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A mediados del siglo lI a. C, el Senado romano se encontraba dominado por el sector que mantenía una política de defensa del más duro imperialismo. En Italia, las capas dominantes se habían ido adueñando de las mejores tierras que eran trabajadas por mano de obra esclava. Los pequeños campesinos encontraban dificultades para vender sus excedentes agropecuarios ante el abaratamiento de los mismos por la producción esclavista. Por lo mismo, comenzaba a ser frecuente que muchos campesinos se vieran obligados a vender sus tierras y emigrar a las ciudades con la esperanza de encontrar en ellas nuevas formas de vida. En estas condiciones sociales, la guerra de conquista contribuía a disolver las tensiones sociales de Italia, pero, a su vez, los soldados legionarios encontraban pocos estímulos para desear el fin de las operaciones militares, ya que la guerra les ofrecía al menos un medio de vida. La guerra de conquista servía a la vez para abrir nuevos mercados al subir la demanda de equipamientos militares y al abrirse nuevos centros para el intercambio de productos, entre ellos el abundante botín obtenido en las operaciones militares victoriosas. El Estado romano se encuentra en uno de los momentos militares más fuertes y sus generales aplican impasiblemente la lógica dura del conquistador. En este contexto debe entenderse que Roma no contemple otras medidas con Cartago más que la destrucción de la ciudad (año 146 a.C.) y la anexión de todo su territorio. De igual modo, había terminado la época en que Roma se había presentado como libertadora de las ciudades griegas ante Filipo de Macedonia; para que los griegos lo comprendieran bien, la ciudad de Corinto sirvió de escarmiento al ser destruida también el 146 a.C. En ese marco político, hay que comprender el conjunto de acontecimientos que terminaron con el sometimiento de celtíberos, vacceos y lusitanos.
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La población colombiana creció espectacularmente entre 1870 y 1928, pasando de 3 millones a 7.200.000, en un proceso similar al auge económico que vivía el país. Las exportaciones, especialmente las de tabaco y quina, atravesaron a mediados de la década del 80 una dificil coyuntura y provocaron, en 1885, el fin del régimen liberal. En este caso, la reactivación exportadora no vino de la minería, sino del relanzamiento de la producción cafetalera. Si bien el capital extranjero se hizo presente, tanto la producción como la comercialización del producto permanecieron en manos colombianas. Los cultivos se extendieron desde Santander hasta Cundinamarca y Tolima y por el Oeste en dirección a Antioquía y Caldas. La expansión en las tierras templadas provocó importantes migraciones internas y la generación de miles de nuevos empleos. La red ferroviaria se amplió y pasó de 200 kilómetros en 1885, a 901 en 1909, 1.480 en 1922 y 3.262 en 1934. El crecimiento económico estimuló a su vez el crecimiento urbano, al punto que en 1928 Bogotá, Barranquilla, Cali y Medellín superaron los 100.000 habitantes. Esto supuso un incremento de los sectores medios y en menor medida del proletariado, gracias a la expansión industrial, centrada en la producción de bienes de consumo, como textiles, alimentos o bebidas. El desarrollo de instituciones gremiales o políticas que defendieran a los trabajadores o que adoptaron posturas de izquierda fue escaso, debido al papel jugado por el Partido Liberal, que seguía siendo el principal referente político para el artesanado urbano. La conversión política del presidente Rafael Núñez le permitió al conservadurismo dotarse de un programa y de un líder. Apoyados en la Constitución de 1886, los conservadores pudieron mantenerse en el poder hasta 1930. La nueva Constitución, a través del voto cualificado y de elecciones indirectas, restauraba el poder del gobierno central y vaciaba de contenido a los gobiernos locales. Los estados se convirtieron en departamentos, sus autoridades eran de libre designación presidencial y a su vez los alcaldes eran nombrados por los gobernadores. También se cumplieron otras reivindicaciones de los conservadores, como la declaración del catolicismo religión nacional o la eliminación de la libertad de prensa y la instauración de la censura previa. El control de la maquinaria electoral, por la labor de la iglesia y de los funcionarios gubernamentales, permitió a los conservadores consolidar su presencia en la vida institucional, a la vez que marginaban a los liberales. Estas prácticas originaron un conjunto de denuncias basadas en el fraude electoral y la represión que enrarecían el clima político, aunque generalmente se trataba