Terminada la pacificación de las Galias, César solicitó (estando aún en las Galias) el beneficium de poder optar al consulado en ausencia para el año siguiente, el 49 a.C., y conservar la provincia de la Galia Cisalpina hasta finales del mismo año. El derecho o no a la candidatura in absentia es aún objeto de controversias históricas y podemos incluso aceptar que la negativa de Catón a que se presentase su candidatura en tales condiciones se atenía a la legalidad. Pero el desafío era evidente, puesto que en varias ocasiones se había aceptado esta práctica y además los tribunos habían emitido una ley -desatendida- que permitía la candidatura de César en ausencia. Su segunda petición fue también desatendida y el cónsul del 50 le ordenó que depusiese inmediatamente su poder y regresase a Italia en una fecha arbitraria, en noviembre. Si se negaba a hacer entrega de su mando se le declararía enemigo público. Las intenciones senatoriales respecto a César eran evidentes: se trataba de poner fin a su vida real o política, de colocarlo en la tesitura de elegir entre la guerra civil o el regreso a Roma sin dilación. En el primer caso, la confianza de los nobiles en que Pompeyo acabaría con él, era absoluta. Pompeyo mismo había asegurado al Senado que, aunque las legiones que se le habían asignado a él estuvieran en Hispania (puesto que era aún gobernador de Hispania, aunque la gobernara a través de sus legados, Afranio y Petreyo) no había nada que temer de César: "Con un sólo taconazo que dé en el suelo de Italia -dijo- todas las legiones se alzarán en apoyo nuestro".En el segundo caso, a César le constaba que supondría una muerte política al estilo de la sufrida por Gabinio, Lúculo y tantos otros. Se le juzgaría por un motivo u otro y se le declararía culpable de la acusación, cualquiera que ésta fuese: malversación de fondos, violación de tratados senatoriales con pueblos galos... Ya en el 51 a.C., el cónsul M. Claudio Marcelo se había opuesto a la colonización de César en la Galia Transpadana -donde había fundado entre otras colonias Novocomo, la actual Como- negando a los colonos el derecho de ciudadanía. En el 49 a.C., César fue sustituido en el consulado por su peor enemigo, L. Domicio Ahenobarbo. César hizo lo posible por evitar la guerra civil. Intentó negociar con Pompeyo y recurrió a ofertas conciliadoras, reforzadas por la mediación o el veto a determinadas propuestas anticesarianas, de tribunos amigos como C. Escribonio Curión, Q. Casio Longino o Marco Antonio. Devolvió a Pompeyo una de las legiones que se hallaban bajo su mando y entregó otra como contribución a la guerra contra los partos. A comienzos del 49 a.C. César propuso un ultimátum al Senado: que él mismo y Pompeyo depusieran sus imperia, sus poderes, a cambio de garantías que les permitieran renovar su candidatura al consulado. El ultimátum fue rechazado y el Senado elaboró un senadoconsulto por el que declaró hostis, a César, enemigo público. Pero los cálculos de los enemigos senatoriales de César habían sido erróneos. César había sido fiel a su imagen de popular, pero contaba no sólo con el apoyo del pueblo, sino de una gran parte del Senado. En palabras de Syme, sólo una minoría temeraria y partidista falseaba los verdaderos deseos de una mayoría del Senado. Muy pronto comprobaron que las oligarquías de las diversas ciudades de Italia ni se levantaban contra el invasor ni se prestaban a defender la autoridad del Senado. El propio Pompeyo comprobó que las legiones imaginadas no acudían a su llamada y ni siquiera en el Piceno, donde tenía grandes clientelas, pudo constituir un ejército personal. Por el contrario, éstos se pasaron al enemigo. Esta situación, junto con la velocidad y la organización de César, decidió que la guerra se librase en otros escenarios: España, África y Grecia principalmente, aunque fueron reclutadas también tropas en las provincias orientales.
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Tras la paz de Cateau-Cambrésis, Francia y España habían enterrado las viejas hostilidades e inaugurado un período de obligadas buenas relaciones, llevadas por la necesidad del frente común ante el peligro reformista. Pero las guerras de religión francesas y la debilidad de la posición de la dinastía Valois habían obligado a la reina Catalina de Médicis y a sus hijos a intentar un difícil equilibrio entre católicos y hugonotes, sorteando el peligro de quedar excesivamente dependientes de uno de los dos bandos. Ello obligaba a vaivenes en sus relaciones con España y a que no hubiese ni una amistad ni una enemistad abiertamente declaradas. La muerte sin sucesión de Enrique III en 1589, asesinado por el dominico Jacques Clément, y la posibilidad de que le sucediese el hugonote Enrique de Borbón, rey de Navarra, cambiaron la situación, y Felipe II se vio obligado a oponerse, con las armas si era preciso, a una candidatura que supondría un refuerzo de los rebeldes flamencos. Una vez más planteó los derechos de su hija Isabel Clara Eugenia, como nieta mayor de Enrique II, y para apoyarlos ordenó en 1590 la invasión de Francia por las tropas situadas en los Países Bajos, al estar el ejército de España ocupado en la rebelión aragonesa. Aunque España consiguió en la guerra victorias parciales, como la ocupación de Calais en 1596, era difícil enfrentarse a la vez a Inglaterra, Francia y los Países Bajos. La necesidad de acordar la paz con Enrique IV era obligada, si se quería tener alguna posibilidad de éxito frente a los otros dos contendientes, y los posibles beneficios de una victoria no podían suplir el grave deterioro de tropas y finanzas. Así, en mayo de 1598 se firmó en Vervins la paz con Francia, por la que España le devolvía las plazas ocupadas sin apenas más contrapartida que encontrarse las manos libres para enfrentarse con los Países Bajos, a quienes sin embargo Francia siguió apoyando en la medida de sus posibilidades.
