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El Barroco triunfal constituyó el desarrollo del estilo barroco, derivado de modelos italianos del Idealismo. Su éxito fue grande en Madrid y en Sevilla, donde se agrupaban los mejores artistas del Siglo de Oro español, como es el caso del joven Herrera, hijo de otro gran pintor sevillano. Herrera presenta una imagen triunfal del santo, que es elevado a los cielos, pues esto es lo que significa literalmente "apoteosis": elevación divina. La Apoteosis es el último hecho milagroso de la vida de un santo, también de la Virgen María, pues supone que el cuerpo y el alma del difunto ascienden evitando de esta manera la corrupción material hasta el día del Juicio Final. Se trata pues del máximo honor que Dios concede a sus hijos predilectos. San Francisco está siendo sujetado en el aire por una corte de ángeles infantiles y adolescentes, que lo arrebatan del suelo rocoso entre nubes y luz mágica. Toda la atmósfera en torno al santo parece arremolinarse y girar, gracias a los efectos de los cuerpos contorsionados de los querubines, el vuelo de sus ropajes y las nubes. Esta maestría en la ambientación define por sí misma este tipo de pintura barroca y, en particular, el estilo de Herrera.
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Zurbarán recibió el encargo de pintar esta Apoteosis, al tiempo que se le daban precisas instrucciones acerca de su ejecución: tamaño de la obra, colocación, tema, personajes, etc. El lienzo, enorme, habría de colocarse en el Colegio de Santo Tomás de Sevilla. Este colegio formaba doctores, por lo que el tema no es sino una exaltación de la propia labor del Colegio y sus monjes. Santo Tomás de Aquino es una de las figuras más relevantes de la teología cristiana. Se le nombró Doctor de la Iglesia en 1567. Por su importancia aparece rodeado de los cuatro Padres de la Iglesia, otros tantos personajes fundamentales para la elaboración de la doctrina. A su derecha se encuentran conversando San Ambrosio y San Gregorio; a su izquierda, San Jerónimo, de rojo cardenalicio, y San Agustín. Los cinco intelectuales se encuentran en el plano superior del cuadro, que simboliza en mundo divino. Sobre sus cabezas, el cielo en pleno asiente a sus conclusiones: destacan Dios Padre y Dios Hijo con la cruz. A estas dos figuras trinitarias se añade en el centro la paloma del Espíritu Santo, que ilumina con sus rayos a Santo Tomás. En el plano inferior se encuentra representada la tierra: los personajes principales de la Orden y nada menos que el emperador Carlos V. Su presencia se explica porque fue él quien facilitó los terrenos y la dote necesaria para la construcción y puesta en marcha del Colegio. A lo largo de su vida, el emperador ofreció su patronazgo continuo a los monjes y sus alumnos.
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Un espectacular incendio destruyó en 1577 la Sala del Gran Consejo del Palacio Ducal veneciano, lugar de reunión de todos los nobles venecianos mayores de 25 años. Los dirigentes de la ciudad decidieron reconstruir este espacio y redecorarlo, empleando a los mejores artistas del momento. Veronés y Tintoretto serán los encargados de pintar las escenas del artesonado, según el diseño de Cristoforo Sorte. En este lienzo, Veronés representa la apoteosis de la ciudad. Venecia aparece como una matrona, coronada por la Victoria y rodeada de figuras femeninas, algunas ricamente ataviadas y otras más ligeras de ropa. En la cúspide de la nube donde está el grupo encontramos a un hombre vestido de militar, coronado de laurel y con un ramo de esta planta en la mano, simbolizando el triunfo. Dos poderosas columnas salomónicas enmarcan al grupo principal, formando parte de la decoración arquitectónica que tanto gustaba al maestro. En la balaustrada se representan los nobles venecianos que contemplan la coronación de la Ciudad, mientras que la parte baja está presidida por dos agitados caballos que simbolizan los triunfos de la República, apreciándose entre ellos al león de san Marcos. Esta obra, última de las telas que realizara el pintor para la decoración de la Sala del Gran Consejo, muestra la capacidad de Veronés para ponerse al servicio de los intereses políticos de Venecia, entre la armonía de las formas, la suavidad de la luz y el valor de la descripción, puntos fundamentales que cierran la apoteosis figurativa de Venecia en el siglo XVI.
