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Guerra de Tepeacac Quedó Cortés muy descansado con esto, y libre de aquel cuidado que tanto le fatigaba; y verdaderamente, si él hubiera hecho lo que los compañeros querían, nunca recobrara México, y ellos hubieran muerto por el camino, pues tenían pasos que pasar; y si acaso pasaran, tampoco se hubieran detenido en Veracruz, sino que se hubiesen ido, como tenían intención, a las islas; y así, México se perdiera de veras, y Cortés hubiese quedado destruido y con poca reputación. Mas él, que lo entendió muy bien, tuvo el esfuerzo y la cordura que hemos contado. Cortés curó de sus heridas, y los compañeros también de las suyas. Algunos españoles murieron por no haber curado desde el principio las llagas, dejándolas sucias o sin atar, y de debilidad y trabajo, según decían los cirujanos. Otros quedaron cojos, otros mancos, que no poca lástima y pérdida era. La mayoría, en fin, curaron y sanaron muy bien; y así, después de veinte días de llegar allí, ordenó Cortés de hacer guerra a los de Tepeaca o Tepeacac, pueblo grande y no lejano, porque habían matado a doce españoles que venían de Veracruz a México; y porque, siendo de la Liga de Culúa, les ayudaban los mexicanos y hacían daño en tierra de Tlaxcallan, como decía Xicotencatlh. Rogó a Maxixca y a otros señores de aquéllos que se fuesen con él. Ellos lo consultaron con la república, y a consejo y voluntad de todos, le dieron más de cuarenta mil hombres de pelea, y muchos tamemes para cargar, y bastimentos y otras provisiones. Fue, pues, con aquel ejército y con los caballos y españoles que pudieron caminar. Les requirió que, en satisfacción de los doce españoles, fuesen sus amigos, obedeciesen al Emperador, y no acogiesen más en sus casas y tierra mexicano ninguno ni hombre de Culúa. Ellos respondieron que si mataron a los españoles fue con justa razón, pues en tiempo de guerra quisieron pasar por su tierra por fuerza y sin pedir licencia, y que los de Culúa y México eran sus amigos y señores, y no dejarían de tenerlos en sus casas siempre que a ellos quisiesen venir, y que no querían su amistad ni obedecer a quien no conocían; por tanto, que se volviesen a Tlaxcallan si no deseaban la muerte. Cortés les invitó con la paz otras muchas veces, y como no la quisieron, les hizo la guerra muy de veras. Los de Tepeacac, con los de Culúa, que iban a su favor, estaban muy bravos. Cogieron los pasos fuertes y defendieron la entrada, y como eran muchos, y entre ellos había hombres valientes, pelearon muy bien y muchas veces. Mas al cabo fueron vencidos y muertos sin matar ningún español, aunque mataron a muchos tlaxcaltecas. Los señores y republica de Tepeacac, viendo que ni sus fuerzas ni las de los mexicanos bastaban a resistir a los españoles, se dieron a Cortés por vasallos del Emperador, accediendo a echar de todas sus tierras a los de Culúa, y a dejarle castigar como quisiese a los que mataron a los españoles; por lo cual Cortés, y porque estuvieron muy rebeldes, hizo esclavos a los pueblos que se hallaron en la muerte de aquellos doce españoles, y de ellos sacó el quinto para el Rey. Otros dicen que sin convenio los tomó a todos, y los castigó así en venganza, y por no haber obedecido sus requerimientos, por putos, por idólatras, por comer carne humana, por rebeldía que tuvieron, para que temiesen los demás, y porque eran muchos y, si así no los trataba, volverían a rebelarse. Como quiera que ello fue, él los tomó por esclavos, y en poco más de veinte días que la guerra duró, dominó y pacificó aquella provincia, que es muy grande. Echó de ella a los de Culúa, derribó los ídolos, le obedecieron los señores, y para mayor seguridad fundó una villa, que llamó Segura de la Frontera, y nombró un cabildo que la guardase, para que, puesto que el camino de Veracruz a México es por allí, fuesen y viniesen seguros los españoles e indios. Ayudaron en esta guerra como amigos verdaderos los de Tlaxcalla, Huexocinco y Chololla, y dijeron que lo mismo harían contra México, y aun mejor. Con esta victoria cobraron ánimo los españoles y mucha fama por toda aquella comarca, que los tenía por muertos.
