Un historiador ha recordado, al referirse a la capacidad de Hitler para imaginar la forma de derrotar al adversario, la frase de Napoleón: "En la guerra, como en la prostitución, el mejor es el no profesional". Sin embargo, llegados al verano de 1940, quedaron demostrados los límites de tal afirmación. Para el Führer no existía otra posibilidad, producida la derrota francesa, que el reconocimiento por parte de Gran Bretaña de que tenía perdida la guerra. Por eso ni siquiera se habían elaborado unos planes mínimos para la invasión de las Islas y, cuando los británicos dieron la sensación de querer resistir, Hitler empezó por no creerlos, esperando que cambiaran de opinión porque -pensó-debían estar tratando de obtener mejores condiciones para la rendición. Pero muchos otros políticos en la Europa de entonces pensaron que el propósito de ofrecer resistencia a Hitler era ficticio o imposible. Así se explica el elevado número de los que, en estos momentos, estuvieron dispuestos a colaborar con el vencedor o a adecuarse a la situación producida por sus triunfos. Incluso quienes habían sido principales adversarios del nazismo ahora imaginaron poder adaptarse a la situación. Pero no lo hizo Gran Bretaña y ello se debió en gran parte a un hombre: Winston S. Churchill. A estas alturas de su vida era, para la opinión mayoritaria en su país, un político pasado de moda, buen orador pero con fama de ser demasiado independiente, aventurero en sus propuestas y, a menudo, un tanto insensato en la forma de llevarlas a cabo. Pero en él Gran Bretaña encontró un líder en el momento más difícil de su Historia. En el preciso instante en que otros dirigentes tan sólo parecían capaces de deprimirse, él apareció con una sobreabundante energía para dirigir su país hacia la resistencia y la victoria. Supo prever la evolución de la mente de Hitler, concentrar todos los esfuerzos en derrotarle y, aunque se equivocó a menudo, conquistar el apoyo estable de hasta un 80% de la opinión pública británica a lo largo de toda la guerra. Pero, en realidad, después de un inicial titubeo, toda la clase dirigente británica le acompañó en la decisión de resistir en un momento en que parecía lejanísima la posibilidad de una victoria. Los debates en el seno del Gobierno tuvieron lugar durante tan sólo tres días en los últimos días de mayo y, a lo sumo, se pensó en oír propuestas de armisticio de Italia, antes de que ésta entrara en guerra. Algunas figuras preminentes del conservadurismo, como Lord Halifax, estuvieron tentadas de prestar oídos a las condiciones de Hitler para concretar en propuestas su propia victoria; es muy probable que hubieran sido generosas, pero también los laboristas y el propio Chamberlain se negaron a aceptar cualquier conversación. Las discusiones en el seno del Gobierno no adquirieron publicidad y los minoritarios aceptaron la decisión de la mayoría. Cuando, a mediados de julio, el Führer hizo una oferta solemne desde el Reichstag, la decisión británica estaba ya tomada y permaneció inalterable. Había sido adoptada partiendo de unas presunciones estratégicas, elaboradas por el Estado Mayor, que de hecho se demostraron menos positivas de cuanto se había supuesto. Gran Bretaña podía resistir, se presumió, si tenía una aviación suficiente, lograba la ayuda norteamericana de forma estable, bombardeaba masivamente Alemania y lograba que se produjeran sublevaciones contra ella en el continente dominado. En realidad, sólo la aviación de caza respondió a estas esperanzas de forma inmediata. Aun así, la decisión de resistir estaba tomada y los británicos muy pronto dieron pruebas de ello. La destrucción de la Flota francesa en Mers-el Kebir -que De Gaulle percibió como un "hachazo" a las posibilidades de obtener un apoyo importante de sus compatriotas- lo testimonió. En junio mismo, en contra de todas las convenciones suscritas en la posguerra anterior, los británicos aprobaron incluso la utilización de gases asfixiantes para el caso de que los alemanes decidieran desembarcar en Gran Bretaña. El dirigente fascista británico Oswald Mosley fue detenido y con él centenares de sus partidarios. El duque de Windsor, cuya decisión de casarse con una divorciada, en la que tuvo el apoyo de Churchill, le había excluido del trono, hubiera podido aceptar una negociación con Hitler, pero fue prontamente enviado desde España hasta las Bahamas para apartarle de cualquier tentación proalemana. Si la clase dirigente política supo reaccionar en las gravísimas circunstancias en que se encontraba, fue porque también lo hizo la totalidad de la sociedad. Nunca un país se había movilizado de una forma tan abrumadora para el combate, con la peculiaridad de que lo hizo manteniendo las instituciones democráticas e incluso celebrando periódicas elecciones parciales. La guerra de 1939 fue, en efecto, un conflicto de "guerreros desconocidos", como afirmó el propio Churchill. El escritor George Orwell, que trabajó de forma destacada para mantener y desarrollar un espíritu patriótico, aseguró que aquella era "la guerra de los ciudadanos". Según él, la reacción de los británicos ante el peligro había sido como la de un rebaño de ovejas ante el lobo. Se había producido un espontáneo agrupamiento y de él nació una fuerza colectiva que resultaría "semejante al despertar de un gigante". En efecto, fue así y bastan algunos datos para comprobarlo. La movilización de la mujer -hasta siete millones, incluidas mayores de 50 años- fue tan decisiva que su papel en la sociedad británica cambió de manera decisiva. Más de la mitad del gasto de la guerra fue cubierto con impuestos y el incremento de la superficie cultivada fue del orden del 50%. La resistencia de los británicos, en definitiva, se produjo porque tuvieron la sensación inequívoca de estar desarrollando una tarea colectiva en la que se jugaban, en última instancia, su propio destino individual. Hitler tardó mucho en darse cuenta de la decisión británica: sólo a principios de julio dio la orden de que se elaborara un plan estratégico para ocupar las islas Británicas. Fue la operación "León marino" que, en realidad, era de una sencillez incluso elemental. Consistía en reunir en el Canal de la Mancha un número elevado de embarcaciones de todo tipo y tamaño y con ellas proceder a la invasión. Mediante campos de minas se evitaría la intervención de la Flota británica, creando unos pasillos a través de los cuales se conseguiría el paso de los invasores. No se ocultó, en absoluto, la planificación militar de la operación, para la que se requirió el envío de divisiones italianas y la mayor parte de los submarinos de esta nacionalidad. La operación siempre fue considerada extremadamente problemática por la dirección de guerra alemana. Era poco probable que los campos de minas detuvieran a la Flota británica pero, sobre todo, la diferencia entre las disponibilidades de recursos navales entre los alemanes y los británicos era tan considerable que la operación resultaba impensable en este momento. Alemania, en efecto, nunca había tenido una flota que superara algo más de un tercio del tonelaje de la británica y ahora, tras la campaña de Noruega, la diferencia era todavía mayor: sólo llegaba al 15% de la adversaria. La operación "León marino" hubiera sido posible tan sólo en la primavera de 1941, previa una concentración del esfuerzo militar alemán en conseguir, si no la superioridad, al menos una cierta equiparación en el mar. De todos los modos, un requisito previo y todavía más imprescindible era la abrumadora superioridad aérea, que los alemanes daban ya por conseguida cuando lo cierto era, sin embargo, que los últimos combates habían empezado a desmentirla. En el momento de reembarque del Ejército británico en Dunkerque, se había puesto de manifiesto que la aviación británica podía codearse perfectamente con la alemana, sin que, no obstante esta realidad, apareciera de forma tan clara, dado el hecho de que aquélla fue una severa derrota para los ingleses. Goering se atrevió a asegurar ante Hitler que le bastaban cinco semanas para acabar con el arma aérea británica, pero desde un principio estuvo claro que la realidad iba a ser mucho más complicada. La denominada Batalla de Inglaterra se inició en la segunda semana de julio y se intensificó de manera especial a partir de mediados del mes siguiente. En un principio, los alemanes actuaron de una forma un tanto carente de planificación, lo que quizá se explica porque creyeran que les bastaba la exhibición de su propia fuerza para que el adversario se decidiera a negociar; incluso no llegaron a emplear a fondo la totalidad de sus recursos. Luego, la presión germana se dirigió a los aeropuertos británicos, para destruir el arma aérea adversaria, y, finalmente, desde comienzos de septiembre, los bombardeos se centraron en Londres. Fue probablemente de una manera casual como se llegó a concentrar la capacidad ofensiva en la capital británica: cuando un primer bombardeo fue respondido por los británicos en Berlín, Hitler decidió reducir Londres a escombros. Pero el sufrimiento de su capital, principalmente como consecuencia de bombardeos nocturnos, permitió a los británicos la conservación de sus aeropuertos y por tanto, la supervivencia de su arma defensiva. Curiosamente, cuando los alemanes consiguieron los mejores resultados fue a lo largo del mes de septiembre: el último día de este mes lograron casi igualar su número de bajas con las del adversario. A estas alturas, era ya impensable que se pudiera producir el desembarco en Gran Bretaña, dadas las condiciones climáticas reinantes. Dos semanas después, el mando alemán decidió posponer de forma temporal las operaciones de invasión. Ya nunca más volvieron a ser consideradas como de inminente ejecución. En la Batalla de Inglaterra, los alemanes partieron de determinadas ventajas que, sin embargo, para su sorpresa, resultaron insuficientes. Sus aviones tenían mejor armamento que los británicos y disponían, además, de mayor número de pilotos. También, en el transcurso de las operaciones organizaron un sistema de recuperación de los pilotos derribados que superó netamente al puesto en práctica por el enemigo. Pero todo eso estuvo lejos de bastarles. Los británicos utilizaron de forma más intensiva sus recursos humanos, lo que explica la frase de Churchill acerca de que nunca tantos habían debido tanto a tan pocos. Este mejor uso de los recursos se explica debido a causas objetivas, como es la mayor cercanía de las bases propias, pues el modesto radio de acción de los bombarderos alemanes sólo les permitía estar poco más de una hora sobre el cielo de