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Mientras Filipo vivía su aventura con Roma, Antíoco había comenzado a cumplir su parte del acuerdo con Filipo y se había pertrechado para la ofensiva contra Egipto. En poco tiempo había conseguido conquistar la Celesiria. En su objetivo -restaurar el imperio de su antepasado, Seleuco, desde la Tracia hasta el Indo- había avanzado bastante. Obviamente, uno de los estados que tendría que dominar para lograr tal propósito era Pérgamo, separado del imperio seléucida hacía un siglo por un rebelde. Pero la alianza de Atalo y los romanos decidió a Antíoco a aplazar esa guerra. No obstante, esta reconquista exigía también que Antíoco sometiera a las antiguas ciudades seléucidas que posteriormente habían pasado al control de Macedonia y Egipto. Así, Efeso, Esmirna y Lámpsaco, entre otras. Roma, en realidad Flaminio, que actuaba como defensor, casi rey, de las ciudades griegas le prohibió que pasara a Europa, prohibición que no fue considerada en absoluto por Antíoco. En el 196 a.C. se adueñó de Sesto y decidió reconstruir Lisimaquia, desierta y medio destruida. De nuevo, una delegación de Roma le comunicó la voluntad del Senado de verlo partir hacia Asia, lo que no entraba en los planes de Antíoco, que en ese momento era el monarca más importante de Oriente. Su dominio directo y sus alianzas -selladas muchas veces a través de matrimonios, como el de su hija Cleopatra con Ptolomeo V- se extendían a toda Asia y a Egipto. Cuando en el 194-193 los romanos le propusieron dejarle que actuase libremente en Asia, con tal que abandonara Tracia, se aceptaba una verdadera división de los dos mayores imperios de la época. No obstante, existía el peligro de que Antíoco se convirtiera en el catalizador de todos aquellos que abrigaban sentimientos antirromanos. Aníbal se había refugiado junto a él en el 195 y los etolios que, decepcionados por la ingratitud romana, se habían convertido en irreductibles enemigos de Roma, también habían decidido aproximarse a Antíoco. Estos últimos, aliados con Nabis, habían comenzado a atacar a las ciudades de la Liga Aquea, al poco de partir las legiones romanas de Grecia. Los etolios se adueñaron, además, de la ciudad de Demetrias. Flaminio, que veía toda su obra en peligro, decidió actuar contra los etolios, pero éstos pidieron ayuda a Antíoco, solicitándole como estratega y, sorprendentemente, éste aceptó. Los historiadores antiguos acusan a Aníbal de haber convertido a Antíoco en un adversario de Roma, pero esta razón parece muy simple. Tal vez él esperaba que las ciudades griegas se vincularan más fácilmente a él que a una potencia occidental como Roma. Sea como fuere, a lo largo de todo un invierno no consiguió someter a Tesalia y mientras se dirigía a Acarnania, el ejército romano, a cuyo frente iba el cónsul Acilio Glabrión, desembarcaba en Apolonia. Reforzado su ejército con tropas macedónicas, se dirigió hacia las Termópilas. M. Porcio Catón, que servia como legado en el ejército de Acilio Glabrión, se inspiró en la estrategia de la histórica batalla contra los persas. Antioco fue derrotado y se refugió en Efeso a fin de preparar la resistencia. En Roma se planteaba con suma viveza el debate sobre si continuar la campaña en Oriente o no. Muchos senadores se manifestaban contrarios a una aventura oriental que superaba con mucho sus ambiciones de controlar el Mediterráneo occidental. Pero el grupo de los Escipiones logró convencer a la mayoría de los senadores de que la paz exigía doblegar al seléucida y llevar a Aníbal a Roma. Poco a poco se fue abriendo paso la idea de una guerra más amplia, de una mentalidad claramente imperialista, cuyo fin, como señala Polibio, sería la conquista del mundo. Este cambio de objetivos explica que el Senado diera el mando del ejército a L. Cornelio Escipión, actuando como legatus su hermano Escipión el Africano. Ambos, claros representantes de esta voluntad imperialista de Roma. En el 190 a.C. comenzaron las operaciones, contando con la alianza de Pérgamo- ahora bajo la autoridad de Eumenes, hijo de Atalo- Rodas y Macedonia. La batalla definitiva tuvo lugar en Magnesia del Sípilo y Antíoco hubo de aceptar las condiciones de paz impuestas por Roma: el rey sirio abandonaría todas las posesiones en Asia Menor hasta el Tauro, entregaba la mayoría de su flota y sus elefantes y se le imponía una elevada indemnización de guerra. Aníbal logró huir y encontró refugio en Bitinia. El tratado fue firmado en Apamea, en el 188 a.C. Las ciudades minorasiáticas que habían estado sometidas a los seléucidas pasaron a ser tributarias de Eumenes de Pérgamo, pagándole así Roma su lealtad. El sistema moral romano implicaba que cada beneficium había de ser contrarrestado por un officium, o sentido del deber. Ciertamente se esperaba que estos estados libres actuaran conforme a los deseos romanos. Este era el tipo de alianzas que Roma mantenía. Los etolios, por el contrario, considerados por el Senado aliados poco seguros, engañosos y principales responsables de la falta de paz entre las ciudades griegas, fueron obligados al pago de una indemnización de 500 talentos y aúnque la Liga Etolia no fue disuelta, se les obligó -mediante un foedus- a no tener más enemigos ni amigos que los de Roma. Esto suponía, en esencia, la privación de libertad política. Las relaciones de Roma con las diversas ciudades griegas, litigantes entre sí, comenzaron a agitarse en la primera mitad del siglo II. A partir de entonces la política romana cambia sustancialmente respecto a Grecia, pero ya en esta época- antes de la guerra contra Perseo- se fue debilitando en Roma el sentimiento filohelénico.