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En 1556, con motivo del concurso para la decoración del techo de la Biblioteca Marciana de Venecia, Tiziano (el gran monopolizador hasta ese momento de la escena pictórica de la ciudad) otorgaba la cadena de oro a Paolo Caliari, el Veronés, por haber sabido representar las excelencias de la República de San Marcos. Jacopo Robusti, el Tintoretto, quedó excluido del concurso, a instancias de Tiziano. De esta forma, el maestro de Cadore traspasaba sus poderes al joven Veronés en detrimento de las formas distorsionadas de Tintoretto. Este hecho es de gran importancia simbólica para entender el arte veneciano de la segunda mitad del siglo XVI. Desde hacía unos años se estaban abriendo en la pintura veneciana las primeras grietas de la crisis manierista de la pintura centroitaliana. Una nueva generación de artistas empezaba a obtener encargos en los que se solicitaban formas corpulentas, dibujo elegante y composiciones de fría plasticidad: es decir, la maniera más intelectualizada. Si tenemos en cuenta que los valores de la Escuela veneciana eran los propios elementos pictóricos, luz y color, y una sensibilidad especial hacia la naturaleza, las nuevas formas casi abstractas que llegaban a la ciudad supusieron la quiebra de aquéllos de la pintura veneciana que estaba por venir. Es en ese momento confuso de intromisiones y reproches, que ya había anunciado Tiziano en alguna medida, cuando el maestro de Cadore decide desaparecer de la escena veneciana y ponerse al servicio de Felipe II, que aún reconocía el valor clasicista de sus pinturas. Tiziano se decide por un camino de experimentación más acusado de los materiales pictóricos, pasando el testigo a Veronés, quien, aunque se había formado en el Manierismo, va configurando un arte de colores brillantes, iluminación escenográfica y composiciones majestuosas, de gran apego al objeto real. Él estaba llamado a ser el continuador de una imagen opulenta y magnificente de Venecia. Pero, por otro lado, Tintoretto empezaba a alcanzar reconocimiento público con unas obras llenas de licencias visionarias y composiciones poco habituales, en donde los colores extraños y las luces artificiales cargaban de patetismo las formas adelgazadas y dolientes de los protagonistas. Quizá la pintura de Tintoretto era la respuesta más clara a la crisis de las formas que había supuesto el Manierismo y a las incertidumbres religiosas que se deducían de la nueva espiritualidad surgida después del Concilio de Trento. Junto a ellos aparecía en escena un tercer artista, Jacopo Bassano, que optaba por un arte de tan profunda como íntima y humilde religiosidad. En realidad, lo que ocurrió fue que los pintores se posicionaron mediante sus obras en el nuevo espectro cultural de una época de crisis. Si el maestro Tiziano investigará en las posibilidades de su arte hasta desmaterializar las formas; si Bassano optará por la pintura de género, más cotidiana y cercana al espectador; si Tintoretto espiritualizará los contenidos de sus obras hasta el extremo; y Veronés configurará la imagen triunfante de una decadente Venecia... Si todo esto ocurrió fue porque la Escuela veneciana de pintura no se entregó a la servidumbre de las formulaciones abstractas centroitalianas y, como mucho, adaptó aquéllas a su tradición propia de la luz y del color. Desconocemos la formación artística de Jacopo Robusti, el Tintoretto (1518-1594), quizá un breve paso por el taller de Tiziano, pero sí podemos identificar desde el primer momento su devoción por las formas anticlásicas manieristas, su facilidad de mano y su imaginación desbordante. Una de sus obras tempranas donde ya deja patente las cualidades de su arte es El lavatorio de los apóstoles (1547), para el presbiterio de la iglesia veneciana de San