente autónoma debía ahora ser ocupado por un invasor perteneciente a otra cultura. Los siete años de ocupación norteamericana constituyeron una experiencia única: nunca un país desarrollado se había atribuido la misión de reeducar a otro país avanzado. Pero el intento tuvo éxito. Quizá, porque los japoneses culparon a los militares de lo que había sucedido y consiguieron con ello evitar el sentimiento de culpabilidad colectiva que caracterizó a los alemanes. Por su parte, los norteamericanos habían elaborado planes previos para la ocupación, por lo que no se vieron obligados a improvisar. Su régimen de ocupación fue severo pero constructivo y se caracterizó por contar con efectivos militares muy reducidos, apenas unas 150.000 personas. Transcurrido este período, Japón se había transformado de forma decisiva. La dureza consistió, por ejemplo, en obligar a siete millones de personas a regresar a su patria: tan sólo quedaron unos cientos de miles de prisioneros en los campos soviéticos de Siberia, de los que pereció un tercio. En un primer momento, se había pensado que las purgas debían ser amplias y profundas afectando, por ejemplo, a la totalidad de los oficiales y de los administradores del Imperio colonial. En la práctica, sin embargo, el 90% de los depurados de un segundo nivel no sufrió pena alguna. Veinticinco políticos fueron llevados ante un tribunal en Tokio y, de ellos, siete fueron ahorcados en noviembre de 1948. La depuración alcanzó a un número importante de antiguos políticos pero, ya a fines de los cincuenta, tres de ellos ejercieron la Presidencia del Gobierno y el funcionariado apenas se vio afectado: menos de 400 miembros de los Ministerios de Justicia e Interior padecieron sanciones. Un número importante de militares fue ejecutado como consecuencia de las atrocidades cometidas durante la guerra en el inmenso espacio colonial. De 5.700 detenidos por este motivo, unos 920 sufrieron pena de muerte, principalmente por actos cometidos en Filipinas. En total, unas 220.000 personas fueron sometidas a estos procesos depurativos; pero en 1952 sólo unas 9.000 quedaban en la cárcel. En teoría, Japón debía pagar reparaciones de guerra, pero no estaba en condiciones de hacerlo: de hecho, sólo los prisioneros de los soviéticos en el Norte de China cumplieron, con sus trabajos forzados, tal función. Todas las empresas militares fueron clausuradas. Los dirigentes de unas doscientas cincuenta grandes empresas también fueron depurados; se trató de algo más de un millar y medio de personas. En 1947, una ley obligó a dividir las empresas a las que se atribuía una concentración excesiva de poder económico desmantelando, por tanto, los "zaibatusu", que hasta entonces habían constituido un rasgo esencial de la economía japonesa. Ahora, cada empresa recuperó su autonomía y en adelante ningún conglomerado de grandes sociedades pudo estar controlado por un grupo de personas con vínculos de sangre. El emperador, por su parte, se libró de cualquier proceso de depuración. Para los norteamericanos, fue toda una sorpresa que colaborara en el armisticio. A lo largo de los meses siguientes, multiplicó sus declaraciones de aceptación de la derrota, aceptó la incautación de las nueve décimas partes de su inmensa fortuna y asumió plenamente una Constitución que le dejó sin poderes. Esta disposición fue, como es lógico, la pieza esencial para llevar a cabo la democratización del país. Ante la renuencia nipona a aceptar algo más que una simple enmienda del texto de 1889, fue la propia Administración militar norteamericana la que presentó un texto que los japoneses tuvieron que aprobar. La nueva Constitución entró en funcionamiento en mayo de 1947. El emperador perdió su carácter divino y se convirtió en "símbolo del Estado y de la nación", ni siquiera era un jefe del Estado propiamente dicho. El poder legislativo quedó configurado en dos Cámaras; la baja estaba dotada de más poderes que la alta. El poder judicial, al igual que en Estados Unidos, disponía, como última instancia, de un Tribunal Supremo. Un elemento de primera importancia del texto constitucional fue la igualación de los derechos de la mujer y del hombre. En 1946, unas cuarenta mujeres ocupaban escaño en el Parlamento, pero todavía durante mucho tiempo el matrimonio de las hijas convenido por los padres siguió siendo un uso social, sobre todo en el campo. El sintoísmo dejó de ser una religión de Estado. La administración local también fue reformada, aunque no dispuso de medios financieros para llevar a cabo la descentralización prevista. En cuanto a la educación, se la dotó de nuevos contenidos relacionados con los principios democráticos, mientras que se multiplicaba de forma extraordinaria el número de Universidades. Las reformas no se limitaron a todos estos aspectos, sino que afectaron también a las relaciones sociales. Hasta ese momento, en el campo unas dos mil personas eran propietarias del 20% de la tierra cultivable. En total, algo más de un tercio de la misma fue redistribuido a pequeños propietarios a un precio simbólico, lo que contribuyó a detener el desarrollo del movimiento socialista en el campo. La ley sindical de diciembre de 1945, inspirada en la legislación norteamericana, permitió el fomento de la asociación de este tipo, que, en torno a 1949, llegó a agrupar al 50% de la población asalariada. Los primeros años de la posguerra fueron de una tensión social extraordinaria, con el estallido de numerosísimos conflictos. La Guerra de Corea produjo una depuración de los más activos elementos del mundo sindical, pero fue sobre todo la guerra fría quien redujo a un tercio el peso de la afiliación sindical extremista. En adelante, los sindicatos permanecieron principalmente vinculados a las dos tendencias dominantes del socialismo, la radical y la moderada. Todo este conjunto de reformas tuvo éxito a pesar de que, entre los años 1945 y 1955, fue frecuente la confrontación política y social. En realidad, en adelante ya nunca Japón pasó por un peligro autoritario y, en parte, ello se debió a la forma que adoptó la ocupación norteamericana. Pero la mayoría de los cambios hubiera sido irrealizable sin la existencia de unas sólidas tradiciones comunitarias previas. La generalización de la educación, la eficacia de la Administración, los hábitos de trabajo y de cooperación jugaron siempre un papel fundamental en el proceso. Los norteamericanos nunca conseguirían nada remotamente parecido en otras latitudes, lo que se explica precisamente por la ausencia en ellas de estas tradiciones que sí se daban en Japón. Sobre esta base de partida, en un plazo razonable de tiempo se produjo un comienzo de recuperación económica, en la que también jugaron un papel importante los norteamericanos. La producción industrial no suponía en 1946 más que una sexta parte de la de 1941, mientras que la producción agrícola había disminuido en dos quintas partes. Los problemas de Japón se habían visto incrementados por los movimientos inmigratorios, de modo que alcanzó los ochenta millones de habitantes. Para una parte de la opinión pública, los 600.000 coreanos inmigrados actuaban como verdaderos vencedores en la guerra, dedicándose al mercado negro, fenómeno generalizado en todo el mundo durante la posguerra. En 1950, la renta per cápita se mantenía en tan sólo 132 dólares. La recuperación industrial se basó en una mejora de la producción industrial, que en un principio se fundamentó en la industria ligera y la textil para después pasar a industrias nuevas. El desarrollo industrial se vio favorecido por la existencia de una mano de obra numerosa y bien formada. En la agricultura, la modernización de los procedimientos permitió desde 1955 una radical mejora de la producción. Ya en 1955, Japón había recuperado el