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El siglo VIII, clave como punto de encuentro entre el final de la Edad Oscura y la época arcaica, renacimiento que continúa y se opone al período inmediatamente anterior, es también el punto de partida de un período rico en logros culturales, en transformaciones sociales y políticas y en situaciones conflictivas. Las ciudades, a través de la afirmación en el plano económico, militar y político, se afirman como lugares de actuación de los propietarios de las parcelas de la tierra cívica, los soldados defensores del territorio, los que se hallan en disposición de disfrutar de la politeia, de los derechos de ciudadanía. La comunidad se amplía considerablemente, pero para ello pasa a través de la stasis como conflicto interno y de la transformación del sistema aristocrático, heredero de la antigua realeza, en un sistema predominantemente oligárquico, en algunos casos tendencialmente democrático. Paralelamente, en íntima relación con todo lo anterior, el mundo griego amplía su escenario geográfico a través de la expansión colonial, fenómeno vinculado por medio de lazos diversos con los cambios económicos de la polis en formación, hasta el punto de que, al mismo tiempo que se produce como efecto del modo de desarrollarse ésta, se transforma en factor influyente sobre el modo en que se configura a lo largo del período. Si la historia de la Grecia arcaica en toda su extensión geográfica resulta rica en formaciones y en matices, sin embargo los fenómenos históricos van haciendo necesario que la atención se centre en dos ciudades de un modo específico, Esparta y Atenas, porque las realidades de la historia posterior imponen y hacen posible que a través de las fuentes sean las mejor conocidas de todo el mundo griego.
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La historia griega se caracterizó, desde el principio, por el carácter particularista de sus ciudades, capaces de convivir a través de pactos y convenciones, plasmadas en instituciones panhelénicas, pero enfrentadas de manera constante en luchas por los territorios limítrofes o por el control de poblaciones más lejanas y de los accesos a minerales o a territorios productores de bienes atractivos, por necesidad o por la búsqueda del prestigio de las clases dominantes. La unidad nunca ha sido real. Todo lo más, circunstancialmente se ha definido un enemigo común capaz de aglutinar las fuerzas de más o menos ciudades, como en el caso de los persas, ante los que la unidad fue más una imagen creada que un hecho real. Confederacionesy ligas representan unidades enfrentadas a otra parte del mundo griego, integradas, por lo demás, de manera hegemónica. La Liga del Peloponeso se aglutina en torno a Esparta como la de Delos lo hace en torno a Atenas, aunque la naturaleza de sus relaciones internas sea diferente. De hecho, la polis, a partir de un momento específico de su desarrollo, cuando ha accedido a los mercados de intercambio de productos y de mano de obra servil, sólo subsiste en constante crecimiento, lo que la lleva a supeditar a otras y a enfrentarse con los vecinos. Ahí se halla la contradicción de la polis, en que sólo subsiste cuando, de algún modo, deja de serlo. La ciudad ideal platónica, no imperialista, sólo existe en el mundo de la utopía. El siglo que transcurre entre el inicio de la guerra del Peloponeso y la intervención macedónica en Grecia es por ello el siglo de las luchas por la hegemonía, lo que, al ser consecuencia de la evolución de la polis, informa también la historia interna de la misma en una faceta determinada, la que suele conocerse como crisis de la polis. Luchas por la hegemonía y crisis de la polis son, por tanto, dos caras de una misma moneda, de una sola historia.
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Es muy difícil librarse de la idea de que la historia y civilización de la Grecia clásica es la historia civilización de Atenas. Las fuentes imponen una visión en que Atenas es el centro. Las realidades conocidas responden a esa impresión. Los acontecimientos principales se generan en torno a la formación de la hegemonía ateniense y a su transformación en imperio, de modo que difícilmente hay ciudades, dentro de todo el panorama del mundo helénico, que no estén condicionadas por su presencia. Ello incluye a los griegos de las colonias occidentales y a los macedonios, aunque, sin duda, las vicisitudes de cada ciudad o región puedan ser objeto de atención específica, incluso si la colación es traída a propósito de las líneas maestras marcadas por Atenas y, subsidiariamente y en calidad de antagonista, por Esparta. Una visión global no se consigue con acumular historias locales mal conocidas, sino en la tendencia integradora a comprender lo particular en lo general, que, en la Grecia del siglo V viene señalado por las peculiares relaciones de Atenas con los demás.