de exageraciones magnificadas por los políticos y los historiadores que recogieron esos testimonios. El estallido de "la guerra de los 1.000 días", de 1899 a 1902, una de las más salvajes y sangrientas guerras civiles de toda América Latina, con miles de víctimas y enormes pérdidas económicas y financieras, agravadas por el descenso en los precios internacionales del café, evidenció las contradicciones y limitaciones del régimen. Finalizada la guerra se volvió a vivir un período de estabilidad, favorecido por la compartimentación regional, el peso de la población rural y la existencia de otras ciudades capaces de competir con Bogotá. La tragedia de la guerra se incrementó con la pérdida de Panamá, que se convirtió en un país independiente. En 1904, el presidente José Manuel Marroquín fue sucedido por el general Rafael Reyes (1904-1909), de marcadas influencias positivistas, quien gobernó de un modo dictatorial, aunque dio cabida en su administración a destacados miembros de la oposición. La máxima aspiración de Reyes era, como señala Malcom Deas, convertirse en el Porfirio Díaz colombiano, a través de una gestión modernizadora y eficiente. Tras su partida y un nuevo cambio en las reglas que regulaban la presidencia (se pasaba nuevamente a períodos de cuatro años en lugar de seis, se prohibía la reelección y se realizaban elecciones directas), el líder de la Unión Republicana, Carlos Restrepo, fue elegido presidente. Hasta 1930 las elecciones se realizaron cada cuatro años y gracias al control del aparato electoral y, en menor medida al fraude, los conservadores se mantuvieron en el poder. Recién en este último año los liberales, encabezados por Enrique Olaya Herrera, pudieron ganar las elecciones.
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Los dos grandes centros de atención de la política exterior de Trajano se encuentran en Dacia y en la frontera oriental. Decébalo, rey de Dacia, territorio casi equivalente a la actual Rumanía, venía provocando al Estado romano con incursiones sistemáticas al sur del Danubio. Domiciano se había visto obligado a ayudar económicamente a Decébalo a cambio de que respetara la frontera romana y cesara en sus incursiones. Trajano rompió con esta situación humillante para Roma. El 101 cruzó el Danubio con las legiones situadas en Mesia y Panonia, hasta obligar a Decébalo a pedir la paz. Cuatro años más tarde, Trajano vuelve a dirigir sus tropas contra los dacios. Viendo perdida la guerra, Decébalo se suicida después de prender fuego a su propia capital, Sarmizegetusa. Dacia es convertida en provincia romana. La Dacia ofreció a Roma un inmenso botín, sólo conocido en las grandes campañas de conquista de época republicana: miles de prisioneros destinados a los mercados de esclavos y una cantidad que algunos han cifrado en 165,5 toneladas de oro y 331 toneladas de plata. Aunque esas cifras no fueran muy exactas -no es imposible que lo sean-, la conquista permitió poner en explotación sistemática las ricas minas de donde se obtenían esos metales. Sabemos que las legiones fueron empleadas en la preparación de las infraestructuras viarias y técnicas. Pero además, la Dacia ofrecía oportunidades excelentes para la explotación agraria y la refundación de Sarmizegetusa como colonia llevó consigo repartos de lotes de tierra. De menor importancia por el botín de guerra fueron los éxitos militares obtenidos contra los partos. El establecimiento de la frontera romana en el Éufrates dejo abierto el camino para la anexión de Arabia (105). El reino de Palmira quedó en calidad de pequeño Estado cliente que reconocía la autoridad de Roma y permitía, por lo mismo, la presencia en sus tierras de comerciantes romanos. Estas campañas orientales permitieron a Roma participar de las ventajas del rico comercio caravanero que partía del Mar Rojo, a donde confluían los productos de lujo del Lejano Oriente. La ruta marítima con la India estaba abierta desde época de Alejandro Magno: incienso, sedas, animales salvajes para los circos... llegaban por esta ruta. Así, el renacimiento económico del imperio desde Trajano encuentra en la conquista un motor fundamental. La valoración de su obra se refleja en los títulos honoríficos recibidos: Germanicus en el 97, Dacius a fines del 102 y Parthicus entre los meses de abril-agosto del 116. Pero, aun siendo muy considerables los ingresos obtenidos de Dacia y de la ruta caravanera de Arabia, las condiciones de estabilidad política, la mejora de las comunicaciones y la saneada administración fiscal hicieron el resto para estimular el tráfico de mercancías entre las diversas provincias del imperio y permitir el desarrollo de burguesías urbanas también en las provincias.