nivel de la preguerra y el PNB empezó a crecer a una tasa del 10% anual. Al mismo tiempo, la ley eugénica de 1948 legalizó el aborto y preconizó la planificación de los nacimientos, con el resultado de que el crecimiento demográfico se redujo al 1% anual. No hubo nunca en Japón ninguna actitud cultural o religiosa que indujera a considerar inmoral el control de nacimientos. El crecimiento a finales de los cincuenta era tal que fue considerado como paralelo a la venturosa época del emperador Jimmu en el año 600 antes de Cristo y de ahí que se hablara del "Jimmu boom". En 1950, menos del 5% de los hogares disponía de lavadora y el televisor sólo fue introducido en 1953, pero en 1960, Japón ya era la primera sociedad de consumo de Asia. En 1962 más de tres cuartas partes de los hogares disponían de televisión y casi la totalidad, de lavadora. Los primeros modelos de coche utilitario elaborados por fábricas japonesas hicieron acto de presencia en el mercado a finales de los cincuenta. Al mismo tiempo, se producían profundos cambios sociales. A la familia tradicional la sustituyó, en especial en los medios urbanos, la conyugal, formada tan sólo por la pareja y los hijos. Al mismo tiempo, progresó de forma muy rápida la urbanización. En los años sesenta, Tokio alcanzó los once millones de habitantes y se convirtió en la mayor ciudad del mundo. Característicos de esta sociedad fueron desde la posguerra el repudio del nacionalismo de otros tiempos -salvo excepciones de las que se dará cuenta a continuación- y un pacifismo idealista que también contrastaba con el pasado. La presencia norteamericana siguió constituyendo un problema de política interior; por el contrario, existía una gran admiración por el mundo europeo occidental. Muy pocos de entre los japoneses parecieron darse cuenta de que eran los Estados Unidos quienes permitían a Japón limitar sus gastos de defensa a tan sólo el 1% del presupuesto, cuando Washington los situaba en el 9% y los países europeos, en el 5%. La clase política dirigente parecía, sin embargo, haber sido mucho más consciente de esta realidad pero la oposición utilizó ese pacifismo en favor de una política de neutralidad que dio lugar a virulentas protestas contra las bases norteamericanas. Por su parte, los soviéticos suscitarían durante largo tiempo una extraordinaria prevención, lo que explicaría la marginalidad del Partido Comunista. Quizá el aspecto más brillante de la rápida modernización social que tuvo lugar en esta época se refiere a los hábitos culturales. Los japoneses, apasionados por la lectura, convirtieron a los tres principales órganos de prensa en protagonistas de primera importancia en la vida social y política. Durante los años cincuenta, el cine japonés fue probablemente la fórmula creativa y cultural más brillante; de ello es un buen ejemplo la obra del director Akira Kurosawa. Pero ya para entonces, empezaron a ser patentes los inconvenientes en el plano material de un desarrollo muy acelerado: las reservas de agua descendieron hasta extremos alarmantes. Lo característico de la vida política del Japón de la posguerra fue una profunda estabilidad, pese a la apariencia de una frecuente agitación, al menos, en los años iniciales de la posguerra. Los antiguos partidos, muy enraizados en los medios provinciales y rurales, en los negocios y en la burocracia, conservaron su influencia mientras que los intelectuales y las masas obreras adoptaban una posición crítica contra la política oficial. A menudo, su protesta se caracterizó por un tono de violencia y obstrucción parlamentaria. El término "demo" -se llegó a afirmar entonces- parecía más relacionado con "demostración" -manifestación- que con democracia. Las primeras elecciones de la posguerra tuvieron lugar en abril de 1946. Los socialistas obtuvieron en esta ocasión casi un 18% y los comunistas casi un 4%. Aunque estas dos fuerzas hubieran logrado un gran éxito en comparación con sus resultados precedentes, lo característico fue la continuidad: 325 de los 466 elegidos estaban relacionados con la élite política de la preguerra. Pero, al mismo tiempo, en un 81% los nuevos parlamentarios eran hombres nuevos: al menos, se había producido un recambio generacional. De los ocho primeros años de la posguerra, Yoshida gobernó durante siete. Político expansionista de la época precedente, fue siempre partidario de hacerlo sin peligro de las relaciones con los países anglosajones. Tras un paréntesis de Gobierno con la colaboración de los socialistas en 1947, en 1949 se consolidó la situación a favor de las fuerzas políticas conservadoras o moderadas. Los partidos gobernantes parecían más bien clubs parlamentarios y siempre tuvieron el problema del faccionalismo interno. Por su parte, la oposición no acabó de perfilarse como alternativa. Los comunistas, estancados en torno al 4%, fueron acusados desde Moscú de haber mantenido una política demasiado blanda y los socialistas estuvieron demasiado divididos, aparte de hallarse muy lejanos en votos de sus adversarios. Durante esta etapa, se alcanzó un acuerdo para un tratado de paz con los Estados Unidos. En 1950, Dulles había preparado el texto, que fue suscrito en septiembre de 1951 y ratificado en abril de 1952. No lo firmaron ni la URSS, ni China, ni India, las tres mayores potencias del continente asiático. Todo ello limitó su valía y su vigencia pero, por lo menos, no supuso para los japoneses el pago de reparaciones. Por el acuerdo, Japón se mantenía tributario de la ayuda económica norteamericana, mientras que los Estados Unidos adquirían la posibilidad de disponer de un amplio número de bases en su territorio. Tras la partida de las tropas norteamericanas hacia Corea, Japón creó una policía nacional de reserva con 75.000 hombres. Pero sólo el pacto de seguridad con los Estados Unidos permitía a Japón sobrevivir con unas Fuerzas Armadas reducidas al mínimo en un entorno estratégico muy complejo. Hatoyama sucedió a Yoshida durante los años 1954-1956. En 1955, los dos grandes grupos políticos hasta entonces divididos, liberal-demócrata y socialista, se unificaron. El primero, aunque sometido siempre a problemas de faccionalismo, sólo sufrió verdaderas divisiones a partir de la segunda mitad de los setenta, mientras que las tensiones entre los socialistas fueron mucho más graves. En 1958, el Partido Liberal-Demócrata consiguió el 57% del voto. Cuatro años antes, en plena guerra fría, los sectores más conservadores de este partido, siempre en el poder, habían propuesto el restablecimiento de una parte de los poderes del Emperador y la creación de una fuerza de defensa dotada de mayores medios. El promotor de esta política fue principalmente Kishi, que gobernó entre 1957 y 1960 con un programa descrito como "el retorno hacia atrás". Su vertiente autoritaria resulta perceptible si tenemos en cuenta que supuso la reimplantación de la educación patriótica, la limitación de los derechos de huelga o el incremento de los poderes de la policía. Kishi, al mismo tiempo, trató de excitar el sentimiento nacionalista por el procedimiento de reclamar un cambio en el Tratado con los Estados Unidos. En 1958, ambos Gobiernos acordaron firmar un nuevo tratado, lo que hicieron en 1960. Mientras tanto, las relaciones entre los dos países se vieron envenenadas por multitud de incidentes relacionados con las bases o con el sentimiento pacifista japonés: especialmente graves fueron los derivados de la explosión de una bomba atómica norteamericana en Bikini, que produjo un muerto en un pesquero japonés. De acuerdo con lo pactado en el tratado de paz, el Gobierno japonés podía incluso recurrir a los norteamericanos para imponer el orden público. En 1960, estaba prevista una visita de Eisenhower que, sin embargo, no se llevó a cabo, al haber