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Como en tantos otros lugares, la historia griega está en íntima relación con su paisaje. En conjunto, la Grecia prehelénica viene a coincidir, grosso modo, con su actual territorio, al que hay que sumar las costas egeas de Asia Menor, hoy día integradas en la República de Turquía. Grecia es un conjunto de paisajes diversos e incluso separados en partes que nada tienen que ver entre sí, diferentes por la orografía y los recursos disponibles. Los principales accidentes geográficos en Grecia son las montañas y el mar. La Grecia continental es prácticamente, una cadena montañosa que se hunde en el Egeo; el mayor número de sus islas no constituyen más que las cimas de esta cordillera sumergida. Este fenómeno ha dado lugar a unas líneas costeras muy recortadas y abruptas, con abundantes penínsulas, islotes próximos, lenguas de tierra, bahías y promontorios, además de unos valles interiores bastante cerrados y de difícil acceso en ocasiones, producto de una orografía muy accidentada. Hay montañas de más de tres mil metros, como el Olimpo en Tesalia, o de unos dos mil quinientos metros, altura del Ida en Creta, ambos en zonas muy cercanas al mar. Las llanuras son escasas y de poca extensión, aunque bien situadas y protegidas por los macizos montañosos, dejando estrechas franjas en algunos tramos costeros. Como nexo de unión de estas diferentes áreas está el mar Egeo; a él se asoman todas ellas, con las cadenas montañosas a sus espaldas. Salvo las regiones occidentales, muy estrechas y volcadas hacia el mar Jónico, el resto de Grecia está en torno al Egeo. Dentro del mar y por todas partes, multitud de islas están siempre presentes en lontananza, como seguras referencias para una temprana navegación en todas direcciones: en días claros y en cualquier zona del mar, se observa casi siempre alguna cota de tierra firme. Al sur y como tierra límite de este mar interior que es el Egeo, se encuentra la mayor isla del Mediterráneo oriental, Creta, con una excelente ubicación geográfica, tal y como ya observaron los autores antiguos: "esta isla ocupaba una posición muy favorable para las salidas a todas las partes del mundo" (Diodoro IV, 17). Estas condiciones geográficas tan variadas tienen su trasunto en los productos naturales. El clima es diverso, como corresponde a la elevada altitud de las principales montañas, la mayor parte del año cubiertas de nieve y con su rápido descenso hacia el mar, en pocas horas de camino, se produce un escalonamiento de microclimas y, por ende, de sus floras y faunas asociadas. A juzgar por los restos arqueológicos y por las representaciones artísticas primitivas, la variedad de plantas y animales era algo más abundante que la existente hoy día. La mayor presencia de bosques en zonas actualmente casi devastadas supuso la existencia en grandes cantidades de animales de caza, tales como el ciervo rojo, el jabalí o la liebre. También son numerosas las zonas que contaban con animales que pronto serán domesticados: cabra montés, oveja, cerdo, etc. Ya en la antigüedad, al igual que hoy, era difícil ver ganado vacuno en el paisaje griego debido a lo abrupto del terreno y a la inexistencia de pastizales, tal como es característico en el paisaje mediterráneo, cálido y suave, con colinas cubiertas de monte bajo y matorrales. El terreno fértil apto para el cultivo no es muy extenso y se encuentra al fondo de los valles o en ciertas llanuras del norte de Grecia o en Creta. El afloramiento aquí y allá de la roca madre, generalmente caliza, configura una superficie muy agreste y no precisamente generosa con la agricultura, hecho que abocará al griego antiguo a buscar nuevas tierras que soporten y den sustento al excedente demográfico. Esta característica explica la perenne vocación del pueblo griego a proyectarse