Londres. También las condiciones meteorológicas les favorecieron. Pero, además, los británicos fueron también superiores en otros aspectos. Sus aviones eran más manejables y rápidos y tenían la suficiente potencia de fuego como para convertir en vulnerables a los bombarderos alemanes, que debieron ir siempre protegidos por cazas. De aquéllos, los que habían resultado más efectivos hasta el momento para el combate en el campo de batalla -los de asalto o "stukas"- resultaban poco menos que inservibles para el propósito en que eran empleados sobre Gran Bretaña. La gran superioridad británica, sin embargo, fue la relativa a su información. Disponía de radar, aspecto en el que los alemanes estaban en mantillas, su servicio meteorológico era mucho mejor y sus comunicaciones por radio estaban más avanzadas. Por si fuera poco, el desciframiento de las claves del adversario les permitía conocer el camino que podían seguir las ofensivas enemigas mientras que los alemanes, por ejemplo, siempre se atribuyeron unos daños hechos al adversario muy superiores a los reales. El aspecto, sin embargo, en el que los alemanes estuvieron más engañados fue acerca de su superioridad industrial. Alemania siempre pensó que el número de aparatos que Gran Bretaña era capaz de producir era la mitad de la cifra real. La decisión de resistir a ultranza, la concentración de esfuerzos y la buena gestión de lord Beaverbrook al frente del Ministerio británico de Armamento tuvieron como consecuencia un "milagroso" incremento del número de aviones fabricado por este país. En el año 1940, en que Alemania debía conquistar la abrumadora superioridad aérea si quería conquistar las islas produjo 3.000 aviones, mientras que su adversario fabricó 4.300. El resto de las circunstancias tendía, además, a hacer más difícil el designio alemán. No era infrecuente que las bajas propias fueran el doble que las británicas, lo que convertía en imposible el desembarco. En total, entre julio y octubre de 1940, los alemanes perdieron algo más de 1.700 aviones mientras que los británicos sólo unos 900. Gran Bretaña había resistido al peor embate de su Historia y también lo había superado la propia democracia.
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El Reino Unido había sufrido durante la guerra la pérdida de más de 40.000 vidas humanas entre combatientes y población civil; a esto añadía un número de personas heridas en combate o por los bombardeos que superaba el millón de casos. El país, que junto a la Unión Soviética se erigía en vencedor moral del conflicto debido a los sufrimientos soportados por su causa, había quedado exhausto tras cinco años de lucha. Con todo, esta negativa situación inicial no fue capaz de anular el carácter pragmático consustancial a la forma británica de comprender la vida. Las elecciones generales celebradas en el mes de julio de 1945 -cuando todavía no habían cesado los combates en el continente- demostró un extendido deseo de renovación de estructuras mediante la instrumentación de reformas, dirigidas sobre todo a obtener una nivelación en el campo social. Los comicios reportaron 393 escaños parlamentarios al Partido Laborista, frente a los 198 obtenidos por los conservadores. Winston Churchill, dirigente indiscutible de esa segunda formación, había personificado la lucha contra Alemania en medio de una sufriente población unida a su alrededor sin discrepancias señalables. Pero ahora, observándose inmediato el final de la guerra, los británicos preferían otorgar su confianza a un partido que, como el Laborista, se presentaba dotado de los necesarios atributos reformistas para dirigir la recuperación que el país precisaba de forma urgente. El pragmatismo constituía el rasgo más destacado del laborismo británico en el año 1945, y a partir de esos momentos un amplio conjunto de jóvenes valores de la política comenzarían a incidir en profundidad sobre la vida del ciudadano de las islas. La situación de Gran Bretaña con la paz no podía presentar caracteres menos positivos. Durante los cinco años de guerra se había producido un fuerte aumento de la producción industrial y agrícola, respondiendo a las exigencias de la situación. Ahora, por el contrario, la decadente metrópoli imperial se obligaba a soportar una larga serie de restricciones materiales durante varios años. Así, el racionamiento alimenticio se mantuvo vigente hasta 1950. Gran Bretaña, país de tradicional economía basada en el sistema de intercambios comerciales, veía en el verano de 1945 disminuida su flota mercante en más de una cuarta parte de sus efectivos integrantes en 1939. Debido a ello, junto al descenso general de la productividad, las exportaciones industriales quedaron reducidas a una cifra que no superaba niveles situados en el 2 por 100 de la existente antes de la guerra. De forma paralela, la deuda exterior contraída con motivo de las necesidades bélicas -y establecida sobre todo con Estados Unidos- ascendía a un total superior a los 3.500 millones de libras, mientras que las reservas de divisas se reducían a poco más de una octava parte de esta cantidad. Los artículos de importación no podían ser comercializados debido a los altos costes que su introducción suponía. Al mismo tiempo, y centrando la penuria general de la situación en todos los órdenes materiales, el bajo nivel de alimentación -que no superaba grados mínimos de calorías- incidía de forma especialmente negativa sobre los sectores sociales más necesitados de nutrición. La Gran Bretaña vencedora en la guerra se enfrentaba en el año 1945 a una situación verdaderamente límite, viéndose obligada a importar trabajosamente los dos tercios del total de los alimentos necesarios para el consumo, y similar proporción de las materias primas de que precisaba para mantener su producción industrial en declive. Pero ya la victoria electoral del laborismo había introducido nuevas expectativas de cambio, que la población esperaba ilusionada como instrumentos de recuperación efectiva. Los aspectos sociales de la legislación serían los más "primados" por esta nueva política: medidas nacionalizadoras de entidades de interés general -Banco de Inglaterra, industria del carbón, transporte aéreo civil, gas y electricidad, transporte en general, servicios ferroviarios, industria siderúrgica- modificaron muy pronto el rostro del país. Sería solamente necesario el transcurso de doce meses a partir de la toma de posesión del gabinete por Clement Atlee para que gran número de leyes de fundamental importancia fuesen aprobadas por el Parlamento británico. Pero los elementos condicionantes de la situación en sentido negativo manifestaban de forma muy activa su potencia. La población sufría de forma directa los efectos de esta situación, tanto en el ya mencionado aspecto alimentario como en los referentes a la vivienda, los combustibles y los demás de cotidiano interés para el ciudadano. Sin embargo, el socialismo británico sería capaz de emprender una senda que haría posible la real transformación del país. Contrariamente a la situación de la mayor parte del continente europeo, en Gran Bretaña no se plantea el rompimiento con las estructuras vigentes. Esta estabilidad ayudó a las tareas de reconstrucción, ya que unificó los esfuerzos dedicados a la misma y evitó el despilfarro de fuerzas que en la Francia o la Italia del momento estaban dirigidas al cuestionamiento del sistema político. En las Islas Británicas se implantaba así el denominado Welfare State -Estado benefactor-, preocupado en primer término por asistir a las necesidades manifestadas por los niveles menos favorecidos de la sociedad. La nacionalización de los servicios de interés público más arriba mencionados era complemento de la socialización de otros ámbitos de directa referencia humana, como la medicina y la cobertura de los supuestos negativos presentados por situaciones en las que la persona se hallase en situación perjudicial para su vida o intereses. En esta línea, la decisión laborista implantará en Gran Bretaña la protección legal de los casos de desempleo, enfermedad, jubilación, maternidad, fallecimiento y viudedad, entre otros. Es preciso anotar que los gabinetes conservadores que se sucedieron en el Gobierno a partir del año 1951 respetaron la mayor parte de esta legislación. Pero en el año 1945, Gran Bretaña debe verse obligada a poner a la venta la tercera parte de sus activos situados en el extranjero, con la finalidad de pagar las importaciones de los materiales que precisa para su subsistencia. Mientras tanto, el Gobierno había negociado un nuevo préstamo con Estados Unidos; ascendía a la cifra de 1.100 millones de libras, que Gran Bretaña debería devolver una vez hubiese alcanzado su economía niveles suficientes de recuperación. Los planes de UNRRA, en primer lugar, y el denominado Marshall, más adelante, servirían al mantenimiento de unos niveles mínimos de actividad productiva, más que como principales impulsores de las actividades reconstructoras. La recuperación material del Reino Unido tras la guerra, ardua de cumplimiento y prolongada durante años, estableció nuevas formas de convivencia de las diversas agrupaciones étnicas que se hallaban en su territorio metropolitano. El panorama presentado por el Imperio británico en el año 1945 permitirá, asimismo, a los gobernantes de Londres el ejercicio del más abierto e inteligente pragmatismo. India, considerada como la más preciada posesión imperial de la Corona, había manifestado intenciones emancipadoras a lo largo de los últimos decenios, deseos incrementados al calor de la situación impuesta por la guerra. La metrópoli debía enfrentarse a esta cuestión, y resolvería de la mejor forma posible para todas las partes interesadas. Las ideas de resistencia pasiva preconizadas por el Mahatma Gandhi se veían crecientemente sustituidas por la aplicación de la violencia directa en contra de la dominación colonial. El Gobierno de Londres, acorde con las promesas emitidas durante el conflicto, dio los pasos necesarios para la formación de una asamblea constituyente y en 1947 la Unión India, de la que se había desgajado su fracción de población musulmana, penetró en el ámbito de la independencia. La Commonwealth, nacida en 1919 como respuesta a las necesidades de autonomía presentadas por los espacios integrantes del conjunto imperial, se convirtió a partir de la Segunda Guerra Mundial en una voluntad de asociación de Estados soberanos. Gran Bretaña, mediante este mecanismo, podía conservar gran parte de sus intereses en los mismos, evitando tensiones y rupturas que únicamente actuarían en detrimento de todos.