muerto una estudiante en las protestas de la asociación radical Zengakuren. El nuevo tratado, insatisfactorio para la izquierda, fue objeto de una discusión tumultuosa parlamentaria. En realidad, era un tratado relativamente positivo para el Japón, que veía en su texto citada por dos veces la renuncia a la guerra que figuraba en su Constitución. Ello le permitía mantener un nivel de gasto limitado en lo que respecta al presupuesto militar. Las elecciones de 1960 supusieron una normalización política: la izquierda no avanzó, mientras que Kishi careció del reconocimiento suficiente como para poder aplicar las líneas maestras de su programa derechista. Si las relaciones con los Estados Unidos constituyeron el centro de gravedad de la política exterior japonesa de la época, también deben citarse las relaciones con otros países, que confirman la sensación de normalización. Yoshida firmó la Paz con Taiwan y concluyó con Birmania el problema de las reparaciones; sus sucesores lo hicieron con Filipinas e Indonesia. Todos estos países recibieron pagos por reparaciones, pero tan sólo en una décima parte de lo que habían pretendido. Buena parte de tales pagos fue hecha en bienes de equipo, lo que permitió a los japoneses introducirse en unos mercados en los que pronto se hicieron hegemónicos. Durante mucho tiempo, la URSS se opuso a la normalización exterior de las relaciones con Japón, debido al contencioso abierto sobre las islas Kuriles, que había ocupado. La cuestión era grave para el Japón, puesto que establecía un paralelo con Okinawa, ocupada por los norteamericanos como base militar, pero que podía no ser devuelta. Tras iniciar los contactos en 1954, sólo dos años después se llegó a un acuerdo que suponía acabar el estado de guerra y establecer relaciones diplomáticas entre Moscú y Tokio, pero sin firma de un tratado de paz, porque los soviéticos no quisieron devolver la totalidad de esas islas. Pese a ello, fue posible el ingreso de Japón en la ONU, en el año 1958. Con respecto a China, Japón mantuvo la posición de que era preciso separar la política de la economía; no podía ignorar un mercado tan cercano y de tantos millones de seres. Las diferencias en lo primero no debían impedir las buenas relaciones en lo segundo. De hecho, cuando las relaciones entre China y la URSS se agriaron, resultó ya posible el establecimiento de misiones económicas en ambos países.
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La derrota de las potencias democráticas en Europa tuvo consecuencias no sólo en el Viejo Continente sino también en el otro extremo del mundo, aunque en este caso fueron mucho más tardías. El más claro antecedente en la situación política internacional que dio lugar al estallido de la guerra mundial cabe encontrarlo en la guerra de agresión que Japón llevaba a cabo en China desde el comienzo de los años treinta y, en especial, a partir de 1937. Tal situación se debía a una peculiar situación de la potencia agresora que, de acuerdo con su ideología y la mentalidad de la época, sólo podía encauzarse con una política exterior imperialista. Los dirigentes políticos de Japón poco tenían que ver con el fascismo pero sí con un orden tradicional que concedía un valor esencial al factor militar y, además, no tenían inconveniente en instrumentarlo al margen de cualquier tipo de reparo moral, como ya habían demostrado durante la guerra contra el Imperio ruso a principios de siglo. Por otro lado, las dificultades económicas objetivas de Japón eran evidentes: superpoblado, debía importar el 90% de su petróleo y el 85% de su hierro, sin que ni siquiera pudiera autoabastecerse de alimentos. Muy por debajo de las posibilidades industriales de sus rivales y, en especial, de los Estados Unidos, en caso de conflicto estaba obligado a obtener una victoria rápida. Como en el caso de Italia, la guerra de los dirigentes japoneses respondió a una estrategia propia que no fue concertada en absoluto con Alemania. A diferencia de ésta, no pretendía una indefinida expansión, sino que quería limitar su área de influencia tan sólo al Extremo Oriente. Fueron las derrotas de los aliados las que llevaron a Japón a elegir una nueva vía de expansión diferente de China. La Indochina francesa, la Indonesia holandesa y las posesiones británicas del Extremo Oriente satisfacían de un modo mucho más completo sus necesidades de materias primas pero, aun así, la decisión bélica tardó en tomarse. Para Japón, las potencias occidentales eran, en efecto, el enemigo por excelencia y no sólo por motivos estratégicos sino también por un cierto antioccidentalismo muy enraizado en sus núcleos dirigentes. De ahí que Japón ingresara en el pacto tripartito en septiembre de 1940, de modo que creó con ello una comunidad de intereses con Alemania e Italia. El siguiente paso fue suscribir un acuerdo de no-agresión con Moscú, en abril de 1941. Los dirigentes japoneses carecían de la obsesión antisoviética de Hitler y, en la práctica, llegaron incluso a hacer un inapreciable favor a Stalin, puesto que es muy probable que no hubiera podido soportar una guerra en dos frentes. A diferencia de alguno de sus colaboradores más destacados, Hitler fue incapaz de percibir esta realidad y se limitó a esperar de Japón que mantuviera ocupados a los norteamericanos ante la eventualidad de un conflicto con ellos. Pero, porque era consciente de que antes o después tendría que enfrentarse con los norteamericanos, prometió declararles la guerra en el caso de que Japón, que complementaba su ausencia de suficiente fuerza naval, también lo hiciera. Abrumados los británicos por la situación en Europa, no se podía esperar de ellos que sirvieran de barrera a la expansión japonesa e incluso durante algún tiempo decidieron cerrar la carretera de Birmania gracias a la cual se aprovisionaba la resistencia china. La presión japonesa consiguió que los franceses aceptaran la ocupación del Sur de Indochina en julio de 1941, mientras que los holandeses en Indonesia se mostraban mucho más remisos a las presiones japonesas. Fueron los Estados Unidos quienes cerraron de manera decidida el paso a Japón. La victoria de Roosevelt en las elecciones presidenciales de 1940 le permitió ir tomando medidas que contribuían cada vez más a alinear a su país en favor de los británicos. En el verano de 1941, procedió a ocupar Islandia, para proteger la navegación en el Atlántico, y empezó a enviar ayuda a la Unión Soviética, a pesar de que era una medida muy impopular en su país. En octubre, se dio luz verde a las instrucciones para la construcción de la que sería denominada "bomba atómica". Pero, entre la opinión pública, la resistencia a la participación armada en el conflicto seguía siendo muy grande y, cuando se votó en el Congreso el servicio militar obligatorio, fue aprobado solamente por un voto de diferencia a su favor. En estas condiciones, el presidente Roosevelt decidió no participar en la guerra a menos que el país fuera atacado, agotando todas las posibilidades de mantenerse al margen de la intervención directa, aunque consciente de que ésta sería muy difícil de evitar. Esta descripción de su postura parece mucho más apropiada que la de considerarle una especie de maquiavélico personaje que provocara y esperara el ataque japonés. Por el contrario, mantuvo conversaciones con Japón hasta el último momento e incluso puede decirse que su última propuesta a este país fue generosa: estaba dispuesto a seguir aprovisionándolo de petróleo a condición de que abandonara su último paso expansivo en Indochina. Pero, en el fondo, el acuerdo era imposible, porque los norteamericanos querían a los japoneses fuera del pacto tripartito y éstos deseaban las manos libres en China y se sentían como un pez fuera del agua, ahogándose por falta de