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Cuando Salustio expone las razones que le llevaron a escribir sobre la guerra de Yugurta, dice: "...porque esta guerra fue larga y encarnizada, con reveses de fortuna para unos y otros y porque entonces el pueblo romano se levantó contra la soberbia de los nobles". Efectivamente, por primera vez el pueblo contestó el derecho de los senadores a dirigir una guerra. Salustio consideraba que, tras la caída de Cartago, Roma inició un período de crisis política y moral que sacudió a la nobilitas y al pueblo. La alianza de los senadores y caballeros imprimió a la política exterior de estos años un carácter mercantilista evidente. La adjudicación del cobro de tasas a los publicanos, en virtud de la ley de Cayo Graco del 123, amplió la red de compromisos y alianzas económicas que llevaba a la búsqueda de nuevos mercados en zonas en las que la influencia romana garantizase la estabilidad necesaria para el desarrollo de tales actividades. En esta época tal factor fue el que decidió en gran medida la política exterior romana y las intervenciones militares. Los acontecimientos de la guerra yugurtina surgen tras la muerte de Micipsa, hijo de Massinisa, rey númida que había cumplido -en alianza con Roma- un papel de cerco y hostigamiento a Cartago. Micipsa había continuado la política de su padre siendo un fiel aliado de Roma y en varias ocasiones había suministrado a Roma grano, elefantes y contingentes militares. En definitiva, Numidia era considerada un reino satélite de Roma y su importancia para ésta radicaba principalmente en los numerosos intereses comerciales que Roma tenía allí. Desde la época de Massinisa estaban establecidos en Cirta -la capital- y otras ciudades númidas numerosos grupos de comerciantes romanos e itálicos. La defensa de estos intereses motivó la intervención de Roma en las contiendas dinásticas que surgieron tras la muerte de Micipsa. Micipsa a su muerte había dejado dos hijos, Adherbal y Hiempsal. Pero su sobrino Yugurta, por su propia trayectoria militar y sus relaciones con Roma, se consideraba con derechos sobre el trono. Éste había sido enviado por Micipsa al frente de un destacamento militar númida a Hispania para luchar junto al ejército romano. Así, había participado en el asedio de Numancia y había trabado gran amistad con Escipión Emiliano quien -según Salustio- había llegado a prometerle que contaría con el apoyo de Roma, tras la muerte del rey, para sucederle en el trono. El cónsul M. Porcio Catón, enviado por el Senado, se trasladó a Numidia a fin de regular el problema de la sucesión y decidió la división de Numidia en tres estados que asignó a cada uno de los tres herederos. No era ésta la aspiración de Yugurta que, poco después, hizo asesinar a Hiempsal y derrotó a Adherbal cuando intentaba invadir el reino de Yugurta. Buscó apoyo Adherbal en la propia Roma ante el Senado. Simultáneamente, Yugurta envió embajadores al Senado, que estaba dividido. Finalmente triunfó la solución propuesta por L. Opimio: se envió una comisión presidida por él mismo que estudió un nuevo reparto del reino entre los contendientes. Este reparto se hace efectivo en el 113 a.C., aunque por poco tiempo, asignándose a Adherbal la parte oriental incluida Cirta y, el resto, a Yugurta. En el 113 a.C., Yugurta invade el reino de Adherbal y prepara el asedio de Cirta. Adherbal solicita nuevamente la ayuda de Roma, pero la división de opiniones en el Senado y la derrota de un ejército romano ante invasores teutones ralentizó la toma de una decisión respecto al problema númida. Como la amenaza de los teutones seguía vigente, Roma no consideró oportuno desplazar contingentes de tropas a África. Así, en el 112 a.C., envió una nueva comisión con la vana pretensión de obligar a Yugurta a respetar el acuerdo y abandonar el cerco de Cirta. Este no hizo el menor caso. Forzó a Adherbal a capitular y, poco después, lo asesinó. En la masacre de Cirta fueron asesinados también gran número de negotiatores romanos asentados en la ciudad. Fue la presión popular la que obligó al Senado a declarar la guerra a Yugurta. El cónsul Calpurnio Bestia fue encargado de dirigir las operaciones que comenzaron en el 111 a.C. con resultados positivos para Roma. Yugurta pidió iniciar negociaciones de paz y éstas se realizaron entre Bestia y él mismo en términos tan mesurados que se reducían a la imposición a Yugurta de una leve indemnización económica y el mantenimiento de éste en el trono. La razón estaba clara: con Yugurta o sin él, la paz en Numidia urgía a los caballeros comprometidos en importantes negocios en África, ya que la guerra perjudicaba seriamente a sus intereses. Pero los medios populares se negaron a aceptar esta solución, acusando al Senado de no haber realizado una guerra punitiva y a los generales de haberse vendido a una paz deshonrosa. Fue el tribuno de la plebe C. Memmio quien representó el sentimiento popular. Se realizó una investigación pública sobre las probables corrupciones y para el esclarecimiento de los hechos se hizo venir al propio Yugurta a Roma. Este compareció no ante el Senado, sino ante la asamblea de la plebe. Memmio le presionó a fin de que aclarase las sospechas y acusaciones que sobre las negociaciones con Bestia habían levantado. Pero el otro tribuno, a las órdenes del Senado, cortó el proceso de raíz al poner el veto a Memmio. Esta experiencia le sirvió a Yugurta para comprobar hasta qué punto las tensiones sociales entre el pueblo y el Senado así como las divisiones dentro de éste, podrían entorpecer la capacidad de actuar militarmente contra él. En el año 110, el misterioso asesinato de Massiva, primo de Yugurta, que podía llegar a ser un rival para él pues tenía ciertos derechos dinásticos, decidió al Senado a intervenir de nuevo militarmente en Numidia. El encargado de las operaciones fue el cónsul Sp. Postumio Albino. La campaña fue un cúmulo de torpezas y el resultado fue la capitulación del ejército romano. Esta derrota causó en Roma una enorme conmoción, no sólo entre los medios populares, sino entre los propios caballeros que veían peligrar sus negocios con tales reveses. Se exigió la creación de un tribunal especial que juzgase la incompetencia y las responsabilidades de los magistrados que habían conducido las operaciones en Numidia. Se establecieron condenas contra Calpurnio Bestia, Sp. Postumio