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El origen del conflicto con Tarento y la Magna Grecia se plantea de forma indirecta. El punto de partida es la insurrección de la Lucania que, en las guerras romano-samnitas, había estado de parte de Roma y contribuido en gran medida al resultado de la guerra. Roma, en compensación, había permitido que se movieran con cierta libertad en los asuntos de las ciudades griegas del entorno lucano. Unidos los lucanos a los brutios, comenzaron a hostigar y atacar a algunas de estas ciudades. Los ciudadanos de Turios, agobiados por estos ataques, invocaron el auxilio de Roma frente a los lucanos. El pragmatismo romano hizo que se accediera sin demora a la petición de Turios, puesto que ya Roma no tenía necesidad de la asistencia de Lucania. Estos, sintiéndose traicionados por Roma, comienzan a negociar con la facción de oposición a Roma de Tarento y con los samnitas. En el año 282 a.C., el cónsul C. Fabricio Luscino derrotó a los lucanos en una sangrienta batalla e hizo prisionero a su general Estatilio. Las pequeñas colonias dorias se pusieron, agradecidas, en las manos de Roma y ésta ocupó las plazas más importantes: Locros, Crotona, Turios y, sobre todo, Rhegium. Pero posteriormente, la armada romana, a su paso desde el mar Tirreno al golfo Adriático, ancló diez naves en el puerto de Tarento. Es prácticamente seguro -por el desarrollo de los acontecimientos inmediatos- que la actitud de Roma no era hostil. Roma mantenía un tratado de paz con Tarento. Aunque tal vez a resultas de la política demagógica mantenida por la facción anti-romana de la ciudad, la respuesta de Tarento fue el hundimiento de cinco de estas naves y la muerte de gran parte de la tripulación. Roma tenía gran interés en mantener la paz con Tarento y el Senado desechó la moción en que se proponía una inmediata declaración de guerra a los tarentinos. Sin duda Roma tenía buen cuidado en evitar que Tarento llamase a Pirro, rey de Epiro, pues los proyectos de éste sobre Italia no debían de ser un secreto para nadie. No obstante las tentativas de paz por parte de Roma, Tarento hizo venir a Pirro en el 280 a.C. Éste, además de los 25.000 soldados del ejército que trajo de Grecia, contaba con las tropas limitadas de Tarento y su estrategia buscaba engrosar sus filas con los samnitas y otros pueblos itálicos hostiles a Roma. Ésta, por su parte, toma inmediatamente medidas para impedir que los lucanos y samnitas pudieran reunirse con Pirro. No obstante, no pudieron impedir la sublevación de Rhegium, que atacó a su vez a Crotona -donde la guarnición romana fue masacrada- y a Caulonia. El primer enfrentamiento del ejército romano con el mundo griego, encarnado en Pirro, se produjo cerca de la colonia tarentina de Heraclea en el 280 a.C. El resultado se tradujo en una victoria para Pirro, si bien las pérdidas en ambos bandos fueron enormes. Pero mientras Roma podía reemplazar fácilmente estos soldados, a Pirro le resultaba mucho más costoso suplir las bajas de los cuadros de sus milicias. No obstante, la victoria de Heraclea decidió definitivamente a los abrucios, lucanos y samnitas a apoyar al rey Pirro. Este propuso la paz a los romanos que, según las fuentes, fue rechazada por los senadores, alentados fervorosamente por Apio Claudio el Ciego, ya muy anciano y retirado de la escena política pero resueltamente partidario de la guerra. La segunda batalla se libró en la Apulia, concretamente cerca de Ausculum. En el ejército de Pirro se incluían, además de los epirotas, los mercenarios griegos e itálicos y los tarentinos, también los lucanos, abrucios y samnitas. De nuevo la victoria se decidió a favor de Pirro y de nuevo fue una victoria parcial y no definitiva. Sólo una victoria que impidiese la constante formación de nuevos ejércitos romanos hubiese logrado transformar en abierta insurrección las vacilaciones de gran número de aliados de Roma.