Marcuola. El pintor ha creado un amplio espacio que muestra una compleja disposición espacial y un ritmo dinámico. La profundidad de la obra no viene dada tanto por las estructuras arquitectónicas como por la distribución de los grupos, que entrelazan descriptivamente acciones y actitudes que conducen hacia el fondo: el apóstol que se desata la sandalia, el que descalza la media a otro o el que se la pone. Estas actitudes provocan una gran inmediatez, incluso cotidianidad, además de invitar al espectador a recorrer la escena en todos sus detalles. Los grupos son los responsables de la cadencia rítmica de la obra y de su dinamismo. Por último, y aunque el color es de estirpe veneciana, al igual que la luz (que incide con dureza desde la derecha) representan más bien un componente abstracto, soñado, que enfatiza el dramatismo de la escena. Un paso más allá en la configuración de su estilo serán los lienzos sobre la vida de San Marcos para la Scuola Grande de Venecia. El milagro del esclavo fue encargado en 1548, y en él comprobamos la enorme plasticidad de las figuras en una composición abigarrada, dominada por las actitudes tensas de los personajes y la contorsión de las figuras. La composición es de gran dinamismo, motivado por la fluidez de las formas y el vigor nervioso de los personajes; la luminosidad tiene un componente artificioso, como el color, el cual resulta intenso pero metálico. Catorce años después de El milagro del esclavo, se completará el ciclo de la Scuola Grande con los espléndidos Hallazgo del cuerpo de San Marcos y el Traslado del cuerpo de San Marcos (1562-1566). Ambas representaciones continúan el tratamiento espacial en profundidad muy acentuado, en perspectiva sesgada, con unas arquitecturas que parecen desmaterializarse. La disposición de los personajes sigue la línea de profundidad y éstos adoptan actitudes declamatorias muy expresivas, casi patéticas. Pero es la luz, que incide en todas partes, la que prevalece sobre el color, subrayando el espacio alucinado como partícipe del drama de la representación. Ambas obras tienen una energía violenta, desmesurada, que se ejemplifica en el movimiento expansivo de los personajes y en las líneas fugadas de la perspectiva. Donde Tintoretto pone todos sus recursos plásticos y estéticos al servicio de su visión terrible de la naturaleza es en la magna obra decorativa para la Scuola di San Rocco, donde desarrolla el tema genérico de la salvación del cuerpo y del espíritu, a través de escenas de la vida de Cristo, de la Historia de la Virgen y de episodios del Antiguo Testamento. Durante algo más de dos décadas desarrolló el ciclo completo, dejando una muestra excepcional de la potencia expresiva y espiritualidad de su arte. De todas las escenas, quizá destaque la Crucifixión, en el Albergo della Scuola, donde representa un paisaje inmenso lleno de personajes que se aplican en el levantamiento de las cruces. El espacio está formado por diferentes puntos de vista que enfatizan la expresividad de las acciones y el dinamismo claro de la composición; la luz es capaz de unificar en la misma escena a todos los grupos que se reparten por el Calvario. De esta manera, la representación tiene un tono grandioso y tenso a modo de tragedia universal. Después de la experiencia de San Rocco, Tintoretto seguirá, ayudado por su taller, con esa afluencia de personajes y esa fuerza expresiva alucinada de sus composiciones, como en la Última Cena (1592-1594), para la Iglesia de San Giorgio Maggiore, en la que será la obra final del pintor. Aunque la estructura sigue remitiendo a esa tensión argumental de sus obras más características de San Rocco, algunos detalles naturalistas, casi cotidianos, van acompañados por una luz extraña de connotaciones fantásticas. El ajetreo de mozas y sirvientes y la disposición