combustible. Hay que tener en cuenta, además, que los norteamericanos conocían perfectamente la escritura cifrada japonesa, por lo que podían percibir la duplicidad de aquellos con los que negociaban, cuya pretensión consistía en comprar petróleo norteamericano para aprovisionarse contra los propios Estados Unidos. Al final, en agosto, lo único que hicieron éstos fue decretar un embargo de las exportaciones de este producto a Japón. La duplicidad sentida al otro lado del Pacífico se correspondía, en realidad, con una evidente pluralidad de posturas por parte japonesa. Había quien negociaba con el deseo de que las conversaciones fracasaran y quien deseaba evitar la guerra. Sólo en los momentos finales, la llegada del ministro de Guerra Tojo a presidente del ejecutivo japonés supuso un punto de no retorno. Lo paradójico fue que un admirador de los Estados Unidos, que estaba convencido del gravísimo peligro que la guerra representaba para Japón, el almirante Yamamoto, fue el responsable de un cambio de estrategia que proporcionó la victoria inicial a los japoneses. Éstos no podían esperar una victoria a medio plazo sobre un país de potencia industrial muy superior. Su estrategia para caso de conflicto bélico, hasta el momento consistía en proseguir el avance hacia el Sur y esperar la ofensiva norteamericana a partir del Pacífico central. Yamamoto, en cambio, optó por tomar la iniciativa atacando a la Flota norteamericana en Pearl Harbour, la base situada en las Hawai. De esa manera, podría Japón tener una ventaja inicial sobre un país que tenía en construcción tres veces más barcos que él. Además, por este procedimiento sacaba el mejor partido de su clara superioridad momentánea en portaaviones y, en general, de una flota más moderna. El ataque a Pearl Harbour -7 de diciembre de 1941- fue planeado cuidadosamente, utilizando una inhabitual ruta del Norte, en domingo, con silencio en las comunicaciones y al amparo de los frentes de lluvias, lo que explica que sorprendiera por completo a los norteamericanos quienes, como los británicos, nunca pudieron imaginar a Japón capaz de llevar a cabo un ataque como éste. Con apenas un centenar de muertos, los japoneses destruyeron la Flota norteamericana, causándole 35 bajas por cada una propia. Sin embargo, el resultado bélico real de esta operación fue menor que el que se ha acostumbrado a decir. Los japoneses habían tenido que adaptar sus torpedos a las aguas poco profundas del puerto y este hecho tuvo consecuencias positivas para los norteamericanos, porque pronto pudieron reflotar buena parte de sus barcos. Además, los Estados Unidos conservaron sus portaaviones, que no estaban en puerto, los depósitos de combustible e incluso buena parte de las tripulaciones, que permanecían en tierra. De este modo, lo que parecía una espectacular victoria del agresor sentaba, por su insuficiencia, los precedentes de su derrota final. Resulta curioso que los principales líderes del conflicto recibieran con satisfacción la entrada de Japón en una guerra que, de este modo, se convertía de forma definitiva en mundial. Hitler dijo a sus colaboradores que ahora contaba con un aliado que no había sido vencido en 3.000 años; Churchill, que tanto luchó por conseguir la colaboración norteamericana, pensó haber ganado ya la guerra y el propio Roosevelt sintió el alivio que le proporcionaba la definitiva clarificación de la posición norteamericana ante el conflicto. Pero, a corto plazo, ante la incredulidad anglosajona, se produjo un torrente de victorias japonesas que parecieron tan imparables como las alemanas. Se basaban, además, en un género de estrategia que parecía semejante a la empleada por el III Reich. Su fundamentó radicó en ataques por sorpresa, utilizando la superioridad técnica -por ejemplo, en aviación- y siguiendo un rumbo que desorientaba al adversario. Cuatro días después de que fuera destruida la Flota norteamericana, alguna de las joyas de la flota británica -el crucero Prince of Wales- siguió idéntica suerte. Los japoneses desembarcaron simultáneamente en Malaya y Filipinas y, a fines de año, habían ocupado Hong Kong. Sin embargo, sus mayores éxitos parecieron producirse en los meses siguientes. En febrero de 1942, derrotaron a los holandeses, tras una batalla naval con importantes efectivos, accedieron a Indonesia y, sobre todo, ocuparon Singapur, base británica reputada inexpugnable y fundamental para todo el Extremo Oriente. Lograron esta ocupación con fuerzas muy inferiores a las de sus defensores, en la que para Churchill constituyó la derrota más humillante y deprimente. Entre abril y mayo, liquidaron la resistencia norteamericana en Filipinas, cuyos últimos defensores se habían encerrado en Batán y en la isla de Corregidor, en nefastas condiciones para una resistencia prolongada. En mayo, los japoneses completaban la ocupación de Birmania, mientras que la audacia imparable de sus ataques parecía amenazar a la vez a la India, Ceilán y Australia. Nunca pudieron imaginar los británicos, situados confortablemente a la defensiva en este escenario, la capacidad ofensiva japonesa. Ellos y los norteamericanos habían decidido concentrar esfuerzos contra Alemania en caso de conflicto, pero ahora debieron modificar parcialmente su estrategia ante esta oleada de derrotas.
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La derrota de las potencias democráticas en Europa tuvo consecuencias no sólo en el Viejo Continente sino también en el otro extremo del mundo, aunque en este caso fueron mucho más tardías. El más claro antecedente en la situación política internacional que dio lugar al estallido de la guerra mundial cabe encontrarlo en la guerra de agresión que Japón llevaba a cabo en China desde el comienzo de los años treinta y, en especial, a partir de 1937. Tal situación se debía a una peculiar situación de la potencia agresora que, de acuerdo con su ideología y la mentalidad de la época, sólo podía encauzarse con una política exterior imperialista. Los dirigentes políticos de Japón poco tenían que ver con el fascismo pero sí con un orden tradicional que concedía un valor esencial al factor militar y, además, no tenían inconveniente en instrumentarlo al margen de cualquier tipo de reparo moral, como ya habían demostrado durante la guerra contra el Imperio ruso a principios de siglo. Por otro lado, las dificultades económicas objetivas de Japón eran evidentes: superpoblado, debía importar el 90% de su petróleo y el 85% de su hierro, sin que ni siquiera pudiera autoabastecerse de alimentos. Muy por debajo de las posibilidades industriales de sus rivales y, en especial, de los Estados Unidos, en caso de conflicto estaba obligado a obtener una victoria rápida. Como en el caso de Italia, la guerra de los dirigentes japoneses respondió a una estrategia propia que no fue concertada en absoluto con Alemania. A diferencia de ésta, no pretendía una indefinida expansión, sino que quería limitar su área de influencia tan sólo al Extremo Oriente. Fueron las derrotas de los aliados las que llevaron a Japón a elegir una nueva vía de expansión diferente de China. La Indochina francesa, la Indonesia holandesa y las posesiones británicas del Extremo Oriente satisfacían de un modo mucho más completo sus necesidades de materias primas pero, aun así, la decisión bélica tardó en tomarse. Para Japón, las potencias occidentales eran, en efecto, el enemigo por excelencia y no sólo por motivos estratégicos sino también por un cierto antioccidentalismo muy enraizado en sus núcleos dirigentes. De ahí que Japón ingresara en el pacto tripartito en septiembre de 1940, de modo que creó con ello una comunidad de intereses con Alemania e Italia. El siguiente paso fue suscribir un acuerdo de no-agresión con Moscú, en abril de 1941. Los