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Después de la independencia, las potencias europeas y Estados Unidos empezaron a hacerse presentes en la región con una cierta frecuencia. El principal argumento utilizado era la defensa de sus súbditos en peligro o la necesidad de que los gobiernos pagaran las deudas que tenían contraídas con los mismos. Convertirse en extranjeros era en ciertas ocasiones el mejor recurso para cobrar a unos gobiernos que veían como sus arcas estaban prácticamente vacías durante la mayor parte del tiempo. Junto con Gran Bretaña y los Estados Unidos, Francia tuvo un activo protagonismo en la historia de las invasiones a América Latina, seguida por España, Italia y Alemania. Hasta la primera mitad del siglo, y en más de una oportunidad, México, el Río de la Plata y Nueva Granada sufrieron el bloqueo de ingleses o franceses. Por su parte América Central y, nuevamente, México, enfrentaron el problema de las agresiones de los Estados Unidos.Más de una vez fueron algunos sectores de las propias elites nacionales los que convocaron a las potencias extranjeras en su auxilio, dada su incapacidad para resolver los problemas interiores. Este fue el caso de los uruguayos que reclamaron el auxilio de Brasil entre 1817 y 1825, fin su enfrentamiento con los gobernantes de Buenos Aires y también el de los exiliados argentinos en Montevideo, que se aliaron infructuosamente con los franceses para poder derrotar a la dictadura rosista.En muy poco tiempo, Gran Bretaña se consolidó como la primer potencia extranjera con influencia real en la región. Sus intereses eran múltiples y variados y las relaciones con el gobierno británico eran cultivadas por los diversos gobiernos latinoamericanos. La prudencia británica en la forma de llevar sus relaciones permitió que éstas se asentaran sobre bases muy sólidas y poco coyunturales.A mediados de siglo la posición de los Estados Unidos comenzó a hacerse más fuerte, especialmente en México, América Central y el Caribe. Desde la formulación de la doctrina Monroe el interés por los territorios vecinos fue en aumento y de esa época se puede señalar la guerra que sostuvo con México, sus deseos expansionistas sobre Cuba y el tratado de 1850 con Gran Bretaña para solucionar el contencioso que oponía a ambas potencias por la construcción de un canal interoceánico en Nicaragua. El expansionismo norteamericano tuvo una de sus motivaciones en la puesta en explotación de los yacimientos auríferos californianos y en la necesidad de asegurar las comunicaciones con el Pacífico. En ese contexto América Central resultaba clave.En 1836 había estallado la guerra en Texas. Los colonos del sur de Estados Unidos que allí se habían instalado, favorecidos por el federalismo de los gobiernos liberales, rechazaron la vuelta al centralismo que querían imponer los conservadores. Santa Anna intentó someter a los rebeldes, pero tras su victoria pírrica en El Alamo sufrió una gran derrota en San Jacinto. Los texanos se independizaron pero no fueron reconocidos por el gobierno mexicano, pese a la postura contraria de Alamán, que intentaba crear un estado tapón que, con el respaldo británico, frenara el expansionismo norteamericano. En 1845 estalló la guerra con Estados Unidos y los liberales moderados mexicanos llamaron a Santa Anna para que se hiciera cargo del ejército nacional. En poco tiempo los norteamericanos ganaron la guerra, que se completó con la captura de la capital. La paz de 1848 le supuso a México perder casi la mitad de su territorio, que fue a parar a manos norteamericanas. En 1838, las tropas francesas habían invadido México para reclamar indemnizaciones a favor de aquellos súbditos galos que se habían visto afectados por las guerras civiles mexicanas. Los franceses obtuvieron lo que buscaban, pero gracias al enfrentamiento con el ejército mexicano fabricaron un mártir: el general Santa Anna, que perdió una pierna a raíz de un cañonazo francés. La gran invasión francesa se produciría tras la recuperación por parte de Juárez del control de la ciudad de México, cuando los acreedores europeos presionaron a sus gobiernos para que obligaran al gobierno liberal a hacerse cargo de las deudas acumuladas por los conservadores. Dada su falta de dinero, Juárez se negó a pagar y en julio de 1861 declaró la cesación de pagos. El 31 de octubre de 1861, Francia, Gran Bretaña y España firmaron la Convención Tripartita para invadir México. Pero, como ya se ha visto, los británicos y españoles rompieron muy pronto su alianza, tras la ocupación de Veracruz.
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En los años que transcurren entre 1955 y 1964, bajo Gobiernos conservadores, Gran Bretaña siguió ofreciendo la imagen prometedora de un país que daba la sensación de prosperar desde el punto de vista económico mientras que, a pesar de Suez, conservaba un papel muy relevante en la política internacional. Esa apariencia, sin embargo, era en gran medida engañosa aunque tardara en demostrarse. Gobernada por conservadores moderados, poco propicios a confrontarse con los laboristas sobre la política social, no fue capaz de enfrentarse a la realidad de una decadencia imparable aunque poco visible. Pocos primeros ministros tuvieron tanto apoyo inicial como Anthony Eden: tenía a su favor no sólo una larga experiencia como gobernante sino, incluso, el aspecto de un prototípico caballero británico, culto y acomodado al tiempo que capaz de descubrir y denunciar los males de la política del apaciguamiento. Había sido en su partido durante la etapa anterior a la Segunda Guerra Mundial una especie de "rebelde con guantes de terciopelo", dimitido como ministro por la debilidad del Gobierno Chamberlain ante Mussolini. Pero en cuanto llegó a ocupar el poder demostró ser poco representativo del liderazgo que se le había atribuido. Hipersensible, poco capaz para seleccionar colaboradores y dubitativo en todo excepto en política exterior, materia en la que tenía una opinión anticuada, se entrometió constantemente en la labor de sus ministros siendo incapaz de dirigirlos en un sentido preciso. Fue, como él mismo se definió, "un liberal pasado de moda", propicio al consenso y nunca debió haber llegado a "premier". Su reacción ante la nacionalización de Suez fue histérica y violentamente emocional. Es cierto que también los laboristas estuvieron dispuestos a utilizar la fuerza pero con el apoyo de la ONU, lo que era una contradicción absoluta. En realidad, para obtener un resultado satisfactorio, era imprescindible llegar a un acuerdo con Nasser u obtener el pleno apoyo norteamericano. En cambio se pretendió volver a una situación anterior: Un francés lo expresó de forma muy oportuna: "O canalizar al coronel o colonizar el canal". Para Inglaterra no existió nunca una necesidad apremiante de tomar el canal. Al menos los franceses resultaron más dignos de disculpa pues creían, falsamente, que por este procedimiento podrían librarse de sus problemas en Argelia. Quizá si Eden hubiera dado orden de atacar a los egipcios sin inventarse una excusa muy poco creíble el resultado hubiera sido mejor para los británicos. Suez fue un desastre diplomático que potenció a Nasser y quitó al mundo occidental toda respetabilidad que hubiera tenido de haberse mantenido sin actuar contra Egipto y esgrimiendo una condena contra el ataque soviético a Hungría. El embajador británico ante la ONU -donde su país se había convertido en un paria- interpretó que por ese solo acontecimiento su país había pasado de ser una potencia de primera clase a serlo de tercera. Lo único positivo fue que, a partir de este momento, se perdió cualquier ilusión con respecto al Imperio pero al precio de una división interna como el país no había tenido desde la crisis de Munich. Eden dimitió por motivos de salud pero parece difícil imaginar cómo hubiera podido permanecer en el poder. Harold