Albino y L. Opimio. De nuevo se ponía de manifiesto la incidencia política del sector de los caballeros, compañeros de viaje ocasionales de los senadores. La trama de sus intereses económicos actuaba como factor de presión política cada vez más poderoso, en un Senado en el que, si no había aún facciones organizadas, sí que se constatan grupos claramente divergentes. En el 109 a.C. se elige para la conducción de la guerra al cónsul Q. Cecilio Metelo, un aristócrata moderado que, según Salustio, había gozado siempre de una reputación sin tacha. La campaña duró aún cinco anos, aunque el mando de Metelo sobre el ejército le fue arrebatado a los dos años de iniciada esta nueva guerra. Durante estos dos años, Metelo obtuvo victorias parciales sobre Yugurta. En el 108 a.C., Vaga, ciudad que se consideraba sometida, atacó y dio muerte a la guarnición romana allí asentada. La repercusión de esta noticia en Roma supuso una convulsión tanto más cuanto que coincidió con la derrota ante los cimborios en la Galia del otro cónsul, M. Junio Silano. Plebeyos y caballeros se unieron en sus reproches al Senado. Una propuesta del tribuno C. Servilio Glaucia logró que los jurados de los procesos contra magistrados corruptos o incapaces estuvieran compuestos exclusivamente por caballeros. El Senado no pudo evitar, una vez más, esta merma de sus facultades judiciales. La situación de Metelo tras el incidente de Vaga, era extremadamente difícil. No se lograba la victoria definitiva y su legado, Cayo Mario conducía una campaña crítica contra él y sus tácticas militares, mientras la popularidad de Mario en el ejército crecía en gran medida. Esta desunión sin duda repercutió en la prolongación de la guerra. En el 108 a.C. Mario, un homo novus, se presenta a los comicios consulares y es elegido cónsul para el 107 a.C. Al mismo tiempo, el concilium plebis (asamblea de la plebe) entrega el mando del ejército destacado en Numidia a Mario y destituye a Metelo. Era una afrenta dura para el Senado que, hasta entonces, había siempre decidido la conducción de las guerras exteriores de Roma. La confianza del pueblo en Mario se tradujo en el enrolamiento de voluntarios, pero Mario no sólo aceptó como soldados a los possesores, sino a gran cantidad de indigentes que tenían la esperanza de enriquecerse en la guerra. Era un ejército con un componente popular inédito hasta entonces el que Mario utilizó para la guerra contra Yugurta. Mario reanudó con fuerza la campaña númida. En el 107 la toma de Capsa supuso una victoria importante, aunque la ayuda de Bocco, rey de Mauritania, a Yugurta ralentizó los éxitos militares de Roma. Para lograr la total sumisión de Numidia, se hizo necesario recorrer el enorme país, ir tomando las ciudades una a una, hasta que en el 106 a.C. Yugurta abandona Numidia y se refugia en Mauritania. Poco después, el entonces cuestor de Mario, Cornelio Sila, logra que Bocco entregue a Roma a Yugurta. Mario celebró su triunfo en Roma el 1 de enero del 104, llevando delante de su carro a Yugurta que, poco después, era ajusticiado en la cárcel.
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La guerra entre Irán e Iraq había generado en este país graves dificultades económicas internas y aumentado su deuda, pero no había significado para él una derrota. Por el contrario, los iraquíes consideraban que podían haber vencido a su vecino y su lider, Saddam Hussein, convenció a los iraquíes de que estaban llamados a desempeñar una función hegemónica en la región. El resultado de todo ello será la invasión del vecino emirato de Kuwait, país productor del 13% del petróleo mundial y con una renta per-cápita de más de 11.000 dólares. La invasión iraquí comenzó el 21 de julio de 1990, cuando 30.000 hombres avanzaron desde Basora hacia Kuwait, acompañados de tres divisiones acorazadas y cuatro de infantería. El Ejército kuwaití sólo pudo ofrecer alguna resistencia a las puertas de Kuwait City y en al Jahrah, rápidamente superada. Caída la capital, desde Basora llegaban nuevos refuerzos iraquíes, mientras que se enviaban tres divisiones acorazadas a tomar los campos petrolíferos de Al-Burqan y defender la frontera con Arabia Saudí. La invasión de Kuwait se había producido en poco más de veinticuatro horas. La invasión iraquí provocó el rechazo internacional. Estados Unidos y la coalición internacional que encabezaba realizaron un formidable despliegue junto a la frontera sur del Emirato. Desde el 17 de enero de 1991 la aviación aliada bombardeó Iraq durante 38 días. El 24 de febrero comenzó la ofensiva terrestre. Las tropas de la coalición cercaron por el norte a los iraquíes y cortaron sus suministros. Una segunda ola completó el círculo mientras una tercera línea de ataque cruzó el sur de Kuwait. El 26 de febrero Kuwaiy City fue liberada. La ofensiva aliada obligó a las tropas iraquíes a replegarse. En su huida, doscientos pozos petrolíferos resultan incendiados. El día 27 de febrero, las tropas norteamericanas cercan Basora por el Este como paso previo a la toma de Bagdad. Sin embargo, un día más tarde los aliados detienen su avance en el sur de Iraq. Hussein había decidido aceptar las resoluciones de la ONU y retirar sus tropas de Kuwait; la guerra había terminado.
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La ejecución del rey, los planes de los girondinos que habían hecho aprobar en la Asamblea un decreto por el que se prometía socorrer a todos aquellos pueblos que deseasen recuperar su libertad, y el temor ante la expansión de la propaganda revolucionaria, contribuyeron a reavivar las aspiraciones de la Europa monárquica de acabar con la Revolución.Después de Valmy, los ejércitos franceses habían continuado con sus éxitos. Los prusianos abandonaron el territorio francés en pocos días. En el Sur, Montesquieu y Anselme se habían apoderado de las posesiones sardas de Saboya y Niza, y en el Rin, Custine había avanzado hasta Maguncia. Pero la acción más sobresaliente había sido la de Dumouriez al ocupar Bélgica, que estaba en manos de los austriacos, mediante la batalla de Jemmapes, el 6 de noviembre de 1792. Esto llevó a los diputados de la Convención a declarar entusiásticamente el principio de las "fronteras naturales", mediante las cuales Francia debía recuperar sus verdaderos límites "señalados por la naturaleza". Carnot expresó en este sentido su teoría de que "Los límites