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A pesar de las expectativas brillantes que se le presentaban, teniendo en cuenta lo conseguido hasta la década de los cuarenta, la marcha de la realidad francesa pronto empezó a mostrar signos de crisis una vez que se inició la inversión de la coyuntura económica y se fueron dejando sentir los excesivos costes, en dinero, hombres y esfuerzos, que las continuas guerras generaban. Una mayor crispación e inestabilidad social, peores condiciones de vida, sobre todo para las clases humildes, un aumento de la contestación política, fueron los primeros síntomas evidentes de que se avecinaban tiempos peores para la mayor parte de la población y también para el Estado. Y como amenaza mayor, que no tardaría mucho tiempo en concretarse, la división religiosa que se había ido extendiendo poco a poco por toda la geografía francesa, afectando igualmente a todos los grupos sociales sin excepción. La posibilidad de una conflagración civil quedó abierta desde el momento en que fue imparable el avance del protestantismo, enfrentado de forma decidida al catolicismo hasta entonces dominante entre los franceses. Pero en el choque intervinieron otros elementos (luchas de clanes nobiliarios, intereses enfrentados de otros colectivos, corrientes antiabsolutistas, creciente malestar social...), que hicieron del conflicto religioso un polvorín que provocó el estallido y posterior liquidación de mucho de lo que hasta entonces se había conseguido en cuanto al desarrollo político, social y económico colectivo. Una profunda crisis general dominó, pues, la historia de Francia en la segunda mitad del siglo XVI causando el desprestigio de la Monarquía, la quiebra del Estado, el rompimiento de la Iglesia, la paralización de las actividades productivas, la ruina económica y el drama humano que toda contienda civil supone, aunque la etiqueta superficial que de forma reducida se aplica a este crítico período sea la de guerras de religión. Los precedentes del problema religioso se remontaban, no obstante, a la etapa anterior de orden social, prosperidad económica y estabilidad política. En los primeros años de la década de los veinte el conflicto empezó a apuntar: aproximación a la heterodoxia del humanista Lefèvre d´Etaples y de sus seguidores, condena de las obras luteranas, ataques al círculo de Meaux por sus planteamientos doctrinales, defensa de la ortodoxia por la Sorbona y lanzamiento de sus ataques contra todo lo relacionado con las ideas reformadoras... Esto ocurría mientras la Corona se mostraba indecisa, sin querer intervenir activamente en la disputa, posición que no pudo mantener por mucho tiempo a medida que los ánimos se fueron encrespando y las posturas fueron siendo cada vez más radicales. Al comienzo de los cuarenta la represión contra los protestantes se evidenció legalmente, una vez que la Monarquía asumió la defensa del catolicismo, sin que esto supusiera (como sí lo sería unos años después en España) el fin de la causa reformadora; por contra, la opción calvinista, que fue la que finalmente tuvo en Francia mayor fuerza y penetración dentro del movimiento reformista, continuó su avance propagandístico gracias al gran apoyo que encontró en amplios sectores de población y en muchos miembros de los grupos dirigentes, tanto civiles como eclesiásticos. Al final de los cincuenta ya se contabilizaban más de treinta iglesias calvinistas en Francia, que pronto organizaron su primer Sínodo nacional, buena prueba de la fortaleza de sus posiciones y de la extensión de su influencia por el territorio galo. En 1559 fallecía en plena madurez el autoritario Enrique II, que se había mostrado rotundamente adversario de los calvinistas (hugonotes). Con su muerte se iniciaba otro de esos momentos peligrosos para la autoridad de la Monarquía, al recaer la herencia en un menor de edad, en este caso en el nuevo rey Francisco II, circunstancia que iba a precipitar el comienzo declarado de las hostilidades entre católicos y calvinistas, al faltar la autoridad indiscutida del titular de la soberanía y darse así rienda suelta a las tensiones (políticas, sociales, religiosas) acumuladas, hasta entonces más o menos contenidas. A partir de aquí la evolución de los acontecimientos se hizo muy compleja. Se enmarañaron las motivaciones y justificaciones de los contendientes, hubo subdivisiones dentro de cada bando, se pactaron alianzas extrañas en circunstancias determinadas, creándose así una dinámica de confusión y caos, de avances y retrocesos en las aspiraciones de los litigantes, alternándose momentos de relativa calma gracias