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Para entender el significado de las guerras que desde el 89 hasta el 63 mantuvieron Roma y el estado del Ponto, siendo rey de éste Mitrídates VI Eupator, es necesario tener en cuenta una serie de factores que constituyen no sólo el cuadro sino la razón última de las mismas. En primer lugar la personalidad del propio rey. Desideri ha destacado el hecho significativo de que el propio Apiano haya titulado su relato de tales guerras con el nombre de Mitridáticas, en vez de recurrir a la fórmula normal de aludir al ámbito geográfico o étnico (Guerra líbica, Guerra ibérica, Guerra de las Galias, etc.). El reino del Ponto (que tomó su nombre de la denominación griega del mar Negro) era uno de los estados helenísticos que se constituyeron después de la muerte de Alejandro Magno, como reino independiente desde el 301 a.C. bajo Mitrídates I. Al sur del Ponto estaban Galacia y Capadocia, cuya historia era similar a la del Ponto. Al Este estaba el reino de Armenia y al norte de Galacia estaba el reino de Bitinia, colindante con la provincia romana de Asia -antiguo reino de Pérgamo-. De todos estos reinos, el Ponto (gobernado por una dinastía de reyes llamados todos Mitrídates) fue el que más prosperó. Parte de la Galacia y la Capadocia habían permanecido durante bastante tiempo bajo el poder del Ponto. A la muerte de Mitrídates V, fiel aliado de Roma cuando ésta pasó a controlar Pérgamo, le sucedió su hijo Mitrídates VI. De él se cuentan multitud de anécdotas, entre ellas que había logrado inmunizarse a toda clase de venenos (cosa poco verosímil), que hablaba veintidós lenguas y tenía una vasta cultura helenística... Cuando tomó el poder fortaleció la posición de su reino extendiéndose por las costas septentrionales del mar Negro (península de Crimea) y la Cólquida. Reafirmó, asimismo, su posición sobre Galacia y Capadocia y creó una estrecha alianza con Armenia. El Ponto, convertida en la mayor potencia de Asia Menor -excepto Roma-, sin duda era observada recelosamente por los romanos, sobre todo por el hecho de que su rey mantenía una posición de independencia y no parecía dispuesto a asumir la condición de estado cliente de Roma. En segundo lugar, la provincia de Asia desde la época de los Gracos era la sede de una red de intereses económicos muy amplios, y los negotiatores habían demostrado sistemáticamente su predisposición a todo tipo de prevaricaciones para mantenerlos o elevarlos. Las sociedades de publicanos se enriquecieron y fortalecieron, gracias a la percepción de impuestos en la provincia de Asia, hasta convertirse en una fuerza independiente y con enorme capacidad de presión. Uno de los personajes más corruptos de la historia de Roma, Cayo Verres, al que Cicerón acusó, pese a las presiones en contra del Senado, por haberse excedido en sus prácticas de extorsión, robos y turbios negocios, sirve como ejemplo de los excesos a los que en Asia -y en otras provincias- podía llegarse con total impunidad, puesto que la acusación de Cicerón se debió a las denuncias de los sicilianos cuando Verres, después de haberse enriquecido inmensamente en Asia, fue nombrado gobernador de Sicilia en el 74 a.C. En el 67 a.C. el propio Cicerón, en su discurso a favor del encargo de la guerra mitridática a Pompeyo, desvela las razones últimas de esta guerra al señalar que la proximidad de un estado poderoso y antirromano producía miedo en los provinciales de Asia y el miedo se traducía en menores beneficios: "¿Cuál creéis que es el estado de ánimo de los que pagan los impuestos o de los que los perciben y atesoran, cuando están cerca dos reyes (Mitrídates y su aliado Tigranes de Armenia) con grandísimos ejércitos, cuando una sola incursión de caballería puede en un momento hacer desaparecer el tributo de un año entero?". La provincia romana de Asia era la base de un extenso negocio de relaciones comerciales en toda Anatolia. Los abusos cometidos por los publicanos decidirán posteriormente a César a restringir los poderes de éstos en Asia. Por otra parte, la política imperialista de Roma en estos momentos estaba basada, tal vez más que nunca, en la acumulación de territorios. Los niveles de éxito de los generales tardorrepublicanos se alzaban a medida que crecía el Imperio. Las grandes hazañas eximían, además, a estos poderosos de las restricciones legales que atañían a los demás: podían ser designados cónsules durante varios años ininterrumpidamente... Sólo cuando posteriormente estallaron las rivalidades que condujeron a la guerra civil, los romanos pudieron ver hasta qué punto el incremento del poder y las riquezas de Roma habían quebrado la moralidad tradicional y hasta qué punto las enormes oportunidades de engrandecimiento personal de los individuos amenazaban al Estado. En esta coyuntura, Mitrídates hubiera debido seguir el consejo que Mario le dio en el 98 a.C., cuando éste se hallaba en Asia, retirado de la política: "¡Oh rey! Intenta lograr una fuerza superior a la de los romanos o, si no cállate y haz lo que se te ordene!".El problema fue que Mitrídates no estaba dispuesto a hacer lo que se le ordenara ni a tolerar un poder como el romano, que sólo aceptaba tener súbditos en torno a sí. El mantenimiento de su propia dignidad política hacía inevitable la guerra y tal vez Mitrídates lo sabía cuando, en el 88 a.C., invadió Bitinia, episodio que desencadenó las hostilidades. Roma ordenó firmemente a Mitrídates que se retirase de Bitinia y éste, no tan sorprendido quizás como podría suponerse, contestó que era increíble que negasen a los demás el derecho de guerra. Ellos, que todo lo que habían obtenido era el resultado exclusivo de la guerra. No obstante, Mitrídates se retiró, pero no aceptó pagar la indemnización que Roma le exigía. Esta negativa no explica la actuación posterior de Roma ordenando a Nicomedes III de Bitinia invadir a su vez el Ponto, si prescindimos del concepto de hegemonía en el que se basaba el sistema político romano y que era el de una clientela internacional y de la avidez de los propios funcionarios de Asia. Mitrídates, tras pedir inútilmente que Roma castigase la agresión de su amigo el rey de Bitinia, decidió no sólo atacar a Capadocia, sino realizar una marcha -que resultó triunfal- hasta la costa egea, incluida la provincia de Asia, instalándose en Éfeso. Mitrídates comenzó su estrategia -o tal vez su esperanza- de concentrar todo el anti-romanismo disperso en Oriente y ofrecer la posibilidad de