antiguos y naturales de Francia son el Rin, los Alpes y los Pirineos. Las partes que de ella han sido desmembradas sólo lo han sido por usurpación".Frente a esta actitud de los revolucionarios franceses, los países europeos formaron una gran coalición en la que además de Austria, Prusia y Rusia, entraron Cerdeña, España e Inglaterra. En España, Carlos IV había ascendido al trono casi al mismo tiempo que había estallado la Revolución en Francia y el temor a que pudiese suceder algo parecido en su propio país paralizó el programa de reformas que se había estado aplicando durante el reinado de Carlos III. El gobierno español, encabezado por el conde de Floridablanca, estableció un cordón sanitario en la frontera de los Pirineos para evitar el contagio revolucionario. Sin embargo, el fracaso de la actitud de Floridablanca produjo la caída de éste y el nombramiento del conde de Aranda, un hombre más acorde con las ideas reformistas que parecían sintonizar mejor con las aspiraciones de la Francia revolucionaria. Pero los inicios de su gobierno coincidieron con el agravamiento de las tensiones y con la caída de la Monarquía en el vecino país. Aranda fue pronto sustituido por Manuel Godoy, quien sería el ministro destinado a hacer frente a los deseos expansionistas de la Convención.Inglaterra, por su parte, ya había tenido ocasión de enfrentarse a otra revolución en sus propias colonias de Norteamérica y más tarde lo había hecho también en los Países Bajos. Sin embargo, podía reconocer en las aspiraciones de los revolucionarios franceses algunas de las ideas de su propia revolución: el principio de la soberanía nacional en el que la representación en el parlamento se llevaba a cabo mediante un sistema electoral censitario, estaba vigente en Inglaterra desde hacía más de un siglo. Y en realidad, la Revolución francesa había desatado el relanzamiento de aquellos que pretendían llevar a cabo una reforma electoral más avanzada. Pero también surgieron tendencias contrarrevolucionarias, cuyo más destacado paladín fue Edmund Burke, quien en su obra Reflexiones sobre la Revolución francesa, trataba de demostrar que, al contrario que en Inglaterra, las nuevas instituciones que estaban estableciéndose en Francia no tenían ningún arraigo ni en su tradición política ni en su historia. El primer ministro William Pitt encarnaba desde el Gobierno esta tendencia y, además, vio con temor la conquista de Bélgica por Francia en noviembre de 1792, porque ponía a los revolucionarios en la puerta de Inglaterra.Francia tenía que hacer frente en aquellos momentos a unas difíciles condiciones económicas provocadas por el aumento de los gastos que conllevaba la guerra. En los territorios ocupados surgía una resistencia mayoritaria a aceptar las reformas destinadas a derribar el Antiguo Régimen y, por si fuera poco, el ejército francés, compuesto en su mayor parte por voluntarios, veía reducidos considerablemente sus efectivos a causa del retorno a sus hogares de muchos de sus hombres. En estas condiciones, la Convención decidió llevar a cabo una recluta de 300.000 hombres en febrero de 1793. La medida iba a resultar notablemente impopular, pues si no se cubrían con voluntarios los cupos asignados a cada provincia se recurriría al alistamiento forzoso. Pronto surgieron motines en varios departamentos, pero fue en la región de La Vendée donde adquirieron una especial gravedad.La Vendée simboliza en todo el proceso de la Revolución francesa la reacción del descontento campesino que cristaliza en una insurrección armada contra el gobierno. Se ha pretendido explicar el fenómeno de La Vendée por razones de determinismo geográfico o de determinismo religioso. Se ha querido también presentarlo como inseparablemente clerical, nobiliario y monárquico, pero la verdad es que sus causas profundas no están todavía del todo claras. Los disturbios comenzaron el 3 de marzo, cuando llegaron las primeras noticias sobre el reclutamiento. Sus instigadores parece que procedían de esa clientela tradicional de los elementos aristocráticos del Antiguo Régimen formada por administradores, empleados y colonos. Éstos apelaron inmediatamente a los nobles para que tomasen la dirección de las operaciones y con los nobles hicieron su aparición los curas refractarios que no iban a desperdiciar la ocasión para movilizar a las masas contra la Revolución. Los insurrectos se hicieron dueños de toda la región, excepto la zona del litoral, causando una elevada cifra de víctimas entre munícipes, guardias nacionales y curas constitucionales, que se acerca a los 500. Las tropas republicanas que fueron enviadas desde La Rochela sufrieron una derrota y fueron inútiles las medidas dictadas por la Convención castigando con la muerte y con la confiscación de bienes a todos los insurrectos que fuesen cogidos con las armas en la mano.Sin duda todos estos problemas repercutieron en la acción del ejército revolucionario en el exterior. El general Dumouriez fue expulsado en marzo de 1793 de Holanda, a la que pretendía ocupar con su ejército, y fue derrotado en Neerwinden el 18 de ese mismo mes. En realidad se trataba de un plan muy arriesgado, pero si nos fiamos de sus Memorias, el general francés pretendía fundar un Estado independiente en los Países Bajos y si la Convención no lo autorizaba estaba dispuesto a marchar sobre París para restablecer la Monarquía en la persona del duque de Chartres, hijo de Felipe Igualdad, que era teniente general de su ejército. La Convención llevó a cabo una investigación, pero Dumouriez, abandonado por sus tropas, tuvo que pedir refugio a los austriacos. En el Rin, las cosas no fueron mejor pues Custine no pudo impedir que las tropas del rey de Prusia pasasen el río y sitiasen la ciudad de Maguncia.A todos estos problemas, había que añadir un recrudecimiento de la agitación popular como consecuencia de las dificultades financieras provocadas, a su vez, por una disminución del valor de los assignats hasta de más de un 50 por 100 de su valor nominal. A la espera de nuevas alzas de precios, los comerciantes retenían sus productos para jugar con la especulación y desabastecían los mercados. Las clases populares demandaban una tasación de los precios y una estabilización del valor del dinero y entre los líderes que encabezaban estas reivindicaciones destacaba el abate Jacques Roux. En París los sans-culottes asaltaron