Macmillan, uno de los ministros más propicios inicialmente al ataque en Suez y uno de los primeros en cambiar de opinión, fue una personalidad fascinante, excelente político profesional lleno de confianza en sí mismo y, al mismo tiempo, de una indudable calidad intelectual. Su experiencia en carteras muy distintas bajo cinco "premiers" diferentes parecía asegurarle el éxito. Pero aparentó humildad: dijo al principio que su Gobierno podía durar seis semanas y duró seis años; los laboristas iban, tras Suez, muy por delante en apoyo popular. Su equipo fue joven y sólo cuatro de sus ministros procedían del Gobierno anterior. Hubo un momento en que la mezcla entre novedad y experiencia dio la sensación de convertirle en invencible. Fue apodado "Supermac" y la mayor parte de los británicos aceptó como una evidencia su afirmación de que "nunca nuestro pueblo estuvo mejor". En las elecciones de 1959 los conservadores, con un millón y medio de votos más que los laboristas, consiguieron ampliar su ventaja sobre ellos en cien escaños: estos comicios tuvieron mucho de victoria personal de Macmillan. Pero su etapa final resultó muy problemática y, sobre todo, ese mismo entrecomillado citado líneas atrás pareció demostrar su incapacidad de darse cuenta de la verdadera situación de Gran Bretaña. Los mejores éxitos de Macmillan se produjeron en política exterior. No pidió perdón por Suez y fue capaz de llevarse bien con los norteamericanos a los que aseguró manejar bien porque él mismo lo era hasta cierto punto. Pero el restablecimiento de la buena relación con los Estados Unidos supuso también la aceptación por Gran Bretaña de un papel subordinado. Mientras tanto, la mentalidad imperial subsistía, incluso entre los laboristas y en la cultura popular (como revela la película El puente sobre el río Kwai, 1957). El Gobierno conservador quiso solucionar los problemas de defensa por el procedimiento de crear una fuerza nuclear propia. Pero de esa "independiente fuerza de disuasión" Wilson llegó a decir que no era ninguna de las tres cosas pues dependía de los norteamericanos desde el punto de vista tecnológico. Además, no supuso una disminución de los gastos: aunque había reducido la flota a la mitad, a fines de los cincuenta todavía Gran Bretaña tenía 100.000 soldados en Medio y Lejano Oriente y gastaba mucho más en defensa que sus competidores en el terreno económico. En cambio, y a diferencia de Francia, Gran Bretaña consiguió liberarse de su Imperio con considerable dignidad y habilidad. En lo único que pudo no acertar fue en mantener la unidad de alguna de las nuevas naciones o intentar federaciones, en gran parte ficticias. Macmillan fue capaz de darse cuenta del grado de conciencia nacional adquirido por los pueblos africanos y aceptó que todo el Tercer Mundo estaba dominado por "un viento de cambio" irreversible. También supo aislar el problema de Sudáfrica, que ni siquiera pidió el ingreso en la Commonwealth. Un problema adicional que se le planteó fue el de la inmigración que exigió una nueva ley en 1962: un cuarto de la población mundial tenía derecho a vivir en Gran Bretaña. Europa para Macmillan, pero también para el conjunto de la Gran Bretaña, fue una sorpresa y, viviendo en un ambiente de autocomplacencia e insularidad, parece inevitable que reaccionara ante ella de forma tardía e insuficiente. El Gobierno conservador británico no estuvo de acuerdo en el establecimiento de una tarifa aduanera del Mercado Común hacia el exterior por sus relaciones con la Commonwealth pero estaba dispuesto a una zona de libre comercio. Tampoco los laboristas fueron nada propensos a interesarse por Europa: sus dirigentes aseguraron que no iban a romper con mil años de Historia o romper con amigos por vender lavadoras en Düsseldorf. El número de los conservadores dispuestos a jugarse su carrera política por el europeísmo fue reducido: Heath, que actuó como negociador, llegó a recibir el Premio Carlomagno. En el fondo, los británicos no sentían tanto entusiasmo por Europa como para que la negativa de De Gaulle les resultara tan ofensiva. Lo peor fue que el alejamiento de Europa agravó el más importante problema británico. Tras una grave crisis financiera, en 1959 Gran Bretaña tuvo que solicitar su primer préstamo al Fondo Monetario Internacional. Vivía manifiestamente por encima de sus posibilidades: el porcentaje del comercio británico sobre el mundial pasó en 1955-62 del 22 al 15% y ya en los años sesenta la libra esterlina estaba condenada como posible moneda de cambio para el comercio mundial. Pero la apariencia de prosperidad era patente aunque también superficial: de 1950 a 1964 el número de automóviles pasó de 2 a 8 millones. La civilización del consumo había llegado a Gran Bretaña. Hay que tener en cuenta, además, que los conservadores, durante mucho tiempo, se beneficiaron de la debilidad relativa de sus adversarios. Gaitskell, el dirigente laborista, era un hombre honesto y valiente pero que no tenía el suficiente carisma como para dirigir a un partido en la oposición. El laborismo permaneció muy dividido, en especial en materia de defensa nuclear: el propio líder sindical, Frank Cousins, fue partidario de que Gran Bretaña ejerciera una especie de liderazgo moral en el mundo renunciando a la bomba atómica. En realidad, más que una radicalización del laborismo, hubo una impregnación suya del movimiento antinuclear, muy popular, en el que participaron intelectuales como Russell, A. J. P. Taylor y Priestley. El dirigente laborista quiso hacer desaparecer la cláusula del partido que preveía la futura nacionalización masiva. Los sectores más de izquierdas se opusieron pero también los pragmáticos: era, dijo Wilson, como tratar de quitar el Génesis a la Biblia. Gaitskell murió en 1963 y fue sustituido por este último, un gran parlamentario con la habilidad maniobrera de un cardenal del siglo XVII. Con él se superó una situación que había llevado en 1962, dada la falta de gancho del partido, a que los liberales parecieran el más popular de los partidos británicos. La imagen de "Supermac" se deterioró al comienzo de los sesenta. En julio de 1962, en la llamada "noche de los cuchillos largos", Macmillan prescindió de un tercio de su Gabinete aunque con ello no consiguió mejorar y los sucesivos escándalos -la homosexualidad de un alto cargo y el hecho de que un ministro compartiera una prostituta con un diplomático soviético- supusieron el comienzo del fin de los conservadores. Macmillan tuvo siempre una considerable prevención ante la posibilidad de abordar estas cuestiones en público, pero en la mente popular anidó la imagen de unas clases altas depravadas y poco atentas a los intereses colectivos. Cuando Macmillan renunció a presentarse a las elecciones por motivos de salud los conservadores erraron en la elección de un sucesor. Lord Home, un aristócrata cuyo título se remontaba a más de una docena de generaciones, había dicho no querer ser candidato pero acabó siéndolo por eliminación de los demás. Era tan poco conocido por el ciudadano como él desconocía la vida ordinaria de aquél; se había dedicado a política exterior e hizo de ella el eje de su campaña. Wilson, en cambio, presentó la suya como una identificación con la modernidad y el cambio. Los resultados de las elecciones de 1964 fueron de sólo 200.000 votos más para los laboristas, con cuatro diputados de mayoría, en la elección más disputada desde 1847. Parecía, no obstante, abrirse una nueva etapa en la Historia británica. En apariencia, los años precedentes fueron de prosperidad pero Gran Bretaña estaba perdiendo la batalla de la competitividad económica. No sólo los conservadores sino también los laboristas siguieron estando demasiado interesados en el mantenimiento de la misma como un poder imperial. Al estancamiento de la etapa conservadora le sucedió algo parecido durante la etapa de Gobierno laborista.