convertirlo en una venganza agresiva. Así se explica la orden terrible de Mitridates de dar muerte a todo ciudadano romano o itálico que estuviese en Asia. El número de muertos parece que alcanzó los 80.000. Apiano relata la minuciosidad con que se llevó a cabo la tremenda masacre, añadiendo que si Asia actuó así no fue tanto por miedo a Mitrídates como por odio a Roma. Mitrídates apareció ante los griegos de Grecia y de Asia como el rey vengador de estos frente a Roma, llamado a liberarlos de la tiranía y opresión romana. El siglo I a.C. fue una época terrible para muchas ciudades griegas. Sila había recaudado grandes sumas, inicialmente para financiar la guerra civil y, después, para castigar la deslealtad de éstas en la guerra mitridática. Las deudas los convirtieron en víctimas de los prestamistas romanos. Hacía ya tiempo que habían cesado los honores que, desde los días de la llamada liberación de Grecia, tanto se habían prodigado a los destacados personajes romanos filo-helénicos. Pero, como es sabido, Roma siempre utilizó como estrategia, en su política de expansión, buscar la alianza con las aristocracias locales. Incluso en esta época de depresión para el Este, muchos miembros de la clase alta consiguieron grandes ventajas privadas y públicas, llegando incluso a adquirir cierto poder en Roma, como es el caso de Teófanes de Mitilene, amigo de Pompeyo. Así, Mitrídates se vio obligado a buscar la adhesión del único sector que en el Este no había sacado ninguna ventaja del dominio romano: el pueblo. Para fortalecer esta adhesión, tomó medidas tales como la condonación de las deudas y la liberación de esclavos, lo que llevó a que las oligarquías se alarmaran ante una situación que, evidentemente, no suponía para ellos sino perjuicios. Esto hizo que se prestasen a ayudar a Roma con todos los hombres de que pudieron disponer. En Atenas, el filósofo Aristión o Atenión, asumió la condición de estratego al servicio de Mitrídates y restableció el antiguo sistema democrático. Delos -destruida en un ataque conjunto de Mitrídates y Aristión- pasó a la soberanía de Atenas. La respuesta militar de Roma se retrasó por el enfrentamiento que tenía lugar allí entre Sila y los partidarios de Mario. Mientras los comicios de la plebe habían elegido a Mario para comandar un ejército contra Mitrídates, Sila había sido designado por el Senado. Finalmente, fue Sila quien, después de su marcha contra Roma y la huida de Mario y Sulpicio Rufo, tomó la dirección de las tropas para enfrentarse a Mitrídates. En el 87 a.C., Sila desembarcó en Grecia e inició una marcha hacia el Este durante la cual infligió duros golpes a muchas ciudades griegas desleales. En su impaciencia por volver a Roma para restablecer el orden, Sila concluyó un tratado de paz con Mitrídates en Dardano, en el año 85. En él se imponía el abandono de todos los territorios ocupados. Sila, al regresar a Roma, dejó a L. Licinio Murena en Asia con el encargo de mantener la paz. Pero éste reanudó las hostilidades contra Mitrídates cuando le pareció oportuno, invadiendo el Ponto en el año 83 a.C. sin que se hubiesen producido acontecimientos nuevos que justificasen la agresión. Mitrídates elevó protestas al Senado de Roma y Murena, con menos gloria de la que había pretendido alcanzar, regresó a Roma en el 81 a.C. Cuando en el 74 a.C. murió el rey Nicomedes de Bitinia, éste dejó como heredero de su reino al pueblo romano, pasando Bitinia a convertirse en una nueva provincia romana. La ampliación del territorio romano en Oriente hacía más necesaria que nunca la eliminación del peligroso Mitrídates. Éste, por su parte, se encontraba en el 73 a.C. con un tratado de paz suscrito con Sila diez años antes y que el Senado romano no se había dignado ratificar, con una violación injustificada de la paz acordada y con una nueva provincia de Roma en Asia que rompía definitivamente el ya precario equilibrio de las monarquías helenísticas de Oriente. Consideró Mitrídates que había llegado el momento de ejercer su derecho a la autodefensa y declaró que ese legado carecía de validez y, sin gran resistencia, ocupó Bitinia. La nueva fase de la guerra mitridática la llevó a cabo L. Licinio Lúculo. Éste emprendió una acción firme, derrotó a Mitrídates en una serie de batallas y le obligó a replegarse hacia el Ponto. A finales del 83 a.C., invadió el Ponto mismo y obligó a Mitrídates a huir hacia Armenia, donde su yerno Tigranes lo recibió. Éste, tal vez impresionado por las victorias romanas, podía haberlo entregado, pero los embajadores romanos que en el 70 a.C. fueron a Tigranocerta, la capital de Armenia, se mostraron excesivamente arrogantes y provocadores y Tigranes prefirió luchar .En poco tiempo Lúculo invadió Armenia, apoderándose de la capital en el 69 a.C. Mitrídates y Tigranes se vieron obligados a huir hacia el Este y Lúculo inició su persecución a través de las montañas de la Gran Armenia. Esta audacia insensata, que significaba la marcha a través de escarpadas montañas, unida tal vez a la impopularidad de Lúculo entre el ejército, provocó la rebelión de las tropas. Lúculo fue llamado a Roma en el 66 y, pese a la oposición de los populares, obtuvo su triunfo y la designación de Póntico. Posteriormente se dedicó principalmente a la gastronomía. La última fase de las operaciones fue conducida por Pompeyo. Éste derrotó fácilmente al ejército de Mitrídates que, de nuevo, se vio obligado a huir hacia el Este y buscar refugio en Armenia. Pero Tigranes ya había renunciado al derecho a una existencia política independiente y había aceptado la dominación romana. Mitrídates huyó hacia el norte del mar Negro y Pompeyo no juzgó necesaria su persecución. Durante algún tiempo Mitrídates intento reunir un ejército en Crimea y reemprender su guerra contra Roma, pero la inutilidad de ésta empezaba a ser evidente incluso para el propio Mitrídates que, en el 64 a.C. vio convertido su reino en provincia romana, además de Cilicia que pasó también a ser provincia de Roma. En el 63 a.C. se suicidó y puso fin a su largo reinado de 53 años. El fracaso de Mitrídates se debió principalmente a la superior capacidad militar de Roma, pero también a la concepción política de la Roma tardorepublicana, decidida a eliminar la pluralidad de formas estatales reconduciéndolas a un orden mundial que garantizase los intereses generales, la paz y la seguridad del mundo romano. En esta concepción está ya presente la idea del imperium que Augusto consignará definitivamente.