las tiendas de comestibles durante las jornadas del 25 y 26 de febrero y tuvo que intervenir la Guardia Nacional para reprimir los desmanes.Ni La Montaña con sus dirigentes jacobinos ni los girondinos eran partidarios de ceder en este terreno, pues como burgueses revolucionarios consideraban estos incidentes como grave atentado contra la sagrada propiedad privada y contra la libertad económica. El mismo Robespierre dijo, refiriéndose a estos disturbios: "Yo no digo que el pueblo sea culpable; yo no digo que sus actos sean un atentado; pero cuando el pueblo se subleva ¿no ha de obtener un objetivo digno de él, en vez de ir a ocuparse de unas escuálidas mercancías?" Sin embargo, fueron los girondinos los que más se vieron afectados porque eran los que desempeñaban el gobierno y todo esto significaba el fracaso de su política, incluida la defección de Dumouriez, que era uno de los suyos. La Montaña, sin embargo, no tenía inconveniente en utilizar políticamente los disturbios populares para desacreditar a los girondinos. Así pues, los montañeses fueron evolucionando progresivamente hacia la izquierda e integrando dentro de su programa una parte de las reivindicaciones de los sans-culottes.De forma parecida, se producía un acercamiento entre La Llanura y La Montaña, pues los diputados independientes, ante la insurrección de La Vendée y el peligro exterior, iniciaron un movimiento para votar con ella las medidas revolucionarias. Estas medidas, que fueron votadas entre el 10 de marzo y el 20 de mayo, tenían como propósito -según Furet y Richet atender a tres frentes: a) vigilar y castigar a los sospechosos; b) atender a las reivindicaciones económicas de los sans-culottes, y c) reforzar la eficacia gubernamental. Se creó un tribunal de excepción formado por miembros designados y se comenzaron a emitir una serie de decretos para juzgar de forma sumarísima a los rebeldes que fuesen apresados con las armas en la mano y a los aristócratas y enemigos de la libertad. Los emigrados eran declarados "muertos desde el punto de vista civil" y sus bienes serían confiscados. Para llevar a cabo el control de los sospechosos, la Convención estableció en todos los ayuntamientos comités de vigilancia compuestos por doce miembros elegidos por sufragio universal.El 6 de abril se creó el Comité de Salud Pública, con la misión de vigilar y acelerar la acción del Consejo Ejecutivo con el poder de ejecutar inmediatamente sus decisiones. Se trataba de un nuevo órgano revolucionario que respondía a la filosofía de los jacobinos de la sagrada unidad y de los medios excepcionales de salvación frente a los enemigos del interior y del exterior. Los girondinos respondieron con la creación de un Comité de los Doce, destinado a controlar a los revolucionarios más extremistas. Después de un despiadado combate, que tuvo diferentes alternativas entre los meses de abril y mayo, la lucha entre la facción girondina y la facción montañesa terminaba mediante un golpe de fuerza encabezado por la Guardia Nacional, que arrestó a 29 diputados girondinos y que significó la caída de La Gironda el 2 de junio de 1793.
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Ya hemos señalado que en el triunfo de Alemania sobre Francia jugó un papel decisivo la personalidad de Hitler. Sin embargo, su audacia, tan beneficiosa para sus fines a la hora de romper con las convenciones militares, tuvo, a partir de este momento, un resultado netamente negativo. Acuciado por la impaciencia que le creaba su convencimiento de que moriría joven, sustituyó la intuición por una confianza exclusiva en sus obsesiones. Dictador totalitario, era además inmensamente popular y, por tanto, pudo someter sin reparo a sus colaboradores a bruscos cambios de planes, improvisados o carentes de planificación. Por si fuera poco, sus instrucciones a menudo eran incumplidas, porque la apariencia de mando único de la dictadura alemana se desintegraba, en realidad, en una especie de anarquía burocrática. Las supremas autoridades militares alemanas ofrecieron ahora propuestas más coherentes que las imaginadas por Hitler. La Marina propuso concentrarse en el Mediterráneo, campo de batalla en que sería posible el logro a corto plazo de una evidente superioridad. Otra alternativa consistía en dedicarse, con tiempo suficiente, a la conquista de la Gran Bretaña, previa dedicación de la maquinaria bélica a obtener los recursos oportunos. Pero Hitler impuso una estrategia que demostraba su afán de dominio mundial a plazo medio, su incompatibilidad de fondo con sus propios aliados y una voluntad predominante de lograr la expansión hacia el Este. La idea de que ya había triunfado le hizo, por ejemplo, pensar en suprimir Suiza, a la que consideraba "un grano" de Europa, imaginar una gigantesca base naval en Noruega, planear la construcción de aviones capaces de bombardear los Estados Unidos, crear una especie de reserva de judíos en Madagascar o reivindicar un Imperio africano. Mientras tanto, siguió una política tan contradictoria respecto del futuro reparto del Mediterráneo que él mismo hubo de denominarla como "un engaño grandioso", no ya respecto de Francia y España, sino también de Italia. Pero lo decisivo desde el punto de vista del desarrollo de la guerra fue la opción por la ofensiva contra la Unión Soviética. Llama la atención lo pronto que se inclinó por ello, pues empezó a hablar del particular, ante sus propios generales, en torno al mes de mayo y, de forma irreversible, a fines de julio, aunque la planificación concreta de la operación se inició a finales de año. Hitler argumentó esta opción asegurando que Gran Bretaña acabaría por renunciar a la esperanza norteamericana si veía que la URSS quedaba incapacitada para ser su aliada. Pero, desde hacía tiempo, en su libro Mein Kampf había dejado claro que la expansión hacia el Este eslavo era su propósito fundamental. Esta decisión explica el conjunto de decisiones alemanas en los meses que transcurrieron entre el verano de 1940 y el de 1941. En primer lugar, explica, sobre todo, el escaso papel que, en contra de los deseos de Mussolini, atribuyó siempre Hitler al Mediterráneo. Por eso prefirió mantener a Francia en una cierta posición de vencido colaborador en vez de principal víctima de la derrota. De esa manera se congelaba la situación en las extensas posesiones coloniales de este país, que siguieron