dirigentes japoneses carecían de la obsesión antisoviética de Hitler y, en la práctica, llegaron incluso a hacer un inapreciable favor a Stalin, puesto que es muy probable que no hubiera podido soportar una guerra en dos frentes. A diferencia de alguno de sus colaboradores más destacados, Hitler fue incapaz de percibir esta realidad y se limitó a esperar de Japón que mantuviera ocupados a los norteamericanos ante la eventualidad de un conflicto con ellos. Pero, porque era consciente de que antes o después tendría que enfrentarse con los norteamericanos, prometió declararles la guerra en el caso de que Japón, que complementaba su ausencia de suficiente fuerza naval, también lo hiciera. Abrumados los británicos por la situación en Europa, no se podía esperar de ellos que sirvieran de barrera a la expansión japonesa e incluso durante algún tiempo decidieron cerrar la carretera de Birmania gracias a la cual se aprovisionaba la resistencia china. La presión japonesa consiguió que los franceses aceptaran la ocupación del Sur de Indochina en julio de 1941, mientras que los holandeses en Indonesia se mostraban mucho más remisos a las presiones japonesas. Fueron los Estados Unidos quienes cerraron de manera decidida el paso a Japón. La victoria de Roosevelt en las elecciones presidenciales de 1940 le permitió ir tomando medidas que contribuían cada vez más a alinear a su país en favor de los británicos. En el verano de 1941, procedió a ocupar Islandia, para proteger la navegación en el Atlántico, y empezó a enviar ayuda a la Unión Soviética, a pesar de que era una medida muy impopular en su país. En octubre, se dio luz verde a las instrucciones para la construcción de la que sería denominada "bomba atómica". Pero, entre la opinión pública, la resistencia a la participación armada en el conflicto seguía siendo muy grande y, cuando se votó en el Congreso el servicio militar obligatorio, fue aprobado solamente por un voto de diferencia a su favor. En estas condiciones, el presidente Roosevelt decidió no participar en la guerra a menos que el país fuera atacado, agotando todas las posibilidades de mantenerse al margen de la intervención directa, aunque consciente de que ésta sería muy difícil de evitar. Esta descripción de su postura parece mucho más apropiada que la de considerarle una especie de maquiavélico personaje que provocara y esperara el ataque japonés. Por el contrario, mantuvo conversaciones con Japón hasta el último momento e incluso puede decirse que su última propuesta a este país fue generosa: estaba dispuesto a seguir aprovisionándolo de petróleo a condición de que abandonara su último paso expansivo en Indochina. Pero, en el fondo, el acuerdo era imposible, porque los norteamericanos querían a los japoneses fuera del pacto tripartito y éstos deseaban las manos libres en China y se sentían como un pez fuera del agua, ahogándose por falta de combustible. Hay que tener en cuenta, además, que los norteamericanos conocían perfectamente la escritura cifrada japonesa, por lo que podían percibir la duplicidad de aquellos con los que negociaban, cuya pretensión consistía en comprar petróleo norteamericano para aprovisionarse contra los propios Estados Unidos. Al final, en agosto, lo único que hicieron éstos fue decretar un embargo de las exportaciones de este producto a Japón. La duplicidad sentida al otro lado del Pacífico se correspondía, en realidad, con una evidente pluralidad de posturas por parte japonesa. Había quien negociaba con el deseo de que las conversaciones fracasaran y quien deseaba evitar la guerra. Sólo en los momentos finales, la llegada del ministro de Guerra Tojo a presidente del ejecutivo japonés supuso un punto de no retorno. Lo paradójico fue que un admirador de los Estados Unidos, que estaba convencido del gravísimo peligro que la guerra representaba para Japón, el almirante Yamamoto, fue el responsable de un cambio de estrategia que proporcionó la victoria inicial a los japoneses. Éstos no podían esperar una victoria a medio plazo sobre un país de potencia industrial muy superior. Su estrategia para caso de conflicto bélico, hasta el momento consistía en proseguir el avance hacia el Sur y esperar la ofensiva norteamericana a partir del Pacífico central. Yamamoto, en cambio, optó por tomar la iniciativa atacando a la Flota norteamericana en Pearl Harbour, la base situada en las Hawaii. De esa manera, podría Japón tener una ventaja inicial sobre un país que tenía en construcción tres veces más barcos que él. Además, por este procedimiento sacaba el mejor partido de su clara superioridad momentánea en portaaviones y, en general, de una flota más moderna. El ataque a Pearl Harbour -7 de diciembre de 1941- fue planeado cuidadosamente, utilizando una inhabitual ruta del Norte, en domingo, con silencio en las comunicaciones y al amparo de los frentes de lluvias, lo que explica que sorprendiera por completo a los norteamericanos quienes, como los británicos, nunca pudieron imaginar a Japón capaz de llevar a cabo un ataque como éste. Con apenas un centenar de muertos, los japoneses destruyeron la Flota norteamericana, causándole 35 bajas por cada una propia. Sin embargo, el resultado bélico real de esta operación fue menor que el que se ha acostumbrado a decir. Los japoneses habían tenido que adaptar sus torpedos a las aguas poco profundas del puerto y este hecho tuvo consecuencias positivas para los norteamericanos, porque pronto pudieron reflotar buena parte de sus barcos. Además, los Estados Unidos conservaron sus portaaviones, que no estaban en puerto, los depósitos de combustible e incluso buena parte de las tripulaciones, que permanecían en tierra. De este modo, lo que parecía una espectacular victoria del agresor sentaba, por su insuficiencia, los precedentes de su derrota final. Resulta curioso que los principales líderes del conflicto recibieran con satisfacción la entrada de Japón en una guerra que, de este modo, se convertía de forma definitiva en mundial. Hitler dijo a sus colaboradores que ahora contaba con un aliado que no había sido vencido en 3.000 años; Churchill, que tanto luchó por conseguir la colaboración norteamericana, pensó haber ganado ya la guerra y el propio Roosevelt sintió el alivio que le proporcionaba la definitiva clarificación de la posición norteamericana ante el conflicto. Pero, a corto plazo, ante la incredulidad anglosajona, se produjo un torrente de victorias japonesas que parecieron tan imparables como las alemanas. Se basaban, además, en un género de estrategia que parecía semejante a la empleada por el III Reich. Su fundamentó radicó en ataques por sorpresa, utilizando la superioridad técnica -por ejemplo, en aviación- y siguiendo un rumbo que desorientaba al adversario. Cuatro días después de que fuera destruida la Flota norteamericana, alguna de las joyas de la flota británica -el crucero Prince of Wales- siguió idéntica suerte. Los japoneses desembarcaron simultáneamente en Malaya y Filipinas y, a fines de año, habían ocupado Hong Kong. Sin embargo, sus mayores éxitos parecieron producirse en los meses siguientes. En febrero de 1942, derrotaron a los holandeses, tras una batalla naval con importantes efectivos, accedieron a Indonesia y, sobre todo, ocuparon Singapur, base británica reputada inexpugnable y fundamental para todo el Extremo Oriente. Lograron esta ocupación con fuerzas muy inferiores a las de sus defensores, en la que para Churchill constituyó la derrota más humillante y deprimente. Entre abril y mayo, liquidaron la resistencia norteamericana en Filipinas, cuyos últimos defensores se habían encerrado en Batán y en la isla de Corregidor, en nefastas condiciones para una resistencia prolongada. En mayo, los japoneses completaban la ocupación de Birmania, mientras que la