en profundidad de los grupos siguen dotando a la escena de un dinamismo dramático. Los colores se hacen casi monocromos y sólo matizados por la luz irreal de una antorcha humeante. La asistencia de algunos personajes fantasmales, de caracteres trasparentes, ayudan a la última visión fantástica de una espiritualidad exacerbada. Seguramente, la propia de su época. Muy diferente se muestra el arte de Jacopo dal Ponte (llamado Bassano por su lugar de origen, 1517-1591), comparado con la opulencia y colorismo de la Escuela veneciana. Si bien sus principales clientes fueron siempre venecianos, el artista no vivía en la ciudad, sino que regentaba un taller en su localidad natal, en el que producía obras junto a sus hijos Leandro, Francesco y Giovanni Battista. La primera afirmación del arte de Jacopo Bassano se produce dentro de las filas del Manierismo, aunque muy pronto se decantará por una pintura más naturalista, obsesivamente provinciana y, eso sí, por un uso del color al estilo de los maestros venecianos. Su arte utiliza tipos costumbristas, cotidianos, con la humildad casi ingenua de un pueblerino, destinados a una producción básicamente de temática religiosa o bíblica, poniendo la sensibilidad al servicio de esa mentalidad provinciana, de ese querer reflejar la realidad como máxima del arte. El tema que mayor fama alcanzó fue La adoración de los pastores, en la que queda reflejado lo doméstico y cotidiano de su arte, aunque también tendríamos que apuntar los magníficos efectos de claroscuro de la escena, con tonos luminosos que describen a la perfección los rostros de los protagonistas y su humilde espiritualidad. La pintura de Bassano es de caracteres descriptivos, matizados ejemplarmente en el juego de claroscuro. Su arte está exento de la grandilocuencia y monumentalidad de los grandes maestros venecianos, pero no deja de ser otra opción estética, esta vez pintoresca y de enorme cotidianidad, que pronto recuperará el Barroco. En el otro extremo de las opciones artísticas de Venecia en la segunda mitad del siglo XVI, se sitúa la excepcional obra de Paolo Caliari, el Veronés (1528-1588), figura última de las glorias de la República de San Marcos. Creció artísticamente en su ciudad natal, que estaba entonces muy influida por las formas intelectualizadas de la maniera. A su llegada a Venecia en 1553, todavía muestra esa querencia hacia las formas elegantes y las figuras rotundas, pero paulatinamente su estilo asimila la gozosa vida de la ciudad de las lagunas y, evidentemente, el cromatismo tonal de la Escuela veneciana. Las opciones estéticas que dominaban la ciudad en aquel momento eran la de Tiziano y la de Tintoretto. Veronés sintió la necesidad de encontrar su verdadero estilo a la luz de estos dos maestros, decantándose por la clasicidad, todavía no desmaterializada, de Tiziano. En su primer encargo de importancia, las pinturas de la Sala de los Diez del Palacio Ducal (1553), todavía muestra un fuerte carácter dibujístico por influencia de Giulio Romano, aunque su intensa fuerza lumínica y su nuevo modo de entender el color remiten al maestro de Cadore. Jacopo Sansovino, el arquitecto oficial de la Serenísima, se expresaba así al contemplar esas pinturas: "Paolo comienza a hacerse conocer por su rareza en su profesión, ya que sus lienzos resultan ser amables y de verdadero dibujo". El nuevo sentido del color, mezclado aún con la calidad plástica de las figuras, vuelve a aparecer en los frescos de la Iglesia de San Sebastián, en donde destaca La coronación de la Virgen (1555-1556). La obra presenta una estructura espacial escorzada, con figuras de fuerte volumetría, pero son la luz y los colores los que modelan y hacen resaltar, desde la brillantez del fondo, a las figuras. Otro fresco a destacar es el Triunfo de Mardoqueo, donde el