Personaje
Otros
Comerciante sevillano, se asoció en 1499 con su hermano Luis y con Pero Alonso Niño para emprender un viaje comercial a las Indias. Fletó una carabela, a la que llenaron de distintas mercaderías, recorriendo el litoral del caribe sudamericano, donde consiguió canjearlas por perlas y metales preciosos. A su vuelta a España, su socio Pero Alonso fue procesado por no pagar la quinta parte del botín, legalmente correspondiente al rey.
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Guerra de Accapichtlan Viendo los mexicanos que les iba mal con los españoles, se las tenían con los de Chalco, que era tierra muy importante, y en el camino para Tlaxcallan y a Veracruz. Los de Chalco llamaron a los de Huexocinco y Huacacholla para que les ayudasen, y pidieron a Cortés españoles. Él les envió trescientos, y quince caballos, con Gonzalo de Sandoval; el cual fue, y en llegando acordó de ir a Huazytepec, donde estaba la guarnición de Culúa que hacía el mal. Antes de que allí llegasen les salieron al encuentro los de la guarnición, y pelearon. Mas no pudiendo resistir la furia de los caballos ni las cuchilladas, se metieron en el lugar, y los nuestros tras ellos, los cuales mataron allí dentro muchos, y a los demás vecinos les echaron fuera, que como no tenían allí mujeres ni hacienda que defender, no reparaban. Los españoles comieron, y dieron de comer a los caballos, y los amigos buscaban ropa por las casas. Estando así oyeron el ruido y gritería que traían los contrarios por las calles y plaza del pueblo. Salieron a ellos, pelearon, y a fuerza de lanzadas los echaron otra vez fuera y los siguieron una gran legua, donde hicieron gran matanza. Dos días estuvieron allí los nuestros, y luego fueron a Accapichtlan, donde también había gente de México. Les requirieron con la paz; mas ellos, como estaban en lugar alto y fuerte, y malo para los caballos, no escucharon; antes bien tiraban piedras y saetas, amenazando a los de Chalco. Los indios, nuestros amigos, aunque eran muchos, no se atrevían a acometer. Los españoles arremetieron nombrando a Santiago, y subieron al lugar y lo tomaron, por más fuerte y defendido que fue. Es verdad que quedaron muchos de ellos heridos de piedras y varas. Entraron tras ellos los de Chalco y sus aliados, e hicieron grandísima carnicería de los de Culúa y vecinos. Otros muchos se despeñaron a un río que pasa por allí. En fin, pocos escaparon de la muerte; y así, fue señalada la victoria ésta de Accapichtlan. Los nuestros padecieron en este día mucha sed, así del calor y trabajo de la pelea, como porque aquel río estaba teñido en sangre, y no pudieron beber de él en un buen espacio de tiempo, y no había otra agua. Sandoval se volvió a Tezcuco, y los otros cada uno a su casa. Mucho sintieron en México la pérdida de tantos hombres y tan fuerte lugar, y volvieron a enviar sobre Chalco nuevo ejército, mandándole diese batalla antes de que los españoles lo supiesen. Aquel ejército se dio tanta prisa en hacer lo que Cuahutimoccín le mandaba, que no dio lugar a sus enemigos de esperar socorro de Cortés, como lo pedían y esperaban. Mas los de Chalco se juntaron todos, aguardaron la batalla, y fácilmente la vencieron con ayuda de los vecinos. Mataron a muchos mexicanos, y prendieron cuarenta, entre los cuales había un capitán, y arrojaron de su tierra a los enemigos. Por tanto mayor se tuvo esta victoria, cuanto menos se pensaba. Gonzalo de Sandoval volvió con los mismos españoles que antes a Chalco. Se dio prisa por llegar antes de que la batalla se diese; mas cuando llegó, ya estaba dada y vencida; y así, se volvió con los cuarenta prisioneros. Con estas victorias de Chalco quedó libre y seguro el camino de México a Veracruz, y después vinieron a Tezcuco los españoles y caballos que arriba dije, y trajeron muchas ballestas, escopetas, pólvora y balas, y otras cosas de España, con lo que nuestro ejército recibió tanto placer cuanta necesidad tenía; y dijeron que habían llegado otras tres naos con alguna gente y caballos.