hacia el exterior, bien empleando su actividad en el comercio o bien en la colonización de nuevos territorios (aún en la actualidad, prácticamente la mitad de la población griega busca sus recursos en la emigración al extranjero). La multiplicidad de aspectos de la geografía griega ha condicionado de modo indudable la trayectoria histórica, caracterizada por una fuerte regionalización ya desde épocas prehistóricas. El hombre de Neandertal, documentado en Grecia, se instaló en algunas zonas costeras del centro y noroeste, dejando restos de hace unos 70.000 años. En el Paleolítico Superior ya hay comunidades instaladas en territorios como Tesalia y Beocia (los más fértiles de Grecia continental) y Olimpia o la Argólida, en el Peloponeso. Estos cazadores y recolectores no son los antecedentes de la población griega ya que, al final del Paleolítico Superior, se produjo un cambio climático con abundancia de lluvias que inundaron las zonas ocupadas, sepultándolas bajo una capa de lodo de hasta cinco metros en algunos yacimientos. Existen bastantes restos arqueológicos de la etapa mesolítica, alguno de ellos de gran interés, como es la aparición de utillaje lítico realizado en obsidiana procedente de la isla de Milo, lo cual nos revela la existencia de navegación a través del Egeo ya en el X milenio antes de Cristo.
Personaje Literato
La afición de Graham Greene por la literatura surge en la Universidad de Oxford. En este centro participa en "Saturday Westminster", una revista universitaria donde publica sus versos y algunos relatos en prosa. En 1925 publica su primer libro de versos "Abril murmurante". Sin embargo, todavía no se dedica de pleno a la literatura, sino que trabaja en una Compañía de Tabacos. Desde 1926 hasta 1929 es contratado por el diario "The Times". Precisamente es en estas fechas cuando se convierte al catolicismo. Este hecho resultaría crucial en su faceta como escritor. En la década de los años treinta se dedica a viajar y una vez que regresa a Gran Bretaña trabaja en "The Spectator" como director literario. Al principio de los años cuarenta le destinan al continente africano al trabajar para el Ministerio de Asuntos Exteriores. Como escritor aborda el género realista con tal detalle que en ocasiones plantea historias violentas. Es estas obras la religión es una constante. Es autor de "El poder y la gloria", "El final de la aventura" o "El tercer hombre", una de sus novelas más famosas y adaptada al cine. Ha escrito además una autobiografía en dos partes: "Una especie de vida" y "Vías de escape" y varios ensayos como "La infancia perdida".
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La condición de foco escultórico de primer orden de la que disfrutó Valladolid en el siglo XVI se mantuvo en la etapa barroca, sobre todo en la primera mitad del XVII, gracias a la actividad de Gregorio Fernández. Sin embargo, junto a este hecho indiscutible, hay que considerar también el impulso que proporcionó a la producción escultórica, y al arte en general, el establecimiento de la corte en la ciudad desde 1601 a 1606, ya que por este motivo ilustres y poderosos personajes se instalaron en ella, formando una importante y adinerada clientela, benefactora con frecuencia de conventos e iglesias, que en esa época necesitaban nuevas imágenes y retablos para adecuar sus recintos a los interesas e ideales contrarreformistas. Tras la desaparición de Fernández, su fama mantuvo el prestigio de la escuela durante el resto de la centuria, en la que los numerosos escultores formados en su taller perpetuaron su estilo, pero ninguno de ellos fue digno continuador de su arte.Aunque en su breve vida Francisco de Rincón (h. 1567-1608) orientó ya la dirección de la escultura vallisoletana hacia el naturalismo, quien realmente definió el lenguaje y las cualidades de esta escuela