pintor simula un espacio ilusorio del que emergen las figuras en escorzo. Cuando Veronés empieza a alcanzar cotas de gran altura es hacia 1560, con la decoración de la villa Barbaro, en Maser. La residencia fue edificada por Andrea Palladio, en un juego de volúmenes limpios y diáfanos rítmicamente modulados y de gran clasicidad, donde Veronés podría desarrollar todas las facultades decorativas de su arte. El programa iconográfico estuvo dictado por los hermanos Barbaro, que querían ensalzar la armonía del Cosmos, gobernado por la Sabiduría, el Amor, la Paz y la Fortuna, en un programa de fuerte contenido humanista acorde con la inteligencia y cultura de los comitentes. Pero, además de estas alegorías, Veronés dispone otras escenas de la vida cotidiana, simulando espacios ilusionistas más allá de las paredes de la villa. La conjunción unificadora del color en todos los episodios y la naturalidad de las actitudes de los personajes hablan del nivel decorativo y el efecto de realidad que ha alcanzado el arte del pintor. La luz clara y los colores suaves se muestran con el mismo ritmo que los volúmenes sencillos creados por Palladio. La fuerza expresiva de sus imágenes, dulcemente acompasadas, y el triunfo de su cromatismo tendrá su punto culminante en las "Cenas", un género de creación propia. Las "Cenas" muestran un relato evangélico como si se tratara de una auténtica fiesta veneciana; éste será el verdadero triunfo del clasicismo de Veronés. Multitud de personajes se reúnen para la celebración, en un espacio escenográfico de dimensiones extraordinarias, en el que se ponen de manifiesto tanto la grandeza de la ciudad de Venecia como la opulencia y pompa de sus fiestas. La composición es muy dinámica por las actitudes de los personajes, de todos los estratos sociales de la ciudad, que conversan alegremente, bailan, beben y disfrutan de todo tipo de manjares, mientras escuchan música. Esto es lo que hace precisamente Veronés: presentarnos la agradable majestuosidad de la celebración en una melodía polifónica de luces y colores; un auténtico efecto coral, como si fuera un reportaje de sociedad, mostrando la realidad en su sentido más amable. Sin embargo, el estilo profano de Veronés, la felicidad y vida relajada de sus "Cenas", le llevó alguna vez ante el Tribunal de la Inquisición, que pretendía aplicar con rigor los nuevos dogmas de la Contrarreforma. El último triunfo de la pintura de Veronés será la decoración de la Sala del Gran Consejo, en el Palacio Ducal (1578-1582). Es un programa iconográfico que exalta el poder político, militar y religioso de Venecia, en un ciclo decorativo que pone de manifiesto la retórica triunfalista de la Serenísima, así como el deleite de color y luz que hace de su pintura la más equilibrada y elegante en su concepto decorativo. El Triunfo de Venecia coronada por la Victoria, última de las telas que realizara el pintor, muestra la capacidad del artista para ponerse al servicio de los intereses políticos de Venecia, entre la armonía de las formas, la suavidad de la luz y el valor de la descripción, puntos fundamentales que cierran la apoteosis figurativa de Venecia en el siglo XVI. Por su parte, en los últimos años de vida de Tiziano, el maestro de Cadore diluyó las formas hasta desmaterializar la pintura en pinceladas anchas de luz y color. El último testimonio de su labor es la Piedad en Santa Maria dei Frari (1576), para su propia capilla mortuoria, que no pudo terminar. La obra se convierte en un auténtico emblema de lo que supuso toda una vida dedicada al arte, incluso un balance de toda la pintura veneciana: el acercamiento a la verdad de las cosas, la monumentalidad clásica, la fuerza emotiva y la sensibilidad hacia la materia pictórica.
termino
acepcion
Que aleja las influencias de seres o espíritus malignos.