a ciertos acuerdos (edictos de tolerancia) que se pactaron entre las partes enfrentadas, con otros de feroz violencia, fanatismo y odio. No se produjeron grandes batallas en campo abierto ni se dieron choques armados decisivos; las ocho guerras que se sucedieron fueron, desde el punto de vista militar, poco espectaculares y de tipo menor, pero no faltaron las refriegas, los asaltos, las matanzas crueles ni tampoco las continuas conspiraciones y asechanzas de los dirigentes de cada facción. Se defendía por un lado las creencias propias, por otro se intentaba acabar con las contrarias, dándose a la vez una radical lucha por el poder entre los miembros de las familias nobiliarias y los sectores oligárquicos enfrentados, que presionaban sobre la débil Monarquía para atraerla al bando correspondiente y convertirla en estandarte de su causa. Los Guisa en el lado católico y los Condé en el hugonote representaron, expuesto de forma esquemática, a los príncipes que pugnaban por el control de la maquinaria estatal, a pesar de que ésta ya se encontraba rota en múltiples pedazos. Frente a los sectores intransigentes y radicalizados, surgió el grupo de los políticos, liderado en un primer momento por el canciller Michel de l´Hôspital, partidario de la reconciliación y de limar diferencias, posición que se vio superada durante la mayor parte del tiempo que duró el conflicto por el predominio de los radicalismos, aunque paulatinamente acabaría por imponerse en las postrimerías del siglo, trayendo consigo el final de la contienda. El breve reinado de Francisco II y la regencia de Catalina de Médicis, seguida de los de Carlos IX (1562-1574), Enrique III (15741589) y, extinguida la dinastía de los Valois, el de Enrique IV (1589-1610), fueron los jalones de referencia política suprema del sinuoso acontecer de las guerras de religión. La Monarquía tampoco se mostró fiel a una sola línea de actuación, pues mientras Enrique II y Francisco II fueron decididos antiprotestantes, no ocurrió lo mismo con el más indeciso y cambiante Enrique III, ni sobre todo con Enrique IV, claramente opuesto a los componentes de la Liga que formaron los católicos extremistas. No obstante, sería el iniciador de la nueva dinastía quien pusiera punto final a los enfrentamientos al asumir la opción intermedia, la de los políticos, convirtiéndose al catolicismo y proclamando el Edicto de Nantes (1598), por el cual se abría una época de tolerancia basada en las concesiones que se hicieron a los dos bandos, ya que si por un lado se mantenía el culto católico en el Reino, por otro se garantizaba la libertad de conciencia a los protestantes, regulándose también su derecho de culto y su protección civil, recibiendo éstos al respecto casi un centenar de enclaves de seguridad. En cualquier caso, las secuelas del largo conflicto seguirían estando presentes en la vida nacional francesa durante algún tiempo, un plazo similar al que tardaría la realeza en recobrar su prestigio, su autoridad y su poder soberano.
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Tanto la Europa báltica como la danubiana se mantuvieron, durante la segunda mitad de siglo, en estado de guerra permanente. La inexistencia de una hegemonía definitiva permitía la supervivencia de un sistema de equilibrio entre países en un estado de guerra casi perpetua, incapaz de definirse en una u otra dirección. La decadencia de las antiguas grandes potencias -Polonia-Lituania, el Imperio otomano, los Habsburgo de Viena- les impedía mantener con satisfacción una política agresiva, aunque, unos mejor y otros peor, lograban resistir a los ataques exteriores. En el Imperio ruso, por su parte, el asentamiento de los Romanov en el trono le permitió reiniciar el expansionismo territorial, que, sin embargo, sólo tendrá resultados a finales de siglo. En el Báltico, Suecia había logrado efectivamente convertirse en la potencia hegemónica tras la guerra del Norte, pero a cambio del agotamiento económico y humano que la continuación de la política expansionista no hará más que agravar. El resultado será la progresiva enajenación de gran parte del dominio real en favor de la gran nobleza, con la consecuente refeudalización de la sociedad y debilitamiento de la Monarquía, que serán visibles en el siglo siguiente. Por otra parte, el reformismo económico y la afirmación del poder monárquico en Dinamarca no son suficientes, sin embargo, para hacerle recuperar una posición de primacía en la región. Y las aspiraciones expansionistas de Brandeburgo habrán de esperar al siglo siguiente para que den como resultado una importante potencia militar.