fue su discípulo y colaborador Gregorio Fernández (1576-1636).De origen gallego, se trasladó a Valladolid en 1605 atraído como tantos otros por la estancia de la corte. Este fue un paso importante para su carrera, porque en la ciudad castellana no sólo completó su formación con Rincón sino que también pudo estudiar el arte de Juni y admirar las obras de Pompeo Leoni, que por entonces trabajaba en la nueva capital. De éste aprendió la estilizada elegancia, un tanto académica, que puede apreciarse en su estilo inicial, recogiendo quizás de Juni su constante interés por el patetismo expresivo.Su llegada a la corte en estos años le proporcionó también la posibilidad de relacionarse con una clientela prestigiosa, que le distinguió a lo largo de su vida con importantes encargos. Felipe III, el Duque de Lerma, los Condes de Fuensaldaña son algunas de las personalidades que requirieron sus servicios, y, junto a ellas, catedrales como las de Miranda do Douro (Portugal) y Plasencia, y las principales órdenes monásticas, con lo que su obra se extendió e irradió una decisiva influencia en amplias zonas de la geografía peninsular.Retablos, pasos procesionales e imágenes aisladas, siempre en madera, integran el corpus de su abundante producción, en la que plasmó un estilo extraordinariamente personal, basado en la representación de la exaltación religiosa imperante en aquellos momentos, que él interpretó de forma sencilla e inmediata, buscando acercar la obra a la sensibilidad del pueblo.La doctrina contrarreformísta y la clientela de la época exigían que las figuras parecieran vivas, a lo que Gregorio Fernández respondió con un arte intensamente realista, que le llevó a resaltar las expresiones y los rasgos individuales de sus imágenes. Sin embargo, su interés prioritario por la verosimilitud no le impidió dotar a las representaciones que así lo requerían de un profundo sentido místico, aunando lo concreto y lo espiritual -cualidad esencial en el barroco español-, lo que consigue con un lenguaje inmediato y ajeno a cualquier tipo de concesión retórica.Las actitudes elegantes y el dominio de la anatomía priman en su concepción formal, que se enriquece plásticamente mediante la utilización de abundantes paños con plegados muy marcados, quizás derivados de modelos flamencos del XV. Con ellos incrementa el volumen de los cuerpos y a la vez favorece los contrastes luminosos, que prestan a sus obras el carácter pictórico propio del Barroco. Destaca también en sus trabajos el protagonismo que concede a cabezas y manos, en las que muestra sus dotes técnicas, tallando con precisión cada detalle, sin duda porque en ellas apoya su lenguaje expresivo, especialmente interesado por los efectos dramáticos.Las cualidades que se acaban de citar pertenecen a la madurez de su estilo, a la que llegó Gregorio Fernández aproximadamente hacia 1620, tras un período inicial en el que un virtuosismo preciosista y el alargamiento y la suavidad formal imperaron en su labor por influencia manierista. Al final de su vida, entre 1631 y 1636, su arte se tornó más movido y dramático y sus plegados adquirieron un aspecto extraordinariamente quebrado.Artista culto, cuidadoso con su trabajo, vigiló siempre la actividad del taller para salvaguardar la calidad del acabado, y, porque su prestigio se lo permitía, aconsejó y condicionó según su parecer el diseño de los retablos en los que intervino, imponiendo sus opiniones a ensambladores y tracistas. Asimismo concedió gran importancia a la policromía, que él nunca realizó personalmente, pero consciente de su decisiva incidencia en el resultado final de la obra, recomendó la manera de proceder y se rodeó de artistas capacitados para llevarla a cabo, contando entre sus colaboradores a Diego Valentín Díaz, uno de los más destacados pintores vallisoletanos del XVII.