obra
La más antigua, y una de las más elocuentes, obra de Lisipo es el retrato ideal de un atleta y magnate de Tesalia que había vivido en el siglo V a. C., y cuyo nombre era Agias. Un descendiente suyo, Dáoco, tetrarca de su país, al realizar en Farsalia un monumento a sus antepasados, encargó esta obra, en bronce, al aún joven artista, y unos años después, en el 337, hizo ejecutar copias en mármol para dedicarlas en Delfos. Lo que a nosotros ha llegado es precisamente esta copia. El Agias se nos presenta, decididamente, como una obra de Policleto transformada. Y no deja de ser significativo cómo, al igual que Praxíteles y Escopas, Lisipo es capaz de darle a los modelos del viejo maestro argivo un planteamiento nuevo y personal, acorde a sus propios intereses: en su estatua advertimos, por debajo de la estructura geométrica de los músculos, cómo se rompe el juego de pesos y contrapesos: el atleta se apoya en su pierna derecha, pero su brazo activo es también el derecho, que debía doblarse y sostener una palma, y no el izquierdo, como exigiría el canon de Policleto. También notamos que la cabeza cobra movimiento, al inclinarse hacia la izquierda sobre un cuello torcido hacia la derecha, y que, además, las proporciones del cuerpo se han alargado, sumando un total de ocho cabezas. La consecuencia es obvia: el cuerpo entero del Agias vibra y parece aligerarse, incluso con sus dos talones pegados al suelo. Y todo esto se acentúa, como en Escopas, dándole importancia a la cara a través de unos ojos profundos, un tanto soñadores.
contexto
Apoxpalon, señor de Izancanac De Tizapetl fueron a Teuticaccac, que estaba a seis leguas, donde el señor les dio muy buen tratamiento. Se aposentaron en dos templos, pues los hay muchos y muy hermosos, uno de los cuales era el mayor y dedicado a una diosa a quien sacrificaban doncellas vírgenes y hermosas, que si no lo eran, dicen que se enojaba mucho con ellos, y por esta causa las buscaban desde niñas y las criaban regaladamente. Sobre esto les dijo Cortés como mejor pudo lo que convenía a cristiano y lo que el Rey mandaba, y derribó los ídolos; de lo que no mostraron mucha pena los del pueblo. Aquel señor de Teuticaccac trabó grandes pláticas y conversación con los españoles, y tomó mucha amistad y cariño a Cortés. Le dio más entera razón de los españoles que iban buscando y del camino que había de llevar. Le dijo con mucho secreto que Apoxpalon estaba vivo, y que le quería guiar por un rodeo, aunque no mal camino, para que no viese sus pueblos y riqueza. Le rogó que guardase el secreto si le quería ver vivo y con su hacienda y estado. Cortés se lo agradeció mucho, y no solamente le prometió secreto, sino buenas obras de amigo. Llamó luego al mancebo que dije, y le examinó; el cual, como no pudo negar la verdad, dijo que su padre estaba vivo, y a ruego de Cortés le fue a llamar y le trajo en seguida al segundo día. Apoxpalon se excusó con mucha vergüenza, diciendo que de miedo de tan extraños hombres y animales lo hacía, hasta ver si eran buenos, para que no le destruyesen sus pueblos; pero que ahora, pues veía que no hacían mal a nadie, le rogaba se fuese con él a Izancanac, ciudad populosa, donde él residía. Cortés se marchó al otro día, y dio un caballo a Apoxpalon en que fuese, de lo cual mostró gran placer, aunque al principio pensó caer. Entraron con gran recibimiento en aquella ciudad. Cortés y Apoxpalon se alojaron en una casa donde cupieron los españoles con sus caballos. A los de México los repartieron por las casas. Aquel señor dio largamente de comer a todos el tiempo que allí estuvieron, y a Cortés algún oro y veinte mujeres. Le dio una canoa y hombres que llevasen por el río abajo hasta el mar, a donde estaban los carabelones, a un español que poco antes llegara de Santisteban de Pánuco con letras, y cuatro indios que habían traído cartas de Medellín, de la villa del Espíritu Santo y de México, hechas antes de que Gonzalo de Salazar y Peralmíndez llegasen; con