audacia imparable de sus ataques parecía amenazar a la vez a la India, Ceilán y Australia. Nunca pudieron imaginar los británicos, situados confortablemente a la defensiva en este escenario, la capacidad ofensiva japonesa. Ellos y los norteamericanos habían decidido concentrar esfuerzos contra Alemania en caso de conflicto, pero ahora debieron modificar parcialmente su estrategia ante esta oleada de derrotas. A comienzos de 1942, los aliados tenían muchas razones para sentirse profundamente descorazonados. En el plazo de seis meses, Japón, un adversario al que los anglosajones no habían tomado en serio, había construido a sus expensas y a las de terceros un Imperio que cubría una séptima parte del globo. Las victorias las había obtenido demostrando tener una Marina muy moderna, cuya fuerza principal estaba constituida por los portaaviones. Los japoneses habían logrado sus éxitos muy a menudo con inferioridad numérica y en un momento en que se podía interpretar que los alemanes todavía estaban en condiciones de aplastar a la Rusia soviética. La caída de Singapur era un hecho de tal gravedad que podía suponer una directa amenaza a la India e incluso al Medio Oriente. No puede extrañar que un protagonista esencial de la guerra, como fue Churchill, anote en sus Memorias que el peor momento de la guerra fue precisamente éste, algo en lo que coincidieron también algunos de los mandos militares británicos. Fue entonces cuando se sometió a un voto parlamentario de confianza, que superó, pero que revelaba la sensación de que la victoria aliada estaba todavía muy lejana. Sin embargo, en los meses iniciales de 1942 si, por un lado, las potencias del Eje llegaron al máximo de su expansión, al mismo tiempo empezaron a testimoniar sus limitaciones, no sólo materiales sino también de otra clase. Los éxitos alemanes habían acabado teniendo como consecuencia el despropósito del ataque a la Unión Soviética, cuando Gran Bretaña distaba de haber desaparecido como adversario. En el caso del Japón, alcanzado el perímetro de lo que fue denominado "Área de Coprosperidad", faltó una idea clara de hacia dónde había que seguir la ofensiva. Parece indudable que el mayor daño al adversario se hubiera causado con el ataque en dirección a la India, en donde existía un sentimiento independentista muy arraigado. De este modo, además, se hubiera podido enlazar en Medio Oriente con una posible ofensiva alemana desde el Cáucaso. Pero Japón no acabó de decidirse, porque Marina y Ejército de Tierra resultaron incapaces de elaborar una política conjunta y no existió un liderazgo militar claro. Además, tampoco hubo una voluntad eficiente de coordinar los esfuerzos con Alemania. En cambio, en las semanas finales de 1941 e inicios de 1942, en la conferencia de Arcadia los anglosajones supieron crear un Estado Mayor conjunto, planear la invasión del Norte de África y reafirmar su deseo de combatir hasta la victoria final. Stalin permaneció, por el momento, alejado de las grandes decisiones estratégicas y Churchill hubo de explicarle que, por el momento, era imposible para los anglosajones llevar a cabo un desembarco en Europa. De cualquier modo, todo lo que antecede demuestra que los aliados se coordinaron mucho mejor que sus adversarios. A lo largo de los meses centrales de 1942, las potencias del Eje parecieron capaces de emprender, una vez más, nuevas ofensivas, pero en realidad testimoniaron que sus posibilidades para conseguir con ellas fulgurantes victorias habían empezado a agotarse. Y ése fue el principio del final para ellas, puesto que, en definitiva, la superioridad en capacidad económica del enemigo tendría que imponerse a medio plazo. En el Pacífico, los japoneses, como se apuntaba, habían conquistado su superioridad merced a su flota de portaaviones, en la que mantenían una neta ventaja, y la superior calidad de su aviación. Sin embargo, la incertidumbre estratégica les perdió cuando trataron de responder a una arriesgada operación de bombardeo norteamericana, cuyo efecto casi exclusivo fue de orden psicológico. En efecto, empleando portaaviones como punto de partida, los norteamericanos enviaban sus bombarderos sobre Tokio, desde donde huían en dirección a China. Como respuesta, los japoneses trataron de avanzar hacia el Sur, ocupando la totalidad de Nueva Guinea. Como consecuencia de ello, se produjeron dos importantes batallas navales, las primeras en la Historia en que el combate se llevó a cabo sin que los barcos se avistaran a través de los aviones que enviaban. Superiores en información y radar, los norteamericanos consiguieron detener al adversario. En la primera de esas batallas, la del Mar del Coral -mayo-, los japoneses perdieron un portaaviones ligero y los norteamericanos uno pesado, pero el resultado había sido ya más equilibrado que en cualquier ocasión anterior. En la batalla de Midway, los japoneses, que habían dispersado sus portaaviones con una simultánea e insensata operación hacia el Norte, se enfrentaron con los norteamericanos, que conocían sus movimientos de manera perfecta. En muy poco tiempo, fueron hundidos cuatro portaaviones en la que fue la primera victoria irreversible de los norteamericanos. Merece plenamente este calificativo porque lo cierto es que Japón nunca fue capaz de superar el resultado de esta derrota. Sus posibilidades industriales eran infinitamente inferiores a las de su enemigo: durante toda la guerra, encargó la construcción de sólo 14 portaaviones, mientras los Estados Unidos iniciaron nada menos que 104. Pero lo peor para los japoneses fue la imposibilidad de reemplazar a los pilotos y los aviones desaparecidos. En el verano de 1942, mientras los submarinos norteamericanos empezaban a castigar a una flota como la japonesa cuyos efectivos eran un tanto modestos, ambos contendientes se enzarzaban, en la isla de Guadalcanal, en la primera batalla terrestre y naval al tiempo. El resultado fue un intenso desgaste, especialmente grave para el combatiente menos poderoso: Japón. Si en el Pacífico la situación podía interpretarse como si correspondiera a un momento de juego en tablas, en África el Eje obtuvo victorias pero, como no fueron resolutivas, en la práctica acabaron por ser engañosas. Mientras las circunstancias bélicas en frentes tan distantes como los que han sido mencionados empezaban a proporcionar la impresión de que se había llegado a un equilibrio entre los contendientes, tenían lugar también semanas decisivas en la guerra marítima, cuyo desenlace definitivo se produjo ya bien entrado el año 1943. La guerra en el mar juega un papel decisivo en el frente del Pacífico y por eso ha sido necesario tratar de ella en su momento, pero, además, constituye el telón de fondo para explicar muchos de los acontecimientos bélicos producidos en tierra. El caso de Japón prueba hasta qué punto la guerra submarina podía haber sido efectiva para estrangular la comunicación entre los dos lados del Atlántico. En este caso, el escaso tonelaje de la Marina mercante y la imposibilidad para reponerlo se unieron a la falta de organización de convoyes y a la eficacia de los submarinos norteamericanos. De poco les sirvió a los japoneses haber conquistado las materias primas que necesitaban si no podían transportarlas. Al final de la guerra, más de cuatro millones de soldados japoneses permanecían aislados por vía marítima y sin haber entrado en combate contra el adversario. Los norteamericanos no sólo hundieron gran parte de la Flota mercante japonesa, sino también alguno de sus barcos mayores, incluidos los portaaviones. Los japoneses, en cambio, dedicaron sus submarinos a una función tan incongruente como la de actuar como modestos barcos de aprovisionamiento de las guarniciones aisladas en las islas del Pacífico.
contexto