firmemente en manos de los seguidores de Pétain. La idea, patrocinada por De Gaulle, de que la guerra era en realidad mundial y no estaba decidida quedaba por demostrar y la destrucción de la flota había contribuido a enemistar a Francia con su antiguo aliado. Aunque De Gaulle consiguió, con el tiempo, dominar el África Ecuatorial, el intento de desembarco de la Francia Libre con ayuda británica en Dakar (septiembre de 1940) fracasó. Hitler nunca se fió de Francia, pero la respetaba por su tradición cultural y porque, en definitiva, había derrotado a Alemania en 1918. En cambio, a España y a sus dirigentes, Hitler ni les apreció ni les respetó. Franco se había ofrecido para ir al campo de batalla, como colaborador de quien ya creía vencedor, en el verano de 1940, pero su ayuda fue rechazada en principio y sólo en segundo momento se recurrió a él, pero ofreciendo muy poco en contrapartida, señal evidente del carácter no tan trascendente que atribuía el Führer al escenario mediterráneo. De este modo, a corto plazo de tiempo -de agosto a diciembre de 1940- la guerra se alejó de España. La llamada "Operación Félix" -ataque a Gibraltar- se convirtió en imposible ante la planificación de la ofensiva hacia el Este. España quedó reducida a la condición de proveedora de materias primas, aunque también colaborara en otros aspectos militares, de menor importancia, con el Reich. Algo parecido sucedió con Suecia, que incluso permitió que tropas de tierra alemanas transitaran por su territorio. Mucho más importantes a corto plazo para Alemania fueron, en cambio, Finlandia y Rumania, que habían sufrido amputaciones territoriales por parte de la URSS y podían ahora convertirse en aliadas en el momento de la ofensiva contra ella. La segunda, además, fue una importante aprovisionadora de petróleo y su dictador, el mariscal Antonescu, era uno de los pocos personajes políticos de la época admirados por Hitler. Las decisiones, en fin, acerca de concretar en qué arma concentrar el esfuerzo industrial alemán se explican como consecuencia de esa opción fundamental destinada a derrotar a la Unión Soviética. Fue el Ejército de Tierra y no la Marina o la Aviación quien recibió principal apoyo de la industria alemana. El interrogante fundamental que se plantea desde el punto de vista histórico es si la Rusia soviética pudo darse cuenta de que iba a ser la destinataria de la ofensiva hitleriana y si, en efecto, previó el ataque. La respuesta a la primera cuestión es positiva, pues no sólo el desplazamiento de tropas sino también el cambio de actitud respecto a Finlandia así lo parecieron indicar. Pero, en cambio, Stalin no previó el ataque alemán. En gran medida la razón estriba en un dogmatismo ideológico que le hacía ver en el nazismo tan sólo una derivación del capitalismo de modo que el conflicto mundial no era otra cosa que el cruce inevitable de intereses económicos contrapuestos. De forma objetiva, a Alemania le interesaba la colaboración con Moscú, en especial en lo referente a los aprovisionamientos de muchas materias primas, alguna tan importante como el petróleo. Pero el dictador soviético tenía un argumento de pura lógica para no ver peligro alguno en una Alemania que tenía motivos sobrados para sentirse ahíta después de haber conseguido tan considerables triunfos. Cuando los soviéticos empezaron a sentir dudas no perdieron la confianza en solucionar la cuestión mediante conversaciones. La razón estriba en que el comportamiento de la Alemania nazi y la Rusia soviética fue, en el año precedente al ataque alemán, el habitual entre dos aliados. La URSS, por ejemplo, se benefició grandemente de la derrota francesa, pues de forma inmediata se anexionó los Países Bálticos y obligó a Rumania a cederle Besarabia y el Norte de Bucovina. No se trataba tan sólo de una mejora de su situación estratégica, sino que por este procedimiento obtuvo también casi veinte millones de habitantes más. Pero ni siquiera con eso quedaron colmadas sus ambiciones, porque indicó a Alemania que las tenía también respecto a Irán y Turquía, sin que, por parte de su aliado, se le pusiera obstáculo alguno para verlas cumplidas en un futuro. A cambio, al margen de la ayuda económica, la URSS comunicó a su aliado los intentos británicos de atraérsela y dio determinadas facilidades militares, principalmente en el Ártico. Incluso estuvo dispuesta a ingresar en el Pacto Tripartito, formado originariamente por Alemania, Italia y Japón, en enero de 1941. De haberlo hecho se hubiera producido la tremenda paradoja de que habría estado al lado de la España de Franco, que figuraba como miembro del tratado. La decisión fundamental de Gran Bretaña como consecuencia de la derrota francesa fue resistir, tal como ya se ha indicado. En los meses posteriores completó su estrategia con una voluntad de actuación periférica y la tenaz voluntad de conseguir el máximo apoyo posible por parte de los norteamericanos. La acción militar en la periferia se inscribía en la tradición histórica británica desde las guerras napoleónicas y era obligada por la insuficiencia de recursos y la necesidad de mantener el Imperio. En cuanto a la petición insistente de ayuda a los Estados Unidos, había venido precedida por el anudamiento de una estrecha relación de Churchill, siempre brillante a la hora de hacer previsiones, mientras fue responsable de la Marina británica, con el presidente norteamericano. La amistad entre ambos no tuvo sombras, hasta que en 1943 apareció Stalin como tercero en discordia y, así, pudo llegar a un grado de intimidad muy grande. Cuando se produjo la derrota francesa, Roosevelt había dado su aprobación a la destrucción de la flota de este país y, aunque se negó a pasar a la no-beligerancia, como le pedía el primer ministro británico, inició un giro que alinearía progresivamente a los Estados Unidos al lado de Gran Bretaña. Pero el presidente norteamericano no lo tuvo fácil en un principio. El aislacionismo era un sentimiento muy enraizado en su país y llegó a justificar posturas incluso susceptibles de ser entendidas como pura y simple traición. La falta de preparación norteamericana para un conflicto mundial era tan patente que este inmenso país disponía a comienzos de 1940 de un total de divisiones que equivalía a la tercera parte de las que Bélgica empleó en su defensa y de tan sólo 150 cazas, el equivalente de las bajas de un