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Tenemos escasas noticias biográficas de Gregorio Fernández (h. 1576-1636), aunque las necesarias para comprender que su persona sintoniza plenamente con la atmósfera dura y agria de aquella España del siglo XVII: la de los flagelantes, de carnes ensangrentadas y doloridos cuerpos. Los pasos procesionales más emotivos de la famosa Semana Santa de Valladolid fueron temas predilectos de este artista, que en ellos vivificó los episodios de la Pasión. Excepcional escultor y único en cuanto a originalidad, se mantuvo siempre tan individual que nos recuerda a un antecesor suyo, Alonso Berruguete (1486-1561). En la historia de la escultura, Gregorio Fernández representa la tendencia más realista y sincera de su época. Coetáneo del otro genial escultor, activo en Sevilla, Martínez Montañés, ambos definen la estética hasta cierto punto contrapuesta de las dos grandes escuelas escultóricas de este siglo. Montañés, de formación clasicista, diseña sus obras bajo el dominio de la armonía entre lo bello y lo espiritual, mientras que Fernández, hijo de la cultura contrarreformista de Felipe II, crea una imagen religiosa lo más didáctica posible, lejos de los planteamientos puramente estéticos. El maestro Gregorio mantuvo un taller que absorbió los contratos no sólo de Valladolid, León y Madrid, sino también los del País Vasco y Extremadura. Natural de Sarriá (Lugo), se formó en el taller vallisoletano de Francisco Rincón (h. 1567-1608), quien le influye durante el primer decenio del siglo, así como los escultores clasicistas Pompeo Leoni y Arfe de Villafañe, que viven en la Corte de Valladolid entre 1601 y 1606. El propio Gregorio Fernández declara, el 17 de noviembre de 1610, que tiene 34 años poco más o menos. La mayoría de las personas en este tiempo sólo podían saber los años que tenían si recordaban con precisión el número de Pascuas o Navidades vividas, siempre y cuando su madre supiese el año de nacimiento de la criatura. Por esta razón debemos decir que nació más o menos hacia 1576. En 1615 compró las casas donde había vivido Juan de Juni, escultor por el que sentía profunda admiración. La ciudad se convirtió en el centro de escultura más importante que había en Castilla desde 1541, año en que se instaló allí Juni, aunque ya antes Berruguete, si bien no de un modo permanente, trabaja en Valladolid. La casa-taller, tapiada y con un patio interior, estaba enfrente del desaparecido convento del Carmen Calzado, el lugar predilecto de Fernández, donde quiso que lo enterraran. Tuvo una hija, Damiana, casada cuatro veces, dos de ellas con escultores: Miguel de Elizalde y Juan Francisco de Iribarne, quienes trabajaron en el taller del suegro. También tuvo un hijo que murió a los cinco años y el verdadero ayudante de taller fue su hermano, Juan Alvarez, hasta marzo de 1630, año en que falleció. Tenía su casa como si se tratase de un hospital por la continua asistencia a desvalidos, pobres y hambrientos a quienes socorría a diario. Rodeado de fama y veneración, este escultor adquirió la consideración de hombre tan virtuoso que a las gentes les parecía poseedor de claros signos de santidad. El pintor Palomino, autor de las "Vidas de los pintores y estatuarios eminentes españoles" (1714-1724), nos transmitió lo que venía diciéndose de él un siglo después, en el XVIII. Antes de trabajar se postraba en profunda oración, guardaba ayuno, cumplía penitencias y mantenía el necesario diálogo con Dios para que le dispensase su gracia: todo esto resulta muy esclarecedor. Como Bernini o Martínez Montañés, fue un artista para quien esculpir una sagrada imagen era un compromiso con la fe. Es esencial recordar que la religiosidad del siglo XVII se define ante todo como mística: era la época de los santos visionarios.
Personaje Religioso
Natural de Roma, Gregorio II alcanzó el solio pontificio en el año 715, cargo desde el que promovió las misiones cristianas en los Países Bajos y Alemania, siendo uno de los artífices de la reconstrucción de la abadía de Monte Cassino. En un principio defendió a los bizantinos que se oponían al culto a las imágenes, pero cambió de opinión y excomulgó al emperador León III el Isaúrico. A su muerte fue elegido papa Gregorio III. Debido a sus buenas acciones será santificado, celebrándose su fiesta el 13 de febrero.