Cuando en 1974 fueron localizados dos soldados japoneses aislados desde la Segunda Guerra Mundial en las selvas de Guam y en las Filipinas, ése fue el mejor testimonio de lo mucho que había cambiado Japón en el último medio siglo. La distancia cronológica de treinta años pareció infinitamente mayor. En los sesenta el primer ministro Sato había logrado, merced a tres mandatos sucesivos al frente del Partido Liberal Demócrata y del Gobierno, no sólo presidir una larga etapa de gran desarrollo económico sino también lograr para su país un papel creciente en la política mundial. En 1972, sin embargo, poco dispuesto su partido a renovarle la confianza para un cuarto mandato, ni siquiera consiguió transmitir el poder al sucesor que había elegido. Fue Tanaka el heredero en un momento en que el panorama económico e internacional se entenebrecía para el Japón. Pero este país conseguiría sortear la crisis de un modo muy positivo. En realidad, en los años setenta las crisis que ha sufrido Japón desde el punto de vista económico han sido varias. Ya en 1970-1 se produjo una reevaluación del yen a la que Japón se había resistido hasta entonces; en 1972 las protestas de la industria norteamericana contra el agresivo comercio japonés llevaron a que Nixon impusiera a Japón una apertura propia y unas limitaciones bruscas a su relación comercial con Estados Unidos. En 1973, en fin, Japón fue uno de los países más afectados por la subida del petróleo pues dependía de él en un 90%. En 1974 la inflación llegó al 24% y por vez primera desde el final de la Segunda Guerra Mundial el crecimiento fue negativo (-1, 2%) como consecuencia del impacto de la crisis. Pero la economía se recuperó pronto, en 1975, y de este modo se hizo todavía mayor la distancia económica entre Japón y el resto de los países más desarrollados. Mientras tanto, se agravaron las muestras de problemas políticos en el Partido Liberal Demócrata a pesar de que de ningún modo fueron mortales. Tanaka, en un principio bien recibido, padeció las consecuencias de la crisis pero, además, los procedimientos clientelísticos de su partido resultaban ya cada vez menos aceptables de cara a la opinión pública. Su sucesor Miki (1974-1976) debió enfrentarse a un escándalo sobre la compra de aviones norteamericanos -asunto Lockheed- como consecuencia de revelaciones producidas en el Senado norteamericano. Por primera vez hubo una escisión del partido, como consecuencia de la aparición del Nuevo Club Liberal, y el sector ortodoxo del Partido Liberal Demócrata obtuvo el resultado electoral más bajo de su historia (menos del 42% del voto). Sin embargo, el panorama político estaba destinado a cambiar, como consecuencia de la superación de la crisis económica. El primer choque petrolero supuso una grave crisis pero también el reforzamiento de la unidad y el consenso nacionales en materia de política económica. De este modo Japón consiguió quintuplicar el ahorro energético de Estados Unidos y disminuir, gracias a la energía nuclear y a la solar, su dependencia del petróleo. El crecimiento de la economía se realizó principalmente gracias a las exportaciones, en especial de automóviles. De todos modos, en los años siguientes siguieron los problemas aunque también se les supo dar una respuesta comparativamente más brillante que las del resto de las sociedades desarrolladas. Desde 1976-8 los productos exportados japoneses sufrieron los inconvenientes de una moneda fuerte. Durante la segunda crisis de elevación de los precios del petróleo Japón, con un 4% de crecimiento anual, consiguió doblar el de la OCDE. Pero el problema se volvió a presentar de nuevo en 1985 con la reevaluación del yen. Mientras tanto, cambiaron las acusaciones tradicionales por parte de las economías desarrolladas en contra de la política económica japonesa. Ya antes, en los medios europeos se había dicho de los japoneses que trabajaban demasiado y parecían aceptar vivir en una especie de jaulas para conejos; esta especie de sacrificio vital creaba unas condiciones de competición muy difíciles para los competidores. Ahora, a las ya tradicionales quejas por el proteccionismo y por la utilización de la tecnología del competidor se sumaron otras como las de colusión entre la Administración y la Justicia en perjuicio de los competidores extranjeros. Pero Japón reaccionó aceptando la limitación voluntaria de las exportaciones y nombrando para el interior del país una especie de defensor del empresario extranjero. Otro problema que se planteó fue el del déficit presupuestario debido a la ausencia de una imposición indirecta capaz de solucionarla. Pero el resultado de la economía japonesa siguió siendo muy brillante hasta el comienzo de los años noventa. El PIB del Japón era en 1990 igual al de Alemania, Francia y Gran Bretaña juntas y la renta per cápita resultaba la mayor de los países industriales (como veremos, no era así en el caso del nivel de vida). Los excedentes comerciales se mantenían. La reacción de la economía japonesa había consistido durante los últimos años en volcarse sobre las industrias de materia gris y favorecer la división asiática del trabajo liberándose de las industrias pesadas e incluso de las ligeras hacia las nuevas economías emergentes. En 1985 el cuarto cliente de Japón era Corea del Sur y su tercer aprovisionador Indonesia. Aquí estaban gran parte de las inversiones japonesas, el 60% de las realizadas en 1951-1986. Japón, gracias a ellas, se había convertido en un país rentista, la primera potencia financiera mundial. Los grandes éxitos económicos de Japón se seguían basando en el ahorro, el doble del existente en Estados Unidos o en Francia, las ventajas de la forma de llevar la empresa, caracterizada por un espíritu de solidaridad peculiar, y el carácter módico de los gastos de seguridad social. La esperanza media de vida era en la década de los noventa la más alta del mundo. El problema japonés seguía residiendo en el nivel de vida real: para comprar los mismos alimentos un japonés debía trabajar dos veces más que un norteamericano y tres veces más que un australiano; los japoneses se tomaban cuatro veces menos vacaciones que los franceses. Ya en 1990 Japón prometió incrementar sus inversiones sociales y favorecer el consumo interno a expensas del ahorro. Una actitud como ésta le resultaba imprescindible no sólo desde el punto de vista de la economía propia sino también de cara a sus competidores. En 1979 había aparecido un libro, cuyo autor fue Vogel, describiendo a Japón "como el número uno"; ahora, en cambio, a pesar de las limitaciones voluntarias del comercio japonés, este país en muchos del resto del mundo, pero sobre todo en los Estados Unidos, era visto no con admiración sino como una grave amenaza. En el propio Japón estaba planteada al comienzos de los años noventa una confrontación entre la conciencia sentida de que era necesario comportarse de otro modo de cara a los competidores y la realidad de una eclosión de posturas neotradicionalistas y nacionalistas. Quizá por esto último daba la sensación de que en política exterior seguía existiendo una especie de incapacidad por parte de Japón para asumir compromisos obvios a los que le obligaba su situación geográfica y su potencia económica: Francia, por ejemplo, acogió muchos más sudvietnamitas que Japón. Se habían producido, mientras tanto, cambios sociales importantes que no siempre ofrecían unas características positivas. Los más importantes se centraron en la aparición de una nueva generación mucho más volcada al consumo pero también en el envejecimiento de la población de modo que en el año 2.000 el 15% de los japoneses tendría más de 65 años. Otro de los grandes problemas del Japón fue, a partir de este momento, la penuria de la mano de obra. Ésta, además, ya no estuvo sujeta