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El enfrentamiento entre Francia y la Casa de Habsburgo será, salvo breves períodos excepcionales, una constante durante los siglos XVI y XVII. La común política italiana, el problema de Navarra y, sobre todo, el cerco de los Estados de los Austrias en torno a Francia mantendrán viva una hostilidad que se manifestará periódicamente en conflictos abiertos en muy diversos puntos del Continente, e incluso fuera de él. Las distintas circunstancias en las que se desenvolverá esta enemistad marcarán varias etapas diferenciadas. En un primer período, el escenario de los enfrentamientos se limitará casi exclusivamente a Italia. La rivalidad a causa de intereses enfrentados en la península italiana había sido aportada a la Monarquía española por la Corona de Aragón, que, como restos de su expansión mediterránea, conservaba Cerdeña (1325) y Sicilia (1409), mientras que el Reino de Nápoles, anexionado en 1442, había pasado en 1458 a una rama bastarda de Aragón, a la muerte de Alfonso V. Por su parte, Francia reivindicaba los derechos sobre el trono napolitano de la dinastía de los Anjou, que habían reinado de 1282 a 1442. El rey francés, Carlos VIII, imbuido de ideas caballerescas y de cruzada, había iniciado los movimientos. En 1493 se había asegurado la neutralidad del emperador Maximiliano, a cambio del Artois y el Franco Condado, y de Fernando el Católico, a cambio del Rosellón y la Cerdaña. Al año siguiente, a la muerte del monarca napolitano Ferrante I, Carlos VIII invadió Italia camino de Nápoles, atravesando Florencia y Roma. La Liga formada por Venecia con el papa Alejandro VI Borgia, Ludovico Sforza, regente de Milán, el emperador Maximiliano I y los Reyes Católicos se mostró como una fuerza suficientemente disuasoria para decidirle a retirarse, mientras el ejército de Gonzalo Fernández de Córdoba reponía en el trono de Nápoles a la rama bastarda de los Aragón en 1497, por un período que será efímero. La guerra no tardará en resurgir. Por el tratado de Granada de 1500, Fernando el Católico y Luis XII de Francia acordaron repartirse el Reino de Nápoles, apresurándose ambos a ocupar sus respectivos territorios, pero pronto llegaron a las armas. El ejército de Luis XII, que mientras había ocupado el Milanesado como heredero de los Visconti, fue derrotado por Fernández de Córdoba en las decisivas batallas de Ceriñola y Garellano (1503), tumba literal de la infantería francesa ante la artillería española. El tratado de Lyon de 1504 concedió el trono de Nápoles a la Monarquía española, que se apresuró a nombrar a Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, como virrey. Pero la paz no sería duradera, pese a que Luis XII y Fernando el Católico habían llegado a un acuerdo, a cambio de que éste cediese los derechos al trono napolitano a un posible hijo de su matrimonio con Germana de Foix. Las rivalidades internas de los Estados italianos provocarán la guerra y la invasión extranjera. Así, el inquieto papa Julio II promovió, en 1508, la Liga de Cambrai contra Venecia, en la que participarán Francia y España, más el emperador. La urdimbre diplomática era tal que, en 1510, la Liga se volvió contra Luis XII, obligándolo a evacuar el Milanesado, en el mismo año que su enemigo aragonés ocupaba la Navarra subpirenaica, bajo el pretexto de ser aliada de aquél. Más tarde, en 1515, Francisco I de Francia recuperará para Francia el Milanesado, tras la brillante victoria de Marignano, y el equilibrio pareció restablecerse. Aunque las guerras de Italia de comienzos de siglo no den solución a unos problemas que permanecerán casi en el mismo punto por varios decenios, sí supondrán un cambio en las relaciones internacionales europeas. Por un lado, modificaron la diplomacia, a través de los innumerables acuerdos realizados entre los diversos Estados contendientes, haciendo necesaria la representación diplomática permanente. Por otro, se produjeron cambios decisivos en el arte bélico: la infantería sustituyó a la caballería como pieza esencial del ejército y las armas de fuego revolucionaron la estrategia y los sistemas de enfrentamiento, mientras que los mayores costos en armamento requerirán en adelante mayores inversiones, sólo permitidas a los grandes Estados, dejando de ser competitivos los ejércitos nobiliarios e incluso los de los pequeños Estados, que, como los italianos, cada vez tendrán menos protagonismo en la arena internacional.
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La importancia de esta figura de guerrero reside en la escasez de obras que conservamos del arte itálico no etrusco de esta época. Se trata de una figura realizada por los vestinos, asentados en un territorio en la zona de Aquila. Es muestra de la existencia de un arte local, totalmente independiente de la influencia helenística. El guerrero aparece con un gran y curioso casco redondo, y armado con una espada que ciñe contra el pecho.