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El segundo mandato de Margaret Thatcher fue menos dinámico que el precedente. Frente a sus deseos, los problemas de política interna se convirtieron en los más decisivos durante este mandato. La premier británica hubiera querido tener mayor protagonismo internacional y que éste hubiera sido menos conflictivo. En la política interna fue respetada y temida pero crecientemente poco apreciada, a pesar de su populismo. Dio, entonces, la sensación de ser incapaz de dirigir o de dar toda la confianza a sus ministros y, por su actitud, a menudo intransigente, "como Luis XIV -ha escrito un historiador- fue capaz de producir una revolución". Su primer problema grave fue el relacionado con la huelga de mineros a partir de marzo de 1984. Scargill, su dirigente sindical, ya había convocado tres huelgas durante el primer mandato en una industria en decadencia y de difícil viabilidad. Lo más indefendible de su postura fue que no organizó un referéndum para decidirla y, cuando se hizo en una sola mina, resultó negativo por tres a uno. Kinnock, el líder laborista, hijo de un minero galés, pretendió que esa consulta se produjera pero no tuvo éxito. El empresario nombrado para presidir la patronal minera fue presentado como un verdugo pero dijo ser un cirujano plástico destinado a rectificar lo imprescindible para mejorar las posibilidades de esa industria. La huelga estuvo mal planteada por la elección del momento y por el empleo de piquetes violentos de mineros y, por si fuera poco, Scargill recibió ayuda del líder libio Gaddafi, que había prohibido en su país cualquier sindicato, lo que acabó por alejarle de algún apoyo. La derrota de los mineros dejó, además, malparado a Neil Kinnock en el imposible intento de tratar de llegar a un compromiso. Una reforma legal posterior hizo responsables a los sindicatos de los daños causados en huelgas no votadas; en adelante fue necesario, además, el sufragio secreto para la elección de cargos sindicales y para la afiliación de los sindicatos a partidos. Pero después de esta resonante victoria Thatcher empezó a cosechar derrotas. En el Gobierno local había prometido abolir los impuestos de propiedad locales pero también deseaba controlar el gasto municipal; pensaba que debía combatir a las autoridades locales laboristas radicales de algunas ciudades que gastaban mucho a base de impuestos directos sobre la población. En Liverpool dominaba, por ejemplo, la tendencia troskista "Militant". Thatcher quiso crear la poll tax que, en teoría, serviría para que todos los ciudadanos controlaran el gasto público de sus Ayuntamientos. Sin embargo, al tratarse de un impuesto que era igual para todos sin tener en cuenta la renta, la oposición consideró que resultaba injusto. Suponía, además, una clara intromisión en la autonomía local. En segundo lugar, los problemas de Thatcher se multiplicaron con el asunto Westland, una compañía de helicópteros con problemas, sobre cuyo destino chocó con Hesseltine, su ministro de Defensa. En realidad, fue éste quien quiso imponer su punto de vista pero dio la sensación de que era la premier quien evitaba tratar la cuestión en Consejo de ministros y así hizo crecer la tendencia a ver en ella a una autócrata desconsiderada con sus colaboradores. En otras materias, la segunda etapa Thatcher resultó menos conflictiva y más duradera en sus consecuencias. El programa de privatizaciones recibió un gran impulso. Aunque los anuncios relativos a ella fueron muy criticados, lo cierto es que produjeron una auténtica revolución en el accionariado y posiblemente también en la eficiencia de la gestión. En la práctica, los laboristas no las pusieron en cuestión de modo que lo decidido en el Gobierno conservador resultó irreversible. Thatcher afirma en sus memorias que las privatizaciones eran revolucionarias a fines de los setenta y se atribuye el mérito de haberlas convertido en un modelo para otros países pero la realidad es que también las llevaron a cabo muy pronto Gobiernos socialistas. Respecto al Welfare State las reformas intentadas durante la era Thatcher se produjeron fundamentalmente en el tercer mandato. A pesar de sus promesas, de hecho el gasto del Estado aumentó un 6% en educación, un 25% en salud y un 40% en seguridad social. La primera ministra británica siguió teniendo un importante papel en la política internacional mundial pero en ocasiones también resultó muy discutible. Desde 1983 se negoció con China sobre Hong Kong llegando al acuerdo, en 1984, de transmitir la soberanía en 1997 pero manteniendo el sistema democrático y capitalista; además, los ciudadanos de la ciudad china podían mantener sus pasaportes británicos. El acuerdo logrado con el Gobierno irlandés (1985) le permitió a éste entrar en contacto con el británico en cualquier cuestión relacionada con el Ulster. En otro terreno mantuvo, en cambio, una política mucho más discutible: hizo todo lo posible por retrasar el cumplimiento de las sanciones contra el Gobierno sudafricano arguyendo que la mayor parte de la población blanca procedía de las islas británicas y que Gran Bretaña era allí el país con mayores inversiones; esta posición le llevó a un enfrentamiento con la mayoría de los Gobiernos de la Commonwealth. Pero quizá fue su oposición a una Europa unida lo más controvertido de su política. En su visión, Bruselas significaba estatismo, centralización y burocracia, mientras que ella reivindicaba un sistema fiscal y social liberal competitivo y la permanencia de la nación. Como veremos, su política en este aspecto jugó un papel esencial en su caída. Gran parte de los éxitos de Thatcher se explican por la debilidad de la oposición. Al elegir a Neil Kinnock, un líder con tan sólo 41 años, los laboristas dieron la sensación de que eran conscientes de que su paso por la oposición podía durar mucho. Kinnock pareció siempre un peso ligero desde el punto de vista intelectual y, además, carecía de cualquier experiencia de Gobierno. La gran cuestión que permaneció sobre el tapete respecto al laborismo fue la relativa al armamento nuclear, materia en la que su partido había defendido la tesis de que el Gobierno debía proceder al desarme unilateral. En un viaje a Estados Unidos, Kinnock fue por completo incapaz de defender su política de forma coherente. Así se explica que la Alianza conquistara más escaños en elecciones parciales que los laboristas. Finalmente, en las elecciones de junio de 1987, ganaron los conservadores con 375 escaños frente a 229 laboristas y 22 de la Alianza. Los laboristas crecieron en Escocia pero perdieron en Londres y en el Sur: habían conquistado una parte de los votos de la Alianza pero eran incapaces de penetrar en el voto conservador. En 1987 Thatcher había transformado la imagen de Gran Bretaña en el mundo y había conseguido tres rotundas victorias electorales sucesivas. Además, con un programa original, había conseguido durante algunos años que Gran Bretaña creciera más que cualquier otro país europeo, con la excepción de España. Pero en 1987 se produjo "il sorpasso": Italia la superó en términos de renta per cápita. Además, en 1990, Thatcher acabaría siendo liquidada por su propio partido. La razón estribó en que el nuevo Gobierno que formó fue más radical. Su programa también lo era: poll tax, introducción de un curriculum educativo nacional, pagos en la seguridad social por servicios, una nueva legislación sobre sindicatos que incluía el derecho de no ir a la huelga cuando se hubiera votado de forma afirmativa, privatización parcial del servicio médico..., etc. Pero, sobre todo, ella misma fue incapaz de controlar a su Gobierno y acentuó la impresión de ser una autócrata conflictiva. La gran cuestión de su Gobierno, con el telón de fondo del empeoramiento de la situación económica, consistió en la entrada en el sistema monetario europeo. La dimisión sucesiva de Howe y Lawson, partidarios de entrar en él, y su sustitución por Major no solucionó nada. En las elecciones europeas de 1989 los conservadores sólo lograron el 35% mientras Thatcher sólo tenía la aprobación del 25% de la opinión; su liderazgo fue ya contestado en el seno del propio partido. Su estilo era el problema más grave de los conservadores. Cuando se planteó el liderazgo del partido logró 204 votos frente a 152 de Hesseltine. Con su retirada sólo consiguió que Major, su sucesor preferido, obtuviera 185 frente a los 131 de Hesseltine y los 56 de Hurd. El estilo relajado y natural de Major produjo el alivio instantáneo de muchos de los problemas de los conservadores británicos. Su personalidad tenía un inequívoco color gris: había estudiado tan sólo hasta los 16 años y había fracasado al intentar ser contratado como conductor de autobús. El resto de su trayectoria tampoco merecía particular atención: se afirmó de él que era el primer caso de un antiguo empleado de circo convertido en contable. Pero pronto demostró que tenía capacidad para actuar con libertad sin dependencia de Thatcher. Muy pronto empezó a desligarse de ella: suprimió la poll tax y no la citó entre los líderes conservadores que prefería. Con respecto a Europa trató de lograr mejores relaciones lo que le llevó a aceptar el grueso de las propuestas tendentes a la unificación a cambio de hacer desaparecer cualquier mención al federalismo en el proyecto de Maastricht. Thatcher, por su parte, repudió las propuestas sobre la identidad europea de defensa y juzgó innecesaria la moneda única. También se quejó de la "traición" política de la que había sido objeto y acusó al proyecto de Maastricht de implicar el olvido del Parlamento británico. Así divididos los conservadores no parecían poder mantenerse en el Gobierno. Pero los problemas de la oposición laborista nacieron, en primer lugar, de que el número de los sindicados durante los años ochenta había pasado del 30 al 23% de los trabajadores. Kinnock siempre defendió la idea de que ya no existía un voto "natural" del laborismo y abandonó las renacionalizaciones, el repudio a la CEE y los impuestos excesivos. Pero no quedó claro a favor de qué estaba. Además, la posibilidad de victoria del laborismo se basó en un elevado porcentaje en la oposición a Thatcher que tendió a desdibujarse cuando ésta abandonó el poder. La Alianza, por su parte, sufrió una grave crisis cuando trató de convertirse en partido unido. Todavía las elecciones europeas de 1989 las ganaron los laboristas con un fuerte incremento del voto verde que acabó por demostrarse efímero. En las elecciones generales de 1992 un cambio de actitud por parte de tan sólo el 2.2% del electorado en el último momento dio la victoria a Major con 336 escaños frente a 271 laboristas. El balance de Thatcher resulta menos convincente desde el punto de vista económico de lo que en principio podría pensarse. Empezó con una recesión y concluyó con otra y la tasa de crecimiento anual durante su mandato fue del 1.6%. Fue más apreciada fuera de Gran Bretaña que dentro y sus éxitos se basaron mucho más en el cambio de mentalidad que propició que en el terreno económico. Tampoco su liderazgo en la fase final fue efectivo. En realidad, bajo una apariencia a veces despótica fue un primer ministro que no mandaba a sus ministros ni era capaz de conseguir el acuerdo entre y con ellos. Su empecinamiento final antieuropeo testimonia que también personajes decisivos que modifican de forma decisiva la vida de los pueblos pueden permanecer también aferrados a actitudes del pasado en algunos aspectos decisivos.