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Guerra de Chamolla El 8 de diciembre del año 23 envió Hernán Cortés a Diego de Godoy con treinta de a caballo y cien españoles a pie, dos tiros y mucha gente de amigos, a la villa del Espíritu Santo, contra algunas provincias de allí cerca, que estaban rebeladas. No le dio más gente por estar aquella tierra entre Chiapa y Cuahutemallan, donde iba Pedro de Albarado, y entre Higueras, adonde luego había de partir Cristóbal de Olid. Diego de Godoy fue e hizo su camino muy bien, y con el teniente de aquella nueva villa hizo algunas entradas y correrías. Llegó a Chamolla, que es un buen pueblo, cabecera de provincia, fuerte y puesto en un cerro, donde los caballos no podían subir, y tiene una cerca de tres estados de alto: la mitad de tierra y piedra, y la otra mitad de tablones. La combatió dos días consecutivos con muy gran peligro y trabajo de sus compañeros. La tomó al fin, porque los vecinos tomaron su ropa y huyeron, viendo que no podían resistir. Al principio de ser combatidos echaron un pedazo de oro por encima del adarve a los españoles, haciendo burla de su codicia y locura; y dijeron que entrasen a por aquello, que tenían mucho. Para irse arrimaron muchas lanzas a la cerca, para que los de fuera pensasen que no se iban; pero ni aun con todo esto lo pudieron hacer sin que antes lo supiesen los nuestros; los cuales entraron, mataron y prendieron a muchos de ellos, de estos últimos especialmente mujeres y muchachos. No fue grande el despojo, pero fue mucho el bastimento que allí se tomó. La principal arma era la lanza, y unos paveses rodados de algodón hilado, con que se cubrían el cuerpo, y que para caminar arrollan y para pelear extienden. Chiapa, Huehueiztlan y otras provincias y ciudades se visitaron y hollaron en esta jornada de Godoy; pero no hubo cosas notables.
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Guerra de Cuahutemallan De Utlatlan fue Albarado a Cuahutemallan, donde fue recibido muy bien y hospedado. Había a siete leguas de allí una ciudad muy grande y a orillas de una laguna, que hacía guerra a Cuahutemallan y Utlatlan y a otros pueblos. Albarado envió allí a dos hombres de Cuahutemallan a rogarles que no hiciesen mal a sus vecinos, que los tenía por amigos, y a requerirles con su amistad y paz. Ellos, confiados en la fuerza del agua y multitud de canoas que tenían, mataron a los mensajeros sin temor ni vergüenza. Él entonces fue allá con ciento cincuenta españoles y otros sesenta de a caballo y muchos indios de Cuahutemallan, y ni le quisieron recibir ni aun hablar. Caminó cuanto pudo con treinta caballos la orilla de la laguna hacia un peñón, poblado dentro del agua. Vio entonces un escuadrón de hombres armados; lo acometió, lo rompió y lo siguió por una estrecha calzada, donde no se podía ir a caballo. Se apearon todos, y a vueltas de los contrarios entraron en el peñón. Luego llegó el resto de la gente, y en breve tiempo lo ganaron y mataron a mucha gente. Los otros se echaron al agua, y a nado se pasaron a una isleta. Saquearon las casas, y se salieron a un llano lleno de maizales, donde asentaron el campamento y durmieron aquella noche. Al otro día entraron en la ciudad, que estaba sin gente. Se asombraron de cómo la habían abandonado siendo tan fuerte, y fue la causa perder el peñón, que era su fortaleza, y ver que dondequiera entraban los españoles. Recorrió Albarado la tierra, prendió algunos hombres de ella, y envió tres de ellos a los señores a rogarles que viniesen de paz y serían bien tratados; pero que si no, los perseguiría y les talaría sus huertas y labranzas. Respondieron que jamás su tierra había sido hasta entonces dominada de nadie por la fuerza de las armas; pero que, pues él lo había hecho con tanta valentía, ellos querían ser sus amigos; y así, vinieron y le tocaron las manos, y quedaron pacíficos y servidores de los españoles. Albarado se volvió a Cuahutemallan, y al cabo de tres días vinieron a él todos los pueblos de aquella laguna con presentes, y a ofrecerles sus personas y hacienda, diciendo que por cariño a él, y por quitarse de guerra y enojos con sus vecinos, querían paz con todos. Vinieron asimismo otros muchos pueblos de la costa del Sur a entregarse, para que les favoreciese; y le dijeron que los de la provincia de Izcuintepec no dejaban pasar por su tierra a nadie que fuese amigo de cristianos. Albarado fue a ellos con toda su gente; durmió tres noches en despoblado, y después entró en el término de aquella ciudad; y como nadie tiene contratación con ella, no había camino abierto mayor que senda de ganado, y éste todo cerrado por espesas arboledas. Llegó al lugar sin ser visto, los cogió en las casas, pues por la gran cantidad de agua que caía no andaba nadie por las calles; mató y prendió a algunos; los vecinos no se pudieron juntar ni armar, al ser asaltados así. Huyeron la mayoría; los otros, que esperaron y se hicieron fuertes en algunas casas, mataron a muchos de nuestros indios e hirieron a algunos españoles. Y quemó el pueblo, y avisó al señor que haría otro tanto con los panes, y aun con ellos, si no prestaban obediencia. El señor y todos los demás vinieron entonces y se entregaron. Con esto se detuvo allí ocho días, y acudieron a él todos los pueblos de la redonda, ofreciéndole su amistad y servicio. De Izcuintepec fue Albarado a Caetipar, que es de lengua diferente, y de allí a Tatixco, y luego a Necendelan. Mataron en este camino a muchos de nuestros indios rezagados; tomaron mucho fardaje, y todo el herraje e hilado para las ballestas, que no fue pequeña pérdida. Envió tras ellos a Jorge de Albarado, su hermano, con cuarenta de a caballo, mas no lo pudo recobrar, por más que corrió. Todos los de Necendelan llevaban sendas camapanillas en las manos peleando. Estuvo en aquel pueblo más de ocho días, en los cuales no pudo atraer a los moradores a su amistad, y se fue a Pazuco, que le rogaban, pero con traición, para matarle con seguridad. Tropezó en el camino con muchas flechas hincadas