los cuales respondía que iba bueno, aunque con muchos trabajos, y también escribió a los españoles que estaban en los carabelones lo que habían de hacer y a donde tenían que ir a esperarlo. Acostumbraban, según dicen, en aquella tierra de Acalan hacer señor al más caudaloso mercader, y por eso lo era Apoxpalon, que tenía grandísimo trato por tierra de algodón, de cacao, esclavos, sal, oro, aunque poco y mezclado con cobre y con otras cosas; de caracoles colorados, con que atavían sus personas y sus ídolos; de resina y otros sahumerios para los templos, de teas para alumbrarse, de olores y tintas con que se pintan para las guerras y fiestas y se tiñen para defensa del calor y del frío, y de otras muchas mercaderías que ellos estiman y necesitan; y así, tenía mucho en pueblos de ferias, como era Nito, factor y barrio por sí, poblado de sus vasallos y criados tratantes. Mostróse Apoxpalon muy amigo de los españoles, hizo un puente para que pasasen una ciénaga, tuvo canoas para pasar un estero; envió muchos guías con ellos, prácticos del camino, y por todo esto no pidió más que una carta de Cortés para si algunos españoles fuesen por allí, que supiesen que era su amigo. Acalan es muy poblada y rica. Izancanac, gran ciudad.
contexto
En la mayor parte de los países europeos, desde los de la Península Ibérica a Rusia, pasando por Francia, Prusia, Austria, Polonia o los países escandinavos, la industria recibió en este siglo, más que en el pasado, protección estatal. Era una política de clara inspiración mercantilista y sus pretensiones nos son ya conocidas: aumentar los recursos del Estado por vía fiscal y conseguir los medios para reducir el déficit comercial o invertir su tendencia. Podía haber, además, razones jurídicas y técnicas relacionadas con las dificultades de enraizar los nuevos establecimientos en un medio no enteramente favorable, cuando no abiertamente desfavorable. Los procedimientos fueron similares en todos los países y siguieron, en general, pautas esbozadas con anterioridad. A algunos de ellos nos hemos referido ya. Así, por ejemplo, a la creación de organismos administrativos específicos, complementados en algunos casos por otros más especializados, como los destinados a fomentar y regular la explotación minera en Francia (1764) -que, entre otras actividades, formaría un eficiente cuerpo de ingenieros- o Prusia (1768). También hemos hablado del sistemático establecimiento de aranceles aduaneros proteccionistas, cuyo ejemplo extremo lo proporciona el emperador José II, que en 1784 llegó a prohibir la importación de todos los artículos que pudieran ser producidos o sustituidos por otros producidos en sus dominios. Se crearon, por otra parte, manufacturas estatales en casi todos los países, destacando especialmente los casos de Prusia bajo Federico II -a lo largo de todo su reinado, pero especialmente cuando emprendió la reconstrucción de sus territorios tras la Guerra de los Siete Años- y la Rusia de Pedro el Grande, de quien se ha llegado a decir que fue "el primer comerciante e industrial de su reino". Más frecuente fue, sin embargo, el apoyo a las empresas privadas, mediante la concesión de privilegios limitados en el espacio y el tiempo, en forma de subvenciones o créditos para su instalación, exenciones fiscales, monopolios de fabricación o venta en determinados ámbitos o pedidos estatales (para el suministro de la Corte o del Ejército). En Francia, por ejemplo, la Monarquía concedió entre 1740 y 1789 más de 6 millones de libras entre subvenciones y préstamos sin interés, a los que habría que añadir las ayudas de otros organismos provinciales. Se concedieron en diversos países títulos nobiliarios a los industriales más destacados. La atracción de mano de obra cualificada, con el señuelo de altos salarios, concesiones de tierras y exenciones y privilegios personales, fue practicada asiduamente. Podemos recordar a este respecto, entre muchos otros ejemplos posibles, el caso español