contexto
El año 1964 supuso un corte en la Historia británica con la desaparición del largo Gobierno de los conservadores, que parecía anclar a los británicos en un mundo pasado: bastaba comparar a Macmillan con Kennedy para tener esa impresión. Harold Wilson, antiguo seguidor de Bevan, procedía de un medio popular provinciano y había emergido como figura de la izquierda del laborismo, capaz por su brillante pasado universitario de ofrecer una imagen de energía y eficiencia. De suprema habilidad política, consiguió gobernar ocho años manteniendo unido a su partido e incluso dando la sensación de que podía convertirlo en el grupo político "natural" de Gobierno en Gran Bretaña. Con el paso del tiempo, sin embargo, dio la sensación de ser demasiado oportunista y calculador, entrometido en la labor del Gobierno y receloso respecto a sus colaboradores. Capaz de darse cuenta de que la nueva sociedad exigía de él atraerse al mundo del espectáculo, se revistió de un aire paternal con su pipa y ofrecía un programa que, siendo nuevo, tampoco lo era demasiado. Su Gabinete estuvo caracterizado por el contrapeso entre las diferentes tendencias del laborismo y por algunas novedades como un ministro de Tecnología que parecía embarcar al laborismo por el camino de la innovación. La voluntad de planificación económica se presentó como una alternativa a la contradictoria política conservadora. Lo fundamental de este período fue enfrentarse con los problemas económicos británicos. A pesar de partir de una balanza de pagos negativa de más de 800 millones de libras, el Gobierno se negó a devaluar y dio preferencia por medidas sociales como el incremento de las pensiones, legislación contra el racismo en las relaciones laborales y la desaparición de las cargas en las recetas farmacéuticas introduciendo grandes cortes en los presupuestos de defensa. Hubo también un intento fallido de volver a nacionalizar la industria siderúrgica. Con este bagaje los laboristas, que habían acudido a las elecciones de 1966 con el slogan de que el electorado "sabía que el laborismo funciona", lograron una ventaja de noventa escaños con un millón y medio de votos de diferencia sobre los conservadores. La nueva etapa gubernamental parecía prometedora pero pronto se encontró con dificultades. En política exterior, la izquierda del laborismo -al menos unos cincuenta diputados- se opuso a la Guerra de Vietnam y causó grandes problemas en las relaciones entre Gran Bretaña y los Estados Unidos. La concesión de la independencia a algunos Estados de pequeña entidad como Gambia necesitó de un apoyo económico de la antigua metrópolis. Pero el problema más grave fue el de Rodesia en que la minoría blanca monopolizaba el poder. Wilson pensó que gracias al bloqueo económico en pocas semanas habría resuelto el asunto, pero no fue en absoluto así. Otro problema esencial seguía siendo el exceso de compromisos británicos. A pesar de que en 1957-67 el Ejército había pasado de 700 a 400.000 soldados, Gran Bretaña gastaba casi el 6% del PIB en defensa cuando Japón con un PIB un 50% superior empleaba sólo el 1%. Los grandes problemas vinieron, no obstante, de la evolución económica. La gestión de Callaghan, principal responsable gubernamental, fue mala. El deterioro de la situación le obligó a Wilson a encargarse de la responsabilidad en estas materias. Finalmente, en 1967 tuvo que recurrir a una devaluación de más del 14% que llegó demasiado tarde y por ello tuvo un efecto menos positivo del que podía haberse pensado en un principio. Wilson había afirmado que la devaluación no era una solución para los problemas de la Gran Bretaña, con lo que en la práctica se contradijo por completo. Incluso tuvo que aceptar las cargas sobre las recetas farmacéuticas cuando él mismo se había opuesto a ellas llegando a la dimisión durante el Gobierno de Attlee. Las dificultades de los laboristas se multiplicaron gracias a los conflictos con los sindicatos. Desde 1948 hasta 1964 la tasa de sindicalización había incrementado en un 33% y en 1971 llegaba al 58% de la fuerza del trabajo. Al mismo tiempo, la conflictividad laboral en Gran Bretaña sólo era superada en Europa por la italiana: en la primera mitad de 1970 las huelgas hicieron perder seis millones de jornadas, el doble que en todo el año anterior. El intento de controlar los precios a través de la congelación salarial fracasó por completo y los sindicatos hicieron imposible la política de rentas del Gobierno votando contra ella de forma muy mayoritaria. Tanto Wilson como Castle, la responsable de empleo, eran partidarios de un cambio legal respecto al papel de los sindicatos en las relaciones laborales pero el propio Partido Laborista no quería saber nada de referendums en las empresas ni de períodos de enfriamiento en caso de conflicto. En junio de 1969 se llegó a una fórmula de acuerdo que resultó ficticia porque presuponía una posible intervención de la dirección de los sindicatos contra las huelgas no oficiales que no podía menos de resultar platónica. En otros aspectos, la gestión de Wilson fue más positiva. Fomentó la intervención estatal en determinados sectores económicos clave como el de la máquina-herramienta pero eso no supuso una planificación como la que había prometido. Desde el punto de vista político creó el Ombudsman mientras que la reforma de los lores fue detenida por la acción coincidente de la derecha y la izquierda. Pero quizá la mayor innovación fue la producida en el campo cultural y moral. El cambio en el servicio militar, la mayoría de edad a los dieciocho años, la nueva legislación sobre aborto, divorcio y homosexualidad o la abolición de la pena de muerte parecen demostrar que lo más importante de este período fue la auténtica revolución en estas materias más que en lo social o económico. También el Gobierno tuvo un interés preferente por la educación: Wilson siempre dijo que su mayor orgullo fue la creación de la Open University. En otros campos fue simplemente realista. Aunque el laborismo nunca había tenido un particular interés en Europa, Wilson se fue dando cuenta de que no había otra solución. En principio pensó en una mera asociación pero luego se decantó por la pertenencia completa a la CEE. En mayo de 1967 se tomó la decisión, aunque siete ministros, un tercio del total, estuvieron en contra. La insatisfacción del electorado con el Gobierno fue pronto muy grande. En las elecciones parciales los laboristas perdieron más escaños que en toda la Historia del partido desde 1900 a 1964. El Partido Laborista había visto disminuir su afiliación de 830. 000 a sólo 680.000 afiliados. Pero los cambios políticos más espectaculares acontecieron no como consecuencia de la crecida de los conservadores sino por la aparición de los nacionalistas. En 1966 los nacionalistas galeses obtuvieron por vez primera un escaño; también lo consiguieron los nacionalistas escoceses que se atribuían 125.000 afiliados. El partido liberal, cuya juventud había adquirido una significación radical, canalizó hacia sí los votos del descontento. Éste, como advirtió Roy Jenkins, que había desempeñado las responsabilidades económicas del Gobierno después de Callaghan, nacía de que se pedía más de lo que efectivamente se podía alcanzar. Era una desilusión en la abundancia. Lo prueba el hecho de que Gran Bretaña tuvo, como todos los países del mundo occidental, una civilización del consumo y en muchos sentidos sentó las pautas de la misma. Si los salarios reales habían crecido un 34% en 1955-1960, lo hicieron un 130% en 1960-1969. Desde 1956 a 1971 el porcentaje de los hogares con nevera pasó del 8 al 69%; en esta última fecha el 91% disponía de televisión y el 64% de lavadora. A comienzos de los setenta diez millones de británicos veraneaban en el extranjero. La británica, sin embargo, era una sociedad estancada en términos relativos cuyo falso optimismo nacía de olvidar a sus competidores, cuyos resultados eran mucho mejores. Lejos de enfrentarse con los problemas reales, Wilson se limitaba a culpar a "los financieros del Continente" de la caída de la libra. No obstante, la situación económica mejoró a partir de 1969 gracias a la gestión de Jenkins: la balanza de pagos había pasado a ser positiva en 600 millones de libras. La buena imagen de Wilson le hizo llevar la campaña de 1970 en un estilo muy presidencial, pero eso quizá le proporcionó un exceso de confianza frente a los conservadores. La sustitución de Home por Heath supuso un cambio importante en la dirección conservadora. Era una persona con fama de eficaz y con planes alternativos que consiguió que figuras respetadas del partido, como Powell y Macleod, se reincorporaran a su dirección. Su programa se centró en las relaciones industriales, la disminución de los impuestos y el europeísmo. Los conservadores vencieron a Wilson por casi un millón de votos con cuarenta y tres escaños de ventaja. Fueron unas elecciones que más que ganarse por el más votado se perdieron por quien logró menos escaños, algo que volvería a suceder en 1974. Cuando llegó al poder Heath había disipado las dudas existentes acerca de su persona y dominaba a su partido