por el suelo, y a la entrada del lugar algunos hombres que hacían cuartos a un perro; y tanto lo uno como lo otro era señal de guerra y enemistad. Vio luego gente armada, peleó con ella hasta sacarla del pueblo, la siguió y mató a mucha. Fue a Mopicalanco, y de allí a Acayucatl, donde bate el mar del Sur; y antes de entrar adentro halló el campo lleno de hombres armados, que, sabiendo su venida, le atendían para pelear con gentil semblante. Pasó cerca de ellos; y aunque llevaba doscientos cincuenta españoles a pie y ciento de a caballo, y seis mil indios, no se atrevió a romper en ellos, porque los vio fuertes y bien ordenados. Mas ellos, en pasando él, arremetieron hasta agarrar los estribos y colas de los caballos. Revolvieron los de a caballo, y después todo el cuerpo del ejército, y casi no dejaron a ninguno de ellos vivo, así porque pelearon valientemente sin volver un paso atrás, como por llevar pesadas armas, pues en cayendo no se podían levantar, y huir con ellas era por demás. Eran aquellas armas unos sacos con mangas hasta los pies, de algodón retorcido, duro y de tres dedos de grueso. Parecían bien con los sacos pues eran blancos y de colores, con muy buenos penachos que llevaban en la cabeza. Llevaban grandes flechas, y lanzas de treinta palmos. En este día quedaron muchos españoles heridos, y Pedro de Albarado cojo, pues de un flechazo que le dieron en una pierna, le quedó más corta que la otra cuatro dedos. Peleó después con otro ejército mayor y peor, porque llevaban larguísimas lanzas y enarboladas; mas también lo venció y destruyó. Fue a Mahuatlan, y de allí a Athlechuan, donde vinieron a dársele de Cuitlachan; pero con mentiras, para descuidarle, pues su intención era matar a los españoles, porque, como eran tan pocos, pensaban todos poderlos fácilmente sacrificar. Albarado supo su mal propósito, y les rogó con la paz. Ellos se ausentaron de la ciudad, y estuvieron muy rebeldes haciéndole la guerra, en la cual le mataron once caballos, que se pagaron con los cautivos que se vendieron por esclavos. Estuvo allí cerca de veinte días sin poderlos atraer, y se volvió a Cuahutemallan. Anduvo Pedro de Albarado en este viaje cuatrocientas leguas de trecho, y casi no obtuvo despojo ninguno; pero pacificó y redujo a su amistad muchas provincias. Padeció mucha hambre, pasó grandes trabajos, y ríos tan calientes, que no se dejaban vadear. Le pareció tan bien a Pedro de Albarado la disposición de aquella tierra de Cuahutemallan y la manera de ser de la gente, que acordó quedarse allí y poblar, según la orden e instrucción que de Cortés llevaba. Así que fundó una ciudad y la llamó Santiago de Cuahutemallan. Eligió dos alcaldes, cuatro regidores, y todos los oficios necesarios a la buena gobernación de un pueblo. Hizo una iglesia del mismo nombre, donde ahora está la silla del obispado de Cuahutemallan. Encomendó muchos pueblos a los vecinos y conquistadores, y dio cuenta a Cortés de todo su viaje y pensamiento, y él le envió otros doscientos españoles y confirmó los repartimientos, y ayudó a pedir aquella gobernación.
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En el plano internacional, el reinado de Carlos II presenta ciertas características que le diferencian notablemente del anterior. El monarca español, incapaz de defender la soberanía de los Países Bajos y del Franco Condado por el control que Luis XIV ejercía sobre Alsacia, Lorena y los cantones suizos, bloqueando el envío de socorros por tierra desde Italia, aunque la vía marítima del Canal de La Mancha estaba abierta gracias a la cooperación de la flota holandesa, procurará atraerse a Inglaterra y a las potencias septentrionales, además de estrechar los vínculos, muy distendidos desde 1648, con Viena, para conservar dichos territorios. Esta dependencia de la política exterior de España coincide con cierto desinterés por los negocios centroeuropeos, hasta el punto de que algunos consejeros preferirán abandonar los Países Bajos -éste es el parecer del conde de Peñaranda y del marqués de Mancera, no así el de Juan José de Austria o el del marqués de Castel Rodrigo- que enfrentarse a Francia por su conservación. En su lugar, los gobernantes dirigen su mirada hacia el Mediterráneo occidental, cambio de orientación debido, sin duda, a una mayor presencia de las marinas francesa e inglesa en sus aguas, así como a la reactivación del tráfico mercantil en la zona, simultánea con la gran depresión del comercio del grano en el Báltico durante la segunda mitad de la centuria y relacionada al parecer con un aumento de la productividad cerealista en la Europa meridional. Semejante giro en los objetivos estratégicos de la diplomacia española se aprecia desde los inicios mismos del reinado, y aún antes, tras la ocupación inglesa de la plaza de Tánger. Madrid intentará en vano recuperar este enclave, propiciando la alianza con los reyezuelos del norte de Africa, como procurará fortalecer su posición en la zona con la conquista de Alhucemas, y defender los presidios de Orán, Melilla, Larache, La Mámora y, sobre todo, Ceuta -esta plaza, que formaba parte del reino de Portugal, se inclinó abiertamente hacia España en 1640- acosados en la década de los ochenta por los argelinos y por Muley Ismail. En el norte y centro de Europa, por el contrario, las acciones de España serán más tibias, tal como se aprecia en el enfrentamiento hispano-francés de 1667 provocado por el deseo de Luis XIV de apropiarse los Países Bajos -o al menos una parte- con el pretexto de no haber recibido la dote de su esposa María Teresa. De este modo, y aprovechándose tanto del distanciamiento entre Madrid y Viena, como del conflicto anglo-holandés por el dominio de los mares, lo que privaba a Madrid del auxilio de dos poderosos aliados, el monarca francés rompe las hostilidades, en un momento además de gran inestabilidad en el interior de la monarquía a raíz del enfrentamiento de Juan José de Austria con el padre Nithard: se inicia así la llamada Guerra de Devolución. La respuesta de