de la fábrica de paños de Guadalajara, que contó en sus inicios con personal laboral holandés; y, por cierto, la preferencia por personal especializado de origen holandés fue tan general, que las Provincias Unidas llegarían a prohibir en 1751 la salida de determinados oficiales de sus territorios. Hubo hasta disposiciones tan arbitrarias como la de Federico II de Prusia, que obligaba a comprar porcelanas de la Königliche Porzellan Manufaktur a los judíos que precisaban de autorización oficial para residir, casarse o dedicarse a los negocios en su reino. Inglaterra aparece como la gran excepción en este campo: no hubo una legislación proteccionista orientada específicamente a la industria, ya que se confiaba en la eficacia y suficiencia de las leyes generales relacionadas con el comercio -ésas sí, recordemos, fuertemente proteccionistas-. Con todo, no faltaron ciertas restricciones, como la prohibición de fabricar tejidos exclusivamente de algodón, dictada a principios de siglo para atajar el contrabando de tejidos indios y proteger al sector lanero; aunque flexibilizada en 1735, no desapareció totalmente hasta 1774. El intervencionismo estatal, sin embargo, comenzó a relajarse durante el último tercio del siglo, aun sin abandonarse totalmente (sobre todo, por lo que se refiere al proteccionismo frente al exterior). Las principales razones que indujeron a ello fueron la mejor coyuntura de los precios industriales, el excesivo coste de la política proteccionista, cuando aumentaban las necesidades de inversión estatal en otros ámbitos (ejército, obras públicas...) y la propia evidencia de la mediocridad de los resultados obtenidos. Esto último obedecía a diversas causas, según los países y casos concretos, destacando la frecuencia con que se había primado la fabricación de artículos de lujo de salida, en definitiva, escasa, el exceso de reglamentaciones en busca de una elevada calidad no siempre conseguida, las tensiones protagonizadas por los productores no privilegiados y los múltiples fraudes de unos y otros... Y en cuanto a las empresas de titularidad pública las más polémicas, podían sumar a estos problemas otros específicos, como la práctica artificialidad de algunas de ellas, su excesiva dependencia de personal y utillaje extranjeros, o los defectos de gestión, no siempre realizada con criterios estrictamente económicos y profesionales. Entra, pues, dentro de la lógica que algunas de estas empresas no terminaran de afianzarse y quebraran al reducirse o faltar las subvenciones estatales. En el caso concreto de Prusia, uno de los países en que se había dado con más intensidad el intervencionismo industrializador, algo más de la tercera parte de las casi 2.000 empresas creadas en tiempos de Federico II desaparecieron en su mismo reinado y muchas otras lo harían durante el de su sucesor. Los resultados, en cualquier caso, no fueron brillantes y para ciertos historiadores las empresas estatales habrían supuesto un auténtico derroche de recursos financieros. Algunos elementos positivos vienen a matizar la valoración. Se cita, en primer lugar, el éxito de algunas empresas significativas, como las siderúrgicas rusas y otras de menor entidad -magro balance, no obstante, si tenemos en cuenta la amplitud de lo emprendido-; se contribuyó, además, a la capitalización de determinados sectores, a formar administradores y a mejorar la cualificación de la mano de obra; hay, por otra parte, algún destacado ejemplo la industria textil en Brno- en que la disolución de un establecimiento estatal fue seguida por la permanencia de sus obreros en la misma actividad, si bien en distinto marco; finalmente, no hay que ignorar otros resultados cualitativos, como la difusión del espíritu de empresa y la mejora de la valoración social del trabajo. Por decirlo con palabras de David S. Landes, las pérdidas que con cierta frecuencia ocasionaron estas empresas pudieron ser el "coste a corto plazo de una ganancia a largo plazo".