a sistemas de trabajo con empleo durante toda la vida sino a otros mucho más flexibles. En el terreno de la política, si en la época anterior los escándalos cometidos por la derecha tuvieron como consecuencia que la izquierda ganara en algunos sitios, ahora se produjo una cierta recuperación de los liberal-demócratas aunque persistió el interrogante fundamental acerca de la viabilidad de un régimen democrático que en la práctica se había caracterizado por la carencia de alternativa desde 1945. La oposición había creído poder superar al partido en el poder en 1976 pero éste ya había alcanzado el 48% del voto en 1980, unos siete puntos porcentuales más que en la elección anterior. Además, en las elecciones regionales los liberal-demócratas conquistaron provincias en las que en el pasado había vencido la oposición y, sobre todo, consiguieron desvincular al Komeito del frente opositor. Partido del electorado flotante, la debilidad del Komeito fue identificarse con la secta religiosa que le había servido de apoyo inicial. Su aceptación de la política exterior de los liberal-demócratas y el haber conseguido de éstos fondos para los programas sociales le hicieron desligarse de la oposición. En ella el Partido Socialista daba una creciente sensación de esclerosis mientras que el Partido Comunista, aunque en 1972 alcanzara su cota máxima de algo más del 10%, seguía siendo marginal. Fue, además, un partido que evolucionó cada vez de forma más marcada hacia una fórmula semejante al eurocomunismo. El propio cambio de la sociedad japonesa tendía de forma indirecta a favorecer una evolución en sentido favorable a los liberaldemócratas. En un momento en que el 90% de los japoneses se decían miembros de las clases medias una proporción creciente de los electores se decían desligados de cualquier vinculación partidista. Con todo, la esclerosis del sistema político habría de producir sorpresas en el momento posterior a la caída del comunismo. La primacía de la alianza con los Estados Unidos se pudo considerar como realidad definitivamente admitida de la política exterior japonesa en torno a mediados de los setenta pero en años posteriores tuvo un cierto carácter conflictivo y no sólo como consecuencia de la Guerra del Vietnam o de los conflictos comerciales. En 1973, por ejemplo, Japón adoptó una política propalestina tras la elevación de los precios del petróleo, pero ya en 1974 esta mayor libertad de movimientos de sus relaciones internacionales quedó compensada cuando tuvo lugar la primera visita de un presidente norteamericano al archipiélago (fue Gerald Ford). Desde esa fecha prácticamente desapareció el debate en la política exterior incluso en los partidos especialmente interesados en ella como el Komeito. El Ejército Japonés era ya en estas fechas el séptimo del mundo, signo de que empezaban a aceptarse las responsabilidades militares. En los otros terrenos habituales de la política exterior japonesa el papel desempeñado por este país ha resultado siempre creciente en los últimos tiempos. En 1978, tras la muerte de Mao, se firmó un Tratado con China. En diez años los intercambios comerciales entre los dos países se multiplicaron por diez y el turismo por doce. Japón era ya por entonces el primer país en la relación comercial con China y China el segundo de Japón pero muy lejos aún de Estados Unidos. Los países de ASEAN recibían un tercio de las inversiones del Japón que cada vez manifestaba una más clara ambición de convertirse en pieza insustituible para la organización del mundo del Pacífico en sus más diversos aspectos. La paradoja del Japón seguía siendo, sin embargo, que su peso económico en el mundo estaba todavía muy por debajo de su presencia diplomática: sólo en 1974 un ministro de Exteriores japonés viajó a África. Ya en esta fecha se podía considerar consolidada una realidad nueva en el panorama de Extremo Oriente y, en general, del propio mundo. A finales de los años setenta, además, se hizo habitual la mención a los "nuevos países industrializados" o "semidustrializados". Respondían todos ellos no sólo a una misma localización geográfica sino también a características particulares muy diferentes pero que, al mismo tiempo, tenían en común una serie de rasgos económicos comunes. En ellos los productos manufacturados representaban siempre el 25% del producto interior bruto y el 50% de las exportaciones. Estos países, en vez de financiar su industrialización a partir de la exportación de materias primas, como había sido lo habitual hasta el momento, lo hicieron a través de una industria dedicada de forma preferente a la exportación. En general, la protección social de los trabajadores fue siempre escasa, los salarios bajos, existieron en ellos zonas comerciales especiales y el Estado intervino mucho más que en una economía liberal propiamente dicha. Los "cuatro dragones", como también fueron denominados popularmente estos países, suponían a comienzos de los noventa algo más de setenta millones de habitantes (63 entre Corea del Sur y Taiwán, que sólo tenía 20). La población urbana era entonces de un mínimo de dos tercios del total. El PIB por habitante iba de 6. 200 dólares anuales, en el caso de Corea del Sur, hasta los más de 12.000 de Singapur. Durante la década de los ochenta habían crecido siempre a un ritmo de más de un 7% anual pero en el caso de Corea del Sur el 10%; a comienzos de los noventa la tasa de crecimiento se mantenía sensiblemente parecida. Todos estos países si por algo se caracterizaban en el terreno de la vida política era, sin duda, por un autoritarismo con pocas concesiones a la democracia, a pesar de su alineamiento en política exterior al lado de los Estados Unidos y, en general, del mundo occidental. Taiwan en 1949 recibió dos millones de personas del continente entre las que hubo que contar a 300.000 soldados. La ley marcial no fue abolida sino en 1987 y en el Parlamento perduraron los representantes elegidos en 1948 en la China continental hasta el momento de ir desapareciendo por muerte natural. Sólo en 1953 empezó el fuerte crecimiento económico. La muerte de Chiang Kaishek en 1975 no introdujo ninguna evolución democrática porque fue sustituido por su hijo, que mantuvo el autoritarismo: sólo al final de la Guerra fría se introdujo un régimen democrático propiamente dicho. En Hong Kong no existió ninguna legislación social hasta 1968 y sólo en los setenta hubo una sensible mejora de las condiciones de trabajo para los trabajadores. Su desarrollo industrial le llevó directamente a la tercera generación de la revolución industrial, a comienzos de los años noventa, con la industria electrónica. En su caso existió siempre un problema importante de política exterior y descolonización. En 1984 las autoridades británicas y las chinas llegaron a un acuerdo para que la colonia volviera en 1997 a la soberanía de China, sin introducir cambio alguno en los distintos regímenes económicos, políticos y sociales existentes. En 1992 Hong Kong invirtió ya 10.000 millones de dólares en la China Popular. Por su parte, compuesta por 59 islas, Singapur tiene una población que en un 62% es china y se ha convertido en una plaza financiera de primera importancia. Corea del Sur, paradójicamente con lo que había de ser su destino, fue en el pasado la zona menos desarrollada desde el punto de vista industrial de Corea. El crecimiento económico no tuvo lugar sino en la década de los sesenta con un deliberado sacrificio del consumo y con la voluntad manifiesta del Estado de proteger la exportación. Ya en los años ochenta se había convertido en uno de los diez países con mayor capacidad exportadora del mundo y estaba muy relacionada con la economía norteamericana y japonesa. Pero el autoritarismo duró hasta la fase final de la guerra fría.