la reina regente no se hizo esperar. A la prohibición de comercio con Francia y la represalia de los bienes de los súbditos de Luis XIV en los reinos hispánicos, como se adoptó en 1635, le sigue el desarrollo de las acciones militares, si bien el ejército español no puede impedir el avance del rey Cristianísimo, que en una meteórica campaña ocupa el Franco Condado y varias plazas fuertes en los Países Bajos ante la pasividad del Emperador, quien si en un primer momento tantea la posibilidad de formar una alianza antifrancesa con Holanda, Inglaterra, Suecia y Brandemburgo, pronto negocia con París un tratado de repartición por el cual, en el caso de que muriese el rey de España, Francia recibiría los Países Bajos, el Franco Condado, Navarra, las islas Filipinas, Nápoles, Sicilia y los presidios del norte de Africa, obteniendo Leopoldo I el resto de las posesiones de la Monarquía hispánica. La traición de Leopoldo I a la Corona española, junto con los éxitos franceses, alarmaron a Inglaterra y Holanda que ponen fin a sus diferencias, formalizando seguidamente con Suecia la Triple Alianza para frenar las ambiciones de Luis XIV, aunque en la práctica su estrategia se orientará a conseguir de la regente del reino Mariana de Austria que acceda a otorgar ciertas concesiones territoriales a Francia en los Países Bajos (cesión de Lille y de otras plazas) a cambio de recuperar el Franco Condado, acuerdo aceptado por ambas partes con la firma en la primavera de 1668 de la Paz de Aquisgrán. El deseo de Luis XIV de acabar con el poder comercial de las Provincias Unidas, objetivo que también perseguía Inglaterra, será la causa del conflicto franco-holandés de 1672, en el que España se verá involucrada a su pesar al año siguiente, cuando el ejército francés penetre en los Países Bajos y en el Franco Condado. A su vez, el ataque de Francia a las posesiones de la Monarquía hispánica provocará la intervención del Emperador, no tanto en apoyo de Madrid como en defensa de la estabilidad política de Alemania, ya que el grueso de las tropas aliadas se agrupa en la frontera alemana, donde se producen avances y retrocesos, mientras las plazas españolas en los Países Bajos quedan desguarnecidas, siendo conquistadas fácilmente por Luis XIV, quien ocupa en poco tiempo Limburgo, Cambrai, Valenciennes, Gante e Ypres. En 1676 la revuelta de Mesina brindará a París la oportunidad de abrir un nuevo frente, esta vez en el Mediterráneo, más con la intención de obtener en las negociaciones de paz posiciones ventajosas en Flandes que de instalarse en la isla, en cuyo socorro acudirán con presteza España y Holanda, logrando expulsar a los franceses. El balance de esta larga contienda se saldará finalmente en la Paz de Nimega (1678) a favor de Francia y de Holanda, ya que la primera engrandece sus fronteras a costa de España con la adquisición de todo el Artois, el Franco Condado y la región marítima de Flandes, mientras que la segunda recupera los territorios conquistados y mantiene sus privilegios comerciales con Francia. Al Emperador, que firma la paz en 1679, se le reintegran algunas plazas del Rin (Philisburgo, por ejemplo), pero Luis XIV mantiene en su poder Friburgo y la fortaleza de Brisach, asegurándose el acceso a Alemania.
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Nada es más difícil de ocultar que una operación anfibia de gran envergadura y Torch era un auténtico monstruo. A las órdenes de Eisenhower se habían formado dos agrupaciones de tropas: la destinada a Marruecos, mandada por el general USA, George S. Patton, disponía de 35.000 hombres y 252 tanques; la de Argelia, a las órdenes del general británico, Kenneth A. N. Anderson, contaba con 72.000 hombres y 300 blindados. Los generales USA, Spaatz y Doolittle, mandarían las fuerzas aéreas, con 500 aparatos. Para transportar estas tropas y sus equipos se juntó una flota de 350 mercantes, que serían escoltados y apoyados en los desembarcos por 127 buques de guerra, entre los que había 6 acorazados, 15 cruceros y 11 portaaviones, con unos 350 aviones embarcados. La fuerza naval estaba mandada por el almirante británico Andrew Cunnigham. Semejantes preparativos no hubieran pasado desapercibidos a los espías del Eje. Por tanto, los servicios de inteligencia aliados trataron de ocultar sus intenciones. Dakar fue el punto entregado como cebo al hervidero de espías que por aquella época eran Lisboa, Tánger o Madrid. Luego se pusieron en circulación dos nuevos puntos: Noruega y Malta. La Abwehr (servicio de inteligencia alemán) tragó el cebo de Dakar, rechazando Noruega y dejando Malta en reserva. Desde diversos puntos, sin embargo, comenzaron a insinuarse los verdaderos objetivos, pero la Abwehr se negó a rectificar, incluso cuando ya media flota de invasión se concentraba en Gibraltar. Pero esa presencia, denunciada ya por varios espías italianos y alemanes en España, hizo sospechar que el desembarco se dirigía contra alguna isla mediterránea o contra la retaguardia de Rommel. En la noche del 6 de noviembre el mariscal Göring, jefe de las fuerzas aéreas alemanas, telefoneaba al general Kesselring, jefe de las fuerzas del Reich en Italia: "G. Según nuestros cálculos, el convoy estará dentro del radio de acción de nuestros aviones en el plazo de 40 o 50 horas. Todo debe estar dispuesto. K. Pero, señor mariscal, ¿Y si el convoy intenta desembarcar en África? G. Estoy convencido de que intentará desembarcar en Córcega, Cerdeña, Derna o Trípoli. K. Me parece más probable un puerto del norte de África. G. Sí, pero no un puerto francés..." Bajo esta dirección, Kesselring montó su emboscada aérea en el canal de Sicilia, mil kilómetros al este del más próximo de los desembarcos aliados, que no fueron atacados por la aviación del Eje hasta 24 horas después del comienzo de la operación. El mismo despiste hubo en el mando de los submarinos alemanes. Pero la mejor muestra de la desorientación alemana sobre Torch es la postura de Hitler durante su viaje a Munich, tal como se reseñó al comienzo.