solo día de la Batalla de Inglaterra. Unas semanas antes de la derrota francesa, el Congreso había incluso disminuido el presupuesto bélico. En el verano de 1940, la situación cambió drásticamente. Ahora el legislativo norteamericano empezó a votar unos créditos superiores a los que el ejecutivo le solicitaba. Las decisiones fundamentales fueron tomadas entonces, aunque se desgranaran luego en actos concretos. En septiembre, los Estados Unidos cedieron cincuenta destructores a Gran Bretaña a cambio de una serie de bases en las Bahamas. A fin de año, por la Ley de Préstamo y Arriendo, se concedieron unas facilidades extraordinarias a Londres para sus adquisiciones y, con el nuevo año, los Estados Unidos declararon desear convertirse en "el arsenal de la democracia". Todas estas medidas fueron apoyadas por la población, que empezó a considerar inevitable la participación propia en el conflicto. En los primeros meses del año, además, los norteamericanos se decidieron a controlar la navegación por la mitad occidental del Atlántico y ocuparon Groenlandia. También habían empezado a elaborar planes bélicos conjuntos con los británicos, de acuerdo con los cuales en caso de conflicto ambos países concentrarían sus esfuerzos contra Alemania. Pero el rearme norteamericano hizo que los japoneses sintieran la tentación de adelantarse a su peor adversario. A todo esto, la evolución militar del conflicto había ampliado el escenario hacia África y los Balcanes. En ambos casos, la iniciativa fue italiana y se saldó con otros tantos fracasos que permiten decir que, ya en el verano de 1941, Italia se había convertido en un pesado fardo, más que en una verdadera ayuda para Hitler. En realidad, esto ya era previsible desde un principio. La preparación del Ejército italiano estaba muy por debajo de lo que eran las necesidades de una guerra moderna en lo que respecta a artillería antiaérea, carros y comunicaciones, pero esas debilidades se vieron multiplicadas por las limitaciones de su oficialidad y por la propensión de Mussolini a adoptar decisiones estratégicas que no tenían en cuenta todo lo mencionado. Impaciente por entrar en la guerra porque veía que, de no hacerlo, quizá no le resultara posible beneficiarse de su resultado, el Duce previó tan poco las consecuencias de su decisión que un tercio de la flota italiana no pudo alcanzar el refugio de sus puertos y se perdió. Tenía la idea de conseguir muchas ventajas con poco riesgo, pero cuando solicitó Niza, Saboya, Córcega, Túnez y Siria, se encontró con que este conjunto de peticiones chocaba con la voluntad de Hitler de mantener una Francia neutralizada. Se lanzó, entonces, a lo que él mismo denominó "una guerra paralela", en la que podría pretender llevar a cabo tantas iniciativas autónomas como Hitler. Pero entonces se descubrieron las debilidades de su potencia militar. Hitler llegó a pensar que debería haber tratado a Mussolini, a quien siempre apreció, con los métodos de una "brutal amistad", que le hubiera impuesto un comportamiento más sensato. Las derrotas italianas empezaron en el mar Mediterráneo, donde pronto se pudo apreciar que, aunque los datos cuantitativos de su Flota parecían igualarla a la británica, en realidad distaba mucho de ser así, dada la superioridad adversaria en aviación y radar. Desde fines de 1940 -batalla de Tarento- se pudo considerar que los británicos no tenían adversario marítimo en este escenario. La gran oportunidad de los italianos estuvo en África del Norte, donde tuvieron una ventaja inicial abrumadora respecto a sus adversarios. Su ataque en dirección a Egipto logró éxitos iniciales, pero pronto se detuvo por problemas de intendencia. El contraataque británico, con un número bastante reducido de carros, concluyó por expulsar a los italianos de Cirenaica. En marzo de 1941, Italia tuvo que aceptar la presencia del general Rommel en Libia al mando de tropas blindadas alemanas. Poco tiempo después, en mayo, los italianos eran derrotados en Abisinia, donde en un principio también habían tenido una clara superioridad. El secretario del Foreign Office británico, Eden, ironizó sobre los italianos parafraseando el comentario de Churchill sobre la Batalla de Inglaterra: "Nunca tantos se habían rendido a tan pocos". Mussolini, ante las primeras derrotas, tomó la resolución más inoportuna que cabía imaginar. Imitando la política alemana de agresiones por sorpresa, se lanzó a una ofensiva contra Grecia en octubre de 1940, donde muy pronto se vio en situación apurada. Se ha atribuido a esta decisión un papel fundamental en el curso de la guerra, al haber distraído a Hitler del Mediterráneo occidental, donde podría haber obtenido mejores resultados contra el adversario británico, pero, en realidad, Alemania estaba interesada tan sólo en la ofensiva en el Este y quería, a lo sumo, guardarse los flancos de cara a ella. La única ventaja que obtuvo Hitler del ataque italiano a Grecia nació de un error cometido por los británicos. Creyeron éstos que la resistencia griega y un golpe de Estado en Yugoslavia les daban la posibilidad de iniciar un frente periférico en los Balcanes y, en vez de liquidar la presencia italiana en el Norte de África, enviaron unas decenas de miles de hombres para ayudar a los griegos. Pero, al desembarcar en el continente, descubrieron que tenían adversarios peores. Toda la fuerza del Ejército alemán fue empleada sucesivamente contra Yugoslavia en primer lugar y, luego, contra Grecia desde Bulgaria. En tan sólo el mes de abril, ambos países fueron aplastados, el primero de ellos con apenas dos centenares de muertos alemanes. Yugoslavia fue, además, dividida y desmembrada entre sus ansiosos vecinos. Grecia, que había aguantado el ataque italiano, fue arrollada por los alemanes. Todavía los británicos debieron sufrir una derrota ulterior porque, entre mayo y junio, los paracaidistas alemanes, con una operación audaz, ocuparon Creta. Sin embargo, las fuertes bajas que sufrieron imposibilitaron ulteriores utilizaciones de esta novedosa arma. Es muy probable que para Hitler hubiera sido mucho más rentable su uso en Malta, desde donde, caso de haberla ocupado, hubiera puesto en peligro los convoyes británicos en el Mediterráneo. Pero, al menos, cuando se iniciaba el verano de 1940, Alemania había protegido su flanco para la operación que siempre consideró esencial: la ofensiva hacia el Este.