como antes lo había hecho Wilson. Hijo de un carpintero, suponía un giro cardinal en la procedencia social del liderazgo conservador: de sus cuatro antecesores, dos estaban emparentados con duques, un tercero con un baronet y el cuarto era un conde. Fue, pues, un conservador populista y tuvo, además, una preparación consistente y profunda: director de orquesta y navegante a vela, parecía un hombre del Renacimiento y había conseguido un considerable prestigio en el europeísmo, pero en el poder pronto resultó muy insatisfactorio. Los conservadores, que por vez primera crearon un ministerio de Medio Ambiente, habían prometido principalmente el desmantelamiento de la política de intervencionismo para controlar los precios pero acabaron por mantenerla por más que la hubieran criticado de forma vehemente en la oposición. Algo parecido les sucedió en lo que respecta a la política respecto a la empresa: como habían hecho sus antecesores en el momento en que la Rolls Royce entró en crisis, no tuvieron empacho en nacionalizarla (1971). El aspecto decisivo de la gestión de los conservadores se refiere a su política de confrontación con los sindicatos. La legislación que quisieron introducir presuponía que hacer huelga en contra de las medidas de control de los salarios podía llegar a ser un delito. La confrontación supuso que en el primer cuarto de 1971 el número de conflictos se multiplicó por cuatro. También introdujeron una legislación más dura en materia de inmigración ilegal. Con esos antecedentes no puede extrañar que, al estallar la crisis, el choque resultara dramático. En política exterior la principal cuestión fue la relativa al Mercado Común, pendiente aún de ser solventada de forma decisiva en el Parlamento. La oposición había crecido en el Partido Laborista pero, a pesar de que la ventaja de los partidarios de la entrada con un tratado negociado previamente con la CEE se redujo a ocho votos, finalmente se logró la aprobación. En otras materias las diferencias fueron menores con respecto a los laboristas a pesar de que los conservadores siempre fueron más complacientes con regímenes como los de Portugal y Sudáfrica. Todas estas cuestiones no fueron tan decisivas pero, en cambio, el problema del Ulster adquirió la suficiente gravedad como para dominar la política británica a partir de estos años. En el Norte de Irlanda, el Stormont o Parlamento disponía de una considerable autonomía con excepción de materias fiscales, de política exterior y defensa. La existencia de una policía protestante ("Royal Ulster Constabulary") provocó incidentes y en agosto de 1969 fue necesario desplazar unidades militares de interposición entre protestantes y católicos (un tercio de la población). En 1971 fue asesinado el primer soldado británico y ese año hubo 175 muertos; en 1972 fueron 146 policías y 321 civiles. Para combatir el terrorismo los británicos llegaron a introducir la fórmula del internamiento sin juicio y pronto hubo pruebas de utilización de procedimientos inaceptables para conseguir declaraciones. Un referéndum en marzo de 1972 dio la ventaja del 57% a los partidarios del mantenimiento de la unión con Gran Bretaña. Con los acuerdos de Sunningdale se aceptó por la República de Irlanda que sólo reclamaría la incorporación del Ulster cuando tal decisión contara con la voluntad de sus habitantes. Pero todos estos avances no llevaron a una definitiva solución del contencioso. Al final de 1973 el Gobierno conservador se confrontó duramente con los sindicatos en el contexto de la grave crisis económica provocada porque la factura del petróleo se había cuadruplicado. En el caso de Gran Bretaña la cuestión se trasladó a la minería en la que no había habido una huelga general desde 1926. Pero ahora la situación la hizo posible: como antecedente había habido, aparte de la conflictividad ya narrada, una dura protesta de los mineros contra el cierre de los pozos. Hubo una reducción del aprovisionamiento de electricidad a las empresas pero, pese a la gravedad de la situación, el 80% de los mineros votaron la huelga. La cuestión que estuvo sobre el tapete en la elección de febrero de 1974 era quién gobernaba Gran Bretaña. Los conservadores defendieron la firmeza: en adelante los contribuyentes no tendrían que subsidiar a las familias de los huelguistas sin que, al mismo tiempo, se tocaran los fondos sindicales como sucedía hasta el momento. Les perjudicó, sin embargo, la propia dureza de la confrontación mientras que los laboristas daban la sensación de poder entenderse con los sindicatos. La derrota conservadora fue muy grave: los conservadores perdieron por cuatro escaños y 200.000 votos pero les votaron un millón menos de ciudadanos. Los nacionalistas escoceses tuvieron siete escaños, los galeses dos y catorce los liberales. A éstos se dirigieron los conservadores para tratar una coalición pero fracasaron y Wilson volvió al poder. Las intenciones de Heath habían sido novedosas y no le faltaba parte de la razón en sus medidas; con su preparación quizá hubiera sido un gran primer ministro diez años antes o diez años después. Pero sus contradicciones en la imposible busca de consenso le hicieron dar la sensación de inconsistencia mientras que el fondo de su programa y el modo de llevarlo a la práctica dio la impresión de convertirle en un extremista.
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El resultado de la elección de 1974 en Gran Bretaña fue consecuencia, más que de una victoria de la oposición, de una derrota del Gobierno. Tan bruscos cambios en su pronunciamiento indicaban que el electorado quería decir algo pero los partidos no sabían bien qué. Wilson, que por vez primera nombró a dos ministras, dio la sensación, durante la campaña, de poder llegar a un acuerdo con los sindicatos prometiendo suscribir con ellos una especie de "contrato social". Esto, su habilidad y la división de los conservadores acerca de temas como el de Escocia le dieron fuerza para intentar ampliar su mayoría. El Parlamento apenas duró 184 días y por segunda vez en un siglo dos elecciones generales se produjeron en un mismo año. En la elección de octubre de 1974, los laboristas ampliaron su ventaja: con un millón de votos más que los conservadores, los superaban en cuarenta y tres escaños; sobre ellos y los liberales sumados obtuvieron una ventaja de treinta. Los nacionalistas escoceses obtuvieron 13 escaños y los galeses quedaron con tres, mientras que los liberales parecían haber llegado ya a su máximo. El programa del Gobierno propuso crear parlamentos en País de Gales y en Escocia. Healey, el nuevo responsable de política económica, se enfrentó con el consabido y grave problema de la crisis de confianza en la libra. Pero hubo también otras cuestiones muy debatidas. Wilson había prometido una nueva elección o un referéndum sobre la cuestion del Mercado Común una vez renegociado el acuerdo con él. En su propio Gobierno la división entre los ministros enfrentó a dieciséis con siete, siendo estos últimos principalmente izquierdistas. Pero tan sólo un ministro dimitió de modo que bien puede decirse que Wilson había demostrado de nuevo una habilidad superior. El voto afirmativo en la consulta popular duplicó al negativo y la victoria tuvo lugar en todas las regiones de Gran Bretaña. Había sido una victoria del europeísmo, pero también de la habilidad de Wilson. Mientras tanto, Heath, tras su segunda derrota, fue sustituido por Thatcher, quien desplazó a moderados como Howe y Whitelaw. Los conservadores eran ya la alternativa segura al laborismo, puesto que el liderazgo de Thorpe en el Partido Liberal había concluido con escándalos económicos y sexuales y el laborismo seguía siendo incapaz de enfrentarse a los problemas económicos británicos. Healey, uno de sus dirigentes moderados, ponen, en sus memorias, como ejemplo de disfunción megalomaníaca el proyecto del Concorde, destinado a dar servicio a los muy ricos con los impuestos de los más pobres. Lo más paradójico es que fue patrocinado por Benn, el líder de la izquierda laborista. Como ya había anunciado a sus íntimos, Wilson renunció en marzo de 1976. Con el tiempo había visto cómo se deterioraba su imagen política, que ahora parecía demasiado débil y tortuosa. Su carrera concluyó enviando una lista de nombramientos nobiliarios a los Lores basada en puros criterios de amistad y favoritismo. En la política británica había dejado como herencia el estilo presidencialista que ya fue irreversible. En la primera vuelta de la elección de sucesor, el izquierdista Foot estuvo por delante; sólo la acumulación en Callaghan de los votos de otros moderados, como Healey y Jenkins, hizo posible su victoria. Callaghan tenía un curriculum muy inferior al de su predecesor. Tan sólo había recibido educación secundaria: era un funcionario fiscal vinculado con la gestión sindical. Muy pronto, su Gobierno fue impopular y, a base de perder elecciones parciales, redujo tanto su distancia con respecto a sus adversarios que tuvo que requerir el apoyo de los liberales, que lograron una especie de derecho de veto sobre la legislación presentada al Parlamento. Como contrapartida, a partir de 1977 aparecieron signos de recuperación económica. El problema más complicado con el que debió enfrentarse Callaghan fue el de la "devolución", es decir, la recuperación de poderes en los Parlamentos escocés y galés. Mientras los conservadores se quejaban de lo caros que podían resultar los contrarios a la fórmula, lograron que se exigiera el voto del 40% de los ciudadanos para que pudieran ser viables. Cuando en 1979 se planteó el problema en Escocia el electorado demostró no estar lo bastante interesado en la autonomía. Al final, los liberales retiraron el apoyo a Callaghan quien trató de apoyarse en los escoceses e incluso en los galeses pero, como en tantos otros casos de oportunismo en su Gobierno, también acabó fracasando. Se había demostrado incapaz de controlar la inflación y los sindicatos, de resolver los problemas del Ulster y de Rhodesia o de dar salida a la "devolución" y a las huelgas de empleados públicos. Al final del mandato laborista había una conciencia de decadencia en Gran Bretaña. Se llegó a escribir que la distancia entre Gran Bretaña y Alemania era mayor que con África y que la primera podía hacer el inédito viaje desde ser un país desarrollado al subdesarrollo. En realidad, había un consenso sobre la necesidad de un cambio. Benn y Thatcher no estaban de acuerdo en él pero no en la receta. La línea clásica socialdemócrata, en cambio, prometía, como dijo Dahrendorf, "un mejor ayer", es decir, repetir lo hasta entonces habitual. Como Benn, el principal dirigente del laborismo de izquierdas, también Margaret Thatcher se decía un político de convicciones. No era un conservador clásico sino que parecía más bien "un liberal del siglo XIX". "Nací en un hogar de espíritu práctico, serio y profundamente religioso", asegura al principio de sus memorias. Su visión del mundo, en la antítesis de la de 1968, tuvo mucho que ver con la de la clase media provinciana británica y la de un metodismo religioso que creía en la mejora a través del esfuerzo individual. El thatcherismo no fue propiamente una ideología, ya que le faltaba la primacía concedida a la abstracción. En realidad, hasta el momento de su elección, incluso siendo ministra, Thatcher no se había identificado con una posición muy clara en el partido; lo hizo en la oposición al lado de uno de los ideólogos conservadores, Keith Joseph. En ese momento, se identificó con el monetarismo en política y con valores como el individuo -la "sociedad" era, para ella, una abstracción-, la familia y la patria; en cambio, el Estado y el Gobierno eran, para ella, los enemigos. Pero lo más característico de ella fue su estilo: se basaba en un modo de expresión taxativo, con pretensiones de infalibilidad y con una indudable agresividad. Para ella, Heath se había equivocado "continuamente" por ceder en los principios. "The lady is not for turning", dijo en un congreso conservador. Ella, por tanto, no cambiaría. A su servicio tenía un populismo nacido de recetas dictadas por una experiencia prosaica pero auténtica (la de haber ejercido como ama de casa). Era éste el que le dio capacidad para atraerse a la mayoría del partido, a pesar de que no coincidía con sus principios. Pero hasta 1981, momento en que reorganizó su Gabinete, no lo dirigió por completo y sólo asentó definitivamente su poder a partir de la Guerra de las Malvinas. Su primer Gobierno, del que aquí se trata, sólo muy parcialmente supuso el logro de sus objetivos. A menudo, sus colaboradores -sólo dos de ellos la votaron para la dirección del partido- la boicotearon mediante filtraciones de sus propósitos. Cuando llegó al poder, Thatcher situó a los más derechistas de sus colaboradores en responsabilidades económicas. Así pudo llevarse a cabo una disminución de los impuestos, los controles de rentas fueron abolidos y se permitió la adquisición de las casas de protección oficial a quienes las disfrutaban, lo que fue un importante arma electoral para los conservadores. Thatcher siempre pensó que la principal dificultad para llevar a cabo su programa consistía en la oposición de los sindicatos pero acabó por convencerse de que era mejor combatirlos paso por paso y no mediante confrontación directa. Con respecto al Estado de bienestar, no se puede decir tampoco que lanzara un ataque directo contra él, a pesar de que le valió las mayores protestas de sus adversarios. En realidad, el gasto sanitario creció a un ritmo de un 3% anual. En educación se había pretendido una disminución de casi el 7% del gasto, pero ascendió un 1.2%. La congelación de sueldos llevó al desánimo de gran parte del profesorado universitario. Los mayores cortes en gasto público se llevaron a cabo en construcción de viviendas, que se redujeron a la mitad, pero el número de propietarios privados se incrementó. Otro aspecto de la gestión de Thatcher se refiere al orden público. El incremento en gastos de las fuerzas de orden público llegó al 25% y, muy de acuerdo con su estilo, nunca aceptó la consideración de que el delito hubiera podido ser causado por el paro. Su dureza frente al IRA le hizo permitir que diez personas murieran en huelga de hambre. No tomó tampoco ninguna medida en relación con la discriminación racial. No hubo ningún indicio, en un principio, de que Thatcher pudiera tener un verdadero interés en las cuestiones de política exterior. Carrington fue más que ella el responsable del acuerdo al que se llegó en la cuestión de Rhodesia. En política exterior, precipitó una crisis de la CEE, pidiendo que "se devolviera el dinero de Gran Bretaña"; siempre fue opositora de una unificación política. En política de defensa, incrementó los sueldos de los miembros de las Fuerzas Armadas, como había hecho con la policía. El gasto real en defensa subió en un 16.7%. Toda esta política no le hubiera permitido ser reelegida de no ser por un incidente totalmente inesperado de la política británica. La toma de las Malvinas por los argentinos produjo un milagro de improvisación militar que hizo que la opinión sobre la primer ministro cambiara bruscamente pues en un principio estaba totalmente en contra de ella también en esta cuestión. Los argentinos cometieron el error de no aceptar la propuesta de Haig que suponía doble nacionalidad y administración tripartita del archipiélago. Thatcher hubiera podido evitar la guerra con un poco más de prudencia, valentía y competencia pero acabó concluyendo que la guerra había sido positiva porque le había dado a Gran Bretaña confianza en sí misma. Los gastos de la campaña costaron lo que la permanencia en el Mercado Común pero la guerra hizo que los conservadores que estaban tan sólo en el tercer puesto en las encuestas acabaran teniendo una ventaja considerable. Otra parte del éxito electoral de Thatcher se explica por el estado de la oposición. En la laborista Foot había sido un decidido izquierdista, biógrafo de Bevan, cuyo distrito electoral heredó. Pero, al convertirse el líder del partido, había provocado una escisión. El SDP -Partido Socialdemócrata- fue lanzado en 1981 y llegó a tener 29 diputados; su colaboración con los liberales pareció poder romper el bipartidismo británico. Los laboristas hicieron público un programa proponiendo nuevas nacionalizaciones y el abandono del Mercado Común, del que se pudo decir que era "la amenaza de suicidio más larga de la Historia". En las elecciones de 1983, en realidad el voto de los conservadores disminuyó. Los laboristas consiguieron el 27.6% y la Alianza entre socialdemócratas y liberales el 25.4%. Fue la votación más baja del Partido Laborista en su historia reciente. Pero Thatcher no había ganado sino que el laborismo de izquierdas había sido derrotado. En realidad, aupada por la oleada de patriotismo bélico, todavía tenía por delante retar al orden de consenso nacido del "butskellismo".
monumento
También conocido como el Daibutsu de Kamakura, está realizado en bronce. Su ejecución se atribuye a Ono Goroemon o Tanji Hisatomo, ambos grandes expertos del bronce. Esta figura, que representa a Amitabha en actitud de reposo y calma, alcanza los 11,4 m. y pesa cerca de 93 toneladas. Se ha fechado entre los años 1252 - 1255.
obra
El caballo es símbolo de nobleza, pero también de las pasiones humanas. Un caballo debe estar domado, por lo tanto, las pasiones han de ser controladas por la razón humana. Además, el caballo es un animal perfecto para el estudio de la proporción y su relación con la proporción del hombre fue un importante tema del renacimiento. Leonardo da Vinci se interesó por el caballo, a quien dedicó numerosos dibujos y bocetos. También Durero trató abundantemente el tema de los caballos y uno de sus libros inacabados sobre el arte de la pintura estaba dedicado por completo a este animal.En este Gran Caballo, Durero ha puesto de manifiesto las virtudes más físicas y terrenales del animal: su altura, su enorme fuerza, su volumen... la masa del animal desconcierta dentro del estrecho marco de la estampa, lo que ha hecho que se le denomine el Gran Caballo, sin tener unas grandes dimensiones en realidad. Este nombre lo distingue del Pequeño Caballo, que representa la otra cara del animal.