contexto
La política romana hacia el mundo griego presenta una serie de particularidades que no se observan en sus relaciones con otros pueblos, sea Cartago, Hispania o las tribus gálicas. Las razones de esta peculiar actitud de Roma hacia Grecia, sin duda son varias y de orden diverso. Una de ellas sería el sentimiento filohelénico de Roma. No sólo había tenido siempre el convencimiento de hallarse frente a una cultura superior a la propia, sino que siempre había considerado importante la opinión griega sobre su política o sobre sí mismos. La admiración de Roma hacia Grecia se tradujo perfectamente en su propia voluntad de insertarse históricamente en ese mundo y vincular sus propios orígenes con la historia griega. Por otra parte, el Senado estaba entonces controlado por una aristocracia culta y muy helenizada: el grupo de los Escipiones, Flaminios, etc. Esta helenización hizo más factible la cooperación entre las élites griega y romana. El saqueo de Siracusa en el 212 marca, según Polibio, el inicio del gusto por el arte griego e innumerables estatuas y pinturas fueron trasladadas a Roma en los años siguientes. También la educación en Roma se había ajustado a la paideia griega. Paulo Emilio proporcionó a sus hijos una serie de maestros griegos. En esos años había en Roma no sólo muchos profesores griegos, sino también filósofos. A título de anécdota, cuando en el 155 llegaron a Roma varios representantes de diversas escuelas filosóficas de Atenas con el fin de dar una serie de conferencias que tuvieron entre los jóvenes romanos un enorme éxito, Catón, que era un romano típico y tradicionalista, presionó al Senado para que los filósofos en cuestión fueran despachados a Atenas. En su opinión, la filosofía era un galimatías sin más, que apartaba a los jóvenes de las enseñanzas importantes: las leyes y las magistraturas. Roma, hasta mediados del siglo II a.C., no se planteó la posibilidad de establecer un dominio político directo ni una ocupación territorial en Grecia. Pero las razones no residen sólo en el filohelenismo romano. En primer lugar, la propia complejidad de la política griega sin duda aconsejó aplicar el método proteccionista o tutelar, que se adecuaba mucho mejor a Grecia que, por ejemplo, a Hispania por la inconsistencia política de las distintas poblaciones hispanas. El objetivo principal estribaba en impedir que se creasen estados potentes -como inicialmente Macedonia- y expansionistas que rompieran el equilibrio griego y al mismo tiempo pudiesen constituir un peligro para la propia seguridad de Roma. Así, proclamada la autonomía, más que la libertad, de Grecia -aúnque esto no impidió que Roma suscribiese tratados con varias ciudades griegas que las obligaban a proporcionar ayuda en caso de guerra- Roma tenía las espaldas libres para enfrentarse con Oriente, mientras que en Occidente, se avanzaba en la conquista de Hispania, objetivos ambos mucho más rentables económicamente para Roma.
termino
acepcion
Así se denominaron los combates pactados entre los integrantes de la Triple Alianza azteca -Tenochtitlan, Tezoco y Tlacopan- y la alianza de Tlaxcala, Cholula y Huexotxingo. Estas guerras se han interpretado como un campo de entrenamiento para los guerreros y una forma de conseguir prisioneros que luego serían sacrificados a los dioses.
contexto
Uno de los acuerdos de Westfalia que tendrá mayor importancia en el futuro europeo será que todos los firmantes de los tratados serán garantes de ellos, por lo que Francia y Suecia tendrán derecho a intervenir en los asuntos internos del Imperio, so pretexto de salvaguardar su cumplimiento. Por otra parte, Francia también se había asegurado en Westfalia de que el emperador no pudiese ayudar a España en la guerra que quedaba pendiente entre ambas potencias, aun cuando los Países Bajos y el Franco Condado formaban parte del imperio. Sin embargo, ambos contendientes estaban sumidos en graves problemas internos que les impidieron dar una rápida solución al conflicto, alargado por diez años. España había aprovechado la Fronda para recuperar algunas plazas, pero sus mismas fuerzas se encontraban desde 1640 divididas entre los Países Bajos, Portugal y Cataluña. Y aún empeoró la situación al romperse las negociaciones para un tratado de amistad con Inglaterra, que le exigía a cambio el derecho a comerciar libremente con las Indias. La negativa española llevó a la apertura de hostilidades, en las que perdió Jamaica en 1655, y a la alianza militar franco-inglesa del mismo año. Tanto por mar como por tierra, ambos aliados pusieron en una situación difícil a España, a la que no pudo ayudar el emperador Leopoldo III ante el veto de la Dieta, varios de cuyos miembros habían formado una Liga por la Paz, a la que se unió Francia en 1658 para aislar a su contrincante. La victoria francesa de las Dunas (1658) y su avance hacia Bruselas llevaron a España a acelerar las negociaciones de paz, que tuvieron lugar en la isla de los Faisanes del Bidasoa, en 1659. El Tratado de los Pirineos es absolutamente lesivo para España, que ha de ceder a Francia el Rosellón y parte de la Cerdaña, el Artois y una serie de plazas en Flandes (Gravelinas), Henao (Mariemburgo) y Luxemburgo (Montmédy, Thionville), a cambio de que Francia dejase de prestar apoyo a los sublevados de Cataluña y Portugal. El matrimonio de la infanta María Teresa con Luis XIV completó el tratado, aunque con la renuncia de aquélla a sus derechos hereditarios a la Corona española, siempre que se pagase la dote de 500.000 escudos de oro, condición no cumplida que en el futuro permitiría a Francia reclamar el trono. La Paz de los Pirineos supuso el hundimiento de España, que quedó relegada ante el ascenso de Francia, que dominará las relaciones internacionales del occidente europeo durante el resto del siglo.